Manuel Rojas
(Buenos Aires, 1896 - Santiago, 1973)


El rancho en la montaña (1927)
Originalmente publicado en la revista Atenea, 63 (agosto de 1930);
Travesía. Novelas breves
(Santiago de Chile: Nascimento, 1934, 191 págs.)



      El rancho estaba situado frente al desfiladero y era la primera habitación que se encontraba al salir de la estrecha y profunda garganta. Para llegar era preciso ascender la falda del cerro y cruzar una meseta rocosa, brillante, sin una brizna de hierba, sin una piedrecilla, lisa como el viento que la barría sin cesar. Atravesada la meseta y orillado un despeñadero rojizo que se descolgaba a puños hacia la quebrada, tomábase el camino, cerro abajo, con una suavidad de trote indio.
       Al empezarlo, tras unas rocas se veía el rancho. Era un rancho sin importancia. La pared que miraba hacia el camino, así como la que daba hacia las rocas, era de piedras sin revestimiento y entre una y otra se veían agujeros y rendijas, por donde entraban, en invierno, ráfagas de fina ventisca. Las restantes murallas y la techumbre eran hechas con planchas de zinc, latas y bolsas. Grandes piedras aseguraban a duras penas la insegura cubierta.
       En sus mocedades, si es que alguna vez la tuvo, pues parecía viejo de siempre, el rancho sirvió de habitación a la pareja de guardias fronterizos; pero, construida más abajo una casa destinada a ese fin, fue abandonado y sólo se servían de él los guardias que en las noches acechaban a los contrabandistas y ladrones de ganado, y los viajeros que, de tránsito de un país a otro, llegaban allí al anochecer, pernoctando entre sus paredes humosas. A pesar de sus dos murallas de piedra, era endeble y vacilante, y si algún día el viento hubiera soplado en sentido inverso al que siempre soplaba, ni rastros de su existencia habrían quedado. Cuando, de soslayo, los zurriagazos del viento lo alcanzaban, sacudíase como un perro que sale del agua.
       Sin embargo, un día alguien se interesó por ocuparlo y ese alguien fue Floridor Carmona, campesino de aquella región, que poseía cordillera abajo una casa y un trozo de tierra. Cuando expuso su petición ante la autoridad correspondiente, riéronse de él. Pero el viejo Floridor, detrás de su apariencia de zorzal mero, de su bigote de perro viejo, de su naricilla roja y de sus ojuelos claros, pitañosos; dentro de sus pantalones que llegaban apenas a cuatro dedos del tobillo, de su chaquetilla blanca y de su chaleco cruzado por gruesa cadena de bronce, de donde pendía, a manera de dije, una moneda de a peso del año '86, ocultaba un hombre que no daba puntada sin hacerle nudo. Durante el verano aquel paso era bastante frecuentado: arrieros, trabajadores que iban o venían de las vendimias mendocinas, viajeros, comerciantes en ganado, hasta turistas pasaban por allí, y la boca del desfiladero era el lugar a que se arribaba, casi invariablemente, al final del cuarto día de viaje si se venía del este y del segundo si se iba del oeste. La gente llegaba cansada, hambrienta y con sed, sin encontrar quién les proporcionara algo con que reponerse. ¿Por qué dejar perder esa ganancia, si tan fácil era lograrla? El rancho estaba hecho y no faltaba más que ocuparlo. Podía pasarse allí el verano, y en invierno, época en que alma alguna se aventuraba por esos lugares, se regresaría al rancho familiar. El asunto le parecía muy claro al viejo Floridor, hombre infatigable, que emprendía todos los negocios que estuvieran al alcance de sus medios, aunque el fruto de ellos fuera sólo de dos o tres pesos.
       —Estos tres pesos no estaban en mis bolsillos y ahora están. ¡Qué le va hallando!
       Su mujer era como él, una hormiga. A pesar de sus años y de su obesidad, trabajaba desde el alba hasta el anochecer; atendía la crianza de aves, el huerto frutal y las hortalizas; hacía pan, que vendía a los vecinos que no tenían horno o a aquéllos que, si lo tenían, no les hacía falta pereza para amasar; entregaba al hotel el producto diario de su gallinero, y los domingos, días en que gente de la ciudad venía a pasar unas horas en la montaña, sacaba una y dos hornadas de empanadas que hacían alargar los dientes a los paseantes, quienes le encargaban, además, otras comidas y licor. ¡Qué no hacían sus manos gordas y negras! Lo hacían todo, y por hacerlo todo hasta tocaban la guitarra. Cuando las personas que acudían a su casa, envalentonadas por las libaciones, sentían deseos de oír cantar, fenómeno de relación muy común en el país, doña Mercedes sacaba una vieja y descascarada guitarra, sentábase bajo el nogal del patio y, ante la curiosidad y la alegría de la concurrencia, la templaba, carraspeaba atipladamente, excusábase por lo poco y malo, abriendo al fin su profunda boca. Los que no la conocían, a hurtadillas desternillábanse de risa al verla en esas primeras actitudes de cantora. ¿Qué iría a salir de esa boca casi tan ancha como la del horno? Un mugido, quizás. Pero la sonrisa de los desconocidos trocábase pronto en gesto de sorpresa porque de aquella boca desdibujada salía una voz llena de dulzura y de gracia; las tonadas parecían cantadas por otra persona oculta tras ella, de tal modo era extraña su voz a su figura. Sencillos cantares amorosos, maliciosas tonadas huasas, estilos gauchos que aprendiera de los arrieros argentinos, brotaban de su garganta al llamado de la guitarra, en cuya caja, con el rodar de los tiempos, sus manos dejaron perdurables huellas de grasa y finas capas de masa blancuzca.

