Eduardo Mallea
(Bahía Blanca, 1903 - Buenos Aires, 1982)


La bahía del silencio (1940)
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1940)


Oh yet we trust that somehow good
Will be the final goal of ill,
To pangs of nature, sins of will,
Defects of doubt, and taints of blood;

That nothing walks with aimless feet;
That not one life shall be destroy’d,
Or cast as rubbish to the void,
When God hath made the pile complete;

That not a worm is cloven in vain;
That not a moth with vain desire
Is shrivelled in a fruitless fire,
Or but subserves anothers gain.

Behold, we know not anything;
I can but trust that good shall fall
At last —far off—, at last, to all,
An every winter change to spring.

So runs my dream: but what am I?
An infant crying in the night:
An infant crying for the light:
And with no language but a cry.

                                     LORD TENNYSSON, In Memoriam.


Dedico este libro a los habitantes jóvenes —hombres y mujeres— de mi tierra que, viviendo en la zona subterránea donde se prepara toda fuente, llevan de su patria una idea de limpia grandeza, y a quienes alguna vez rebeló la indignidad de quienes la engañan y trafican.

LIBRO PRIMERO

LOS JÓVENES


      Usted entró en la florería y dejó sobre el mostrador de cristal su pequeño paraguas de seda negra y fue directamente hasta el invernáculo y preguntó con esa voz delicada y firme que parecía venir desde muy lejos:
       —¿No han llegado las begonias nuevas?
       Ésta era la milésima vez que yo la veía, pero la tercera del año. Usted, en realidad, no me había visto nunca sino vagamente, y al preguntar al vendedor sobre tal o cual planta —sin advertir al pronto que el hombre a quien abordaba me estaba atendiendo— lo hacía con un aire anónimo y ajeno, antes de levantar los ojos, mirarme y sonreír ante su propia descortesía con un “¡ah!...” como si viera salir de la niebla un rostro vagamente entrevisto en alguna otra parte. En su sonrisa había algo de secretamente duro, de destruido. Este año yo la había visto tres veces: la primera vestía usted un traje sastre negro con blusa negra y pequeño cuello blanco; la segunda vez —llovía— un impermeable incoloro, vítreo y transparente; la tercera, un traje parecido al de ahora, sencillo, sobrio, personalísimo.
       En su expresión había algo de duro, de destruido, de secreto.
       ¡Dios mío, cuántos años habían pasado! ¡Cuántos años —lo menos trece— habían pasado desde el primer encuentro!
       Mirándola con asombro, yo pensaba: Sí, este modo de llevar la cabeza, esta extrema finura de los miembros, esta vivacidad nerviosa de la figura toda, son hermosos; pero no son lo más hermoso. Lo más hermoso era lo que yo sabía. Lo más hermoso estaba hondo, mucho más hondo; adentro, mucho más adentro...
       Ahí estaba yo, mirándola, al cabo de tantos años. Conmovido y cohibido como un pobre diablo. Y éramos, como el primer día, dos extraños, y no íbamos a cambiar —con todo lo que sin duda nos ligaba— una sola palabra.
       Ésta era la milésima vez que yo la veía. O tal vez la milésima tercera.


