María Luisa Bombal
(Viña del Mar, 1910 - Santiago de Chile, 1980)
María Luisa Bombal: La abeja de fuego
por © Waldemar Verdugo Fuentes
(Fragmentos de este escrito fueron publicados
en revista Vogue-México).
En la literatura de Chile a María Luisa Bombal sólo se la compara
con Gabriela Mistral, en la perfección de su oficio. Logró Bombal
una de las más altas expresiones de la escritura en lengua española,
según pienso, encontrando en el resto de América sólo semejanza en
la obra de Juan Rulfo. Justamente, Bombal y Rulfo indicaron el trazo
pionero del llamado Realismo Mágico. A través de la fusión
de lo que es con lo que no es —de lo real con la poesía— se manifiesta
su literatura en la esencia misteriosa del mundo, enseñada con expresión
tersa, de ceñida transparencia, limpia del
frondoso barroquismo de los novelistas anteriores. La suya fue una
nueva manera de escribir, con algo de surrealismo y a la vez senda
de escape para los impulsos del subconsciente.
En lo personal, no imaginé que al correr de los años sería honrado
con el cultivo de la amistad de la Bombal; resultó que, casi una década
después del encuentro fortuito en Buenos Aires cuando ella me presentó
a Borges, viviendo en Chile nos trasladamos con mi mujer a vivir a
un departamento en las orillas del cerro Santa Lucía, en Santiago.
Allí, con agrado, supe que al cruzar la calle estaba María Luisa,
quien vivía provisoriamente en el hogar de Isabel Velasco Barahona;
luego se trasladaron ambas a otro departamento muy amplio en el edificio
que enfrenta al teatro “La Comedia”, donde recibía cordial a sus amigos,
y no tenía pocos. Llegaban a verla Oreste Plath y Pepita Turina, Luis
Sánchez Latorre, María Urzúa, Orlando Cabrera Leyva, Emilio Oviedo,
Gloria Urgüelles, Hermelo Aravena Williams, Ramón Angel Gotor, Juan
Antonio Massone, entre otros que yo conocía. Desde Buenos Aires llegaba
a visitarla cada tanto su hermana Blanca Bombal de Alvarez de Toledo.
Se hizo muy amiga de mi esposa Elga Pérez-Laborde. Su último tiempo
la asistió Isabel Velasco, junto a Elga le solucionaban sus labores
más personales. Eran los últimos años de la grande Bombal y amaba
al mundo para el que siempre tenía una sonrisa joven. Solía decir
una frase: “Recordar el ayer nos hace nacer. Imaginar el mañana nos
hace nacer. Nacemos siempre en el presente. Siempre nacemos, jamás
envejecemos. Siempre nacemos”.
Ella se mostraba paradójica y brillante, de lo más humilde que se
puede ser; nada la molestaba; deseaba nunca importunar; se diría que
estaba desde ya resignada a lo que viniera porque nada podría ya ser
demasiado. Nadie la vio derrotada. Era como una caña de bambú que
se inclina casi hasta llegar al suelo pero nunca jamás se quiebra.
Sucedió que, al igual que ocurrió con Juan Rulfo, el vuelo artístico
de su obra la había llevado tan alto que se había quedado sola. Uno
en su presencia estaba enfrentado a una mujer en el más alto concepto.
Era graciosa, como se espera de una mujer, e ingeniosa: imaginaba
divertidas y fenomenales tramas en la vida de quienes la rodeaban,
intercalando en la conversación malas palabras chilenas, argentinas
y en inglés que decía con la mayor gracia. A su humor, de evidente
raíz anglosajona, unía la malicia criolla chilena, utilizando un filo
irónico que dolía sin causar daño, sólo en afán de alegría. La recuerdo
preferentemente leyendo; era una gran lectora. En ciertas tardes llegaba
a vernos y decía: —“¡No los molestaré en nada! Sólo es que me carga
estar sola. Ustedes sigan haciendo lo suyo, yo me sentaré a leer y
si puedo escribiré algo, cuando Isabel vuelva de su trabajo me iré”.
Jamás osamos molestarla. Así la recuerdo: leyendo acomodada en un
cómodo sofá azul. Al final de su vida estaba ilusionada con la figura
de Diego de Almagro; para ella el conquistador de Chile era un héroe
romántico que quiso rescatar en su literatura, borroneando una trama
en que todo el acontecimiento sucedía la última noche del adelantado:
antes del alba, el hombre a punto de morir denunciaba la mítica empresa
de las armas de la conquista. Decía la Bombal de Diego de Almagro:
—“Era un hombre esencialmente bueno, porque leemos en todos los documentos
que hacen referencia a él casi pura acción justa; lo que no quiere
decir que fue débil o blando. Todo lo contrario; se nos muestra más
recio que el más hombre, uniendo a su vigor la necesaria suavidad.
Hizo un país sin saber leer ni escribir. Leer y escribir son una cualidad
innecesaria para un conquistador”.
Cuando hablaba de algún proyecto literario, que siempre los tenía,
describía con su mano en el aire la idea, haciendo ademanes que querían
rescatar de la nada una visión imprecisa, como situándose fuera del
tiempo y las cosas, mirando todo desde un cierto futuro. Solía preguntar
entonces: "¿Te puedes imaginar cómo sería la soledad de Diego de Almagro
adentrándose en Chile, sin encontrar jamás lo que soñó?". Para ella
la historia de la Conquista es una historia de grandes soledades,
infinitamente repetidas. El caso es que siempre intentaba escribir
algo más y nunca dejaba de tener cerca lápiz y papel, aunque para
ella fuese una tarea titánica:
—“Yo no sé por qué escribo —decía—. No se puede saber porqué. Poder
explicarlo sería como romper la magia; escribir es un aliento de la
Tierra, aliento divino, es como un ángel que pasa. Escribir es como
el roce del ala de un ángel de Dios que pasa”.
Al igual que Juan Rulfo, la Bombal es seriamente cuestionada por su
obra reducida, que cabe en un tomo. Sucede que cuando se escribe así
es imposible poseer la fecundidad de otros autores; la diferencia
entre calidad y cantidad es similar a la diferencia entre el que posee
el don y el que no lo posee. Esto es así y nada más. Sin embargo,
a diferencia de Rulfo (que lo tomaba con cierto humor), a María Luisa
la angustió al final su apagamiento creador. Decía:
—“Nací con mis libros adentro, pero estoy impedida de crear más. Me
asustó esta vida y es como si hubiera alguien cortado mi expresión;
porque si bien escribir es un don natural, el sentimiento es espontáneo,
la expresión hay que pulirla, y para mí es algo ahora que no alcanzo;
todo es enormemente dificultoso cuando escribo, nada me gusta, y al
llegar la tarde sólo rompo lo que pude escribir en el día, y nunca
es mucho. En la vida me han aplastado las transacciones, los juicios,
los bancos; los tratados me aterran y todo es una negociación y yo
odio negociar. Tal vez por eso ya no peleo contra Dios. Perdí la partida
con El; sólo pido piedad. Por eso me encanta lo que he podido escribir,
porque es tan poco. Mi estilo es serio y estudiado, aunque sencillo
y directo; yo no soy retórica. Me asustó siempre la soledad inmensa
que envuelve al escritor, no creo que exista oficio más solitario;
quizás por eso no escribí más. Me pregunto si alguien verá en la soledad
un placer; yo no”.
A los treinta años, Bombal ya era una escritora consagrada internacionalmente,
habiendo escrito sobre ella autores como Paul Valéry y Amado Alonso.
Su obra desde un comienzo fue traducida a otras lenguas, situándose
a partir de 1935 (cuando apareció en Buenos Aires La última niebla)
como un punto aparte en la literatura hispanoamericana. Es La
última niebla mezcla alquímica de sueño y realidad en el diario
de una mujer embrujada de amor, que anota —con extraordinaria sutileza—
lo que sus sentidos captan de una realidad presente y a la vez inmaterial:
es un diario de papel escrito con la materia de que está hecho el
sueño.
La niebla, presente como elemento atmosférico y utilizada en varios
otros sentidos, envuelve las páginas, a pesar de lo cuál la fisonomía
de cada personaje y cosa logra siempre rasgar el gran velo; porque
cada cosa también vive, el estanque de agua transparente, un carruaje
cruzando el camino entre el follaje, todo tiene su lugar, su propio
hálito de alguna manera palpable. Todas las criaturas se mueven con
alma, aunque parecen perfectamente irreales. Algunos personajes ni
siquiera tienen nombre; aparecen un instante quebrando la niebla,
se asoman y pasan. Y todos dejan una huella.
Lo que vive la protagonista ¿es irreal o concreto? Eso no lo sabemos.
La frontera entre la vida y la muerte aparece borrada por la niebla.
La trama es simple: marcada por un matrimonio infeliz, la mujer que
escribe el diario huye del mundo real, rumbo a sí misma, a través
de un proceso fantástico que al final la obliga a enfrentar la inexorable
pérdida de su juventud. Nada más otorga a toda la novela su movimiento
interior. La historia arranca con la heroína casada ese mismo día
con un primo, viudo y enamorado de su primera mujer, con el que llega
a vivir a una vieja casa de campo:
“La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo desaparecer
las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la terraza.
Anoche soñé que, por entre rendijas de las puertas y ventanas, se
infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color
de las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis
cabellos...”.
La niebla confunde el ensueño y la realidad, llegándose a transmutar
el elemento níbleo en soledad infinita, esencialmente femenina; la
mujer escribe desde la gran oquedad. Es también la niebla la energía
ciega que arranca de raíz las posibilidades humanas, en especial la
posibilidad del amor. Cierta noche, por asuntos familiares, el matrimonio
va a la ciudad; una ciudad que no tiene nombre ni ubicación geográfica.
Es una noche cargada de niebla. Inquieta, la mujer escapa de su marido
y camina como poseída, anda por calles y avenidas. Llega a una plaza
misteriosa; la luz blanca de un farol que apenas brilla a través de
la niebla, alarga su propia silueta y proyecta, de pronto, junto a
ella, otra sombra. Y la sombra de un hombre desconocido invade su
propia sombra, y se deja llevar por el hombre, que jamás dice una
palabra, hasta una casa que nace de la niebla misma. Al cabo de unas
horas regresa junto a su marido, "agobiada de felicidad": a partir
de aquella noche se deja envejecer saboreando la dicha de un instante,
aguardando la dicha de otro instante.
Así pasa los años: “Me miro al espejo y me veo, definitivamente marcadas
bajo los ojos, esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes, al
reír. Mi seno está perdiendo su redondez y consistencia de fruto verde.
La carne se me apega a los huesos y ya no parezco delgada, sino angulosa.
Pero ¡qué importa! ¡Qué importa que mi cuerpo se marchite, si conoció
el amor! Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve
una hermosa aventura, una vez... tan sólo con un recuerdo se puede
soportar una larga vida de tedio...
“Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo encontrar
hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final
de una alameda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal vez nunca
lo encuentre. No importa; el mundo me parece lleno de posibilidades;
en cada minuto hay para mí una espera, cada minuto tiene para mí su
emoción... Hay mañanas en que me invade una absurda alegría. Tengo
el presentimiento de que una felicidad muy grande va a caer sobre
mí en el espacio de veinticuatro horas. Me paso el día en una especie
de exaltación”.
El conflicto quiebra en dos a la protagonista: una mitad de ella escribe
y la otra mitad busca indefinidamente, produciéndose encuentros plenos
de embriaguez inicial que se vuelven puro espejismo, para modelar
una vez más la imagen ideal en la niebla, nunca precisa, incompleta,
siempre con una expectativa abierta al futuro. Es así como, una tarde,
cree ver a su amante fantasma pasar tras la ventanilla de un coche
cerrado:
“Sucedió éste atardecer, cuando yo me bañaba en el estanque. De costumbre
permanezco allí largas horas, el cuerpo y el pensamiento a la deriva.
