Eduardo Mallea
(Bahía Blanca, 1903 - Buenos Aires, 1982)


Las águilas (1943)
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1943)


“... podrá ser que algún tiempo venga a
hacerse algún edificio par de tu sepultura...”
Fray Luis de Granada
Libro de la Oración


I

      Román Ricarte bajó del coche, levantó los ojos, miró, allá arriba, la casa, la hiedra, los quince balcones cerrados al atardecer de diciembre.
       Nicolás, el mayordomo, le preguntó solícito:
       —¿Quiere que lo acompañe, don Román?
       —No —dijo Román Ricarte—. Gracias.
       Aun en la negativa de esa voz la energía estaba ausente.
       En la tranquera que abría el camino hacia el casco de la antigua estancia dejó atrás al mayordomo: quería subir sin compañía por la explanada, y a pie. Tres días antes pensó que iba a estallar, que su cuerpo iba a estallar en la ciudad. Ahora respiraba de nuevo el aire de la tarde en el campo de diciembre. La mujer, las hijas estaban lejos. Por un poco más de tiempo todavía, estaba salvado. Miró, allá arriba, la casa; su casa.
       Aquella piedra era toda su vida. Aquella piedra era más su vida que su propio cuerpo. Porque un cuerpo posee libertad, juego autónomo de miembros, de gestos, de arbitrio, a menos que lo inmovilice la parálisis. Y él había estado atado, determinado por la casa, trabado con ella como con un tiránico padre de piedra; subordinado o rebelde, pero trabado. ¡Una vida en común de sesenta años!
       La miró.

       Ahí estaba, vertical, prominente, inigualable para imaginación alguna, por brutal que ésta fuera. ¡Qué residencia! Los muros —con no ser tan viejos— como de siglos. Exhalando un predominio áspero y violento, medio mutilada, harta, resentida, semejante al erguirse de un pirata en la soledad de una cubierta de muertos. Con las ventanas y las dos torres y la hiedra; alta y medio mutilada, respirando resentimiento, casi cólera. Ahí estaba: residencia de señores, única en leguas y leguas a la redonda. No tenía, arriba, más que una fecha y un nombre. Y ella misma parecía plantada allí por el diablo, sin voz ni comunión con la calma del campo desnudo e interminable. Sola. A sus pies se extendía en plena paz virgiliana la inmensa llanura verde. Y arriba, entre nubes, por la mañana y al atardecer, aparecían, constantes en su planeo sigiloso, los aguiluchos que habían dado al campo, en otro tiempo, en otro siglo, su nombre.
       La casa campaba en lo alto. Como entre dos largas alas de pájaro cansado —negros pinos de otro siglo— surgía erecta y arcaica la cabeza, el doble testuz disímil, las dos torres, redonda la una, la otra en punta, ya frías y sin donaire ante la eternidad. De las dos ventanas superiores, una aparecía abierta, eternamente sin celosías, y la otra, oculta por la trepadora, daba en la cara de piedra el tono del ojo ciego. Vencejos y chimangos venían del monte a inspeccionar este espectro vetusto. El lento revoloteo de un aguilucho ponía de vez en cuando su acento planeando irresoluto sobre tanta adustez.
