María Luisa Bombal
(Viña del Mar, 1910 - Santiago de Chile, 1980)


La historia de María Griselda (1946)
Originalmente publicado en la revista Norte
(10, agosto de 1946, pgs. 34-35 y 48-54)



      Recuerda que nadie había venido a su encuentro y que ella misma hubo de abrir la tranquera, mientras reteniendo los caballos, el cochero le insinuaba a modo de consolación:
       Puede que del pueblo no hayan telefoneado que Ud. llegaba, tal como lo dejó recomendado.
       Por toda respuesta, ella había suspirado muy hondo, extenuada de pensar en cuanto debiera sobrellevar para llegar hasta ese fundo perdido en la selva.
       El tren. El alba en una triste estación. Y otro tren. Y otra estación. Y el pueblo, al fin. Pero en seguida, toda la mañana y la mitad de la tarde en aquel horrible coche alquilado…
       Un relámpago había desgarrado el cielo y tiritado lívido durante el espacio de un segundo. Luego fue un golpe sordo. Un trueno. Y otra vez el silencio espesándose.
       Ella había mirado entonces a su alrededor y notado de pronto que era casi invierno.
       Un trueno. Un solo trueno. ¡Como un golpe de gong, como una señal! Desde lo alto de la cordillera, el equinoccio anunciaba que había empezado a hostigar los vientos dormidos, a apurar las aguas, a preparar las nevadas. Y ella recuerda que el eco de ese breve trueno repercutió largamente dentro de su ser, penetrándola de frío y de una angustia extraña, como si le hubiera anunciado asimismo el comienzo de algo maléfico para su vida…

       En el último peldaño de la escalinata, un sapo levantaba hacia ella su cabecita trémula.
       Está enamorado de María Griselda. Todas las tardes sale aquí a esperarla para verla cuando vuelve de su paseo a caballo, le explicó su hijo Fred, apartándolo delicadamente con el pie al pasar.
       —¿Y Alberto? —había preguntado ella una vez dentro de la casa, mientras comprobaba con la mirada el desorden y el abandono de las salas: una cortina desprendida, flores secas en los floreros, una chimenea muerta y repleta de periódicos chamuscados.
       —Está en el pueblo. Ha de volver esta misma tarde, creo.
       —¡Es una lástima que ahí que lo saben y repiten todo en medio segundo, no le contasen de mi llegada! Pude haberme venido con él.
       —Fue mejor que no se viniera con él, mamá.
       Una serie de veladas alusiones temblaba en la voz de Fred, quien desde que saliera a abrirle la puerta de la casa esquivaba con obstinación mirarla de frente.
       —Prende la chimenea, Fred. Tengo frío. ¡Cómo! ¿Que no hay leña a mano? ¿Qué hace la mujer de Alberto? ¿Considera acaso perjudicial para la belleza ser una dueña de casa?
       —Oh, no, no es culpa de María Griselda este desorden. Es que somos tantos y… ¡Mamá! —gimió de pronto, de la misma manera que cuando de niño corría hacia ella porque se había hecho daño o porque tenía miedo. Pero esta vez no se le abrazó al cuello como lo hacía entonces. Por el contrario. Reprimiendo bruscamente su impulso, huyó al otro extremo del hall, para dejarse caer como avergonzado en un sillón.
       Ella se le había acercado y poniéndole ambas manos sobre los hombros:
       —¿Qué hay, Fred? —le había preguntado dulcemente—. ¿Qué les pasa a todos ustedes? ¿Por qué se quedan en esta casa que no es la de ustedes?
       —Oh, mamá, es Silvia la que quiere quedarse. ¡Yo quiero irme! Acuérdese, mamá, acuérdese que fue también Silvia la que se obstinó en venir…
       Sí. Ella recordaba el proyecto que le confiara a ella la novia de Fred pocos días antes del matrimonio, ¡aquel absurdo matrimonio de Fred, a quien sin haberse tan siquiera recibido de abogado se le ocurriera casarse con la debutante más tonta y más linda del año!
       —Le he dicho a Fred que quiero que vayamos a pasar la luna de miel al fundo del Sur.
       —¡Silvia!
       —¡Por Dios, señora! No se enoje. Ya sé que Ud. y toda la familia nunca han querido ver ni conocer a la mujer de Alberto…, pero yo me muero de ganas de conocerla. ¡María Griselda! Dicen que es la mujer más linda que se haya visto jamás. Yo quiero que Fred la vea y diga: ¡Mentira, mentira, Silvia es la más linda!
       Sí, ella recordaba todo esto, en tanto Fred seguía hablándole acaloradamente.
       —… ¡Oh, mamá, es una suerte que usted haya venido! Tal vez logre usted convencer a Silvia que es necesario que nos vayamos. Figúrese que se le ha ocurrido que estoy enamorado de María Griselda, que la encuentro más linda que ella… Y se empecina en quedarse para que yo reflexione, para que la compare con ella, para que elija… y qué sé yo. Está completamente loca. Y yo quiero irme. Necesito irme. Mis estudios… —Su voz, su temblor de animal acechado que quiere huir, presintiendo un peligro inminente.
       Sí, ella como mujer comprendía ahora a Silvia. Comprendía su deseo de medirse con María Griselda y de arriesgarse a perderlo todo con tal de ser la primera y la única en todo ante los ojos de su marido.
