Manuel Rojas
(Buenos Aires, 1896 - Santiago, 1973)


Un espíritu inquieto (1925)
Originalmente publicado en la revista Caras y caretas [Buenos Aires]
Año XXVII, Núm. 1393 (11 de junio de 1925);
Hombres del sur: cuentos
(Santiago de Chile: Zig-Zag, 1926, 219 págs.), págs. 45-77.



El hombre nacido de mujer, corto de días y harto
de sinsabores; que sale como una flor y es cortado,
y huye como la sombra y no permanece.

                                      Job.


      Aquella mañana Pablo González estrenaba un magnífico sobretodo azul. A las ocho de la mañana, después de colocárselo encima de su traje claro de días de fiesta, salió. Un día hermoso y azul, como su sobretodo, lo recibió en la calle. Encendió un cigarrillo y echó a andar hacia la Avenida Mayo. Hacía un poco de frío, y un vientrecillo que subía del puerto se llevaba las bocanadas de humo hacia la cúpula del Congreso.
       Iba casi alegre. Atmósfera brillante, cielo azul y claro de fines de otoño, sobretodo nuevo, veintiocho años. ¿Qué más podía desea un hombre para ser feliz? ¿Una mujer? Ya vendrá. Siempre que estrenaba una prenda de vestir, su oscura juventud se iluminaba con la esperanza de un amor grande y fuerte. El hombre vive de grandes esperanzas y de pequeños recuerdos. Todas las mañanas, cuando el despertador lo llamaba con su gritito estúpido, se sentaba en la cama y preguntábase: “¿Qué espero hoy?”
       Cuando no esperaba nada, cuando después de un momento de reflexión se daba cuando de que nada ni nadie vendría a traerle una causa o un motivo que justificara en aquel día su razón de vivir —una carta, un libro o una cita—, sentíase amargado, y la neurastenia, adquirida en seis años de estúpida vida de oficinista, bajaba de su buhardilla misteriosa hacia sus nervios destemplados.
       Pero hoy era distinto. Cuando se posee un sobretodo nuevo, la esperanza se anima y hay derecho para esperar muchas cosas.
       Vagaba de una acera a otra, acechando el paso menudito de las mujeres. Les decía requiebros, ofrecíase para acompañarlas, las invitaba a tomar café, les ofrecía flores; pero ellas pasaban silenciosas, arrebujadas en sus pieles o abrigos, haciendo sonar sus altos tacones sobre las veredas. Algunas le sonreían, pero ninguna le miro invitándolo a seguirla. Era la hora de entrar a la oficina o al taller y no tenían tiempo… ¡Lástima! ¡Tan buen mozo, recién afeitado, con aquel sombrero negro que daba a su rostro de criollo un encanto melancólico de enamorado, y con ese sobretodo azul, por debajo del cual la raya esplendorosa del pantalón se deslizaba vertiginosamente hacia el zapato de anca de potro! hasta se daba vuelta a mirarle. Pero, francamente, no tenía tiempo…
       Aquella aparente indiferencia y aquel resultado negativo de sus invitaciones concluyeron por cansarlo. No se dio cuenta de que la hora era inoportuna. Sólo pensaba en que tenía un sobretodo nuevo y que las mujeres casi tenían la obligación de corresponder a sus galanterías y ofrecimiento. Termino por aburrirse, y apartándose poco a poco de ellas, empezó a pensar en sí mismo.
       No tenía qué hacer, pues estaba sin empleo; pero esto no le preocupaba. Tenía ahorros para vivir con cierta holgura mientras duraba su cesantía. No tenía familia que le recordaba necesidades. Su único pariente, una tía vieja que residía en Córdova, no necesitaba de él. Y esto lo alegraba. El hombre que está solo es el más fuerte. Por lo demás, era provisor. Meses antes había pagado a la empresa del horno incinerador de cadáveres su derecho a ser carbonizado. Cuando muriera, recogerían su cadáver, lo meterían en el horno y… ¡ceniza!, como la del cigarrillo que tiró en la esquina de avenida de Mayo y Perú. Le mandarían a la tía el recuerdo ceniciento del sobrino, y se acabó.