       ¿Qué mano de ánimo muerto había recogido sin placer las leguas y leguas de campo libre para anudarlas en el centro de la colina con esta interrupción arquitectónica, con este grito ronco y petulante de piedra rosa? Las dos alas de pinos, el monte del parque, tenían algo de funeral al disolver en extensión el espíritu de la casa. En 1889 un arquitecto francés substituyó en el casco colonial de la estancia la casa modesta por este palacete en que se aglutinaba el presunto similor de famosos estilos. La casa fue así consecuencia de esas dos ambiciones conjuntas, la de un hacendado harto de cálculos, ambicioso de eternizar su poderío, y la de un arquitecto propenso a raptos de no más barato jaez. Un monte salvaje fue desbrozado hasta adoptar las formas de brazos avanzantes a uno y otro lado del castillo. Las primeras bañaderas de Bristol vinieron entre esos muros a alternar con el cedro y el nogal de unos zócalos olorosos a encierro, a pocos metros de las ráfagas sueltas enviadas por la tierna alfalfa y el vellón esquilado. Don León Ricarte quiso que aquella casa hiciera época, e indeciso entre varios estilos de probable inmortalidad, autorizó en los planos la mezcla de las más contrarias inspiraciones. La torre en punta parecía pensada según principios de la antigua Provenza y la redonda recogía lo más obvio y mostrenco de una manera que tanto podría llevar en su origen la divisa de un duque de Borbón —N’espoir ne peur— como el lema de un burgués normando del 800. En sus inacabables noches de rico solitario, Ricarte soñó con este símbolo sensible de treinta años de trabajo incesante en esta pampa donde las osamentas y los alambrados no eran bastante monumento a la tenacidad de sus triunfos. Quería dejar a su hijo —esa criatura que estudiaba huérfano de madre en la ciudad— lo que él no había encontrado: la materialización de una soberbia imbatible frente a las acechanzas de una humanidad perniciosa. Él vino solo de otras tierras, y solo luchó a brazo partido con la adversidad y el campo virgen. Tuvo que hacerse más vivo que los otros y abrir los ojos al comprar y cerrarlos al vender, a fin de no vacilar ni ante la añagaza ni ante la lágrima. Maduró y se endureció como un ganadero bruto, surcadas las manos de huellas negras, rotas las uñas, terroso el cogote, tan bastas y soleadas las facciones que su madre no hubiera reconocido en la aldea natal, si él hubiese vuelto, a este triunfador de América —y no le quedaban en las alforjas más que tenacidad y astucia. Tenía rabia a estos vecinos, a esos puebleros, a esos ricachones de vecindad en cuyos ojos a cada rato le parecía ver brillar la sonrisita o el desprecio. ¿Merecía él esta sorna? En 1853, el año posterior a Caseros, llegó don León a Buenos Aires confundido en una masa de inmigrantes hispánicos sobre los cuales poseía, pese a los extremos con que se cebaba en él una vastedad racial, visibles privilegios de cuna. Tenía treinta y tres años. Procedente de una napa tan pobre, conoció en la casa familiar santanderina cierta patriarcal estructura, escuela de puritanismo, presidida por el padre rudo armado de sus Evangelios. León prefirió a las disciplinas la aventura. En la capital americana donde a la sazón germinaba entre coloniales ilusiones de urbe, se estableció, por los bajos arcos de la calle Bolívar, con un estanco de tabacos directamente recibidos de un pariente de Cuba. Una terca honradez de picapedrero trajo a este comerciante el aprecio de algunos señores, a quienes una y otra vez sacó de apuros mundanos con un préstamo en metálico. La trastienda de su negocio, olorosa a los Vuelta Abajo, abrigó discusiones ardientes; señores de alto civismo encendían la polémica; la fecha del Acuerdo estaba fresca. En cinco prósperos años Don León ganó otros tantos miles de pesos fuertes y por azar de una deuda incubrible se quedó con unas leguas cerca de Vallares, región donde no había a la sazón más que una esquina y algunos poblados barriales. Señores de levita señalaban el negocio de campos como la especulación de más opimo futuro. Don León vendió a un recién llegado el estanco y se vino a comprar vacas en huroneos silenciosos por los remates rurales. Aprendió la ley del barro; el código de la cruda intemperie; la cartilla de la previsión y la cura en cuanto a tiempo y novillos; los principios de la Providencia según la repetición y el anuncio. ¡Cómo habrían de reírse estos hombres de la voluntad de los arquetipos, de esas famas mentadas y manoseadas!
       Unos rusos silenciosos venidos de Ucrania entre gallos y medianoche sembraron trigo nuevo en sus chacras. Las primeras cosechas acusaron para ellos destino de promisión. El país abrió los ojos, los volvió, atento, a esos precursores cuyo pelo tenía marcado el color profético de la espiga. “Conque trigo...” Centenares de ciudadanos entraron en la huella de oro. Modestos ahorros se agregaron, codiciosos. Compraron campos, grano, implementos. Pensaron que en un dos por tres la hazaña de esos extranjeros humildes podría multiplicarse a granel. León Ricarte sembró. De enero a aquel octubre las bocas vivieron de risa, las frentes de sol, los ojos de fe. Una mañana los campos del sur aparecieron helados. Miles y miles de pesos murieron un alba en el destrozo del cereal, corrió un largo silencio, hubo gente desesperada. La realidad se presentó como una peste. Médicos y abogados, ilusionados en la especulación, perdieron las economías de años largos, se endeudaron, fueron civilmente inhibidos. Un chacarero, en pleno desastre, rota en el alma la máquina de la esperanza, enloquecido, frenético, furibundo, entró uno de aquellos días en la ciudad regional, atacó a tiros el frente de la iglesia, profiriendo blasfemias como un condenado...
