Eduardo Mallea
(Bahía Blanca, 1903 - Buenos Aires, 1982)
La noche enseña a la noche (1985*)
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1985)
“Nox nocti indicat scientiam.”
Tácito
I
No necesita cruzar la bocacalle para ver, diez metros más allá, al claror del foco casi extinto, siendo las ocho de la noche, la doble puerta volante de La luna de Occidente. Si Abel no está allí, estará más abajo, en el restaurant Tronador. Junto a las puertas celeste claro del bar, Mauricio aparta sin impaciencia a ese muchachito cobrizo que disputa con otro la posesión de unas estampas. En las estampas, la camiseta roja de un campeón flamea un instante bajo la luz del dintel que se enciende en fulgor llamando público —como insectos— al vientre del bar nocturno.
Mauricio, al entrar, tiene ante los ojos ese espectáculo de luces, flámulas y humo que durante diez años le ha sido familiar. Ni él ni el grupo de amigos llegaron nunca allí como todos esos clientes internacionales deseosos de enternecerse y buscar mujeres. Durante tantos años, esa atmósfera de alcohol y pecado les ha sido a la vez circundante e indiferente. Se trataba de beber algún trago, hablar en la mesa del rincón o escuchar del pianista todopoderoso —excelente en su género— a la vez la melopea y el jazz trágico. Es inútil que Mauricio se incline ahora para ver allá lejos, entre el humo azul pálido y los brazos de las mujeres gesticulantes, el sector acostumbrado. La mesa de rigor, que han frecuentado tanto tiempo, está ahora ocupada por bárbaros, y ninguna de las caras familiares aparece en aquel sitio. Ha pasado ya por el Bar Inglés, Reconquista arriba; pero le falta el restaurant, del que lo separan dos cuadras. En el bar adonde acaba de entrar y sale ya, como en la ínfima trattoria, podían comer pulpo o arenque ahumado por poco más de unos centavos, y esas pocilgas inofensivas quedaban cerca de la Facultad.
Durante diez años, este barrio, por el que Mauricio avanza ahora, ha sido su barrio. A la altura de Viamonte recibió su título de doctor, Doctoris Philosophiae, y a la altura de Charcas alquiló, un mes antes de casarse, ese departamento juvenil del que ha salido ahora diciéndole adiós, quizá definitivamente. En el reloj incrustado en la mitad de la columna negra donde ahora lee sólo un número (las ocho), ha leído los miles y miles de horas a que el diccionario asigna el nombre genérico de vida. Y en el salón de ese departamento, sentada sin saber si va él a regresar —aunque temiendo lo peor—, ha dejado a esa mujer que es su mujer, cuya mirada ha estudiado tanto tiempo sin haber podido inferir de esa expresión paciente y muerta la causa de su paciencia o el significado de su muerte. ¿Por qué la deja, en el fondo, sino por eso? Atormentado y desesperado, nada sabe de ella ni de sí más que la evidencia del fracaso, la convicción de la ineficacia. Y atribuyéndose la culpa, después de tres años de crisis, de interrogatorios sin respuesta, de callados desencuentros y mortales silencios, esa noche ha decidido, atrapado y sobrexcitado, dejar el campo y librar de su presencia a esa otra fracasada. A esa fracasada a causa de él.
¡Pero qué muerte lleva Mauricio adentro, ahora que sabe que no va a volver! Qué muerte más muerta, más muerta aún que la muerte que suscitó en aquella mujer viva. Horrorizado de sí, deprimido y desesperado, al fin ha resuelto descifrar el enigma, instaurándose él mismo en solución, como la cabeza que se yugula mediante el acero para acabar de una vez con el problema.
Andando Reconquista abajo hacia Tucumán, distingue con los ojos interiores aquella figura tanto tiempo querida de la que acaba de desgajarse, desgajándose de sí mismo al haberse desgajado de ella. En el saloncito que sirve a la vez de comedor, ha quedado sentada, hundida, en ese sillón que, de los dos, ella se reservaba para mirar sin decir palabra, excepto algún monosílabo o un no, desde aquel doceavo piso, las mansardas alquitranadas y el cielo de Retiro, el triste crepúsculo, la presencia dramática de esa ciudad con su silencio: a los ojos de ella su semejante y su hermano. Y cuando, al irse, miró Mauricio desde la puerta que iba a cerrar, las consolas y la biblioteca, el viejo reloj de pie y el angosto pasadizo en que el departamento se abría hacia el cuarto donde quedaba ella sentada, recuerda haber sentido algo como el estrangulamiento de sus coronarias, aquel dolor intenso y seco, que era como el retorcimiento de las vísceras apretándolo para que no se fuera.
Pero se fue. Sin decir nada, como si se tratara de volver al rato, sólo que en la mirada —una de esas miradas pacientes y lentas— que ella le dirigió desde el sillón a través del pasadizo, estaba claro que lo temía y que (y ahí estaba el enigma) el solo temor la mataba quizás más que a él; más quizás de lo que estaba muerta. Pero, al fin, somos amantes de nuestras agonías; y lo más triste de la vida es cómo parecemos preferir lo que al otro día nos matará.
Mauricio cruzó en dirección a la acera del Tronador, del que lo distanciaban doscientos metros, por la calle estrecha y sucia. Sentía cómo había querido irse: sin nada —equipaje o signo visible de separación—, salvo la certidumbre de que su fracaso no debía entorpecer ya la vida de aquel ser antes alegre a quien quizás había destruido. Su esperanza era que tal vez estuviera aún a tiempo, y que el asesinato moral hubiera dejado en Ada algún fragmento a salvo. Sintió en la cara, en la vista, la sensación de aquel rostro triste, de aquellos ojos verde berilo, de aquella boca que parecía haber nacido para no quejarse, como aquella barbilla para no bajar en el signo de la protesta, la estupefacción o la impaciencia.
Ese frío que en la calle lo acosa, no es el frío de siempre en una noche de junio. Es verdad que el río está cerca, separado por dos calles, un alambrado y una fila de naves amarradas; pero ese aire de tajo, Mauricio no lo ha sentido en mucho tiempo: es un frío que está en él, y que se le quedará adentro quién sabe cuánto, un frío suyo y sin traspaso, no un accidente exterior.
Por esa acera a lo largo de la que sube la gente hacia Retiro, por esa calle de agencias de viaje y merceros árabes, tan obscura siempre, tan estrecha y tan sucia, Mauricio se acerca ya a Tucumán. He ahí los puntos cardinales de su vida en la topografía circundante: al norte, el departamento que acaba de dejar; al sur, la casa de Abel; al oeste, la ciudad que arranca a huir; al este, la Facultad (donde durante años ha dictado como mediocre adjunto la percutiente cátedra de historia). No sabe cuántos años ha enseñado; pero al mirar ahora el iluminado letrero de vidrio blanco donde está escrito el nombre de la trattoria, el nombre del Tronador, le parece que todos aquellos años se agolpan; y los ve ante sí compactos y acusatorios, como si se hubieran concentrado, antes que detenido.
Recuerda ahora, en la noche, la especie de muchacho que era. Menos inteligente que su hermano, lo que en otro hubiera sido resentimiento era en Mauricio aquel cariño hacia esa criatura apenas menor que parecía ir a morir joven. En la quinta de Olivos, ¿no crecieron en la mayor soledad, jugando adentro, mientras sus padres atendían el día entero en Buenos Aires su obligación? Y ese sumergimiento en la tristeza y el silencio, dentro de la vieja quinta adosada al río, entre la hojarasca de los inviernos y los naranjos de la primavera, ¿no era lo que, uniéndolos, los había distinguido, acentuando sus diferencias: Abel, naturaleza profunda e interior, y él, Mauricio, naturaleza emotiva y vertiginosa? Sí, el uno era consciente y meditativo y el otro insubstancial, precipitado: un muchachito serio y otro muchacho atento a mirarse en los espejos y vestirse bien.
Sí, él, Mauricio, había sido aquel vano y aquel bien vestido. El haragán improvisador, que admiraba al estudioso. De pronto, en sus estudios, yendo al cuarto oloroso a laurel, se presentaba ante el menor con sus problemas. Y el menor, en la quinta de Olivos, lo resolvía todo, benévolo siempre, siempre escuchando, atendiendo con su mata de pelo lacio caída sobre la frente tan vasta. ¿No se le había cerrado a Mauricio mil veces el corazón de sólo ver al chico volver del colegio, caminando a la par suya, con la voz todavía agitada por la ansiedad de no haber podido ser útil y las manos trémulas de haber accionado ineficaces para explicar a un mediocre profesor lo que el profesor no entendía y sobre lo que pretendía en cambio juzgar? Mauricio, por las calles nubladas, en vano lo aconsejaba: los ojos del chico menor miraban adelante, heridos y descalificados, con todo el dolor en vilo pero sin el menor resentimiento.
En verdad, ¡ambos, eran naturalezas tan íntimas y especulativas! La una, más gruesa y vehemente; la otra, tanto más espiritual. Los dos propensos a la ensoñación, al intercambio solitario, meditativo, incitante, con los hechos, las gentes, las cosas. Sólo que, lo que en él, Mauricio, era demora, era en Abel aquella prisa, aquella actividad, cierta necesidad impaciente de dar algo, aportar algo, comunicar algo, resolver algo, otorgar algo, desprenderse de algo. Parecía desesperarse, sufrir, quedar destruido de no poder acercar algo a alguien: se le agrandaban los ojos de zozobra. Mauricio no recordaba haberlo visto triste sino cuando lo había hallado sin hacer algo útil. En cambio, él, Mauricio, qué diferente. Soñaba también; pero su condición ¡era tanto más personal, tanto más egoísta! Era como si el sueño de Abel estuviera dirigido siempre hacia los otros; y, a la inversa, el de Mauricio, a sus entrañas, a sí mismo. Sí, tal era la desemejanza. Desemejanza mortal. Pues debido a ella, él parecía el menor, y Abel el mayor. Y ese curioso desnivel se prometía a perpetuidad.
Sus padres ocupaban empleos áridos, de los que no hablaban sino disputando, porque el descontento contra terceros se envenenaba entre ellos en antagonismos recíprocos. El padre era alto, enjuto, de pelo castaño y ojos grises, con una boca que parecía una línea, horizontalmente diseñada en la piel muy morena; la madre, bonita y enfermiza, distanciada de ellos, propensa a ir a recostarse horas todos los días después del trabajo —días enteros en las fechas de fiesta—, pensando siempre en algo amargo que no se sabía qué era, retirándose amarga a esa amargura. Y mientras el padre —¿no lo recordaba Mauricio con el delantal blanco, tal como lo vio aquella tarde cuando él, niño, había ido a buscar el cheque para llevar al colegio?—, mientras el padre era director de un laboratorio químico, la madre inspeccionaba cursos en escuelas públicas. Y era quizás la separación misma, elevada como principal rectora sobre la quinta, lo que ponía en la atmósfera el tono agridulce que Mauricio evocaría siempre con lástima.
¡Qué extraño acento de angustia tenía el amanecer de aquella casa, cuando, en invierno, apenas aclarado, iban a partir todos en direcciones diferentes, los padres por el mismo tren y los muchachos —uno de catorce años, otro de diez— por la callecita de Olivos donde a los quinientos metros avanzaba aquel edificio rosa: el colegio incorporado! Qué tristeza y qué sufrimiento, que se evaporaban luego en juegos, en corridas entre los árboles, en llamados telefónicos cada diez minutos para consultar al condiscípulo suburbano sobre tal o cual problema, tal o cual solución. ¡Ah, si Mauricio en aquella forma hubiera podido consultar a alguien ahora! Pero la vida es la trayectoria de las dificultades hacia la dificultad; y el que en Mauricio va a entrar en el Tronador, nada tiene que ver con aquel adolescente vano. La vuelta ha sobrevenido, y a esta altura no le queda ya más que regresar.
Los juegos —esta noche se los representa— alternaban con las conversaciones precursoras que, después, poco a poco, se harían quizás más intensas pero no más curiosas ni más meditativas. En el desván, donde se guardaba tanta cosa antigua —sillones polvorientos, mesas de patas quebradas, inútiles mimbres— los libros daban a los muchachitos motivo para aquellas charlas, que después se harían sobre seres humanos, conflictos o ese género de hechos a los que los padres no se referirían nunca sino disfrazándolos. La madre, que vigilaba otras enseñanzas, ¡vigilaba la de ellos tan poco! Mil y mil veces los asaltaba el deseo de preguntarle cosas y cosas; después, las dejaban sin ser planteadas, asesinadas todavía verdes. Apagadas las luces, más tarde, en la cama, los dos muchachos rumiarían solos esas cuestiones secretas sobre las que no obtendrían jamás una explicación. Y de día, a hurtadillas, las conversaciones más misteriosas aumentaban entre los hermanos, haciéndose temas tremendos.
Ahora, en la noche, Mauricio los descifra, los rememora. Todo lo que habían hablado con Abel, ¡qué historia no habría hecho, acumulado por orden en su crónica completa! Pero el menor buscaba más y más lo serio, lo espiritual; y el adolescente mayor no se resignaba a cambiar la vida por la meditación. Mauricio preguntaba con malicia a Abel por la vida; y Abel le contestaba recontándole historias que había leído en libros, que no se sabía de dónde sacaba: leyendas y filosofías, sabidurías esotéricas, analogías escondidas entre los sucesos de este mundo y los del otro. Abel no era locuaz, más bien callado (salvo los relámpagos en que se encendía); en tanto que el otro, Mauricio, escapaba de las nociones a las experiencias y nada le gustaba como comentar mujeres: actrices jamás vistas y muchachas vistas a diario en las aulas comunes, entre las estivales soflamas o las tardes de invierno del colegio, cuando las chicas aparecían sollamadas por la calefacción ardiente y los trajes punzó de lana a cuadros...