       —Fred, Silvia no se irá jamás si se lo pides de esa manera, como si tuvieras miedo…
       —¡Miedo!… ¡Sí, mama, eso es! Tengo miedo. ¡Pero si usted la viera! ¡Si la hubiese visto esta mañana! ¡Estaba de blanco y llevaba una dalia amarilla en el escote!
       —¿Quién?
       Fred había echado bruscamente los brazos alrededor de la cintura de su madre, apoyado la frente contra la frágil cadera y cerrado los ojos.
       —María Griselda —suspiró al fin—. ¡Oh, mamá! ¿La ves? ¿La ves con su tez pálida y sus negros cabellos, con su cabecita de cisne y su porte majestuoso y melancólico, la ves vestida de blanco y con una dalia amarilla en el escote?
       Y he ahí que, cómplice ya de su hijo, ella veía claramente vivir y moverse en su mente a la delicada y altiva criatura del retrato que le mandara Alberto.
       —¡Oh, mamá, todos los días una imagen nueva, todos los días una nueva admiración por ella que combatir!… No, yo no puedo quedarme aquí ni un día más…, porque no puedo dejar de admirar a María Griselda cada día más…, de admirarla más que a Silvia, ¡sí! ¡Y Silvia que no quiere irse! Háblele usted, mamá, trate de convencerla, por favor…

       El tic-tac de un reloj repercutía por doquier como el corazón mismo de la casa. Y ella aguzaba el oído, tratando de ubicar el sitio exacto en donde estaría colocado ese reloj. «Es nuevo, ¿de dónde lo habrán sacado?», se preguntaba, involuntariamente distraída por aquella nimiedad mientras erraba por corredores y escaleras solitarias.
       El cuarto de Zoila estaba vacío. Y era Zoila, sin embargo, la que la había inducido a franquear el umbral de esa casa repudiada.
       ¿No se había negado ella hasta entonces a reconocer la existencia de María Griselda, aquella muchacha desconocida con la que su hijo mayor se casara un día a escondidas de sus padres y de todos?
       Pero la carta que le mandara Zoila, su vieja nodriza, habíala hecho pasar por sobre todas sus reservas.
       «Señora, véngase inmediatamente para acá…», escribía Zoila. Desde que ella se casara, Zoila la llamó señora, pero, olvidando de pronto guardan las distancias, solía volver a tutearla como a una niña.
       «… No te creas que exagero si te digo que aquí están pasando cosas muy raras. Tu hija Anita se sale siempre con la de ella; sin embargo, parece que esta vez no va a ser así y que hizo un buen disparate viniéndose a buscar a don Rodolfo. Si él le dejó de escribir, ¡por algo sería! Y mi opinión es que ella debió haber tenido el orgullo de olvidarlo. Así se lo dije el propio día que se le ocurrió venirse para acá. Pero a mí, ella no me hace caso… Y usted me obligó a acompañarla a estas serranías.
       »Bueno, la verdad es que por muy de novio que esté con la Anita desde que eran niños, don Rodolfo ya no la quiere, porque está enamorado de la señora Griselda.
       »No sé si te acuerdas que cuando me contaste que para ayudar a don Rodolfo —ya que el pobre no sirve para nada—, don Alberto lo había empleado en el fundo, yo te dije que me parecía que tu Alberto había hecho un buen disparate… pero a mí nadie me hace caso…»

       Ella no se explicó nunca en vida, cómo ni por qué había encaminado sus pasos hacia el cuarto de Rodolfo y empujado la puerta… Ahora sabe que en momentos como aquéllos, es nuestro destino el que nos arrastra implacable y contra toda lógica hacia la tristeza que nos tiene deparada.
       Sola, echada sobre el lecho de Rodolfo y con la frente hundida en las almohadas, así había encontrado a su hija Anita.
       Había tardado en llamarla.
       ¡Oh, esa timidez que la embargaba siempre delante de Anita! Porque Fred se defendía, pero terminaba siempre por entregársele. Y saliendo de su mutismo, el taciturno Alberto solía tener con ella arranques de confianza y de brusca ternura.»
       Pero Anita, la soberbia Anita, no se dignó jamás dejarla penetrar en su intimidad. Desde que era muy niña solía llamarla Ana María, gozándose en que ella le respondiera sin reparar en la falta de respeto que significaba de parte de una hija adolescente el interpelar a la madre por el nombre.
       Y más tarde, con qué piadosa altanería la miró siempre desde lo alto de sus estudios.
       «Tiene un cerebro privilegiado esta muchacha.» Era la frase con que todos habían acunado a Anita desde que ésta tuviese uso de razón. Y ella se había sentido siempre orgullosa de aquella hija extraordinaria, delante de la cual vivió, sin embargo, eternamente intimidada…
       —¡Anita! —cuando la llamó por fin, ésta levantó hacia ella una cara entre asombrada y gozosa, e iniciaba ya un gesto de cariñosa bienvenida, cuando animada por aquella inesperada recepción, ella le había declarado rápida y estúpidamente—: Anita, vengo a buscarte. Nos vamos mañana mismo.
       Y Anita entonces había reprimido su impulso y había vuelto a ser Anita.
       —Usted se olvida que pasé la edad en que la traen y llevan a una como una cosa.
       Desconcertada ya a la primera respuesta y presintiendo una lucha demasiado dura para su sensibilidad, ella había empezado en seguida a suplicar, a tratar de persuadir…
       —Anita, por ese muchacho tan insignificante, rebajarte y afligirte tú… ¡Tú, que tienes la vida por delante, tú, que puedes elegir el marido que se te antoje, tan orgullosa, tú, tan inteligente!
