La aventura de Mr. Jaiva (1928)
Originalmente publicado en El Diario Ilustrado
[Santiago de Chile] (12 de agosto de 1928);
El delincuente
(Santiago de Chile: Zig-Zag, 1948, 215 págs.), págs. 91-108.
Cuando Mr. Jaiva apareció a la entrada de la pista, un sordo murmullo se levantó de las galerías y plateas, pasó rozándolo como una enorme y pesada ola, y después, ascendiendo, pareció hinchar la lona de la carpa.
Mr. Jaiva, atemorizado, se detuvo.
Hacía su debut esa noche y estaba anunciado como número de gran atracción: “Mr. Jaiva, parodista, imitador, monologuista. Gran éxito en los mejores casinos de Sudamérica Eso era lo que decían los programas y cartelones, pero la verdad era distinta. Raúl Seguel no había sido jamás artista de circo o de varieté. Había iniciado su carrera artística en Santiago como galán cómico de un cuadro de obreros aficionados y cuando se creyó con desplante escénico, fogueado ante el público, abandonó un empleo que tenía en Gath y Chaves y se incorporó, en calidad de galán dramático y cómico, a una compañía nacional que hacia una gira al sur.
La gira fue desastrosa. Raúl Seguel volvió con la misma ropa con que fue y con veinte pesos en el bolsillo. Además, durante la gira, descendió de categoría. Su poco interesante figura, su voz sin tono y sin gracia, su manera poco elegante de caminar en escena y su escaso equipaje, no eran cualidades suficientes para desempeñar un puesto tan importante como es el de galán joven, cómico y dramático a la vez.
Al final de la gira no le daban ya sino aquellos papeles en que no tenía que hablar más de cuatro o cinco palabras cada vez que salía a escena:
—La señora no ha vuelto.
—La sopa está en la mesa.
—Una carta para el señor.
De vuelta de la gira, disuelta la compañía en Santiago, Raúl Seguel se encontró sin contrata y con una cantidad de dinero que le alcanzaba justamente para pagar cinco días por una pieza sin comida. Por lo menos, tenía dónde dormir durante ese tiempo. Pero después de aquellos cinco días…
El teatro hízole perder la costumbre del trabajo constante, como empleado o como obrero, y estaba convencido de que sería incapaz de servir algún puesto que le exigiera levantarse temprano.
Además, tenía la ilusión del teatro. Lo que le faltaba eran — cualidades. Pero Raúl Seguel no se dio nunca cuenta de ello. Tres días ambuló por Santiago casi sin comer, en busca de alguna noticia, de alguna oportunidad, pero nada. No se levantaba un telón en Santiago. Al cuarto día se encontró con un amigo de sus tiempos de aficionado, que trabajaba ahora como prestigitador y malabarista en un circo de la calle Mapocho.
Raúl Seguel le contó la angustiosa situación por que atravesaba y el amigo lo escuchó, callado, como quien espera un golpe que vendrá de sorpresa. Pero Raúl Seguel no le pidió dinero. En vista de esto, el amigo le aconsejó:
—Dedícate al circo.
Raúl creyó que su amigo se volvía loco.
—¿Y qué voy a hacer yo en el circo?
—Cualquier cosa. Puedes hacer un tony elegante, fino, de salón que se llama.
—Pero, hombre, ¿te das cuenta de lo que dices?
—Pero ¿qué tiene? El tony Chalupa empezó como galán cómico de compañías nacionales. ¿Por qué no puedes hacer tú lo mismo? ¿Sabes en qué trabajaba antes el tony Calzoncitos, gran éxito en mi circo? Era suplementero. Hoy día gana la plata que quiere. Sin money no hay tony…
—No, no podría, francamente…
—De parodista, entonces. ¿No sabes algunos monólogos, parodias, imitaciones? Eso gusta mucho.
—Sí, pero son cosas muy viejas, muy conocidas.
—No hay nada más viejo y conocido que lo que yo hago en el circo, y, sin embargo, la gente se queda así, con la boca abierta. ¿Qué sabes hacer?
—Sé hacer las imitaciones de los cojos, parodias de los bailes y dos monólogos cómicos.
—¡Muy bien! Son tres números. Mira, anda esta noche al circo, te presento a Constantino, el patrón, y todo queda arreglado. Ni él ni el público del circo son exigentes. Además, cuando la cosa va mal, sale el tony y lo arregla todo. Pagan veinte pesos por noche.