Como los dos muchachos estaban el día entero solos —excepto al final de las tardes— el almuerzo les era servido por una vieja ex nodriza, que a la sazón apaciguaba sus achaques en la calma de la antecocina. Los chicos le robaban las papas fritas, entraban furtivamente a probar el dulce de leche: Rosa, cuarterona de pelo blanco, los espantaba frenética, blandiendo repasadores. En la época correspondiente, desde el Tigre, le traían las naranjas para que hiciera el óptimo dulce; de noche, mientras la madre reposaba acostada, los dos muchachos caían por la antecocina, intrigados e interrogativos, interpelando a la cuarterona. ¿Qué era aquella historia, escuchada de soslayo a los padres, que refería el caso de unos patrones anteriores de Rosa, en que cierto crimen ocultado en familia revelaba caracteres tremendos? Rosa, con un asombro color ébano, les confirmaba entre sigilos lo que de veras había presenciado. Y ellos oían y escapaban, sin prestar ya a la referencia la importancia anhelante que le habían conferido primero al imaginarla y luego al atenderla. Corrían al patio con un grito de burla, como a una voz de orden; y la cuarterona se quedaba burlada, gritándoles vengativa: “¡Judas! ¡Judas!”
Sí; a Mauricio esta noche le parece que la está viendo, escuchando. Lejos, por la carbonera, los alcanzaba aún el “¡Judas! ¡Judas!” Pero estaban ya en otra cosa y comentaban a Juan o a Pedro o a tal otro condiscípulo o amigo: ¿era envidioso, era mentiroso, era lioso, era metechismes? Sentados en los trozos de leña, examinaban semejantes afecciones: la envidia, la mentira, el embrollo, la intriga... Y Mauricio sentía a Abel lejos de todas ellas, mientras él mismo en cambio se sentía inserto en cada una de esas tristes cárceles del alma.
Algunas tardes solían entrar en conversaciones metafísicas.
—¿Qué es el mal, Abel?
Abel contestaba serio:
—El mal es el vacío de piedad.
Pero jugaban y reían, jugaban como locos, curándose de estar solos con el estar los dos unidos; con el acompañarse mutuamente; con el urdir historias y tramas para desarrollarlas entre condiscípulos; con el preparar preguntas al padre, cuando no formularse preguntas sobre el padre mismo.
Lo que nadie habría podido imaginar era que, aquellos dos padres, aun en plena juventud, estaban heridos de muerte y que iban a morir casi juntos. ¿Olvidaría Mauricio alguna vez la noche en que estaban por los fondos de la quinta, al pie de la parra, maniobrando con un largo palo en el intento de que se desprendiera un racimo, y vieron llegar al padre y la madre juntos, lo cual significaba tamaña anomalía, siendo lo habitual que regresaran desde la ciudad en trenes distintos? Notaron —Mauricio tenía ya dieciséis años; Abel, doce— la fisonomía del padre, el mutismo de la madre al irse directamente a la cama, luego de haber pedido a la cuarterona un té solo. Por lo general llegaba el padre a sentarse y leer los diarios en el cuarto tan grande, de techos tan altos, con todo aquel moldeado a estuco en los altos ángulos del muro y aquel olor intenso a té y a cedrón; hojeaba los diarios de la tarde, La Prensa matinal, que había guardado para esa hora, alguna revista ilustrada. Pero aquella vez se encerró a su turno en el dormitorio: apareció luego solo, en el comedor, y sin explicar nada, masticó ante ellos, lejano, la pata de ave de cada noche. Apenas las conversaciones posteriores, los fragmentos de frase oídos al llegar aquel doctor la tarde siguiente, los impusieron de que en su laboratorio mismo el padre había hecho aquellos análisis de la madre, y que los análisis habían sido m
alos.
Eran demasiado jóvenes para preocuparse, para entender. Todavía, cada tarde, aquel verano invitaron al grupo de condiscípulos para el cumpleaños de Abel, y las carcajadas y el humo clandestino llenaron cómplices el desván. Al despedir a sus amigos, los dos muchachos irrumpieron todavía violentos en la cocina, mayúsculamente asustaron a Rosa, escucharon aun a sus espaldas aquel:
—¡Judas! ¡Judas!
Después, hasta Junio, todo fue sombrío en la casa: silencio y médicos, hermetismo del padre, visitas de amigos, reservados, que a veces, al irse, sonreían con los chicos alguna broma por fórmula. Se habían preguntado, entre los dos, qué pasaba, sin insistir en exceso, prefiriendo lo incierto a lo ineluctable. La juventud cree siempre que ignorar en términos vitales equivale a suprimir, sin saber que lo suprimido volverá al final por sus fueros.
Y en efecto, como una inundación, en que las aguas brotan a la vez de todas partes, los alcanzó una tarde el golpe de ola, cuando la madre los llamó y en el cuarto del piso alto les anunció que iba a morir. ¿Morir? Ignoraban los dos muchachos aquel término, su valor, sus consecuencias, en la casa sin duelos previos; la significación llegó brutal, envuelta en cierta luz fría de otoño.
El padre se extinguió después; pero más de golpe, con cierta furia rápida de rayo, cuando apenas un año había corrido desde las exequias de Junio. Y esta vez fue Rosa la que lo encontró, al parecer dormido —pero muerto— en el escritorio del piso bajo, con el diario caído a los pies, en invierno también, cuando la taza de té que le había llevado un minuto antes humeaba aún caliente en la mesita de arrimo. Al caer brutal sobre nosotros la tragedia es una representación que nos ocurre, pero que a la vez se nos ofrece; y de ese acto sumario somos siempre los malos actores que no han sabido salir a tiempo al oír la voz del secreto director. Uno y otro salieron los niños silenciosos y anonadados, en vez de consumidos por el grito que la medición de aquel suceso debía haber despertado en sus rostros. Pues era un despertar; pero del sueño a la pesadilla, en vez de la fórmula inversa. ¿Qué hubieran hecho allí aquel vasto invierno, solos de ineluctable soledad, ignorantes de todo, salvo de que existían, si una de esas presencias providenciales, que llegan al tiempo justo no hubiera aparecido al cerrarse el feroz concierto llevándolos por el debido pasadizo hacia la quieta salida? El mismo médico amigo que había atendido a la madre y certificado el tránsito del padre —adicto a aquella familia desde años— sirvió de curador, y él fue quien presidió la sucesión e hizo la venta de aquella casa quinta, que a su vez, para ellos, no representaba ya otra idea que una mera idea de vacío. Y fue por aquel entonces cuando, huéspedes de un matrimonio que les dio pensión, cambiaron el suburbio por la ciudad y el colegio incorporado por el nacional.
¡Ah, de qué modo había sentido Mauricio el ingreso en Filosofía para estudiar la especialización en historia como el acceso a una especie de nueva paternidad en que la casa, Viamonte abajo, era su pater, y él, el hijo revelado! La metrópoli, adueñada de Abel y de Mauricio, era la recelosa y la recelada: los dos buscaron en ella el calor de la vocación. Y cuando Abel acabó a su vez con el bachillerato, optando por especializarse en Filosofía, fue como si los dos, desprovistos al fin del entresueño dramático, de nuevo hubieran hallado la vida en la vida, y pusieran fin a esa especie de extravío que el manotazo de la muerte deja en la conciencia de los inmaduros. En ese punto, un ciclo había empezado y otro terminado, con la evidencia dentro de la cual Mauricio entraba ahora en el Tronador.
El salón lleno de mesas enmanteladas de blanco se veía casi vacío. El reloj de pared marcaba más de las ocho. Abel no estaba allí. El mozo nocturno hablaba con un cliente. Y detrás de la caja, congestionado, el patrón francés preparaba las cuentas.
Mauricio buscó la mesa próxima a la caja, opuesta a la vidriera desde donde Reconquista se veía en su deshielo y en su oscuridad. Los camaradas se juntaban allí, quién sabe desde hacía cuánto tiempo, así como en La luna de Occidente o en el bar alemán de la otra cuadra, por preciso consejo de Carlos, que en eso al menos era conductor. Aquel compañero experto en sitios raros, seguro de dónde se comía bien aunque casi por nada, había rastreado para el grupo durante años; y como eran cinco o seis, uno o más de ellos caía siempre a alguna de las puntas de esa estrella topográfica, o gastronómica, de la que el Tronador y La luna de Occidente —con lo del alemán y otro fondín— eran los rayos.
Iban allí por algo juvenil. Aquellos sitios parecían estar en la metrópoli sin pertenecerles. Eran baratos, conservaban la fisonomía que en los sitios de ese tipo prefieren los estudiantes, desdeñosos de lo burgués y amigos del hervidero humano en lo más vivo: la pocilga o el boliche vil. Y, siendo estudiantes, años atrás, en banda, aquel conjunto de camaradas y de condiscípulos plantaron allí sus huestes con esa ilusión de vida que dan la indigencia y el pecado envueltos en alcoholes, humo y músicas estimulantes.
Mauricio, esta noche, no pensó en encargar su lomo tierno ni la botellita de rosado. Otras veces, a la espera de ser servido, abría un libro o desplegaba las hojas de un diario. De los dos mozos, ninguno ignoraba en el Tronador a aquel cliente inconstante, cuyo reino en el restaurante era previo al de ellos.
Pero esta noche Mauricio pidió primero el Mosela, a título de variante más fuerte. Y la copa le fue llenada sin que contestara al mozo más que el anodino “Buenas noches”.
Si tampoco llegaba Abel, Mauricio tendría que buscarlo después de comer, o en fin llamar a la casa de San Telmo. Pero ya sabía que a aquella hora, aun en el caso de estar su hermano allá, el teléfono sonaría sin ser contestado. Si Abel salía a la calle, o, si lo atendía eventualmente, sería por haber concluido aquel ciclo diario de estudio que empezaba a las cinco. Mauricio dejó apenas probada la copa de vino, y sus dedos tamborilearon nerviosos sobre los remiendos del mantel.
A aquella misma hora, y en una noche parecida, había visto a Ada por primera vez. Entonces hacía ya bastante que, egresado de la Facultad, saltaba de mata en mata por clubs de extramuros y por salones modestos, dando conferencias sobre su asunto, que era la historia nacional; y aquella vez, en un ateneo de Lomas —aquella tarde en que llovía sin descanso— había tocado el tema de Vilcapugio y Ayohuma. Mauricio recordaba haber sido eficaz, porque, tanto como evocar controversias, le encantaba describir batallas. El saloncito, aquella tarde estaba colmado. Cuando acabó de hablar, entre la gente que se iba, descubrió la presencia de la muchacha alta y fina, un poco aparte en la hilera. La muchacha le mostraba tres cuartos de perfil y encaraba ya la puerta. Mauricio no habría sabido decir qué vio en ella primero: si la calidad del clima físico que de ella emanaba, o aquella dulzura con que las mejillas macilentas descendían a encuadrar la boca tan pálida. Lo cierto fue que una suerte da curioso dolor, de simpatía dolorosa, vaya a saber por qué, inexplicable, inmediatamente lo atrajo hacia aquella muchacha solitaria que se retiraba; y habiendo preguntado su nombre a algún miembro de la comisión, en unos momentos más fue presentado a la señorita, a esa Ada Miguenz —o Míguez— cuyo nombre le fue dicho de paso.
Como quiera que algunos asistentes iban a tomar el aperitivo del sábado en una confitería de la plaza, otros miembros de la comisión a los dos los arrastraron. Y así se encontró él saliendo al lado de la muchacha, entre el tropel de público que se dispersaba. En aquel ateneo, aquella noche, mientras en la calle llovía, Mauricio la observó silenciosa, sin saber con exactitud para qué había ido esa oyente a una conferencia sobre Vilcapugio y Ayohuma. Sólo mucho después Mauricio se informaría de que, no pocas tardes, siempre sola, ella erraba, indolente, de espectáculo en espectáculo, acompañante todo el resto del tiempo de padres octogenarios en la casa vieja del torreón. Aquella noche de la conferencia y del bar, entre la risa de todos y mucho alcohol circulante, los dos sobrios fueron ella y él. Él la miraba estudiándola: Ada tenía los ojos inteligentes y vivos, subrayados por cierta corona de sombra, muy grandes y muy negros en medio del blancor muerto del semblante. El pelo, tan claro, contrastaba con aquellos ojos tan oscuros; y la complexión general parecía de fatiga, más que de curiosidad o interés.
Lo oyó hablar, y él intentó brillar, como si fuera menester añadir a su peroración sobre un hecho histórico, la prueba de su versación en lo general. Ada le refirió una circunstancia: en su casa, que era su casa nativa, perduraban olvidados ciertos libros de historia, que ella se había resistido a vender, y que poseían ilustraciones de época, aparte del papel amarillento y la tipografía de otra edad. Lo invitó a que, algún día, fuera a verlos. Él aceptó entusiasmado. A la semana siguiente se presentó cierta tarde, con un ramo de rosas compradas en la estación; y como un tímido, siendo por lo común muy audaz, ingresó en aquel vestíbulo donde el espíritu de sus habitantes se revelaba en desintegración. Todo era allí antiguo, preterido, ajado, marchitado; y el toque de novedad estaba sólo en algunas revistas actuales, apiladas sobre una mesa del hall junto a los sillones de un siglo. Los viejos no bajaron desde los cuartos de la torre —se oían apenas sus toses—, y Ada le sirvió al llegar las cinco un té aromático, con una raja de limón. Luego fueron a ver los libros, que estaban protegidos por los vidrios de un mueble: se trataba de tomos poco interesantes, a los que él, por cortesía, atribuyó cierto valor. De todos modos, se empeñaba en ser atrayente —ameno, amable, ingenioso— ante esa muchacha que lo cautivaba por su falta de coquetería y por su seriedad. La hallaba representativa de esos caracteres legítimos que, reposados en lo que son, se dejan manifestar sin deseo de convencer al interlocutor o de probarse ante el juez.