       —No quiero ser inteligente, no quiero ser orgullosa y no quiero más marido que Rodolfo, y lo quiero así tal como es, insignificante y todo…
       —¡Pero si él ya no te quiere!
       —¡Y a mí qué me importa! Yo lo quiero, y eso me basta.
       —¡Anita, Anita, regalona!… ¿Crees tú que es tu voluntad la que cuenta en este caso? No, Anita, créeme. Una mujer no consigue nunca nada de un hombre que la ha dejado de querer. Vente conmigo, Anita. No te expongas a cosas peores.
       —¿A qué cosas?
       —Ya que tú no le devuelves su palabra, Rodolfo es capaz de pedírtela un día de éstos.
       —No, ya no puede.
       —¿Y por qué no? —había preguntado ella ingenuamente.
       —Porque ya no puede, si es que es un hombre y un caballero.
       —¡Anita! —Ella había mirado a su hija mientras una oleada de sangre le abrasaba la cara—. ¿Qué pretendes decirme?
       —¡Eso! Eso mismo que acaba de pensar.
       —¡No! —había gritado. Y la otra mujer que había en ella, tratándose de sus hijos, se había rebelado con inmensa cólera.
       —… ¡Ah, el infame! ¡El infame!… ¡Se ha atrevido!… Tu padre, sí, tu padre va a matarlo… y yo… yo… ¡Ah, ese cobarde!
       —Cálmese, mamá, Rodolfo no tiene la culpa. Él no quería. Fui yo la que quise. No, él no quería, no quería.
       La voz se había quebrado en un sollozo y hundiendo nuevamente la cara en la almohada de Rodolfo, la orgullosa Anita se había echado a llorar como un niño.
       —¡No quería! Yo lo busqué y lo busqué hasta que… Era la única manera de que no me dejara… la única manera de obligarle a casarse. Porque ahora… ahora usted tiene que ayudarme… tiene que decirle que lo sabe todo… obligarlo a casarse mañana mismo… porque él pretende esperar… y yo tengo miedo, no quiero esperar… porque yo lo adoro, lo adoro…
       Anita lloraba. Y ella, ella se había tapado la cara con las manos, pero no lograba llorar.
       ¿Cuánto rato estuvo así, muda, yerta, anonadada? No recuerda. Sólo recuerda que como se escurriera al fin del cuarto, sin mirar a Anita, aquel reloj invisible empezó a sonar de nuevo su estruendoso tic-tac… como si emergiera de golpe junto con ella de las aguas heladas de un doloroso período de estupor.

       Bajando el primer piso, había abierto impulsivamente la puerta del que fuera el cuarto de Alberto. Y como considerara sorprendida aquel cuarto ahora totalmente transformado por una mano delicada y graciosa, oyó unos pasos en el corredor.
       —¡Es «ella»! —se dijo, conmovida bruscamente.
       Pero no. No era María Griselda. Era Zoila.
       —¡Por Dios, señora, recién me avisan que ha llegado! ¡Yo andaba por la lavandería…! ¡Y nadie para recibirla!
       —¡Qué pálida estás! ¿Que no te sientes bien?
       —Estoy cansada. ¿Y eso, qué es?… ¿Esas caras pegadas a los vidrios?
       —Ya se apartaron… ¿Quiénes tratan de mirar para adentro?…
       —Son los niños del campero que vienen siempre a dejarle flores a la señora Griselda, ahí al pie de la ventana. ¡La hallan tan bonita! Dicen que es más bonita que la propia Santísima Virgen…
       —¿En dónde está Alberto? —había interrumpido ella secamente.
       Zoila desvió la mirada.
       —En el pueblo, supongo… —contestó después de una breve pausa, y en su voz temblaba la misma reticencia que a ella le inquietara en la voz de Fred.
       —Pero, ¿qué pasa?, ¿qué pasa? —gritó, presa de pronto de una ira desproporcionada—. Desde cuándo se habla por enigmas en esta casa. ¿Dónde está Alberto? Contéstame claro, ¡te lo mando!
       Una cortesía exagerada y mordaz solía ser la reacción de Zoila ante las inconsecuencias o las violencias de los patrones.
       —¿La señora me ordena decirle en dónde está Alberto? —le había preguntado suavemente.
       —Sí, claro.
       —Pues… «tomando» por alguna parte ha de estar. Y por si quiere saber más, le diré que don Alberto se lo pasa ahora tomando… ¡él, que ni siquiera probaba vino en las comidas!
       —Ah, ¡esa mujer! ¡Maldita sea esa mujer! —había estallado impetuosamente.
       —Siempre atolondrada para juzgar Ud., señora. Nada se puede decir en contra de doña Griselda. ¡Es muy buena y se lleva todo el día encerrada aquí en el cuarto, cuando no sale a pasear sola, la pobrecita! Yo la he encontrado muchas veces llorando… porque don Alberto parece que la odiara a fuerza de tanto quererla. ¡Dios mío! ¡Si yo voy creyendo que ser tan bonita es una desgracia como cualquier otra!

       Cuando ella entró al cuarto, luego de haber golpeado varias veces sin haber obtenido respuesta, Silvia se hallaba sentada frente al espejo, envuelta en un largo batón de gasa.
       —¿Cómo estás, Silvia?
