Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

4. Coronel Chalo Godoy (1949)
Hombres de maíz
(Buenos Aires: Editorial Losada, «Novelistas de España y de América», 1949)



[8]

      Clinudo, miltomatoso y hediondo a calentura, en camisa y calsonío de manta de costal de harina, las marcas de la harina borrosas bajo los sobacos, por el fundis, sombrero de petate en forma de tumbilla, polainas de cuero y espuela sonta más al carculo que atada al calcañal escamoso, el subteniente Secundino Musús, escurría su caballo piligüe por los claritos de buen camino para medio apareársele al coronel Chalo Godoy, Jefe de la Montada, y espiarle la cara con todas las del disimulo, porque el hombre iba gran bravo y Dios guarde si lo topaba pulseándole el sentido.
       Pues, ciertamente, de resultas de la patrulla que qué años que los venía alcanzando y dónde que los alcanzaba, iba gran bravo el jefe. Gran agrio iba.
       Y por eso no había hablado palabra, él que era tan amigo de contar cuentos, en horas y horas que tenían de trepar por una pendiente pedregosa, triste, en la que las bestias, envejecidas de cansancio, marcaban más y más los pasos, y los jinetes, cegados por la noche, se volvían de mal corazón. El subteniente se le apareaba, le echaba la mirada de reojo y visto el semblante de disgusto del jefe, se quedaba atrás en su peque-peque.
       Pero en una de tantas apareaditas, el caballo agarró trote y luego pareja, sólo para desbitocar lo amargo. Al sentir el coronel Godoy que lo venían coleando, volvió la cabeza con ojos de cangrejo coqueado y se soltó en violencias, mientras aquél luchaba por contener la bestia, apulgarado en los estribos, nalgueado por el trote.
       —¡Jo… darria la tuya! A cada rato me figuro que es la patrulla la que nos alcanza y sos vos. Por no dejar de estar cansando al caballo tu compañero. Y ésos qué es lo que esperan para alcanzarnos. Deben venir pasando el agua, comiendo, guanaqueando, apeándose a cada rato con el pretexto de cincha floja, de miar, de buscarnos con la oreja pegada al suelo del camino. Y siquiera despacharan ligero. De los que dicen: purémonos que el jefecito va adelante. Eso si no se han metido a robarse las reses en las tierras. Las mujeres y las gallinas también peligran. Todo lo que es nutrimiento y amor peligra con gente voluntariosa para darle gusto al cuerpo. Sólo que estos dialtiro dicen quita de ái: tentones, cholludos, sin respeto. Y a la preba me remito. Ya agarraron la cacha de quedarse atrás por ver qué se roban y quién los hace andar. Ni arreados. Sólo que esta vez les va a cair riata. Entre que yo para con el hígado hecho pozol y ellos a paso de tortuga. ¡Quemadera de sangre tan preciosa! Y esto que ya no es cuesta, ¿qué será, mi madre?… Palo encebado pa muías.
       El subteniente guardó silencio, mas por aquello de que el jefe lo creyera enterado de lo que decía a gritos que le saltaban de la boca como chivos dando topones, movió la nuez picuda de abajo arriba, sin tragar aire ni saliva de la angustia, sintiéndose tamañito del miedo por el acecido de su caballo que en lugar de pescuezo parecía llevar una sierra de aserrar madera.
       Sensación de pelo sobre los ojos y mugre sobre la piel al ir creciendo los cerros en la oscura claridad nocturna. La noche bajaba peinada y húmeda del alborotado cielo de las cumbres. Los cascos de las cabalgaduras resonaban, como trastos de peltre, al chocar en las piedras de los desburrumbaderos. Los murciélagos baquetaban con sus cuerpos de hule vivo, entre ramazones secas y telarañas, esqueletos cascarudos, restos de troncos carcomidos de hormigas, ceibas entre nubes de paxte. Pájaros de aire gris pasaban el pico por dientes de peines invisibles: ¡quruí! ¡quruí!… Otros de celeste pluma se dormían con el día bajo las alas y otros goteando el colirio de sus trinos en el ojo cegatón de los barrancos.
       —¡Cuestón, por la grandiosísima!
       —Y nos queda lo más labrado, mi coronel, aunque ya puede decir que salimos a la cumbre. Aquella ceja de encinos es mi tanteo.
       —Es que ya era tiempo…
       —Y de la cumbre, al lugar de «El Tembladero», que le llaman.
       —Allí vamos a hacerle un tiento a la patrulla, tal vez nos alcanzan y llegamos todos juntos al Corral de los Tránsitos. Es mi veneno la gente lerda y siempre me toca gente lerda, preciosidad de mierda.
       —No es sólo idea lo del Corral de los Tránsitos. Por esa zona hay mucho cuatrero, con decir que hace poquito le quitaron la cabeza a todos los Zacatón. Pero es gente necia, mi coronel. Ven el peligro y no lo evitan. El maicero de tierra fría muere pobre o matado. Y es que la tierra los castiga por mano de indio. ¿Para qué sembrar donde la cosecha es mala? Si son maiceros que bajen a la costa grande. Allí encuentran la mesa puesta, sin necesidad de echar abajo tanto palo bueno.
       —«El Tembladero» no está lejos…
       —Pues ya lo creo que no está lejos…
       —La luna tampoco debe andar lejos…
       —Pues ya lo creo que tampoco debe andar lejos…
       —Ah, la puta, con el responso.
       —La ordenanza, mi coronel…
       —Los tapojazos que te van a llover, pedazo de petate. Me extraña que andes mancornado conmigo y no me sepas el modo. El respeto al jefe no está en esas babosadas. Embusterías y labias se hicieron para mujeres y por eso se vuelven amujerados los melitares de escuela, por la ordenanza. Cura que se guía por el catecís, músico que toque por solfa y melitar de ordenanza no quiero ni para remedio. Es ése el punto que vos debesde saber si querés ser ascendido. La religión, la música y la milicia son cosas distintas, pero se parecen, se parecen en que las tres son de instinto, el que las sabe, las sabe y el que no, no las apriende.
