Lino Novás Calvo
(Grañas de Sor, Galicia, España, 1903 - Nueva York, 1983)

Long Island
La luna nona y otros cuentos (1942)
(Buenos Aires: Ediciones Nuevo Romance, 1942, pp. 111-140);
también en Obra narrativa
(La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1990, pp. 92-112)



      Yo no era marinero, ni quería serlo. Había muchas cosas que yo no había querido ser, pero que había tenido que ser, y luego pagar por eso. Yo no había querido ir en aquella expedición, por lo menos. Estaba huyendo de expediciones así. Pero hay también muchas cosas de las que uno huye, y es sólo para caer en ellas, como en un hoyo. Así que yo volví a caer con Cacho, en aquel barco, «La Aguja», y así fue la cosa.
       Primero fue lo de Martín, luego lo de su segundo Lajos, y luego lo de todos nosotros, incluso las francesas. Estas eran también casi «nosotros». Eran también ahora contrabandeadas, como algunos de nosotros lo habíamos sido, antes de meternos nosotros mismos a contrabandear; primero ron, luego hombres, y luego estas mismas francesas, mandadas a sacar de sus guaridas por Machado —haciendo limpieza—, y también esperando poder meterse en el norte, como tanta otra gente, como nosotros mismos, en otro tiempo. Ya no. Ya no más. Teníamos bastante del norte.
       Por eso. Yo conocía a Martín y a Lajos. A Cacho solamente me lo imaginaba. Cacho no había ido nunca a bordo en ninguno de los tres viajes, dos con ron y uno con hombres. Uno con ron llegado, otro con ron y escapados, y otro con hombres muertos. Por eso escapaba yo tal vez: por aquellos hombres, lanzados de noche, primero a los dos botes, aturdidos, por los blackjacks, y luego los botes minados. Ni aun sé cómo fue aquello. Yo no iba allí para hacer eso, sino para aceitar el motor, y vigilarlo, y abrirle la candela cuando hiciera falta —si no había viento, si había que salir tumbando, o si nos echaban los galgos atrás, los guardacostas. Para eso estaba. Yo era entonces chofer de los muelles, un chofer de mala muerte, con una carraca de Ford debajo de mí y por eso entré en conchucho con ellos, y luego descubrí que Martín era hombre fuerte en el negocio.
       Ahora fue Lajos, sin embargo, quien me echó mano, y me puso a cargo del motor de «La Aguja», cuando la sacaron de entre los veleros arrumbados, la entablillaron, le recortaron los dos palos y le pusieron unas velas bajas, anchas, que no tienen definición en ningún De quilla a perilla, que ya no se usan. La gente del puerto se puso a mirarla. Cacho había inventado que era un yate de recreo; él mismo se vistió de sportman, y ejecutó simulacros, pescando y llevando americanos a bordo con ron y mujeres, y música, sin que se supiera su rumbo. Luego estuvo ausente varios meses, y un día regresó con un palo tronchado, el trapo roto y el costado algo flojo. Fue entonces cuando yo vi a Martín, en el hotel del muelle, y le miré a los ojos y vi aquella expresión, que con el tiempo aprende uno a distinguir: la expresión de haber visto sangre. Tal vez de haberla hecho. Más tarde me dijo cómo se encontró «La Aguja» encallada en una Bahama, cuando él traía en su «Furiosa» cuatro náufragos de la misma, que no habían muerto en la voladura.
       Pero esa es otra historia. Lajos me encontró ahora por allí, medio abollado, durmiendo en el pescante, y me llevó a «La Aguja», a cargo de aquel motorcito, poco mayor que dos puños juntos, pero dinamita jalando. Yo no sabía aún adónde iría «La Aguja», y no importaba mucho, realmente. A Martín mismo parecían acosarlo ahora algunos fantasmas. Cacho no le había dicho aún qué clase de mercancía iría a bordo; él pensó que serían emigrantes, pues el ron lo tenían ya otras potencias.
       —Serán hombres, pero yo los pondré en la otra orilla —le dijo a Lajos—; busca un hombre para el motor; quiero que jale cuando se le mande.
       Jalaría. Lajos lo puso en mis manos, y yo lo desmonté, y me fui al rastro y a poco volví con otro que jalaría. A bordo había otros tres hombres, que formaban como una guardia cerrada, de modo que yo era realmente algo aparte, que pertenecía al motor y nada más. El motor tenía en el centro su cabina, con salida y entrada propia. Lajos había dividido «La Aguja» en dos compartimentos: uno delante y otro detrás de mí, con tarimas forradas de colchonetas, y salida a cubierta también independiente. Los dos eran como bolsas, o botellas, con estrechos cuellos de escalera hasta cubierta. Esta era lisa, sin más relieve que los palos y las velas, y un metro de caseta saliente para el gobernalle. Así podía deslizarse más fácilmente, sin ser vista, como con líneas aerodinámicas. Estaba pintada de azul oscuro, y las mismas velas eran de un color acero. Por eso la gente del puerto la miró, sin pensar nada más que era un yate, con yanquis a bordo y esas cosas. Y cuando luego vieron en él a mujeres rubias, dos o tres en cubierta, siguieron pensando en lo mismo.
       Las mujeres, pues. Durante tres o cuatro días después de terminados los arreglos, «La Aguja» estuvo al ancla, a la vista de todos, y todo en orden. Cacho vino a bordo, un hombre ancho, redondo y de enormes brazos a lo Popeye, con gorra blanca y camiseta de franjas. Yo lo vi por primera vez allí, una tarde, pero él ni siquiera bajó a ver el motor, ni habló con ninguno de nosotros. Yo subí a cubierta y lo vi allí, con Martín detrás, delgado y nervudo, también con su gorra blanca, pero camiseta y pantalón azul, parados a proa. Después vi venir a algunas mujeres, bailando sobre sus zancos de tacones, unas gordas y fofas, otras delgadas y blancas y como de papel crepé, pero eso no importaba. Muchas mujeres subían a los barcos anclados, y aun se quedaban en ellos por la noche, con música y esas cosas. Yo no estaba allí para espiarlas, ni ponerme a pensar a qué iban, ni si se bajaban luego o se quedaban. Estas se quedaban, sin embargo. Yo vi cómo todos los días, durante dos o tres, se quedaban algunas mujeres abajo, y cómo uno de los marineros, el Grillo Navas, les traía comida en latas y cajas estampadas. Yo salía a veces y me encontraba dos o tres en cubierta, pero a la boca de las botellas había siempre uno de aquellos hombres hoscos y calados traídos por Lajos —o quizás por el propio Cacho— que pensaban que yo era simplemente un mecánico de tierra, que no sabía nada de aquello. Después fue diferente. «La Aguja» partió una tarde, con las velas tendidas, y cuando hubimos alcanzado altura suficiente por la línea de las Tortugas Secas yo era también uno de ellos, y todos podíamos sentarnos juntos, en cubierta, y en el mismo bote. La técnica de Martín, me figuro. Él no escogía nunca sus hombres; los enrolaba, simplemente, y luego los enfrentaba con el hecho de hallarse todos en el mismo bote, y adelante. Todos respondían, y se sentían unidos, y quizá más tranquilos que si ellos mismos se hubieran prestado. Martín era un general; ahora, nuestro general.