       La idea de la muerte lo sobrecogió como un grito durante el sueño; pero fue un sobresalto que pasó rápidamente, hundiéndolo más en su abismo reflexivo.
       Pasó ante las vitrinas, sin mirarse ya en los grandes vidrios —que día a día recogen la visión física de la vida de la ciudad—, filosofando. Ya la neurastenia había abierto la puerta de su desván oscuro ahuyentado con su sonrisa agria la pequeña alegría que le causara su sobretodo nuevo. Siempre le pasaba lo mismo. Todos los pensamientos sobre su vida, insensiblemente, como por una curva suave y sin sentido, tomaba el camino de la muerte.
       ¡La muerte! a fuerza de pensar en ella, Pablo González había entristecido su alma y hecho de su vida un amargo grumo de hiel.
       Era escéptico y contradicto en la materia. Sus ideas sobre la muerte y la inmortalidad del alma no eran definitivas. ¿Era la muerte un fenómeno físico puro? ¿Las fuerzas espirituales terminaban en el punto donde fenecían las materiales? ¿Era el alma solamente la facultad de pensar, facultad que se destruía cuando el órgano generador de ella perecía, o tenía otra manifestación posterior? No podía afirmarlo ni negarlo. Había leído bastante sobre el particular. Y sonreía, recordando a Platón, en la Apología de Sócrates, la parte aquella en que éste último filósofo, desplegando toda la profunda agilidad de su cerebro prodigioso, intentaba probar la inmortalidad del alma. ¿Cómo probar —decíase— con palabras de hombre nacido de mujer la existencia de algo que necesariamente estaría fuera de los cinco sentidos humanos? Había terminado su lectura con un gran desaliento. Tampoco los materialistas habían llamado con su barro panteísta el enorme vacío de su doble incredulidad. Los filósofos espiritualistas y los biólogos andaban a puñetazos dentro de su cansado cerebro de empleado de banco metido a pensador. Sócrates, Maeterlinck, Bergson, Le Dantec, Moleschot… Solamente habían agregado ciencia a su dolor, y sus pensamientos caían como por un precipicio, arañando estas dos paredes opuestas.
       A veces pensaba como aquel dijo:
       “Los hombres, al alimentar sus almas con viejas creencias —que son cual racimos secos—, han concluido por hacer sus vidas tan agrias como racimos verdes”.
       Pero…
       Y así, por entre el zumbar de la gran arteria céntrica, Pablo González marchaba con su andar firme en su cuerpo, vacilante en su espíritu, pensando en la muerte, esforzándose en encontrar una salida en un círculo perfecto y por descubrir claridades diáfanas en un callejón oscura, donde el único farol visible —rojo, como de casa de diversión en una calle de la Boca— alumbraba el rincón de la Locura.
       El sobretodo azul, tan hermosos momentos antes, colgaba ahora de sus hombros como de una percha en un hall de casa de pensión pobre, sin gracia, aburrido de vestir a un hombre que pensaba en problemas tan abstrusos.
       De pronto sintió un inmenso griterío. Tuvo la intuición de que él era el eje magnético de un acontecimiento inminente y, volviendo a la realidad, levantó la cansada cabeza. Se encontraba en el centro de la calle, entre la acera de la Avenida y la de la Plaza de Mayo. En ese momento, un reloj público dejaba caer diez campanadas desde su alta torre. Vio al frente los viejos pilares de la Recova, a su costado derecho el corredor de la casa del Cabildo y a su izquierda el frente de la Casa Rosada. En un quinto de segundo sus ojos mortales recogieron la imagen de este trozo de la ciudad y se agrandaron hasta desorbitarse cuando Pablo González vio, a cuatro metros de su cuerpo, un enorme automóvil gris, loca la rueda de la dirección, sin control, venírsele encima a una velocidad que a él le pareció de un millón de metros por segundo. Detrás de él paraba en ese instante un tranvía. ¿Para dónde huir? ¿Y cómo huir de un monstruo que no se sabe hacia qué lado torcerá su carrera? Los biólogos y los filósofos, en sus libros, no daban ninguna indicación para ese caso imprevisto, y a su vista no había ninguno de esos cartelitos en que la policía indica los mejores métodos de atravesar una calle y que tan útiles son para las personas no atropelladas.