II

      Yo no recuerdo cuándo fue la primera vez. Usted entró en mi vida viniendo del tiempo. La primera idea que tengo de usted es aquella impresión visual: bajaba usted por la calle Charcas, costeando la plaza San Martín. Era un día brumoso, seguramente de agosto o bien de septiembre, y venía usted con una chaqueta de sport abierta, con las manos en los bolsillos, apresurada y pensativa. Confieso que me quedé ahí parado, boquiabierto, como un tonto con toda la sangre escapada del cuerpo. Después he pensado que tal actitud se parecía a ese grabado tan vulgar de Dante Alighieri cuando ve aparecer a Beatriz en uno de los puentes del Arno; yo no sé en casa de qué pequeño burgués no he visto esa litografía que representa al poeta con su casquete de orejeras plegadas y la larga túnica caída, mientras se lleva la mano al pecho. Se parecía a eso. Usted pasó y caminé, sin pensarlo, detrás de usted. No sé exactamente, pero de esto deben de hacer unos trece años. Tampoco me acuerdo de los detalles, de mi vuelta a casa ese día pero sí, en cambio, de las veces que la vi después. Fueron muchas.
       Yo no sabía de qué lado de la ciudad venía usted, ni hacia qué lado iba. Yo era un estudiante de derecho, muy pobre. Mis padres estaban en Río Negro y me mandaban muy poco dinero; mi padre tenía una modesta carrera de ingeniería, mi madre sufría de grandes anemias; nuestra casa fue siempre una casa muy triste. Mi padre había sido un reconcentrado, con fuerte vocación de independencia. Se negó siempre a depender de jefes, por lo cual, apenas graduado, buscó sitio para ejercer la ingeniería en el interior del país. Vivieron con mi madre —también silenciosa y suave y pálida— años idílicos, y apenas tenían con qué pagar la casa y comer. Al fin, cuando yo contaba dos o tres años, mi padre compró un pequeño aserradero, que a mí me pareció gigantesco y tremendo por el fragor de las sierras y lo vasto y alto del gran galpón principal. Yo lo acompañaba todas las mañanas, casi al alba —todavía de noche en los meses de invierno—, desde casa hasta el establecimiento. Había que hacer un largo trayecto. Íbamos sin hablar. Él; con su paso largo, fuerte; yo, tratando de imitar con infatigable esfuerzo el alcance de esos pasos: por veces corriendo, por veces tropezando, quedándome atrás, volviendo a la carrera, ¡qué trabajo! Atravesábamos un camino de través, abierto entre frondosos sauces, a la orilla de un arroyo que mostraba bajo el fluido cristal la vegetación del lecho tierno. A veces mi padre me mandaba que trepara a los altos árboles y me miraba sonriente sin dejar de caminar, y yo hacía ante él, sin alientos, proezas extraordinarias. Algunos días, en verano, en mitad de febrero, nos bañábamos al atardecer, de vuelta del aserradero, en el arroyo de agua fresca. Esto me parecía la gloria. Abría mis narices al olor del agua, al aire crepuscular y a la tibia exhalación de tantas hojas apretadas por el calor; ésa era mi embriaguez de criatura. Así fui creciendo, gozoso fruto pegado a los dos troncos paternales. Cuando me separé de ellos creí que quitaba de esa casa en ruinas un apuntalamiento moral necesario. Al poco tiempo los acontecimientos me dieron la razón: mi padre comenzó a perder dinero y mi madre a empeorar y empeorar. Sin embargo, yo no podía dejar Buenos Aires, tenía una constante labor nocturna de traductor, muy humilde, con lo que costeaba mis derechos de examen y el alquiler de mi pieza: mi vida inmediata estaba urgida y condicionada por esas obligaciones.