       Aupó la bestia que montaba con un grito:
       —¡Macho bayunco!
       Y añadió:
       —¡Macho bruto!… Pues bien, como te iba diciéndote: el catecís, la solfa y la ordenanza se inventaron para los que sin saber lo que les suda el cuerpo que quieren ser en la vida, se meten a decir misa, se meten a cantar, se meten a querer mandar, porque se lo enseñaron, no porque lo sientan, y el arte militar es el arte de las artes, el arte de matar madrugándole al enemigo, que en la guerra como en la guerra. El arte militar es mi arte y yo les hago roncha sin haber estudiado ni rosca.
       Salieron a la cumbre. La luna al rojo vivo daba luz de brasa. Las cabalgaduras se veían como barriletes volando. En el fondo del valle se adivinaban trozaduras de río, arboledas en relámpagos de loros verdes, cerros tipaches.
       —¡Subteniente Musús, vista a la derecha! —gritó el coronel; emergían de la cuesta uno tras otro a una doble luz de tela fina—, la luna está a lo militar.
       Secundino mirujeó en el horizonte el enorme disco ensangrentado, al tiempo de contestar:
       —Sabe haber sus quemas por este tiempo, mi coronel, y ésa es la propia causa de que la luna esté pintia. A no ser los calores…
       —¡Guía a la derecha he mandado, sin explicaciones, melcocha nos volvimos ya, y saludo de ordenanza, la luna está a lo militar!
       Al subteniente le dolió la tapaboca tan a tiempo; pero como según su jefe a los militares lo que más les lucía era ser cuerudos, mientras saludaba a la luna militarmente, con la mano en el ala del sombrero, dijo ganoso:
       —El humo de las quemas tifie ver sangre, mi coronel, y es como si guerrearan en la luna y hubiera muchos heridos… como si guerrearan —repitió sin poner ya mayor asunto en sus últimas palabras, fijos los ojos en una gran serpiente de árboles que parecía arrastrarse entre los cerros con ruido de retumbo. Lo que se llamaba «El Tembladero».
       A don Chalo Godoy se le regó el gusto en el encaje curtido de la cara. Hablar de la guerra era su mero cuatro.
       —Pues a mí me gusta este tiempo —dijo reconciliado con el subalterno—, porque me arrecuerda. Ver quemar como a estas horas es puro como ver guerrillas. El chirivisco hace ruido de balaceadera cuando arde y hay humazón, y hay resplandor de artillería en las lomas, y se ve que avanzan tropas donde el fuego priende rápido y que se repliegan apenas sopla aire contrario. Estos son los puntos que te vengo explicando. La guerrilla es igual al fuego de la roza. Se le ataja por un lado y asoma por otro. Se le ataja por ese otro lado y asoma por otro. Guerrear con guerrillas es como jugar con fuego y si yo le pude al Gaspar Ilóm fue porque desde muy niño aprendí a saltar fuegarones, vísperas de Concepción y para San Juan. Diablo de hombre ese Gaspar Ilóm…
       —Viéramos, mi coronel…
       —No se le adivinaba el pensamiento caprichoso como el fuego en las rozas. Por aquí, por allá, por todas partes saltaba ardiendo su pensamiento, y había que apagarlo, y cómo se apagaba si era pensamiento de hombre en guerra.
       —Viéramos, mi coronel…
       —Y no es mentira. Una vez lo vi arrancar un árbol de jocote, con sólo quedársele mirando, obra de su pensamiento, de su fuerza, y agarrarlo como escoba de patio para barrer con todos mis hombres, basuritas parecían los soldados, los caballos, las municiones…
       —Viéramos, pues, mi coronel…
       —Y no se me determina —dijo don Chalo con los ojos en el camino que bajaban hacia «El Tembladero», por entre piedras y tostaduras de hojas secas—, pero según asigunes de habla antigua, por aquí por donde ahora vamos pasando, por estos cerros, se entretuvo el que conmueve la tierra con meneadito de jícara a mudar agua a sus peces-montañas, tiempo que aprovechó el huracán para espantarle las colinas que llevaba a vender al infierno, ese avispero de colinas que desde aquí se ven hasta el mar.
       —Se ven, mi coronel…
       —Las colinas quisieran regresar al morral del Cabracán. Son avispas. Tienen voluntad de regresar. Pero no las deja el aire del mar que sopla sin descanso. Y los barrancos son los huecos que al espantarlas quedaron en el panal. Un barranco por cada avispa, por cada colina.
       El macho y el caballo en que iban amo y ayudante cambiaban de postura a las orejas siguiendo las formas que tomaba el ruido de «El Tembladero» en aquel encajonamiento de cerros, caracol de abismos en que sonaba y resonaba como aguaje la somatazón del aire en los pinares. Las bestias apuntaban las orejas hacia adelante cuando el ruido que venía a su encuentro era redondo, monótono, profundo. Hacia atrás, con repentes de violencia, cuando tomaba forma de ocho. Y una oreja hacia adelante y otra hacia atrás, alternándolas, al quebrarse las formas regulares, para lo que bastaba el chajazo de un cheje entre las ramas, la efervescencia de un chiquirín, los aletazos de aflatadas aves, la voz de los jinetes, bultos que hablaban a gritos, yendo casi a la par, como de orilla a orilla de un río caluroso.
       —¡Las veces que habré pasado por aquíííllí… y siempre me da miéééÉÉÉdo!
       —¡Yo no conozco el miéééÉÉÉdo! ¡Explica cómo éeéÉÉÉs! ¡ExplicáááÁÁÁmelo!
       El subteniente se hizo el sordo, pensó dar la callada por respuesta; pero don Chalo que iba delante le recogió la rienda al macho y le da berrinche si no grita con el galillo abierto hasta los ojos y tal fuerza de pulmones que hasta por las narices le moqueó el sonido.