A menudo no queda de mí en la superficie, más que un vago remolino;
yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo parece detenerse
bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia fosforescente, donde
cada uno de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y
yo exploro minuciosamente los repliegues de ese antro de silencio.
Recojo extrañas caracolas, cristales que al traer a nuestro elemento
se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo piedras bajo
las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas atolondradas
y escurridizas. Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando
divisé a lo lejos, entre la niebla, venir silencioso, como una aparición,
un carruaje todo cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se
abrían paso entre los árboles y la hojarasca sin provocar el menor
ruido.
Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando en mi
desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.
El carruaje avanzó lentamente, hasta arrimarse a la orilla opuesta
del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron,
sin abrir un solo círculo en la tersa superficie.
Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis nervios lo
presentían.
Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces, asomarse e
inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre. Reconocí inmediatamente
los ojos claros, el rostro moreno de mi amante.
Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie de grito
ronco, indescriptible. No podía llamarlo, no sabía su nombre. El debió
ver la angustia pintada en mi semblante, pues, como para tranquilizarme,
esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán de la mano.
El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siguiera tiempo
para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como
si se lo hubiera tragado la niebla.
Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara estupefacta.
La balsa ligera en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre
el agua, estaba inmovilizada detrás de mí.
Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité frenética:
—¿Lo viste, Andrés, lo viste?
—Sí, señora, lo vi —asintió tranquilamente el muchacho.
—¿Me sonrió, no es verdad, Andrés, me sonrió?
—Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua, no se vaya
a desmayar —dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.
Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas que el otoño
recostaba sobre el estanque...”.
Diversos acontecimientos pequeños y mágicos envuelven a la heroína,
con su visión romántica de las cosas: “Dócilmente, sin desesperación,
espero siempre su venida. Después de la cena, bajo al jardín para
entreabrir furtivamente una de las persianas del salón. Noche a noche,
si él lo desea, podrá verme sentada junto al fuego o leyendo bajo
la lámpara. Podrá seguir cada uno de mis movimientos e infiltrarse,
a su antojo, en mi intimidad. Yo no tengo secretos para él...
“La hora de comida me parece interminable.
Mi único anhelo es estar sola para poder soñar, soñar a mis anchas.
¡Tengo siempre tanto en qué pensar! Ayer tarde, por ejemplo, dejé
en suspenso una escena de celos entre mi amante y yo.
Detesto que después de cenar me soliciten para la tradicional partida
de naipes. Me gusta sentarme junto al fuego y recogerme para buscar
entre las brasas los ojos claros de mi amante. Bruscamente, despuntan
como dos estrellas y yo permanezco entonces largo rato sumida en esa
luz. Nunca como en esos momentos recuerdo con tanta nitidez la expresión
de su mirada.”.
“Hay días en que me acomete un gran cansancio y, vanamente, remuevo
las cenizas de mi memoria para hacer saltar la chispa que crea la
imagen. Pierdo a mi amante.
Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento que derrumbó
tres nogales e hizo persignarse a mi suegra, lo indujo a llamar a
la puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del
gabán muy subido. Pero yo lo reconocí y me desplomé a sus pies. Entonces
él me cargó en sus brazos y me llevó así, desvanecida, en la tarde
de viento... Desde aquel día no me ha vuelto a dejar.
El pálido otoño parece haber robado al estío esta ardiente mañana
de sol... Busco mi sombrero de paja y no lo hallo. Lo busco primero
con calma, luego, con fiebre... porque tengo miedo de hallarlo. Una
gran esperanza ha nacido en mí. Suspiro, aliviada, ante la inutilidad
de mis esfuerzos. Ya no hay duda posible. Lo olvidé una noche en casa
de un desconocido. Una felicidad tan intensa me invade, que debo apoyar
mis dos manos sobre el corazón para que no se me escape, liviano como
un pájaro. Además de un abrazo, como a todos los amantes, algo nos
une para siempre. Algo material, concreto, indestructible: mi sombrero
de paja”.
Cierta noche sueña: “Hay una cabeza reclinada sobre mi pecho, una
cabeza que minuto a minuto se va haciendo más pesada, más pesada,
y que me oprime hasta sofocarme. Despierto. ¿No será acaso un llamado?
En una noche como ésta lo encontré... tal vez haya llegado el momento
de un segundo encuentro. Echo un abrigo sobre mis hombros. Mi marido
se incorpora, medio dormido.
—¿Adónde vas?
—Me ahogo, necesito caminar... No me mires así: ¿Acaso no he salido
otras veces, a esta misma hora?
—¿Tú? ¿Cuándo?
—Una noche que estuvimos en la ciudad.
—¡Estás loca! Debes haber soñado. Nunca ha sucedido algo semejante...
Temblando me aferro a él.
—No necesitas sacudirme. Estoy bien despierto. Nunca, te repito ¡nunca!
Asegurando mi voz, trato de persuadirle:
—Recuerda. Fue una noche de niebla. Cenamos en el gran comedor, a
la luz de los candelabros...
—¡Sí y bebimos tanto y tan bien que dormimos toda la noche de un
tirón!
—Grito: ¡No! Suplico: ¡Recuerda, recuerda!
Daniel me mira fijamente un segundo, luego me interroga con sorna:
—¿Y en tu paseo encontraste gente aquella noche?
—A un hombre —respondo provocante.
—¿Te habló?
—Sí
—¿Recuerdas su voz?
¿Su voz? ¿Cómo era su voz? No la recuerdo. ¿Por qué no la recuerdo?
Palidezco y me siento palidecer. Su voz no la recuerdo... porque no
la conozco. Repaso cada minuto de aquella noche extraordinaria. He
mentido a Daniel. No es verdad que aquel hombre me haya hablado.
—¿No te habló? Ya vez, era un fantasma...
Esta duda que mi marido me ha infiltrado; esta duda absurda y ¡tan
grande! Vivo como con una quemadura dentro del pecho. Daniel tiene
razón. Aquella noche bebí mucho, sin darme cuenta, yo que nunca bebo...
Pero en el corazón de la ciudad esa plaza que yo no conocía y que
existe... ¿Pude haberla concebido sólo en sueños?... Y mi sombrero
de paja? ¿Dónde lo perdí, entonces?”.
La mujer vive con ese sólo indicio de que su aventura haya sido algo
más que un sueño: el sombrero de paja. Pero eso es todo. Su único
testigo, el pequeño hijo del jardinero, que había visto al amante
sonreírle desde el carruaje, Andrés, había muerto: de él solo encuentran
"su chaqueta de brin sobre una balsa que flota a la deriva en el estanque.
—La red, al engancharse en algo, debe haberlo arrastrado. El infeliz
no sabía nadar y...
—¿Qué dices? —interrumpo; y como Daniel me mira extrañado, me abrazo
a él gritando desesperadamente— ¡No! ¡No! ¡Tiene que vivir, tienes
que buscarlo!
Se le busca, en efecto, y se extrae, dos días después, su cadáver
amoratado, llenas de frías burbujas de plata las cavidades de los
ojos, roídos los labios que la muerte tornó indefensos contra el agua
y el tiempo.
Ante su padre, que se postró sin un gemido, yo me atreví a tocarlo
y a llamarlo.
Y ahora, ¿ahora cómo voy a vivir?”.
“Durante el día no lloro. No puedo llorar. Escalofríos me empuñan
de golpe, a cada segundo, para traspasarme de pies a cabeza con la
rapidez de un relámpago. Tengo la sensación de vivir estremecida.".
“Y me dije: si olvidara todo; mi aventura, mi amor, mi tormento. Si
me resignara a vivir como antes de mi viaje a la ciudad, tal vez recobraría
la paz...
Empecé entonces a forzarme a vivir muy despacio, concentrando mi imaginación
y mi espíritu en los menesteres de cada segundo.
Vigilé, sin permitirme distracción alguna, el difícil salvamento de
las enredaderas, que el viento había derribado. Hice barrer las telarañas
de la azotea, mandé llamar a un cerrajero para que forzara la chapa
de un mueble, donde muchos libros se alinean, cubiertos de polvo.
Desechando todo ensueño, rebusqué y traté de confinarme en los más
humildes placeres, elegir caballo, seguir al capataz en su ronda cotidiana,
recoger setas con mi suegra, aprender a fumar.
¡Ah! ¡Cómo hacen para olvidar las mujeres...!”.
“A veces, cuando llego a distraerme unos minutos, siento, de repente,
que voy a recordar. La sola idea del dolor por venir me aprieta el
corazón. Y junto mis fuerzas para resistir su embestida, pero el dolor
llega, y me muerde, y entonces grito despacio para que nadie oiga.
Soy una enferma avergonzada de su mal.
¡Oh, no! ¡Yo no puedo olvidar! Y si llegara a olvidar, ¿cómo haría
entonces para vivir?".
Y no olvida. Muchos años después vuelve otra vez a la ciudad, busca
la calle y la casa del recuerdo, entre la niebla. Ha pasado una vida,
pero, en verdad, es la primera vez que ella intenta ver a su amante.
Describe la noche: "En medio de la neblina, que desmaterializa todo".
La niebla destruye la realidad, le prohíbe la dicha de llegar a él
de inmediato, una vez decidida a verlo: "La niebla, con su barrera
de humo, impide toda visión directa de seres y cosas, provocando una
retirada hacia dentro de uno mismo". La niebla se ha convertido en
un símil de la visión emocional de la mujer, una visión que ha de
hacerse añicos, al hallar, precisamente, la casa que supone sea la
de su amante. Pero no lo es. La casa sólo existe en su recuerdo y
el sueño de su amor se hace insostenible. Entonces, ¿era todo un sueño?
Así lo cree, desfallecida. La niebla, finalmente, la ha vencido:
“Después de todo, ¿por qué la lucha? Fue mi destino; la casa, mi amor
y mi aventura, han desaparecido con la niebla." Todo se lo quedó la
última niebla, el elemento siniestro, la presencia destructiva de
la naturaleza atmosférica. La última niebla ha vencido la profundidad,
todo ahora es superficial; ha perdido su dimensión la vida; las distancias
son ahora sobrehumanas, su amante se alejó más allá de lo posible...Todo
es irreal, se ha dividido, acabó. Ya ni siquiera le importa mantener
el precario sentido de identidad. La última niebla la rasgó a ella
misma. Así cierra fuertemente los ojos y es asaltada por una visión:
"...la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre una mesa en la
Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un vientre
sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja, ¡qué
repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte?...”.
“Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad.
Parece no haber dado ninguna importancia al incidente... Tal vez sea
mejor, pienso, y lo sigo. Lo sigo para llevar a cabo una infinidad
de pequeños menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades
amenas; para llorar por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para
vivir correctamente, para morir correctamente, algún día.
Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un carácter de
inmovilidad definitiva".
La estructura de la historia en cortas ráfagas que lleva a la heroína
a la “inmovilidad definitiva”, es la misma estructura que usaría Juan
Rulfo, y hace pensar en Pedro Páramo, estático, obsesionado
por la tragedia del amor, dejando que su pueblo de Comala perezca
arrasado por el tiempo, es el mismo: el del amor insatisfecho. Una
idea antigua exaltada en un idioma moderno, sin que ello signifique
sacrificio alguno de nuestra lengua. Por el contrario; la entereza
de Rulfo y la Bombal radica en manejar una idea precisa de lo que
buscan lograr, moviendo en una sola armonía todo su mundo creado según
la idea original: a partir del verbo. María Luisa Bombal introduce
en castellano la llamada “corriente de la conciencia”, esa forma que
se dio en el inglés naturalmente, pero desconocida en nuestro idioma,
de lo más difícil; antes de La última niebla se pensó que
la estructura del castellano impedía acercarse a este estilo. Pero
no, ella se ubicó de inmediato con su pequeño mundo admirable, donde
un paso más y el lenguaje pudo disolverse en la nada. En la nada literaria,
por supuesto.