* * *
Raúl Seguel lo pensó y se decidió. Entre dos riesgos: el de morirse de hambre en la calle o el de que lo silbaran y le arrojaran una silla por la cabeza, prefirió el último, que por lo menos tenía remedio. Habló con el patrón del circo, un griego, hombre de fuerza, hércules circense en otra época, formidable de grasa y de músculos, y todo quedó arreglado. Debutaría al día siguiente.
—¿Qué nombre va a usar?
Raúl ya lo había pensado y contestó:
—Mr. Jaiva.
—Muy bien.
El griego hizo pintar grandes cartelones anunciando el debut del nuevo artista, procedente de los mejores casinos de Sudamérica: Mr: Jaiva.
* * *
Y allí estaba Mr. Jaiva, en la entrada de la pista, atemorizado, sintiendo en su rostro el aliento del público que llenaba las galerías y las plateas. Tenía la impresión de que sus músculos y sus nervios se le iban a aflojar de repente, abandonándolo, dejándolo caer como un atado de ropa.
El circo estaba lleno. El anuncio de un debut que vendría a renovar un programa ya demasiado repetido, había llevado, mucha gente. Y no era de la más fina. La flor y nata de la palomilla de las orillas del río estaba apretada en galería, como una bandada de gansos, presta a graznar en cuanto hubiera motivo y ocasión. Suplementeros, lustradores, revendedores de frutas con sus delantales sucios y sus gorras inverosímiles; chiquillos limosneros, acarreadores de la Vega y de la Estación, vendedores de pequenes y de tortillas, rateros, toda una colonia mugrienta y alborozada, con la boca abierta, que había pagado sesenta centavos por la entrada y que quería divertirse como si hubiera pagado diez pesos. Además, choferes, obreros con sus familias, tres o cuatro borrachos y algunos guardianes francos.
En las plateas y en los palcos recubiertos con fundas de cretona barata, se veían veguinos, carniceros, dueños de restaurantes del Mercado, individuos gordos, colorados, con chaquetas cortas y enormes cadenas de oro que rutilaban sobre el chaleco.
Raúl Seguel se había vestido de un modo excéntrico, procurando ridiculizar una figura de extranjero. Llevaba puesto un tongo, su tongo de galán cómico; pintados efe rojo los pómulos y la nariz; una pequeña barba rubia. Luego, un chaqué, su chaqué de galán dramático; debajo del chaleco y de la parte alta del pantalón hablase puesto un relleno para simular una enorme barriga. Una gran flor en el ojal del chaqué, las polainas marrones, un altísimo cuello de guillotina y un fenomenal bastón que el malabarista le había conseguido entre sus compañeros, completaban la indumentaria de Mr. Jaiva, que tanto podía ser la de un inglés, como la de un alemán o un ruso.
Raúl Seguel no creyó nunca que el circo le produciría una impresión tan fuerte. Estaba allí, parado, observado por cientos de ojos curiosos, que lo miraban desde todas partes, por delante, por los costados, por detrás, a su sabor. La luz fuerte de las pantallas y barandales lo cegaba y hubo un momento en que sus ojos deslumbrados no vieron sino una cara enorme, con unos ojos pavorosos y una boca monstruosa, que sólo esperaba sus palabras para congestionarse de risa. Los artistas que habían ya hecho sus números, parados a la entrada de la pista, vestidos con sus uniformes azules, lo miraban también, un poco extrañados por su silencios De pronto, la voz de su amigo el malabarista lo sacó de su entorpecimiento:
—¡Vamos! ¿Qué haces? El griego te está mirando.
¡El griego! Raúl Seguel lo buscó con la mirada. Allí estaba en el pasadizo de la platea, con su alta estatura, su vientre y su pescuezo formidable, observándolo nerviosamente. ¿Por qué no empezaría a hablar ese imbécil? Le hizo un gesto con la cara, como diciéndole:
—¿Qué esperas, bruto? ¡Habla!
En ese momento una voz fina de muchacho se deslizó por el aire como una serpentina:
—¡Habla, pues, patilludo!
Risas aisladas chasquearon aquí y allá.
Entonces Mr. Jaiva se adelantó, hizo un esfuerzo y dijo, procurando dar a su voz un tono exótico:
—Respetable público… Mi ser un artista extranjera qui viene in Chile para hacer jugarretas y payasadas…
Volvieron a chasquear, disparejas, algunas risas.
—Y yo quiera hacer ante ustedes algunas parodias e imitaciones mocho graciosas… ¡Ja, ja, ja!