La culebra y el espino
se enrosca y desaparece.
La mujer que engaña al hombre
corona de oro merece.


      Gracias a ambos la familia prosperaba.

* * *

      El viejo Floridor consiguió en arriendo el abandonado rancho, no sin que ello dejara de costarle tiempo y parla, pues las autoridades, considerando ridícula su pretensión, no le hacían caso. ¿Para qué quería ese rancho? Sus explicaciones causaban hilaridad.
       —Pero ¿qué demontres va usted a hacer allá arriba?
       Por fin, el campesino se irritó:
       —¿Y qué le importa a usted lo que voy a hacer? ¿Acaso le estoy pidiendo plata prestada? Usted sabe que soy hombre honrado y que si deseo arrendar el rancho es con buenos fines. Yo no voy a contrabandear.
       —¡Quién sabe!
       —Sí, a mis años... Cóbreme usted un arriendo baratito y lo demás déjelo por mi cuenta. ¿Que me va mal? ¡Friégate, tonto! Con mi pan me lo comeré... Ustedes no perderán por eso el dinero del arriendo.
       Sólo por molestarlo y ver si abandonaba sus proyectos, le cobraron treinta pesos mensuales de alquiler; pero entonces Carmona puso el grito en el cielo:
       —¡Treinta pesos! ¿Está loco usted? ¿Treinta pesos mensuales por el arriendo de un rancho que no vale ni un cobre y donde, de seguro, voy a perder hasta la sombra?... No, señor, apéese de ese macho.
       —Si le parece caro, no lo arriende.
       —No, no; apéese, señor.
       Le rebajaron poco a poco, hasta llegar a la mitad: quince pesos, y el viejo Floridor, con el gozo brincándole en el corazón, pagó dos meses anticipados.
       —¡Arrendé el rancho! —gritó en la puerta de su casa.
       Y todos los habitantes de ella se pusieron al trabajo. El negocio no le parecía de perlas a doña Mercedes, pero algo se ganaría y dejaba hacer al viejo y le ayudaba de buen grado; cada cobre de ganancia era un cobre más en la casa. Había que batir el cobre si se quería hacer un buen lingote. Además, Floridor no hacía falta en la casa, ya que para la chacra y los sembrados bastaban ella, su hija mayor y su yerno.
       En la madrugada del día siguiente, Floridor montó a caballo y se fue al rancho, llevando de tiro a otro caballo cargado con lo necesario para arreglar el local del futuro negocio. Volvió, de noche ya, cansado como perro, pero alegre como unas pascuas.
       —Ya dejé todo listo, limpiecito. El rancho es bastante grande y se puede dividir en dos partes, una para dormitorio (claro que un poco estrecho) y la otra para despacho. Con un tabique de tablas y sacos bastará. Estuve hablando con los guardias y me dijeron que iba a ganar mucha plata; pasa gente hasta fines de abril. ¿Compraste lo que te encargué? Muy bien; mañana temprano me voy.
       Estaba entusiasmado y durante varios días no cesó de subir y bajar. En el último viaje se llevó a Florisa, su hija, muchacha de diecisiete años, agraz y apretada, con aspecto de bobalicona, pero excitante y maliciosa.
       Doña Mercedes discutió:
       —Mejor es que te lleves a María Inés.
       —Sí, para que se lo pase con la boca abierta y pestañeando como una legañosa que es. No, yo necesito quien me ayude.
       —Bueno, pero ¡mucho cuidado! Hay tanto atrevido por ahí...
       Poco después el negocio quedó instalado y abierto, provisto de todo lo necesario. Floridor estuvo un poco nervioso los primeros días; la soledad lo abrumaba; salía al camino, atravesaba la meseta e iba a hundir la mirada de sus ojillos en la salida del desfiladero, observando los cerros rojizos o azules, que siempre estaban allí, inmóviles, desiertos, indiferentes a todo, aun al viento, que a él sacudíalo como un cabo de cordel, empequeñeciéndolo con sus zamarreos. En algún instante llegó a dudar de la bondad de su proyecto: por allí no pasarían ni gatos. Florisa se aburría entre los tarros de conserva y las damajuanas de vino; bostezaba y dormía.
       Pero una tarde aparecieron los primeros clientes; una tropilla de animales surgió del desfiladero y se escucharon los gritos tensos de los peones. Al viejo Floridor le volvió el alma al cuerpo; salió disparado hacia el rancho.