       Ricarte vendió bien su cosecha. Unos forasteros fundidos lo felicitaron, ásperos:
       —Usted tiene un Dios aparte.
       ¿Pero acaso Dios trabaja solo? ¡León Ricarte supo lo que es hacer de cada noche un instrumento de cálculo, una vía de topo oscura de preocupación; de cada jornada, un suelo épico! La marcha terca, férrea, más allá de la plaga y de la pulmonía; el acostarse esperanzado, el despertar con la helada; el engorde vacuno, la peste imbatible; la amenaza metida en la tierra misma; la lucha contra el querer aflojar y orar en las altas noches de zozobra, pendiente todo el futuro de un golpe de suerte. Macerado de soledad, un día de marzo se casó con aquella hija de un chacarero de Vallares y la tristeza y obstinación de la vaca la trajo él a su casa con esta mujer callada; pero era compañía, eco, carne caliente al lado en las noches de los más atroces inviernos. Le gustaba verla engordar, calma y tolerante en su craso mutismo. De vez en cuando ella introducía en la preocupación del ganadero el emplasto de un balsámico buen sentido, y la cortina del sueño bajaba así inducida sobre ese cuerpo de Hércules. Algo obeso, pesadamente roncante él dormía como dando a Dios testimonio del cotidiano quehacer. Nunca se preguntó si la había querido. ¿Qué son esas palabras? Haberla querido... Ella estaba allí. Se llamaba Eufemia. No necesitaba él de ella mayor noción. En cambio, el campo, las leguas, el cereal, esos animales de andar lento, pesados y mujientes —eso sí que reclama una constante y fría ciencia. Por una nada compró las tierras vecinas. Peones y chacareros le festejaban la suerte. ¡Suerte! Mil años de trabajadores feroces desembocaban en él a través de los tiempos rodantes para armarle ferozmente los resortes de combate. A veces paraba para mirarse por dentro y le parecía tener la consistencia triste del hierro. La rueda de molino, su semejante y su pariente; la hoja del hacha, su igual en el golpe seco; la púa de la rastra, su similar, su asociado. Don León Ricarte contribuyó al progreso de Vallares; el pueblito creció; al fin tuvo su intendencia, sus políticos, su comité. El club social abrió las puertas al tresillo y al monte. La sucursal del Banco acogió a unos empleados bisoños. Médicos a la ventura y comisionistas hambrientos, intermediarios, consignatarios pararon su vuelo en este pueblo rodeado de campos ricos. Por el norte tenía sus leguas Ricarte; por el sur, don Estanislao Vaquerías. ¿Iba, al final, a poseer Ricarte todo? En el club social de Vallares subían y bajaban las conjeturas. Don León venía poco al pueblo, medio oculto en su casa modesta con mirador —una casa del tiempo de Rosas— hasta donde otrora habrían llegado malones y donde sorbía él ahora los mates de la fortuna. Dos veces por año un mal tren lo llevaba a la capital; en los Bancos, los gerentes lo recibían con palmadas. Y festejaban, astutos, la franqueza brutal de este hacendado. Cuando su hijo nació y se hundió en la muerte la madre parturienta tras dos meses de estertor en aquella casa pobre rodeada de siete leguas de campo rico, Don León se quedó solo e inhábil con esta criatura demasiado tierna y demasiado blanca. Le dio vergüenza recibirla en el mundo entre paredes paupérrimas, sembrada la casa con lámparas de mecha y carpetas de hule ornamentado. Recientes frecuentaciones de políticos y caudillos acababan de ponerle en el ánimo un afán de autoridad que en el caso de él no podía realizarse sino con las adquisiciones del dinero. Al recorrer a caballo los cuadros verdes agrisados por el atardecer —a esa hora en que mil especies distintas salen simultáneas y cautas de la madriguera— acariciaba la idea flamante: aquel campo presidido por una casa como las que figuraban en los números viejos de La Ilustración, con almenas y mucha hiedra. Generaciones y generaciones de pobreza se liberaban de pronto en tal imagen. El casco de esta estancia dominaría con el prestigio de la casa sola toda la provincia. Y él soñaba con ponerle en lo alto una fecha, y una L., y Ricarte. Muchos pesos que dio para unas elecciones —buen negocio: ¿no se levantarían dos meses después los precios del cereal, del ganado gordo en vagón?