       —¡ExplicáááÁÁÁmelo… meló, meló, meló, meló explicáááÁÁÁs… pero, pero, meló explicáááAAAs!
       —¡Es un insosiego que siente uno atrás de úúúÚÚÚno!
       —¡Creí que adeláááÁÁÁnte!
       —¡Pues segúúúÚÚÚn!
       —¿Según quéééÉÉÉ?
       —¡Según por dónde se sienta el instinto de huíííÍÍÍr! ¡El que siente el miedo atrás, huye pa-deláááAAAnte! ¡El que lo siente adelante huye pa-tráááÁÁÁs!
       —¡Y el que lo siente adelante y atrás se cááá… cáááÁÁÁ…ga!
       El coronel remató su grito con una carcajada rumbosa. Los cuajarones sonoros de la risa no se oyeron, mas fue pintura alegre que se le regó en la cara y hasta el macho se alborotó con un sembrón de espuelas como si hubiera atendido y también se fuera riendo. Por poco lo saca del asiento. Casi desguinda las acciones del aliño en la fuerza que hizo con los pies en los estribos, al sentirse en el aire, al arrancón de la bestia alborotada, enderezarse como pudo y seguir adelante, me detengo no me detengo.
       El subteniente Musús se quedó atrás, pasmado, miltomatoso, vestido de trapos blancos, sólo ojos en el huatal ralo, ojos de miedo por todo lo que se movía alrededor de su pellejo: el huracán doble ancho, el coágulo de sangre de la luna colorada, las nubes vagantes, las estrellas mojadas, apagosas, y el monte oscuro con hediondera de caballo.
       —Uno no es ninguno, no será gran cosa —se apalabró Mu-sús al rato de andar, y como hablando con otra persona—; pero es ruin pasarse la vida a caballo, con frío, con hambre, con flato de que lo maten a uno el rato menos pensado, y zafado eso, sin cacha de nada propiamente propio, pues el que va y viene no está en condiciones de tener ni mujer; es decir, mujer que sea suya, que le haya vendido en junto, porque mujer se tiene la que va por ái va, por ái viene, pero al menudeo, y luego tener sus hijos, y su casa, y una guitarra de aquellas que cuando se charranguean parece que estuvieran sonando bucul con pisto, fuera del gran pañuelo de seda, la color de jarabe de azúcar, terciado sobre el cuello de la chaqueta nueva y agarrado mismamente en la manzana de Adán con un anillo o una pepita de guapinol con hoyo… Desertarse, pues, quién sabe, porque las ganas no me faltan, si no me dan la baja, quién sabe; caso la vida es cola de iguana que se trueza un pedazo y sale otra vez para andarla peligrando. Se pierde y se perdió. No retoña. No es título.
       Ni él mismo se oía lo que decía, tal el ruido del viento huracanado al bajar de la cumbre a «El Tembladero».
       En la matochada enana se alcanzaba a ver a los jinetes de la cintura a la cabeza, como figuritas de ánimas en pena. El monte anegado de lucha colorada, quién sabe si fuego del Purgatorio es el fuego colorado de la luna. Y se oía, al mermar el arrastre del viento, un como cocer hervoroso de agua producido por el vuelo pertinaz de los insectos, la cantaleta de los sapos que andaban a saltos en los lodazales de las quebradas con pozas de agua nacida, y el chillido agudo de las chicharras, más corto e implacable cuando el enemigo les abría el vientre y se las iba comiendo vivas en la tiniebla del agua de brasa producida por el reflejo cardeno de la luna colgada entre las montañas y los cielos azules, profundos.
       El bulto del jefe se enmontaba. Bueno que más adelante aparecía. Aparecía y desaparecía. Musús no le botaba los ojos de encima. Por donde el bulto iba lo miraba, lo seguía. Ni perderlo ni arrejuntársele, no fuera ser el diablo y le pegara sus riendazos al sentirlo cerca, por aquello de quitarse la cólera que llevaba contra la patrulla que no había modo que los alcanzara.
       Don Chalo no movía un solo músculo de la cara. Fijos los ojos zarcos, mohosos de verde por la tarde que acababa en luna de sangre, la quijada en sus bisagras de hueso igual que puerta de golpe, el bigote atrancado sobre las comisuras, y el pensar en el recuerdo. Así iba. ¿Para qué darle vuelta a lo sucedido? Pero le daba vuelta, y vuelta, y vuelta. Bonito es el dicho de a lo hecho, pecho. Pero no hay pecho que alcance para tanta cosa como uno ha hecho. Envenenado el cacique Gaspar Ilóm, la indiada no se había defendido: la oscuridad de la noche, la falta de jefe, el asalto por sorpresa y la borrachera de la fiesta favorecían sus planes de no matar a los indios, de asustarlos solamente. Pero la montada les cayó como granizo en milpa seca. Ni para remedio dejaron uno. A lo hecho, pecho. Aunque tal vez no estuvo malo que los mataran a todos, porque el cacique se tiró al río para apagarse el fuegarón de las tripas que lo estaba matando y se contralavó el veneno. ¡Bárbaro, por poco se acaba el río! Y apareció al día siguiente, superior al veneno, y de estar los indios vivos, se pone al frente de ellos, y echa punta y bala.
       Regazón de árboles en los matorrales hondos, masudos, bermejos bajo la luna color de acerola, y ampollados por el viento sabanero que levantaba en los pajonales ariscos, olas que sobre los bultos de los jinetes venían reventando en tumbos de chilcas, corronchochos y zarzamoras, entre espumarajos de barba de viejo y nubes bajas acolchadas sobre las sombras cumbreras de los higuerillos y los horcones de los palos que en los enrames se veían sin ramas.