       Yo no sabía hacia qué lado de la ciudad iba usted, ni de qué lado venía. En las primeras horas de la tarde, al regresar por la calle Florida, de la Facultad, la vi venir muchas veces, de sur a norte. La recuerdo: traía el cabello suelto en la voluntariosa cabeza, el sombrero doblado entre los dedos delgadísimos y el brazo apretando unos libros contra el alto flanco izquierdo de su cuerpo. Parecía totalmente ajena a lo que la rodeaba: al ruido de Buenos Aires, al movimiento congestionado de la hora —salía mucha gente de los Bancos y de las tiendas—, al color mismo del cielo, tan alto y tan azul. (Alguna vez, al haber pasado usted, yo vi por las calles transversales el verde de los árboles del bajo recortados sobre un cielo incomparable.) Parecía no mirar nada; tan sólo seguir el movimiento interior de quién sabe qué sueño, de quién sabe qué aspiración, qué amor, qué codicia o qué odio. La expresión de su semblante no era feliz. Había en usted cierto desdén, cierta ostentación huraña del sueño que amamantaba.
       Fue esa presa interior suya, esa terrible y orgullosa intimidad, esa soberbia fría y reservada, lo que me arrebató definitivamente hacia usted. Lo más secreto, solemne, sombrío y grandioso del mundo me parecía escondido en ese duro, aristocrático recogimiento; en ese celoso orgullo.
       Un día supe cómo se llamaba usted. Su nombre estaba vinculado a una de las familias más altivamente criollas, y el de su marido —ese hombre cetrino y delgado, de expresión gris, a quien más tarde me mostraron al azar de no sé qué acto— era todavía más resonante y antiguo. El día que supe su nombre —¡piense que lo averigüé tan fácilmente al salir usted de la librería inglesa de Mitchell!— sentí que ya estaba mucho más próximo de su mundo y que algo fuerte y neto —como es el no perder, al menos en la información de los diarios, acto importante al que usted fuera— me pertenecía a perpetuidad.
       Dueño de ese nombre, estaba mucho más tranquilo: las corrientes oscuras y las sorpresas de la vida ya no me la podían arrebatar de la ciudad sin dejar rastros. En mis manos estaba el hilo de Ariadna.
       Ariadna no la podía llamar, por más que necesitara para mí bautizarla con un nombre mítico y de mi exclusivo uso; habría sido cursi llamarla Ariadna. Una vez me puse a inventar nombres: Catleya, Casandra; ¡qué ridiculez! Piense que yo tenía entonces veintiséis años y que, por dentro era todavía muy muchacho. Además, esos juegos cándidos son propios de los solitarios; son como una especie de purgación del tremedal más frívolo y a la vez más sublime del alma: importan una elevación de otros sujetos humanos a una categoría divina. En el fondo, y gravemente, yo la llamaba para mí por su verdadero nombre. De mis juegos volvía pronto a esta seriedad.
       Le contaré otras cosas. Yo vivía en una casa de pensión de la calle 25 de Mayo al llegar a Tucumán. La casa de pensión ocupaba uno de los departamentos del quinto piso en un enorme falansterio de corredores anchos y sombríos. Haciendo cruz había una vieja residencia británica —un club o no sé qué círculo—; enfrente había un bar de mala vida. La calle 25 de Mayo semejaba cualquier antigua calle típica de una ciudad americana: a los dos lados de la calzada se multiplicaban los edificios de frente más caprichoso, opuesto y contradictorio, se adivinaba la precipitación ruda por hacer de las ganancias una materia resistente, permanente. La calle Tucumán, perpendicular a nuestra puerta, bajaba, sórdida, hacia el río: menos de cien metros de brusco declive. Todas esas calles, pese a su aspecto equívoco y oscuro, a mí me gustaban mucho; en ellas —sin concederme estación alguna en sus antros y cafés— podía evadirme un poco de la monotonía de la ciudad.
       La dueña de la pensión, la señora Ana, era una mujer gruesa, de párpados posados y mirada soñolienta. Creo que era oriunda de un país limítrofe y viuda de un afinador de pianos. Tenía una criada paliducha y escuálida que la obedecía como un perro y arreglaba los cuartos entre suspiros, resignada a un inquebrantable mutismo. Pero ¡qué extraña resentida! Alguna vez, al salir muy temprano para la Facultad, yo la sorprendí conversando con el lechero junto al ascensor de servicio; me miró y bajó al suelo unos ojos aparentemente mansos, pero secretamente blasfemantes.