       Pero la muchacha, a quien no pareció sorprenderle su intempestiva llegada, apenas si la saludó, tan abstraída se encontraba en la contemplación de su propia imagen.
       —¡Qué linda estás, Silvia! —le había dicho ella entonces, tanto por costumbre como para romper aquella desconcertante situación… Silvia, mirándose al espejo atentamente, obstinadamente, como si no se hubiera visto nunca, y ella, de pie, contemplando a Silvia.
       —¡Linda! ¿Yo? ¡No, no!… Yo creía serlo hasta que conocí a María Griselda. ¡María Griselda sí que es linda!
       Su voz se trizó de improviso y como una enferma que recae extenuada sobre las almohadas de su lecho, Silvia volvió a sumirse en el agua de su espejo.
       Los cristales de la ventana, apegados a la tarde gris, doblaban las múltiples lámparas encendidas sobre el peinador. En el árbol más cercano, un chuncho desgarraba, incesante, su pequeño grito misterioso y suave.
       —Silvia, Fred acaba de decirme lo mucho que te quiere…, había empezado ella. —Pero la muchacha dejó escapar una risa amarga.
       —Sin embargo, ¿qué cree Ud. que me contesta cuando le pregunto, quién es más linda, si María Griselda o yo?
       —Te dirá que tú eres la más linda, naturalmente.
       —No, me contesta: ¡Son tan distintas!
       —Lo que quiere decir que te halla más linda a ti.
       —No. Lo que quiere decir es que halla más linda a María Griselda y no se atreve a decírmelo.
       —Y aunque así fuera, ¿qué te puede importar? ¿No eres acaso tú la mujer que él quiere?
       —Sí, sí, pero no sé… No sé lo que me pasa… Oh, señora, ayúdeme. No sé qué hacer. ¡Me siento tan desgraciada!
       Y he aquí que la muchacha había empezado a explicarle su mísero tormento:
       «Por qué esa sensación de inferioridad en que la sumía siempre la presencia de María Griselda.
       »Era raro. Ambas tenían la misma edad y, sin embargo, María Griselda la intimidaba.
       »Y no era que ésta fuera orgullosa; no, por el contrario, era dulce y atenta y muy a menudo venía a golpear la puerta de su cuarto para conversar con ella.
       »¿Por qué la intimidaba? Por sus gestos, tal vez. Por sus gestos tan armoniosos y seguros. Ninguno caía desordenado como los de ella, ninguno quedaba en suspenso… No, no le tenía envidia. ¿Fred no le decía acaso a ella: Eres más rubia que los trigos; tienes la piel dorada y suave como la de un durazno maduro; eres chiquita y graciosa como una ardilla; y tantas otras cosas?
       »Sin embargo, ¿por qué ella deseaba comprender por qué razón cuando veía a María Griselda, cuando se topaba con sus ojos estrechos, de un verde turbio, no le gustaban ya sus propios ojos azules, límpidos y abiertos como estrellas? ¿Y por qué le parecía vano haberse arreglado horas frente al espejo, y encontraba ridícula esa sonrisa suya tan alabada con la que se complacía en mostrar sus maravillosos dientes, pequeñitos y blancos?
       Y mientras Silvia hablaba y hablaba, y ella repetía y repetía el mismo argumento: Fred te quiere, Fred te quiere… en el árbol más cercano, el chuncho seguía desgarrando su breve grito insidioso y regular.»

       Ella recuerda cómo al dejar a Silvia, sintió de pronto esa ansia irresistible de salir al aire libre y caminar, que se apodera del cuerpo en los momentos en que el alma se ahoga.
       Y fue así que como ganara la tranquera, se encontró a Rodolfo reclinado a uno de sus postes, fumando y en actitud de espera.
       ¡Rodolfo! Ella lo había visto nacer, crecer; frívolo, buen muchacho y a ratos más afectuoso con ella que sus propios hijos. Y hela ahora aquí aceptando el beso con que él se apresuraba a saludarla, sorprendida de no sentir, al verlo, nada de lo que creía que iba a sentir. Ni cólera, ni despecho. Sólo la misma avergonzada congoja que la embargara delante de Anita.
       —¿Esperabas a Alberto? —preguntó al fin, por decir algo.
       —No, a María Griselda. Hace ya una hora que debiera haber vuelto. No me explico por qué ha alargado tanto su paseo esta tarde… venga, vamos a buscarla, la invitó de pronto, tomándola imperiosamente de la mano. Y fue así como cual cazadores de una huidiza gacela, habían empezado a seguir por el bosque las huellas de María Griselda. Internándose por un estrecho sendero que su caballo abriera entre las zarzas, habían llegado hasta el propio borde de la pendiente que descendía al río. Y apartando las ramas espinosas de algunos árboles, se habían inclinado un segundo sobre la grieta abierta a sus pies.
       Un ejército de árboles bajaba denso, ordenado, implacable, por la pendiente de helechos, hasta hundir sus primeras filas en la neblina encajonada allá abajo, entre los murallones del cañón. Y del fondo de aquella siniestra rendija subía un olor fuerte y mojado, un olor a bestia forestal: el olor del río Malleco rodando incansable su lomo tumultuoso. Habían echado en seguida a andar cuesta abajo. Ramas pesadas de avellanas y de helados copihues les golpeaban la frente al pasar… y Rodolfo le contaba que, con la fusta que lleva siempre en la mano, María Griselda se entretenía a menudo en atormentar el tronco de ciertos árboles, para descubrir los bichos agazapados bajo sus cortezas, grillos que huían cargando una gota de rocío, tímidas falenas de color tierra, dos ranitas acopladas.