       Las bestias agarraron un hojarascal al trote, apedreadas por ruidos de animales que se desprendían de los árboles golpeando el suelo, prontos a atacar o escabullir el cuerpo con movimiento de agua por la maleza. El chorro de una cola, un molinete, chispas de luz verde, brincos de rama en rama o chüliditos de brinco en brinco, denunciaban su presencia juguetona, despierta, titilante, al caer, huir, reptar, trepar, volar, correr, saltar.
       Musús cortó un barejón, el primero que topó su mano, para apurar al caballito piligüe que no atendía palabra ni espuela cuando se pegaba al terreno con el engrudo del cansancio y la cola rala de la oscuridad que era un medio sueño.
       El torrente del aire huracanado iba en aumento al acercarse a «El Tembladero». Al subteniente le zumbaban los oídos como con la quinina. Se figuraba cosas horribles. El picotearse de los palos entre las ramazones hamaqueadas por el ventarrón… pac… pac… churubússs… le cosía a las orejas el recuerdo aborrecible de las armas trasteadas a espaldas del cuatrero, a quien un momento después, la descarga se encargaba de tronchar como matocho… pac… pac… churubússs… ¡Oficio de trastornados ese, ese de los cuatreros o ese de ellos de andar matando gente por no dejar, que se entiende autoridá!
       Se escarbó las orejas para botarse de lo más adentro del oído el eco de las ramas al arrastre churubússs… pac… pac… y los puntazos secos de los palos que se picoteaban pac… pac… churubússs…
       En la mano sólo le quedaba el olor del varejón de la chuca. Se fue como candela. Mejor un bejuco. Y con el tanteo de no espinarse, tiró de un bejuco que al remover las ramas del árbol en que estaba, le salpicó la espalda y el sombrero de agua dormida en las hojas. Tiró del bejuco y amenazó al caballo en voz alta, porque el pensamiento se le salió en palabras al escalofriársele el cuerpo con el roción de sereno en la espalda:
       —¡Jué… yegua, a bejucazos hay que hacerte andar!
       El huracán cimbreaba los árbolonones, crujía la tierra con sollozo de tinajón que se raja, los follajes agrietados se lloraban de cielo sobre la masa ciega del matorral ampón y hasta la montura parecía erizarse de miedo y picar a Secundino con sus pelos de punta. Secundino, a cada envión del aire, a cada hamaqueen del suelo —por «El Tembladero» temblaba la tierra a cada rato—, apretaba las piernas a la cabalgadura, vale que las tenía como horquetas de tanto andar a caballo, no sólo para asegurarse, sino por aquello de sentir el movimiento remante de la bestia que avanzaba por el huatal cuarteado sobre su cabeza en terrones de sombra que simulaban edificios que se venían abajo o cerros que se desplomaban. Pero, a ras de lo más grave del peligro, por momentos mermaba el huracán, el cuajo del huracán, y su gran fuerza quebrada, el ventarrón. Las ramas, entonces, perdían poco a poco su vitalidad llameante, se destrenzaban los troncos elásticos y en el asiento de la oscuridad, color de brea raleada por el rescoldo de la luna que ardía como bola de fuego, todo se iba quedando quieto, cernido, quebradizo, entre desmoches apagosos, retumbos subterráneos, chachales de agua limpia y montañas de hojas que despertaban a cada alboroto de ráfaga con fragor de mancha de chapulín que lija el aire.
       Musús refregó las nalgas en el asiento achicharronado de la albarda totopostosa, sin aflojar las piernas y sin apearle los ojos al bulto del jefe que desaparecía del macho cuando se botaba de espaldas, andando, andando, para contemplar a sus anchas los altísimos tragaluces abiertos entre las copas de los pinos, por donde entraban, chorros no, bueyes de luna joyante, de una luna sin cascara colorada, de luna sin lustre de sapuyulo, de luna sin sangre.
       Y por ir el jefe de espaldas sobre la montura, con los ojos en las nubes y en las aéreas sombras de los pinos rasgados por saltos de luz esplendorosa, y el ayudante siguiéndolo al bulto, no sin empinar la cabeza de tiempo en tiempo, para beberse a sorbos el paisaje de laguitos de cielo que el amo iba apurando de tesón, ni uno ni otro, antes tan atentos a los cambios del camino, echaron de menos los huatales disueltos en lluvia de grillos y sustituidos por alfombras de pino seco, regueros que el brillo de la luna convertía en ríos navegables de miel blanca, a lo largo de laderas desnudas, rodeadas de piñales, jaulas de troncos en los que loqueaba otra vez el viento enfurecido y saltaban las sombras de las ramas igual que fieras acoquinadas por el cuerear de los bejucos.
       La noche como ver el día. Soledad de espejo grande. Humo de vegetación por el suelo rocoso. Ardillas con salto de espuma de chocolate en la cola. Topos con movimientos de lava que antes de enfriarse quieren perforar la tierra y tontean aquí y allá. Parásitas gigantes de flores de porcelana y algodón de azúcar. Las pinas de los pinos como cuerpecitos de pájaros inmóviles, pájaros exvotos petrificados de espanto en las ramas siempre convulsas. Y el constante quejido de la hojarasca arrastrada por el viento. Tristeza de luna fría, buida. La luna del argeño. El camino se perdía en las jaulas de troncos alfombrados de pino seco, para reaparecer más adelante, ya en el agarrón de la bajera, picado de hoyos de taltuza y en un temblor de luces retaceadas por ramas de árboles bajos que caían sobre los jinetes con sonar de agua revuelta a chipotazos. Cuesta abajo, después de las llanuras alfombradas de pino, volvía la vegetación pesada, continua, compacta, formando largos túneles por donde el camino, visible apenas, simulaba el cuero de una culebra.
       El macho sacudió la cabeza al sentirse salpicado de goterones de luna blanca. Agujeros redondos, mosquetas friolentas grandes y pequeñas, perforaban la penumbra de esponja y sapo del cerrado toldo de ramas sobre ramas que iban recorriendo. El caballo se barrió las ancas con la cola, al sentir los rociones de la luz caliza, cola de pelo corto que dejó en alto para soltar aire y estiércol. Parpadeó el coronel con aquella jarana. Pleito de arañas parecían las manos del subteniente bajo el juego de luces y de sombras. El coronel se frotó las narices. El subteniente rechinó los dientes. La luz y la sombra le despertaron la picazón de la sarna entre los dedos.