       Pero antes fue el embarque. Era a la tarde, y todas las mujeres habían entrado ya bajo cubierta, de dos en dos, de tres en tres, con sus perros y sus valijas y sus carteras y sus sombreros y sus tacones: todas allí, en aquellas dos botellas cuadradas, con sus tarimas mullidas, oliendo, como nidos de ardillas. Yo vine a cubierta, a ver tender las velas, y asomé a las dos bocas de los compartimentos y el olor me echó para atrás. Fue cuando pregunté, quizás un poco espantado. Era un olor distinto, que no hay en las tiendas de perfumes, ni en las boticas, ni en las clínicas, ni en las morgues, pero que quizá tuviese algo de todo eso. Yo giré en redondo, en busca de Lajos. Este estaba con Martín, a popa, con la caseta del gobernalle entre ellos, mirando a Cacho, que quedaba de pie, en la punta del muelle. Corrí hacia ellos, con los ojos muy abiertos, antes de que saliéramos del Morro, pregun-tando. No sé qué. Pregunté muchas cosas, todas sobre lo mismo, y en tono de alarma. Los dos movieron la cabeza mirándome a la vez, sin sorpresa, y no contestaron por un rato. Dos o tres muchachos blancos y negros habían comenzado a nadar en torno a «La Aguja», siguiéndole, y gritando a Martín y a Lajos: «Míste, míste; me e nickel; me a dime míste; me a cent.» Martín se había puesto la pipa en la boca y miraba a lo lejos; no había bastante luz para ver el color más bien verdoso de su cara, y los muchachos lo veían desde abajo como a un yanqui pescador y turista. Durante todo el día anterior la mar estuvo picada y el viento vivo, con rachas nerviosas y aceradas, pero desde el día de hoy todo se había tornado calmo. Demasiado calmo, tal vez.
       —¿Se puede creer que llevemos un gallinero a bordo?
       A mi pregunta los dos oficiales se miraron y volvieron de medio espalda uno a otro, mirando al mar, pero no rieron. Martín dijo:
       —Anda, puedes bajar a ver. No hay nada prohibido a bordo.
       Bajé. En ese momento acababa de montar a cubierta una mujer alta, huesuda, con una mota ridícula de pelo rojo en lo alto de la cabeza. Pasó a mi lado con aire casi altivo, caminando a paso menudo, en dirección a Martín. Pasó por alto a Lajos, y se detuvo junto al otro. Martín escuchó lo que le tenía que decir sin mover un dedo ni un músculo. Yo esperé a la boca del compartimento de popa, y madame Dupin —luego supe que se llamaba así— volvió a pasar rozándome, como una pasajera de primera al lado de un marinero. Yo asomé a la escalera de popa y miré abajo: a las mujeres allí, todavía vivas, tiradas sobre las tarimas, fumando. Algunas miraban por las claraboyas hacia el mar. El mar seguía tranquilo, y ahora casi invisible, sin luna, y nosotros íbamos sobre él, apagados, y también tranquilos, salvo la agitación misma de las mujeres —allí tiradas, en sus ropas escasas y leves, las piernas cruzadas, fumando y hablando en aquel idioma gangoso que yo conocía, y que conocería entre mil sin entender una papa. Ellas ni siquiera notaron que yo estaba allí, mirándolas. Algunas alzaron los ojos, simplemente, y siguieron hablando sin cesar, entre sí. Después yo salté a cubierta y bajé al compartimento de proa y desde la escalera me parecía que era el mismo cuadro, las mismas mujeres —algunas demasiado viejas, algunas demasiado jóvenes, que luego, de cerca, resultaban ser demasiado viejas para aquella impresión. Lajos había mandado poner lámparas de petróleo e—n cada compartimento, y a esta luz parecían aún más fantásticas.
       La palabra que hay que decir: fantásticas. Ni yo, ni los otros tres marineros —ahora menos hoscos, andando por cubierta, atendiendo sólo a las velas— las habíamos visto acumularse abajo. Solamente tres o cuatro que llegaron en los dos últimos días, y que se quedaron abajo acomodando las cosas —las cajas, las valijas, la comida sintética—, y que supimos se habían ido. Lajos mandó cerrar aquel cuello de garrafón —o de botella de ginebra cuadrada— que llamó escotillas, y las dos últimas noches nos las pasamos por ahí, en tierra, y ya comenzamos a hacernos amigos, aunque ellos veían que yo no era realmente hombre de mar. «Ninguno sabíamos lo que cargaban», dijo Bartos, cuando yo subí de nuevo a cubierta, y les dije que baja-ran a ver. Bartos era el primer marinero, y los tres eran un canario, un gallego y un mallorquín. Los tres bajaron entonces a ver —creyendo hasta entonces que lo que iba abajo eran simples emigrantes que acaso los oficiales mandaran botar al agua si es que no podíamos llegarlos a la costa—, pues no habían visto siquiera a madame Dupin cuando subió a hablar con Martín y este mandó a Lajos que les entregara no sé qué pastillas que él mismo guardaba en su garita a popa. Nunca supe qué pastillas eran aquellas, que luego les dio a intervalos, y que madame Dupin le tenía que pedir, y hasta rogar a veces, que le diera.
       Entonces vimos los dos cuadros —yo, primero, luego los otros tres. El aire comenzaba a avivarse, y ellos dejaron las velas, y todo, y se agolparon a mirar hacia abajo: aquellas mujeres medio desnudas, tiradas sobre las tarimas, fumando, y hablando en aquel idioma que todo marinero conoce bien, porque lo ha oído en todas las salas de todos los puertos de todos los países, y que por eso cada vez que lo oye le despierta estremecimientos de terror y repulsión y a la vez de fascinación y erecciones frías y muertas, quizás como de ahorcados, y los atrae y envuelve fatalmente. Bartos fue de uno al otro compartimento y en el de popa bajó hasta las mujeres mismas y comenzó a tocarlas con la mano, y ellas no se movieron. Siguieron hablando y fumando, todavía sin darse cuenta de que habíamos salido del puerto, pero comenzando ya a abrir los ojos y a llevarse las manos a la boca con pañuelos empapados de colonia y tubos de sales inglesas. Bartos dijo luego que las había tocado porque no lo creía. No creía que fueran realmente mujeres de carne —siquiera fuera aquella carne blanca y pasmada—, ni que nadie pudiera llevar esta mercancía de contrabando, ni que ellas se arriesgaran. Y menos que Cacho, tan redondo y pesado, tan firme y denso, pudiera tener un viaje así en la cabeza.