La amistad que creció uniéndolos —¿acaso hubo alguna vez una duda?— fue sincera. A las pocas semanas ella llegaba una tarde en el tren de Lomas e iba con él al Museo Histórico. En el parque que lo circunda, sonada la hora del cierre, después de haberse entristecido de muerte —¡oh uniformes de un azul desvaído, casacas encogidas, daguerrotipos a la moda de casi ciento cincuenta años antes!—, aquella tarde anduvieron en torno a las terrazas escalonadas, frente a la iglesia ortodoxa, por entre los canteros, los árboles corpulentos, la hojarasca otoñal y esas estatuas modestas que se embellecían del verdín o de la espesura del parque. Todas aquellas parejas sentadas en actitudes idílicas, significaban para estos dos paseantes sin vinculación sentimental, una invitación o una premonición. Y la verdad fue que de aquella tarde surgió su intimidad. Ella parecía no haber tenido nunca un festejante —siendo muy atractiva—, y semejaba presenciar sonriente, y acaso con un poco de burla, lo que estaba pasando.
Recuerda esta noche Mauricio que para esa época ya él y Abel, dueños del producto obtenido por la venta de la quinta, habían ido a vivir a la casona alquilada, en la quietud del barrio sur, a la altura de San Telmo, entre las residencias coloniales, los zaguanes antiguos, los patios que hablaban de los tiempos de la Reconquista y todo aquel mundo para ellos tan prestigioso, de verjas y ciudad extinguida. En las postrimerías de Balcarce, la casa, tan amplia y tan resonante, comunicaba con Humberto I. Rajaduras y grietas, goteras, viejas barrancas, ventanas altísimas daban a aquel barrio carácter; y en torno a un patio cerrado, a lo alto de la escalera ancha de entrada, cuatro cuartos formaban rectángulo. Los hermanos ocuparon dos, y unieron los otros para establecer el vasto escritorio con libros, donde el olor a humedad dignificaba los textos nuevos adscribiéndolos a su atmósfera.
Mauricio había concluido sus estudios, y a Abel le faltaban esos cuatro años que entre los dos pondría siempre su pausa. Él, Mauricio, buscó el modo de enseñar, ya que la carrera sólo le serviría para eso, pues no era publicista ni le interesaba escribir. Pero ¿quién iba a confiar a ese principiante sin genio personal, sin talento, una cátedra, un curso? Empezó aquel merodeo por la Facultad, donde después le apareció, bien que a título provisorio, cierta suplencia en una adscripción, y más tarde la adscripción misma, que era bastante modesta, amén de bastante vaga.
Pero lo que importaba en la casa vieja de San Telmo era lo que allí sucedía: aquel estudio y aquellas conversaciones constantes en los que ambos hermanos encontraban la felicidad y la exaltación de los que han vuelto a ver de la vida las galerías de acceso sin recordar ya, o sin querer recordar, los fondos fatales, las habitaciones crepusculares, las sombras que imponen miedo. Allí iban condiscípulos barullentos —como el rápido y brillante Terrero, especie de alocado sin freno a quien la gente llamaba “Carlitos” porque su comunicabilidad obtenía afectos pronto—, o estudiantes crónicos —como aquel Morín Pons, que prefería su ardiente sexualidad a la seca filosofía—, o esas otras naturalezas sin oriente cuyo destino es perpetuarse sin vocación, arrastradas por la vida misma, viviendo a expensas de los encaminados, como si aguardaran hasta ver el rumbo abierto por el esfuerzo de los otros para entrar por su corredor.
En el escritorio resonante —aquellos quince metros de largo— de la casa del Sur, entre las felpas de los sillones raídos y el eco de las voces que se alzaban sonoras, cómodos entre las paredes encaladas por donde caían los goterones y se dibujaba desde el techo hasta el piso una especie de nervadura herrumbrosa, ¡cuántas tardes no tradujeron a Heráclito y hablaron de Tácito, peleándose por Rosas o matándose por Alberdi!... Todavía se arrastraba por allí la vieja Rosa, nonagenaria, a la que se le escapaba aún un “¡Judas!”, ahora dicho a medias, o que se iba a dormir de humor pésimo sin servirles el café. Ellos mismos, en esos momentos, a la vez huéspedes y visitantes, encendían la hornalla de la cocina, aventando el carbón con un pedazo de diario, y obtenían de la cafetera aquel líquido chirle, a lo que en jerga filosófica llamaban bromeando “el elixir”.
En el Tronador, Mauricio esta noche lo recuerda tal cual.
Su hermano Abel, ¿no era una vez más el callado ante aquellos vociferantes? Se reían unos de su moderación; lo seguían como al santo, otros. Lo cierto es que Abel corría con la administración de los gastos; apagaba las luces; guardaba siempre un resto de atún frío para los que llegaban con hambre. Algunos, con escándalo y con gritería, lo llamaban “Hermano Abel”, tirándole cualquier cosa; pero bastaba que alzara hasta ellos sus ojos, tan jóvenes y tan penetrantes, para que hicieran de la sorna aquella forma de ulterior reverencia, que por su carácter y su modo imponía, además de imponerla por la seriedad o seguridad con que, sin haber mostrado el esfuerzo, acababa sabiendo más que los otros sobre aquello en que los otros se especializaban. Y si los insolentes y los torpes acababan callándose, Carlos y Mauricio eran sus prelados a latere. Lo seguían, lo escuchaban, lo consultaban, lo veneraban, como si la vida se los hubiese dado a ellos solos en la calidad de un humilde, un sabio y un inocente.
Desde muy niño Mauricio lo había visto de ese modo: variante, capaz de todos los sacrificios y resistente a que se lo agradecieran, pronto a dar al primero que se lo duplicara los pocos pesos que reunía con esfuerzo, listo a acompañar abstemio a los borrachos —estudiantes errantes a quienes solía hacer una cama en algún rincón del escritorio cuando en las noches de lluvia caían chorreando agua por las baldosas semirrajadas—, o pronto a reír indulgente ante la insolencia, o benévolo ante la grosería, que, merced a su sola sutil y dulce actitud, bajaba poco a poco de tono y se disipaba la respetuosa, con humillación y con rubor. Eran, quizás, los años más espléndidos que habían vivido, en aquella casa del sur de baldosado rojo desvaído, donde en primavera, desde el patio cubierto, llenaba el aire de perfume casi litúrgico una sola planta de jazmín del país.
Había sido como si Abel hubiera encarnado en aquel entonces las preocupaciones de todos. Tan distintas y tan complicadas, en él hallaron casi siempre puerto. Las entendía, casi sin oírlas. Y siendo tan aparentemente delicado de físico, con aquella delgadez transparente que le daba el aire —sin que en realidad fuera así— de padecer del corazón, descuidado en cómo se vestía y sin embargo más limpio y pulcro que todos, caminando como si, aunque pausada y suavemente, se arrastrara —en virtud de quién sabe qué pesadez superflua de la carne, que era sin embargo en él tan poco carne—, estaba siempre en movimiento, dormía sólo cuatro o cinco horas, salía a la calle no bien levantado, se interesaba en el barrio por las cosas de todos, estudiaba largamente, comunicaba aún —como si lo relatara y lo supiera sin haberlo estudiado— todo cuanto conocía, y en fin se emocionaba diciendo un trocito traducido de Sófocles o comentando sin petulancia a Catulo o relatando la historia que había leído un rato antes, la cual lo maravillaba en un grado que parecía infantil a su edad. Pues eso de ser infantil había sido su signo: signo que se reflejaba en su risa, se trasuntaba en su a veces cómica falta de maña, se entreveía en su palpitante, religioso silencio ante una noción superior o una actitud generosa, y estaba consubstanciado con él.
Mauricio, desde su mesa en el Tronador, parece esta noche representarse dolorosamente todo aquello, la historia de los días de la casa de San Telmo. Recuerda haber proclamado con entusiasmo, otra noche no como esta de diez años antes, ante el hermano menor, su decisión de casarse con Ada, a quien había descrito, orgulloso, como una nieta de esos porteños que hicieron construir bajo su dirección personal la casa del torreón.
—¿Cómo es? —había preguntado, refiriéndose a Ada, Abel sonriendo.
Y Mauricio, ahora, evoca la evocación, el relato que al hermano hizo de su amiga, de su novia ya, y el brillo que por un momento alegró los ojos de aquel muchacho tan paciente y tan enigmático, tan naturalmente serio, que a su vez acababa de concluir sus estudios de filosofía. “Es así...”, había empezado Mauricio. Y aquella noche, solos en el escritorio, ante Rosa sentada allá lejos, casi dormida con un mate en la mano, le había ido describiendo, uno a uno, los atributos de Ada, la cual aparecía, a través del relato, enorme como la giganta de Baudelaire: “j’eusse aimé vivre auprès d'une jeune géante”. Sólo que la giganta lo era, en este caso, por su paisaje interior: aquella belleza vasta y aquella vasta legitimidad... “¿Legitimidad?”, había preguntado Abel levantando los ojos, sorprendido por el término. “Sí”, le había contestado Mauricio, “la legitimidad de las cosas verdaderas. Como un objeto —¿cómo explicarte?— de buena marca”.
¡Ah, tan sólidamente como está colgada en la pared, esa naturaleza muerta que en el Tronador Mauricio mira ahora, se había casado con el objeto de buena marca! No ignoraba que, criada indolentemente en aquella casa de europeizantes entre libros de Heath y de Burton, era tan criolla como él; y tenía del modo más vivo ese aire a la vez gélido o cálido que, según se reserven o se den, define a las argentinas. Hablando con ella, Mauricio le había dicho que no sabía qué le encontraba de parecido con la Marta Riquelme de Hudson: quizás cierta belleza dramática, cierto anuncio secreto de mito aciago —o de mal— en la fisonomía tan tranquila... Y ella rió, aquella vez, como reiría tantas veces, sin decir cosa alguna ni comentar lo escuchado, con aquella especie de silencio confluente que bajaba desde el exterior hacia ella, sometiéndola y caracterizándola...
Habían ido a vivir pobres en el departamento alquilado, Reconquista arriba. Entre el humo de las chimeneas del puerto, las alturas del Cavanagh, los declives de la Plaza San Martín y la cúpula bizantina del Santísimo, el departamento parecía más reducido aun en la casa de tantos pisos. Mauricio tenía entonces treinta años, ella veintidós. Eran más viejos que su casa y más jóvenes que su barrio. ¡Qué contentos vivieron aquel tiempo! Al principio solía acompañarlos Abel a comer. El muchacho menor llevaba siempre consigo aquella atmósfera de confianza, aquella seriedad tranquilizante en la cara lampiña y joven, una cara que sólo sonreía con el corazón de la sonrisa, como si sonriera desde la preocupación o desde la soledad. Al cabo de algún tiempo Abel dejó de ir a esa hora y más bien los visitaba de improviso, llevándoles algún libro, algún objeto, algún bocado especial que había comprado en alguno de los negocios perdidos, ciudad abajo. (Desde el momento de su graduación el muchacho daba clases particulares y atravesaba Buenos Aires, de punta a punta, observándola durante gran parte del día y redescubriéndola en sus rasgos y en sus secretos. Sabía dónde podía encontrar todo lo bueno. No se le escapaban los comercios más insospechados, los anticuarios más escondidos, los rincones menos notorios.)
El objeto de buena marca vivía al lado de Mauricio —¡y con qué vida!— en aquella criatura de carácter noble con la que se había unido según los términos de la liturgia: indisolublemente. Vivieron aquellos años en un rapto. Leían, salían, gozaban, disfrutaban. Y mientras Ada permanecía en el piso alto preparando la cena o el almuerzo, Mauricio se iba a la Facultad o practicaba aquellas largas vueltas a pie que empezaban en Retiro y, contorneando las arcadas y los muelles, acababan más allá de la estatua de Brown. Las caminatas le servían para pensar. Rememoraba trozos íntegros de historia. Analizaba por dentro hechos tradicionalmente mantenidos en duda. Entendía, mediante grandes aclaraciones sucesivas, episodios cuya crónica compulsaba en diferentes autores. Y en su casa, al regresar, encontraba a aquella mujer a la que a su tiempo había asimismo analizado en la casa de Lomas con la prolijidad o el contento con que descubría la verdad. ¡Qué abandonada la había visto entonces en la casa del torreón, hundida en la existencia más monótona y la actividad más tediosa! Más de una vez Mauricio la había acompañado por aquel tiempo en inacabables caminatas, a través de las que ella iba definiéndole un dulce sistema de monotonías. La igualdad de sus horas se había tornado en efecto sistemática, y ella había hecho de servir a aquellos dos viejos la cristalización responsable de actividades que una simple sirvienta habría desempeñado mejor. Es decir que aquella existencia, durante un ciclo tan grande, estuvo por definición minimizada. A Mauricio le había parecido justo sacarla de allí, instaurarla en otro tipo de vida, llenar de afecto ese gran vacío de emociones.
Pero Mauricio era un pésimo profesor. Enseñaba mal, se enseñaba mal. Las cosas asumían en él valor según sus meras perspectivas pasivas. He ahí lo malo. No vivía: pensaba y repensaba su vida. Estaba siempre construyendo; pero puertas adentro, en la órbita de lo puramente ideal, en esa suerte de perpetua exaltación de los términos más irreales, inmerso en la embriaguez engañosa en que por temperamento se sublimizan ciertos fracasos. Se pensaba siendo un gran profesor, conocía intelectualmente las categorías de semejante virtud; sabía lo que era serlo. Pero, ¿lo era? De ningún modo. Y de ese ningún modo, tenía plena conciencia.