       —¡Sierpe CastíííÍÍÍa! —gritó el subteniente—. ¡Hágale la crúúúÚÚÚz si tiene cóóóÓÓÓstras!
       —¡Nos viene luceáááÁÁÁndo!
       —¡Así parééééÉÉÉce!
       —¡Coqueala más encima con tus grííííllltos!
       —¡Nimala vilumbróóóÓÓÓsa! ¡Nimala máááAAAla!
       —¡CréééÉÉÉciais!
       —Pues tal vez que lo sean —se fue diciendo él mismo—, tal vez que lo sean, Secundino Musús; pero lo mero cierto es que la Sierpe de Castilla tuertea a las bestias, empioja a las criaturas, enturnia a las mujeres, vuelve más tapias a los sordos y al prójimo que tiene costras, si no le hace la cruz a tiempo, lo abodoca.
       La Sierpe de Castilla se quedó espejeando sus goterones de luz en un nigüerío de puntitos negros, sin más realidad que la apariencia de movimiento que le daban las partículas de luna desgranadas entre las hojas del oscuro túnel de ramas gachonas agitadas por el viento sobre los jinetes, y el camino siguió culebreando bajero, cada vez más angosto, sólo para dar paso a una bestia, por entre rocas blancas rayadas de negro por las sombras oblicuas de los troncos de los pinos que a todo espacio lucíanse elásticos y afilados, con un mechón friolento en lo alto.
       Los jinetes cerraron los ojos al primer tapojazo. Los cerraron de instinto, pero ya los tenían abiertos, de afuera los tenían. Hechos a echar filo con los machetes y bala con las pistolas y huir, porque el hombre valiente también huye, a tiempo se les hizo patente que eran los troncos de los pinos proyectados por la luna en listones de sombra, los que les iban cruzando la cara a tapojazos, y sólo medio ladearon el cuerpo para defenderse de aquella relampaciadera vistosa. Los rayos de luna que pasaban entre tronco y tronco, por las pinadas, brillaban en el pelo prieto del macho con el lucimiento de las sombras de los palos que a rayas negras se estampaban en la camisa arinosa del subteniente Musús. Aire y tierra, al avanzar los jinetes, parecian irse alforzando en pliegues luminosos y oscuros, parpadeo en el que piedras y sarespinos daban brincos de saltamonte.
       En la luz y no en la luz, en la sombra y no en la sombra, los jinetes y las cabalgaduras se apagaban y encendían inmóviles, y en movimiento. Al tapojazo en los ojos, sensación de golpe de tiniebla vacía, de cosa vaga y existente, seguía el disparo a quemarropa del luzazo, y al golpe de luz, el otro tapojazo de sombra.
       Y el coronel no iba para diviertas. Iba gran bravo. Gran agrio iba por culpa de la patrulla que dónde que los alcanzaba.
       No vieron disolverse los huatales, al entrar a «El Tembladero», por ir pescueceando la luna y ahora a través de aquella trama encajuelada de luna y sombra de los piñales, en que el macho y el caballo parecían cebras rayadas de plata y el subteniente, vestido de mantadril blanco, volatín o presidiario de traje a rayas negras, tampoco le pusieron asunto a la penumbra de moho tierno y transparente en que venas de chirivisco se iban volviendo monte entre los palos, maleza que al caer en la espesura se hizo sombra impenetrable, como si su existencia vegetal sólo hubiera sido un paso entre la luz y la tiniebla profunda.
       El viento latigueaba en lo hondo, mientras en los bosques aún alumbrados, los conacastes solemnes, los corpulentos y olorosos cedros, las ceibas de tan viejas con nube de algodón en los ojos, los capulines, los ébanos, los guayacanes, se acudían, acercándose más y más unos a otros, hasta formar todos juntos murallas de cascaras y nervaduras, raíces fuera del suelo, nidos viejos, abandonados, paxtes, polvo, ventarrón y tramos de oscuridad indefinible, bien que al faltar la luz por completo sólo quedara de aquel movimiento de cuerpos inertes una ligera humazón blanca, venosa, y más adentro, una auditiva sensación de mar embravecido.
       No se veía nada, pero ellos seguían avanzando, como algo fluido, inexistente, sobre ruidos de derrumbe y bajo aguaceros de hojas pesadas como pájaros anfibios. De vez en vez les sorprendían golpes de ramas bajas o caídas que al rozarles la cara les dejaban la impresión de araño de agua.
       —¡Maaa… cho! ¡Maaa… cho!
       La voz del coronel apagaba el silbido del subteniente Musús, que más que silbidito era la punta de su respiración de huisquilar humano que iba buscándose camino con la guía de su alentar. Una rama quiso arrebatarle el sombrero. Musús ahogó el silbido, y protestó al rescatarlo:
       —¡Jué…, palo ingrato! ¡A la babosa se quiere quedar con mi sombrero, ja… más!
       Los huesos echan fuego de noche, en el camposanto; pero la claridad que venía en contra de ellos, a tientas, en medio de una preciosa oscuridad, más parecía luminaria del cielo olvidada allí desde el principio del mundo. ¿De dónde les llegaba aquel resplandor de caos? No lo sabían, no lo averiguaban, y no habrían sabido si no ven esplender ante sus ojos un árbol del tamaño de un encino que alumbraban millones de puntitos luminosos.
       Musús se le apareó al jefe para decirle: ¡Vea, mi coronel, la brama de los gusanos de fuego!… Pero por todo hablar, se le jugó en el pescuezo de pellejos palúdicos, la manzana picuda, como huevo de zurcir medias, y sólo chistó un ¡Vea, jefe!
