Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)


El verdadero sabor de los caquis
Cuentos reunidos
(Buenos Aires: Editorial Alfaguara, 2016, 497 págs.)



      Caquis, escucho en el colectivo y un sobresalto de repulsión me pone en guardia. Una mujer describiéndole a otra la canasta rebosante que descubrió en cierta frutería y el banquete que, apenas llegue a su casa, piensa darse con el medio kilo que inevitablemente compró y que, en una bolsita, yace sobre su falda. Puedo leerle la lujuria en las aletas de la nariz. Estoy perpleja: mi rechazo a los caquis es rotundo, los aborrezco con una determinación tan furiosa que, hasta este momento, había considerado mi sentimiento como universal. No puedo concebir el entusiasmo de la mujer: como si alguien se deleitara con el aceite de hígado de bacalao, se me cruza, e inesperadamente me invade un olor que viene de los márgenes de mi historia. Me veo de pie en una cocina diminuta, condenada a beber el contenido viscoso y repugnante de una cuchara que mi madre, sentada frente a mí, me está extendiendo. Y es eso sin duda: la figura de mi madre en esa cocina fundiéndose con la resonancia de la palabra “caquis”, lo que me lleva a desenterrar una imagen de mí misma que, por el momento, me resulta inexplicable. Estoy en la misma cocina, sólo que sentada ante la mesa, aguardando un acontecimiento: la irrupción de un comestible desconocido y delicioso que mi madre acaba de comprar. Lo está poniendo ahora sobre la mesa. Lo nombra: caquis. Tres caquis en un plato. La palabra me da un poco de risa, en cambio el color reluciente y esa cualidad de parecer al borde del estallido me resultan atractivos. Pero lo que más me atrae es el deseo. El deseo de mi madre que estoy sintiendo en carne propia. Y la complicidad. Es que ella me ha dicho, o yo he entendido, que está por compartir sólo conmigo esta pequeña fiesta privada. Ya sucede. Siento por anticipado el placer de la fruta madura que mi madre, luego de abrir la piel con un cuchillo y de hundir gozosamente la cuchara en la pulpa, me está ofreciendo. Abro la boca, dejo entrar la fruta, el deleite me emborracha. Devoramos juntas los tres caquis en una ceremonia que entiendo clandestina y que, por eso, es doblemente placentera.
       Bajo del colectivo muy confundida. ¿Ocurrió esta escena? Podría jurar que sí. Que el instante de comunión provocado por los caquis sucedió no una sino varias veces. ¿Cómo es posible que haya amado con tanta vehemencia una fruta que hoy me repugna? Tengo claro que el gusto se modifica, ¿pero de una manera tan drástica que no haya quedado ni el menor rastro de una transición? Ahora puedo rememorar sin ninguna duda la emoción con la que, en lo sucesivo, esperé esta ceremonia íntima. ¿Íntima? La palabra abre un surco en mi memoria. ¿Por qué íntima? Porque sólo mi madre y yo estamos en condiciones de celebrarla. A mi padre las frutas en general suelen no interesarle: él tiene la misión de revelarnos otros sabores, más intensos, más exóticos. Pero la clave no está en mi padre, ahora empiezo a entenderlo. Está en mi hermana: detesta los caquis. Sólo yo, la niña pequeña, la alegría del hogar, la hermana menor, soy capaz de experimentar el mismo placer que experimenta mi madre. Somos dos golosas, pura sensualidad, puro goce. Entre las dos armamos un nido en el que nadie más que nosotras puede entrar. Sobre todo, no puede entrar mi hermana, la que lee libros inaccesibles, sabe cosas que nadie más que ella sabe, y odia los caquis. ¿Entonces? Entonces un día abjuro del mundo mullido que me ofrece mi madre. Odio su sensualidad elemental y odio su regazo. Entiendo que aquellos que leemos libros que otros no leen, recitamos poemas larguísimos y somos capaces de un humor despiadado, debemos abominar de los caquis. Ahora me repelen. He crecido.
       Reniego hasta tal punto de ellos que no sólo no vuelvo a probarlos en mi vida; ni siquiera los veo, ni aun en las breves temporadas en las que, probablemente, aparecen en las fruterías. Hasta el momento en que, en el colectivo, escucho el nombre y advierto el deseo de la mujer, mi juicio es inapelable: los odio.
       Pero ahora, caminando hacia mi casa después de haber reconstruido el motivo de la metamorfosis, me encuentro ante un enigma que, por el momento, no tiene solución. Si amé los caquis sólo para disfrutar de la exclusividad de mi madre, si los detesté sólo para parecerme a mi hermana, sucede que todavía no sé cuál es el verdadero sabor de los caquis.
       El descubrimiento no es trivial. Significa que hay un residuo embrionario en mi vida que todavía está esperando su forma. ¿Acaso una indefinición de esa índole no se parece a la esperanza? De adolescente, disconforme con mi estatura, le he preguntado al médico si todavía voy a crecer. Me ha hecho sacar una radiografía de la mano. Se la llevo. Su cara impasible, estudiándola. Y luego el veredicto desapasionado. “No vas a crecer. Ya estás osificada”. Es feroz: algo en mí se ha consolidado, no podrá modificarse. Es para siempre. A partir de ahí vivo rastreando lo maleable, lo inconcluso, lo que todavía podré moldear a mi antojo. Cada uno de mis actos apela a esa parte de mí misma que todavía no alcanzó su forma definitiva. Y he aquí que a esta altura de los años descubro un rasgo mío que es pura incertidumbre, el ejemplo perfecto de lo indeterminado. No conozco el gusto que, para mí, tienen los caquis. Mi vida, a partir de este descubrimiento, queda en suspenso, a la espera de la breve temporada en que los caquis alcancen la plenitud.
       Cuando esa temporada llega voy diariamente a la frutería con la ilusión de encontrarlos. Y un día, en pirámide dentro de una canasta, los encuentro. Compro tres bien maduros y en mi cocina, luego de lavarlos, los pongo en un plato. Tomo un cuchillo y me doy cuenta de que nunca he realizado este acto por mí misma. La imagen que guardo de mi madre abriendo la piel es semejante a la de alguien que separa los pétalos de una flor. La operación que yo estoy realizando no tiene nada que ver con una maniobra tan bella. No importa: lo esencial está en otro lado. Tomo la cuchara y la clavo en la pulpa. Después, con los ojos cerrados, me llevo la cuchara a la boca. Mastico, degusto. Nada. Ni el deleite que compartí con mi madre, ni el asco que me igualó con mi hermana. Los caquis son cabal e inapelablemente insípidos. Su única virtud, deduzco, es la de tomar el sabor de las pasiones que concita. No es poco. Pero sucede que yo ya gasté hasta el agotamiento esas pasiones. Algo de mí se ha vaciado para siempre. Ahora sólo me quedan en el plato los pedazos de una materia inútil. Con un terror cuya naturaleza no comprendo tiro esos restos a la basura.



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