       Y bajaron la empinada cuesta hasta internarse en la neblina, que se estancaba en lo más hondo de la grieta, allí en donde ya no había pájaros, en donde la luz se espesaba, lívida, en donde el fragor del agua rugía como un trueno sostenido y permanente. ¡Un paso más y se habían hallado al fondo del cañón y en frente mismo del monstruo!
       La vegetación se detenía al borde de una estrecha playa de guijarros opacos y duros como el carbón de piedra. Mal resignado en su lecho, el río corría a borbotones, estrellando enfurecido un agua agujereada de remolinos y de burbujas negras.
       ¡El Malleco! Rodolfo le explicó que María Griselda no le tenía miedo, y le mostró, erguido allí, en medio de la corriente, el peñón sobre el que acostumbraba a tenderse largo a largo, soltando a las aguas sus largas trenzas y los pesados pliegues de su amazona. Y le contó cómo, al incorporarse ella solía hurgar, hurgaba riendo su cabellera chorreante para extraer de entre ésta, cual una horquilla olvidada, algún pececito plateado, regalo vivo que le ofrendara el Malleco.
       Porque el Malleco estaba enamorado de María Griselda.
       ¡María Griselda!… la habían llamado hasta que la penumbra del crepúsculo empezara a rellenar el fondo del cañón y desesperanzados, se decidieran a trepar de vuelta la cuesta por donde el silencio de la selva les salía nuevamente al encuentro, a medida que iban dejando atrás el fragor incansable del Malleco.
       La primera luciérnaga flotó delante de ellos.
       —¡La primera luciérnaga! A María Griselda se le posa siempre sobre el hombro, como para guiarla, le había explicado Rodolfo súbitamente enternecido.
       Una zorra lanzaba a ratos su eructo macabro y estridente. Y de la quebrada opuesta le contestaba otra en seguida, con la precisión del eco.
       Los copihues empezaban a abrir sigilosos sus pesados pétalos de cera y las madreselvas se desplomaban, sudorosas, a lo largo del sendero. La naturaleza entera parecía suspirar y rendirse extenuada…
       Y mientras ellos volvieron por un camino diferente del que vinieron, siguiendo siempre afanosos, la huella de María Griselda, ella había logrado vencer al fin la timidez y el cansancio que la embargaba.
       —Rodolfo, he venido a saber lo que pasa entre Anita y tú. ¿Es cierto que ya no la quieres?
       Ella había interrogado con cautela, aprontándose a una negativa o a una evasiva. Pero él, ¡con qué impudor, con qué vehemencia habíase acusado de inmediato!
       Sí, era cierto que ya no quería a Anita.
       Y era cierto lo que decían: que estaba enamorado de María Griselda.
       Pero él no se avergonzaba de ello, no. Griselda, ni nadie. Sólo Dios, por haber creado a un ser tan prodigiosamente bello, era el de la culpa.
       «Y tan era así, que él no tenía culpa, que el propio Alberto, sabiendo de su amor, en lugar de condenarlo, lo compadecía. Y le permitía seguir trabajando en el fundo, porque comprendía, sabía que una vez que se había conocido a María Griselda, era necesario poder verla todos los días para lograr seguir viviendo.
       »¡Verla, verla!… Y, sin embargo, él evitaba siempre mirarla de repente, miedoso, temeroso de que el corazón pudiera detenérsele bruscamente. Como quien va entrando con prudencia en un agua glacial, así iba él enfrentando, de a poco, la mirada de sus ojos verdes, el espectáculo de su luminosa palidez.
       »Y no, nunca se cansaría de verla, nunca su deseo por ella se agotaría, porque nunca la belleza de aquella mujer podría llegar a serle totalmente familiar. Porque María Griselda cambiaba imperceptiblemente, según la hora, la luz y el humor, y se renovaba como el follaje de los árboles, como la faz del cielo, como todo lo vivo y natural.
       »Anita era linda, ella también y él la quería de verdad, pero…» Ella recuerda que el nombre de su hija, entremezclado de golpe a semejante confesión, vino a herirla de una manera inesperada.
       —No hablemos ahora de Anita —había interrumpido violentamente; luego—: Apuremos el paso, que se hace tarde.
       Y Rodolfo había respetado su silencio, mientras guiándola en la oscuridad del bosque, la ayudaba a salvar las enormes raíces convulsas que se encrespaban casi a un metro del suelo.
       Sólo cuando más adelante un revuelo de palomas vino a azotarles la frente.
       —Son las palomas de María Griselda —no se había podido impedir de explicarle aún con devoción.
       ¡María Griselda! ¡María Griselda! Ella recuerda que en medio de la escalinata, su pie había tropezado con algo blando, con aquel sapo esperando él también eternamente a María Griselda…
       Y recuerda cómo una oleada de ira la había doblado, para cogerlo brutalmente entre sus dedos crispados y arrojarlo lejos. Luego echó a correr hacia su cuarto con el puño cerrado y la horrorosa sensación de haber estrujado en la mano una entraña palpitante y fría.
       ¿Cuánto tiempo dormitó extenuada?
       No sabe. Sólo sabe que…
       Ruido. Cerrojos descorridos por una mano insegura. Y sobre todo, una voz ronca, desconocida y, sin embargo, muy parecida a la voz de Alberto, vinieron a desgarrar su entresueño.