La última niebla es vista de ordinario como la obra que señala
con nitidez el momento de cambio en la estructura de la novela contemporánea
de América. Ubican los críticos al año 1935 como el momento en que
se inicia propiamente nuestra literatura contemporánea: la estructura
pionera del Realismo Mágico en América, entonces, comienza con la
Bombal y finaliza con Rulfo, en 1955 (cuando aparece Pedro Páramo).
A partir de allí surge propiamente trazado el camino que marca el
nacimiento (como es lo común que haya cada cierto tiempo en la historia
de la literatura universal) de toda una Escuela, y que ha de tener
en Gabriel García Márquez su más popular exponente, y luego a escritores
de enorme popularidad que se arrastran hasta hoy, como Isabel Allende.
Súmese a la Bombal ser pionera entre las escritoras en nuestra lengua
que se atreve a presentar abiertamente una entrega amorosa con un
desconocido, amparada bajo una técnica narrativa propia, velando la
realidad sin que ésta deje de fluir animada de excepcional fuerza
lírica. Es éste real estado mítico de los sueños en que suspende a
su heroína, justamente, la base del Realismo Mágico; ese elemento
casi milagroso que funde la realidad con su transmutación ideal, de
tal forma que hace imposible aislar lo que cabe de ficción y lo que
tiene de concreto. ¿Cómo dio la Bombal vida a su primera novela? Radicaba
en Buenos Aires; antes había estado mucho tiempo en París, donde se
había licenciado en letras en La Sorbone, y ahora vivía en
la casa de Pablo Neruda:
—“En la calle Corrientes. En la cocina de la casa de Pablo escribí
La última niebla; era una cocina preciosa, blanquísima, con luz
espléndida y una mesa muy cómoda. Con Pablo nos peleábamos el sitio
para escribir”, solía recordar. De esos días, decía que sólo le interesaba
conocer el dominio del verbo para tomar de él un lado preciso que
le sirviera para armar sus frases: “descartaba varias palabras, hasta
encontrar aquella que contenía todos los requisitos. Con Pablo nos
habíamos prometido nunca ser retóricos, es decir que avanzaba dos
páginas un día y al otro dudaba de una de ellas. Era implacable con
mi prosa entonces y siempre seguí así, porque se escribe para decir
algo, y para decirlo con poesía. Y no se puede escribir nada sin ritmo.
Mi ritmo, pienso, lo aprendí de mis lecturas y de mi propia intuición.
Entonces yo admiraba a los mismos autores que admiro ahora: Knut Hamsun,
Andersen, los nórdicos; quizás de ellos hay algo en mi primera novela,
porque un escritor es también todos los escritores que ha leído. En
aquella época yo sabía que tenía que ser lógica, y al mismo tiempo
poética”.
En Buenos Aires la escritora nutrió su carga emocional de varia fuentes,
incluso un matrimonio temprano que devino en "una experiencia no ingrata".
El primer matrimonio de la Bombal fue para su amigo Jorge Luis Borges
una ironía del destino, porque él mismo fue quien la presentó con
Jorge Larco, entonces un afamado artista plástico argentino que la
desposó. Del hecho, muchos años después, Borges recordaría una pintura
de María Luisa que Jorge Larco le prometiera sin cumplir; en Elogio
de la sombra (Emecé, 1969) dice en su poema “The Unending Gift”:
Un pintor nos prometió un cuadro. Ahora, en New England, sé que ha
muerto. Sentí como otras veces, la tristeza de comprender que somos
como un sueño. Pensé en el hombre y en el cuadro perdidos. (Sólo los
dioses pueden prometer porque son inmortales.) Pensé en un lugar prefijado
que la tela no ocupará. Pensé después: si estuviera ahí, sería con
el tiempo una cosa más, una cosa, una de las vanidades o hábitos de
la casa; ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y
cualquier color y no atada a ninguno. Existe de algún modo. Vivirá
y crecerá como una música y estará conmigo hasta el fin. Gracias,
Jorge Larco. (También los hombres pueden prometer, porque en la promesa
hay algo inmortal.)
Otra influencia importante en la Bombal en Argentina debieron ser
sus amigos de entonces. A Neruda y Borges, se sumaban Eduardo Gudiño
Kieffer, Adolfo Bioy Casares, Manuel Mujica Laínez, Victoria Ocampo,
Ramón Gómez de la Serna, Luigi Pirandello que vivía entonces en Buenos
Aires, como Alfonsina Storni y García Lorca: “Con Federico recorríamos
todos los cafetines; era un encantador, el hombre más vital que se
puede conocer en la vida. Nos interpretaba al piano ‘María Luisa es
así’; tocaba muy bien el piano, y podía estar alegre o triste, pero
siempre con una broma que decir; conversaba Federico como si estuviera
recitando. Recuerdo que íbamos juntos a la casa de Oliverio Girondo
y Norah Langue, y allí nos estábamos, noches enteras conversando...
cuando Federico retornó a España, le dimos una despedida, pero todo
fue muy triste, él estaba angustiado como nunca, presentía lo que
iba a pasarle; yo me sentí muy extraña, y lloramos. Después ocurrió
la tragedia de Alfonsina, que era tan afectuosa. La vi muerta y estaba
muy bonita. El apellido Storni es de origen suizo, y Alfonsina estaba
orgullosa de su origen, aunque era de lo más humilde en su trato diario;
pienso que todos sus amigos aprendimos algo de ella”.
Es esos días el Instituto de Filología Argentino era dirigido por
Amado Alonso, que hace el prólogo de La última niebla. Dice
el maestro español; “Lo que a mí, que no soy crítico de oficio, me
ha movido a llamar la atención sobre la aparición de una novelista
de calidad no común, es haber visto que en este primer libro de María
Luisa Bombal hay una creación de verdadero rango poético. No es que
aluda con esto al lirismo como exaltación sentimental que en verdad
es como el elemento respirable de esta historia; aludo a una construcción
de sentido poético, de la cual la atmósfera lírica no es más que la
necesaria emanación y la cual se supeditan servilmente todos los factores
de realización artística...”.
Estaba, entonces, Amado Alonso asistido por Pedro Henríquez Ureña,
y allí, en el Instituto de Filología Argentino le prestaban a la Bombal
una máquina de escribir en que dio a luz su segunda novela: La amortajada,
en el año 1938.
La amortajada recrea una de las preocupaciones existenciales
que ha inspirado leyendas fabulosas: ¿es posible recordar después
de la muerte? ¿La vida es la continuidad de una muerte previa, inicial?
Es ésta una antigua duda filosófica que ha impregnado a la literatura
desde siempre, ya que, como se sabe, sólo a la imaginación le ha sido
dado tejer sus redes para construir un posible magnífico puente que
una las riberas de la esencia y la existencia; entre lo que es y lo
que es de verdad. Es La amortajada un relato del pensamiento
de una mujer encerrada en su féretro, resignada al fin de las cosas
humanas, un día en que, detrás de los ojos envueltos en largas pestañas
de la protagonista, el lector descubre la presencia de vida más allá,
postulando la Bombal que, naturalmente, una vez rasgado el velo no
se desea recobrar lo ya ocurrido (al contrario de Marcel Proust, que
soñaba recuperar el tiempo perdido). Para ella la muerte forma parte
de la vida, siendo único el tiempo lineal asaltado por los quiebres
soberbios de la conciencia. En la obra, las frases musicales forman
una trama lírica en el fondo de la muerta, que, raramente, está siendo
azotada por una tempestad interior, aunque todo el ambiente es apacible,
a media voz, transcurre dentro de ese silencio que posee el cuerpo
muerto. Nunca un estallido disonante perturba las evocaciones; la
amortajada recuerda sin prisa, ve como si no viera. Es cierto que
el recuerdo de sus amores la inunda sobresaltada, como algo de súbito
percibido, pero no más.
Piensa la mujer en el féretro: “Deben tener alma los que la sienten
dentro de sí bullir y reclamar. Tal vez sean los hombres como las
plantas; no todas están llamadas a retoñar y las hay en las arenas
que viven sin sed de agua porque carecen de hambrientas raíces”.
Esta es toda la trama: una mujer en su catafalco que se asoma a la
vida a través de la muerte, eso es todo; sin embargo, la Bombal concibe
un soberbio análisis sociológico en su descripción de sutiles y complejas
emociones. Transcurre el fascinante relato durante el velatorio y
el entierro de la amortajada, quien asiste, con lúcido distanciamiento,
al cortejo de personas que van inclinándose sobre el ataúd. Sus pensamientos
los sabemos a lo largo de un soliloquio que devela hondos y alucinados
paisajes de un alma y sus secretas pasiones. La amortajada sabe lo
que cruza al interior de quienes ahora se asoman al borde del féretro,
descubriendo tristeza y piedad hacia ella, pero también oscuros y
egoístas sentimientos. Esta reconstrucción de la existencia de la
heroína, ya roto el hilo que la ataba a lo contingente, ve desde su
perspectiva lo que fue y no pudo ser; experimenta la realidad como
la gran ficción de la que un día formó parte.
La historia transcurre, por tanto, en una doble proyección: la de
la visión sicológica y la que expresa aquello que desborda cualquier
palabra, de lo que se halla más allá del lenguaje. Es una realidad
bordada con los hilos del ensueño, tejiendo uno de los retratos femeninos
más ricos que conocemos, pleno de misterios, cuajado de insinuaciones.
La amortajada va sumando los dramáticos hechos con la clarividencia
que le permite saber lo que en vida nunca supo de quienes la rodearon,
haciendo hincapié la Bombal en la diferencia de posibilidades alrededor
del amor que experimentan los sexos, rodeando la atmósfera interna
del suceso de continuo hálito secreto, esencialmente femenino. No
sabemos nunca qué ha sucedido antes ni atisbamos lo que sucederá,
sólo el instante supremo en breves pinceladas que definen el hechizo
de un alma enamorada. Ese estado de la mente se manifiesta con mínimo
de palabras, entregada la vida entera solo en una alusión.
El de la escritora es el arte de la sugerencia en esta extraña perspectiva
desde la cual está narrada la obra, en que trata con cierta graciosa
familiaridad a la muerte enfrentada como parte de la vida y, a la
vez, como reflejo bizarro: la protagonista está inocentemente ubicada
entre ambos reinos, como si cada palabra para designar lo vivo y lo
muerto pudiera ser la misma. La fuerza musical del texto arranca de
alguien que habla consigo mismo, sin preámbulo, francamente, unida
imagen y palabra castellana en su más alto verbo.
“Ningún gesto mío consiguió provocar lo que mi muerte logra al fin.
Ya vez, la muerte es también un acto de vida”, susurra la amortajada
en el instante en que su hija, ayer lejana, hoy llora y se abraza
a su cuello, intentando alcanzarla o detenerla, acabar esa penosa
inmersión en que “descendía lenta, lenta, esquivando flores de hueso”.
¿Cómo veía esta obra su creadora? Decía María Luisa que la atmósfera
de La amortajada, como la que vive en toda su obra, es aquella
misma atmósfera de su infancia, allá en los fundos del sur de Chile:
“De ahí sale una como impregnada de sombra y poesía para toda la vida.
Chile es un país mágico. El sur tiene algo de wagneriano, aunque sea
acusada de retrógrada; el sur chileno cala definitivamente en quien
lo ve alguna vez; tiene la fuerza del misterio. La amortajada es
un relato retrospectivo. Es la historia de una muerta feliz, quien,
desde su estado singular ve todo con mayor equilibrio. Serenamente
piensa a partir del momento en que deja la vida y la amortajan...
no está ya descontenta de lo que vivió ni inquieta ante lo que vendrá.
Ha perdido el miedo a la muerte. Porque... lo juro. No tentó a la
amortajada el menor deseo de incorporarse. Sola, podría, al fin, descansar”.