       Pero acaso no fuese Cacho realmente, ni Martín, ni siquiera Lajos —Lajos, el tipo frío e imaginativo, el santo de palo, siempre en claro con la justicia, que era quien más podía ser. Bartos y yo supimos luego que madame Dupin habitaba en aquel mismo hotel del puerto, donde vivía Cacho como propietario pobre de barcos viejos, que por algún tiempo le había andado atrás. El muchacho de los inodoros nos dijo cómo la mujer había comenzado a traer sus pupilas a este hotel, cuando Machado se las sacó de sus guaridas, haciéndolas pasar por turistas. Primero fue ella misma, y luego, gota a gota, todas las otras —muchas más de las que ahora llevábamos a bordo, desde luego, pues sólo se enrolaron las más valientes— hasta que coparon todo el piso de arriba, pero vistiendo muy recatadamente, y comiendo aparte unas de otras, a distintas horas, y sin fumar ni recibir hombres, y hasta poniéndose bravas cuando un hombre —tal vez uno de aquellos viejos solteros chupados que andan por los hoteles— les decían algo. Quizás esto fuese lo que le dio la idea a madame Dupin, su jefa: el verlas allí, tantas juntas, sin querer volver atrás, y sin poder quedarse en lo que eran: y sin poder ser otra cosa, realmente. Eso, y el conocer después a Cacho, y quizá por alguno de sus amigos, protectores de las pupilas, que Cacho tenía barcos y que en ellos llevaba y traía, a veces, cosas prohibidas, incluso, tal vez, de aquellas mismas pastillas que Martín le daba ahora a bordo. Martín mismo admitió, a bordo, que había sido ella. «Esa maldita vieja; ahora se le va a refrescar la cabeza», exclamó más tarde, cuando soplaba de firme.
       Sí, fue madame Dupin quien vio el cuadro, y el viaje, en su imaginación, y se lo pintó a Cacho. Este, dijo Martín, había ido a consultar con él, una noche —Martín estaba entonces en Casablanca, en una especie de cuqueo amoroso—, asombrado, y tal vez aturdido, pero de todos modos interesado. La idea había prendido en su cabeza, menos dura tal vez por dentro que por fuera. Martín la rechazó al principio. Ni mujeres, ni hombres; él no llevaría más gente. Tenía bastante. Había visto bastante. Un día u otro, dijo, terminaría como el viejo Izaguirre. Pero luego vino el frío Lajos y las cosas cambiaron. Puede, incluso, que hayan venido otras cosas, de esas que se presentan un buen día, saliendo del pasado, y le mandan a uno seguir. «¡Palante!», dicen esas cosas, como policías.
       El caso es que fue, y que ahora teníamos a bordo hasta treinta y tres «piezas», como años de Cristo, y que no valdría volver para atrás. Todos sabíamos que no habría vuelta con ellas. Lo que quiera que pasara, habría que dejarlas allá, o quedarnos también, en alguna parte. Era como todos los delitos o hazañas grandes, que hay que hacer o caer con ellas. Habría que llegar, o no pensar siquiera en volver, porque antes que nosotros llegarían los cables. De modo que ¡en ruta! Martín ordenó primero vía recta al norte. Esta sería, por lo visto, una ruta distinta a todas las anteriores. No sería al nordeste, y luego al noroeste, como otras veces. No sería por babor, hacia San Agustín, por ejemplo, sino por el lado opuesto. Los barcos como el nuestro no solían ir por allí, en esta fecha, pero había que arriesgarse. Había que ir por donde nadie pensara que pudiéramos ir ahora. Yo creo que Martín se lanzó, como una corriente turbulenta. Ni siquiera quiso consultar al observatorio. Él sabía que el hecho podía ocurrir, pero no quería preverlo. Era como coger a unos hombres, y ponerlos a bordo, sin decirles para qué, y sin que esos hombres se lo preguntaran, realmente, y enfrentarlos con el hecho. Luego se vería. «La Aguja» era baja, chata —nada semejante a una aguja—, y sus palos cortos. Martín sabía que podríamos capear, deslizarnos, sin velas, y que teníamos un motor, y que yo estaba allí, junto a él, velándolo, aceitándolo, oyéndolo a veces funcionar sin un fallo. Así que adelante.
       Las velas empezaron a llevarnos bien, con un aire inconstante, pero todavía sin tirones de peligro. La luna se levantó poco después, cubriendo el agua como de una capa de aceite plateado. El cielo pareció entonces barrido de estrellas; como estas, siendo líquidas, o de fósforo blando, hubieran sido barridas por la luna, y dejaran tras sí una capa difusa, y también de plata —o de aceite bajo la luna—, como el mar mismo. «La Aguja» parecía ir por sí misma, como un barco de papel, en un escenario de tramoya. Los marineros no tenían más que estar allí, y Lajos y Martín turnarse al timón y esperar. A medianoche no habíamos visto nada. Martín había seguido, creo, una ruta paralela, pero bastante distanciada, de la de otros barcos, y éramos bastante bajos para que, apagados, no nos vieran de lejos. El aire, sin embargo, comenzó a calentarse extrañamente después de medianoche, y en el oeste aparecieron algunos cúmulos blancos de algodón. Yo bajé entonces a ver las mujeres, nuevamente, y las vi a todas en pantalones de seda, con chaqueticas cortas, también de seda, que sólo les cubrían una parte del busto. Habían abierto las claraboyas, y se abanicaban furiosamente. Martín estaba entonces al timón y mandó a Lajos abajo a ver cómo estaban. Luego fue él mismo, y al subir comenzó a mirar al horizonte, algo extrañado, y de nuevo bajó a los compartimentos. Era como un sobaco. Era como si cada compartimento fuera un sobaco, y las mujeres fueran, ellas mismas, termómetros. Fue esto lo que primero inquietó a Martín. El calor parecía haberse comenzado a formar a flor de agua, o tal vez dentro del agua misma, entrando primero por las claraboyas y trepando luego, tubos arriba, a cubierta. Martín miró al cielo y frunció el ceño, pero no dijo nada. El calor fue en aumento, según se iban formando cúmulos en el cielo, pero todo podía pasar. Podía ser otra cosa. Al principio ni él mismo debió de estar seguro. Hacia el amanecer, comenzaron a cruzar unas rachas más nerviosas y frías, y el agua había empezado a moverse de un modo extraño —no en olas, barridas sobre la superficie, sino en un temblor hondo, como si toda el agua empezara a conmoverse, como una tierra volcánica. Este temblor no movía todavía mucho la barca, y de sobremañana nos pasó un barco lleno de luces y música. Algunas de nuestras «piezas» subieron entonces a cubierta, dejadas por Martín, y desde el otro nos saludaron con pañuelos. Algunos nos pidieron que los lleváramos con nosotros, y otros nos tiraron botellas de whisky. Una mujer se había puesto a horcajadas sobre la borda, en pijama; se la quitó y se tiró al agua, y avanzó braceando hacia nosotros. Temimos que llegara. Martín mandó maniobrar rápidamente, huyendo a la mujer, y ella braceando y deslizándose como un pez detrás de nosotros, hasta que su barco paró y uno de sus botes vino a buscarla y la devolvió a bordo.