— acrecieron sus amistades con personajes; se sintió rozado por la brisa del halago, comió invitado con vajilla de plata en buenas casas criollas, llenas de olor a despensa, de sombra; se fue irguiendo por dentro y callándose, señorial, impenetrable, reticente, de sólo llevar ya metida entre pecho y espalda la idea de la casa grande. Aconsejó, prestó plata que sabía sin recobro. Un buen día llegó de la capital a pasar dos días con él, el arquitecto francés. Era un viejo sentencioso, antipático, de mucho libro y mucha teoría, interesado, roído de carrasperas. Hablaba de M. Renan y de Sully mirando desdeñoso al iletrado por encima de los anteojos de plata; imponía sus proyectos; rechazaba indicaciones y no aceptaba más capricho que el suyo, cosa que para Don León Ricarte era el desiderátum, aunque disimulara ocasionalmente su inepcia con alguna negativa por fórmula (“Prefería las puertas anchas, las ventanas sin reborde”). El viejo francés no se dignaba atender a esos detalles menores. Después de un monólogo de tres días salpicado de citas en las que había algo de Apocalipsis mezclado a la opinión del apóstata del Porvenir de la Ciencia partió, hablando solo, en el sulky y el tren. Volvió a los pocos días con un croquis que dejó a Don León sumido en asombro. Don León lo miró, lo remiró. Aquella propiedad podía ser —según el proyecto— la residencia de un rey. Deslumbrado por dentro, discutió entre dientes el presupuesto, tímidamente conservador ante un francés iracundo. Don León recogió halago en la localidad de Vallares: los jugadores de monte lo saludaban como al inminente patriarca. Con su traje de paño fino —la cadena abdominal pesada de dos dijes, el duro cuello volcado apretando la seda negra de lazo artificial— él recibía tosiendo, sonriendo, esos encomios de ganaderos, de comisarios, de procuradores. En el fondo era demasiado astuto para no distinguir el origen de cada adulación. Endurecido en las realidades prácticas, de lo único que no sabía nada era de la muerte, y este conocimiento lo desdeñó por innecesario. Los restantes matices del viaje terrestre los conocía hasta las heces. De engañar al fraudulento había hecho su industria. Y hasta cuando el arquitecto francés —ese pájaro de otro plumaje— le hablaba de ménsulas y artesones, él lo escuchaba desde el fondo de una sabiduría desconfiada, escéptico y aquiescente como incumbe al moderado. ¡Si hubiera podido inducir en su hijo tanta conciencia amonedada! Pero era partidario de que cada cual se abra paso por sí: lo que no aprendemos con el ojo que Dios nos da, es agua en manos abiertas. ¡Vaya uno a pensar!: a lo mejor ese hijo de muerta, ese niño callado, iba a saber más que él. O iba a tener lo que el padre nunca tuvo, una información sistemática, una preparación seria, algo más sólido y más fidedigno que el solo instinto. En los años en que fue Juez de Paz en Vallares, Don León sintió por primera vez la falta de una educación considerable. Veía con el ojo del águila bajo la superficie de causas y enjuagues, pero llamado a exponer dictámenes la voz se le hacía obstáculo en cada palabra. Se ayudaba, por lo general, con proverbios; pero sentía aproximarse la ironía de los cultos en cuanto apoyaba esos refranes con un discurso admonitorio o una invectiva de Catón. A fuerza de presencia de espíritu salvaba esos escollos degollando sonrisas con aquel mirar de hombre adusto. Con esta misma adustez, inflexible, exigió del arquitecto la construcción de su casa en un año corto. Para excusarse, el arquitecto alegaba los peligros de una angina péctoris, pero el carácter de un Ricarte era más fuerte que las Tablas de la Ley. Y en un montículo de aquel campo se levantó al fin el castillo.