María Luisa Bombal creó —que se sepa— no más que cuatro cuentos: “El
árbol”, “Las islas nuevas”, “Lo Secreto” y “Trenzas”. Están
al mismo nivel que sus novelas: son magníficos. Recrean su estilo
propio y se leen con fruición. Por las páginas aparecen y desaparecen
los personajes, los lugares, de similar forma súbita que en sus novelas.
Los seres simplemente se revelan en el momento; sin ser presentados
son convocados no importando su pasado o la razón de su presencia,
y el lector no necesita esta presentación de rigor que es común, no
hace falta: tal es la gracia. Cada ser, cada cosa y suceso se justifica
sólo en el momento de su aparición, con el solo hálito poético. De
allí la justificada altura lírica que es común que la crítica atribuya
a los relatos.
En “El árbol”, que publica en 1939, señala el paso del tiempo
en función del crecimiento de una planta, enfrentándole las acciones
y vida de una mujer joven, que compensa su soledad con los murmullos
y aliento propio del árbol gomero que va cubriendo la ventana impidiéndole
ver al mundo exterior. Al principio asistimos a un concierto de piano.
Al igual que la música, desde el primer instante, Brígida la
heroína, es impalpable como la música. Brígida sabe poco de
conciertos. Brígida es ignorante, “es tan tonta como linda,
dicen”. Sin embargo, las notas de Mozart le tienden el puente que
le permitirá transitar en el recuerdo de su juventud, cuando se casó
con un hombre mayor, un amigo de su padre. Ahora es Beethoven quien
la transporta a su vida amorosa frustrada, a la falta de pasión de
su marido, a su secreto consuelo en el cuarto de vestir, por cuya
ventana asoma el frondoso árbol, cada vez más crecido. Brígida
conversa con el gomero, es su único confidente posible. Porque, así
cuando el árbol no le conteste, el poder hablar le hace más fácil
su desgracia. Un día, con la música de Chopin de fondo, llega a cierta
resignación conyugal, y entra en una paz impuesta parecida a la muerte;
ahora se aferra más que antes a su amigo, el árbol, hasta que, de
súbito algo terrible sucede. La suerte del árbol y el desenlace en
la vida de Brígida son, misteriosamente, una sola cosa.
En las breves quince páginas de “El árbol”, la Bombal revela
en manera maravillosa el corazón de una mujer, y lo hace fluidamente,
como la música que oye Brígida, a la que se suma la forma de
decir tal cual si la protagonista no hablara, más bien recitara...
y no se trata de una simple técnica. No. Ahora es lo común en nuestros
autores que al narrar no sigan un orden lógico ni cronológico, que
no presenten en forma previa, que no describan antecedente alguno,
simplemente también nos introducen de lleno en la acción, en cuyo
devenir se ha de aclarar el medio, los caracteres, la atmósfera...
pero se les nota el procedimiento, cierta factura técnica que en lo
que escribe Bombal es pura intuición, melodía verbal sólo posible
en un estilo sin traza de estructura, nada más que en creciente, como
la luna o un árbol.
En “Las islas nuevas”, que publica en 1939, una mujer, Yolanda,
sueña “sueños horribles”. Alguien le insiste en que no debe dormir
apoyado su cuerpo en el corazón porque es la razón de sus pesadillas.
“Ya lo sé”, respondía ella, “sin cambiar de postura”. Tal cual una
pesadilla, el argumento es aparentemente caótico, está escrito con
jirones erráticos, sin embargo una estricta lógica sentimental atraviesa
cada frase. La coherencia emocional es aquí la misma común a la Bombal:
la unidad del corazón de la mujer frente al corazón disperso viril.
La trama inicia en el campo: “Toda la noche el viento había galopado
a diestro y siniestro por la pampa, bramando, apoyando siempre sobre
una sola nota”. Un tren pasa a lo lejos, “como un movimiento en suspenso,
como una amenaza que no cumple”. Una mujer toca en el piano. Los hombres
salen al alba a acechar el surgimiento de las islas nuevas en las
lagunas: “Amanecía. Bajo un cielo resuelto, allá contra el horizonte,
divisaban las islas nuevas, humeantes aún del esfuerzo que debieron
hacer para subir de quién sabe qué estratificaciones profundas.
—¡Cuatro, cuatro islas nuevas! —gritaban”.
Cazaban. Retornaban. “¡Que absurdo, los hombres! Siempre en movimiento,
siempre dispuestos a interesarse por todo. Cuando se acuestan dejan
dicho que los despierten al rayar el alba. Si se acercan a la chimenea
permanecen de pie, listos para huir al otro extremo del cuarto, listos
para huir siempre hacia cosas fútiles. Y tosen, fuman, hablan fuerte,
temerosos del silencio como de un enemigo que al menor descuido pudiera
echarse sobre ellos, adherirse a ellos e invadirlos sin remedio”.
La mujer, en el pasado, estuvo a punto de casarse con uno de esos
hombre; ahora sueña con otro, este otro la busca, pero ella se le
escapa. Todos comen en silencio. Los hombres van a las lagunas. "Echan
los botes al agua, dispuestos al abordaje de las islas nuevas que
allá, en el horizonte, sobrenadan defendidas por un cerco vivo de
pájaros y espuma. Todo hierve, se agita, tiembla".
Al nuevo día, “los cazadores se detienen, una vez más, al borde de
las lagunas por fin apaciguadas. Mudos, contemplan la superficie tersa
de las aguas. Atónitos, escrutan el horizonte gris. Las islas nuevas
han desaparecido”.
El último varón recuerda a su esposa muerta, la compara con Yolanda,
que tiene pesadillas por dormir encima de su corazón: "¡Cinco años
ya que murió! Era tan frágil. Puede que el anillo de oro liso haya
rodado ya de entre sus frívolos dedos desmigajados hasta el hueco
de su pecho hecho cenizas. Puede, sí. Pero ¿ha muerto? No. Ha vencido
a pesar de todo. Nunca se muere enteramente. Esa es la verdad". Su
hijo mira ahora con los ojos azules y cándidos de la muerta. Y el
hombre piensa en Yolanda, la que duerme sobre su lado izquierdo.
“¿Qué hará?”, se pregunta. “¿Qué hará mientras él arrastra sus botas
pesadas de barro y mata a los pájaros sin razón ni pasión?”. Y el
hombre aborda en su bote la orilla más cercana y echa a andar.
“Llega a la tranquera, cruza el parque, luego el jardín con sus macizos
de camelias; desempaña con su mano enguantada el vidrio de cierta
ventana y abre a la altura de sus ojos dos estrellas, como en los
cuentos.
Yolanda está desnuda y de pie en el baño, absorta en la contemplación
de su hombro derecho.
En su hombro derecho crece y se descuelga un poco hacia la espalda
algo liviano y blando. Un ala. O más bien un comienzo de ala. O mejor
dicho un muñón de ala. Un pequeño miembro atrofiado que ahora ella
palpa cuidadosamente, como con recelo.
El resto del cuerpo es tal cual él se lo había imaginado. Orgulloso,
estrecho, blanco”.
El hombre cree ser víctima de una alucinación y huye, huye hasta la
ciudad. En la ciudad, en su casa, con su hijo dormido, “un gran cansancio
lo aplasta de golpe. No sabe nada, no comprende nada. ¡Si telefoneara
a Yolanda!” Y lo hace. “Descuelga el tubo mientras un relámpago enciende
de arriba abajo los altos vitrales. Pide un número. Espera... Largo
rato el llamado repercute... Y de pronto lo esperado se produce: alguien
levanta la horquilla al otro lado de la línea. Pero antes de que una
voz diga ‘Hola’ cuelga violentamente el tubo... No se siente capaz
de remontar los intrincados corredores de la naturaleza hasta aquel
origen. Teme confundir las pistas, perder las huellas, caer en algún
pozo oscuro y sin salida para su entendimiento... apaga la luz, y
se va”.
Refiriéndose a “Trenzas”, que publicó en 1940, Bombal decía:
“La mujer no es más que una prolongación de la naturaleza, de todo
lo cósmico y primordial. Mis personajes femeninos poseen una larga
cabellera porque el cabello, como las enredaderas, las une a la naturaleza.
Es ésta la razón de que el cabello siga creciendo aún después de morir,
como una ofrenda aún más allá de todo, entonces, ‘Trenzas’
es una ofrenda al aspecto del cuerpo femenino por excelencia”.
Este relato es un rito solar, envuelve como una danza, como una ronda
que encierra en su círculo a mujeres eternas en su esencia literaria:
Isolde, princesa de Irlanda (“...Sé y debo decirlo, que hasta cuando
Isolde dormía, su cabellera seguía alentando entreabierta, ya sea
en la almohada del castillo de Tintajel, ya sea en los trigos del
destierro... y florecía de flores extrañas que ella arrancaba atemorizada
a cada amanecer”); Melisanda, con sus rubias trenzas “más largas que
su mismo cuerpo delicado”; las trenzas de la dulce María de Jorge
Isaac, “segadas y envueltas en el delantal azul con que ella regara
su pequeño rincón de jardín... picoteadas de mariposas secas y de
recuerdos...”; a otras trenzas hace también alusión Bombal: recuerda,
por ejemplo, aquellas de la octava mujer de Barba Azul, “trenzas complicadamente
peinadas en cien y más sedosas y caprichosas culebras” que salvarían
su vida para hacer de ella no más la octava mujer, sino que la última.
Todas ellas, mujeres girando enloquecidas con sus trenzas al viento
como ofrenda al eterno femenino: “Porque la cabellera de la mujer,
arranca desde lo más profundo y misterioso; desde allí donde nace
y tiembla la primera burbuja; que es desde allí que se desenvuelve,
lucha y crece entre muchas y enmarañadas fuerzas, hasta la superficie
de lo vegetal, del aire y hasta las frentes privilegiadas que ella
eligiera”. En “Trenzas”, la Bombal insinúa una bifurcación
de la mujer en dos posibles maneras: delicada y frágil en oposición
a la valerosa e independiente.
Todo el relato parece estar estructurado para referir las últimas
cuatro páginas, que cuentan la historia de dos hermanas: una bella
en extremo, la otra “terca pero justa”. “La hermana mayor, marchita
ya desde muy joven recortóse el pelo, vistió poncho de vicuña y a
pesar de las afligidas protestas... retiróse al inmenso fundo del
Sur”. Allí vivía cuando el guardabosque bajara la hondonada gritando:
“¡Incendio!” Era el derrumbe de su mundo de mujer sola: “Del inmenso
bosque en ruinas empezaron a brotar enormes lenguas de humo, tantas
y tan derechas como árboles se habían erguido en el mismo sitio. Durante
un breve instante, aquel fantasma de bosque osciló y vivió frente
a su dueña y servidores que lloraban. Ella no”.
En la ciudad, entre tanto, a medida que transcurre el devastador incendio,
la vida de la otra hermana, la linda, comienza a escapársele por su
trenza roja, bellísima, unida extrañamente al fuego que todo lo estaba
consumiendo: “el médico aseguró que había agonizado la noche entera.
Pero el bosque hubo de agonizar y morir junto con ella y su cabellera,
cuyas raíces eran las mismas”.
Cierra los cuentos publicados por Bombal “Lo Secreto”, un breve sueño
que dio a luz en 1940. Sólo en cinco páginas nos permite observar
lo que ella vio en el fondo del mar, “aguas abajo, más abajo de la
honda y densa zona de tinieblas”, donde “el océano vuelve a iluminarse.
Una luz dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas
como soles”. “Toda clase de plantas y de seres helados viven allí
sumidos en esa luz de estío glacial, eterno...” Es “Lo Secreto”
un texto arrancado de quizá qué ignota región del ánimo; parece escrito
en un instante, pero denuncia una vida de preparación para crearlo.
Sin dudas, es ésta una visión exactamente femenina del mar, del secreto
del mar.