       En la casa vivía un corredor de elásticos de metal, llamado Johnson, con su aspecto de obispo anglicano, y dos jóvenes más: Jiménez y Anselmi. Jiménez era empleado de un ministerio y Anselmi estudiaba Derecho. Jiménez y Anselmi tenían exactamente mi edad; en lo que respecta a nuestras naturalezas, éramos muy diferentes: Jiménez tenía un aspecto inaguantablemente pretencioso —¿por qué eliminar este galicismo tan justo?— con aquel cabello lacio y brillante que acababa en una punta agresiva, y aquellos lentes de señorito, pero era en realidad un tímido y lo que hacía con aquella actitud era salir al ataque antes de ser agredido; a los extraños, este muchacho les parecía duro, cortante, agrio; yo sabía que tenía el llanto fácil y un alma casi femenina, sensible y escrupulosa. Jiménez era la fragilidad, la finura; Anselmi era el impulsivo, el corpulento. Anselmi se lo llevaba todo por delante; pero, éste, eso sí, sin ficción. Con su estatura de hastial y sus gruesas manos, no podía estarse quieto y parecía a cada rato estar dispuesto a ir a tomar la vida al asalto. Cualquiera se adelantaría a deducir de este contraste un saldo intelectual y espiritualmente favorable para Jiménez; no, la fuerza de Anselmi, su impetuosidad, su coraje eran de la mejor pasta: provenían de un fuerte despejo interior. Era muy inteligente y con una gran capacidad de sumarse conocimientos y certezas. Yo lo admiraba mucho por esta suma de riquezas visibles. Jiménez se sentía un poco celoso de esta preferencia, la veía, la sentía, no se refería nunca a ella. Esto era una señal de calidad. Además vivía en la casa una muchacha de vida oscura, con aspecto marchito y cansado, pero muy elegantemente vestida; esta muchacha tenía un aire de distinción, algo nada vulgar en toda su apariencia, y no cambiaba palabra con nosotros; la veíamos rara vez. En verdad, Anselmi, Jiménez y yo éramos gente de poco confiar en cuanto a la amistad con mujeres; los tres estábamos listos a dar el zarpazo y a comentarlo luego solapada y jovialmente. Figuraba por último entre nuestros vecinos de cuarto un viejo médico bohemio de apellido Dervil, que había abandonado su profesión años atrás, en virtud de su decepción filosófica de la ciencia; vivía como un soñador, pobre como las ratas, pero rico de ideas, experiencias y cuentos, y a nosotros nos gustaba conversar con él. A los hombres como éste, que no han llegado en la vida a otra conclusión que a ser sinceros consigo mismos, la sociedad los llama parásitos, o inmorales o locos. La sociedad está siempre dispuesta a clasificar rotundamente a los que arroja de sí, tal vez porque a lo que resentidamente aspira es a encontrar al fin un nombre que cubra y justifique la informe masa de su gregaria ficción.
       Mi pieza era bastante amplia, razón por la cual Jiménez y Anselmi vivían más en ella que en las suyas. Las suyas eran verdaderas pocilgas interiores, y la mía, al menos tenía un gran balcón sobre la calle Tucumán. Uno podía ver perfectamente el río, los vapores lentamente remolcados por el canal del Río de la Plata, los rieles de ferrocarril costero, toda aquella región, en fin, tan provisoria y a la vez tan espaciosa, idéntica a la fisonomía general de nuestro país, que se caracteriza por la renovada desolación de una inacabable llanura. Yo tenía pocas cosas en mi cuarto: la cama, algunos libros en una estantería de pino, varios retratos de los escritores que leía en esa época, dos aguafuertes francesas muy bellas, un enorme ropero, lleno de carpetas con recortes de diarios y altos de ropa limpia con el pequeño manojo de alhucemas. (Cada vez que venía Anselmi de la calle, después de un día entero de trabajo abría la puerta del ropero y sumergía un rato su cabeza en el interior: “Salgo un poco al campo”, decía.) Mi apetito de cultura consumía toda clase de libros en un gran desorden y en ediciones populares; en mi cuarto, la