No lo sintió al principio totalmente. Pero fue asumiendo poco a poco tal idea y tal convicción. Recorrió, por esa causa, a lo largo de los años un largo camino decepcionante. Sólo al cabo de los primeros cinco de casado, llegó a la certidumbre de su mediocridad sin remedio. Al principio, la evidencia de una vida conyugal casi perfecta, la alegría sin sombras, que de esa situación obtenía, fueron los grandes ahuyentadores de la idea del otro fracaso, el fracaso vocacional o profesional; pero luego, gradualmente, firmemente, seguramente, empezó el proceso instaurado a sí mismo, la convicción de su medianía o de su ineficacia. Paredes adentro, en su alma, en su ser: ¿existía la misma inanidad, la misma futilidad? No sin duda. Su naturaleza interior era activa. Pero, ¿qué tenía que ver lo interior con los atributos de su acción? Nada. Y en el caldo de ese convencimiento, habían ardido los años ulteriores —la etapa última— de su vida conyugal.
El proceso había sido harto largo. Lo recuerda ahora bien, en el comedor casi desierto del Tronador, donde acaba de entrar un hombre serio, de luto, y de salir al instante, tal vez huyente de semejante soledad. El inmenso panorama que Mauricio lleva adentro, comprende no sólo la vida de Ada y la suya, la vida del piso de la calle Reconquista al norte, sino la vida de Abel, la vida de la casa del Sur. La materia de todo aquel tiempo, ¡había crecido de tal modo! Pero no era, esta en que estaba, hora de pensar en la vida de su hermano. Sino en la suya propia. ¿No era suficiente con eso? Lo que ahora ha concluido en este fracaso, se fue preparando lentamente.
¡Qué lentamente! Primero, por parte de Ada, fueron los silencios, la historia de un vasto, creciente, dramático silencio; luego fue la mirada, la historia de una larga, sola, única mirada. Resultaba increíble que manifestaciones tan simples hubieran representado acontecimientos tan grandes; que hubieran llegado al fin a esto; que hubieran determinado en él, Mauricio, la conciencia de su fracaso, y su terrible ruina conyugal. Pero, ¿cómo pensarlo de otro modo? Y a la historia de ese silencio y de esa mirada, él contestaba, en terrible contrapunto, con la historia de su responsabilidad.
¡Cuánto había cuidado Mauricio, al principio, de que Ada fuera feliz! Casi no había pensado en él —y en eso radicó, a la vez, el peor mal. Se limitó a pensar en ella, a presenciarla, a obtenerla, a conservarla. Pero no pensó en lo que, de él, ella debía a su vez presenciar, obtener, conservar. Se transformó así —lo ve— al cabo de los primeros tiempos, en una especie de juglar, en un cómico que a ella le diera risa, que todo lo borrara de la conciencia cuanto no fuera distracción, diversión. Pero aun las infancias sanas se cansan del circo, suspiran por otros espectáculos, reclaman pronto otras experiencias, aunque el placer se cambie por el dolor. Pues lo único que desecha la vida es la repetición consciente de sus efectos. La costumbre es costumbre porque se olvida de lo que es: si lo recordara, se quebraría, horrorizada de ella misma, ya que la repetición es la prefigura de la muerte, su equivalente y su semejante.
¡Y qué inexplicable resultaba que él, que poseía algo, que era un profesor adjunto, fuera a fracasar siempre, en tanto que Abel, que no poseía nada, que era un primerizo profesor aficionado, privado, enseñante en un pequeño colegio, corriendo presuroso de casa en casa, especie de rabdomante adolescente, siempre activo, siempre preocupado, no fuera a fracasar nunca, fuera a triunfar siempre! Abel no se apartaría jamás de aquel no tener nada, porque no le importaba nada no tener nada. Educado bajo la férula de aquel hombre, aquel profesor suyo, aquel doctor Aarón Aguilar, a quien tan cándidamente había admirado, a quien tanto había seguido, Abel fluctuaba en su vida sencilla y libre que era la vida entre sus compañeros: Terrero y Teodora Reine —sin contar con la corola de ociosos y de miserandos. Él, Mauricio, estaba en eterna evolución; en tanto que Abel, en eterna revolución. Él, Mauricio, tendía a la santa comodidad; en tanto que Abel a la santa incomodidad. Él, que era el conforme, debía ser el constante descontento; en tanto que Abel, que era el disconforme, debía ser el constante contento. Tal era el destino; tal era la sanción. ¿Qué pasaba entonces? Pasaba que esta noche, noche crítica, él, Mauricio, estaba críticamente reducido al último fracaso, al cabo de aquellos diez largos años de lucha. Y todo se había conformado según aquellos dos extraños, dramáticos símbolos, según aquellas dos extrañas, dramáticas líneas: un símbolo, la línea de un silencio; y otro símbolo, la línea de una mirada. El silencio, la mirada de Ada, testimonio pendular, en aquel departamento módico del duodécimo piso de la calle Reconquista al norte.
No era porque la vida conyugal no hubiera sido virtualmente buena, pues, salvo aquella falta cenital de hijos, ¿de quién se diferenciaba Mauricio, siendo el hombre a quien en su casa espera una mujer; el hombre que prepara por la mañana unas lecciones; que entra al anochecer con un periódico; que trae de sus tareas unas noticias; que se queja de que a Tal lo han ascendido y de que a él no lo han ascendido; que se ríe o que maldice; que se queja un poco de los gastos y de que da siempre para la vida un poco menos; que se lamenta de la política y que se queja del ambiente; que refunfuña de trabajar y va al fin cada día en calma a su trabajo; que lee bastante y se asombra, sin decirlo, de saber siempre tan poco; que los domingos va a un museo, a una confitería, a un cinematógrafo, y camina unas cuadras con su mujer ante las vidrieras tan tristes de los negocios cerrados; que se acuesta tarde después de haber recorrido con los amigos aquel barrio; que de noche, antes de dormirse, da al amor lo que es del amor y al sueño lo que es del sueño y lleva por adentro un sueño íntimo? No, no se diferenciaba de nadie. Pero fue distinto de todos.
Aun Ada debió encontrarlo distinto, pues sólo frente a él fue incubando —tan honda, tan paulatinamente— aquel silencio. Un silencio sin desamor, atento, paciente, dulce, cortés: el peor de todos. Y Mauricio lo había advertido de golpe. Un día había vuelto de la Facultad, o de errar; y lo había encontrado. Se había dado de manos a boca con aquel silencio; lo había medido. Un día, un día cualquiera, en que, al entrar él, ella estaba leyendo un libro malo. Aquel día en que ella se había levantado al entrar él, y había ido al combinado a poner un disco, ella que prefería ya el aturdimiento a la conversación y que no tenía ya nada que decirle. Fue eso solamente; pero ¡tanto! Y a los cinco años de haberse visto por primera vez, de haberse casado. ¡Ah, pero si él hubiera hecho la crónica de esos cinco años! ¡De sus ideas, de sus sueños y de sus proyectos, de la perpetua música interior en que vivieron al principio! Entonces hubiera visto que era otra cosa lo de él por dentro; otra cosa. Sólo que aquella otra cosa era precisamente la inexpresable, lo inexpresable. Y, a la inversa, Ada debía tener también su proyecto, su sueño íntimo absoluto, siendo eso también lo inexpresable. Sólo que, de habérselo sabido comunicar el uno al otro, ¿quién lo habría entendido recíprocamente mejor que ellos dos; más inteligente, abnegada, querida y lealmente que ellos mismos? Pero lo que no se dice, destila no decir. Y ese no decirse destilado era lo que en él había florecido, dando aquella inanidad, futilidad, y en ella aquel silencio, aquel alejamiento...
¿No era esa —¡oh historiador!— la eterna historia de la pareja humana? ¿No es lo propio de la historia de cada pareja humana que cada cual retorne —en su hora— a su silencio original, a su recóndito, dramático sí mismo, a su voz y a su no voz? Sí, era; y tal lo que tenía de irremediable. Mauricio, en el decurso de aquellos primeros cinco años, había empezado a resentirse de aquel silencio, de aquel mutismo, de aquel hablar de Ada con las palabras de fuera y no con las palabras de dentro, de aquel infausto hermetismo y aquella infausta clausura. Y le había parecido a él que lo mejor había sido redoblar en sí la locuacidad, la comunicación, para ver si, como el gusano que renace de su fragmento, aquella locuacidad y aquella comunicabilidad daban en su mujer el fruto de reciprocidad.
Fueron los días intermedios tras los cinco años iniciales, en que no se produjo más que la sigilosa preparación de los otros cinco. Y los otros cinco, los últimos, habían sido los años más terribles, los años de la mirada. Porque del silencio de Ada había florecido sólo aquello, no la reciprocidad —cierta inanidad, cierta futilidad—, sino la larga, larga mirada: ese modo de estar mirando al sitio del espacio donde no estaba él. ¿Qué miraba? Eso era lo que Mauricio no supo nunca. Lo que no sabría nunca. Y eso lo mortificó y desanimó, más aun que el silencio mismo, que al fin era para él. Mucho más que el mutismo, envuelto en la tenue tela cotidiana de la benévola, paciente, abnegada, sirviente sonrisa. Pero él ¡no había querido esa abnegación! ¡Cuántas veces se lo había dicho, a ella, no obteniendo más que el silencio, otro poco más de silencio, otro poco más de aquel silencio, otro poco más del vacío (para él) de ella en aquel departamento módico del duodécimo piso! Y de aquello otro, de la mirada, ¿qué podía preguntar; qué podía investigar? Era sólo eso: una mirada. Aquella mirada larga; fija.
Fue eso lo que no pudo, eso lo que no habría podido soportar. Porque, sí: ¿qué miraba ella? ¿Qué miraba? Nunca olvidaría Mauricio sus propias vueltas a la casa, en aquellos últimos años. Abría la puerta, pasaba junto a la consola, dejaba su sombrero sobre la mesa; y en el fondo del cuarto que usaban como salón y comedor, donde estaban —a un lado— los dos sillones junto a la ventana, sabía él de sobra que estaría ella; ella siempre fiel, sólo que mirando, en la oscuridad, la noche del Retiro, el paisaje, el vacío. ¿El vacío? ¿Pero quién mira el vacío? Toda mirada tiene una meta, un objetivo, un destino concreto. Y aquella mirada, aquella mirada de su mujer, no podía no mirar nada.
No, no podía no mirar nada. Y eso, ese sentimiento, ese secreto, pudo a él haberlo desarticulado, quebrado, enloquecido. Enloquecido. ¡Pulverizado! Porque, ¡cuánto la quería él! ¡Y cuánto, en el fondo, debía quererlo ella! Sólo que ella estaba allí, ante los techos de Retiro, con aquella mirada pacientemente no dirigida, aquella larga mirada encaminada, vaya a saber a qué. ¡Ah, aquel vaya a saber a qué!
Mauricio recuerda ahora, en el solitario Tronador, que entonces, rectificando la luz del propio faro, había empezado a preguntarse qué pasaba en él, qué fallaba en él. Y a preguntárselo a sí mismo también en silencio, durante los solitarios días y durante las solitarias noches. Sí, qué ocurría con él, qué fallaba en él.
No había querido, no hubiera podido, decírselo a su hermano. ¿Habría acaso logrado comunicárselo? Se puede explicar todo, pero no se puede explicar la nada. Y las palabras, la descripción, habrían parecido fútiles, fútiles, fútiles como su futileza misma. ¿Futileza? ¿Era ese su defecto, el de él; ese su mal? Aunque sabía, sabía que no era fútil. ¿Y mal? Mal sí, pero no mal fútil. Lo único no fútil en él era ese mal. Todo menos fútil. Sólo que: ¿cómo substituirse a sí mismo mediante una explicación? ¿Cómo explicarse? ¿Quién puede explicarse? Palabras y palabras se hallarán; pero, ¿la explicación de cada uno? Acaso su mujer misma no habría podido explicar esa mirada... O sí, quizás habría podido explicarla. Y esta última tesis aparecía para el marido más terrible, más dramática, más inexplicable aún, que la primera.
Mauricio recuerda que en estas mismas mesas del Tronador, semanas antes de esta noche se examinó él por fuera y por dentro, recapitulando y recapitulando a lo largo y ancho de su vida. ¿Y qué halló? ¿Qué encontró, más que a sí mismo? ¿Quién va más allá de sí, encarcelado, carcelero? Examinó el espectáculo, el alma, la imagen de sus clases: una de tanto en tanto; y el contacto de cada día —o casi— con todos aquellos adolescentes, con todos aquellos estudiantes. Y sólo encontró en ellos al “estudiante”; al que sabe poco, al que no será distinguible ni distinguido casi nunca. Al que naturalmente produce injusticia y recibe injusticia. En cada mismo ser, al victimario y al inocente. A lo que es, al fin, cada cual, y que era también él. Pero nada más; ¡nada más! Él era un evocador de hechos, de circunstancias, de crónicas, de datos elocuentes a los que transformaba en lo relativamente inelocuentes que son todos los hechos transcriptos por la palabra humana. Aquellos pujantes caracteres, hechos pálida anécdota. Aquellos inmensos cuadros de la historia del país, de la nación, vueltos meras síntesis, meros datos, meras aproximaciones. ¿O es que podía referir certeramente la substancia de sus sueños, el lenguaje de las imágenes de su memoria, las batallas y las fundaciones memorables, la crónica de los choques, el secreto de los genios individuales, los episodios legendarios, la materia misma de la visión a través de la que él, y sólo él, los veía, que nadie podía ver exactamente como él, pero que él, mera persona humana, no podría narrar nunca, reproducir nunca tal como los había sentido, tal como los había mirado? ¿Y qué es la mediocridad, qué es el fracaso, más que la medida en que no podemos reproducir, exteriorizar, lo que queremos? ¿Qué es el fracaso, más que el fracaso de nuestra transcripción personal de lo personal y de lo impersonal? Examinándose, se había encontrado, sí, quizás, fútil. Pero, ¿cómo puede el fútil ser otra cosa que fútil? ¿Acaso, en las tardes caminadas de Lomas, fue él, era él, otro que él fútil, otro que el fútil ulterior, que el fútil pasado y que el actual? Sí: no tenía culpa, no tenía remedio. Pero, ¿qué tenía que ver Ada con su no tener culpa, con su no tener remedio? No había sino que substituir al hombre, que apartarlo de la mirada... Y eso era lo que ella había hecho.