La atmósfera anunciada es fantástica: “Actinias verdes y rojas se
aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes
medusas que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares
su destino errabundo. Duros corales blancos se enmarañan en matorrales
estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo sombrío que
se abren y cierran blandamente, como flores”. La Bombal habla en primera
persona (“Veo hipocampos”) y no escatima dirigirse franca al lector
(“¿Entendieron ustedes entonces?”); creando un trama que, directa,
lo explica así en la narración:
“Pero el principal objetivo de estas breves líneas es contarles de
un extraño, ignorado suceso, acaecido igualmente allá en lo bajo.
Es la historia de un barco pirata que siglos atrás rodara absorbido
por la escalera de un remolino, y que siguiera viajando mar abajo
entre ignotas corrientes y arrecifes sumergidos”... “Volviendo al fin
de su largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó
a su gente”... “El barco había encallado en las arenas de una playa
interminable, que un tranquilo claro de luna, color verde-umbrío,
bañaba por parejo”. Aquí la escritora introduce en su narración la
extraña idea antigua de la existencia de un mundo igual al nuestro,
pero contrario, que hoy la ciencia define como antimateria. Dice la
Bombal: (El Capitán) “Airado, volcó frente y televista hacia arriba,
buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en que velara esa
luna de nefando resplandor.
Pero no encontró cielo ni estrellas ni visible cuartel.
...Si aquello arriba parecía algo ciego, sordo y mudo... Si era exactamente
el reflejo invertido de aquél demoníaco, arenoso desierto en que habían
encallado”.
Curiosa y muy singular manera de explicar la muerte, en una época
en que ésta era materia de relatos oscuros:
“—Mi Capitán —dice en aquel momento el chico, la voz muy queda—, ¿no
se ha fijado usted que en esta arena los pies no dejan huella?
—¿Ni que las velas de mi barco echan sombra? replica éste, seco y
brutal”.
Finaliza “Lo Secreto” con una visión común de la Bombal en
sus obras: la del tiempo como incesante continuidad.
—“Chico, dime, tú has de saber... ¿En dónde crees tú que estamos?
—Ahí donde usted piensa, mi Capitán —contesta respetuosamente el muchacho...
—...pues a mil millones de pies bajo el mar, ¡caray! —estalla el viejo
Pirata en una de esas sus famosas, estrepitosas carcajadas, que corta
súbito, casi de raíz. Porque aquello que quiso ser carcajada resonó
tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que, dentro de su
propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien
desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremediablemente
perdido”.
Seis años después, en 1946, publica Bombal Historia de María Griselda,
una novela corta que finaliza su producción literaria. Muchos críticos
ven en este texto una continuación de La amortajada; Bombal,
al respecto, decía: “Lo es y no lo es. En La amortajada es ‘Ana
María’, la mujer muerta, el personaje-tema central de mi novela. ‘María
Griselda’ aparece y pasa en unas breves líneas. Fugaz personaje cuya
escurridiza, tierna personalidad unida a esa excepcional belleza me
sorprendió y obligó a pensar en ella. Me vino entonces una inmensa
curiosidad de conocerla, saber de su vida y sentimientos; ‘María Griselda’,
cuya historia escribí mucho después de haber escrito La amortajada,
es tal vez de mis personajes el que más quiero”.
La historia de María Griselda, por una parte, es un canto
a la tragedia que suele desencadenar la belleza femenina (a semejanza
de la Helena homérica), y, por otra parte, es un canto a la naturaleza
como designio fugaz de la gloria divina, que se muestra en el mundo
verde siempre efímera y, por lo tanto, única, como esa flor maravillosa
que la protagonista sostiene en sus manos o que suele adornar el escote
de su vestido.
De extraña, entonces, y compleja composición, la heroína aquí es como
deben ser los ángeles caídos. Tratada su forma con extrema delicadeza
poética, su imagen subyuga, estremece. Como ella decía, de María Griselda
hay ya un bosquejo en La amortajada: aparece en la página
50 fugazmente para levantarse de nuevo en la página 110, como una
“tranquila lucecita”, y después no se habla más de ella. Pareciera
que la Bombal le insufló vida para no dejarla sola, apenas delineada,
aislada en un lejano fundo del Sur, y la hace renacer excepcional,
tan atrayente que pareciera imposible para un lector no enamorarse
de ella.
En el relato la presencia trágica de la belleza terrible que es María
Griselda apenas aparece en escena, pero se la siente en todas
partes a través de las emanaciones telúricas que poseen las mujeres
soñadas. La escritora trata aquí la belleza femenina como a un poder
tremendo, no porque “María Griselda sea cruel o la use irresponsablemente
para seducir, sino por la fuerza sobrehumana que es propia de lo bello”.
La belleza de la heroína se escapa a su propia decisión, está más
allá de sí misma, es la única razón de que destruya al hombre que
ama, no otra. En la narración las explicaciones son mínimas y casi
no hay descripciones; los seres son presencia inmediata, sugerencias
sin desarrollar pero de gran transparencia, cruzados por el misterio
mismo que envuelve todo lo vivo. Actúan simplemente en función de
su humanidad, sin tediosas conexiones objetivas con su entorno; se
sabe que están ahí porque deben estar; nada más simple pero difícil
de lograr en literatura. Es que el poder de sugestión que vitaliza
a María Griselda es enorme, enérgico en toda su feminidad.
En la obra la acción domina desde las primeras líneas, la acción concreta,
visible, inmediata. Todo palpita de vida, va derecho a su fin, entrecruzándose
de vibraciones cálidas, sin que se acierte a comprender cuál de los
personajes ama a cuál, porque no se sabe hasta lo imposible en qué
dirección apuntan los intereses, creando así un suspenso implícito
en las relaciones humanas que toca; todo en el texto es tan verdadero,
que, podemos decir, la sugerencia atmosférica es íntegra en su logro.
Por citar, en la página segunda del relato, al llegar la suegra (“la
amortajada”) de María Griselda al fundo del Sur, dice:
“Un trueno. Un solo trueno. ¡Cómo un golpe de gong, como una señal!
Desde lo alto de la cordillera, el equinoccio anunciaba que había
empezado a hostigar los vientos dormidos, a apurar las aguas, a preparar
las nevadas. Y ella recuerda que el eco de ese breve trueno repercutió
largamente dentro de su ser, penetrándola de frío y de una angustia
extraña, como si le hubiera anunciado, asimismo, el comienzo de algo
maléfico para su vida...”.
A partir de esta señal premonitoria se desencadena la tragedia en
la vida de la protagonista, prolongándose la atmósfera a la perfección
de lo misterioso en las páginas siguientes, en que la oscuridad de
lo horripilante va sumiéndolo todo, porque La historia de María
Griselda es la historia de una vida perdida, a la manera de los
grandes personajes de la tragedia griega, en que el lector respira
el derrumbe cada vez más a medida que transcurre la narración; quizás
sea esta fuerza terrible que sube el mayor logro de la breve obra,
porque muy pocos escritores han logrado recrear esta tragedia de la
vida, que al final siempre acaba con la muerte. La correspondencia
del evento y el designio secreto están perfectamente correspondidos;
en este caso, la belleza sobrehumana y destructora de María Griselda
domina todo el evento: secreta armonía, profunda unidad, callada relación
invisible en todo lo que es, he aquí la gracia de la última obra de
la Bombal. Pero veamos cruzar a María Griselda, siquiera una
vez:
“Y así había sido cómo de pronto, en medio del bosque, él se había
quedado atrás, callado, inmóvil, atisbando casi dentro de su corazón
el eco de unos pasos muy leves.
Desviándose luego del sendero, había entreabierto el follaje al azar,
y... esbelta, melancólica y pueril, arrastrando la cola de su ropón
de amazona... así la vio pasar.
—¡María Griselda!
Llevaba enfáticamente una flor amarilla en la mano, como si fuera
un cetro de oro, y su caballo la seguía a corta distancia, sin que
ella precisara guiarlo. ¡Sus ojos estrechos, verdes como la fronda!
¡Su porte sereno, su mano pequeña y pálida! ¡María Griselda! La vio
pasar y a través de ella, de su pura belleza, tocó de pronto un más
allá infinito y dulce... algas, aguas, tibias arenas visitadas por
la luna, raíces que se pudren sordamente creciendo limo abajo, hasta
su propio y acongojado corazón.
Del fondo de su ser empezaron a brotar exclamaciones extasiadas, músicas
nunca escuchadas: frases y notas hasta entonces dormidas dentro de
su sangre y que ahora de pronto ascendían y recaían triunfalmente
junto con su soplo, con la regularidad de su soplo.
Y supo de una alegría a la par grave y liviana, sin nombre y sin origen,
y de una tristeza resignada y rica de desordenadas sensaciones.
Y comprendió lo que era el alma, y la admitió tímida, vacilante y
ansiosa, y aceptó la vida tal cual era: efímera, misteriosa e inútil,
con su mágica muerte que tal vez no conduce a nada”.
En una entrevista a la revista Time, en 1947, la Bombal definía
su propia literatura como “escapista”: “Para mi gusto —decía— ese
tipo sórdido de literatura documental que hoy está de moda ha sido
tratado con exceso. Por mi parte, prefiero... lo que ustedes llaman
‘escapement’”. En otra entrevista a The American Hispanist, revista
literaria de la Universidad de Indiana USA, declaró: “¿Mi técnica
narrativa? Yo la clasificaría tanto de prosa surrealista como de prosa
poética. ¿Mis novelas? De la historia de las ‘penumbras’ del corazón,
y de nuestro goce de la naturaleza que es misterio y milagro. También
a veces de historia de una titubeante, ansiosa búsqueda de lo que
llamamos el ‘más allá’. Sí, creo haber insinuado en mis novelas aquel
otro medio de expresión: el de dar énfasis y primera importancia no
a la mera narrativa de hechos sino a la íntima, secreta historia de
las inquietudes y motivos que los provocaran ser o les impidieran
ser”.
En varias de sus entrevistas hizo referencia a su admiración por Knut
Hamsun, el casi místico escritor noruego: “Su primer libro, Victoria,
breve novela del enigma y conflicto de dos seres con su propio corazón,
fue y sigue siendo la novela de amor que yo también hubiera deseado
hacer”.
—“La pregunta más horrenda que me han hecho es ¿Qué es a lo que
más le teme usted? Ahora a nada grande le temo. No le temo a la
muerte porque soy creyente. Pienso, al igual que pensaba Neruda, que
la muerte no existe. Un marxista me diría que él no pensaba así, pero
a esa conclusión llegamos cierta noche, hace muchos años, en Buenos
Aires. A Neruda yo lo conocí en Santiago en casa de Marta Brunet y
nos hicimos amigos de inmediato. Cuando lo nombraron cónsul en Buenos
Aires, él y su mujer de entonces, Maruca Hagenaar, me invitaron a
ir con ellos. Como te contaba antes, yo salía con Georgie;
pero él y Pablo no se trataban, tenían diferencias políticas. Borges
me llevaba a ver películas de terror, porque suponía que a mí me gustaban,
pero no. Lo veía a él tan entusiasmado con estas películas que nunca
me atreví a decirle que no me gustaban. Yo cada vez volvía a la casa
de Pablo muy asustada y él se molestaba e insistía en que no debía
acompañarle a ver esa clase de películas. Georgie llegaba a buscarme,
se sentaba en el living a esperarme y a veces allí estaba también
Neruda y Borges no hablaba una palabra y Pablo seguía leyendo o haciendo
lo que le ocupaba: otras veces se enfrascaban en discusiones espantosas
que sólo ellos entendían; eran exactamente opuestos en aspectos que
para los hombres son fundamentales, pero pienso que podían estar la
vida dialogando con más o menos truculencia; en el fondo para mi era
muy divertido y con Maruca nos reíamos de la situación. En esa casa
Pablo tuvo un sueño profético, espantoso. Soñaba que yo empezaba a
gritarle que no se fuera a España, y mis gritos eran tan altos que
lo violentaban y se alejaba de mi lado, pero comenzaba a cercarlo
el agua que se filtraba por todas partes, despertaba en su cama y
su cama estaba incendiándose, con gran humareda. El espanto cortó
la pesadilla y se levantó con horror de que en verdad hubiese un incendio
en la casa, y en el sueño entraba a nuestra cocina blanca, donde lo
asaltó una sombra alta, vio una silueta pérfida parada, oscura como
nada en medio de la luz de ese cuarto iluminado, era una figura de
otro mundo, pero inmersa en lo más profundo de la pesadilla. Llegó
a mi cuarto a despertarme, y dijo Neruda:
‘—He visto a la muerte, he visto algo horrible, necesito que me acompañes,
salgamos a la calle’.