       Zoila no había mentido, no. Ni tampoco Fred la había alertado en vano. Porque aquello era su hijo Alberto, que llegaba ebrio y hablando solo. Ella recuerda cómo aguzando el oído había sostenido un instante en pensamiento unos pasos rotos a lo largo del corredor.
       Luego… sí, debió haber dormitado nuevamente, hasta que el estampido de aquel balazo en el jardín, junto con un inmenso revuelo de alas asustadas, la impulsara a saltar de la cama y a correr fuera del cuarto.
       La puerta del corredor, abierta de par en par, hacia una noche palpitante de relámpagos y tardías luciérnagas. Y en el jardín, un hombre persiguiendo, revólver en mano, a las palomas de María Griselda.
       Ella lo había visto derribar una, y otra, y precipitarse sobre sus cuerpos mullidos, no consiguiendo aprisionar entre sus palmas ávidas sino cuerpos a los cuales se apegaban unas pocas plumas mojadas de sangre.
       —¡Alberto! —había llamado ella.
       —¡Hay algo que huye siempre en todo! —había gemido entonces aquel hombre, cayendo entre sus brazos.
       —… ¡Como en María Griselda! —gritó casi en seguida, desprendiéndose—… De qué le sirve decirme: ¡Soy tuya, soy tuya! ¡Si apenas se mueve, la siento lejana! ¡Apenas se viste, me parece que no la he poseído jamás!
       Y Alberto había empezado a explicarle la angustia que lo corroía y destruía, así como a todos los habitantes de aquella sombría mansión.
       Sí, era en vano que para tranquilizarse, él rememorara y contara por cuántos y cuán íntimos abrazos, Griselda estaba ligada a él. ¡En vano! Porque apenas se apartaba del suyo, el cuerpo de María Griselda parecía desprendido y ajeno desde siempre y para siempre, de la vida física de él. Y en vano, entonces, él se echaba nuevamente sobre ella, tratando de imprimirle su calor y su olor… De su abrazo desesperado, María Griselda volvía a resurgir, distante y como intocada.
       —Alberto, Alberto, hijo mío… —Ella trataba de hacerlo callar recordándole que era su madre.
       Pero él seguía hablando y paseándose desordenadamente por el corredor… sin atender a sus quejas, ni a la presencia de Fred, quien, habiendo también corrido en alarma a lo tiros, lo consideraba con tristeza.
       ¿Celos? Tal vez pudiera ser que lo fuesen. ¡Extraños celos! Celos de ese «algo» de María Griselda, que se le escapaba siempre en cada abrazo. ¡Ah, esa angustia incomprensible que lo torturaba! ¿Cómo lograr captar, conocer y agotar cada uno de los movimientos de esa mujer? ¡Si hubiera podido envolverla en una apretada red de paciencia y de memoria, tal vez hubiera logrado comprender y aprisionar la razón de la Belleza y de su propia angustia!
       ¡Pero no podía!
       Porque no bien su furia amorosa comenzaba a enternecerse en la contemplación de las redondas rodillas ingenuamente aparejadas, la una detrás de la otra, cuando ya los brazos empezaban a desperezarse armoniosos, y aún no había él aprendido las mil ondulaciones que este ademán imprimió a la esbelta cintura, cuando… ¡No! ¡No!
       De qué le servía poseerla, si…
       No pudo seguir hablando. Silvia bajaba la escalera, despeinada, pálida y descalza, enredándose a cada escalón en su largo batón de gasa.
       —Silvia, ¿qué te pasa? —había alcanzado a balbucir Fred cuando una voz horriblemente aguda había empezado a brotar de aquel frágil cuerpo.
       —¡Todos, todos lo mismo! —gritaba la extraña voz—. ¡Todos enamorados de María Griselda!… Alberto, Rodolfo, y Fred también… ¡Sí, tú también, tú también, Fred! ¡Hasta escribes versos para ella!… Alberto, ya lo sabes. Tu hermano tan querido escribe versos de amor para tu mujer. Los escribe a escondidas de mí. Cree que yo no sé dónde los guarda. Señora, yo se los puedo mostrar.
       Ella no había contestado, miedosa de aquel ser desordenado y febril, que una palabra torpe podía precipitar en la locura.
       —No, Silvia, no estoy enamorado de María Griselda, oyó de pronto decir a Fred con tranquila gravedad… Pero es cierto que algo cambió en mí cuando la vi… Fue como si en lo más recóndito de mi ser se hubiera de pronto encendido una especie de presencia inefable, porque por María Griselda me encontré al fin con mi verdadera vocación, por ella.
       Y Fred les había empezado a contar su encuentro con María Griselda…
       «Cuando recién casados, Silvia y él habían caído de sorpresa al fundo. María Griselda no se encontraba en la casa.
       »Pero ansiosos de conocerla cuanto antes, ellos habían corrido en su busca, guiados por Alberto.
       »Y así había sido cómo de pronto, en medio del bosque, él se había quedado atrás, callado, inmóvil, atisbando casi dentro de su corazón el eco de unos pasos muy leves.
       »Desviándose luego del sendero, había entreabierto el follaje al azar, y… esbelta, melancólica y pueril, arrastrando la cola de su ropón de amazona, así la vio pasar.
       »¡María Griselda!