Por consiguiente, Mauricio, esta noche, noche definitiva, había resuelto al fin irse. Sacar del camino a ese sujeto del fracaso. A ese creador del mal, que él mismo conllevaba y producía, que de él emanaba y que lo acompañaría hasta la muerte, hasta la muerte también inexpresada, también fútil, fútil en todos aun siendo terrible, porque: ¿quién expresa su muerte? Es la muerte la que se expresa en uno. Pero, ¿uno a la muerte; en la muerte? Bah, ¡qué quimera y qué desolación!
Quería a Ada; pero es que, ¿basta con querer? Sólo lo expresado existe. Y si él, eso, no lo expresaba, a eso lo asesinaba, a eso lo suprimía, a eso lo esterilizaba... No por otra cosa había resuelto irse. Y estaba seguro de que ella se reharía. ¡Vamos! ¿Cómo se reharía? ¡Se reharía del fracasado! ¿Pues quién no se rehace de una ausencia? Y él también se reharía al fin de su ineficacia siendo eficaz en suprimirla. Para eso, ¿cabía otra salida que la de esfumarse?
Lo acaba de hacer. Sí. ¡Con qué dolor! Le dolían al decidirlo la mente y los huesos, las vísceras, los músculos, todo cuanto era él. ¡Se dolía él, le dolía él! Pero ya estaba hecho. Y aquí está, bebiendo el seco vino blanco, en este sitio donde tantas veces ha entrado contento, donde tantas veces ha entrado sin dolor: pero antes del silencio y antes de la mirada.
La calle se ve ahí, afuera. ¡Ya ha raleado tanto el paso de los que se dirigen a la estación! Ahora, afuera, todo es silencio, oscuridad en ese borde sucio de Buenos Aires. ¿Afuera? No sueña más que con, al fin, podérselo contar a Abel. Podérselo decir a alguien. Quizás pudiera volver solo, por un tiempo al menos, a la casa de San Telmo, a los viejos frecuentadores de antes, a la que ahora sustituye a Rosa ya demente, que fue desapareciendo y yéndose callada, sin exclamar ya su “¡Judas!”. Silenciosa también ella misma, como al fin —pobre— vamos quedándonos todos.
Pero, ¿qué pasa con Abel? Las ocho y media y no ha llegado. Mientras tanto, ante Mauricio, sin que él recordara haberlo pedido, el mozo ha plantado el trozo de comida que humea y produce su olor a carne. Como no va a tocar ese asado demasiado fuerte, Mauricio desmigaja el pan con dedos nerviosos, se echa algún trozo de corteza a la boca, empieza a servirse de nuevo el vino de la jarra. En unos momentos más deberá levantarse y ver qué pasa con Abel, si lo va a encontrar en La luna de Occidente o en el Bar Inglés. O bien si deberá ir a buscarlo a la calle Balcarce. No tiene adelante más que las letras —al revés— del Tronador, que no llaman en la calle a nadie, que no inducen a entrar. Los mozos que comían en el otro extremo se han levantado, y no queda allí más que el dueño y un mozo, el salón rectangular lleno de manteles blancos sobre los que hay jarrones de vidrio y cubiertos, un menú depositado, vasos. Y en las paredes, aquellos fiaschetti que ha visto siempre, cagados de moscas, colgados como caramañolas abandonadas en un cuartel.
Le viene de nuevo a la mente la imagen de Ada. Estará sentada allá, donde la dejó, hojeando la revista que no mira, o mirando hacia el lado del Retiro, en la noche ya tranquila, después del terrible tránsito del crepúsculo, en que todo es ruido, choques, bocinazos. Los viejos padres todavía viven, aunque casi muertos, en Lomas, en su dormitorio del torreón, con su hábil sirvienta ahora. Quizás Ada se dirija allí, al cabo del día siguiente, cuando él la llame por teléfono para decirle que no se ha demorado por una reunión, por un incidente, sino porque no va a volver más. ¡Le gustaba a él tanto su piel, su semblante triste, su modo de leer en voz alta las páginas de historia que él, en los mejores tiempos, le pedía que le leyera, de noche, sentados uno al lado del otro al resplandor de la lámpara que ya fallaba que estaba allí desde que se casaron, que producía a menudo cortocircuitos y que daba tan mediocre luz! Al fin, después de tanto prometerse y prometerle, no pudo él substituir nunca esa lámpara —ni siquiera esa lámpara—, porque nunca tuvo, tampoco para eso, bastante dinero; y eso, hasta eso, le duele ahora. ¡Si se hubiera esforzado más, si hubiera querido ganar más! Por ella —por la vida, por la lámpara u otra cosa así—, ya que no por él. Y, en el fondo, muy en el fondo, siente que el esfuerzo, al irse, al desgajarse, ha sido tan grande, no por él, tampoco, ya que al fin se trataba de dejarla en paz, sino por ella; ya que sabe, de algún modo, que ella todavía lo quiere, sólo que él no supo ser un poco diferente, un poco menos él de lo que era, demostrar un poco menos su fracaso. Nox nocti indicat scientiam. ¿No enseñaba él eso en las aulas? ¿No enseñaba eso? Sí. La noche enseña a la noche. Pero, ¿qué? ¿Qué enseña la noche? No lo sabe aún.
¡Si lo hubiera podido saber! Recuerda haber oído decir a Ada, una tarde, saliendo de un teatro en medio de la multitud, confundiéndose los dos con los que salían: “¿No vas a ponerte esa bufanda?”, y haber sentido él el ramalazo de la emoción, profundamente, como si fuera un niño que descubre que todavía se le quiere, que todavía se le ampara, que todavía no se le ha dejado solo. Y sin embargo ¡era una frase tan trivial, una frase tan común y de tan módico significado! ¡Que se pusiera la bufanda! Hacía tanto frío y ya los envolvía tanto el silencio. Pero, ¿cómo olvidar el momento, el tono, la situación? ¿Cómo referirlos, sin parecer infantil (¡él, con sus cuarenta años!), al ir a relatárselos, al intentar relatárselos a Abel? ¿Cómo poder relatárselo, sin que la voz se le cortara, sin que el ahogo lo interrumpiera? Es que, ¿había sido tan trivial, tan sentimental? ¡Vaya a saber! ¡Tal vez el cómico lo es, tal vez el superintelectual lo es, tal vez el pedante y el suficiente lo son, tal vez todos, ya que lo puede ser uno! ¡Uno!
La recuerda, la ve, vestida o desnuda, casta, espiritual, virginal, casi una criatura, y a la vez tan adulta, mucho más adulta que él —y tal vez esa fuera la cuestión. Pero él... ¿es que se puede dar alguien de más adulto? Ha pasado siempre por fuerte. Ha tenido a veces contrincantes y los ha vencido. Ha peleado y ha triunfado. Aunque lo que no ha podido vencer nunca es esa sensación de fracaso, ese mal aire metido en su cuarto interior, ese tufo a decadencia, a derrota, que él, desde muchacho, ha sentido siempre en sí. ¡Ah, el elegíaco dentro del conversador!
Muchas veces —¡cuántas!— vino también con ella a este restaurant. La vio comer, medida y sobria, con aquella pollera y aquella blusa que parecía preferir. La miró por encima de la jarra de vino. Le gustaba mirarla, lenta y precisa en sus movimientos, él que era precipitado. La escuchó en una u otra frase, porque nada le gustaba como oírla: con su tenue voz de muchacha criada sola, sin amistades y sin confidentes. ¡Le gustó siempre tanto mirarla! Le hubiera regalado todo, él que no podía regalar nada. Sería pobre a perpetuidad; y eso era lo que quería esconder: ser pobre a perpetuidad, ser ese segundo profesor preterido, ser uno que no sabe repetir lo que sueña, que no sabe vestir lo que piensa, que no sabe utilizar lo que dice, siempre un poco confuso y siempre un poco corto de expresión, siempre mediano en todo, salvo en sus sueños sobre la gran gesta, las grandes gestas, las figuras y los hechos nacionales, que tanto lo habían atraído desde niño, que tanto y con tanto candor había comparado —él que era un deslucido profesor— con los gestos de Alejandro y con la épica de Troya.
¡Pero ahí está Abel! Ya atraviesa desde enfrente hacia la vidriera del restaurant. Viene como siempre en cabeza y, como siempre, para Mauricio que lo aguarda, y para todos, su cara es la cara del esperado.
II
Mas, antes que su presencia misma, ¿qué trae Abel al Tronador? Una pregunta. Se deja caer en la silla, ante la mesa, frente al hermano. Y la pregunta es, urgente, preocupada:
—¿Dónde está Carlos?
Agrega, antes de que se le conteste:
—Es necesario dar con él.
Está ahí, Abel, inquieto, tan delgado, vestido de oscuro como siempre, como si siempre llevara el mismo traje, un traje todavía de estudiante. Ya no le cae el mechón de niño sobre la frente, es un adulto; pero la frente sigue siendo ese terreno translúcido y muy joven donde parece adivinársele sentir, inquietarse, imaginar, pensar.
La pregunta con que responde Mauricio resuena opaca en el restaurant:
—¿Qué pasa con Carlos?
—Es necesario dar con él. Ahora mismo.
Mauricio ve que, ahí sentado, Abel está más pálido que nunca. Y que en sus manos —unas manos de ayunador o de desnutrido— se trasunta esa nerviosidad que casi siempre las hace más vehículo de desasosiego que instrumento de la necesidad de asir algo. Y sin embargo, esas manos no han dejado caer nunca nada. Tienen la seguridad que posee la cabeza: su rapidez y su tono, su decisión. (Aunque sin necesidad de fuerza, como no necesita fuerza la verdad que la voz articula, dice.)
—¿Qué pasa con Carlos? —repite Mauricio.
No va a perder Abel tiempo en contestar, en explicar. Su ley es que la explicación es menos necesaria que la solución. De nuevo se levanta, cuando apenas se ha sentado.
—Te lo diré luego. Si viene acá, que me espere. Y si no viene tal vez lo encuentres en el Bar Inglés.
Mauricio intenta retenerlo aún. Aventura tímidamente:
—Pero yo tenía algo que decirte...
Abel vacila un instante, mira a su hermano: “¿Decirme qué?’’ Mas en el acto recobra su hilo:
—Vuelvo no bien lo encuentre.
Mauricio lo mira irse, desaparecer, detrás de las letras invertidas de la vidriera, donde se muere de languidez la inscripción: Tronador. Sabe que hubiera sido inútil insistir. De Carlos, Abel era el ángel guardián; y a este muchacho cuatro años menor, lo preocupaba aquel turbulento. ¿Se había propuesto Abel, en cierto modo, la curación de su alma? ¿O, lo que lo inclinaba hacia semejante desmesurado, hacia semejante exagerado, era ese sentido protector que ponía a Abel por encima de su edad y tan cerca de los demás? (Porque estaba cerca de todos, ese recién recibido, aunque los demás estuvieran lejos de él. ¡Cómo lo atormentaba eso: el género humano!)
Y a su vez, Mauricio se hallaba tremendamente sensible a la vulnerabilidad del muchacho ante el destino de los otros. Hubiera hecho todo por todos, aquel casi niño, cuyo espíritu no descansaba. Semejante sentimiento, semejante sentido del sacrificio en un cuerpo tan débil, llenaba al hermano mayor de ternura, y de una compasión mucho más primaria que la asistencia de Abel a los protegidos de su preocupación.
Para repensar la historia de todo aquello, Mauricio tendrá que retrotraerse también a mucho tiempo atrás. ¿Es acaso la memoria algo más benigno que el sueño? Aun los recuerdos más afortunados son recuerdos cuya vida no reside más que en no vivirlos, en considerarlos humo; sólo que todavía con fuego, dotados de resplandor permanente, como la zarza ardiendo para Moisés.
Abel era un estudiante de primer año cuando conoció a Carlos Terrero, cuya asignación de curso habría sido difícil determinar. Carlos Terrero parecía estar en todos sin estar en ninguno. —“Un dandy”, decían los cursis—. Elegante, desaprensivo, insolente, libertario, inteligentísimo, no era un “dandy”, sino uno que había hecho de su vehemente desenfreno una especie de culto, una especie de categoría, una especie de virtud; y lo manejaba como un arma, la cual le servía para desarticular a los pedantes, asombrar a los moderados y escandalizar a los tontos. Carlos se reía de sus propias gracias como de sí misma debe sonreír la beatitud. Aquel modo de ser se tornaba así para Carlos en su propia bienaventuranza: nadie se habría sentido más cómodo en nada como él en su oronda falta de respeto humano. Atacar a los eminentes y a los suficientes le ocasionaba un placer casi divino.