“Lo vi pálido, muy asustado, y me levanté de inmediato. Su mujer, Maruca,
no dijo nada y salimos. Fuimos a un café y allí estuvimos conversando
hasta que amaneció. Esa noche llegamos a la conclusión de que la figura
que se le apareció no tenía más realidad que en su pesadilla, que
en verdad la muerte no existe, sólo es el fin de esta vida y nada
más. Es como una puerta, nada más. A esa conclusión llegamos y así
lo pienso firmemente. Lo que Neruda tuvo esa noche fue una visión
premonitoria de lo que viviría en España, pues luego lo enviaron a
Europa donde lo recibió la guerra civil española. Yo creo que la muerte
no existe más allá que en los sueños proféticos, entonces nunca he
temido a ese momento. Mis temores son otros; le temo a la envidia
de los seres pequeños, le temo a las injusticias que se cometen con
los más desprotegidos, le temo al dolor de los demás porque me duelen
y nada puedo hacer para aliviarlos, a eso le temo, a ver sufrir y
a no poder aliviar el sufrimiento, que es tanto; pero nunca le temí
a la muerte”.
La intuición humana de la Bombal de ubicar la vida por sobre cualquier
otra manifestación última posible, la lleva en su literatura a develar
el alma de la mujer enfrentada con aspectos definidos sólo a su naturaleza,
rodeándola de seres de la naturaleza vegetal y atmosférica similares
a ella. La Bombal intentaba encontrarse a sí misma en la trama de
sus libros y, a la vez, puso en tela de juicio diario enigmas profundos
como el origen del cosmos, el porqué de la existencia y el deseo sexual,
la felicidad y la intuición aplastante de un mundo presidido por una
mentira: la libertad. En sus escritos lo sobrenatural se desborda,
sin embargo nunca deja de ser real. Plenas de asombro por lo que existe
a su alrededor, las heroínas que cruzan sus páginas llegan en su humanidad
a tocar regiones de lo oculto para los seres de ficción, descubriendo
potencias extrañas en las cosas que disponen del lector hacia fines
desconocidos. Sus personajes están en todo momento al acecho de los
misterios de la vida y de un posible destino en lo secreto, creando
extraordinarias analogías entre el mundo exterior y la vida espiritual,
a través de sencillas alianzas entre los objetos y la sensación que
producen.
Lo que ella escribe es un espectáculo del mundo cotidiano adentrándose
en lo desconocido, un debate entre el misterio de las almas y la pasión
que a estas sume la angustia de lo cotidiano. ¿Qué sortilegio tejió
para decir así las cosas? Su literatura es una ofrenda milagrosa al
verbo; sus extrañas heroínas deambulando en lejanas haciendas abandonadas
en los campos de América del Sur son perfiles espirituales de la melancolía
femenina, estructuradas en su estilo único: de allí la densidad; no
sobra un adjetivo en la velocidad de lo efímero, pura síntesis que
cambia al tiempo natural del salto de la conciencia, lo que se piensa
y lo que se ve alrededor de sus personajes, jugando con la continuidad
del tiempo único y lineal del transcurso interior, del hálito vital,
de la única duración posible.
Sus personajes hablan poco, no hacen grandes cosas pero la intensidad
de su existencia es poco común en nuestras letras; eso la internacionalizó.
La difusión masiva de su obra se inicia a partir de la década de 1940,
cuando Hollywood compra los derechos de La última niebla
y comienzan las traducciones; entonces ella se traslada a California
a realizar para la Paramount Pictures directamente el paso
al guión. Trabajó con John Huston, quien dirigiría la cinta con Lauren
Bacall y Humphrey Bogart, pero en 1947 estalló la “caza de brujas”
en la colonia de California, siendo Huston y sus proyectos congelados,
incluida The House of Mist (como se tradujo La última
niebla").
Quien recuerda el paso por Hollywood de María Luisa Bombal es, justamente,
el director de cine John Huston, con quien hemos conversado en su
casa de Puerto Vallarta, en el Caribe mexicano, donde amablemente
nos hospedó un fin de semana, tiempo en el cual hicimos un reportaje
para Vogue—México y pudimos hablar con el “inventor” de Marilyn
Monroe de su mayor pasión: los libros que llevó al cine y de una amiga:
la Bombal.
En el reportaje publicado en la revista Vogue escribí entonces: (fragmentos)
“John Huston viste todo de blanco, es alto y fuerte: tiene poco más
de 70 años, y él mismo maniobra con precisión el timón de la pequeña
embarcación que nos lleva por aguas del Pacífico mexicano desde Puerto
Vallarta hacia su hogar, que está en lo que parece una isla en la
zona conocida como Las Caletas, unos treinta minutos mar adentro.
Huston vino por nosotros muy temprano al hotel en Vallarta, para trasladarnos
en su jeep unas quince millas hacia el sur, hasta la aldea de pescadores
de Boca Tomatlán, donde la carretera se aleja del mar y entra en las
montañas, aquí hemos embarcado en su lanchón. Junto a un amigo que
lo acompaña y Patricia Alizau, nuestra fotógrafo del staff-Vogue,
somos todo el grupo. Desde el primer instante Huston trata a los demás
como si uno fuera amigo de toda la vida, se comportó con nosotros
con la misma naturalidad que si nos conociéramos de siempre; es magnánimo,
de lo más amable, es como un viejo león que no necesita probarle nada
a nadie, ya en paz consigo mismo. El comienza narrando por qué eligió
este sitio alejado para vivir, aparentemente tan fuera del mundo:
—El mundo siempre me ha encantado, pero después de llegar a cierta
edad, decidí seguir un viejo consejo irlandés sobre intentar vivir
cerca del mar, porque hace que las viejas heridas dejen de doler.
El mar reanima el espíritu, hace más rápidas las pasiones de la mente
y el cuerpo y, pese a lo fugaz de todo, uno aquí vive empapado de
cierta tranquilidad en el alma. Vivo gozando de la grandiosidad de
lo creado.
—¿Es posible llegar aquí por tierra?
—No hay camino, y por los senderos que hay en la selva, es necesario
atravesar media hora de obstáculos para llegar al sitio poblado más
cercano; éste es un lugar frente al mar y de espaldas a la selva,
por esta razón se le ve como una isla. Está dentro de las fronteras
de Bahía de Banderas. La golpean los huracanes hacia el norte y el
sur. Han causado enormes destrucciones los huracanes en Mazatlán y
Manzanillo, pero las montañas de alrededor desvían las fuertes tormentas
de Las Caletas. Sí llegan las olas enormes pero nunca los grandes
vientos. Aquí he rentado uno y medio acres a la comunidad de los indios
Chacalas. Mi hogar es un refugio más que casa formal, ya que, a excepción
de los almacenes, a nada rodea un muro; el paredón ocasional no tiene
más función que la privacía. Contra el viento y las inclemencias estamos
protegidos por tela de vela, como puedes ver”.
El lugar hechiza: es un pequeño pedazo de tierra verde y exótica brotando
de las aguas. El entorno está cubierto con un sutil velo de reminiscencias
mexicanas, aquí y allá enormes cántaros que recolectan agua de lluvia,
máscaras, alfarería, telares multicolores.
“El primer día en el refugio de John Huston se fue en un instante,
estuvimos casi siempre conversando sentados por allí en una roca,
en la playa, siguiendo la ruta de un animalito hasta la entrada a
la selva; la presencia de Huston se impone de inmediato, aún con sólo
sus ojos avizores que descubrían la presencia de criaturas que sólo
él conoce; también suele ser imprevisto: al atardecer, Patricia había
montado su set en un rincón de la enorme sala, cuando se apareció
él trayendo al cuello una enorme boa que tenía domesticada y vivía
libre: así pidió ser fotografiado. Luego de un buen rato el reptil
enorme se deslizó de su cuello, y ante la impavidez de Huston, dio
una vuelta por la habitación; a mí nunca me observó; se dirigió hacia
Patricia, que no tuvo miedo, pero a un metro de ella desistió y se
perdió por el patio, hacia la selva, su reino natural. Ya de noche,
en verdad, estalló el cielo en colores únicos que parecían existir
en constante transmutación, rayando nuestro espacio inmediato las
luciérnagas que no dejaban de jugar sorprendiendo su haz de luz al
aire y las cosas. Es un hombre feliz consigo mismo:
—No tengo la menor idea de cómo llegué a este momento de mi vida —nos
dijo—, pero me hace feliz haber llegado precisamente aquí. He perdido
la huella de mis años. He vivido muchas vidas y me inclino a tener
envidia al hombre que vive una sola vida, con una mujer, un trabajo,
un país... bajo un solo Dios; quizás esa no sea una existencia emocionante,
pero al menos cuando llega a mi edad sabe cómo ha llegado. Yo no sé.
Solo cuento los nombres de aquellos que se han ido y de aquellos que
aún están: los cuento como un pirata cuenta su botín al final de un
largo viaje. Creo que sí soy fuerte aún. Mi vida ha sido una bella
conjunción que finalmente me trajo junto al mar. Esta zona está unida
a mi vida entera. La primera vez que vine, hace treinta años, era
una aldea de pescadores con unos dos mil habitantes. No había más
que una carretera por la que no se podía pasar de ninguna manera en
tiempo de lluvias. Venía en mi avión pequeño y teníamos que espantar
a las vacas del lugar de aterrizaje. Había un solo taxi y un hotel:
“El Paraíso”, que atendía a marinos y gentes de paso. Nunca dejé de
volver. Aquí cerca los llevaré a conocer la playa de Mismaloya, donde
filmé La noche de la iguana de Tennessee Williams... A partir de
ese film hay más turistas que iguanas. La noche de la iguana es
la historia del reverendo Lawrence Shannon, un clérigo episcopal
recluido en su iglesia debido a un escándalo en que estaba involucrada
una jovencita, que al fin le obliga a dejar su trabajo religioso,
y lo reduce a servir de guía a un grupo de maestros de escuela en
un viaje barato a México.
—¿Por qué se incluye esta cinta en el cine-negro?
—Quizás se ha dicho que pertenece al cine-negro porque se trata de
la historia de un hombre deshecho que está al borde de la desesperación.
Aunque uno nunca hace un film pensando en que pueda ser clasificado
de alguna manera específica. Tennessee Williams pertenece a esa corriente
de escritores que produjo el Sur de USA, el llamado “gótico sureño”,
ese estilo tan particular que orilla al horror tratando temas acerca
de mentes retorcidas en situaciones límite; un tema inagotable, en
que se presenta al mundo con una imagen aparentemente ordenada, a
primera vista muy equilibrada, los personajes parecen gente común,
del diario, y luego cuando una capa es removida se comienza a ver
el mar agitado que existe bajo la superficie; los temas del gótico
sureño tratan acerca de las relaciones que se dan entre personas que
están enfermas, mentalmente enfermas...”.
Le pregunté a Huston a qué se debía que en sus propios personajes,
los que más ha tocado en su cine, obedecen a este patrón de seres
atormentados que nunca logran lo que se proponen o se resignan a una
vida dolorosa. Y dijo:
—Porque no necesariamente todos logran lo que se proponen. Lo que
de ninguna manera significa que el no conseguir algo deba hacernos
infelices, porque se puede ser perfectamente feliz en persecución
de lo inconseguible. Ahora, la zona donde filmamos La noche de la
Iguana, ese paso lo veo como una ciudad fantasma; sólo el viejo hotel
que sirvió de set principal sirve de habitación para el cuidador mexicano
y su familia, lo demás son cascarones que quedaron. Hoy es fantasmagórico.
