María Luisa Bombal
(Viña del Mar, 1910 - Santiago de Chile, 1980)
La última niebla (1934)
(Buenos Aires: Colombo, 1934)
El vendaval de la noche anterior había removido las tejas de la vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los cuartos.
—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron los criados al introducimos en la sala, y como echaran sobre mí una mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:
—Mi prima y yo nos casamos esta mañana.
Tuve dos segundos de perplejidad.
«Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino enlace, Daniel debió haber advertido a su gente», pensé, escandalizada.
A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.
Y era natural.
Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.
—¿Qué te pasa? —le pregunto.
—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco demasiado…
Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se empeña en avivar la llama azulada que ahúma unos leños empapados, prosigue con mucha calma:
—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañera. Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la cicatriz de tu operación de apendicitis.
Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo conozco de memoria, yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios, ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.
Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer, diríase que tiene siempre miedo de estar solo.
Pasamos a una segunda habitación más fría aún que la primera. Comemos sin hablar.
—¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.
—Estoy extenuada —contesto.
Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y vuelve a interrogarme:
—¿Para qué nos casamos?
—Por casarnos —respondo.
Daniel deja escapar una pequeña risa.
—¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?
—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.
—¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los pobres de la hacienda?
Me encojo de hombros.
—Ése es el porvenir que aguarda a tus hermanas…
Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.
Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara. Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña, que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.
Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir le desgarra la garganta.
Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está llorando.
Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.
Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.
A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino del pueblo.
* * *
La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera expresión.
Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto.
Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento.
Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto la palabra silencio.
Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi cabeza.
Retrocedo y abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles coronas de flores artificiales.
Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera, una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún más inmenso.
Desciendo la pequeña colina sobre la cual la casa está aislada entre cipreses, como una tumba, y me voy, a bosque traviesa, pisando firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas y como en descomposición.
Esquivo siluetas de árboles, a tal punto estáticas, borrosas, que de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente.
Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta estirada allá arriba, hay como un peligro oculto.
Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra el asalto de la niebla.
—¡Yo existo, yo existo —digo en voz alta— y soy bella y feliz! Sí, ¡feliz!, la felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y ágil.
No obstante, desde hace mucho, flota en mí una turbia inquietud. Cierta noche, mientras dormía, vislumbré algo, algo que era tal vez su causa. Una vez despierta, traté en vano de recordarlo. Noche a noche he tratado, también en vano, de volver a encontrar el mismo sueño.
Un soplo frío me azota la frente. Sin ruido, tocándome casi, ha pasado sobre mí un pájaro de alas rojizas, de alas de color de otoño. Tengo miedo nuevamente. Emprendo una carrera desesperada hacia mi casa.
Diviso a mi marido, que apacigua el trote de su caballo para gritarme que su hermano Felipe, con su mujer y un amigo, han venido a visitarnos de paso para la ciudad.
Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de rododendros. En la penumbra dos sombras se apartan bruscamente una de otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Regina queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido. Sobrecogida, los miro.
La mujer de Felipe opone a mi mirada otra mirada llena de cólera. Él, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pecho la cabeza de su amante.
Pienso en la trenza demasiado apretada que corona sin gracia mi cabeza. Me voy sin haber despegado los labios.
Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta tocar el hombro. Muy lacios y apegados a las sienes, brillaban como una seda fulgurante. Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Regina. Mi marido me ha obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta.
Me miro al espejo atentamente y compruebo angustiada que mis cabellos han perdido ese leve tinte rojo que les comunicaba un extraño fulgor, cuando sacudía la cabeza. Mis cabellos se han oscurecido. Van a oscurecerse cada día más.
Y antes que pierdan su brillo y su violencia, no habrá nadie que diga que tengo lindo pelo.
La casa resuena y queda vibrando durante un pequeño intervalo del acorde que dos manos han arrancado al viejo piano del salón. Luego, un nocturno empieza a desgranarse en un centenar de notas que van doblando y multiplicándose.
Anudo precipitadamente mis cabellos y vuelo escaleras abajo.
Regina está tocando de memoria. A su juego, confuso e incierto, presta unidad y relieve una especie de pasión desatada, casi impúdica.
Detrás de ella, su marido y el mío fuman sin escucharla.
El piano calla bruscamente. Regina se pone de pie, cruza con lentitud el salón, se allega a mí casi hasta tocarme. Tengo muy cerca de mi cara su cara pálida, de una palidez que no es en ella falta de color, sino intensidad de vida, como si estuviera siempre viviendo una hora de violencia interior.
Regina vuelve a cruzar el salón para sentarse nuevamente junto al piano. Al pasar sonríe a su amante, que envuelve en deseo cada uno de sus pasos.
Parece que me hubieran vertido fuego dentro de las venas. Salgo al jardín, huyo. Me interno en la bruma y de pronto un rayo de sol se enciende al través, prestando una dorada claridad de gruta al bosque en que me encuentro; hurga la tierra, desprende de ella aromas profundos y mojados.
Me acomete una extraña languidez. Cierro los ojos y me abandono contra un árbol. ¡Oh, echar los brazos alrededor de un cuerpo ardiente y rodar con él, enlazada, por una pendiente sin fin…! Me siento desfallecer y en vano sacudo la cabeza para disipar el sopor que se apodera de mí.
Entonces me quito las ropas, todas, hasta que mi carne se tiñe del mismo resplandor que flota entre los árboles. Y así, desnuda y dorada, me sumerjo en el estanque.
No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua.
Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como con brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.
A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo inútilmente, ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me despierta, por fin.
Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera olvidada sobre el velador.
Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza, para no volver sino al anochecer.
Regina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no cesa de protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros maridos. No le contesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama mi candor.
Más tarde me recuesto sobre los peldaños de la escalinata y aguzo el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido secuestrados por la bruma…
¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya empieza a incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue atenuar la niebla.
Cayó la noche. No croan las ranas y no percibo, tan siquiera, el gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás de mí, la casa permanece totalmente oscura.
Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogo una exclamación de sorpresa. Regina se ha quedado dormida sobre el diván. La miro. Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus pómulos se ha suavizado y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba que los seres embellecieran cuando reposan extendidos. Regina no parece ahora una mujer, sino una niña, una niña muy dulce y muy indolente.
Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados donde toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras y cigarrillos femeninos.
De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.
Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a la casa. Veo moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de antorchas. Oigo el jadeo precipitado de los perros.
—¿Buena suerte? —interrogo con júbilo.
—¡Maldita niebla! —rezonga Daniel, por toda respuesta.
Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a mis pies. Se alinea delante de mí una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos mutilados, embarrados.
El amante de Regina deja caer sobre mis rodillas una torcaza aún caliente y que destila sangre.
Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras todos se alejan riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel vergonzoso trofeo en mi regazo. Me debato como puedo y llorando casi de indignación. Cuando él afloja su forzado abrazo, levanto la cara.
Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al levantarlos de nuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y de su pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y fuerte. Le sonrío turbada. Entonces él, levantándose de un salto, penetra en la casa sin volver la cabeza.
La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la terraza. Anoche soñé que, por entre rendijas de las puertas y ventanas, se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo… Sólo, en medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Regina, con su mirada de fuego y sus labios llenos de secretos.
Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad. Detrás de la espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la siento pesar en la atmósfera.
La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender todos los candelabros sobre la larga mesa de familia donde, en una punta, nos amontonamos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de pesado cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la garganta hasta las sienes.
Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra vendrá con nosotros al campo.
Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los labios una sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi marido. No sé por qué me siento tan débil y no sé por qué no puedo dejar de sonreír.
Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda las almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre las sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la sensación de que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia afuera y es como si no cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto cerrado.
Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los ojos.
—Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?
—Haz lo que quieras —murmura, y de nuevo recuesta pesadamente la cabeza en la almohada.
Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí de la hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar, calle arriba.
La tristeza reafluye a la superficie de mi ser con toda la violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo avenidas y pienso:
—Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto. Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o leeré los periódicos locales. Después de comer me divertiré en provocar pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo desatinadamente las brasas. A mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol.
Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.
No me siento capaz de huir. De huir, ¿cómo, adónde? La muerte me parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me siento capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la vida.
Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza. Como en pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la humedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de pesadas gotas.
La luz blanca de un farol, luz que la bruma transforma en baho, baña y empalidece mis manos, alarga a mis pies una silueta confusa, que es mi sombra. Y he aquí que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía. Levanto la cabeza.
Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas levemente arqueada, prestan a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un vago pero envolvente calor.
Y es rápido, violento, definitivo. Comprendo que lo esperaba y que le voy a seguir como sea, donde sea. Le echo los brazos al cuello y él entonces me besa, sin que por entre sus pestañas las pupilas luminosas cesen de mirarme.
Ando, pero ahora un desconocido me guía. Me guía hasta una calle estrecha y en pendiente. Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo un jardín abandonado. El desconocido desata con dificultad los nudos de una cadena enmohecida.
Dentro de la casa la oscuridad es completa, pero una mano tibia busca la mía y me incita a avanzar. No tropezamos contra ningún mueble; nuestros pasos resuenan en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga escalera, sin que necesite apoyarme en la baranda, porque el desconocido guía aún cada uno de mis pasos. Lo sigo, me siento en su dominio, entregada a su voluntad. Al extremo de un corredor, empuja una puerta y suelta mi mano. Quedo parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se ilumina.
Doy un paso dentro de una habitación cuyas cretonas descoloridas le comunican no sé qué encanto anticuado, no sé qué intimidad melancólica. Todo el calor de la casa parece haberse concentrado aquí. La noche y la neblina pueden aletear en vano contra los vidrios de la ventana; no conseguirán infiltrar en este cuarto un solo átomo de muerte.
Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con su pecho una suave presión, me hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento desfallecer en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir miedo. Él entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es irónica. Sospecho que ningún sentimiento abriga secretos para él. Se aleja, simulando a su vez querer tranquilizarme. Quedo sola.
Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos de pies descalzos. Él está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en una aureola de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas. Su frente está serena y sus brazos cuelgan inmóviles a lo largo del cuerpo. La grave sencillez de su actitud le confiere como una segunda desnudez.
Casi sin tocarme, me desata los cabellos y empieza a quitarme los vestidos. Me someto a su deseo callada y con el corazón palpitante. Una secreta aprensión me estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia de sus dedos. Ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada. La belleza de mi cuerpo ansia, por fin, su parte de homenaje.
Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. Él se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!
Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende sonriente, oprimo a él mis labios, y apoyo en seguida la frente, la cara. Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.
Lo abrazo fuertemente y con todos mis sentidos escucho. Escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el estallido que el corazón repite incansable en el centro del pecho y hace repercutir en las entrañas y extiende en ondas por todo el cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de sus músculos; siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis brazos, toda una vida física, con su fragilidad y su misterio, bulle y se precipita. Me pongo a temblar.
Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué empiezo a quejarme, y no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos.
Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida la expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme sobre sus labios para sentirlo. Advierto que, prendida a una finísima, casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de su primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril detalle. Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin despertarlo. Me visto con sigilo y me voy.
Salgo como he venido, a tientas.
Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles están inmóviles y todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela, atravieso la plaza, remonto avenidas. Un perfume muy suave me acompaña: el perfume de mi enigmático amigo. Toda yo he quedado impregnada de su aroma. Y es como si él anduviera aún a mi lado o me tuviera aún apretada en su abrazo o hubiera deshecho su vida en mi sangre, para siempre.
Y he aquí que estoy extendida al lado de otro hombre dormido.
«Daniel, no te compadezco, no te odio, deseo solamente que no sepas nunca nada de cuanto me ha ocurrido esta noche…»
¿Por qué en otoño, esa obstinación de hacer constantemente barrer las avenidas?
Yo dejaría las hojas amontonarse sobre el césped y los senderos, cubrirlo todo con su alfombra rojiza y crujiente que la humedad tornaría luego silenciosa. Trato de convencer a Daniel para que abandone un poco el jardín. Siento nostalgia de parques abandonados, donde la mala hierba borre todas las huellas y donde arbustos descuidados estrechen los caminos.