       —¡Ya viene gente! —gritó a su hija.
       Y, por si acaso aquella gente pretendía pasar de largo, salió a esperarla al camino. Durante mucho rato sólo se oyeron el rumor del ganado, los gritos enérgicos (le los hombres y los ladridos de los perros. Parecía que todo venía flotando en el aire, mas de pronto, como colina en marcha, aparecieron los animales, inclinadas las cabezotas, cimbreantes los pesados cuerpos, y un hombre cubierto por negro poncho, jinete en nervioso macho colorado, pasó junto a Floridor, gritando como un demonio mientras hacía silbar sobre su cabeza el largo látigo arriero.
       “Debe ser el capataz”, pensó Floridor.
       Pero el hombre volvió hacia él sonriendo:
       —¿Qué haces por acá, Floridor?
       —¡Caramba, es mi compadre Aniceto!
       Era un hombre como un cerro. Los dientes le relumbraban entre la barbaza, tupida como zarzamora. Dio media vuelta en el aire y gritó:
       —Niños! Atraquen las bestias para este ladito. Vamos a visitar el boliche de mi compadre Floridor.
       Su voz tonante dominaba el bramido del viento. Gritaron los arrieros, se arremolinaron las bestias, alzáronse en el aire las cabalgaduras, y se veían testuces soberbios, belfos brillantes de espuma, finas cabezas de hombres, torsos de centauros. La tropilla se aquietó rumorosa, ondulante, y los últimos gritos volaron y murieron como pájaros en el aire.
       Hasta medianoche, sentados en cajones o en el suelo, los arrieros, argentinos y chilenos, comieron y bebieron, conversaron y cantaron, mientras pellizcaban las piernas y los brazos de Florisa y llenaban de pesos fuertes chilenos y billetes argentinos los bolsillos del viejo Floridor. Al amanecer, después de pasar el resto de la noche tendidos al raso, envueltos en sus mantas y ponchos, se alejaron entre gritos, carreras, imprecaciones y mugidos.
       Quedó de nuevo silenciosa y desolada la cordillera; pero desde ese día no se interrumpió ya la fila de los clientes; pasaban los viajeros en parejas o en grupos, arrieros, comerciantes, vagabundos, y las monedas caían en lenta pero continua gotera en los bolsillos del patrón.
       —Esto va bien —decía, relamiéndose.
       Las noches sin luna o nubladas, en que era escasa la visibilidad, la pareja de guardias se hacía presente en el negocio y acompañaba unas horas al viejo y a su hija. La dotación del retén se componía de cinco hombres, un sargento y cuatro soldados, el primero hombre viejo ya, pero duro y tieso, resecado por el aire de la montaña, con apariencia de charqui de guanaco, seco y salado, bigotazos ásperos y voz entera y firme como un sable, y los otros, jóvenes, esbeltos, joviales, que miraban a Florisa como un sediento puede mirar a una fruta que no por ser verde deja de ser apetecible. Conversaban, midiendo el tiempo mate a mate, contando aventuras y cuentos fantásticos, mientras el viento mugía al chocar con los cerros.
       Pero era en las noches estrelladas cuando el viento bramaba más fuerte. Subía a tientas la repechada del cerro, bufando como animal cansado; pasaba por la meseta casi sin tocarla y se lanzaba al vacío, rodando montaña abajo entre repiqueteos de fina piedrecilla y gritos estentóreos de rocas azotadas. Cuando se detenía, algunas noches, un gran silencio y un gran vacío se hacían en el mundo, y las estrellas, titilando, prendidas en el poncho sin flecos, azul y negro, de la noche, amenazaban caerse, como si el viento fuera quien las sostenía con su torso desnudo y helado, y faltándoles, las dejara liberadas a su frágil suerte.
       En el rancho se sentía apenas y sólo algunas ráfagas que se soltaban violentamente, como varillas de un haz, lo azotaban a intervalos. Después de cruzar la meseta y llevado por su impulso, el viento se afirmaba en las rocas que guarecían el rancho, como un saltador en un trampolín, y pasaban sobre él, en el espacio, en un ululante y múltiple salto mortal.