Rió con una risa hueca, desconcertante. Las risas volvieron a brotar displicentes, aisladas unas de otras.
—Voy a hacer una imitación del origen de los bales…, vamos a ver.
Esa fue su perdición: empezar su trabajo con un número tan hecho ya en circos, biógrafos y teatros y tan conocido por los aficionados a los espectáculos de varieté. El público juzgó que era demasiado bombo y mucha espera para tan poca novedad y manifestó su desagrado silbando y gritando:
—¡Ya llegaste!
—¡Córtate la patilla!
—¿Dónde aprendiste esa novedad?
Una voz de borracho dominó:
—Mejor que reces el Padre Nuestro!
Una tempestad de risas azotó la carpa. Mr. Jaiva esperó que amainara y continuó su número, procurando hacerlo lo mejor posible. Pero su voz, esa voz fría, blanca, sin gracia, resbalaba por la indiferencia del público sin lograr penetrarla, y resonaba en el circo como dentro de una cripta.
Cuando terminó su primer número, nadie aplaudió. La gente de palco y de platea oíalo como quien oye llover, y en cuanto a la galería, la temible galería, habíalo olvidado: no le oía ni lo miraba. Hablaban los chiquillos y los hombres, gritándose de un banco a otro, comiendo pequenes y tirándose con cáscaras de naranja. Los vendedores gritaban:
—¡Va a tomar la bilz y la aloja!
—¡A chaucha los sángüiches! ¿Quién me —dijo un sángüiche? Mr. Jaiva empezó a transpirar. ¿Para qué se habría metido en aquella aventura? Miró hacia donde estaba el griego, en busca de un movimiento o de un gesto que lo animara, pero el hércules retirado mostraba una cara seria, amenazante casi. Los demás artistas lo miraban fríamente y el malabarista había desaparecido. Se encontraba-solo.
Estaba solo en medio de la pista, rodeado de salvajes que gritaban y pateaban, indiferentes a su angustia, no queriendo sino divertirse, aunque fuera a costa de él., Casi sintió ganas de llorar, pero se rehizo. Era necesario que terminara sus números de cualquier modo.
Alzó la voz y dijo:
—Ahora, señores…
Pero apenas dijo estas palabras, la tormenta estalló violentamente.
—¿Todavía estás ahí?
—¿No te habías ido?
—¡Echen para afuera a ese guatón!
La voz del borracho volvió a dominar:
—¡Reza el Ave María ahora!
Se hinchó la risa como una gran vela y chasqueé en el aire. Mr. Jaiya esperé que pasara y continué de nuevo, más firmemente:
—Ahora, respetable público…
Se propuso dominar al público aunque tuviera que hablar a gritos. Después de su segunda frase los silbidos y las voces amenguaron y ya creía poder hablar a gusto, cuando oyó a su lado una voz igual a la suya, idéntica, con el mismo acento extranjero, que repetía sus palabras:
—Ahora, respetable público.
Una carcajada inmensa brotó desde todos los rincones del circo. Gritos, silbidos, exclamaciones se unieron a la risa, agrandándola como una ola. Raúl Seguel sólo vio una gran boca, con los dientes y las muelas cariadas, arrojando la risa a empujones, fatigosamente. Rostros desfigurados, caras rojas, abdómenes que saltaban elásticamente, ojos húmedos de alegría, llorando de risa. Parecía una pesadilla.
Se dio vuelta. A su lado, con la gran cara pintarrajeada y su curioso traje de excéntrico, mirándolo sonriente, estaba el tony Calzoncitos, el alma del circo de las orillas del río.
El tony repitió, inclinándose ante él:
—Ahora, respetable público.
La risa volvió a estallar. Raúl Seguel, entonces, respiró. Seguramente, la intervención del tony suavizaría la actitud del público hacia él. Esperó que cesara un poco el ruido y repitió por tercera vez:
—Ahora, respetable público, vamos a hacer…
El tony repitió como un eco:
—Ahora, respetable público, vamos a hacer…
Y cambiando repentinamente de voz, le preguntó a Mr. Jaiva con un tono infantil, lleno de malicia y de gracia:
—Oye, ñato, ¿qué vamos a hacer?
Esa voz, que era la que usaba siempre al trabajar, tenía un efecto cómico estupendo. Hablaba como un chiquillo del pueblo, dándoles a las palabras un tono popular. Bastaba que el público oyera esa voz para que la risa reventara por todas partes.