Pasan los años. Me miro al espejo y me veo, definitivamente marcadas bajo los ojos, esas pequeñas arrugas que sólo me afluían, antes, al reír. Mi seno está perdiendo su redondez y consistencia de fruto verde. La carne se me apega a los huesos y ya no parezco delgada, sino angulosa. Pero, ¡qué importa! ¡Qué importa que mi cuerpo se marchite, si conoció el amor! Y qué importa que los años pasen, todos iguales. Yo tuve una hermosa aventura, una vez… Tan sólo con un recuerdo se puede soportar una larga vida de tedio. Y hasta repetir, día a día, sin cansancio, los mezquinos gestos cotidianos.
Hay un ser que no puedo encontrar sin temblar. Lo puedo encontrar hoy, mañana o dentro de diez años. Lo puedo encontrar aquí, al final de una alameda o en la ciudad, al doblar una esquina. Tal vez nunca lo encuentre. No importa; el mundo me parece lleno de posibilidades, en cada minuto hay para mí una espera, cada minuto tiene para mí su emoción.
Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente como un hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años, toda una larga noche, he vivido del calor de otro hombre. Me levanto, enciendo a hurtadillas una lámpara y escribo:
«He conocido el perfume de tu hombro y desde ese día soy tuya. Te deseo. Me pasaría la vida, tendida, esperando que vinieras a apretar contra mi cuerpo, tu cuerpo fuerte y conocedor del mío, como si fuera su dueño desde siempre. Me separa de tu abrazo y todo el día me persigue el recuerdo de cuando me suspendo a tu cuello y suspiro sobre tu boca».
Escribo y rompo.
Hay mañanas en que me invade una absurda alegría. Tengo el presentimiento de que una felicidad muy grande va a caer sobre mí en el espacio de veinticuatro horas. Me paso el día en una especie de exaltación. Espero. ¿Una carta, un acontecimiento imprevisto? No sé, a la verdad.
Ando, me interno monte adentro y, aunque es tarde, acorto el paso a mi vuelta. Concedo al tiempo un último plazo para el advenimiento del milagro. Entro al salón con el corazón palpitante.
Tumbado en un diván, Daniel bosteza, entre sus perros. Mi suegra está devanando una nueva madeja de lana gris. No ha venido nadie, no ha pasado nada. La amargura de la decepción no me dura sino el espacio de un segundo. Mi amor por «él» es tan grande que está por encima del dolor de la ausencia. Me basta saber que existe, que siente y recuerda en algún rincón del mundo…
La hora de la comida me parece interminable.
Mi único anhelo es estar sola para poder soñar, soñar a mis anchas. ¡Tengo siempre tanto en qué pensar! Ayer tarde, por ejemplo, dejé en suspenso una escena de celos entre mi amante y yo.
Detesto que después de cenar me soliciten para la tradicional partida de naipes. Me gusta sentarme junto al fuego y recogerme para buscar entre las brasas los ojos claros de mi amante. Bruscamente, despuntan como dos estrellas y yo permanezco entonces largo rato sumida en esa luz. Nunca como en esos momentos recuerdo con tanta nitidez la expresión de su mirada.
Hay días en que me acomete un gran cansancio y, vanamente, remuevo las cenizas de mi memoria para hacer saltar la chispa que crea la imagen. Pierdo a mi amante.
Un gran viento me lo devolvió la última vez. Un viento que derrumbó tres nogales e hizo persignarse a mi suegra, lo indujo a llamar a la puerta de la casa. Traía los cabellos revueltos y el cuello del gabán muy subido. Pero yo lo reconocí y me desplomé a sus pies. Entonces él me cargó en sus brazos y me llevó así desvanecida, en la tarde de viento… Desde aquel día no me ha vuelto a dejar.
El pálido otoño parece haber robado al estío esta ardiente mañana de sol. Busco mi sombrero de paja y no lo hallo. Lo busco primero con calma, luego, con fiebre… porque tengo miedo de hallarlo. Una gran esperanza ha nacido en mí. Suspiro, aliviada, ante la inutilidad de mis esfuerzos. Ya no hay duda posible. Lo olvidé una noche en casa de un desconocido. Una felicidad tan intensa me invade, que debo apoyar mis dos manos sobre el corazón para que no se me escape, liviano como un pájaro. Además de un abrazo, como a todos los amantes, algo nos une para siempre. Algo material, concreto, indestructible: mi sombrero de paja.
* * *
Estoy ojerosa y, a menudo, la casa, el parque, los bosques, empiezan a girar vertiginosamente dentro de mi cerebro y ante mis ojos.
Trato de imponerme cierto reposo, pero es sólo caminando que puedo imprimir un ritmo a mis sueños, abrirlos, hacerlos describir una curva perfecta. Cuando estoy quieta, todos ellos se quiebran las alas sin poderlas abrir.
Llega el día de nuestro décimo aniversario matrimonial. La familia se reúne en nuestra hacienda, salvo Felipe y Regina, cuya actitud es agriamente censurada.
Como para compensar la indiferencia en medio de la cual se efectuó hace años nuestro enlace, hay ahora un exceso de abrazos, de regalos y una gran comida con numerosos brindis.
En la mesa, la mirada displicente de Daniel tropieza con la mía.
Hoy he visto a mi amante. No me canso de pensarlo, de repetirlo en voz alta. Necesito escribir: hoy lo he visto, hoy lo he visto.
Sucedió este atardecer, cuando yo me bañaba en el estanque.
De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y el pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más que un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una sustancia fosforescente, donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y yo exploro minuciosamente los repliegues de ese antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que al atraer a nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo piedras bajo las cuales duermen o se resuelven miles de criaturas atolondradas y escurridizas.
Emergía de aquellas luminosas profundidades cuando divisé a lo lejos, entre la niebla, venir silencioso, como una aparición, un carruaje todo cerrado. Tambaleando penosamente, los caballos se abrían paso entre los árboles y la hojarasca sin provocar el menor ruido.
Sobrecogida me agarré a las ramas de un sauce y no reparando en mi desnudez suspendí medio cuerpo fuera del agua.
El carruaje avanzó lentamente, hasta arrimarse a la orilla opuesta del estanque. Una vez allí, los caballos agacharon el cuello y bebieron, sin abrir un solo círculo en la tersa superficie.
Algo muy grande para mí iba a suceder. Mi corazón y mis nervios lo presentían.
Tras la ventanilla estrecha del carruaje vi, entonces, asomarse e inclinarse, para mirarme, una cabeza de hombre.
Reconocí inmediatamente los ojos claros, el rostro moreno de mi amante.