Crítica de la razón pura servía en colaboración con el Retrato del artista adolescente para sostener la lámpara rota sobre la mesa de trabajo. Lo mejor de mi cuarto era una vieja chimenea que tiraba a las mil maravillas. Los sábados me traían de la carbonería de la esquina un montón de leña; ésta era la buena noticia hebdomadaria. El peón que la traía era un italiano noblote, de ojos azules, anarquista y lector de Lermontov; antes de irse, curioseaba despectivamente mis libros; decía que no había leído más que una obra en español y era el Dogma socialista del argentino Esteban Echeverría. Jiménez le recomendaba libros absurdos y él lo miraba sin decir nada, como significando: “Ya entrará usted en las cosas serias.”
       En fin, Buenos Aires no es una ciudad muy divertida. Quien observe su plano verá que, al norte y al oeste, la línea exterior de la ciudad asume la forma del perfil de un niño. Ésta no parece una semejanza fortuita: en esta ciudad que se presenta por fuera como tan vieja a pesar de ser tan nueva, late el sentimiento interior de un corazón huraño y adolescente. La metrópoli se confunde muchas veces con el ánimo de un niño enojado, uno de esos niños a quienes perturba e irrita en una forma casi animal la presencia en su casa de personas extrañas. Buenos Aires me parecía llena de violencia hacia los recién llegados; lejos de amamantarlos y deleitarlos como otras ciudades del mundo, ella los recela al principio, los maltrata, como la mujer casada con odio al marido que la acaricia. Sí, la metrópoli esconde un poco la cara; lo que entrega al no dilecto es su cuerpo monótono y como óseo. Nosotros, sin embargo, la conocíamos bien; desde sus lodazales del bajo Belgrano hasta el cándido libertinaje de la ribera en los lindes de Avellaneda, sabíamos nuestra inconfesable topografía. Pero, como les pasa a los hombres de infancia triste y solitaria, nos agitaba poco la atracción del pecado; estábamos vueltos hacia la busca de almas. Nuestra pesca era también—¡y cuánto!— de ideas, de inspiración; buscábamos sin cesar un terreno donde ir a provocar nuestra exaltación o a mezclarla con otras exaltaciones. Jiménez era, por dentro, más pálido, más tímido, más parecido a mí; Anselmi era la intrepidez personificada. Nuestro cuartel general era una pequeña cervecería de la calle Lavalle. Antes y después de comer nos íbamos allí a oír la orquesta suiza, los viejos valses y unos tangos que parecían todavía más viejos a fuerza de ser tocados y tocados por aquellos ejecutores decrépitos.
       La cervecería era muy curiosa. Vale la pena describirla. El salón era un gran rectángulo compuesto de dos planos; el plano de arriba tomaba una cuarta parte del salón y estaba limitado por una larga balaustrada cuyo extremo abierto era la escalera que lo comunicaba con la planta baja. La planta baja estaba llena de mesas entre pigmeas columnatas con plantas verdes; a la derecha había una plataforma baja donde mal que mal se instalaba la orquesta de los cuatro suizos. Algunos días, el mismo propietario del establecimiento, un suizo bajo y macizo a quien le faltaba un ojo, se veía obligado a animar a la mustia comunidad allí reunida y subía a la plataforma para impulsar mediante excesivos ademanes el ritmo de los cansados burgueses mal pagados para interpretar allí Tanhäuser y Los maestros cantores. Una gran guirnalda de orquídeas de papel ornaba las márgenes del sitio opuesto a la orquesta donde estaba el mostrador. De la pared pendían ejemplares demasiado viejos del Berliner Tageblatt y el ejemplar del día del Deutsche La Plata Zeitung, así como revistas escritas en los más inesperados idiomas. Y sobre las repisas, alrededor de todo el salón, en la planta baja y en la alta, la eterna profusión de jarras, jarrones germánicos, recipientes grotescos y trofeos de caza comprados en quién sabe qué remates. Los más diversos parroquianos alternaban en la cervecería con las muchachas de equívoco vivir y los matrimonios de rostro sanguíneo y narices de visibles capilares. Acudíamos a aquel sitio como se acude al voluntario destierro: para conspirar, activa o pasivamente. Nuestro tipo de concitación era aclararnos e intensificar en nosotros nuestras propias ideas de rebeldía. ¿Cuáles? Toda clase, toda clase de rebeldías. Lo importante era atesorar en nosotros un capital de disconformismo, un crédito de oposición disponible...