Cuando Mauricio egresaba, hecho ya doctor, y Abel sentía las primeras sorpresas ante aquellos maestros en quienes él, novicio, comprobaba tantas vacilaciones e ignorancias, ya Terrero paseaba su pereza de aula en aula, escuchando con bostezos, en el mejor de los casos, y escabullándose en el peor para ir a comentar en los patios la política del día o las anécdotas de turno. Carlos estaba convencido, aunque no desilusionado, de que no se recibiría nunca, desdeñoso del grado y partidario de la inteligencia. Pero el destino le parecía algo así como un pacto personal con la vida, por el cual pacto, él, a tiempo, se pondría a la par con sus deudas. Cuando su padre, en provincias, de pie ante él, le había reprochado aquella incuria, Carlos había respondido aduciendo ejemplos ilustres, aunque tal vez negativos, de deudores y de impecunes. Balzac o Diógenes —sostenía— eran aquellos a los que prefería parecerse, más que a otras sagradas eminencias. Le satisfacía desconcertar, y más que desconcertar, sorprender. Concluía tamaños alardes con una brusca carcajada, y antes de despedirse de los interlocutores estupefactos se componía sacramente la caída del cuello, el sesgo de la corbata y la altura del mechón sobre la frente. (En esos arreglos no se descuidaba nunca. “La estética —había dicho una vez a Mauricio tomando el quinto café— es algo que empieza por casa; y hay que desconfiar de los desarreglados por fuera mucho más que de los desarreglados por dentro. Porque lo de adentro deja lugar a dudas; y lo de afuera, eso sí que no.”)
Aquel estudiante de buena figura leía de todo desordenadamente. Estallaba en sonoras carcajadas cuando se le pescaba con frecuencia en el error de alguna cita o en la culpa de filosofías mal asignadas y sistemas tergiversados. Más inteligente que la falta, el error lo tornaba simpático. Pues no había como él para, en armonía con su odio hacia los pedantes y su furor contra los ilegítimos, hacerse amigo de vagos y desheredados y toda esa gente alegre que puebla por debajo las ciudades.
Carlos escuchaba todo. Había veces en que proclamaba a gritos los párrafos filosóficos que lo entusiasmaban, frases de Terencio o de Buda, ideas como soflamas. Y como soflama pensaba, sin orden ni método, sino con pasión viva, o con cólera.
No bien se instalaron los hermanos en la casa del barrio de San Telmo Carlos empezó a caer por allí cotidianamente. Y más que Mauricio, a quien molestaba esa presencia autoimpuesta, Abel le tomó afición. Mucho más que los pedantes, a quienes el insolente desarzonaba, a Abel lo atraía, ánimo adentro, el actor de aquellos atropellos, porque, desde el primer día, le conocía la bondad. Instintivo, el muchacho más joven se había preguntado si aquel ser mayor que él, tan negligente en todo lo que le merecía a él estudio y celo, no ocultaba por dentro alguna cicatriz de cuyo ardor se curaba con sus desplantes. ¿Qué habría en el origen de ese veloz, de ese ansioso? Además, en un mundo de soberbios, de vanos, de simuladores y de doctos, un carácter así a Abel le parecía saludable; sus salidas lo hacían reír infantilmente, sus cuentos le hacían gracia, y hasta aquella pobreza decorosa —y en el fondo un tanto arrogante— le daba la sensación de algo más digno que muchas dignidades.
Carlos no era, por lo demás, un necio ni un ignorante; al revés, era un mental: el solo sentido de los valores se ejercía en aquel desaprensivo a través de la percepción de lo auténtico, ya fuera en un poema, en algunas ideas o en algún hombre excelente. No era extraño, así, que dueño de prodigiosa memoria, supiera recitar versos homéricos —en los que a cada rato debía sonrientemente enfatizar tanto mérito— y traer al canto tercetos de la Divina Comedia. Conocía a su manera su Terencio o su Eurípides. Aunque desordenadamente, leía a Schopenhauer y a Heidegger, captando rápido lo que le interesaba captar, para hablar pronto del dassein. Cuando se encontraba con algún sujeto de ínfulas, enarbolaba semejantes conocimientos; y lo regocijaba comprobar cómo, por lo común, los más letrados suelen ser los más ignorantes, los más expertos en técnicas, pero los más mediocres en letras. Él cultivaba las letras del mesón, del café, del café concierto, de la calle, del populacho, no por atracción de la plebe, sino, al revés, por esa necesidad del fondo de los fondos o instinto de la busca de la veta ideal, que lo mismo existe en un ser humano como en un canto verdadero o en un objeto armonioso.
Mauricio, que ahora, en el Tronador, abandonando el lomo frío ha probado en vez de postre un vaso de algún licor, no puede rechazar la imagen insistente de aquellos días. Y lo que ya ve es la casa vieja y grande de la calle Balcarce, donde por los años evocados vivían con su hermano.
El enorme cuarto de estudio parecía en tales tiempos una perpetua asamblea. Aquellos estudiantes ruidosos, que vivían en Barracas o Banfield, leían mucho de lo que no les era exigido y poco de lo que se les exigía. Las discusiones eran sin fin. Buscaban teorías, doctrinas, grandes proyectos ideales, para los cuales lo mismo les servía Parménides que Epicteto, el credo de los ácaros que las ideas de Confucio, Hegel que Kant, el mundo de los eleáticos que la teoría de los órficos, el imperativo categórico que la voluntad y la representación. Lo importante era encenderse, arder. Y después de haberse aparentemente apagado, volver a encenderse y volver a arder.
Pensionista, Carlos vivía a perpetuidad en el piso que una señora extranjera tenía en un pasaje de la calle Maipú. A esa señora, por una befa de un día, o porque tenía parientes nobles en Venecia, la llamaban la Dogaresa. Era grande, sonrosada, de muchos aires, mucho peinado y bastante proxeneta. Una mujer fría y astuta, de sesenta años, que hablaba poco y se sonreía rara vez. Desde que llegó de su provincia, Carlos, recomendado por un senador, se había hospedado allí, pagando poco, comiendo poco, gastándoselo todo en señoríos, gresca y tabaco, pidiendo libros prestados para vender alguno que otro de la biblioteca pobrísima.
(Era cómico como trataba a los libreros de viejo cuando los visitaba en las pocilgas de la calle Corrientes.
—¿Cuánto me da por esto, míster Shylock?
—Dos pesos.
—Entonces entro, reviso esta cueva y lo acuso de tener ese arsenal pornográfico.
—¿Qué dice?
Carlos sostenía la amenazadora mirada sobre el homúnculo impresionado.
—¿Cuánto?
—Cuatro pesos.
—No. Deme tres y basta. Quédese con esto (tendía el libro) y con su peso suplementario. No mato esta clase de piezas. La semana que viene le traeré una enciclopedia.
—La semana que viene cerraré por tres días.
—Adiós, Harpagón. No vendré más.
Con los tres pesos compraba un clavel rojo o blanco adecuado, cuidadosamente elegido para que no fuera ni demasiado grande ni demasiado invisible. Se lo ponía, y a las pocas cuadras, provocando sorpresa, lo regalaba a cualquier mendigo o a cualquier vendedor, sin detener su paso, como quien se libra de un objeto fastidioso sin hacer favor ni fijarse en la respuesta. Luego recalaba cansado ante algún otro puesto de flores y miraba con displicencia y nostalgia aquello que ya no iba a comprar.
Habrían dicho que era un humorista; y quizá en efecto lo era. Pero de un humor frío y doloroso, como el humorismo de un hombre a quien han anunciado una ruina.)
Un día, en la biblioteca de la Facultad, Abel halló a una estudiante, llamada Teodora Reine, que después, varias veces, en esas mesas de lectura fue su constante vecina. Abel había contado más tarde a Mauricio el capítulo de pocas palabras en que se fundó la amistad, trabada allí cambiando ideas sobre profesores. La estudiante era preferentemente cauta, hablaba muy poco. Ante cada pregunta levantaba primero los ojos, los detenía unos instantes en el semblante de enfrente; luego respondía, aguda y rápida. Abel le halló un entendimiento masculino; pero su hablar era enteramente de mujer, salvo aquel laconismo gobernado y calificado, su rigor ante el otro sexo. Era, además, más bien alta, de una delgadez sin flacura, noble de cabeza y de hombros, con los ojos grises y la piel muy fina y muy mate, como mujer de otros soles o de un duro equinoccio, en que la igualdad de los días le hubiera dado aquella obstinación y aquella rigidez. Su carácter era a la vez tan igual, que se tenía la certeza de que no iba a faltar a su palabra, y de que su palabra era responsablemente pensada, antes de dada. Todo eso, en la descripción hecha entonces por Abel, equivalía a la autoridad. Y esa autoridad parece que espantaba en la camaradería estudiantil a los cazadores sexuales.
Por aquel entonces, en invierno, envuelta en un abrigo serio que parecía un simple capote de hombre o la indumentaria laica de una beata, la muchacha apareció cierta tarde invitada por Abel en la casa de San Telmo. Después de una observación cuidadosa, rió ante aquellos exclamativos, que frente a la aparición de una mujer redoblaron la braveza, el escándalo y la chacota, sin lograr escandalizarla. Abel, aquella noche, la acompañó Balcarce arriba. Muchas cuadras detrás de la plaza Libertad compartía ella, según le dijo, con una empleada que trabajaba de noche, los dos cuartos más altos de un alto edificio, entre mil departamentos, mil corredores y mil puertas homogéneas en una atmósfera de sombra. “Pero de noche —dijo misteriosa— veo una travesía de murciélagos; y eso me da miedo y soledad.” Abel, sonriendo, le había preguntado: “¿Qué tienen los murciélagos para temerles?” Y ella había respondido: “Su temor horrendo de nosotros”.
Se hicieron ella y Abel —como Mauricio lo supo pronto— grandes amigos. Eran dos seres serios, pensantes. Participaron en común de una empresa que consistía en caminar la ciudad muchas tardes, a lo largo y a lo ancho de su inmensa extensión, uniendo en caminatas habladas Flores con Belgrano y Caballito con la Recoleta.
Carlos, que había conocido a Teodora, miraba por encima del hombro esa manía de globe-trotters. Cierta distinción cultivada, compostura, elegancia, lentitud le habrían vedado a él aquellos ejercicios vulgares, en los que se hubiera reclamado a su ritmo el esfuerzo y la precipitación que desdeñaba. Pero Teodora y Abel tomaban aquellas giras como pretexto; la verdad es que, a la postre, consistían en hablar de los fines de la vida o la belleza de los grandes sistemas en que descubrían a la vez la calidad de las formas pensadas y el rigor de las mentalidades pensantes. (Aunque, naturalmente, el argumento personal, la posición, las creencias, aparecían siempre detrás de aquellas abstracciones gratuitas.) Por entonces relató Abel a su hermano, con una precisión literaria, que se habían detenido una vez en una plaza donde el atardecer de Abril avanzado llenaba el crepúsculo de noche. Jugaban allí unos padres, unos hombres con sus hijos, en los columpios, en ese momento del anochecer en que entre sus residencias fronteras se componía el himno al reposo antes de la comida. Teodora y él se habían sentado, continuando sin tregua la conversación sobre Nietzsche o sobre los eleáticos, de quienes hablaban como de seres humanos conocidos, pero misteriosos. No necesitaba Abel cuidarse en los términos al dirigirse a aquella muchacha, cuya edad juvenil no la distraía de su madurez. Rehuía ella la conversación sobre sí misma, o sobre su familia; y todo parecía accidente lo que no fuera el asunto de su necesidad de averiguar, filosóficamente hablando. Miraba la noche con los ojos abiertos, caída a veces sobre la frente aquella onda de pelo que ella de pronto rechazaba en un rápido movimiento nervioso. Y ese movimiento nervioso, según Abel, parecía subrayar una convicción o una negación, porque se trataba de un espíritu con principios y ella sabía perfectamente lo que quería y lo que no quería en la dialéctica de los idearios. Decía, por ejemplo, que no era idealista ni marxista porque detestaba las prisiones y creía solamente en el libre arbitrio de las conciencias.
—Yo la veo siempre a usted como una gran casuista —recordaba Abel haberle dicho (iban a tutearse sólo días más tarde); y haberle ella respondido, con rapidez y recelo:
—Soy casuista en la medida en que un médico que atiende a moribundos en un hospital de infecciosos es casuista. Soy casuista si eso quiere decir que yo, para elegir mis ideas, debo atender a lo que cada humana circunstancia me muestra. Nadie había sentido tanto la idea del dolor humano como Dostoievski, ¿no es verdad?; y Dostoievski, con todo, era para los revolucionarios un reaccionario. Pero, ¿cuántos de los revolucionarios ortodoxos hubieran sido capaces de sentir como él la preocupación por el destino de la criatura terrestre? Lo malo de la tendencia consiste en hacernos tendenciosos. Esto, ¿es una paradoja?
—No —había contestado Abel—. No. Es verdad.
Ella dijo:
—Sí. Es verdad. Y la verdad, ¿no es varia? ¿Es una sola? Si es una sola —lo que no creo— yo quiero seguirla. Pero por el momento, no creo que sea una sola. Por eso quiero ir a su encuentro en sus mil consecuencias posibles, todas igualmente dramáticas. Y principalmente en sus contradicciones, tan abundantes, pero al mismo tiempo tan reveladoras.
Se expresaba con fría justeza.
Abel había dicho aquella noche en aquella plaza:
—Pero todas las verdades parecen estar regidas por una sola verdad.
—Sí, pero en cada cual. Y los cada cuales somos la especie humana. Yo soy apasionada. Por eso temo tanto seguir, a fuerza de pasión, un camino que me engañe. En las ideas, el resentimiento es casi el mayor elemento aglutinante, gregario. Aunque, míreme. ¿Tengo algo de resentida?
—No, evidentemente.
—¿Usted cree en Dios?
—No, desgraciadamente —dijo Abel.
—¿Desgraciadamente? —lo miró ella.
—Sí. Quisiera creer. Envidio a los que creen. Porque yo, como usted, vivo a un tiempo en los más opuestos caminos.
—Sí —sonrió la muchacha con burla—. Los dos somos dos conciencias errantes.
—Pero no perdidas —sonrió a su turno Abel.
—No, no perdidas.
Conversaciones de ese tenor desde entonces circulaban todo el tiempo entre aquellas dos naturalezas tan jóvenes. Aquel romanticismo hiperbóreo, tendería pronto a hacerse, no mucho más frío, pero sí mucho más racional. En tal tiempo se calificaban como si fueran veteranos adultos, dueños de una enorme experiencia.