       Prendidas a las ramas más altas las hembras llamaban a sus amantes de ojo cíclope, paseando sus farolitos encendidos, millones de ojos de luz en la noche inmensa, y los gusanos avivaban sus faros diamantinos respirando con todas sus fuerzas de machos calientes y se ponían en marcha desplazándose como sangre de azulado resplandor de perla, hacia lo alto, por el tronco, por las ramas y ramitas, las hojas y las flores. Al acercarse los gusanos que seguían avivando sus faros con su respiración codiciosa, las hembras encendían más y más sus nubiles fulgores, coqueteándoles con los mil movimientos de una estrella, luces que después del encuentro nupcial se iban amortiguando, hasta quedar de toda aquella luminaria una mancha opaca, el resto de una vía láctea, un árbol que se soñó lucero.
       La luna les dio otra vez de alta. Asomaron al borde afilado de un cráter del tamaño de una plaza. Una gran plaza vacía. Las rocas, ligeramente anaranjadas, reflejaban en la telita de agua y luna que como espejo las cubría, masas oscuras que igual que manchas misteriosas se movían de un lado a otro. Pero el corazón de «El Tembladero», adonde, por fin, enfilaban por un resto de camino que más parecía cauce deshilachado de arroyo invernal, encerraba otros secretos. Como por encanto cesaba en el interior de aquella gran taza rutilante, el ruido de cuatro leguas de hojas sacudidas sin descanso por el ventarrón, y se escuchaba el tintineo de las lajas que cantaban bajo los cascos de las cabalgaduras. Uno que otro garrobo huía a su paso por entre natosidades secas de hojas atrapadas en telarañas color de humo. Los garrobos dejaban un ruido de raspón de nadador en seco. Vivas y uñudas, se veían las huellas de algún tigrillo en la rinconera del atajo que los precipitó hasta el fondo de «El Tembladero».
       Sombras misteriosas, lajas cantantes, ambiente en el que se podía hablar sin desgañitarse. Y allí acampan a dar tiempo a los hombres montados que formaban el grueso de la patrulla, para pasar todos juntos por el Corral de los Tránsitos, a tomar ellos algo de lo que traían en sus tecomates —café, chilate, guaro de olla— y a refrescar las bestias humeantes, sudor contra sereno, si éstas, que venían muertas de cansancio, no reviven las dos a un tiempo y pegan regresen tal, tan de repente, que poco faltó para que los escupieran por las orejas y los dejaran mordiendo el suelo.
       A la distancia de un tiro de piedra, atravesado en el camino de lajas cantantes que cruzaba «El Tembladero», se veía un cajón de muerto.
       —¡Su má… quina! —alcanzó a decir el coronel, al dar la vuelta el macho y barajustar de trepada coleado por el caballo piligüe que no obedecía rienda, porque el subteniente a dos manos quería hacer fuego sobre el cajón de muerto, al ganar el borde que coronaba el fondo de «El Tembladero», con un máuser, si el coronel, que iba colgado de la pistola sobre la ondulante respiración del macho que ya era sólo eso: una respiración prieta que trataba de salvarse, no le grita a tiempo que no disparara. El torrente de hojas sacudidas por el viento les pegó en la cara, los sumergió en seguida; mas ahora a un paso de la desolación de «El Tembladero», en que se habían sentido desnudos como para la muerte, qué consolador aquel oleaje verde, rumoroso, rumiante, ensordecedor, que iba vistiéndolos, aislándolos, protegiéndolos. Hojas en los tallos, chillidos de micos con cara de gente, tensos saltos de fieras, caída de bólidos con los tendones sangrantes de luz, estrellas fugaces que piaban en el cielo como pollitos perdidos en la inmensidad, guachipilines que se desplomaban en seco, como suicidas supremos, colapso de una voluntad vegetal que ya no quiso resistir más tiempo la embestida del viento. El que huye de un peligro y encuentra una multitud y se mezcla entre todos y sigue avanzando con los miles y miles de seres que se mueven, se siente tan seguro, como el coronel y Secundino, al salir de «El Tembladero» y desembocar en el torrente circulatorio del viento que leguas y leguas a la redonda sacudía cielo y tierra.
       —¡Baboso, no ves que están velando muerto! —fue todo lo que oyó el subteniente y por eso no mandó la bala.
       Corrían. El viento les cerraba los ojos, les abría la boca, les dilataba las narices, les enfriaba las orejas. Corrían materialmente hechos pescuezo con el pescuezo de las bestias, para oponer la menor resistencia, y porque el contacto con el animal sudado, vivo, hediondo a costal de sal, les deparaba una vaga seguridad de compañerismo en aquel riesgo.
       Y no se detuvieron hasta llegar a la cumbre, en la flor cimera de la cuesta cuya raíz la fatiga y la memoria les recordaba muy profunda. El coronel Godoy se desanudó el pañuelo que traía al cuello, húmedo de sudor de pelos, para limpiarse la cara.
       Musús dejó caer los párpados para no ver la lechuza que le había quedado enfrente. La luna le bañaba las alas de lechuga ribeteadas de venitas de corazón de plátano. ¡Mal agüero, trigueño, lechuza y cajón de muerto!, le gritó la sangre.
       —Mi coronel… —dijo Musús, sin mover los labios, tullido de palabra y de mandíbulas.
       Y Godoy le contestó en el mismo tono y sin mover la boca:
       —Mi coronel…, ahora sí, verdá…, mi coronel…
       —La vela del muerto de los cuatreros…
       —Ahora sí, verdá… la vela del muerto de los cuatreros…
       —Y ya no ponen muerto, sino cajón.
       —Se han vuelto precavidos. Antes, para que vos veas, un baboso se hacía el muerto sobre un petate, y hasta le ponían las cuatro candelas; pero ahora discurrieron que era mejor sólo el cajón, así la gente no sigue camino al ver el cajón de muerto, y ellos pueden arrear el ganado robado, con el camino libre de allí pa adelante.