       En torno a la mesa con bocks y pretzel se suscitaban las disputas más increíbles, los debates más ambiciosos respecto al modo de componer un mundo torcido en el que no nos resultaba cómodo vivir. Éramos alrededor de una docena. El enfático y magro, hierático Letesón, que dirigía una pequeña revista de literatura; Gómez, un aficionado a la pintura, vanguardista frenético; Stigmann, el pequeño judío de cabeza vesánica, locuaz, maldiciente, cínico, de tez grasienta, sucia, con aquella frente magnífica y aquella enfermiza combatividad; Villegas, estudiante de medicina a quien acompañaba siempre su amiga, una muchacha hambrienta de veinte años, con ojos de judía perseguida; y aquel bruto corpulento, con la cabeza al aire, vociferante, especialista en teóricos golpes de Estado, un constitucional sedicente... La sociedad, en fin, más heterogénea, acudía por las noches a la cervecería. Casi siempre se unían migratoriamente al grupo rostros nuevos. Villegas, Anselmi y yo éramos los especialistas en ideas generales, los otros eran mentes un tanto confusas —con excepción de Jiménez—, propensas a un pasivo y un tanto pueril lirismo. No se imagina usted los desórdenes que armábamos.
       Ya entonces comenzaba yo a tener una extraña concepción de la vida. Había tenido una infancia muy bien proporcionada con la tierra, con mi tierra, con mi paisaje circunstante, que era el enigmático, secreto y profundo paisaje argentino. De esa tierra había aprendido algunas lecciones; y esas lecciones me parecían necesarias para avanzar con el cuerpo recto en un medio donde tantas cosas proponen deformación o desmoralizadoras facilidades. Pronto vi que esas lecciones eran generalmente ignoradas, insospechadas; y que el mundo que vivía, actuaba, negociaba y amaba en la metrópoli, era un mundo blando y confuso; todo el país pugnaba de más en más, sin embargo, por parecerse a la metrópoli. Era, pues, un país echado a dormir sobre la tierra. Había que levantarlo. Ya algunos, hombres y mujeres, estarían sin duda levantados. Había que buscarlos. Estas dos necesidades comenzaron a ser la esperanza con que me despertaba cada mañana en un cuarto de aquel viejo edificio de la calle 25 de Mayo.
       ¡Qué alegría me daba entonces el sentimiento del futuro! Toda mi salud respiraba futuro. Yo sentía en el mundo una felicidad sin fronteras. Mi respiración era la lenta y segura marcha de la felicidad del planeta. A veces, cuando volvía a mi casa, me daban ganas de abrazar a la patrona, de hacer preguntas insensatas a la señorita vecina —con quien no había cambiado nunca más que los habituales lacónicos saludos— y de pedirle al médico filósofo que compartiera mis escasos dineros y juntos disfrutáramos de una tan fugaz como jovial prosperidad... Me echaba en la cama, con la luz prendida, boca arriba, las piernas cruzadas, las manos bajo la nuca, y dejaba que pasara el tiempo, sonreía. ¡Es tan fácil —pensaba— adueñarse del mundo, ser alguien en la literatura, en la vida culta, en los salones, en la ciudad toda, dócil al vencedor! ¡Tan fácil! Entraba de pronto Anselmi, exultante, enorme, con el brazo en alto, blandiendo un paquete. “¡Queso de Catamarca!”, gritaba. Yo me incorporaba de golpe en la cama, lo miraba. Permanecíamos callados un instante, brillantes los ojos; luego, de pronto, con un hurra, disparábamos, salvajes, hacia el comedor, dejando las puertas abiertas, las lámparas temblando...
       Éramos gente alegre, fuerte y ambiciosa.
       Y sin embargo, yo estaba inquieto. En el fondo de mi conciencia aquella felicidad me parecía, al rato de sentirla tan intensamente, externa, adventicia, corriente que pasa y se lleva nuestro gozo. Porque, esa vida en torno, ¿era una solución o era un problema?
       ¿Era o no nuestra la grande, la no visible, la todavía pendiente responsabilidad?
       Sí, nuestra era; nuestra.