       Pablo González oyó que aumentaba el vocerío, y el horror le corrió por el cuerpo como un escalofrío. Se quedó como una rana en las jaulas de las serpientes del Zoológico. Un aire caliente, oloroso a bencina y a aceite, le llegó al rostro, y tuvo la impresión de que un viento fuerte lo elevaba a gran altura. se sintió un espantoso chocar de fierros, detonaciones de aceros que se rompen, de vidrios que se desmenuzan, goles sordos en cuerpos blandos, y él perdió el sentido de su personalidad. Pero fue sólo un instante, por que inmediatamente sintió como que le crecían alas en los pies y de un salto maravilloso, inverosímil —¡oh Aquiles!—, se plantó en la acera de la plaza.
       Se dio vuelta. El monstruo gris, volcado, destrozado, giraba aún sus ruedas y despedía un vapor caliente por entre sus intestinos rotos. El tranvía presentaba el aspecto de una persona que recibe un puntapié sorpresivamente, y los pasajeros, con los rostros descompuestos por el pavor, se tiraban de cabeza por las ventanilla. La gente se agrupaba alrededor del montón ardiente.
       Pablo González suspiró:
       “De buena me he librado”.
       Siguió andando. Se sentía ahora liviano, despejado, como si el susto hubiese obrado de válvula de escape a su opresión. ¡Qué salto había dado! En otra ocasión le habría parecido sobrenatural.
       Llegó hasta la salida de la última estación del subterráneo. En ese momento, un convoy que venía de Flores arrojo una ola de pasajeros hacia el exterior. Se detuvo a mirar. Entre las personas que subían la escala reconoció a una muchacha, con la que tiempo atrás había tenido un proyecto de pasión. La había perdido de vista durante un tiempo y la encontraba ahora, inesperadamente. ¡Qué ocasión, hoy que tenía sobretodo nuevo! Esperó, mirándola insistente mente y tosiendo para llamar la atención. La mujer miró hacia su lado, él la saludó con gesto risueño, pero ella no le contestó, y pasó, esbelta y apretada, dejando tras de sí un olor a flores. se quedó estupefacto, siguiéndola con una mirada llena de sorpresa. ¿Por qué no había respondido a su saludo? ¿Estaría enojada? Pero no había motivo para ello. Decidió alcanzarla, y cuando iba a lanzarse tras el rastro de aquel olor a flores, una mano se posó sobre su hombro, y una voz, que parecía venir desde el fondo de sus recuerdos de los dieciocho años, le dijo:
       —¿Cómo te va, Pablo González?…
       Se dio vuelta, molesto. ¿Quién diablo sería el que…? Pero retrocedió dando un grito de espanto. ¡Ahí, a tres pasos de él, alto, delgado, sonriendo, Alfredo Valenzuela, un amigo de su juventud, muero en sus propios brazos hacía diez años, lo saludaba!
       —¿Qué te pasa, querido? ¿Por qué te asustas? pablo González sintió que su cerebro se deslizaba en una espiral de locura.
       —¡Pero, cómo! ¡Alfredo Valenzuela! ¡No puede ser!
       —Pero ¿Por qué no puede ser?
       Pablo hizo un esfuerzo para recobrar el dominio de sus nervios; avanzó hacia el aparecido, le puso las mano sobre los hombros, le miro en los ojos, ojos sin pupilas, en cuyo fondo flotaba la sombra, y le preguntó:
       —Pero, tú, tú, ¿no estabas muerto?
       Alfredo acentuó su sonrisa:
       —Sí… pero ahora tú también lo estás.
       —¡Mentira!
       —Si estuvieras vivo no me verías y esa muchacha no habría pasado al lado tuyo sin saludarte.
       La espiral se acercaba a su vértice agudo.