A veces viene algún turista, pero la mayor parte del tiempo el lugar
está solo y callado... excepto el anciano ocasional que pasa entre
Las Caletas y Puerto Vallarta; nadie más parece preocuparse
del sitio. A ese viejo le gustaría verlo definitivamente destruido,
sin siquiera los cascarones, que lo regresaran definitivamente a las
iguanas. Por supuesto, ese viejo soy yo mismo.
“John Huston es un amante de la literatura y se enorgulle de saber
llevar grandes obras a la pantalla sin desvirtuar lo que dice el escritor.
De hecho, en su filmografía hay dos líneas bien definidas: en una
se agrupan sus cintas comerciales (en que ha combinado perfectamente
los intereses de los productores con su talento), y la otra agrupa
sus adaptaciones de obras de la literatura mundial, de donde ha tomado
la distancia para ver con ironía al mundo. En USA se dice que sus
retratos de extranjeros no tienen igual. Se le ubica como el cineasta
por excelencia de lo que Gertrude Stein bautizó como la Generación
Perdida. Su guión para The killers (“Los asesinos”, 1946)
fue el único film de Hemingway que le gustó a Hemingway. Huston moldea,
si se puede decir así, la materia literaria para convertirla en materia
cinematográfica. Ha colaborado con Truman Capote, Tennessee Williams,
William Age, Ray Bradbury, Christopher Fry, Ian Fleming, Romain Gary,
Stephen Crane, J. Paul Sartre... y ha adaptado para el cine varios
clásicos: Moby Dick de Herman Melville; El hombre que sería rey,
de Rudyard Kipling, y conformó parte del equipo que filmó Los Diez
Mandamientos, basada en los textos bíblicos, donde también actúa
interpretando al patriarca Noé.
“Por la noche, Huston nos invitó a ver cine en su bien provista sala
de proyección, que en verdad es sólo un lugar dominado por una pantalla
en el sitio más oscuro del amplio salón; él mismo manipuló la proyectora,
y a nuestra solicitud vimos el primer trabajo suyo como director cinematográfico,
que fue con su propio guión para El halcón maltés, que adapta de
una novela policial de Dashiell Hammet, convirtiendo en estrella a
Humphrey Bogart y a él mismo abriéndole, literalmente, las puertas
de Hollywood. En un momento, dijo:
—¿Sabes que la corrección de la traducción al español de "The Maltese
Falcon" la hizo la escritora chilena María Luisa Bombal, que fue
muy amiga mía? La versión en español de mis primeras películas tiene
su sello; también corrigió In This Our Life, que adapté de
una novela de Ellen Glasgow, donde iban Bette Davis y Olivia de Havilland;
y Across the Pacific, donde iba también Bogart y Mary Astor.
También tiene su mano Key Largo, que hice tomada de la obra
teatral de Maxwell Anderson... iban Bogart, Lauren Bacall, Edward
G. Robinson, Lionel Barrymore; el mismo equipo con el que quisimos
filmar The House of Mist, basada en la novela de María Luisa,
con quien trabajamos el guión entonces. De ella también es la corrección
final de la traducción de los diálogos al español de The Stranger,
que dirigió Orson Welles, cuyo guión escribí basado en una historia
de Víctor Trivas y Decla Dunning... Yo leo de todo, por supuesto guiones
en un porcentaje mayor, sin dudas. De los escritores latinoamericanos,
de los que yo he conocido, porque no todo está traducido y sólo leo
en inglés, me interesan mucho los cuentos de Jorge Luis Borges. Conversé
con Borges una vez y fantaseamos con llevar al cine una de sus historias
de gentes del arrabal de Buenos Aires, él me dijo medio en broma que
la podíamos transformar en un western, con cowboys, cantina, prostíbulo
y todo eso, y nos reímos en la posibilidad. Creo que lo más importante
que he leído en la última década es Cien años de soledad de García
Márquez, sin embargo creo que El otoño del Patriarca quedaría mejor
en cine. También me agrada Manuel Puig. Conozco la poesía de Neruda,
pero no soy especialmente afecto a leer poesía, no en verdad. A mí
me conmueve la narración, eso sí que me conmueve. Hace muchos años
cuando conocí a María Luisa Bombal, en Los Angeles, donde ella llegó
contratada por los Estudios, me conmovió su obra; la delicadeza y
humanidad de sus personajes sin embargo destruidos; cuando nos presentaron
me recordó de inmediato a Anita Loss, otra célebre escritora de Hollywood,
que fue también mi amiga, aunque María Luisa era bastante más alta.
Ella nos enseñó la magia de la realidad cuando se integró a Hollywood.
—¿Qué se decía de ella entonces?
—En esa época llegaron muchos escritores extranjeros a trabajar en
los Estudios, por la entonces floreciente demanda del cine para el
público que hablaba en castellano; creando una necesidad enorme de
contar con buenos traductores, que además tenían que ser creativos,
y ella se ubicó de inmediato. Todos la tratamos. En aquel tiempo la
escritora más famosa que existía era otra chilena: Gabriela Mistral,
que vivía en California y por esos años se había ganado el Premio
Nobel, y de alguna manera la emparentamos con María Luisa. Se decía
que ella era la pionera en una nueva forma de narrar que mezclaba
lo onírico con la realidad, lo que se dio en llamar realismo mágico.
Yo me interesé de inmediato en leerla, aún cuando había oído que su
novela estaba en manos de otros directores. Ella tenía su oficina
en el área de los escritores, en Paramount, que para todos
era una zona sagrada, especialmente para los directores, que cruzábamos
hasta allá siempre sin saber con qué nos podíamos encontrar. María
Luisa, que estaba en la plenitud de su vida, y era muy inteligente,
tenía especial éxito entre los escritores jóvenes que rondaban los
estudios, intentando encontrar una plaza, los que sólo podían entrar
al área si iban a visitar a alguien específico, y sabían que ella
siempre los recibía. Así es que siempre tenía su oficina con visitantes;
podía escribir rodeada de gentes. Se le había encomendado revisar
el idioma en varias cintas que se estaban traduciendo al español,
cuando se impuso el uso de palabra sobre imagen que hasta ahora se
mantiene, porque antes se hacía una versión de la película en inglés
y luego otra en español, que fue lo usual en los inicios del sonido,
lo que subía enormemente los costos.
—¿Entonces se decidió llevar a la pantalla The House of Mist?
—Casi de inmediato; iba a producirla Paramount. Cuando los
estudios le pagaron el guión, en una fuerte cantidad para la época,
creo que unas siete veces de lo que pagamos a Jean Paul Sartre por
el guión de Freud; María Luisa hizo una fiesta en su casa
y fuimos todos, allí estaban sus amigos, Dolores del Río, que también
era amiga mía, Helen Hayes, Lauren Bacall, Bogart... recuerdo que
era muy requerida por Jack Kerouac, William Burroughs y Gregory Corso,
que rondaban en Hollywood, viajando por carretera desde Nueva York,
escritores que luego dieron un nombre a la beat generation,
que daban culto a la espontaneidad; pienso que María Luisa les dejó
eso a los escritores del Hollywood de la época, esa espontaneidad
que flota a todo lo largo de The House of Mist. La casa donde
vivía se la habían cedido los estudios como parte del contrato, pero
luego María Luisa la compró, y volvía cada cierto tiempo; algunas
veces estuve con ella, su esposo y su hija; eran una familia feliz.
María Luisa tenía muy buen humor, y secretamente siempre tuvimos el
deseo de filmar The House of Mist. Pero no llegamos a hacerlo.
Eran tiempos nada de fáciles los de entonces en Hollywood. Se olía
en el viento la proximidad de la “caza de brujas” que brotaba.
—¿Cómo se inició la “caza de brujas”?
—Ocurrió que la columnista Hedda Hooper, uno de los monstruos del
periodismo local junto a Louella Parsons y Elsa Maxwell, consideró
que su país la necesitaba para misiones más dignas, y emprendió una
campaña para movilizar a las madres contra el comunismo, diciéndoles
que les iban a quitar a sus hijos y otras cosas, sembrando confusión
y terror, asegurando que USA estaba muy próxima a ser invadida por
los rusos. Hedda atemorizaba a las buenas familias para convencerlas
que boicotearan las cintas y actores que calificaba de comunistas,
y lo increíble es que hubo quienes la apoyaron.
—Pero usted expresó públicamente su protesta contra la campaña reaccionaria...
—¡Oh, sí!. Junto a Gene Kelly, Lauren Bacall, Dany Kaye, Bogart...
Estaba detrás de todo un senador: Joe McCarthy y sus amigos. Hasta
hicieron pública una lista de directores y escritores a quienes se
les prohibió trabajar. Sucedieron, entonces, cosas memorables. Recuerdo
a Dalton Trumbo, que estaba entre los vetados, cuyo trabajo de escritor
era tan insustituible que se le permitió seguir trabajando en Hollywood,
secretamente, debiendo firmar sus guiones con seudónimo; se descubrió
todo cuando le dieron un Oscar a uno de sus argumentos, y la
Academia debió confesar que el genio era un señor que debía
ocultar su nombre por estar acusado, políticamente, de no aceptar
el régimen vigente.
—¿Cómo afectó la “caza de brujas” el ambiente de Hollywood?
—Nos tomó a todos de sorpresa. Yo diría que a partir de entonces ya
no volvió a tener ese aire de inocencia política que había tenido
desde sus inicios. La atmósfera se hizo densa. Yo había realizado
unos documentales, como Let There Be Light (“Que se haga la luz”,
1944), que es una crítica al tratamiento que se daba a los veteranos
de guerra, y el ejército no permitió que fueran exhibidos. Así fueron
muchas otras cosas censuradas. En 1952, pleno McCarthysmo, yo decidí
irme a Irlanda. Ya no podía trabajar en mi país. Como varios otros
proyectos, la película que íbamos a hacer basada en el guión de María
Luisa Bombal, fue congelado, en lo que a dirección y actores se refería.
Supe que propusieron después otro director y artistas, que retomaron
el proyecto, pero al final no llegaron a filmarla. Años después del
fallido intento por hacer The House of Mist en Hollywood,
yo estuve dispuesto a filmarla en México. Me llamó Dolores del Río,
que tenía los productores y me propuso dirigirla, con ella en el estelar;
yo acepté de inmediato, primero, porque conocía la obra y era amigo
de María Luisa, y segundo, porque nunca había dirigido a Dolores siendo
muy amiga mía y una gran actriz, muy completa, según considero. Sin
embargo, al final, Paramount, que tenía los derechos, no quiso
ceder el script. Nunca la han filmado. Hay muchos filmes que
hubiera querido hacer. Hay incontables libros que hubiera querido
llevar al cine. Hay muchas cosas que nunca trataré. Pero, en mi descargo,
quiero decir que no siempre filmé lo que quería. Yo no soy un hombre
de fortuna que puede producir su propio trabajo. Entonces, hay muchos
aspectos que hubiera querido tocar en mi trabajo cinematográfico,
pero aún no puedo hacerlo, y es probable que nunca lo haga. Yo entendí
el Realismo Mágico luego de leer esa obra de María Luisa, y me pareció
una veta magnífica para el cine, por el desafío que significa rescatar
una historia tan sugestivamente narrada. También creo que la realidad
puede hacerse mágica si uno consiente. Las mujeres que circulan por
las páginas de María Luisa, y también por las obras de Juan Rulfo,
que es mi amigo, son seres desterrados de sí mismo, destruidos o francamente
muertos, como en La Amortajada y Pedro Páramo, pero que, sin embargo,
siguen en pie, sostenidos por algo que a veces sólo existe en su imaginación.