       Al día siguiente de las jornadas más ligeras y alegres yo me encaminaba, al atardecer, hacia la cervecería, con el paso reflexivo. Teníamos que hacer algo; debíamos hacer algo. Solía quedarme esperando a los muchachos mientras agotaba a pequeños tragos mi vaso de cerveza. Veía entrar a los clientes más pacíficos y escuchaba una maltratada sinfonía. Soñaba con escribir dos o tres libros buenos y con ver a mi país articularse y erguirse. Para eso, para ambas cosas, era menester barrer antes, en el primer caso, con una inercia intima; en el segundo, con una inercia colectiva. ¿Cómo podía yo ayudar esos dos triunfos? Pensaba, por largos cuartos de hora. Entraba y salía gente. De tiempo en tiempo, alguna fisonomía, alguna actitud atraían mi atención. Luego llegaba Anselmi, o bien Jiménez. Me contaban cosas del mundo exterior, fútiles, y yo volvía a reacomodarme a esa realidad. No crea usted que mi ensueño tenía un cariz fatuo o egocéntrico. Era más bien una necesidad de compartir cierta plenitud, de alcanzarla para hacerla común a mi alrededor, de subir el tono de una vida circundante embotada y monótona.
       Anselmi devoraba grandes trozos de pan negro con manteca. Decía que esto lo compensaba de las pésimas viandas de la pensión. (En realidad, su apetito no era en casa menos voraz.) Cuando venía Julián Villegas, el estudiante de medicina, la muchacha que lo acompañaba eternamente miraba con obstinada avidez el pan negro untado con manteca. Villegas no permitía que nadie la invitara. “Está a régimen”, declaraba autoritariamente; la muchacha sonreía como un animal miedoso, con ojos estúpidos e inexpresivos.
       Me acuerdo que en cierta ocasión nos hallábamos reu-nidos todos los del grupo habitual. La cervecería estaba llena de extranjeros y habían hecho tocar cuatro o cinco veces el Lieber Augustin. En torno a la gran mesa redonda de madera, Anselmi enarbolaba su teoría nacionalista. Jiménez sonreía con cierta sorna de verle la cara a Stigmann, para quien el mundo no podía salvarse sino mediante los principios de un socialismo ateo de perfil bastante avanzado. Anselmi hablaba del sentido de la Reconquista de Buenos Aires en la época de las invasiones inglesas y decía a gritos que entonces se respiró en Buenos Aires, quizá por única vez, la atmósfera de una verdadera unidad patriótica. Stigmann estalló en una carcajada. “¡Fue una batalla doméstica —dijo—, ganada a fuerza de pavas de agua caliente!” Anselmi calló un instante: “¡Infame judío! —dijo después—. ¡Habría que aplastar a todos los de tu especie!” Stigmann siguió riéndose. Repetía con insistente sorna: “ ¡Una batalla doméstica...!” Anselmi se levantó, alzó en alto su silla y la dejó caer sobre los hombros de Stigmann, que se apabulló con una expresión descompuesta, mezcla de cinismo y furor. Dos judíos alemanes que estaban allí se acercaron, sinuosos, cautelosos. Anselmi esperó la reacción de Stigmann y todos esperamos la batalla campal. Jiménez se levantó como un árbitro providencial. “Bueno —dijo—, nada más. Que todo acabe aquí. No hemos venido a pelear. Aquí se toleran todas las discrepancias.” Stigmann, con los ojos bajos, se arreglaba la ropa. Al recibir el golpe se había levantado, pero ahora estaba de nuevo en su asiento, mudo. Todos miramos a los judíos alemanes que a su vez nos miraban, ahí, a dos pasos. “¿Qué hay?”—los increpó Anselmi, todavía en pie. Los dos alemanes afectaron no oír, desinteresarse de lo que allí pasaba, y retrocedieron hacia su mesa.
       Desde aquel día Stigmann no volvió a la cervecería y las reuniones se hicieron sin condimento y monótonas, Anselmi andaba siempre como un lobo con hambre que no encuentra a mano alimento sabroso, tenía semanas de gran mutismo y tedio. Jiménez se burlaba un poco de él, le llamaba “el titán desocupado” y se reía mucho de esos paseos por la jaula del tigre aburrido.