Quise llamarlo, pero mi impulso se quebró en una especie de grito ronco, indescriptible. No podía llamarlo, no sabía su nombre. Él debió ver la angustia pintada en mi semblante, pues, como para tranquilizarme, esbozó a mi intención una sonrisa, un leve ademán de la mano. Luego, reclinándose hacia atrás, desapareció de mi vista.
El carruaje echó a andar nuevamente y sin darme tan siquiera tiempo para nadar hacia la orilla, se perdió de improviso en el bosque, como si se lo hubiera tragado la niebla.
Sentí un leve golpe azotarme la cadera. Volví mi cara estupefacta. La balsa ligera, en que el hijo menor del jardinero se desliza sobre el agua, estaba inmovilizada detrás de mí.
Apretando los brazos contra mi pecho desnudo, le grité, frenética:
—¿Lo viste, Andrés, lo viste?
—Sí, señora, lo vi —asintió tranquilamente el muchacho.
—¿Me sonrió, no es verdad, Andrés, me sonrió?
—Sí, señora. Qué pálida está usted. Salga pronto del agua, no se vaya a desmayar —dijo, e imprimió vuelo a su embarcación.
Provisto de una red, continuó barriendo las hojas secas que el otoño recostaba sobre el estanque…
Vivo agobiada por la felicidad.
Ignoro cuáles serán los proyectos de mi amigo, pero estoy segura de que respira muy cerca de mí.
La aldea, el parque, los bosques, me parecen llenos de su presencia. Ando por todos lados con la convicción de que él acecha cada uno de mis pasos.
Grito: «¡Te quiero!» «¡Te deseo!», para que llegue hasta su escondrijo la voz de mi corazón y de mis sentidos.
Ayer una voz lejana respondió a la mía: «¡Amooor!» Me detuve, pero, aguzando el oído, percibí un rumor confuso de risas ahogadas. Muerta de vergüenza caí en cuenta de que los leñadores parodiaban así mi llamado.
Sin embargo —es absurdo—, en ese momento, mi amigo me pareció aún más cerca. Como si aquellos simples hubieran sido, inconscientemente, el portavoz de su pensamiento.
Dócilmente, sin desesperación, espero siempre su venida. Después de la cena, bajo al jardín para entreabrir furtivamente una de las persianas del salón. Noche a noche, si él lo desea, podrá verme sentada junto al fuego o leyendo bajo la lámpara. Podrá seguir cada uno de mis movimientos e infiltrarse, a su antojo, en mi intimidad. Yo no tengo secretos para él…
Por las tardes, salgo a la terraza a la hora en que Andrés surge en el fondo del bosque, de vuelta del trabajo.
Me estremezco al divisarlo con su red al hombro y sus pies descalzos. Se me figura que va a entregarme algún mensaje importante, al pasar. Pero, cada vez, se pierde, indiferente, entre los pinos.
Me recuesto entonces sobre los peldaños de la escalinata y me consuelo, pensando en que la llovizna que me salpica el rostro es la misma que está aleteando contra el pecho de mi amigo o resbalando por los cristales de su ventana.
A menudo, cuando todos duermen, me incorporo en el lecho y escucho. Calla súbitamente el canto de las ranas. Allá muy lejos, del corazón de la noche, oigo venir unos pasos. Los oigo aproximarse lentamente, los oigo apretar el musgo, remover las hojas secas, quebrar las ramas que le entorpecen el camino. Son los pasos de mi amante. Es la hora en que él viene a mí. Cruje la tranquera. Oigo la cabalgata enloquecida de los perros y oigo, distintamente, el murmullo que los aquieta.
Reina nuevamente el silencio y no percibo nada más.
Pero tengo la certidumbre de que mi amigo se arrima bajo mi ventana y permanece allí, velando mi sueño, hasta el amanecer.
Una vez suspiró despacito y yo no corrí a sus brazos porque aún no me ha llamado.
Ignoro por qué huye sin haberme llamado.
De vuelta del pueblo, Andrés me informa, displicentemente, de que un día vio alejarse a todo galope, camino de la ciudad, un coche todo cerrado.
Sin embargo, no sufro desaliento alguno. He vivido horas felices y ahora que ha venido, sé que volverá.
Hacía años que Daniel no me besaba y por eso no me explico cómo pudo suceder aquello.
Tal vez hubo una leve premeditación de mi parte. ¡Oh, alguien que en estos largos días de verano lograra aliviar mi tedio! Sin embargo, todo fue imprevisto y tremendo y hay un vacío en mi memoria hasta el momento en que me descubrí, entre los brazos de mi marido.
Mi cuerpo y mis besos no pudieron hacerlo temblar, pero lo hicieron, como antes, pensar en otro cuerpo y en otros labios. Como hace años, lo volví a ver tratando furiosamente de acariciar y desear mi carne y encontrando siempre el recuerdo de la muerta entre él y yo. Al abandonarse sobre mi pecho, su mejilla, inconscientemente, buscaba la tersura y los contornos de otro pecho. Besó mis manos, me besó toda, extrañando tibiezas, perfumes y asperezas familiares. Y lloró locamente, llamándola, gritándome al oído cosas absurdas que iban dirigidas a ella.
Oh, nunca, nunca, su primera mujer lo ha poseído más desgarrado, más desesperado por pertenecerle, como esta tarde. Queriendo huirla nuevamente, la ha encontrado, de pronto, casi dentro de sí.
En el lecho, yo quedé tendida y sollozante, con el pelo adherido a las sienes mojadas, muerta de desaliento y de vergüenza. No traté de moverme, ni siquiera de cubrirme. Me sentía sin valor para morir, sin valor para vivir. Mi único anhelo era postergar el momento de pensar.
Y fue para hundirme en esa miseria que traicioné a mi amante.
* * *
Hace ya un tiempo que no distingo las facciones de mi amigo, que lo siento alejado. Le escribo para disipar un naciente malentendido:
«Yo nunca te he engañado. Es cierto que, durante todo el verano, entre Daniel y yo se ha vuelto a anudar con frecuencia ese feroz abrazo, hecho de tedio, perversidad y tristeza. Es cierto que hemos permanecido a menudo encerrados en nuestro cuarto hasta el anochecer, pero nunca te he engañado. Ah, si pudiera contentarte esta sola afirmación mía. Mi querido, mi torpe amante, obligándome a definir y a explicar, das carácter y cuerpo de infidelidad a un breve capricho de verano.