       —¡Pero yo estoy loco o soñando!
       —No: no estás loco ni estás soñando: estas muerto. Y te lo voy a probar.
       Lo tomo de un brazo y lo arrastró tras él. Pablo se dejó llevar.
       —Mira.
       Estaban en el punto en que Pablo creyó librarse del automóvil. Miró y vio, entre el hacinamiento de aceros rotos y fierros doblados, a un joven de unos veintiocho años, vestido con traje claro y sobretodo azul. Tenía la cabeza destrozada, y sobre su pecho hundido descansaba la cabeza de una mujer rubia. Reconoció su sobretodo, reducido ahora a un guiñapo ensangrentado, y todas sus demás ropas de vestir. Se reconoció a sí mismo.
       Toda la angustia del mundo, la tristeza de la tierra y la soledad del mar cayeron sobre él como un martinete sobre un maní. Se sintió empequeñecer hasta lo infinito y cayó sentado, llorando sin lágrimas y con sollozos inmensos que nadie oía. Alfredo Valenzuela lo recogió y se lo llevó a través de la ciudad.
       Pablo González, conducido por su amigo, parecía una bolsa de trapos viejos colgando del brazo de un trapero.
       Así pasó de esta vida a la otra, en una mañana de principios de invierno, un hombre de vida solitaria y ánima triste.
       Anduvo así durante un largo rato, sin pensar, sin hablar, sin mirar, como corresponde a un muerto, sumido en una inconsciencia absoluta. Pero poco a poco fue reponiéndose. Se atrevió a mirar, es decir, a ver, y notó con sorpresa que nada le era desconocido. Caminaba por la calle Corrientes. A su lado pasaban mujeres, hombres, niños, perros y rostros de amigos vivos que no lo veían y rostros de amigos muertos que lo saludaban al pasar con una sonrisa de bienvenida. Parecían decirle:
       —¡Hola, Pablito!
       —¡Adiós, viejo!
       —¡Tanto gusto!
       —¿Tú también por aquí?
       Empezó a pensar. Lo que le pasaba era casi divertido. Había muerto para unos y nacido para otros. Y lo curioso era que él era él mismo, con su misma alma, idéntico sentido de las cosas e igual personalidad. ¿Qué había pasado entonces? La explicación le pareció sencilla: Pablo González, empleado cesante, había cambiado —por medio de un accidente callejero— su realidad material por otra inmaterial. Había dejado de ser persona para convertirse en otra cosa distinta. ¿Valía más lo que había dejado de ser o lo que empezaba a ser? esto le pareció lo esencial. Hizo un rápido balance de su vida extinta: ¿qué podía haber perdido con ella? Bienes materiales, no, puesto que había sido pobre; bienes espirituales, tampoco, ya que su vida había sido desolada y su alma fue triste hasta la muerte. ¿Qué pues? después de una concienzuda reflexión, Pablo González concluyó por convencerse de que lo único que podía lamentar, como pérdida sufrida en la mudanza, era su hermoso sobretodo azul. Pero, en cambio, ¡qué mundo infinito se abría ente sus ojos nacidos de nuevo, mundo seguramente lleno de sorpresas y de milagros, de paisajes y de emociones jamás sospechados!
       Terminó por tranquilizarse. Tiró del brazo a su amigo, y le dijo:
       —Óyeme. Comprendo algo de lo que ha pasado, pero no es suficiente, quiero saber, además lo que va a pasar. Te escucho.
       Alfredo Valenzuela entró en un café, se sentó, indicó a su amigo que hiciera otro tanto y mientras la orquesta típica atacaba un tango que se defendía malamente, dijo:
       —Es muy sencillo. Tú eras un cuerpo y un espíritu, es decir, un hombre. La muerte, que no es más que un fenómeno de separación de los cuerpos compuestos, ha desunido esos dos elementos; pero ninguno de ellos ha parecido, en el sentido exacto de la palabra. El primero sigue su curso de renovación y simplificación material: se disgrega, entrega sus substancias a la tierra, a las plantas, al agua. El segundo asciende por la escala de la purificación moral. Ambos, una vez separados, obedecen a leyes completamente diversas. Tú, como espíritu, no sabes ya nada de tu cuerpo, y tu cuerpo, como materia, no sabe ya nada del espíritu. Ambos existen, y lo único que ha desaparecido es el hombre como animal ciudadano… Este es el hecho, simplemente examinado.