* * *

      Pasaron así un mes y dos, y los bolsillos se le hicieron ya estrechos al viejo Floridor, quien tuvo que recurrir a un tarro de conservas vacío para guardar el dinero. Florisa, entusiasmada por el asedio constante de los mozos, se despabilaba y atendía con desenvoltura y amabilidad. Los viajeros se marchaban encantados. Y Floridor Carmona estaba contento. En las noches, tendido en su camastro, hacía largos cálculos: en dos meses llevaba ganado tanto, en los meses que restaban de buen tiempo ganaría otro tanto; total: tanto; una bonita suma. No era avaro ni ambicioso, pero le entusiasmaba el negocio, el salir y entrar de la gente, el ir y venir de los centavos y de los pesos, el movimiento, en fin. Si al final de la temporada no le quedara sino una escasa ganancia, se conformaría, y si perdiese, no se afligiría.
       Pero los cálculos del viejo Floridor no se realizaron como él los proyectaba.
       Una tarde en que, como de costumbre, acechaba la boca del desfiladero, mientras el viento lo tiranteaba, vio aparecer un hombre montado en un macho negro, animal nervioso, de reluciente anca y fina cabeza. Llevaba poncho al hombro y sombrero obscuro, levantada el ala sobre la frente a estilo mendocino, con barboquejo que le atravesaba las mejillas como negra cicatriz. A juzgar por su actitud en la cabalgadura, era joven. En una mula que arreaba zangoloteábanse dos fardos de ropa o mercadería.
       “Yo conozco a este ñato”, murmuró el viejo, aguzando la mirada de sus ojos claruchos.
       Empezó el hombre a ascender el cerro y a medida que se acercaba latíale con más fuerza el corazón al viejo. Cuando el viandante llegaba a la mitad de la ladera, Floridor exclamó:
       —Ese macho es Panchote...
       Después:
       —Esa mula es la Florisa...
       Y por último:
       —¡Y ése es mi hijo, por la misma!
       Y gritó con voz trémula, mojada de ternura:
       —¡Davicito!
       Entre un aletazo y otro del viento, el grito rodó hacia abajo como un fino y claro guijarro. El que subía, sorprendido, se detuvo, y viendo al viejo en la orilla de la meseta, le hizo con el brazo un ademán de saludo.
       —¡Es David! —gimió el viejo, casi llorando y entregándose a una alegre y extravagante danza que el viento secundaba con sus anchos soplos—. ¡Es David!
       Cuando el hombre hubo llegado a la meseta desmontó de un salto y recibió entre los brazos, que al abrirse bajo el poncho semejaron alas de cóndor, al esmirriado cuerpecillo de Floridor. Perdióse el viejo en los pliegues tibios del poncho y David Carmona tuvo que inclinarse para recibir en las mejillas los besos húmedos de saliva y de lágrimas de su padre.
       —¡Bueno, viejo, no llore! —exclamó David, abriendo en sonrisa su ancha y fresca boca.
       —¿Cómo no voy a llorar, bandido? ¡Tanto tiempo sin verte! Te pierdes como lagartija en la cordillera. ¿Sabías que estaba aquí? —contestó e interpeló Floridor, enjugándose lágrimas más grandes que sus ojos.
       —Padrino Cheto me lo dijo.
       —¿Viste a Aniceto por ahí?
       —Anteayer lo encontré en la Laguna.
       —¿Y de dónde vienes?
       —De San Rafael.
       —¿Y los caballeros que llevaste?
       —Bajaron a Mendoza.
       —Bueno, vamos al rancho. ¿Traes hambre?
       —Traigo un poco de todo.
       —¿Y plata?
       —Un puñadito.
       —¿Un puñadito grande o un puñadito chico?
       —Regular, regular —sonrió David, abriendo una mano que parecía una pala.
       Era un real mozo David Carmona, alto y cenceño, recto y firme, de cara rosada y ojos infantiles. Vestía a usanza campesina, con botas, pantalón grueso, chaquetilla corta y pañuelo blanco al cuello. A su lado, el viejo Floridor parecía un cabrito aún mamón. Era un hombre andariego —como decía el padre— que se aburría en la casa paterna y amaba la soledad de las montañas. Hizo a los diez años su primer viaje, como marucho de la cuadrilla de arrieros de su padrino Aniceto, y desde esa edad se echó a andar por el vasto mundo cordillerano. A los veinte conocía la cordillera como a sus dientes y podía adivinar, sólo con oír el silbido del viento, en qué lugar de ella se encontraba. Lentamente se alejó del rancho y de sus relaciones familiares; lo buscaban como baqueano los cazadores de guanacos, los ganaderos contrabandistas y los viajeros, y él no se negaba nunca, y a veces viajaba solo, por el placer de viajar, formándose así, poco a poco un mundo aparte del de su hogar, con gran pena de los viejos, que, sin embargo, lo amaban por eso y porque les costó poco y prosperó por su iniciativa, por sus puños. Era para ellos un hombre, un verdadero hombre casto y sobrio como animal de soledad.
       Hasta media tarde estuvo acompañando a su padre y a su hermana, y al irse dijo al primero secretamente:
       —Volveré pasado mañana; traigo un negocio macizo y necesito hablar con usted. Pero no se lo cuente ni a su camiseta...
       Floridor Carmona se quedó pestañeando.