       Quizás fuese este el primer síntoma. Al barco grande debió de parecerle extraño que nosotros huyéramos, en vez de recoger a la mujer, y acaso lo haya comunicado al norte. Martín se lo temió. Cuando todo hubo pasado, se quedó mirando, siguiendo con la vista al otro barco, y exclamó: «Nos ha visto un tuerto.»
       Todos entendimos, desde luego. Las mujeres volvieron abajo, y madame Dupin vino a esperar el día en pantalón, y camisa, y gorra. Lucía como un hombre, realmente, allá en proa, y la marea no parecía afectarle. Ahora todo iba bien. Sólo aquellas nubes habían comenzado a extenderse y el temblor del mar a ir en aumento. Martín saltó de pronto, como un gato, de la posición en que estaba a proa junto a la madama, y vino a donde estaba Lajos. Nosotros sentimos también el desasosiego, no por las señales, sino por Martín mismo, primera señal. El cielo decía todavía muy poco. Martín me llamó y me ordenó que pusiera el motor a todo lo que diera. Estaba consultando la carta, y las agujas, y su voz tenía algo de apremiante —aunque no alarmante— en el tono. El motor estalló como una tremenda carcajada, y la hélice empezó a dar vueltas furiosamente. El viento había virado y, desde donde estábamos, Martín puso el timón recto hacia el norte. Todo estaba calculado —menos, desde luego, las rachas del ciclón. Pero nada indicaba todavía que pudiera haber esas rachas. No las habría, seguramente, si conseguíamos adelantar, en aquella ruta, sin tropiezo. «Ojalá no nos haya visto el tuerto», dijo ahora Martín, pensando, sin duda, en el capitán del otro barco.
       Yo había vuelto a subir a cubierta y estaba junto a él. El motor funcionaba solo, no a todo lo que daba, como me habían mandado. No quería exponerlo a tanto. Daba, sin embargo, bastante —quizá hasta nueve o diez millas, pero no más. La mar parecía irse inchando y «La Aguja» comenzó a cabecear. Madame Dupin se inclinó sobre la borda, con un ¡guaah! estirado; ella misma se tiró hacia el agua, al tiempo que pasaba Lajos, y la cogió por la camisa, por detrás, y la tiró sobre la jarcia. La mujer quedó allí, siguiéndolo con la vista, la boca entreabierta. Nadie le hizo caso. De algún modo, la idea de Martín se nos había comunicado a todos, y por de pronto las «piezas» desaparecieron de nuestro pensamiento. Quizá la idea fuera huir, sobre todo, al aviso posible del otro capitán, y luego a lo que se estaba formando en el aire. Nadie sabía qué sería; podía no ser nada, podía ser mucho. Podía ser rachas, o una sola gran racha. ¡Nadie sabía!
       Nadie supo, por de pronto. Por ahora era todavía el ojo del tuerto. Martín esperaba que el motor nos llevara más allá de las Tortugas Secas antes de que terminara la noche siguiente, y entonces estaríamos a salvo. Entonces nos lanzaríamos —yo esperaba sacarle todo lo que daba al motor en esa ocasión, pero no antes— como una lanzadera hacia tierra. No nos importaba cómo llegaran; nos importaba que llegaran, con alguna vida. El aire viró hacia el anochecer y nos dio de popa, y los marineros atendieron todos a las velas, que ayudaban al motor. Fue entonces cuando yo tuve tiempo de bajar de nuevo y ver lo que pasaba. La mar se había levantando más de lo que nosotros mismos sentíamos. Las nubes estaban bajas, y se movían, a trechos, con excesiva velocidad. Hacia el poniente, las rachas nos trajeron algunas gotas frías y duras. Yo pasé junto a madame Dupin, pero esta estaba todavía de bruces sobre la jarcia, moviendo los hombros de un modo extraño, y emitiendo aquellos sonidos y ¡guaaahs! de bombeo. Otras dos o tres habían subido también —como estaban, con sus pantalones de seda, y aquella prenda breve que les cubría el brazo entero, pero solamente parte del busto— y bajado de nuevo. Yo asomé al compartimento de popa, pero tuve que retroceder. El mismo olor dominaba todavía el sitio, pero ya mezclado y más intenso. Algunas levantaron sus ojos rasgados y suplicantes hacia mí; otras me hicieron señales, con las manos, indicando hacia el suelo. Yo miré al suelo, y volví a subir, y bajé al compartimento de popa, y las de allí estaban lo mismo, tiradas, quejándose, haciendo aquellos ¡guaaahs! abyectos, y aquellos movimientos de gusanos, y me hicieron las mismas señales: apuntando hacia el suelo. Yo entendí, desde luego. Otro de los marineros bajó ahora conmigo, pero fue a mí a quien indicaron hacia el suelo, y lo entendí perfectamente.
       Nada más, por de pronto. En cuanto fue noche, el agua con que venía cargado el aire entró por las escotillas y debió de ayudarlas un poco. Yo no volví a bajar allí a verlas llamarme y señalarme hacia el suelo. No quería darles siquiera el chance. Yo tenía ahora mi motor, y «La Aguja» se iba portando bien —el mismo viento se portaba bien, empujándonos, ayudándonos a llegar. Durante la tarde la carrera había ido en aumento, y en lo que iba de noche llegábamos a las doce millas. Martín había hecho ahora nuevos planes. La noche no sería bastante para llegar, pero en el término del día podíamos acercarnos a la costa. Quizás esto despistara si es que el tuerto había dado algún aviso. En todo el resto del viaje no habíamos visto a más nadie. Ahora, si nos buscaban, sería de noche o por rutas inusitadas, y Martín mandó buscar aguas frecuentadas. El temporal parecía salvado. Había arreciado demasido gradualmente para que hubiera que temerle.