II

       Parecía una casa de otro mundo. No por sus principios arquitectónicos en puridad, sino por una especie de soledad original, de primo pecado, tal vez por la monstruosa desproporción existente entre esas llanuras bucólicas, pobladas de lentos novillos, frescas de alfalfa y pasto nutritivo, y aquella magna presunción señorial, soberbia y campante en su alzamiento engreído hacia las nubes. Sucesivos escalonamientos boscosos conducían el sombrío pinar de acceso hasta la verde plataforma presidida por la casa. A los diez metros de explanada se abría, en el rectángulo central, la puerta de dos hojas, compuesta de armónicos cuarteles tallados donde se representaban, en madera noble, agrícolas alegorías. Un llamador colgante pendía sólido y férreo del costado izquierdo de la puerta, inserto en la piedra del porche, misteriosamente señalado por la flecha sinuosa de una grieta abierta en el muro superior, comparable a la arruga incisiva que surca una frente. Dos ventanas anchas señalaban el primer piso, órbitas tristes, acusando a ambos lados, hacia cada uno de los flancos del edificio, demasiada materia de muro sin apertura. Tanta pared parecía la rígida obstinación de un fuerte elevado contra la atmósfera. Dos águilas ornamentales de hierro negro se unían adosadas a la piedra, en el centro y arriba de esas ventanas, enlazado por pico y cola su tendido vuelo horizontal; pero, más que aves serenas y predatorias, parecían cetreros gerifaltes furiosos puestos allí para impresionar al observador. Las águilas, así como las dos gárgolas altas impelidas hacia el vacío a los dos lados de las torres, habían sido copiados por M. Rode, el arquitecto, de ilustres modelos europeos del siglo XII. Estas águilas parecían viejas abuelas de la especie vulgar que ahora volaba lentísima sobre esta casa de campo. (Por allí no volaban más que raros aguiluchos, torvos caranchos, pero ¿iban a poner a esa casa “Los Aguiluchos”? No: Las Águilas.) Los muros segregaban una densa melancolía aumentada por la situación de la residencia, tan alta y desterrada por sobre las leguas bajas. Un ancho semicírculo avanzaba sobresaliente en el flanco izquierdo de la casa, mirador que servía al jardín de invierno el espectáculo occidental del campo, la vasta proyección verde de variantes alfombras que iba a perderse en montes escalonados de árboles negruzcos, hasta el límite visible de la tierra. Ante el frente vertical, imponente, rígido, frío, un rectángulo de jardín ocupaba la mitad de la explanada, distinguiendo del césped liso el lujoso sembrado de tuberosas, lirios, rosas reales, jacintos, narcisos, nomeolvides y forasteras pasionarias. Pero lo más imponente de todo era el mutismo de estos muros. El matiz pardo de las paredes desaparecía bajo la trepadora en su fuga hacia las siete ventanas del medio, uniformes, idénticas, severas, y el estrechamiento desigual de las torres, símili almenada la una (aunque con leve disimulo en la forma), alta y puntuda la otra con un solo balcón. Desde el sitio donde estaban emplazados los dos jarrones de mampostería, en el extremo exterior de la explanada, se veía la perspectiva total de la casa, aquella adustez originada, quizás, en que ninguno de los estilos en ella ensayados cobraba a la postre voz. Éstos se anulaban, se devoraban entre sí en los cuatro flancos de piedra pensados para la grandeza; y de aquella pugna quedaba en la masa del edificio el signo de tan magna frustración. El viejo arquitecto solitario, emplazado esta vez por el renombre, había soñado, impaciente, en Fra Giocondo, en Chambord, en Christopher Wren... Uno lo obsesionó frente al problema de una torre; otro lo hostigó ante la armonía de un arco de ventana; el tercero lo acosaba con la idea de una escalinata perfecta. Hubo momentos en que la piedra osciló hacia la catedral; otros, hacia la cartuja. De todo había en aquel frente, menos la voluntad de ser mera residencia privada. Y este concierto de ambiciones monstruosas, jugadas como espectáculo en la casa de Ricarte, entristecieron a perpetuidad la fisonomía del castillo, comparable a un personaje de drama a quien el tironeo de mil taras ancestrales dejara al fin, amargo Edipo, preso de todas para la eternidad. ¡Qué magnitud y qué tristeza tenía desde lejos aquel frente medio tragado por la hiedra! Alzado de golpe y súbito del acostamiento infinito del inmenso campo, parecía una apelación a Dios que se quebrara de orgullo en pleno ascenso. Todo el mundo encontraba en el frente algo asaz raro; nadie pudo descubrir nunca su mueca. Cuando se abrían las ventanas del segundo piso, la casa parecía gritar.


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