* * *

      Tres días después, y al mediar la noche, un hombre subía a pie por el camino de la ladera, llevando de tiro una mula cargada con dos fardos, mula a la cual seguía otra, igualmente cargada; venía luego otro hombre, y tras éste otro hombre, otras cuatro mulas en idénticas condiciones que las anteriores, cerrando la marcha un último hombre. La caravana diluíase en la obscuridad de la noche sin luna, y bajo el viento ascendía paso a paso, sintiendo ellos en el silencio el tamboreo precipitado del corazón. Llegados a la meseta torcieron hacia la derecha, llevando de las riendas cada hombre una pareja de mulas. No hablaban y sus respiraciones jadeantes eran como un cuchicheo que el viento escamoteaba con mano rápida apenas salía de sus bocas entreabiertas. Más que hombres y bestias semejaban sombras, sombras de las altas montañas que hubieran adquirido movilidad a favor de la noche. Avanzaron a tientas, como en busca de algo, y atravesaron la meseta hasta el punto en que el camino empezaba a descender. Allí se desprendió de entre las rocas una sombra y el hombre que marchaba delante se detuvo e, inclinándose, procuró penetrar la obscuridad con miradas medrosas a la par que resueltas. Pero la sombra murmuró:
       —Soy yo...
       —Davicito...
       —Pasen ligero y sin miedo. Los milicos están bailando.
       Reincorporóse el bulto a la sombra y hombres y animales reanudaron el camino apresuradamente. Al final de la primera curva apareció el rancho, distante unos cincuenta pasos; dentro había luz y el viento traía rasgueos de guitarra, el eco de una voz femenina que cantaba y repiqueteos de dedos ágiles. Una sombra oscilaba sobre el trozo de arpillera que le hacía puerta al rancho.
       Pasaron de prisa. A la derecha el precipicio abrió su boca desdentada, y el camino, temeroso de caer, se estrechó, pegándose a la pared del cerro. Marcharon en fila india y cuando una mula se detenía y vacilaba porque alguna arista de roca arañaba la tela de los fardos, se detenían todos, inquietas las bestias, anhelantes los hombres, que animaban al animal en peligro con palabras llenas de ternura. Pero el paso fue sorteado, el camino se ensanchó y durante largo rato el convoy marchó sin detenerse. Por fin el hombre que iba delante dio la voz de alto.
       —Por aquí está —murmuró, tanteando el suelo con las manos—. Sí, aquí está.
       Empujó a la mula, pero el animal resopló asustado, retrocedió e hizo retroceder a las demás.
       —¡Mula mañosa! —rezongó el hombre. Y soltándola tomó las riendas de la que seguía; llevada a la orilla del camino, la mula estiró el pesquezo, olfateó el suelo, tactó con suave pata el terreno y se deslizó al fin por un senderillo que bajaba hacia la quebrada. Una tras otra siguieron las demás y tras todas bajó el hombre que cerraba la marcha. Los otros estuvieron escuchando un instante el ruido de los pasos que se alejaban y luego retrocedieron.
       —¡Están bailando los niñazos! —comentó uno de ellos al llegar frente al rancho.
       —¿Cómo se las arreglarán para bailar ahí?
       —Los milicos son capaces de bailar hasta en la punta de una bayoneta. ¿No ves que bailan marcando el paso?
       Girada la curva, aparecieron en la meseta; allí se les unió el que acechaba, y los tres achaparrados bajo el viento, sin hablar palabra, se hundieron de nuevo en el lugar de donde habían surgido, en la ancha sombra, llena de aletazos y susurros.
       Pero reaparecieron de nuevo a la medianoche del día siguiente y la escena se repitió sin variación alguna. Fue en la tercera noche cuando los acontecimientos sucedieron de distinta manera, pues a uno de los soldados ocurriósele salir del rancho en el momento en que tres mulas cargadas, conducidas por un hombre, pasaban por el camino, y él, creyendo oír pasos, llevado del hábito y sin imaginarse lo que le esperaba, dio la voz de alto, y como los pasos no se detuvieron avanzó corriendo. Cerca del camino yen la obscuridad tropezó con un hombre que parecía huir y a él se aferró; el hombre lanzó una exclamación de ira y procuró deshacerse del soldado, golpeándolo, pero éste no soltó su presa y gritó:
       —¡José! ¡José!
       La voz vibró, extendiéndose como una onda eléctrica en la noche, irradiando, al mismo tiempo que valor, zozobra y angustia.
       —¡Qué! —contestó el otro soldado, apareciendo en la puerta del rancho.
       —¡Trae las...! —gritó el que luchaba, sin poder terminar la frase, pues un violento manotazo le llenó de sangre la boca. Pero el otro entendió lo que pasaba y lo que se le pedía y tomando la carabina enderezó sus pasos hacia el lugar de donde venían los gritos. Allí el hombre se abrazó también a él y los tres lucharon en la obscuridad, profiriendo insultos y echando maldiciones, hasta que uno de los soldados retrocedió unos pasos y amenazó con la carabina al rebelde, gritándole:
       —¡Ríndete a la autoridad!
       El amenazado retrocedió también y alzó los brazos, diciendo en tono de asombro:
       —¡Cómo! ¿Es la autoridad la que pelea conmigo? ¿Por qué no me lo dijeron antes? Yo creí que eran salteadores... Baje la carabina, compadre. Estoy dado.
       Se apoderaron los hombres de él y lo llevaron hacia el rancho; un empujón lo echó dentro y entró, como si fuera una ráfaga de viento, enredándose en la arpillera y arrancándola. Al verlo, la señora Mercedes exhaló un grito, pues el hombre, con la cara llena de sangre, jadeando, rotas las ropas en la pelea, el cabello revuelto, el color obscuro y la mirada terrible, tenía un aspecto espantable. Florisa escabullóse tras el tabique, y don Floridor, si bien no hizo ningún gesto, sintió que el corazón le temblaba.
       ¿Por qué te defendías tanto? —preguntó el llamado José, amenazante.
       El otro soldado limpiábase la sangre que manaba de su boca rota. El interpelado respondió, sin amedrentarse:
       cómo no me voy a defender! Voy tranquilo por mi camino y oigo que alguien me da el alto sin decirme por qué ni quién es. Creyendo que es un bandido, quiero arrancar, y él se me echa encima, me pega; me defiendo (no soy zunco), pero llama a otro hombre y entre los dos casi me aturden a golpes. ¿Me iba a quedar con los brazos cruzados? La culpa no es mía, es de usted o de él (porque yo no sé cuál fue el primero que me asaltó), que no me dijo quién era.
       —¿Y no te fijaste que éramos guardias?
       —¿Cómo? ¿En la obscuridad? Más bien parecían perros bravos.
       La voz del hombre era alta, sin vacilaciones, como de quien dice la verdad, y los guardias se desconcertaron un tanto; pero reaccionaron inmediatamente.
       —¿Por qué ibas tan calladito?
       —¿No se puede ir callado? Cada uno va como le da la gana. Yo no tengo costumbre de cantar cuando voy arreando...
       Había sacado un gran pañuelo rojo y se limpiaba el sudor y la sangre, y al hacerlo, mientras el pañuelo le cubría el rostro de frente, lanzaba de reojo miradas rapidísimas. Una de ellas chocó con la del viejo Floridor, quien se sintió como trasminado por ella.
       Los guardias no sacaron mucho de él: era un honrado arriero que venía de la Argentina trayendo tres mulas cargadas; chileno; hacía mucho tiempo que no transitaba por ese camino; se llamaba Cupertino Morales. Nada más.
       —¿Por qué no me deja ir a ver las mulitas? Se pueden perder —dijo al terminar el interrogatorio.
       —No.
       —Pero ¿por qué me detienen? Soy hombre honrado.
       —Eso dice usted, pero nosotros no le creemos. Golpea muy fuerte usted. Cuando amanezca iremos al retén y ahí decidirá el sargento.
       —¿Y por qué no vamos en seguida? —preguntó el hombre con aire inocente.
       ¿Para qué tanto apuro? Esperemos un rato. ¿Usted conoce a este hombre? —preguntó el guardia al viejo Floridor.
       —Primera vez que lo veo —mintió el viejo Carmona.
       Vista la inutilidad de sus súplicas, el desconocido pareció resignarse y se ensimismó, quedándose inmóvil, semicerrados los párpados. Los guardias observábanle con desconfianza: a pesar de sus excelentes explicaciones y de la sinceridad que reflejaban sus palabras, no le habían creído nada. Fluía de su persona algo inquietante y turbador y parecía que de pronto se erguiría y gritaría con voz sobrecogedora, realizando luego una acción extrordinaria. Sin embargo, ni su figura, ni su actitud, ahora de reposo, hacían presagiar tal cosa. Era un hombre de apariencia común, musculoso, rostro obscuro, casi negro, cabello crespo y bigote rizado.
       Eran sus ojos vivísimos, sus movimientos precisos y elástico su cuerpo al realizarlos; su voz sin vacilaciones, que llenaba los oídos como un agua fría y que no dejaba oír, cuando sonaba, otra cosa que no fuera ella; era todo esto y su aspecto de espera sin temor y sus contestaciones, que más que de hombre que decía la verdad eran de hombre que estuviera acostumbrado a darlas en otros idénticos casos, lo que le hacían sospechoso y temible. Además, pegaba muy fuerte, como no suelen pegar los hombres honrados y mansos, y los guardias, que sentían aún en sus costillas el choque de sus duras manos, sospechaban de él a través de los machucones recibidos.
       —No se me puede estancar la sangre —dijo el guardia herido—. Déme una copita de aguardiente, don Floridor.
       Se lo vació en la boca, revolviólo en ella como si se tratara de una brasa y haciendo una mueca espantosa se lo tragó. El desconocido sonrió bajo su bigote negro. Quedó el rancho en silencio, y doña Mercedes, pretextando cansancio y sueño, fuese a acostar. Se la sentía, tras el tabique, revolverse y suspirar sin poder dormir. Los guardias parecieron hundirse en meditaciones, y don Floridor, sentado junto a la lámpara a carburo que daba luz al rancho, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, nervioso, con la boca amarga y seca, mirando tan pronto al desconocido como a los guardias. Pensaba. De todos los presentes, él era el único que conocía a ese hombre. Si el viento era el espíritu de la montaña, el Negro Isidoro era el diablo de ella, el diablo, sí, el diablo, y al decir esta palabra sintió que un escalofrío le helaba hasta el ombligo. Ubicuo e inencontrable, burlador de los más sagaces y pacientes sargentos fronterizos, contrabandista y cuatrero, valiente hasta la desesperación, tal era aquel hombre. Lo conocía desde niño, pues era oriundo de la comarca, y lo había seguido paso a paso, hecho a hecho, hazaña a hazaña, en su carrera de diablo montañés. El Negro Isidoro pertenecía ya a la leyenda y no había en la región nadie que no lo conociera siquiera de oídas, y hasta los mismos soldados que lo custodiaban con tanta indiferencia habrían oído su nombre de labios del sargento. ¡El sargento Urriola! ¡Qué sorpresa si al día siguiente sus hombres le llevaran, sin saberlo ellos mismos, al Negro Isidoro! Bailaría de gusto quizás...
       —¡Bueno! —exclamó de pronto el detenido, como si despertara, impaciente. Los soldados sobresaltáronse al oír su voz, y el viejo Carmona casi se cayó del asiento; pero Isidoro echó una mirada tranquila en derredor y al ver sobre la mesa un vaso lleno de vino lo agarró, echándoselo al coleto, después de decir:
       —Con permiso, patrón.
       Cayó de nuevo en su quietud y mutismo y hasta pareció que se quedaba dormido. Pero no dormía, no. Todos sus sentidos estaban tendidos como un arco hacia afuera, hacia la sombra, donde la noche rodaba como un río empujado por el viento y desde donde venían pequeños ruidos, susurros, deslizamientos, rumores que sus oídos recogían, separándolos del gran grito del viento para diferenciarlos y reconocerlos. Cada minuto que llegaba y transcurría, lento o rápido, pues todos los minutos no son iguales, empujaba su vida hacia la salvación o hacia la muerte, y él los esperaba ansioso, creyendo que cada uno de ellos le traería el acontecimiento deseado; pero esperó en vano. Aquella noche los minutos de la vida del Negro Isidoro cayeron como nueces vanas en las alforjas rotas del gran arriero del mundo: el tiempo.