       Pero tal vez el tuerto estaba allí mirándonos en idea. Yo me lo había imaginado uno de aquellos capitanes viejos con un solo anteojo largo a bordo de un pirata transformado en caza-dor de piratas. El sol se hizo notar a través de nubes cada vez más densas, y ráfagas cada vez más fieras, pero todavía sueltas, sin vértebras de ciclón. Martín mandó a cubierta tres o cuatro de las mujeres menos mareadas, con sus pantalones y gorras blancas, pero con blusas enteras. Él mismo se encargó ahora del motor, para coordinarlo con las velas, y me mandó a mí a sacar las mujeres. Madame Dupin estaba aún arriba, empapada, sobre los cabos viejos, y de las de abajo ninguna había subido a pedir nada. Lo habían hecho antes, cuando todavía el mar estaba calmo, pero ahora todas se habían vuelto mansas, y cuando yo bajé ninguna me indicó ya hacia el suelo. Sólo tres o cuatro estaban incorporadas, agarradas a unas tiraderas que Cacho había mandado fijar para sujetarse en caso de bandazos, y me miraron con aquella expresión vacía, de estómago vacío y nauseado, pero ya sin mando ni odio ni irritación. Todo esto se les había vaciado también, me figuro. Sólo dos de sus perritos —aquellos gusanos negros, blancos y amarillos que llevaban, uno por cada tres o cuatro—, me empezaron a ladrar. Yo veía su ladrido, desde luego. No se podía oír allí, con el agua tronando por fuera. Los animales estaban en el suelo, con las lanas enfangadas de aquel fango que todos llevamos dentro y que el mar purga al principio —sólo al principio— y que luego admite lo mismo que la tierra y que su propio fango. Algunos estaban calados hasta la mitad del lomo. Eran aquellos gusanos largos, de patas cortas, que parecen arrastrarse en aquel movimiento de segmentos de los gusanos. Las demás mujeres —las que no se agarraban de las tiraderas— estaban derribadas, unas sobre otras, haciendo arqueadas, ya débiles, ya sin más que meros pujos de cuerpo, semejantes a los mismos del gusano para moverse. Las incorporadas me miraron, dos en popa y tres en proa, y luego me siguieron escaleras arriba, agarradas unas a otras, la primera agarrada a mí hasta cubierta. Arriba, Martín me hizo cargo de ellas, y las distribuyó por los palos, de pie —tendrían que estar de pie— para que alguien pudiera verlas, de lejos, en ruta franca, y seguir —los que las vieran— tal vez en demanda de los que fueran por rutas torcidas.
       Esta era la idea —buena idea, sin duda. Martín había salido bien otras veces con esa idea —con atreverse a ella. Las mujeres se agarraron aquí a otros cabos, que Lajos les puso atados a los mástiles, y aguantaron. Las cinco eran jóvenes, pero con aquella máscara de viejas que tenían, como indicando lo que serían dentro de diez años, pero sin serlo todavía. «La Aguja» brincaba ahora bastante, pero el viento nos favorecía, y los bandazos y cabeceos eran rápidos. Las cinco se sostuvieron bastante bien, pero no había aún nadie para verlas.
       Luego hubo. De pronto apareció, como una ola más, gris y bajo el maleficio del tuerto. Habíamos andado toda la mañana hacia el nordeste, con rachas en aquel sentido; a mediodía el viento cambió de nuevo, y ahora era yo solo, con mi motor, el que empujaba la barca. Martín mandó bajar las velas, para no tener que bolinear, ni perder tiempo, y ahora, sí, lo abrí cuanto daba. El motor se portaba bien, al principio. Como esos relojes baratos, que funcionan perfectamente durante un mes, o acaso un año, pero que de pronto, sin motivo alguno, comienzan a fallar, a pararse como las mulas, y ya no tienen remedio, y uno sabe que cuando eso ocurre no queda más que botarlos. Así el motor, pero antes...
       Primero fue la lancha gris, apareciendo de entre las olas. No había equivocación. Martín había visto demasiado de esas lanchas grises, con cañoncitos horizontales, como telescopios, a lo largo de las bandas y a los extremos, para que no la conociera de lejos. Venía hacia nosotros, callada, larga, como un cocodrilo, agachada y veloz, en línea recta. No importa si había visto o no las mujeres. Quizás fuera eso mismo lo que primero le había dado la pista. El tuerto podía haber hablado de mujeres, y haber una confusión fatal. Esas lanchas sabían que algunos yates llevaban mujeres —porque eran yates de verdad— y al mismo tiempo ron. Las mujeres iban en ellos, sin saber siquiera que había ron debajo, sólo por gusto y pesca. Ahora, la lancha debió pensar que estas mujeres iban también allí de máscara, que abajo lo que llevábamos era otra cosa. Martín lo previó así, y eso fue, tal vez, lo que nos salvó. Eso, lo que le hizo virar a tiempo, y emprender la fuga, buscando la dirección del viento, ahora hacia México, y largar las velas aumentadas. Las cinco mujeres fueron lanzadas abajo. Él mismo las desprendió de los cabos, y las empujó abajo, junto a las otras. Entonces levantó a madame Dupin, y la tiró también tras ellas, y cerró. Por muchas horas no supimos más de ellas; no importaban. Acaso ninguno pensase siquiera que estuviesen allí, como personas, sino como simple delito. Ellas eran el delito, y nosotros los que huíamos con el delito dentro.
       La lancha estaba todavía lejos. Martín la había percibido con los prismáticos. Con su velocidad, sólo podría ganarnos tres o cuatro millas por hora, y estábamos ya a mitad de la tarde. Con el viento, y el motor, y el no imponerles nada —el seguir solamente su impulso— nos daba fuerza y ventaja sobre el mar. Nadie sabía realmente adónde íbamos ahora, ni importaba. Sabíamos que estábamos en el golfo, y que éste era ancho y turbulento, pero no importaba. Ni importaba tampoco que el motor gastara todo el aceite pesado, ni aun que se rompiera el motor. Martín llevaba otras velas, de repuesto, y los palos eran cortos y gruesos. Ahora estábamos a correr, y nada más; correr adonde fuera, pero ganar horas y buscar la noche. Íbamos huyendo al día y al tiempo y a los yanquis.
       La noche vino peor, pero ya no veíamos lanchas —el ojo del tuerto— ni nada. Podía estar allí, sobre nuestra estela; nos figurábamos que estaba, que venía, cada vez más cerca, apuntándonos; yo creí incluso oír disparos, esos disparos sordos y breves de cañoncitos de mar, pero también podían ser las olas o las rachas. Una serie de estas, disparadas sin sentido, pero intencionalmente, hacia nosotros —así se nos figuraba— nos acometieron de proa, de popa y de ambos costados. Durante varios grupos de minutos la barca danzó en todas las direcciones posibles, hundiendo la cabeza, volviendo a sacarla en una furia loca. La noche había venido de golpe; uno sabía que el mar era ancho por aquí, y que se podía correr por él sin miedo. Pero había que correr. La noche se llenó de ramalazos, cada vez más furibundos. A veces venía uno, frenético, como salido del vientre de alguna ola, nos levantaba de popa y allá íbamos, bauprés hacia abajo, en una zambullida suicida. Yo estaba ahora, pegado a mi motor, en la cabina, y viendo, a aquella luz que siempre queda, y que no sabe uno de dónde viene, aun en medio de la tormenta de la noche, antes de salir la luna, por el cristal grueso a los cuatro hombres sobre cubierta, agarrados a los cabos. Las olas pasaban entre ellos, por sobre ellos, en una sucesión aterradora, pero cuando todo pudiera parecer perdido, «La Aguja» taladraba de nuevo la superficie y nos sacaba a flote. Un golpe de mar nos llevó la corredera; otro barrió cuanto había en cubierta por asegurar, pero la barca seguía intacta, y sus palos bajos enhiestos. Luego, hacia la madrugada, las furias cesaron de pronto, y nosotros pudimos ver, con la luz del cielo, cómo el ventorral se alejaba, en forma de niebla, cruzada de relámpagos, hacia el oeste. No quedaban sino algunos soplos vivos, pero sin mucho nervio, y estos mismos soplos cesaron de pronto, y el mar apareció llano, y de un azul profundo, y con una calma aterradora. Martín mandó parar el motor y dejar las velas al pairo, mientras tomaba una nueva decisión. Quedaba aún algún aceite que quemar, pero no lo bastante, y había que ahorrarlo. «La Aguja» estaba intacta, sin embargo, salvo por una vela rota y algunos cabos tronchados. ¡Y las mujeres!