¿Deseas que hable a pesar de todo? Obedezco.
Un día ardiente nos tenía a mi marido y a mí, enjaulados frente a frente, llorando casi de enervamiento y de ocio. Mi segundo encuentro con Daniel fue idéntico al primero. El mismo anhelo sordo, el mismo abrazo desesperado, el mismo desengaño. Como la vez anterior, quedé tendida, humillada y jadeante.
Y entonces se produjo el milagro.
Un murmullo leve, levísimo, empezó a mecerme, mientras una delicada frescura con olor a río se infiltraba en el cuarto. Era la primera lluvia de verano.
Me sentí menos desgraciada, sin saber por qué. Una mano rozó mi hombro.
Daniel estaba de pie junto al lecho. Una sonrisa amable erraba en su semblante. Me tendía un vaso de cristal empañado y filtrando hielo.
Como yo alzara lánguidamente la cabeza, él, con insólita ternura, acuñó su brazo bajo mi nuca y por entre mis labios resecos empezó a volcarme todos los fresales del bosque diluidos en un helado jarabe.
Un gran bienestar me invadió.
Fuera crecía y se esparcía el murmullo de la lluvia, como si ésta multiplicara cada una de sus hebras de plata. Un soplo de brisa hacía palpitar las sedas de las ventanas.
Daniel volvió a extenderse a mi lado y largas horas permanecimos silenciosos, mientras lenta, lenta, se alejaba la lluvia como una bandada de pájaros húmedos.
La alcoba quedó sumida en un crepúsculo azulado en donde los espejos, brillando como aguas apretadas, hacían pensar en un reguero de claras charcas.
Cuando mi marido encendió la lámpara, en el techo, una pequeña araña, sorprendida en quién sabe qué sueños de atardecer, se escurrió para ocultarse. «Augurio de felicidad», balbucí, y volví a cerrar los ojos. Hacía meses que no me sentía envuelta en tan divina y animal felicidad.
¿Y ahora, comprendes por qué volvía a Daniel?
¿Qué me importaba su abrazo? Después venía el hecho, convertido ya en infalible rito, de darme de beber, después era el gran descanso en el amplio lecho.
Herméticamente cerradas las claras sedas de las ventanas y sumido así en una semioscuridad resplandeciente, nuestro cuarto parecía una gran carpa rosada tendida al sol, donde mi lucha contra el día se hacía sin angustia ni lágrimas de enervamiento.
Imaginaba hombres avanzando penosamente por carreteras polvorientas, soldados desplegando estrategias en llanuras cuya tierra hirviente debía resquebrarles la suela de las botas. Veía ciudades duramente castigadas por el implacable estío, ciudades de calles vacías y establecimientos cerrados, como si el alma se les hubiera escapado y no quedara de ellas sino el esqueleto, todo alquitrán, derritiéndose al sol.
Y en el momento en que sentía cierto extraño nudo retorcerse en mi garganta hasta sofocarme, la lluvia empezaba a caer. Se apoderaba entonces de mí el mismo bienestar del primer día. Me parecía sentir el agua resbalar dulcemente a lo largo de mis sienes afiebradas y sobre mi pecho repleto de sollozos.
Oh amigo adorado, ¿comprendes ahora que nunca te engañé?
Todo fue un capricho, un inofensivo capricho de verano. «¡Tú eres mi primer y único amante!»
* * *
Han prendido fuego a todos los montones de hojas secas y el jardín se ha esfumado en humo, como hace años en la bruma. Esta noche no logro dormir. Salto del lecho, abro la ventana y el silencio es tan grande afuera como en nuestro cuarto cerrado. Me vuelvo a tender y entonces sueño.
Hay una cabeza reclinada sobre mi pecho, una cabeza que minuto a minuto se va haciendo más pesada, más pesada, y que me oprime hasta sofocarme. Despierto. ¿No será acaso un llamado? En una noche como ésta lo encontré… tal vez haya llegado el momento de un segundo encuentro.
Echo un abrigo sobre mis hombros. Mi marido se incorpora, medio dormido.
—¿A dónde vas?
—Me ahogo, necesito caminar… No me mires así: ¿Acaso no he salido otras veces, a esta misma hora?
—¿Tú? ¿Cuándo?
—Una noche que estuvimos en la ciudad.
—¡Estás loca! Debes haber soñado. Nunca ha sucedido algo semejante…
Temblando me aferró a él.
—No necesitas sacudirme. Estoy bien despierto. Nunca, te repito, ¡nunca!
Asegurando mi voz, trato de persuadirle:
—Recuerda. Fue una noche de niebla. Cenamos en el gran comedor, a la luz de los candelabros…
—¡Sí y bebimos tanto y tan bien que dormimos toda la noche de un tirón!
Grito: ¡No! Suplico: ¡Recuerda, recuerda!
Daniel me mira fijamente un segundo, luego me interroga con sorna:
—¿Y en tu paseo encontraste gente aquella noche?
—A un hombre —respondo provocante.
—¿Te habló?
—Sí.
—¿Recuerdas su voz?
¿Su voz? ¿Cómo era su voz? No la recuerdo. ¿Por qué no la recuerdo? Palidezco y me siento palidecer. Su voz no la recuerdo… porque no la conozco. Repaso cada minuto de aquella noche extraordinaria. He mentido a Daniel. No es verdad que aquel hombre me haya hablado…
—¿No te habló? Ya ves, era un fantasma…
Esta duda que mi marido me ha infiltrado; esta duda absurda y ¡tan grande! Vivo como con una quemadura dentro del pecho. Daniel tiene razón. Aquella noche bebí mucho, sin darme cuenta, yo que nunca bebo… Pero en el corazón de la ciudad esa plaza que yo no conocía y que existe… ¿Pude haberla concebido sólo en sueños?… ¿Y mi sombrero de paja? ¿Dónde lo perdí, entonces?
Sin embargo, ¡Dios mío! ¿Es posible que un amante no despliegue los labios, ni una vez en toda una larga noche? Tan sólo en los sueños los seres se mueven silenciosos como fantasmas.