       —Bien. ¿qué más?
       —Al principio, cuesta acostumbrarse a este nuevo estado. Generalmente, el hombre amolda el espíritu a su cuerpo y no el cuerpo a su espíritu. De este modo, y en la mayoría de los casos, el hombre, a no ser que sea bastante cultivado intelectual y moralmente, adquiere, mientras vive su vida dual, muchos hábitos y costumbres de los cuales hace participar a los dos elementos, cuya influencia persiste después de la desunión y de la que es difícil desprenderse. Así, por ejemplo: cuando yo comencé a vivir como espíritu puro, sentía, a las horas del almuerzo y de la comida, un irresistible deseo de ir al restaurante. ¿Por qué, si no había de comer? Pero es que el hábito persistía en mí como un mal olor en un cuarto cerrado. Y así en los demás, en el cansancio orgánico, en la sed, en el sueño, en el amor físico. El espíritu siente al principio todos esos reflejos inconscientes, como el amputado experimenta, dos o tres días después de la operación, el deseo de rascarse la pierna que el cirujano ha separado del cuerpo…
       —Sigue.
       —Y es un vagar y un caminar… Como su existencia no tiene una causa de resolución inmediata, y procede de un animal de costumbres, anda desorientado, vaga de un lado a otro y ambuala por los mismos sitios que frecuentaba el cuerpo dentro del cual ardía como una llama —clara o turbia— en una lámpara de barro. Hasta que poco a poco esas influencias se disipan, se libera el espíritu de esas groseras taras y empieza a vivir libremente, sin necesitar más que el aire y la luz para existir y poseyendo nada más que tres sentidos: la vista, el olfato y el oído, llevados a un máximun de perfección. Eso es todo.
       —Bien; pero eso es, podríamos decir, el estado exterior del espíritu. ¿Y el interior?
       —Aunque me parece que preguntas mucho y quieres saber todo demasiado pronto, te contestaré. El espíritu, al cobra su libertad individual, trae a esta vida el mismo estado de quietud o inquietud que poseía durante su cautividad. Si cuando eras hombre eras sano, normal, equilibrado, es decir, un ente que no pensaba y que vegetaba como cualquier poste de alumbrado público, o bien su espíritu sobre el mundo, continuarás igual. Pero si no fuiste ninguno de esos dos seres, si fuiste vacilante, desvelado, febril, continuarás lo mismo que allá, devorado por la angustia.
       —Lo mismo que allá…
       —Igual, con sólo una diferencia: generalmente, la angustia y la inquietud provienen de insatisfacciones morales o materiales. Aquí no padecerás eso, salvo que tus insatisfacciones sean superiores a lo que en la vida espiritual puede darse. Tienes toda la belleza del mundo a tu disposición. Ninguna puerta te será infranqueable ni ninguna muralla impenetrable. Verás y oirás todo lo que desees. Para ti la luz, el aire, son más puros que para hombre alguno. Puedes amar a todas las mujeres que quieras, espiritualmente. Vivirás aquí lo que anhelaste allá. Tal es la noción rudimentaria que puedo darte… Pero, querido Pablo, me pareces un espíritu inquieto en demasía, y eso te será fatal.
       Pablo González no contestó. Lo que al principio le pareció un canto nuevo, lleno de ritmos desconocidos, tomaba al final el mismo estribillo del anterior. Miraba las cosas desde un punto de vista distinto, pero todo lo veía igual, cuadrado o redondo. Y volvía a estar triste como antes, como cuando era hombre. Pensaba que casi no valía la pena haber muerto.