       De estas no nos ocupamos, por de pronto. Por unos tres o cuatro minutos escudriñó el mar, pero no había nada. Nadie sabía dónde podía haberse quedado la lancha, ni si volvería a aparecer. Martín decidió que había que arriesgarse. «El mismo peligro está detrás que delante», dijo, y mandó recoger, en las velas, el aire que hubiere. «Volveremos por donde no nos esperan», añadió.
       Entonces yo quedé suelto. Cubrí el motor, lo dejé bien abrigadito, para otra ocasión, y subí a cubierta, pero sin pensar todavía en las mujeres. Luego Martín mandó a sacarlas arriba, y ver lo que había pasado. «La Aguja» navegaba ahora dulcemente, a reganar el espacio perdido, pero con una lentitud desesperante. Los tres marineros fueron sacando las «piezas» a cubierta. El primero que se apareció traía una a hombros —ella con los brazos colgados y las piernas abiertas y también colgadas—, y otra bajo el brazo. Era un hombre fuerte, y las barbas le habían crecido de noche. Lajos había mandado tender una lona a lo largo del costado de babor. Otro de los marineros apareció con una carga similar, pero de modo distinto. Traía dos mujeres bajo los dos brazos, cogidas por debajo de la cintura, colgadas como trapos. Los dos las arrojaron sobre la lona y volvieron a hundirse. Las nubes eran altas, y tan tenues, que el cielo se veía a través de ellas. La barca navegaba apenas sin cortar el agua, como resbalando sobre ella. Las cuatro mujeres se quedaron allí, arqueándose débilmente, de bruces, sin quejarse. Luego vinieron otras; los marineros las dejaban caer, sobre las primeras, o al lado de ellas, y daban la vuelta. Algunas se quejaban, y otras se quedaban allí, derribadas, rígidas o encogidas. Nosotros estábamos de pie, delante de ellas, viéndolas. Vimos que madame Dupin estaba ahora con los puños cerrados contra el vientre hundido, sobre una de sus caderas, y con la boca abierta y los ojos cerrados hacia el cielo, jadeando. Martín mandó preparar las mangueras, y cuando todas estuvieron arriba, los marineros abrieron el chorro sobre ellas. Algunas se reanimaron, pero sin levantarse, y otras seguían tiradas, estremeciéndose un poco por el agua —o, en algunos casos, sin estremecerse siquiera. Entonces Martín ordenó a los marineros que las desnudaran, y cuando todas estuvieron así, al sol, volvieron a abrir los chorros sobre ellas —sobre aquellos cuerpos flácidos, blancos, demasiado gordos o demasiado flacos, con sus motas de pelo negro o rubio azafranado o simplemente castaño, pero siempre ralo y como sobado y sucio. Los marineros tiraron entonces de la lona, y las dejaron sobre las tablas, todas desnudas, bañadas, recobrándose lentamente, abriendo los ojos de amnésicas hacia nosotros. Dos de los marineros bajaron entonces, con sus mangueras, bajo el puente, y cuando volvieron a reaparecer, casi todas las mujeres estaban ya de pie. Sólo dos o tres quedaban recostadas, contra la borda, y en el centro, sobre un pedazo de lona, había una tendida. Era una muchachita joven, quizás la más joven de todas, e increíblemente reducida. Tenía una carita alargada, como una hoja de pomarrosa, y el cuerpo de una adolescente. Luego, cuando se la miraba de cerca çahora, en imaginación, en recuerdo, yo la miraba de cerca— se le veían rasgos de mujer. Las otras se apretaron en torno a ella, todavía desnudas, en cuclillas, de pie, mirándola y hablando sobre ella, en aquel idioma que yo no había oído sino en ciertos lugares y que ahora me sonaba grotesco y fantástico sobre la muerta. Ninguna la había visto así, hasta que el chorro las lavó a todas, y el líquido que les dio Lajos las reanimó un poco. Paulette. Todas las otras se inclinaron sobre ella, hablando aquel idioma, y llamándola Polé en aquel idioma, y lloriqueando. Lajos les había pasado la botella del líquido, y todas habían tomado un trago, y parecían animadas, con fuerzas para sostenerse en torno a la niña prostituta muerta, pero sus mismos rostros estaban como los de la muerta, y los cuerpos, todavía desnudos, pero ya secos al sol, no hechos para estar al sol, con acumulaciones y desacumulaciones de grasa desproporcionadas, eran también como el de la muerta, salvo que todos eran más grandes, más acabados.
       Durante toda la mañana navegamos así, con aire un poco más firme a mediodía. Martín dejó que las mujeres lloraran a la niña hasta esa hora, y entonces la envolvió en su bata, y las mujeres —ya no desnudas, sino con sus pijamas ya secos— se volvieron de espalda, para no verla lanzar, entre dos marineros, por los pies y la cabeza, al mar. Entonces sintieron el golpe breve contra el agua, y se encogieron un poco, y se quedaron así, gimoteando, todas gimoteando, a la vez, y del mismo modo, como en un coro de teatro, o en un cuadro de plañideras antiguas. Y ese fue el fin de una parte. Fue como si el tiempo habiera calmado adrede, para que pudiéramos sacar a Paulette, a quien ninguna había sentido morir, y bañar a las otras, y darles más pastillas. El tiempo enseguida volvió a encresparse. A media tarde volvieron a levantarse algunas rachas. Ninguna de las corrientes que habíamos buscado aparecía, y en cambio nos soplaban fuerzas que nunca habíamos conocido y que no parecían tener misión alguna en estas aguas. Era como si todas las fuerzas normales de aire hubieran sido destrozadas, y sus fragmentos sueltos, irritados, giraran, en una desesperada agonía, en caprichosos movimientos. La idea de ciclón desapareció de nuestra mente. Las mujeres dejaron de lloriquear todas al mismo tiempo, y con la misma prontitud dieron en corretear por cubierta, chillando de alegría, exponiendo al sol sus perros. Las velas, casi flameando, nos llevaban ahora a menos de tres millas por hora, también hacia el norte. La temperatura había subido rápidamente, pasando de un frío irritado a un bochorno sofocante, aliviado a veces por soplos más frescos, que animaron a las mujeres. Luego, casi de repente, nos sobrecogió a todos la misma expectación anhelante. Esta calma súbita auguraba alteraciones violentas. Martín levantó los ojos al cielo y siguió, con ellos, los nuevos jirones de nubes blancas disparadas hacia el este. Pedazos de estas nubes se formaban como ampollas, se agrandaban hasta ser grandes cúmulos y se disolvían de un soplo. Sin embargo, ninguna de aquellas corrientes, que navegaban por los altos cielos, bajaba hasta nosotros, y las mujeres se creían salvadas. Madame Dupin fue hasta Martín y le preguntó cuándo llegábamos. Martín le dijo que paciencia. Los marineros comenzaron a moverse por cubierta, con una hosquedad de animales rabiosos, que las mujeres no comprendían. «Ya llegaremos —le dijo Martín—, se llega siempre a alguna parte.»