—¿Qué vamos a hacer? —insistió el tony.
—Vamos a hacer las imitaciones de los cojos.
—Vamos a hacer las imitaciones de los cojos repitió el tony Calzoncitos.
Aquel diablo pintarrajeado, salido desde el fondo de los conventillos del barrio Independencia, desenvuelto, desfachatado, dueño del público, tenía, entre otras excelentes cualidades cómicas, la facilidad de imitar maravillosamente la voz y los movimientos de cualquier persona. Cuando estaba sin ganas de trabajar, salía a la pista a imitar a sus compañeros de trabajo. Imitaba sus voces, sus movimientos, sus actitudes en el número que hacían sus saludos, todo. No le costaba esfuerzo alguno y obtenía, en cambio, un gran éxito. Divertía a la gente a costa de los demás artistas.
Aquella noche le había dado por explotar esa vena de su gracia, y el público, que ya lo conocía, se preparó a pasar el gran rato.
Y ya no hubo frase ni movimiento de Mr. Jaiva que no fuesen repetidos por el tony en medio de las explosiones de risa del público. La gente callaba cuando Mr. Jaiva empezaba a hablar, lo dejaba hacer su imitación de un cojo y esperaba con los dientes apretados y los músculos del rostro contraídos para no soltar la risas que el tony imitara al imitador.. Apenas el tony terminaba su parodia, la enorme boca se abría lanzando chorros de risa.
Y, poco a poco, aquello fue perdiendo su carácter de circo y se convirtió en un infierno que mugía, balaba, hipaba, se quejaba de risa. Los hombres se apretaban el abdomen, dolorido por el esfuerzo que hacían al reírse; los chiquillos, menos resistentes, se reían con gritos agudos de dolor. Y en los palcos, los caballeros ventrudos, roja la faz hacían un ruido de válvulas al dejar escapar sus carcajadas.
Todo el mundo gozaba allí. El único triste era Mr. Jaiva. Lo que al principio creyó que era su salvación, se transformó en su martirio. Aquel tony, ¿no se iría nunca de allí? ¿No se moriría? ¿Por qué no se hundirla la carpa, aplastando esa indiada que chivateaba de aquel modo? Estaba cansado; aquello no terminaría nunca. Tenía deseos de sentarse en el suelo a descansar, a llorar, a dormir. Sudaba, fatigado, como si hubiera mantenido una lucha con cinco hombres borrachos.
¡Pobre Mr. Jaiva! El malabarista no le enseñó el modo de deshacerse del tony. Nadie estaba libre de sus bromas, pero todos sabían la manera de librarse de él cuando les estorbaba demasiado: le daban un puntapié o una bofetada, y el tony, que no tenía mala intención al hacer sus imitaciones, huía lanzando gritos infantiles de dolor.
¡Si Mr. Jaiva hubiera sabido eso!
En un momento en que el público se reía, Raúl Seguel se acercó al tony y le dijo, con los dientes apretados de furor.
—¡Déjame trabajar, por favor!
Su cansancio y su tristeza se iban convirtiendo en ira.
El público, que vio el movimiento, comprendió que el parodista hablaba al tony, y se calló, esperando la respuesta del interpelado. Aquel salvaje contestó con su voz infantil:
—¡Ah! ¿Que lo deje trabajar por favor?
Y ya no se oyó más. Entonces el director de pista intervino. Tomó de un brazo al tony y le dijo, llevándolo aparte:
—Venga para acá, Calzoncitos. Tengo que contarle una cosa.
—¡Ah! ¿Usted me va a contar una cosa? Pero yo quería ver trabajar a ese caballero. Dice que va a trabajar por favor. ¿Usted no sabe qué es lo que va a hacer?
—Sí, va a hacer unas imitaciones. Es un artista muy inteligente.
—¿Es muy inteligente? ¿Y cómo dice que trabaja por favor?
El tony fue sacado de la pista y Mr. Jaiva volvió a quedar solo. Quiso apurarse para terminar de una vez su número, pero estaba escrito que no lo terminaría. Su martirio no concluía: empezaba.
Un espectador de palco había sido atacado por una risa nerviosa, incontenible, que lo hacía gritar agudamente. Era el que más celebraba las gracias del tony, y la voz y el ademán de éste imitando a Mr. Jaiva habían quedado en su retina y en su oído, vibrando interminablemente.