¿Dónde está Andrés? ¡Cómo es posible que no haya pensado hasta ahora en consultarlo!
Correré en su busca, le preguntaré: «¿Andrés, tú no ves visiones jamás?» «Oh, no, señora.» «¿Recuerdas el desconocido del coche?» «Como si fuera hoy, lo recuerdo y recuerdo también que sonrió a la señora…»
No dirá más, pero me habrá salvado de esta atroz incertidumbre. Porque si hay un testigo de la existencia de mi amante, ¿quién me puede asegurar, entonces, que no es Daniel quien ha olvidado mi paseo nocturno?
—¿Dónde está Andrés? —pregunto a sus padres, que están sentados frente al pabellón en que viven.
—De mañanita salió a limpiar el estanque —me contestan.
—No lo divisé por allá —grito nerviosa—. ¡Necesito verlo pronto, pronto!
¿Dónde está Andrés? Lo llaman, lo buscan en el jardín, en el parque, en los bosques.
—Habrá ido al pueblo sin avisar. Que la señora no se impaciente. Volverá luego, el muy haragán…
Espero, espero el día entero. Andrés no vuelve del pueblo. A la mañana siguiente encuentran su chaqueta de brin sobre una balsa que flota a la deriva en el estanque.
—La red, al engancharse en algo, debe haberlo arrastrado. El infeliz no sabía nadar y…
—¿Qué dices? —interrumpo; y como Daniel me mira extrañado, me abrazo a él gritando desesperadamente—. ¡No! ¡No! ¡Tiene que vivir, tienes que buscarlo!
Se le busca, en efecto, y se extrae, dos días después, su cadáver amoratado, llenas de frías burbujas de plata las cavidades de los ojos, roídos los labios que la muerte tornó indefensos contra el agua y el tiempo.
Ante su padre que se postró sin un gemido, yo me atreví a tocarlo y a llamarlo.
Y ahora, ¿ahora cómo voy a vivir?
* * *
Noche a noche oigo a lo lejos pasar todos los trenes. Veo en seguida el amanecer infiltrar, lentamente, en el cuarto, una luz sucia y triste. Oigo las campanas del pueblo dar todas las horas, llamar a todas las misas, desde la misa de seis, adonde corren mi suegra y dos criadas viejas. Oigo el aliento acompasado de Daniel y su difícil despertar.
Cuando él se incorpora en el lecho, cierro los ojos y finjo dormir.
Durante el día no lloro. No puedo llorar. Escalofríos me empuñan de golpe, a cada segundo, para traspasarme de pies a cabeza con la rapidez de un relámpago. Tengo la sensación de vivir estremecida.
¡Si pudiera enfermarme de verdad! Con todas mis fuerzas anhelo que una fiebre o algún dolor muy fuerte vengan a interponerse algunos días entre mi duda y yo.
Y me dije: si olvidara, si olvidara todo; mi aventura, mi amor, mi tormento. Si me resignara a vivir como antes de mi viaje a la ciudad, tal vez recobraría la paz…
Empecé entonces a forzarme a vivir muy despacio, concentrando mi imaginación y mi espíritu en los menesteres de cada segundo.
Vigilé, sin permitirme distracción alguna, el difícil salvamento de las enredaderas, que el viento había derribado. Hice barrer las telarañas de la azotea, y mandé llamar a un cerrajero para que forzara la chapa de un mueble, donde muchos libros se alinean, cubiertos de polvo.
Desechando todo ensueño, rebusqué y traté de confinarme en los más humildes placeres, elegir caballo, seguir al capataz en su ronda cotidiana, recoger setas junto con mi suegra, aprender a fumar.
¡Ah! ¡Cómo hacen para olvidar las mujeres que han roto con un amante largo tiempo querido e incorporado a la trama ardiente de sus vidas!
Mi amor estaba allí, agazapado detrás de las cosas; todo a mi alrededor estaba saturado de mi sentimiento, todo me hacía tropezar contra un recuerdo. El bosque, porque durante años paseé allí mi melancolía y mi ilusión; el estanque porque, desde su borde, divisé, un día, a mi amigo, mientras me bañaba; el fuego en la chimenea, porque en él surgía para mí, cada noche, su imagen.
Y no podía mirarme al espejo, porque mi cuerpo me recordaba sus caricias.
Corrí de un lado a otro para afrontarlo todo de una vez, para recibir todos los golpes en un solo día y fui a caer después, jadeante, sobre el lecho.
Pero a nada conseguí despojar de su poder de herirme. Había en las cosas como un veneno que no terminaba de agotarse.
Mi amor estaba también, agazapado, detrás de cada uno de mis movimientos. Como antes, extendía a menudo los brazos para estrechar a un ser invisible. Me levantaba medio dormida para escribir y, con la pluma en la mano, recordaba, de pronto, que mi amante había muerto.
—¿Cuánto, cuánto tiempo necesitaré para que todos estos reflejos se borren, sean reemplazados por otros reflejos?
A veces, cuando llego a distraerme unos minutos, siento, de repente, que voy a recordar. La sola idea del dolor por venir me aprieta el corazón. Y junto mis fuerzas para resistir su embestida, pero el dolor llega, y me muerde, y entonces grito, grito despacio para que nadie oiga. Soy una enferma avergonzada de su mal.
¡Oh, no! ¡Yo no puedo olvidar!
Y si llegara a olvidar, ¿cómo haría entonces para vivir?
Bien sé ahora que los seres, las cosas, los días, no me son soportables sino vistos a través del estado de vida que me crea mi pasión.
Mi amante es para mí más que un amor, es mi razón de ser, mi ayer, mi hoy, mi mañana.
La noticia llega una madrugada, por intermedio de un telegrama que mi marido sacude, febril, ante mis ojos. Mientras pugno por rechazar el aturdimiento de un sueño bruscamente interrumpido, Daniel corre, azorado, a golpear, sin miramiento, el cuarto de su madre. Transcurridos algunos segundos, comprendo. Regina está en peligro de muerte. Debemos salir sin tardanza para la ciudad. Me incorporo en el lecho, llena de alegría, de una alegría casi feroz. Ir a la ciudad, he ahí la solución de todas mis angustias. Recorrer sus calles, buscar la casa misteriosa, divisar al desconocido, hablarle y tal vez, tal vez… pero en aquello soñaré más tarde. No hay que agotar tanta felicidad de un golpe. Ya tengo suficiente como para saltar ágilmente del lecho.