       »Llevaba enfáticamente una flor amarilla en la mano, como si fuera un cetro de oro, y su caballo la seguía a corta distancia, sin que ella precisara guiarlo. ¡Sus ojos estrechos, verdes como la fronda! ¡Su porte sereno, su mano pequeñita y pálida! ¡María Griselda! La vio pasar. Y a través de ella, de su pura belleza, tocó de pronto un más allá infinito y dulce… algas, aguas, tibias arenas visitadas por la luna, raíces que se pudren sordamente creciendo limo abajo, hasta su propio y acongojado corazón.
       »Del fondo de su ser empezaron a brotar exclamaciones extasiadas, músicas nunca escuchadas: frases y notas hasta entonces dormidas dentro de su sangre y que ahora de pronto ascendían y recaían triunfalmente junto con su soplo, con la regularidad de su soplo.
       »Y supo de una alegría a la par grave y liviana, sin nombre y sin origen, y de una tristeza resignada y rica de desordenadas sensaciones.
       »Y comprendió lo que era el alma, y la admitió tímida, vacilante y ansiosa, y aceptó la vida tal cual era: efímera, misteriosa e inútil, con su mágica muerte que tal vez no conduce a nada.
       »Y suspiró, supo al fin lo que era suspirar… porque debió llevarse las dos manos al pecho, dar unos pasos y echarse al suelo entre las altas raíces.
       »Y mientras en la oscuridad creciente, largamente lo llamaban, lo buscaban, ¿recuerdan?, él, con la frente hundida en el césped, componía sus primeros versos.»
       Así hablaba Fred, entre tanto Silvia retrocedía lentamente, muda y a cada segundo más pálida y más pálida.
       Y, ¡oh, Dios mío! ¿Quién hubiera podido prever aquel gesto en aquella niña mimada, tan bonita y tan tonta?
       Apoderándose rápidamente del revólver que Alberto tirara descuidadamente momentos antes sobre la mesa, se había abocado el caño contra la sien y sin cerrar tan siquiera los ojos, valientemente, como lo hacen los hombres, había apretado el gatillo.

       —¡Mamá, venga, María Griselda se ha desmayado y no la puedo hacer volver! —Lo que de aquel horrible drama pudiese herir a su mujer, fue lo único que afectara a Alberto desde el primer momento; el resorte que lo hiciera automáticamente precipitarse, no hacia Silvia fulminada, sino hacia la puerta de su propio dormitorio, con el fin de impedir a María Griselda todo acceso a la desgracia que sin querer ésta había provocado.
       —¡Venga, mamá, que no la puedo hacer volver! ¡Venga, por Dios!
       Ella había acudido. Y una vez dentro del cuarto se había acercado con odio y sigilo hasta el borde del gran lecho conyugal, indiferente a las frases de estúpido apremio con que la hostigaba Alberto.
       ¡María Griselda! Estaba desmayada. Sin embargo, boca arriba y a flor de las almohadas, su cara emergía, serena.
       ¡Nunca, oh, nunca había ella visto cejas tan perfectamente arqueadas! Era como si una golondrina afilada y sombría hubiese abierto las alas sobre los ojos de su nuera y permaneciera detenida allí en medio de su frente blanca. ¡Las pestañas! Las pestañas oscuras, densas y brillantes. ¿En qué sangre generosa y pura debían hundir sus raíces para crecer con tanta violencia? ¡Y la nariz! La pequeña nariz orgullosa de aletas delicadamente abiertas. ¡Y el arco apretado de la boca encantadora! ¡Y el cuello grácil! ¡Y los hombros henchidos como frutos maduros! Y…
       … Como debiera por fin atenderla en su desmayo, ella se había prendido de la colcha y echándola hacia atrás, destapado de golpe el cuerpo a medio desvestir. ¡Ah, los senos duros y pequeños, muy apegados al torso, con esa fina vena azul celeste serpenteando entremedio! ¡Y las caderas redondas y mansas! ¡Y las piernas interminables!
       Alberto se había apoderado del candelabro, cuyos velones goteaban, y suspendiéndolo, insensato, sobre la frente de su mujer.
       —¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos!… —le gritaba, le ordenaba, le suplicaba. Y como por encanto, María Griselda había obedecido, medio inconsciente. ¡Sus ojos! ¿De cuántos colores estaba hecho el color uniforme de sus ojos? ¿De cuántos verdes distintos su verde sombrío? No había nada más minucioso ni más complicado que una pupila, que la pupila de María Griselda.
       Un círculo de oro, uno verde claro, otro de un verde turbio, otro muy negro, y de nuevo un círculo de oro, y otro verde claro, y… total: los ojos de María Griselda. ¡Esos ojos de un verde igual al musgo que se adhiere a los troncos de los árboles mojados por el invierno, esos ojos al fondo de los cuales titilaba y se multiplicaba la llama de los velones!
       ¡Toda esa agua refulgente contenida allí como por milagro! ¡Con la punta de un alfiler, pinchar esas pupilas! Habría sido algo así como rajar una estrella…
       Estaba segura que una especie de mercurio dorado hubiera brotado al instante, escurridizo, para quemar los dedos del criminal que se hubiera atrevido.
       —María Griselda, ésta es mi madre —había explicado Alberto a su mujer, ayudándola a incorporarse en las almohadas.
       La verde mirada se había prendido de ella y palpitado, aclarándose por segundos… Y de golpe, ella había sentido un peso sobre el corazón. Era María Griselda que había echado la cabeza sobre su pecho.
       Atónita, ella había permanecido inmóvil. Inmóvil y conmovida por una extraña, por una inmensa, desconcertante emoción.