* * *

      Por fin se fue la noche y con ella el viento. El mundo quedó vacío, indeciso, sin saber qué hacer, ni con qué llenar la soledad que dejaran la noche y el viento. Una claridad sin luz, opaca, de neblina, surgía del suelo y de las montañas, flotando en el espacio como agua muerta, sin estremecimientos, sin vibraciones. Pero el amanecer echó a andar en puntillas y avanzó; la atmósfera tomó un color más caliente y una ráfaga de viento, tal vez atrasada, trajo un vuelo de tórtolas cordilleranas. Un águila se deslizó rectamente por los andariveles del espacio y por su huella invisible el día empezó a rodar sus horas nuevas.
       —Andando —dijo uno de los guardias.
       Todos estaban pálidos, brillantes los rostros, húmedas las manos. El hombre se desperezó, rugiendo al bostezar, llamando a la acción a los músculos entumecidos por la inercia. El soldado que estaba junto a la puerta anunció:
       —Las mulas han desaparecido.
       —¿No ve? ¿Qué le decía yo? —dijo el hombre, sonriendo, porque la desaparición de las mulas indicábale que sus compañeros estaban alertos.
       Pero esto hizo crecer las sospechas en el ánimo de los guardias.
       —Parece que usted se alegra porque las mulas han desaparecido, y eso es raro en un arriero. Por si acaso, vamos a llevarlo amarrado. Nadie sabe con quién ara en la cordillera.
       El soldado extrajo de su montura una cuerdecilla delgada pero firme, de unos cuatro metros de largo, y aseguró con un extremo las manos del Negro, amarrando el otro a la argolla de la montura. Hecho esto montaron los guardias y se alejaron los tres al paso, tranquilos aparentemente los soldados, jurando y rabiando por lo bajo el Negro Isidoro, quien al llegar al camino giró la vista hacia todas partes, en busca de sus camaradas, sin encontrar a nadie. Juzgó que estaba abandonado y que no debía esperar más, confiando sólo a su habilidad, a su valor y a su fuerza la salvación de su vida. Lo esencial era no llegar vivo al retén. Temía al sargento Urriola tanto como pudiera temerse a sí mismo si fuera hombre honrado y en el mundo existiera alguien a quien llamaran el Negro Isidoro.
       Dieron vuelta al camino, y el viejo Floridor, con el corazón lleno de temor y de coraje al mismo tiempo, los vio desaparecer. No podía creer que su hijo abandonara a su suerte al Negro, no, señor, y aunque era su hijo y lo quería mucho, prefería verlo muerto antes de saberlo cobarde. Si él fuera joven... Desesperado, entró al rancho, hablando solo, gesticulando. Su mujer y su hija lo miraban asustadas y él procuró explicarse, contar lo que sabía, lo que sentía y lo que quería en ese instante. Pero un disparo lo dejó con la boca abierta.
       —¡Ave María! Han muerto al Negro Isidoro... —gritó.
       Pero el Negro Isidoro no estaba muerto. Estaba colgando en el precipicio, la cara roja de ira, las manos amoratadas por el estrujón de la cuerdecilla, mientras uno de los soldados, de pie a la orilla del abismo, se burlaba:
       —¡Ah diablo! ¿Creíste que la cuerda se iba a cortar? No, si es firme, para bandidos como vos. ¿Qué quieres ahora? ¿Un tiro en la cabeza? Ya decíamos nosotros que no eras pájaro de los que vuelan bajito... Toma.
       Apuntó con su carabina. El Negro Isidoro gritó:
       —Mátame, cobarde...
       Pero la bala pasó lejos de la cabeza del prisionero. El guardia no tenía intenciones de herirlo; sólo quería asustarlo. El otro guardia, a caballo, reía de las frases de su camarada.
       —¿No tienes miedo a las balas?
       —¿Miedo? Otros más valientes que tú no han sido capaces de matarme. Tírame.