Recuerdo que la causa de mi alegría es también una desgracia. Grave y ausente doy órdenes y arreglo el equipaje.
En el tren pregunto el porqué del estado de Regina. Se me mira con extrañeza, con indignación: —¿En qué estoy pensando siempre? ¿Aún no me he impuesto de que lo que agrava la inquietud de todos es, justamente, la vaguedad de la noticia? Es muy posible que se nos haya informado de esa manera sólo para no alarmarnos. Podría ser que Regina estuviera ya… A la verdad, mi distracción raya casi en la locura.
No contesto, y, durante todo el trayecto, contengo, a duras penas, la sonrisa de esperanza que se obstina en prestar a mi rostro una animación insólita.
En la sala de la clínica, de pie, taciturnos y con los ojos fijos en la puerta, Daniel, la madre y yo, formamos un grupo siniestro. La mañana es fría y brumosa. Tenemos los miembros entumecidos y el corazón apretado de angustia, como entumecido también.
Si no fuera por un olor a éter y a desinfectante, me creería en el locutorio del convento en que me eduqué. He aquí el mismo impersonal y odioso moblaje, las mismas ventanas, altas y desnudas, dando sobre el mismo parque barroso que tanto odié.
La puerta se abre. Es Felipe. No está pálido, ni desgreñado, ni tiene los párpados hinchados ni las ojeras del que ha llorado. No. Le pasa algo peor que todo eso. Lleva en la cara una expresión indefinible que es trágica, pero que no se adivina a qué sentimiento responde. La voz es fría, opaca:
—Se ha pegado un tiro. Puede que viva.
Un gemido, luego una pausa. La madre se ha arrojado al cuello de su hijo y solloza convulsivamente.
—¡Pobre, pobre Felipe!
Con gesto de sonámbulo, el hijo la sostiene, sin inmutarse, como si estuviera compadeciendo a otro… Daniel se oprime la frente.
—La trajeron de casa de su amante —me dice en voz baja.
Lo miro y desdeño en pensamiento sus mezquinas reacciones. Orgullo herido, sentido del decoro.
Sé que la piedad es el sentimiento adecuado a la situación, pero yo tampoco la siento. Inquieta, doy un paso hacia la ventana y apoyo la frente contra los cristales empañados de neblina. Trato de hacer palpitar mi corazón endurecido.
¡Regina! Semanas de lucha, de gestos desesperados e inútiles, largas noches durante las cuales el pensamiento se retuerce enloquecido; evasiones dentro del sueño rescatadas por despertares cruelmente lúcidos, fueron acorralándola hasta este último gesto.
Regina supo del dolor cuya quemadura no se puede soportar; del dolor dentro del cual no se aguarda el momento infalible del olvido, porque, de pronto, no es posible mirarlo frente a frente, un día más.
Comprendo, comprendo y, sin embargo, no llego a conmoverme. ¡Egoísta, egoísta!, me digo, pero algo en mí rechaza el improperio. En realidad, no me siento culpable de no conmoverme. ¿No soy yo, acaso, más miserable que Regina?
Tras el gesto de Regina hay un sentimiento intenso, toda una vida de pasión. Tan sólo un recuerdo mantiene mi vida, un recuerdo cuya llama debo alimentar día a día para que no se apague. Un recuerdo tan vago y tan lejano, que me parece casi una ficción. La desgracia de Regina: una llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de años, de cartas, de caricias, de rencores, de lágrimas, de engaños. Por primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre, horrible y totalmente desdichada.
¿Son míos estos sollozos cortos y monótonos, estos sollozos ridículos como un hipo, que siembran, de repente, el desconcierto?
Se me acuesta en un sofá. Se me hace beber a sorbos un líquido muy amargo. Alguien me da golpecitos condescendientes en la espalda, que me exasperan, mientras un señor, de aspecto grave me habla cariñoso y bajo, como a una enferma.
Pero no lo escucho, y cuando me levanto ya he tomado una resolución.
La fiebre me abrasa las sienes y me seca la garganta. En medio de la neblina, que lo inmaterializa todo, el ruido sordo de mis pasos que me daba primero cierta seguridad empieza ahora a molestarme y a angustiarme. Sufro la impresión de que alguien viene siguiéndome, implacable, con una orden secreta.
Busco una casa de persianas cerradas, de rejas enmohecidas. ¡Esta neblina! ¡Si una ráfaga de viento hubiera podido descorrerla, como un velo, tan sólo esta tarde, ya habría encontrado, tras dos árboles retorcidos y secos, la fachada que busco desde hace más de dos horas! Recuerdo que se encuentra en una calle estrecha y en pendiente, entre cuyas baldosas desparejas crece el musgo. Recuerdo, también, que se halla muy cerca de la plazoleta donde el desconocido me tomó de la mano…
Pero esa misma plazoleta, tampoco la encuentro. Creo haber hecho el recorrido exacto que emprendí, hace años, y, sin embargo, doy vueltas y vueltas sin resultado alguno. La niebla, con su barrera de humo, prohíbe toda visión directa de los seres y de las cosas, incita a aislarse dentro de sí mismo. Se me figura estar corriendo por calles vacías.
En medio de tanto silencio mis pasos se me antojan, de pronto, un ruido insoportable, el único ruido en el mundo, un ruido cuya regularidad parece consciente y que debe cobrar, en otros planetas, resonancias misteriosas.
Me dejo caer sobre un banco para que se haga, por fin, el silencio en el universo y dentro de mí. Ahora, mi cuerpo entero arde como una brasa.
Detrás de mí, tal un poderoso aliento, una frescura insólita me penetra la nuca, los hombros. Me vuelvo. Vislumbro árboles en la neblina. Estoy sentada al borde de una plazoleta cuyo surtidor se ha callado, pero cuyos verdes senderos respiran una olorosa humedad.
Sin un grito, me pongo de pie y corro. Tomo la primera calle a la derecha, doblo una esquina y diviso los dos árboles de gruesas ramas convulsas, la oscura pátina de una alta fachada.