       En materia de amor yo era una especie de cazador furtivo. Me contentaba con las presas que me deparaba el camino. El camino era la red en que se envolvían de tiempo en tiempo algunas muchachas de belleza variable, no siempre muy discretas ni siempre muy avisadas. Las encontraba aquí o allá, en mis largas andanzas crepusculares por el norte de la ciudad, y eran empleadas o estudiantes. Por lo general despertaban en mí ardientes ilusiones, no del todo confesables, y a los pocos días me hartaban soberanamente. En la época en que sólo se desean hallazgos conmovedores, aquellas señoritas calladas y modestas no estimulaban gran cosa mis posibilidades de entusiasmo. La más hermosa fue una irlandesita de veintidós años que caminaba con extrema gracia y tenía un rostro de salud y unos ojos muy claros. Yo creí que iba a poder practicar con ella mi inglés; pero ella se resistía, con ese ánimo recalcitrante que tienen aquí algunos hijos de extranjeros, decididos a ser criollos a toda costa. Tenía la piel demasiado blanca para ser temperamentalmente interesante. Nos veíamos en un cuarto alquilado, en una casa siniestra de la calle Lavalle; la dueña nos cedía por dos horas, a poco precio, la habitación a la calle de un burgués anodino, gordo y mercantil. El cuarto medía algo así como dos metros por dos. Una tarde estábamos con Gladys allí y oímos, con sobresalto, que alguien abría la puerta desde fuera: apareció ante nuestros ojos la figura rosada y rolliza del legítimo inquilino; se quedó parado, estupefacto, con un ramito de violetas en la mano izquierda y la llave en la otra. Musitó unas palabras de excusa y se fue. Al poco tiempo se me hizo imposible soportar los silencios de Gladys, su ardor puramente carnal, su frialdad íntima, su conformidad con todos los elementos mediocres de la vida. Pasábamos unos domingos tristes, andando y andando sin decirnos nada, a ella sólo le atraía el rito sexual consumado en silencio como las bestias. Yo comencé a darme cuenta entonces que en lo relativo a las relaciones humanas sólo una cosa me importaba y era la comunicación, la comunión íntima con los seres de mi familia espiritual. Allí donde no había comunicación fundamental, no podía haber ningún contacto. Cuando se lo dije a Gladys, ella guardó silencio, hizo un gesto de indiferencia y siguió comiendo, en el salón de té de Blas Mango, bombones de chocolate. Los jacarandás habían empezado a florecer a la orilla de la acera.
       A partir de aquel episodio comencé a introducir en mis experiencias de esa índole un imperativo de selección. Lo cual no quiere decir que una cabeza deliciosa, algunas cualidades de expresión, unos ojos extraños no me hicieran quebrar por algunas semanas mis interiores votos de cautela.
       Los domingos salíamos con algunas muchachas, íbamos a Palermo, a las barrancas de Belgrano, al Tigre, en los trenes atiborrados de turistas hebdomadarios. Durante el trayecto, desde las ventanillas, veíamos el río, el río inmóvil, plano, taciturno y extenso como el sueño del país adolescente. ¡Qué días de fiesta y qué noches, a la entrada de los canales del Delta, echados en los botes con las manos cruzadas detrás de la cabeza, viendo el alto cielo nocturno, la veraniega calma, la disparada súbita de una estrella, la titilante timidez de la polvareda cósmica!
       No sabe usted hasta qué punto éramos jóvenes y felices.
       Nada nos sacaba de nuestro ritmo, nada alteraba en nosotros el ilusorio cálculo de un magno destino, nuestra vida era como una aspiración capaz de materializarse en cualquier instante, pero que, por un moroso deleite, prolongaba todavía su abstracto proceso.



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