       Por la calle pasaba la vida, múltiple, inmensa. Sentía el zumbido de su marcha, la pulsación de sus anchas venas,, el aliento ardiente de su respiración, el hondo crepitar de su renovación incesante, su grito de hembra que se entregaba al llamado del amor. ¡Qué lejos estaba él de todo aquello que existía completamente! Quiso llorar, como cuando era un animal humano, con lágrimas gruesas y calientes, pero no pudo. ¡De dónde iba a sacar lágrimas si ya no tenía ojos!
       De pronto Alfredo se levantó exclamado:
       —Me llaman.
       Y salió hacia la calle. Pablo fue tras de él. Caminaron en silencio durante un largo rato, apresuradamente.
       —Si seguimos caminando así no llegaremos nunca —dijo Alfredo—. Atravesemos por aquí.
       Embistió a una pared y la atravesó, luego otra, otra, y así sucesivamente pasaron a través de casa de comercio y de habitación. Mientras marchaban, Pablo miraba. Vio en una pieza a una pareja que se amaba, en otra un viejo que moría, una señora gorda que se bañaba, niños que nacían, hombres que dormían, que comían, que escribían, que pensaban, que reían, que lloraban. Toda la tragedia, la comedia y el sainete de la vida íntima de la ciudad se representaba ante sus ojos espectrales.
       Llegaron, por fin, a una casa de pensión. Atravesaron una última pared y se encontraron en una habitación oscura; cerradas sus puertas y ventanas, sólo se alumbraba con el reflejo de una lamparilla azul. En el centro de ella y alrededor de una mesita de tres patas, estaban varios señores y señoras —entre ellos un joven pálido, con aspecto de enfermo del hígado, y entre ellas una hermosa e insustancial mujer de unos cuarenta y cinco años—, todos con las manos apoyadas sobre la cubierta del pequeño mueble.
       Alfredo se sentó en la mesa y Pablo hizo lo mismo. La señora insustancial, con voz de tonadillera, dijo:
       —¡Qué pesado viene!
       —¡Bájate —dijo Alfredo a Pablo—. es a mí a quien llama y no a tí.
       Pablo se bajó.
       —Ahora se ha alivianado —dijo la señora.
       —Pero ¿qué es esto, que hace esta gente aquí y a qué vienes tú?
       —Son espiritistas. Este calvo que está, con un tío mío. Todos los días me llaman para preguntarme necedades.
       La mujer insustancial dijo:
       —¿Estás aquí, querido espíritu? Si estás, contéstame con dos golpes; si no estás, con uno.
       Alfredo balanceó su pierna y la mesa se levantó dos veces, golpeando, al descender, en el piso de tablas.
       —Estás aquí —dijo la voz de cupletista.
       —¿Qué le preguntamos? —inquirió una señora.
       —Pregúntele cuántas veces se dará mi sainete en el teatro —dijo el enfermo del hígado.
       —Distinguido espíritu —dijo la hermosa mujer de cuarenta y cinco años— :¿Podrías decirme cuántas veces se dará en el Teatro Avenida la obra del señor ramos, titulada: “Cuídamela por si acaso”? Contéstame por golpes.
       Alfredo balanceó su cuerpo y la mesa ascendió dieciocho veces.
       —¿Tan pocas veces? ¡Entonces no voy a cobra nada de derechos de autor! —gimió el joven pálido.
       Alfredo agregó dos golpes más. Pablo se aburría.
       —Vámonos; déjate de tonterías.
       —Espérate que me pregunten algo.
       La voz de la medium se elevó de nuevo:
       —Honorable espíritu:¿puedes decirme cuánto es dos más dos, menos cuatro?
       La mesa golpeó ocho veces.
       —El pobrecito era muy malo para los números —dijo el tío calvo.
       —se ha enojado —dijo una señora.
       —¿Te quieres ir, querido espíritu?
       La mesa se levantó dos veces.
       —Vete.
       Levantaron todos las manos y Alfredo salió, riéndose, seguido de Pablo.
       —¿A dónde vamos?
       —Mira; podemos hacer una cosa: vamos a ver cómo te incineran.