Abel y Teodora se sentían en aquel entonces más evolucionados que los condiscípulos languidecientes, propensos a creer cualquier cosa por espíritu de proselitismo. Ellos, los dos, se resistían. Y de verse resistir paralelamente, no se sentían quizás más unidos, pero se sentían más aparte de los otros, como dos paralelas se sienten solas ante la confusión de lo tangencial.
Recalaban tarde en algún café. Comían algo, muy poco, con dos dedos de vino, al lado de las vidrieras soleadas que daban a los suburbios. Les parecía que observaban bien a la gente, y nada los hubiera cambiado por Sorel o por Kropotkin.
Se rectificaban alternativamente. La soledad de aquellos lugares pobres donde comían, el mortecino resplandor de las lámparas, la blancura de las mesas con el mantel de la vida, el rumor que el mundo hacía en torno, acrecentaban en los dos la necesidad de confesión. Pero como no tenían qué confesarse, presumían, cada uno por su lado, ocultar situaciones secretas. Y todavía los unía más el sentimiento recíproco de aquellos territorios prohibidos, que ni el uno ni la otra querían hollar. Esa era la franja territorial de respeto al borde de la cual permanecían a la vez silenciosos e intrigados.
Por entonces, estando aún los dos en primer año, escucharon las conferencias de un hombre que los embelesó. El sabio doctor Aguilar, en una facultad o bien en otra, como pensador invitado hablaba naturalmente de Hegel y de la filosofía de la historia. Describía con pasión, y mucha elocuente elegancia, los grandes ciclos dialécticos. Esos motivos en pugna cobraban en su palabra movimiento de caballerías lanzadas al asalto de los tiempos, sobrepasadas y vencidas por otras cabalgatas más briosas.
Era el hombre más elocuente y brillante que hubieran soñado escuchar, habituados a expositores mediocres y a repetidores perpetuos; y Abel y Teodora experimentaron pronto hacia él una de esas atracciones entusiastas que en los estudiantes parecen resplandores con que contestar al resplandor. Aquel hombre delgado, alto, lampiño, de busto todavía elástico en su madurez de hombre fuerte, exacto en la palabra, afectado en el ademán, enamorado de las grandes teorías que comentaba o acariciaba con ardor como si fueran mujeres, les causó primero una especie de religiosa sorpresa, y después una lealtad adicta y tácita.
Lo oyeron explicar a Kant como si Kant hubiera sido su vecino de cuarto, pero de un cuarto a la medida de Kant, bello y a la vez riguroso en su espléndido recinto meditativo. Lo escucharon hablar de los grandes tramos metódicos, desde los spinozianos hasta los idealistas, y referirse a la fenomenología con cierta irónica reserva que a Teodora y Abel les parecía lo supremo de la actitud del espíritu.
Se le acercaron un día, tímidos, temerosos, al final de una conferencia en la Facultad; y él, desde lo alto de su puesto de señor de las ideas, les sonrió, casi sin contestarles, lo cual pareció a esos muchachos, lejos de una reticencia orgullosa, un rasgo más de superioridad...
Varias veces, después, con su venia, Teodora y Abel fueron trémulos a consultarlo. Entraban apocados en la casa que él tenía en una de las calles del norte, una casa lejana, de cuatro pisos, con un mirador francés que servía de reborde a los dormitorios superiores, más allá de los parques monótonos de Palermo, a pocos pasos de un templo menor, cuyo edificio circular, rodeado de tranquilas columnas, tenía algo que a aquellos muchachitos agnósticos parecía más socrático que tradicional.
Cuando Teodora y Abel revelaron a Carlos el descubrimiento de aquel portento, él les contestó con una burla, riéndose del entusiasmo de los neófitos ante la falsificación de la senectud. Hablaba de senectud refiriéndose al hombre de cincuenta y dos años... Él, Carlos —afirmaba—, había votado por la juventud y no le interesaba más que lo nuevo. Pero, ante la insistencia de Abel, comunicada en los corredores de la Facultad, se trasladó un día con el compañero más joven que él a escuchar a aquel “viejo”.
Sentado en el salón de una asociación de especialista en el tema de Hebbel, Carlos prestó atención, también subyugada pronto. Pero más tarde, dispuesto a no dar su brazo a torcer, esbozó en el bar de la esquina, ante Teodora y su amigo, el ademán suficiente del hombre que está de vuelta de aquellos recursos orales. Carlos les pagó la consumición (porque había cobrado algún dinero gracias a la venta de un marco de plata en la calle 25 de Mayo) y los dejó sonrientes y convencidos, mientras él se iba a alguna cena, a la que se refirió con un guiño.
Después, a la larga, confesó a su vez padecer el sortilegio, porque no podía asistir clandestinamente, sin ser visto por los otros, a aquellas lecciones del mayor nivel, que pese a todo le importaba oír. Entre sí, a hurtadillas, Teodora y Abel se regocijaron, sin aparentarlo, de la eficacia de su proselitismo; y continuaron seducidos y serios ante la excelencia de aquel maestro.
Pero ahora, en el Tronador, adonde acaba de ingresar una pareja de extranjeros que se sientan casi a la entrada, Mauricio se pregunta qué se ha hecho de su hermano que de nuevo no llega. Y después de pedir la adición y de pagar, vacío el botellón de mosela, espera todavía unos momentos, antes de ir a ver si Carlos está en el salón de La luna de Occidente o en el Bar Inglés.
¡Cuántos años y cuántas cosas han pasado desde aquellos tiempos ideales! Exactamente los diez años de la obtención de su título, de su casamiento, del desastre que Mauricio antes de echarse a la calle ve ahora abierto en su vida, en la vida de Ada.
De poco le ha servido el aprendizaje, esa ciencia de la historia que aprendió lentamente, asimilándola lentamente. Primero, la historia de su país, de ese pueblo, y luego la historia general de las civilizaciones y de los estados, esa conjunta aspiración sinfónica, tan extraña y tan cautivante. ¿Qué es su vida al lado de todo eso? La acumulación de nociones aprendidas a lo largo de una vida con esfuerzo y con sacrificio no detiene la celeridad con que esa otra ciencia —¡sólo que tanto más inhumana!—, el destino, anula lo que somos y desarticula nuestra secundaria sabiduría. Días antes Mauricio se había ocupado, en una lectura dada ante el público más desinteresado, más distraído, del episodio en que el joven Sarmiento aparecía en San Juan, amenazado de muerte por una horda. Llevaba, al leerlo del texto mismo del héroe ante esos oyentes anónimos, la obsesión, la impresión que ese episodio dotado de rasgos tremendos había producido siempre en su espíritu: la escena en que aquel hombre, Sarmiento, adolescente casi, dueño de un temple de hierro, prisionero de Benavídez, espera su ejecución en los altos de una cárcel, vigilado por la soldadesca. Nada de más sangriento que lo que le va a suceder. La escena es de tragedia antigua, por la cualidad abismal y lo primitivo —terrible y térreo— de aquel momento en que la milicia subalterna cae de plano, antes que de pico, sobre Sarmiento prisionero. Sarmiento sabe que ahí, en esa plaza, va a caer fusilado por el piquete de doce cazadores, y que la muerte, sucia e ignominiosa como se prepara, va a ser allí el increíble epílogo de una vida pensada en términos tan diferentes a ese destino de asesinado por la barbarie en una plaza de provincia. ¿Habrá algo parecido, en su dramatismo esencial, al sentimiento de ese hombre, que ve acabar sus planes más elevados cayendo envuelto en su propia sangre entre el estiércol de los caballos enfurecidos y a manos de esos violentos que por la violencia de la acción misma temblaban más que la propia víctima? Pero ¿qué había hecho el joven Sarmiento en instantes así? ¿Pedir clemencia? No. Dando un golpe de muñeca a la lanza que un ex cómico metido a militar le tira al pecho ferozmente, piensa sólo el Crucifige eum, se gobierna a sí mismo, se niega a soltar la baranda a que está aferrado, de pie, a fin de que vayan a matarlo allí; y en medio de la furia que se arrebata, el denuesto soez, la carcajada de la horda, compone ¿qué cosa?: la cara que va a tener cuando muerto, para que mediante la perpetuación del gesto que va a guardar en su expresión, algo de su propia historia potencial, yugulada y tronchada, perviva al fin digno y sin temor en el semblante concluido.
“¿Qué es mi vida, tan menor —piensa Mauricio aun en el Tronador—, al lado de todo eso?” Al lado de cosas así; al lado de cuanto él mismo había aprendido, pesado, meditado. Él es, a lo más, el tibio asesino de un corazón querido a quien no ha servido sino para sacrificarlo; el hombre que se ha ido para dejar su sitio a algo mejor y no seguir oprimiendo, reduciendo, insistiendo, asesinando. Pero ¿es que ha asesinado? He ahí, aún, aún, el secreto... Y lo que ignora es si sirve a la verdad o al engaño cuando se arroga —por quién sabe qué vanidad o qué orgullo— el mérito de la culpa. Pues es posible que él lo hubiera podido remediar, que gobernándose a sí mismo en su vida y en sus actos hubiera podido dar otro fruto, así como aquel hombre insigne se aprestaba a dejar después de la muerte la fisonomía que quería para su propia fisonomía...
Pero ¿para qué pensar ya eso? Está fuera de su casa, ahora; todo está decidido. Y sólo tiene adelante lo que la vida diga. Eso le da, esta noche, en el restaurant donde todavía está, esa especie de desmoralización, de descontento, de abatimiento, que no hubiera debido tener en el momento de adoptar una resolución como la que ha tomado.
El dolor interior lo lleva a rememorar todavía todo aquel pasado, los años anteriores a su casamiento. El tropel de muchachos por aquel tiempo desfilaba a toda hora por la casa de San Telmo. Teodora es entonces, entre los condiscípulos que allí van, la que naturalmente ejerce supremacía (sin proponérselo sin embargo, porque son su vivacidad inteligente y su risa lo que sobre todo aquel mundo de estudiantes a la vez violentos y tímidos da la pauta). Su inteligencia, rápida y voluble, aparece por momentos muy próxima, por momentos, lejana. Su risa enciende el optimismo común, así como su repentina seriedad lo embarga, lo apaga. Nadie iría a decir entonces el cambio profundo que la vida iba a operar en aquella vida. Estaban todos, en ese momento, un poco enamorados de ella, con la atracción que se siente a tal edad cuando se vive en grandes grupos sin misterio: una especie de entusiasmo que se consideraría extraviado, o deshonrado, si perdiera su vitalidad, su confianza. De modo que, hacia ella, cundía un apasionamiento en el que sobrevivían triunfantes la risa compartida, el ruido, la polémica, la diatriba y el buen humor sin descanso. Cuando no iban a la casa de la calle Balcarce, cargados de apuntes descuajeringados llegaban en grupo —siguiendo siempre un poco a Abel, a Carlos y a Teodora— a los cafetines de Alem, bajo la recova, o de 25 de Mayo, entre los negocios de antigüedades de marfil y plata. Traían todas aquellas perezas y todos aquellos arrestos contra partidos estudiantiles opuestos, exámenes mal convocados o profesores vitandos. El barato tabaco profanaba de pronto un rostro inocente, una boca angélica, en la que, por momentos, el grito descomponía aún más lo concertado por la naturaleza. Aquellos descontentos se sentaban y levantaban sin pausa, inquietos eternamente, victimarios de sillas inestables y manoseadas. Apuntaba la paciencia o la cólera de los mozos, a los que siempre confundía la anotación de consumiciones en medio del desorden de los que se quedaban y la ubicuidad de los que se iban, después de haber bebido cafés triples dejando los vasos a medio tomar y frías las tazas en las que apagaban las colillas, de puro no querer acceder al uso del plato o del cenicero.
Cuando Teodora y Abel cursaban el segundo año, una tarde fueron a visitar al doctor Aguilar en su casa de cuatro pisos. Les había dado audiencia para orientarlos en cierta bibliografía. Los hizo esperar un buen rato, en el hall, en la planta baja, junto a las bibliotecas casi monstruosas (que llegaban hasta el cielorraso) y los retratos dedicados. Los dos adolescentes circularon algunos instantes con sacro respeto por entre las reliquias y las ediciones de Stolls. Todo eso les daba una idea temerosa de Olimpo: los miles de tomos, las enciclopedias, la sabiduría, los certificados académicos en sus gruesos marcos negros-ébano, las medallas exhibidas en carne de terciopelo, los incunables, los cuadros donde se veían perspectivas, la mascarilla de Goethe colgada de la pared...
Lo vieron bajar al fin por la escalera que entre un caer de cortinas se escondía en la penumbra, al fondo de la biblioteca. El doctor era muy esbelto, de una gran belleza viril, con la cara lustrosamente afeitada, la cabeza de poco pelo (una cabeza parecida a la cabeza de Napoleón en Santa Elena, sólo que perteneciente a un hombre alto y más emaciada: ¿no se presentaba él acaso como cierto Napoleón de las ideas, como cierto Napoleón del idealismo?) y uno de aquellos sacos que señalaban —plegados al cuerpo que los definía, lejos de definir ellos al cuerpo— cierto arco en que los hombros anchos bajaban armoniosa y suavemente a la delicada cintura. Sus ademanes, sus modos, poseían también aquel aristocrático acento, que cultivaba, extendiéndolo a cada frase.