       —Mi señor coronel como que despenó a un tal Apolinario Chijoloy, que siempre hacía el difunto, porque era impedido y no podía andar robando.
       —¿Y lo conociste vos?
       —Me lo contaron con pelos y señales. Fue después de cuando usté le pudo al cacique de Ilóm, y ái sí que estuvimos ansinita de la muerte; sólo porque no le faltó la sangre fría para sus disposiciones, que contamos el cuento. Vea que entrársele a sus tierras montañosas a ese cacique que era embrujado de conejo amarillo y desmocharle la gente, mientras él andaba lavándose las tripas en el río. En menudos vi que caiban los pedazos de los indios, cuando la montada les cayó encima. Los seis años hace ya y sólo de eso se habla.
       —Y éste siete —aprontó el coronel—. Llevo la cuenta, porque según los iscorocos, los brujos de las luciérnagas, a quien también hicieron picadillo, me tienen sentenciado para la roza seutima. Este año me toca morir chamuscado, según ellos. ¡Ya palmando yo este año, que vayan a la mierda!
       —Apolinario Chijoloy fue el último muerto que usté muerteó dialtiro.
       —Reconozco que a ése me lo volé tapamente. Lo agarré boquero, desde un bordo del camino, y a la sombra de un matorral grande que mordía un despeñadero, que fue por donde me resbalé para escapar antes que llegaran a vengarlo sus compañeros. El pobre estaba haciéndose el muerto sobre una chiva barbona, entre cuatro candelas, una ya se había apagado. Tiré de prisa, por miedo a que se apagaran las otras tres candelas. Sólo medio se encogió a recibir el balazo.
       —Y la patrulla que no parece.
       —Y no hay más que esperar, porque sería peligroso, imprudente, volver al camino sin refuerzo de tropa. No hay gente más bragada que los cuatreros, y listos que son, son relistos, el peligro afína a la gente, le afína el oído, le afína el ojo, la hace casi adivina de lo que le conviene y no le conviene.
       —Flor Júpiter, los cuatreros tienen las del león, las del tigrillo, las de la culebra, las del viento en los matochos.
       Por estar conversando, oyeron pasos de bestias cuando tenían los bultos enfrente, sobre ellos, ya para agarrarlos. Se les fue el habla. Corrieron a las bestias que habían apersogado cerca de allí, para que se refrescaran el hocico en la humedad del monte y algún zacate les matara el hambre, ajigolón en que el coronel arrancó con el cabestro la mata en que tenía amarrado el macho, y el subteniente reventó el lazo de su persoga.
       Era la patrulla. Los diecisiete hombres de la montada enharinados de tierra y de luna. No hay como un hombre montado. ¿Quién dijo algo contra eso? Montado, ya sea para la guerra, ya sea para el amor, no hay como un hombre montado.
       Ese pensamiento se le atravesó por la mollera al Jefe de la Expedicionaria, coronel Gonzalo Godoy, cuando al frente de sus hombres, tomando el mando de las fuerzas, dispuso que se desplegaran en plan de ataque envolvente.
       Avanzaron a galope, deseosos de probarse con los cuatreros. Para sacudirse el frío y la murria, no hay como una asamblea de balazos. El ruido torrencial de «El Tembladero» los apeñuscó y desembocaron todos juntos en el sitio en que se encontraba atravesado el cajón de muerto. La luz lunar afilaba las aristas del trágico muelle de madera sin pintar, a la rústica, madera blanca de pino que al devolver la claridad lo rodeaba de un halo de esplendor.
       Parte de la patrulla había quedado a la entrada de «El Tembladero», al mando del subteniente Musús, para evitar un ataque por sorpresa. Todos eran oídos y ojos. A Musús se le secó la saliva. Quiso soltar uno de sus ralosos chisquetes de subteniente de línea, y sólo logró lanzar un poco de aliento reseco. Desde lo alto, el subteniente y sus hombres veían lo que pasaba en el fondo de «El Tembladero», como en una plaza de toros. El coronel se apeó del caballo y aproximóse al féretro, seguido de la tropa, todos arma en mano, apuntando, ya sólo para disparar. Con el cañón de la pistola, el coronel golpeó la tapa del cajón, imperiosamente. Nada. Estaba vacío. Lo que él había dicho a sus hombres. Vacío. Un nuevo ardid de los cuatreros para robar ganado, sin comprometer a ninguno de la partida a hacerse el vivo, haciéndose el muerto, para resultar de veras muerto por hacerse el vivo.
       Don Chalo volvió a golpear el cajón con el cañón de la pistola, imperiosamente, ya con más conñanza. Nada. Vacío. Golpeó de nuevo y nada, nadie respondió.
       A una orden del coronel, que a veces mandaba con los ojos y la cabeza, dos soldados se acercaron a destapar el cajón. Sólo el jefe se quedó en su puesto, los demás echaron pie atrás y por poco corren. Dentro del cajón había un hombre vestido de blanco, con el sombrero de petate en la cara. Un chorro de sudor frío le bajó al coronel por la espalda. ¿Quién era aquel hombre?
       Las piedras anaranjadas reflejaban caballos y jinetes, sólo que sus sombras regadas como tinta de tinteros negros, no parecían quedar en la superficie, sino penetrar la piedra.
       El coronel le apartó el sombrero de la cara con el cañón de la pistola, y el que ocupaba el cajón, al recibir la luna en plena cara, abrió los ojos, levantóse asustado y saltó fuera de la lúgubre canoa. El coronel volvió a quedarse en su puesto, no sin haber reculado un paso, fuera a ser alma de la otra vida, se le estaban reviviendo los muertos, y sin perder tiempo, mientras amenazaba al que aún no sabía quién era, ni siquiera si era humano, con la pistola, amenaza que en abanico repartía a sus hombres para que se acercaran, le preguntó:
       —Alma de esta vida o de la otra…
       —Carguero, señor —respondió la voz deshuesada de un hombre que acababa de despertar y sentía acabamiento de hambre.