Yo creo que Marilyn Monroe también pertenece a esa galería de seres
realmente fantásticos que se nos aparecen de vez en cuando. Lo que
no significa que sean ideales o etéreos. Porque son seres muy terrenales.
Pienso que a partir de María Luisa Bombal, justamente, es que las
letras abordaron estos seres como nunca antes se había hecho, con
esas heroínas perfectamente bellas pero desoladas que ella retrata
en las tierras australes, y que en verdad son mujeres únicas, que
no pertenecen a nadie por la tragedia interior que llevan a cuestas,
que al no tener alguien a quien amar las hacer ser de todos.
—Se dice que usted inventó a Marilyn Monroe. ¿Cómo son sus recuerdos
de ella?
—Son melancólicos. Es cierto que se dice que yo la inventé, pero con
o sin mi ayuda ella lo hubiera logrado de cualquier forma. Solo fue
que le di su primer estelar. Y también filmó conmigo su última cinta.
Pero muchas personas la ayudaron porque era inevitable que despertara
cierta desprotección, era una chica que despertaba gran ternura. Además,
ahora pienso, todos quizás intuíamos que era, en verdad, una estrella.
—¿Cuándo conoció usted a Marilyn Monroe?
—Fue mientras filmaba We Were Strangers (“Somos desconocidos”,
1949) en la Columbia. Ella solía venir al set y observar detenidamente
la filmación, sin importunar en absoluto. Recuerdo que era una chica
muy tímida; hablaba bajito, casi en un murmullo, pero con tal gracia
que era imposible no prestarle atención. Esa voz tan femenina de Marilyn,
me imagino ahora, deben tener los seres creados en sus novelas por
María Luisa Bombal. Muy bella, sin dudas, joven y atractiva, pero
había miles como Marilyn en Hollywood; sin embargo, era diferente
a todas. Se hablaba de que la Columbia le iba a hacer una prueba,
aunque dichos rumores conducían generalmente al sofá y no al estudio.
Sospeché que alguien de arriba tenía interés en ella.
—Marilyn declaró que para una mujer conocerlo a usted y no enamorarse
era imposible. ¿Ella llamó de inmediato su atención?
—No precisamente. Poco a poco, mientras filmábamos, se me fue haciendo
habitual su presencia observando muy atenta. Me atrajo, por supuesto,
y quise ayudarla entonces. Le expresé mi disposición de hacerle yo
mismo la prueba que los estudios le habían prometido; le dije que
le podría hacer una prueba a color teniendo como compañero de actuación
a John Garfield, que estaba en el reparto de We Were... esta
prueba era costosa, pero pienso que todos intuíamos que era algo más
que una actriz.
—¿Qué le respondió ella?
—Ella abrió inmensamente sus ojos y susurró algo que no entendí, y
luego de inmediato salió muy feliz. Luego, simplemente desapareció
y me olvidé de ella. No la vi hasta unos dos años después cuando hicimos
nuestro primer trabajo.
—The Asphalt jungle (“La selva de cemento”, 1950), que inicia
la filmografía de Marilyn.
—Es su primer papel estelar, es cierto.
—¿Cómo llegó usted a contratarla?
—Cuando estábamos haciendo las pruebas para el reparto, me llamó Johny
Hyde, de la Agencia William Morris, diciéndome que tenía a
la chica perfecta para la parte de Angela. Arthur Hornblow,
el productor del film estaba conmigo cuando Johny la trajo: la reconocí
como la chica que había intentado salvar del sofá y, justamente,
la escena que debía leer requería que su personaje estuviera tendido
en un diván, y no había ninguno en mi oficina, pero Marilyn dijo:
—“Quisiera hacer la escena en el piso”.
—Y así lo hizo: se quitó los zapatos sacudiendo los pies, se tendió
en el piso y leyó para nosotros. Era perfecta. Era extraordinariamente
buena. Pidió repetir la escena, y lo hizo. Luego le dije que desde
la primera prueba ya era suyo el papel. Ella nació actriz, y se preparó
además. Era una actriz esencialmente instintiva... Marilyn había estado
bajo contrato con Fox, pero no la utilizaron. Luego que vieron Asphalt...
la volvieron a contratar rápidamente: esos fueron sus inicios.
—Marilyn también hizo con usted su última cinta completa, The
Misfits (“Los inadaptados”, 1960), ¿cómo son los recuerdos suyos
de aquél tiempo?
—Son especialmente melancólicos. The Misfits es una historia
de furias contenidas. Yo estaba en Irlanda cuando recibí una llamada
de Frank Taylor, quien tenía interés en producir la cinta en que Marilyn
tenía un papel porque el guión era de su esposo Arthur Miller. Yo
acepté y me envió el guión, que me pareció excelente. Yo no conocía
a Miller, pero admiraba su obra. Los llamé después y les dije que
sería grato trabajar juntos. Marilyn se mostró eufórica al teléfono.
Luego iniciamos el trabajo... Ella era otra persona. Marilyn parecía
estar en sueños la mitad del tiempo. Su temor era que si no dormía
lo suficiente no luciría bien al día siguiente, de modo que tomaba
pastillas para dormir y pastillas para reanimarse en la mañana. Miller
estaba perplejo. Su presencia durante todo el rodaje, su comportamiento,
alejaba cualquier otra cosa que no fuera perplejidad por lo que sucedía.
Pero, no era porque no quisiera ayudarla. Luego lo comprendí, porque,
al ver la situación de Marilyn le dirigí un sermón a Miller, sin saber
que él había hecho todo lo que estaba a su alcance, y había perdido
todas las esperanzas. El escribió el guión para ayudarla, porque,
como todos, presentíamos que algo horrible iba a ocurrirle... A pesar
de todo, había en ella una frescura que venía de más allá: siempre
estaba allí. Es lo que se ve en la pantalla. No estaba actuando, no
estaba fingiendo una emoción: era real. Yo pienso que influyó en su
comportamiento su propia evolución como actriz. Era una actriz que
llegó muy adentro en su interior, tan adentro que quizás ahí mismo
se perdió: quién sabe si había llegado tan lejos en sí misma que ya
no supo cómo regresar. Ese aspecto de su personalidad es quizás lo
que más la hace parecer una heroína del Realismo Mágico: la veíamos
junto a nosotros pero estaba como en otro mundo al mismo tiempo, estaba
como aterrizada de un mundo encantado pero real, posible. Su ritmo
de actuación era perfecto cuando lo traía al nivel consciente, cuando
lo proyectaba: quizás si en eso consista nada más la actuación. Hay
una escena en The House of Mist en que la heroína se aparece
desnuda en un estanque, lo que provocó polémica, pero era tan fantástico
el entorno en que lo ubica María Luisa Bombal, que siempre decidimos
dejarlo; estuvieron dispuestas a hacerlo, primero Lauren Baccall y,
luego, Dolores del Río. Marilyn, en cambio, al final de su vida, odiaba
los guiones en que era necesario que se mostrara desnuda, y era en
todos. Ahora pienso, ¿cómo no se me ocurrió darle a conocer The House
of Mist? Quizás si me detuvo esta circunstancia. A veces creo que
debí hacer más por Marilyn.
—La historia de The House of Mist, justamente, trata las
debilidades de la naturaleza humana aflorada bajo una circunstancia
agotadora, muy propio a los personajes que usted ha llevado a la pantalla...
—Es el realismo mágico del que hablamos; el ser humano encantado enfrentado
a una pasmosa, cruda realidad interior. Porque éste explora esos aspectos
misteriosos del alma, y es el que más me interesa de esa corriente
de la literatura; porque es cierto que otros autores están plagados
de personajes y situaciones francamente fantásticas, como Gabriel
García Márquez, pero yo no me veo, por ejemplo, llevando al cine Cien
años de soledad; sin embargo, siempre quise hacer The House of
Mist, y en el fondo estamos hablando igual de situaciones mágicas
a las que se ven enfrentadas personas comunes. María Luisa Bombal
igual era como sus personajes, muy cercana, siempre estaba ahí en
su oficina de puertas abiertas, que uno cruzaba y se enfrentaba a
un ser mágico, ciertamente cálida y hablando con cada uno de sus actos
más que con palabras. A mí lo que me atrae son esas personalidades
que dicen algo con sus actos, que están en el juego de la vida sometidos
a todas sus reglas, que las desafían o acatan, pero, entre tanto,
están vivos. Sí, muchos de mis personajes son personalidades destrozadas
interiormente. Cuyo destino es caótico. Como es nuestra vida humana:
irremediablemente estamos destinados a morir, sin remedio, al final,
seremos derrotados, ¿no te parece bastante como para lamentarse?.
Yo sé de antemano que jamás ganaré la partida, pero no significa que
alguna vez haya dejado de entrar al juego. En verdad, yo sólo admiro
al individuo que tiene un código y lo cumple, que se aferra rigurosamente
a su propia moral. ¿No es bastante?”.
Cuando María Luisa Bombal abandona Hollywood, lo hace para radicarse
en Nueva York, donde, una noche más, una noche como cualquiera otra
conoció el rostro del amor: él se llamaba Rafael de Saint Phalle y
era un noble francés dedicado a la alta banca. Recordaba María Luisa:
“—Nos enamoramos en exactamente dos horas, al día siguiente almorzamos,
tomamos té y comimos juntos, y al tercer día me pidió que nos casáramos.
Sucedió cuando yo no esperaba el amor, y lo adoré los 27 años que
estuvimos casados; nunca sucedió nada más importante en mi vida que
recibir juntos a Brigitte, nuestra hija. Ella hoy es un cerebro matemático
extraordinario, y vino de mí, que ni siquiera sé las cuatro operaciones.
Volví con mi marido varias veces a Los Angeles, donde él también tenía
negocios; ahora mi hija Brigitte vive en California, donde trabaja
en análisis matemáticos en una Base Espacial del Desierto de Mojave;
es encantadora y la amo mucho. Yo a mi marido lo nombraba ‘Fal’, que
en francés arcaico quiere decir ‘fiel’; fue siempre indulgente conmigo
y nada me consolará su pérdida. Nos gustaba la misma música y desde
que murió ya no pude volver a oír nada. El era todo lo que una mujer
puede esperar de un hombre. Pensar en lo que pudo ser mi vida sin
haberlo conocido me da hoy un secreto consuelo. Pensar en su amor
me volvió religiosa. Para las personas no hay otra salvación posible
que el amor, es nuestro destino amar. Y es normal que el amor muchas
veces no nos responda como deseamos, pero no importa, lo válido es
nuestra capacidad de amar, profundamente; la medida del amor es la
que cada cuál le de a la intensidad de su emoción, no más. ‘Fal’ fue
el mayor acierto de mi vida, ahora no espero más, no podría esperar
más. Moriré llena de él. Estaba releyendo Pedro Páramo de mi amigo
Juan Rulfo. Es una primera edición, con algunas erratas corregidas
con lápiz por el propio Rulfo cuando me regaló el libro. La visión
del mundo que rescata es violenta y lírica. Así veo también al mundo.
Para él la vida no es muy seria en sus cosas. Así creo también. La
última vez que lo vi fue en Chile, él vino invitado por la Sociedad
de Escritores y nos juntamos; me dijo que había leído desde el Génesis
hasta el Apocalipsis; que los había leído y los había vivido.
Esa noche con Rulfo decidimos que nuestros espíritus estaban alimentados
por el mismo hálito. Conversamos muchas horas; él recordó a Brígida,
la protagonista de ’El Árbol’, que afirma en su momento que quizás
la verdadera felicidad está en la convicción de saber que se ha perdido
irremediablemente la felicidad. Tomamos vino y nos reímos y decidimos
esa noche con Juan Rulfo que había llegado a nosotros ese momento
porque habíamos comenzado a movernos por la vida sin esperanzas ni
miedos, capaces de disfrutar por fin de todos los pequeños goces,
que son los más perdurables”.
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