Los saludó en la biblioteca, junto a la mesa escritorio, y en el acto se puso a seducirlos con la atención y paciencia con que se hubiera comportado ante una asamblea. Dirigiéndose a una de las alas de la librería, eligió y trajo unos volúmenes viejos, ilustres. “Vean esto.” Eran ediciones soberbias de Hebbel y de Spinoza. Teodora y Abel respiraban como esos niños a quienes se muestra un juguete que van a mirar sin poder poseer. En el acto, el doctor empezó a hablarles de su tema predilecto: la filosofía del espíritu, la idea de conciencia como razón, el camino hacia la Idea absoluta, manteniéndolos sentados, uno a cada lado de la mesa escritorio, mientras él caminaba despacio, fumando, diseminando un olor ardiente a tabaco Virginia, y hablándoles con la entonación y las pausas del que en la soledad compone in mente un discurso.
Los muchachos retenían el aliento. Abel había inclinado su cuerpo hacia adelante, como si extendiera al máximo en un arco su capacidad de atender, de absorber; Teodora, que llevaba su vestido modesto, reclinaba, al revés, la cabeza, como si la hiciera reposar sobre la parte superior del respaldo de la silla tan alta. Atendían al oficio... Su embeleso cambiaba en oración.
—¿No les resultan incómodas esas sillas? —les preguntó el profesor.
Los estudiantes movieron negativamente las cabezas.
Aquella tarde, ante aquel par de muchachos, como luego se lo había dicho Abel a Mauricio, el doctor produjo una exposición sin igual. Era como si fuera, no ya el oficiante, sino, ahora, el actor de su propia teoría. Su tema era naturalmente el espíritu, una suerte de Espíritu con mayúscula, que se revistiera de la forma absoluta, observado desde el punto de vista de que el pensamiento lo es todo y no se encierra en nosotros, ni surge aislado e individual de nosotros, sino que, idéntico al movimiento de una fe, una causa o una idea no encarnada, nos trasciende, creando a su vez una trascendencia. De ese Espíritu con mayúscula hablaba el doctor Aguilar como de Dios o como de una Cosa inefable, que él, sin embargo, debido a un pacto o un privilegio, podía revelar acariciándola... Definía, de tal modo, el pensar, como un acto, el cual estuviera libre de toda contaminación objetiva o subjetiva: una especie de acción superior y voluntaria que a él le permitía extenderse en especulaciones perfectas. Recurría a la trama platónica y al episodio aristotélico para relatar aquella especie de historia, la historia del Espíritu activo, que volvía fascinante debido a su modo de exponerla o a su convicción verbal asombrosa. Teodora y Abel, sentados ahí a escucharlo, creían ver en efecto al Espíritu insertándose en aquel cuarto, instalándose como un nimbo sobre la especulación que escuchaban... Y como el dueño de casa tenía, de veras, encanto, aquella tarde, las dos horas que estuvieron allí, no las hubieran cambiado por nada.
Salieron de la casa de cuatro pisos transidos, como lo contarían mucho tiempo después, callados entre sí, salvo para comunicarse el efecto que la lección del maestro les había suscitado.
Costearon, para tomar la avenida, la columnata circular —que el margen de unos olmos bordeaba a su vez—, los paredones añejos del templo aislado, durmiente. Tomaron un ómnibus en la calle Las Heras, cruzaron, hablando vivazmente, parte de la ciudad, y después de hacer dos o tres cuadras a pie, llegaron a la casa de la calle Balcarce, cuyas dos ventanas gemelas, abiertas a una inverosímil altura, a ambos lados de la puerta colonial hablaban de otros tiempos y de otra ciudad.
El olor mismo —un extraño olor a humedad— del zaguán resonante, tenía algo de olor antiguo, como si fuera la esencia que ligaba aún a este momento con los momentos históricos en que la casa había sido construida. En armonía con el rito, mientras Teodora permanecía mirando una u otra cosa en el inmenso cuarto encalado (adonde llegaba desde adentro el olor a humedad), Abel fue directamente a la cocina, a fin de preparar el café, que después trajo con la cafetera de loza en una mano y los pocillos vacíos en la otra. Teodora se había reclinado en el sofá viejo con un libro escogido al azar, y cuando Abel entró con su carga, ella estaba riendo del párrafo hallado en el libro de viajes, donde se hablaba del cuero de yacaré como de la piel de zapa de los esotéricos. Pero se pusieron a comentar en el acto los aspectos más memorables de las premisas del doctor, desmembrándolas para analizarlas. Los dos seguían captados por el sortilegio de la teoría, según la cual el espíritu resultaba el espléndido origen, y a la vez el producto, de lo que se transforma y de lo que deviene, el punto de ignición —el trascendental estado de fulgor— entre lo humano y lo ideal. Eran muy jóvenes, y aquella concepción les parecía la sublimidad.
Pensaron aquella tarde que debían escribir una carta al maestro para expresarle de un modo solemne el efecto de sus enseñanzas. Estuvieron un buen rato, mientras apuraban el café, dando vueltas a los términos en que la carta podía ser escrita. Teodora era partidaria de una carta muy corta; Abel, de una carta muy larga. El muchacho no quería quedarse en las primeras evidencias; quería ir más allá, formular más preguntas. Ella era más decisiva, y le pareció bastante tener una teoría en que soñar. Pasadas las seis llegaron a la conclusión de que la carta habría resultado de todos modos ingenua —y en gran medida inadecuada— frente a aquel nivel de pensamiento del que debían ser testigos atentos antes que comentadores importunos.
Teodora, aquella vez, se fue cuando anochecía —era una noche de gran frío, pronta a transformarse en lluviosa—, y Abel se dirigió a los estantes de su dormitorio para buscar La fenomenología del espíritu. Nunca se había sentido más feliz.
Por tal época, Mauricio concluía sus estudios de historia mucho menos asistido de guías. ¡De qué manera modesta —piensa aún esta noche— circuló sin ayuda por todos aquellos anales! No sabía por entonces si era su limitación o su mérito preferir a todas las crónicas la historia nacional. Comparada con los elementos macizos del enorme territorio de los siglos en la historia universal y en su meditación contrastante, la parte elegida resultaba pequeña; pero él, Mauricio, estaba destinado a las empresas más próximas de la dimensión de su alma.
Se había puesto, en aquella época, a evocar, al tiempo que las estudiaba, semejantes etapas, cuyo transcurso no comprendía más que apenas ciento cincuenta años, pero cuya concentración emotiva tanto lo distraía y encantaba. Se veía, Mauricio, incluso inepto para elegir entre todos esos períodos. Los hallaba igualmente atrayentes, parecidamente intensos en la candorosa voluntad dirigida a constituir un país desde la nada (pues la nada era para Mauricio lo que antes no había sido su país). Emocionalmente, Mauricio negaba todo cuanto no fuera criollo profundo, todo lo extraño, aun aquello que en lo material hubieran producido de grande los hijos de esta nación inocente, nueva, preciosa, tan clara en su deseo de ser clara. La amaba pobre y auténtica. Esta nacionalidad, él habría querido cantarla, en vez de investigarla; exaltarla, en vez de reducirla. Pero reducirla a un hecho científico era su misión, y en eso, por entonces, había de graduarse. El estudiante mediano salió a ser el doctor mediano, más pensativo que discriminante. Por una especie de transfiguración, en el sitio donde por entonces debía haber visto el fondo de su vida, veía el fondo de la historia del país, el “sí” y el “no” de Mayo, la Independencia, sobre que esa historia se había levantado. Era como si tuviera a la espalda, como origen de su propia marcha, la marcha nacional, marcha criolla, que se iniciaba en aquellas mañanas del Cabildo, en las conversaciones de la jabonería de Vieytes, en el sentimiento de aquellos hombres seguros de lo que querían, aunque inciertos de cómo iban a obtenerlo y practicarlo. Veía a lo lejos, allá, en la historia, aquel fulgor —aquello a lo que él llamaba “el encendimiento”— que prendido a los días de Mayo había definido aquel sí y aquel no de los asambleístas, el espíritu futuro de una nación terminantemente sincera, que sobre dos palabras levanta un mundo, como sobre las dos alas del Nilo había surgido tantos siglos antes una civilización. Y Mauricio veía su propia adolescencia en la adolescencia de la nación, cuando ascendía de la nada a las jornadas de Tucumán (adonde había ido una vez él cuando estaba en segundo año para sólo ver en un solo día la pequeña casa histórica, amparada en su campana de cristal), y veía sus propios primeros dolores de soledad en la soledad dramática de la anarquía y en las noches del despotismo; y su primera salida personal a la vida adulta, en la salida del país mayor de edad a su organización y su encaminamiento, cuando Buenos Aires escapaba del capullo provinciano para levantarse en lo que era y establecer sobre su vasto, inmenso radio, la reserva, el misterio de su carácter misterioso, reservado. A Mauricio le parecía entonces que sentir al país era una forma de pensar mejor el destino individual, y a veces, al cabo de las lecturas febriles y finales de sus últimos exámenes universitarios, él había creído, en las calles, al salir del encierro de las lecturas a las sombras vesperales de San Telmo y caminar un poco por Defensa, haber trascendido las fronteras del tiempo actual y hallarse andando por la época que aquellos barrios representaban...
Cuando Mauricio abandonó en aquellos tiempos la casa de la calle Balcarce por su departamento de recién casado, llevaba viva en el alma la presencia de esas reminiscencias conjuntas, nociones y lecturas que asumían, para él, el poder de la vida misma. En aquel salón tan pequeño, abiertas las ventanas al cercano Retiro, conversó con su mujer de todos aquellos acontecimientos que, más que ocurridos antaño, tenían el valor de vivencias nuevas, igual que si hubieran sido experimentados por su deseo de sentirlos reales.
Tenía preferencias. Recordaba haber referido a Ada mil veces, como si se hubiera tratado de la historia de su propia familia, la epopeya de un hombre, un hombre ignorado, alma anónima, que en los días de la Reconquista, en aquel sector de Buenos Aires donde actualmente vivían, había concitado con la ayuda de algunas voluntades heroicas un ataque de flanco, en medio de la acción preparada a las órdenes de Liniers contra los ingleses ocupantes que entonces acampaban en el retiro, y había corrido con esos voluntarios “como una tea encendida”, semejantes todos ellos a una ofensiva de la Ilíada. Al relatarlo, él, Mauricio, a su vez, se encendía, sustituyendo su temple benigno por el ramalazo de la evocación, el soplo épico. Semejantes evocaciones le causaban felicidad, cierta felicidad infinita, porque era como si con sus manos, las manos de su mente interpretativa, estuviera modelando ante Ada la forma interior de aquellos sucesos fundamentales. Por ahí abajo, por la calle San Martín —continuaba narrando—, los invasores se habían retirado, mientras los vecinos, dueños de una voluntad temeraria, abrían brechas internas en las manzanas edificadas, para llegar desde el corazón mismo de las casas centrales a las azoteas dominantes. Y Ada lo seguía en aquel entonces como su único espectador, su único pobre auditorio, asombrándose y exaltándose alma adentro, no por el espectáculo relatado, sino por el espectáculo del entusiasmo de aquel hombre a quien quería.
Mauricio, después, en aquellos momentos, se sentía levemente nervioso, levemente turbado, como si hubiera estado queriendo sacar partido de hechos muertos para llenar su gran vacío personal de virtud. Entonces bajaba a su terreno propio, que era el terreno de la humildad. Tomaba su sombrero y salía con Ada por aquellas calles. Se aplicaba a escucharla, tímido y sonriente como en realidad era. Y por la calle Reconquista caminaba al lado de ella con la felicidad que le daba el no ser más que un eco —pero un eco profundo— de todas aquellas imágenes y todas aquellas acciones.
Ahora, al fin, esta noche, en el Tronador ya se levanta para irse. Ya es el protagonista de su propia historia. Pero no con nada heroico, no con nada capaz de enorgullecerlo o realzarlo. Sino con la conciencia pesada de haber tenido que renunciar, para no ser ya más un vector de infelicidad, a su paz, a su hogar y a aquella mujer a quien había amado, a quien amaba todavía.
Ahí afuera está la calle, y a ella va a salir tal como es: la imagen de la derrota, el convicto de su ineficacia. El mundo ha concluido. Hace frío. Es la noche y está solo. No ha podido siquiera contar a su hermano la circunstancia que vive. De pronto, para andar, uno recoge su vida como el caminante recoge su carga en la que lleva lo que le queda.
Pero al salir, ya en la calle, Mauricio se topa de manos a boca con Abel. Viene más nervioso de lo que se ha ido, alteradas las facciones por la zozobra. En la mano trae un pedazo de papel —una carta aparentemente—, del modo como se lleva algo que uno ha consultado y tiene que consultar todavía.
—¿No vino acá? —pregunta Abel, refiriéndose a Carlos, con la cara de frente a la luz que escapa del Tronador.
—No. Estará en el Bar Inglés.
—No. No está allí. No lo encuentro por ninguna parte.
—Vamos a los demás sitios.
Se encaminan, cruzando, hacia Tucumán.
—Leé esto —dice Abel a Mauricio, y le alarga la carta que lleva en la mano—. Ha sido tirado hace dos horas en casa por debajo de la puerta.
Mauricio recorre esa letra que conoce tanto. Esos rasgos grandes y largos, elegantes, precipitados.
“Te dije que la hora llegaría” —lee— “y la hora ha llegado. Lo hago hoy, o nunca. Por fin: ¡un acto! Una tarea, una empresa, un objeto, después de la vida entera sin objeto. Pero basta... ¡Abajo la mentira! ¡Abajo la ilegitimidad! ¡Abajo la adulteración! ¡Al infinito por el absoluto! ¡Hasta siempre o hasta nunca! Perdón. ¡Y un abrazo!” Después seguía la firma de Carlos.
Mauricio baja el papel con estupor.
—¡Qué locura! ¿Qué quiere decir?
—Lo que pensó siempre. Siempre estuvo pensando eso, ese “acto”. Y es peligrosísimo. Tengo miedo de que ya sea tarde.
—Pero, ¿qué quiere decir? ¿Qué puede hacer?
—Matar.
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