       Vagaron por varias calles hasta llegar al sitio deseado. Entraron. Sobre una camilla, el cuerpo examine de Pablo, despojado de sus ropas, yacía en una postura que él jamás hubiera imaginado adoptar en un estado de occiso. Un señor gordo avisó:
       —Ya está listo.
       Dos robustos mozos, que seguramente no se preocupaban ni creían en la inmortalidad del alma, cogieron el cuerpo por los brazos y los pies y se lo llevaron. Abrieron la puerta del horno y lo arrojaron dentro.
       En ese instante una moscarda verde voló de la boca del cadáver, y de su nariz, transparente y brillante ya como cera, salió un gusano negro, con dos hermosos y humanos ojos azules, que reptó en dirección a pablo y lo increpó, diciéndole:
       —Señor, en nombre de todos mis camaradas presento a usted formal protesta. Esto, además de ser imbécil, es criminal. Si todos los hombres disponen en vida que sus cuerpos sean quemados después de muertos, ¿qué será del gremio nuestro, tan numeroso como indigente? Todos tenemos derecho a la vida. ¿Por qué entonces violentar y destrozar nuestros derechos naturales adquiridos, con esta medida que no sólo ataca leyes humanas, sino que también va en contra de leyes divinas? ¿Cómo podrá realizarse, en un futuro cercano, la resurrección de la carne si ésta es ahora reducida a cenizas? Porque si un cadáver, depositado en una fosa o en un nicho, conserva a su alcance e intactos sus elementos constitutivos anteriores y puede, en un momento dado, reunirlos, incorporarlos y amalgamarlos, volviendo así a su primitivo estado orgánico, no sucederá lo mismo con uno que ha sido quemado y sus cenizas esparcidas en el viento o guardadas en un vaso de metal cualquiera. ¿Le habría parecido a usted bien, cuando existía en figura de hombre, que los animales sacrificados en el matadero fueran reducidos a cenizas? Indudablemente que no. Igual cosa nos sucede a nosotros. Los hombres se están poniendo egoístas y descreídos. Privan al gusano de su parte humana y adiós de su parte divina…
       —Háganse ustedes vegetarianos —dijo Alfredo.
       Pablo no escuchaba el discurso del gusano de ojos azules. Este se encogió como desalentado, se arrastró un poco y desapareció en un agujero, con el aspecto del obrero que ha salido a buscar trabajo y no ha encontrado.
       La fuerza eléctrica había sido dada. Al recibir el contacto, el cadáver estiró un brazo, encogió una pierna, tal como una rana atacada por la corriente galvánica, quedando al fin rígido. Por un instante, Pablo creyó que vivía de nuevo; pero no era posible. Él estaba fuera de su cuerpo, faltaba a éste su fuerza anímica y la vida no volvería a agitar aquellos miembros inertes, que se doraban lentamente como un pavo en el asador.
       Cuando salieron, la tarde inmensa caía sobre el mundo y el viento sudoeste empezaba a arrear las sombras sobre el río.
       Anduvieron, anduvieron, sin rumbo, al azar, tal como cuando eran hombres y no tenían nada que decir ni nada que hacer.
       —¿qué hacemos, Alfredo?
       —Yo pienso ir a un concierto del maestro Risler en el Odeón. ¿vamos?
       —No, sentémonos aquí y hablemos. Oyeme: yo estoy triste… Siento haber perdido mi hermosa vida, hermosa porque la he perdido y porque en ella puede haber hecho muchas cosas dignas y buenas. Pero me faltó el sentido de la vida misma. Me preguntaba: ¿para qué vivir?, sin comprender que no hay que preguntar, sino afirmar. En lugar de decir: ¿para qué vivo?, debí decir: vivo para esto, para ser puro, para ser fuerte, para ser perfecto y para decir a los hombres que deben ser puros, fuertes y perfectos. Éste es el secreto que ahora poseo, aunque ya es tarde. Pero quiero que me indiques cuál es el sentido de la nueva vida, cuál su desarrollo, cuál su finalidad.