       —Perdón, había dicho de pronto una voz grave.
       Porque, ¡perdón! había sido la primera palabra de María Griselda.
       Y un grito se le había escapado instantáneamente a ella del fondo mismo de su honda ternura.
       —Perdón, ¿de qué? ¿Tienes tú acaso la culpa de ser tan bella?
       —¡Ah, señora, si usted supiera!
       No se acuerda bien en qué términos había empezado entonces a quejarse, María Griselda, de su belleza como de una enfermedad, como de una tara.
       «Siempre, siempre había sido así, decía. Desde muy niña hubo de sufrir por causa de esa belleza. Sus hermanas no la querían, y sus padres, como para compensar a sus hermanas toda la belleza que le habían entregado a ella, dedicaron siempre a éstas su cariño y su fervor. En cuanto a ella, nadie la mimó jamás. Y nadie podía ser feliz a su lado.
       »Ahí estaba Alberto, amándola con ese triste amor sin afecto que parecía buscar y perseguir algo a través de ella, dejándola a ella misma desesperadamente sola. ¡Anita sufriendo por causa de ella! ¡Y Rodolfo también! ¡Y Fred, y Silvia!… ¡Ah, la pobre Silvia!
       »¡Un hijo! ¡Si pudiera tener un hijo! ¡Tal vez al verla materialmente ligada a él por un hijo, el espíritu de Alberto lograría descansar confiado!… Pero, ¡no parecía ya como que estuviese elegida y predestinada a una solitaria belleza que la naturaleza —quién sabe por qué— la vedaba hasta de prolongar!
       »Y en su crueldad, ni siquiera el nimio privilegio de un origen visible parecía haber querido otorgarle el destino… Porque sus padres no se parecían nada a ella, ni tampoco sus abuelos; y en los viejos retratos de familia, nunca se pudo encontrar el rasgo común, la expresión que la pudiera hacer reconocerse como el eslabón de una cadena humana.
       »¡Ah, la soledad, todas las soledades!»
       Así hablaba María Griselda, y ella recuerda cómo su rencor se había ido esfumando a medida que la escuchaba hablar.
       Recuerda el fervor, la involuntaria gratitud hacia su nuera que la iba invadiendo por cada uno de los gestos con que ésta la acariciara, por cada una de las palabras que le dirigiera.
       Era como una blandura, como una especie de cándida satisfacción, muy semejante a la que despierta en uno la confiarla espontánea y sin razón que nos brinda un animal esquivo o un niño desconocido.
       Sí, ¡cómo resistir a esta tranquila altivez, a la cariñosa mirada de esos ojos tan extrañamente engarzados!
       Recuerda que ella comparaba en pensamiento la belleza de la presumida Silvia y la de su esplendorosa hija Anita, con la belleza de María Griselda. Ambas eran lindas, pero sus bellezas eran como un medio casi consciente de expresión que hubieran tal vez podido reemplazar por otro. En cambio, la belleza pura y velada de María Griselda, esa belleza que parecía ignorarse a sí misma, esa belleza no era sino un fluir natural, algo congénito y estrechamente ligado a su ser. Y no se concebía que María Griselda pudiera existir sino con esos ojos y ese porte; no se concebía que su voz pudiera tener otro timbre que aquel suyo, grave y como premunido de una sordina de terciopelo.
       ¡María Griselda! Todavía la ve vivir y moverse, sigilosa y modesta, llevando su belleza como una dulce lámpara escondida, que encendía de un secreto encanto su mirada, su andar, sus ademanes más mínimos; el ademán de hundir la mano en una caja de cristal para extraer el peine con que peinaba sus negros cabellos… Y todavía, sí, todavía le parece estar oyendo el tic-tac del invisible reloj que allá en esa lejana casa del sur marcara incansablemente cada segundo de aquella tarde inolvidable.
       Aquel tic-tac hendiendo implacable el mar del tiempo, hacia adelante, siempre hacia adelante. Y las aguas del pasado cerrándose inmediatamente detrás. Los gestos recién hechos ya no son Océano que se deja atrás, inmutable, compacto y solitario.
       Y tú, Anita, ¡orgullosa! ¡Aquí estás y ahí lo tienes a ese hombre que no te quería y a quien tú forzaste y conquistaste! A ese hombre a quien se le escapará más tarde en alguna confidencia a otra mujer: «Yo me casé por compromiso». Lo odias, lo desprecias, lo adoras, y cada abrazo suyo te deja cada vez más desanimada y mucho más enamorada.
       Temblar por el pasado, por el presente, por el futuro; por la sospecha, el rumor o el mero presentimiento que venga a amenazar la tranquilidad que deberás fabricarte día a día. Y disimulando, sonriendo, luchar por la conquista de un pedacito de alma día a día… ésa será tu vida.
       ¡Rodolfo! Helo aquí a mi lado y a tu lado, ayudándote a salvaguardar los cirios y las flores estrechándote la mano como tú lo deseas.
       Un llevar a cabo una infinidad de actos ajenos a su deseo, empeñando en ellos un falso entusiasmo, mientras una sed que él sabe insaciable lo devore por dentro… ésa será su vida.
       Ah, mi pobre Anita, tal vez sea ésta la vida de nosotros todos. ¡Ese eludir o perder nuestra verdadera vida encubriéndola tras una infinidad de pequeñeces con aspecto de cosas vitales!




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