Bastó que Mr. Jaiva moviera un brazo y pronunciara una frase, para que el espectador lanzase una carcajada que se propagó por el circo como una corriente eléctrica. Al oír y ver a Raúl Seguel, el hombre, inconscientemente, recordaba al tony, y su risa chillona, en la que predominaba la i, perforaba el espacio como una flecha, contagiando a todos; y hubo un momento, un largo momento, cuatro o cinco minutos, en que Mr. Jaiva, parado en medio del circo y reducido al silencio, tuvo que esperar que pasara la racha de carcajadas.
Cuando pasó, volvió a hablar y el fenómeno se repitió nuevamente.
Entonces sintió que su mano se crispaba sobre el puño de su tremendo bastón. La ira lo recorrió de arriba abajo como un escalofrío. Buscó rápidamente con los ojos al griego Constantino y no lo encontró por ningún lado; había desaparecido. Avanzó hacia el espectador, y el público: presintiendo algo, calló repentinamente. En medio de un gran silencio, Mr. Jaiva gritó, más que habló:
—¡De qué te ríes, idiota!
El hombre, sorprendido en mitad de su regocijo por aquella frase dura, se levantó extrañado. Había olvidado que detrás de aquella figura ridícula, detrás de aquella pintura, detrás de ese monigote de circo, respiraba un hombre como él. Preguntó:
—¿Qué dice?
—¡Te pregunto de qué te ríes, idiota! —volvió a gritar Mr. Jaiva.
El hombre, que era alto y vigoroso, ofendido por aquella frase, estiró un brazo para coger a Mr. Jaiva, pero éste retrocedió, levantó el bastón y lo dejó caer sobre la cabeza del espectador, que, a su vez, cayó sobre su compañero de palco.
El circo reventó en un solo grito y en un solo silbido y Raúl Seguel tuvo miedo. Arrojó el bastón y huyó hacia adentro.
La banda, para calmar al público, empezó a. tocar, aumentando el bullicio.
* * *
Dos minutos después, Raúl Seguel, que se había escondido entre unos cajones, oyó que su amigo el malabarista lo llamaba.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—¿Estás aquí? Vete pronto: el griego Constantino te anda buscando para pegarte.
¡Era lo único que faltaba! Tomó sus ropas y sus pinturas, que el malabarista recogiera de su camarín.
—¿Por dónde salgo?
—Por aquí.
Arrimaron un cajón a la pared que daba a la calle y Mr. Jaiva subió a él, encaramándose después a lo alto de la muralla. Antes de saltar hacia el otro lado, rogó:
—Oye, préstame unos pesos…
—Toma, ahí tienes diez pesos. Andate y no vuelvas más por aquí.
En el momento en que se dejaba caer, oyó que el hércules griego gritaba:
—¿Dónde está Mr. Jaiva? ¡Quiero hablar con él!
Así, vestido de mamarracho excéntrico, atravesé Corriendo la ancha calle, con su atado de ropas y pinturas bajo el brazo, hasta llegar a la orilla del río. Desde allí sintió claramente el griterío y la silbatina que continuaban aún en el circo. Se dio vuelta y miré. La carpa alta, blanca, iluminada por dentro, resplandecía en medio de la noche de invierno como una gran medusa fosforescente. Sus tres hileras de bombillas multicolores oscilaban con suavidad.
Hizo una mueca de asco y echó a andar. Estaba cansado, la cara le ardía con la pintura, el mástic y el sudor, —y la ira le hervía aún en la reseca garganta.
De pronto se acordó de que aún llevaba barba y estaba pintado. Se arrancó el postizo de un manotazo y lo tiró al río, obscuro y crecido, que corría mugiendo en la noche, arrastrando grandes piedras.
Después arrojó el frasco de mástic, las barras de pintura, el tongo, todos sus modestos útiles de trabajo, inocentes de culpa alguna. Cuando arrojó por sobre la pequeña muralla del río su último útil de teatro, una gran pena lo doblegó. Le pareció que se había desprendido de aquello que para él constituyera durante tanto tiempo su esperanza y su alegría: el teatro.
¿Qué le quedaba ahora? Diez pesos en el bolsillo y la mortificación de un fracaso amargo y obscuro. ¿Qué haría? Estuvo un largo rato pensando afirmado en la barandilla del río mirando correr el agua turbia.
“¿Qué haré?”, se preguntó nuevamente. Y como no hallara qué responderse, y como no tuviera ya nada más que arrojar al río, tomó un tranvía que pasaba y se fue a dormir.
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