       El sol se puso sobre un horizonte blanco contra un cielo casi tan blanco y caldeado como él mismo. No quedaba un soplo de viento sobre el agua, y las voces de los hombres sonaban como bajo un techo con acústica, tal vez aquel mismo techo blanco, liso y callado que nos cubría, como una taza blanca vuelta boca abajo, sobre una mosca atrapada. Martín dio la vuelta a la cubierta, parándose a cada paso, y mirando fijamente al horizonte. Fue entonces cuando los hombres nos sentimos más dependientes unos de otros. Hasta entonces puede que nosotros fuéramos para Martín sólo los brazos que hacíamos andar el barco; nuestra personalidad estaba fundida en una sola potencia, humilde, oscura, uniforme, leal. Pero la señal ominosa, y ya evidente para nosotros, cayó sobre el barco como una luz de magnesio. «La Aguja» era, en verdad, una mosca atrapada, previamente empapada en agua caliente. El último soplo de brisa la había dejado atravesada, proa al nordeste, inmóvil, como varada en un mar de lana. Nada rizaba el agua, nada hacía palpitar una ola, nada daba a entender que la barca no estuviera firmemente sujeta en una materia sólida y consistente. Las velas se habían quedado allí, sostenidas por los cabos, pero sin vida propia, como senos flácidos —como los propios senos de madame Dupin. «¿Qué le pasa a este barco?»
       La mujer se había despegado de un grupo a proa. Yo estaba entonces frente a ese grupo, que se había formado en torno a un perro enfermo. Luego, una hora después, cuando el perro se dio por muerto —yo creo que lo estaba desde horas antes—, se volvieron a arremolinar, como habían hecho en torno a Paulette, y emitieron los mismos lloros. Pero esta vez fueron ellas las que le hicieron el entierro, y se volvieron de espalda. La dueña, una muchachita poco mayor que la muerta, no quería desprenderse de él, se agarraba desesperadamente al animal muerto, y cuando se lo arrancaron de los brazos, se lanzó a correr por cubierta, levantando los brazos, chillando y amenazando con suicidarse, con tirarse detrás de su animal. Lo siguió con los ojos durante largo tiempo, a popa, viéndolo flotar allá lejos, sin hundirse y sin acabar de alejarse.
       De golpe, «La Aguja» se puso en movimiento. Fue algo como un salto de sorpresa. Las velas se hincharon de golpe, la barca giró en redondo, y cuando alzamos los ojos al cielo, este estaba cubierto de nubes negras. Martín mandó bajar a las mujeres y las encerró nuevamente en sus compartimentos. Enseguida cayó la noche, y hasta de sobremañana corrimos en el mismo rumbo, con viento inconstante pero favorable. Entonces comenzó a arreciar, virando violentamente de nordeste a suroeste y haciendo describir a «La Aguja» un violento círculo en aquella dirección. Alguna gran furia había sido despertada de pronto. Nosotros ignorábamos dónde esa furia tendría su centro, pero estábamos seguros de que las puntas de sus alas nos habían alcanzado, y que ahora no valdría querer escaparles. Martín ni siquiera mandó prender el motor. «Trataremos de bordearlo», dijo simplemente. Su intención era esa: bordearlo, al tacto, tanteando el aire, sin poder huirle, pero tratando en lo posible de impedir que nos envolviera, que nos engullera. Ahora hacíamos camino en zigzags violentos. Habíamos acortado trapo, bajado las velas a mitad de los mástiles. Las olas se levantaban como lomos y ancas salvajes, y hacía media tarde el viento era ya tan fuerte que retiramos todas las velas.
       En tanto, las mujeres abajo. Otra vez abajo, solas, embotelladas, sin que nadie pudiera hacer nada —salvo, tal vez, todo lo posible por llevarlas de nuevo a tierra: a alguna tierra. Quizás Martín pensara ya solamente en esto: alguna tierra. Parecía que dos fuerzas se habían combinado contra nosotros, que el tuerto y el ciclón estuvieran de acuerdo. Martín sabía que, dado el aviso, sería difícil filtrarse a la vigilancia, pero acaso la existencia misma del ciclón nos hiciera favor. Puede que allá nos dieran por perdidos, por lanzados al vórtice. Todos estábamos ahora en la maniobra y el aguante. Cerramos bien todas las entradas, nos desprendimos de las blusas, y así permanecimos, agarrados a los cabos, agarrados al timón, gritándonos en aquella tremenda claridad —sin duda de luna remota— que en medio de las furias nos envolvía y hacía irreales. Una claridad de noche que lo atravesaba todo, y que parecía resultar del choque mismo de las olas y los vientos. Abajo, nadie sabía lo que pasaba; y a nadie le importaba, realmente. La agitación nos había hecho olvidarnos hasta de lo que era motivo mismo de nuestra expedición o nuestra locura.
       El amanecer no nos trajo mejores noticias. Al contrario; entonces nos dimos cuenta de que corríamos, directamente, hacia el centro de alguna terrible perturbación, lo que quiera que esa fuese. El viento nos arrebataba en varias direcciones, manteniéndonos en una danza desesperada, en una fantástica zarabanda, en la que no había costado, ni delantera, ni trasera. Nada más que un mar hinchado de furia, y unos demonios invisibles, disparados y sueltos, entre aquellas montañas vivas de agua.
       Luego, hacia mediodía, sin que supiéramos por qué, nos encontramos en una zona ignorada, donde se hizo una calma relativa. El viento seguía fuerte, pero pudimos ya poner una vela y dirigir el rumbo. Yo ignoré entonces hacia dónde; luego supe que Martín se había vuelto a empeñar en sacar las mujeres a tierra del norte, y que hacia allá había vuelto a poner la proa. Quizás fuese ahora él el único que pensaba en ellas, siquiera remotamente. Entonces, como un recordatorio, por una de las escotillas, abierta por un marinero, surgió, descarnada, extraviada, desgreñada, la figura larga de madame Dupin, que levantó los brazos al cielo y se dirigió hacia mí —¿por qué hacia mí?— con los puños cerrados y amenazadores. La noticia que nos traía era otra muerta: una llamada Georgette, también niña, casi tan niña como la otra. Nadie sabía a qué hora; acababa de descubrirlo, y nosotros, especialmente yo, teníamos la culpa. «¿Pueden decirme acaso cuándo llegaremos?», preguntó madame Dupin.