Estoy frente a la casa de mi amante. Las persianas continúan cerradas. Él no llegará sino al anochecer. Pero yo quiero saborear el placer de saberme ante su casa. Contemplo, gozosa, el jardín abandonado. Me aprieto a las frías rejas para sentirlas muy sólidas contra mi carne. ¡No fue un sueño, no!
Sacudo la verja y ésta se abre, rechinando. Noto que no la aseguran ya sus viejas cadenas. Me invade una repentina inquietud. Subo corriendo la escalinata, me paro frente a la mampara y oprimo un botón oxidado. Un sonido de timbre lejano responde a mi gesto. Transcurren varios minutos. Resuelta ya a marcharme, espero un segundo más, no sé por qué. Me acomete una especie de vértigo. La puerta se ha abierto.
Un criado me invita a pasar, con la mirada. Aturdida, doy un paso hacia adentro. Me encuentro en un hall donde una inmensa galería de cristales abre sobre un patio florido. Aunque la luz no es cruda, entorno los ojos, penosamente deslumbrada. ¿No esperaba acaso sumirme en la penumbra?
—Avisaré a la señora —insinúa el criado y se aleja.
¿La señora? ¿Qué señora? Paseo una mirada a mi alrededor. ¿Y esta casa, qué tiene que ver con la de mis sueños? Hay muebles de mal gusto, telas chillonas, y en un rincón cuelga, de una percha, una jaula con dos canarios. En las paredes, retratos de gente convencional. Ni un solo retrato en cuya imagen pueda identificar a mi desconocido.
Un gemido lejano desgarra el silencio, un gemido tranquilo, un gemido prolongado que parece venir del piso superior. Me inunda una súbita dulzura. Para orientarme, cierro los ojos y, como en aquella lejana noche de amor, subo, a tientas, una escalera que noto ahora alfombrada. Ando a lo largo de estrechos corredores, voy hacia el gemido que me llama siempre. Lo siento cada vez más cerca. Empujo una última puerta y miro.
¿Dónde la suavidad del gran lecho y la melancolía de las viejas cretonas? Las paredes están tapizadas de libros y de mapas. Bajo una lámpara, y parado frente a un atril, hay un niño estudiando violín.
Al pie de la escalera, el criado me espera, respetuoso.
—La señora no está.
—¿Y su marido? —pregunto, de súbito.
Una voz glacial me contesta:
—¿El señor? Falleció hace más de quince años.
—¡Cómo!
—Era ciego. Resbaló en la escalera. Lo encontramos muerto…
Me voy, huyo.
Con la vaga esperanza de haberme equivocado de calle, de casa, continúo errando por una ciudad fantasma. Doy vueltas y más vueltas. Quisiera seguir buscando, pero ya ha anochecido y no distingo nada. Además, ¿para qué luchar? Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi aventura, todo se ha desvanecido en la niebla; algo así como una garra ardiente me toma, de pronto, por la nuca; recuerdo que tengo fiebre.
De nuevo este singular olor a hospital. Daniel y yo cruzamos puertas abiertas a pequeños antros oscuros donde formas confusas suspiran y se agitan.
—Dicen que ha perdido mucha sangre —pienso, mientras una enfermera nos introduce al cuarto donde una mujer está postrada en un catre de hierro blanco.
Regina está tan fea que parece otra. Algunos mechones muy lacios, y como impregnados de sudor, le cuelgan hasta la mitad del cuello. Le han cortado el pelo. Se le transparentan las aletas de la nariz y, sobre la sábana, yace inmóvil una mano extrañamente crispada.
Me acerco. Regina tiene los ojos entornados y respira con dificultad. Como para acariciarla, toco su mano descarnada. Me arrepiento casi en seguida de mi ademán porque, a este leve contacto, ella revuelca la cabeza de un lado a otro de la almohada emitiendo un largo quejido. Se incorpora de pronto, pero recae pesadamente y se desata entonces en un llanto desesperado. Llama a su amante, le grita palabras de una desgarradora ternura. Lo insulta, lo amenaza y lo vuelve a llamar. Suplica que la dejen morir, suplica que la hagan vivir para poder verlo, suplica que no lo dejen entrar mientras ella tenga olor a éter y a sangre. Y vuelve a prorrumpir en llanto.
A mi alrededor murmuran que vive así, en continua exaltación, desde el momento fatal en que…
El corazón me da un vuelco. Veo a Regina desplomándose sobre un gran lecho todavía tibio. Me la imagino aferrada a un hombre y temiendo caer en ese vacío que se está abriendo bajo ella y en el cual soberbiamente decidió precipitarse. Mientras la izaban al carro ambulancia, boca arriba en su camilla, debió ver oscilar en el cielo todas las estrellas de esa noche de otoño. Vislumbro en las manos del amante, enloquecido de terror, dos trenzas que de un tijeretazo han desprendido, empapadas de sangre.
Y siento, de pronto, que odio a Regina, que envidio su dolor, su trágica aventura y hasta su posible muerte. Me acometen furiosos deseos de acercarme y sacudirla duramente, preguntándole de qué se queja, ¡ella, que lo ha tenido todo! Amor, vértigo y abandono.
En el preciso instante en que voy saliendo, una ambulancia entra al hospital. Me aprieto contra la pared, para dejarla pasar mientras algunas voces resuenan bajo la bóveda del portón… «Un muchacho, lo arrolló un automóvil…»
El hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante un segundo.
Dos manos que me parecen brutales me atraen vigorosamente hacia atrás. Una tromba de viento y de estrépito se escurre delante de mí. Tambaleo y me apoyo contra el pecho del imprudente que ha creído salvarme.
Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y marchita de un extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi marido. Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto! ¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo, sin embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.
Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo, y extendido sobre una mesa en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un vientre sumido entre las caderas… El suicidio de una mujer casi vieja, qué cosa repugnante e inútil. ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte? Morir para rehuir ¿qué nuevas decepciones? ¿Qué nuevos dolores? Hace algunos años hubiera sido, tal vez, razonable destruir, en un solo impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas, para no verlas consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado hasta el derecho de buscar la muerte, me ha ido acorralando lentamente, insensiblemente, a una vejez sin fervores, sin recuerdos… sin pasado.
Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad. Parece no haber dado ninguna importancia al incidente. Recuerdo la noche de nuestra boda… A su vez, él finge, ahora, una absoluta ignorancia de mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.
Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día.
Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva.
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