       ¿Quieres...? —empezó a preguntar el guardia, pero tronó el estampido de un disparo y se le vio encogerse y soltar la carabina, que cayó al precipicio. La bala le había roto el brazo.
       —¡Ahora, mi alma! —gritó, entusiasta, el Negro.
       Resonó un nuevo disparo y la bala pasó silbando a escasa altura. El soldado, con el brazo roto, inútil para luchar, huyó por el sendero, cubriéndole el otro la retirada. Al llegar al camino ancho, el herido continuó su marcha, y el otro, desmontándose, ocultóse tras una roca; pero desde allí no veía nada ni oía otra cosa que los disparos. Miró hacia el retén y vio que tres hombres, seguramente el sargento y los otros dos guardias, avanzaban a caballo por el camino. Entretanto, el Negro, colgado sobre el abismo, gritaba:
       —¡Por aquí, niños, por aquí!
       Logró afirmar los pies en la pared del precipicio y sostenido de la cuerda pendió casi horizontal sobre el vacío; mas, de pronto, asustado por los disparos, el caballo del soldado herido, a cuya montura estaba atada la otra punta de la cuerda, echó a andar, y él se fue de bruces contra la roca. El golpe hízole perder el conocimiento, y como el caballo no se detuviera, lo arrastró, desollándole el rostro el duro roce de la roca, de tal modo que cuando el cuerpo de Isidoro llegó al camino, su rostro no era sino una masa viva de sangre, donde las piedrecillas se fueron incrustando profundamente. Lo desataron dos de sus camaradas, mientras el otro, oculto el rostro por un pañuelo, disparaba para evitar que los guardias entraran al camino estrecho.
       —¡Vamos, vamos! —gritábanle sus amigos, zamarreándole para reanimarlo.
       —No veo, no veo —murmuró con angustia.
       La sangre y la tierra lo habían cegado.
       —¡Por la misma!
       —Tráiganme el macho y váyanse ustedes.
       —¡Cómo se te ocurre! Camina.
       Lo tomaron de los brazos y lo condujeron hasta la meseta, donde, ocultas tras las rocas, estaban las cabalgaduras. Le dieron la suya y la montó de un salto.
       —¡Guíenme! Corran adelante...
       Atravesaron la meseta corriendo velozmente y llegaron a la orilla de la ladera en el instante en que un disparo de los guardias atronaba el aire de la mañana.
       —Aquí está la bajada. ¡Lárgate!
       Apretó las piernas con toda su alma, espoleó vigorosamente al macho, y ciego, con el cabello erizado por el viento que volvía, el rostro sangrante, se lanzó cerro abajo como una tromba, pegado al animal que se deslizaba casi sentado sobre la pendiente, sintiendo cerca de él los gritos de sus camaradas y el resonar de las patas de las cabalgaduras.
       Cuando los soldados llegaron a la orilla de la meseta, los contrabandistas corrían ya por la garganta del desfiladero, a mucha distancia.


* * *

      Al día siguiente, el viejo Carmona fue desalojado del rancho. Inútiles fueron sus palabras para impedirlo. El sargento Urriola díjole:
       —Yo no le echo a usted la culpa de nada, pero es necesario que se vaya. Por culpa de su negocio ha pasado lo que ha pasado. Hágame caso si no quiere que lo saque a empujones, viejo Carmona.
       Y don Floridor no tuvo más remedio que liar sus bártulos y largarse con su mujer y su hija. Al irse dijo:
       —¡Buena cosa de harta pena que me da dejar esta mugre! Para lo que ganaba aquí... Ahí te quedas, vejestorio.
       Se iba sin pena. En el rancho familiar lo esperaba Davicito, con los bolsillos llenos de billetes y una sonrisa de fruta en su boca ancha y fresca. Antes de dar vuelta el camino miró hacia el rancho y vio que éste, de nuevo abandonado, tenía un gesto de asombro en su puerta abierta.



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