       Nadie contestó. Los marineros sacaron a la muerta, y esta vez no había allí más mujeres que madame Dupin para llorarla y volverse de espaldas. Sus compañeras le habían puesto al lado un perrito, también muerto; tal vez su propio perro.
       Pero todo esto pasó sin que apenas lo hubiéramos notado. Enseguida volvieron a levantarse vientos duros que torcieron nuestro rumbo y sentido. Madame Dupin fue enviada abajo y cerramos la escotilla tras ella. Si algo más ocurría podía avisarnos por medio de un cabo que dispusimos al efecto. No sabíamos cuánto tiempo llevábamos ya navegando, ni dónde estábamos; a qué distancia de qué, derivando por entre enormes tumores de agua, de una virulencia inaudita. Había venido un día, y vuelto a caer otra noche, y otra vez comenzaba a intensificarse aquella oscuridad violenta. No había tránsitos claros en los colores. Los seis hombres estábamos solos en cubierta, peleando desesperadamente con el barco, más bien que con los elementos. Pero «La Aguja» salía adelante a pesar nuestro. Yo creo ahora que salió de todo aquello a pesar nuestro, guiada tal vez por algún soplo amigo, que se ocultaba, entre aquellas pasiones desatadas. No teníamos tiempo —ni tenía utilidad— para comprobar situaciones ni evitar escollos, aun cuando los hubiera. Pero todos sabíamos que, en el inmenso golfo, no los había.
       Por eso, cuando los vimos por primera vez, nos espantamos. Nos preguntamos si en verdad habríamos estado en el golfo, de dónde podían haber salido aquellas cabezas. Ocurría esto con el abrir de un nuevo día. Durante toda la noche, las ráfagas nos habían estado dando tirones gigantescos, pero ya antes del alba, aquellas furias nos habían lanzado fuera de sus filas, a una zona marginal, y habían seguido adelante. Martín confesó luego que ni él mismo tenía idea de dónde estábamos. Sabía que habíamos sido lanzados, más y más, hacia al sur, pero podía ser al este o al oeste. Sabía, sin embargo, que era al sur, y que ya sería tarde. Tarde para «La Aguja», para las mujeres, para nosotros mismos. Esta vez no había ya velas, ni cabos, ni tal vez brazos para guiarlas. Uno de los marineros se había dejado caer en cubierta, con los brazos rotos, y gemía con un quejido seco, hondo, cortado y penetrante. Otro se sentó junto a él, de espaldas a él, sujetándose las rodillas con sus propios brazos. La barca había sido abandonada en un remolino, y derivaba ahora de costado, balanceándose, hacia los cabezos. Martín miró en aquella dirección con sus prismáticos, y luego se encaró con Lajos. Los dos se miraron un instante en silencio. Luego, sin más consulta, Lajos me mandó poner el motor en marcha, pero la hélice estaba rota, y el motor no valía de nada. «No importa —dijo Martín—, estamos cerca.»
       Nadie sabía dónde —quizás ni él mismo. Madame Dupin había estado tirando del cabo durante horas y sonando la esquila, pero ninguno la había oído. Al menos, no había respondido. Cuando las mujeres subieron a cubierta, de nuevo el sol iba sobre el poniente, y las nubes habían comenzado a agrietarse. Madame Dupin miró hacia el sur y vio la línea de tierra, pero no la comparó con el sol. Quizás no supiera compararla. Los dos marineros sanos habían vuelto a sacar las mujeres, otra vez desfallecidas, pero sin náuseas. Martín ordenó nuevamente el baño de manguera. La temperatura había vuelto a subir, y después del chorro todas resurgieron más vivas. Esta vez no había ninguna Paulette ni Georgette muertas. Pero dos o tres estaban aún en el suelo. Las otras las ayudaron a ponerse las ropas. «La Aguja» navegaba ahora, con un pedazo de lona por vela, por entre aquellos cabezos, hacia la costa baja. Madame Dupin miró aquella costa y preguntó dónde estábamos.
       Martín sabía, en efecto, dónde estábamos. No mintió. Se lo dijo, simplemente, quizá sin engaño. Sin intención de engaño. Martín dijo: «Long Island.» El nombre debió de decirle algo a Madame Dupin —no, desde luego, lo que era, sino algo distinto, algo alentador, algo triunfante. Sus ojos se encendieron de alegría; su cuerpo comenzó a accionar de un modo extraño. Martín la observó, y abrió el mapa sobre la caseta del timonel. De pronto, lo cerró, herido por un pensamiento. Quizás el mismo se hubiese olvidado hasta entonces que había, por lo menos, dos Long Island posibles. Que había una hacia el sur y otra hacia el norte. Madame Dupin observó la línea boscosa y baja de costa y volvió a preguntar: «¿Usted no nos engaña, verdad que no?»
       Martín no las engañaba. Simplemente comprendió que ellas se engañaban y las dejó. Era Long Island, desde luego. Era una Long Island del Caribe, una Long Island de nombre, así como de forma. Martín la conocía bien. Todos la conocíamos bien. Madame Dupin pensó, sin duda, en otra Long Island, pero eso era cosa suya. Ella quería que fuese su Long Island, y nadie tenía por qué frustrarla. Las muchachas estaban todas vestidas, con sus valijas y sus perros. Todas allí, sobre la borda, mirando a tierra, y esperando la noche. Martín trazó rápidamente un plano y se lo entregó a madame Dupin. «Siga ese camino —le dijo—; sigan, espaciadas, hasta lo alto de la loma, y luego bajen, también espaciadas, hasta las casas del otro lado. Ahí está el embarcadero.»
       Y ahí fue el fin. Martín lo vio todo en un momento, y en un momento lo arregló. Uno de nuestros botes fue de noche, a tierra, con Lajos, y este regresó con un muchacho negro. Tendría unos doce años, descalzo y con una increíble mata de pelo en la cabeza. Madame Dupin le preguntó si aquella era realmente Long Island y el muchacho contestó: «Yessam, yessam», y eso bastaba. Quizás la propia madame no quisiera oír más. Eso la aseguró del todo, y nosotros callamos. ¿Por qué habíamos de hablar? Ella mismo lo había dicho. «Yessam, Long Island, Yessam», dijo el muchacho.
       Nada más. Nosotros esperamos a que las pasajeras estuvieran en marcha, camino arriba, y regresamos con los botes. «La Aguja» había vuelto ya la proa a la isla, y Martín mismo tendió la vela. No había luna esta noche; no había más luz que la de las estrellas. A esa luz habíamos visto cómo las mujeres se adentraban por el camino blanco, hacia su ilusión blanca.



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