       En el silencio del crepúsculo, la voz atonal de Alfredo se elevó:
       —Esta vida es igual que la otra, con las diferencias ya indicadas. Pero ahora posees el secreto. Sé aquí lo que no pudiste ser allá: puro, perfecto y fuerte. Lo tienes todo: sabiduría, comprensión, medios. El hombre tiene cinco sentidos; todos ellos le sirven admirablemente, mas él no los utiliza para elevarse por medio de ellos, sino para rebajarse. Ellos priman sobre el espíritu. Tiene ojos para ver, mas no ve con ellos la belleza del mundo; le sirven únicamente para no tropezar con los postes, para mirar las piernas de las mujeres cuando suben al tranvía y para cuando va al biógrafo. Tiene oídos, pero no los usa para oír la armonía del Universo; los utiliza para hablar por teléfono, para escuchar la radio y para otros menesteres.
       Tiene voz y posee el don de la palabra, pero no usa estas facultades para cosa alguna de provecho; ellas le sirven para hablar en las cámaras del Congreso, para vender papas o para gritar en los mítines. Y así en todo. Cuando el hombre suavice sus sentidos y los use para bien de su espíritu y no para saciedad de su carne, estará salvado, puesto que su espíritu se suavizará también y sus sentimientos serán plácidos y sencillos. A esta situación has llegado tú por medio de la muerte. Estás en el principio: entra más.
       —¡Pero yo no quiero ser un espectro perfecto, sino un hombre perfecto! ¿Cómo es posible que yo sea feliz, cuando a mi lado, en las calles, en las casas, en todo el mundo, los hombres viven y mueren sin saber, sin comprender, devorados unos por la angustia, otros por la grosería, otros por la idea de la muerte, sin realizar nada sano, nada bueno, llevándose consigo, cuando muere, aquello que en ellos había de puro y que se pudrió con ellos, sin que nadie supiera que existía? Por un hombre que llega a entender algo, hay millones que no entienden nada y que viven como en el primer día del lenguaje articulado. ¡No! Yo quiero que todos los que viven sean como yo puedo ser ahora, decirles lo que deben pensar, hacer, realizar.
       —Eso no es posible, querido. No tenemos ninguna influencia sobre la humanidad. ¿No ves que somos espíritus? Los hombres viven entregados a sí mismos y llegarán, o no llegarán, a perfeccionarse dentro de una eternidad, nadie puede hacer nada por ellos, sino ellos mismos.
       —¿Y Dios?
       Alfredo puso la cara que pone el transeúnte a quien se le pregunta por una calle que no conoce:
       —No me preguntes por él, pues no le conozco. No vive en este barrio ni nadie sabe en cuál.
       —¿Cómo? Ni aun siendo espíritu…
       —Sí, ni aun siéndolo.
       —Pero, entonces, ¿Esto es el eterno vagar, el eterno deambular, sin sentido, sin fin? ¿O hay otra vida más aún?
       —Tal vez. Muchos espíritus desaparecen. No vuelven nunca más. Quizás van a un plano superior, a transformarse en luz, en aire, en éter, en sombra, y giran alrededor nuestro sin que nosotros los veamos, como nosotros alrededor de los hombres, sin que ellos nos vean.
       Hubo un largo silencio, durante el cual Pablo pensaba, y Alfredo, con las manos sosteniendo las rodillas, decía para sí: “Voy a llegar tarde al concierto…”
       De pronto Pablo se levantó y dijo:
       —¿No es posible, como en la vida del hombre, eliminarse en busca de la nada o de otra vida?
       Alfredo señaló hacia el río y contestó:
       —El agua es un elemento disolvente para nosotros.
       Se separaron, abrazándose. Pablo se dirigió hacia el río y Alfredo, sentándose en la capota de un automóvil que pasaba, se fue al Odeón.
       Cuando Pablo llegó a la orilla del río, la hélice del día daba su última vuelta. Parado sobre el murallón con los brazos abiertos, miró por última vez el mundo. Luego se dejó caer rectamente y se hundió en el río. Un espíritu que pasaba por ahí gritó:
       —¡Hombre al agua!
       Pero nadie acudió.



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