       Al percatarse el coronel que no trataba con uno de sus muertos, se sintió parado en sus zapatos, y seguro de lo que hacía, inquirió:
       —¿Carguero de qué?
       —De ese cajón que lo fui a traer al pueblo.
       —Decí la verdá o te destapo los sesos…
       —Decir que soy carguero… Decir yo, pues. Fui al pueblo a mercar el cajón para enterrar al Curandero que falleció ayer, aquí arribita, en el Corral de los Tránsitos.
       La patrulla se había ido acercando. El indio con el sombrero en la mano, los calzones blancos arriba de la rodilla, la camisa blanca de mangas cortas, parecía de piedra bronceada.
       —Merqué el cajón y me vine ligero. Por aquí me entró el sueño. Me acosté a dormir. Como llevaba el cajón me metí adentro para estar más seguro. Por aquí hay mucho cochemonte, mucha casampulga, mucho animal perjuicioso.
       —Ese cajón de muerto y vos, son seña de que por aquí se están levantando ganado ajeno.
       —Puede ser, pero no por mí ni por el cajón de muerto. Los cuatreros no nos quieren a los indios, somos razas de chuchos miedosos, dicen.
       —Pues por eso te metieron allí a la fuerza, porque dijeron, si se pierde indio no se pierde nada. Es el punto, y echa el resto de lo que vos sabes de los cuatreros que aquí puerteando deben andar, o te vas metiendo de nuevo al cajón.
       En el costillaje del indio, pintado en la camisa lamida de luna y frío, se apuñaba el cañón del revólver del coronel Godoy que lo hizo recular, casi lo bota, hasta el féretro de pino.
       —Habla, porque entendés bien castilla.
       —Yo no voy a ocupar el cajón que es del Curandero. Si querés me matas y me enterras aquí, pero no en el cajón del Curandero, porque entonces me va peor en la otra vida; si me vas a echar bala, manda que el cajón lo lleven al Corral de los Tránsitos.
       —¿Y quién te va a recibir el cajón? ¿El muerto?… —el coronel chanceaba, seguro de que el indio no era más que una treta de los cuatreros que era de lo negado que anduvieran por allí; sus bromas en ocasiones parecidas le habían servido para averiguar la verdad—. Y el muerto te abrazará y te dirá: Dios te lo pague que me trajiste la última mudada, y si es pobre puede que esa mudada sea el último estreno que haya hecho a la medida, porque estoy seguro que te dieron la medida.
       Sí, señor, y me recibirán la caja los que están en el velorio.
       —¡La caja! La caja se le dice a un cajón flamantemente acabado, barnizado por fuera y forrado por dentro; pero eso que vos llevas es un simple y vil cajón de pino. ¿Y quiénes hay en el velorio?
       —Mujeres…
       —¿Y hombres?
       —Hay más mujeres.
       —Y se murió, de qué se murió, lo mataron.
       —De viejo se murió.
       —En todo caso, antes de darte tus balazos, vamos a averiguar si es cierto lo que decís. Te vas a ir amarrado con mi segundo, el subteniente Musús, y cinco hombres. Si no es cierto, si me estás mintiendo, llevan orden de meterte en el cajón, cerrarlo, pararlo en un árbol y fusilarte encajonado, ya sólo para echarte al hoyo.
       El carguero levantó el cajón, como el que nace de nuevo, se lo puso a la espalda y andando, más corriendo que andando para alejarse de aquel hombre cuyos ojos zarcos brillaban como cristales con fuego. La patrulla fue tras él por el cresterío de peñas que rodeaban aquel interior volcánico y de allí, según órdenes de Godoy, el subteniente Musús marchó con cinco de la montada, los más amargos, hacia el Corral de los Tránsitos. El carguero, inútilmente amarrado de los brazos, con el cajón de muerto a mecapal, iba delante. Se perdieron en el rumor de las hojas.


[9]

      La nana, madre de los Tecún, parecía salir de muchos años y trabajos. De años sucios de chilate de maíz amarillo, de años blancos de atol blanco con granos de elote, uñas de niños de maíz tiernito, de años empapados en los horrores rojos de los puliques, de años tiznados de humo de leña, de años destilando sudor y dolor de nuca, de pelo, de frente que se arruga y abolsa bajo el peso del canasto cargado en la cabeza. Encima, arriba, el peso.
       Años y trabajos pesan en la cabeza de los viejos, hundidos de los hombros, vencidos hacia adelante, con un medio doblez de las rodillas que los mantiene como si fueran a caer arrodillados ante las cosas de su fervor.
       La nana, madre de los Tecún, la vieja Yaca que siempre andaba con la mano color de palo quemado sobre el estómago, desde el embrujo de grillo que le dio aquel hipo mortal, chocó los ojos chiquitos de culebra contra la sombra húmeda del aire, al asomar con la otra mano el hachón de ocote encendido para mirar quién o quiénes llegaban a la madrugada. Pero no vio nada. Se hizo a la puerta con una masticación de palabras. Había oído llegar gente de a caballo. Los muchachos, sus hijos y sus nietos, ya no estaban, pues.
       Pronto la rodearon varios hombres con armas. Traían al acercarse al rancho, las bestias de la rienda. Descalzos, vestidos al desigual, pero todos con correajes de soldados.
       —Señora, nos va a dispensar —dijo el que mandaba, no otro que Musús—: podría decirnos dónde vive el Curandero, es que tenemos un enfermo que está bien grave, es muerto si no le ve el hombre ese.
       A prudente distancia habían dejado en lo oscuro al indio con el cajón, custodiado por un tal Benito Ramos.
       —Aquí lo pueden ver… —contestó la anciana, algo refunfuñando, volviendo la lumbre del hachón de ocote hacia el interior del rancho, donde veíase el cuerpo del Curandero mismamente tendido en el piso de tierra regada con flores silvestres y ciprés para dar el huele.
       Musús, que en todo lo que podía imitaba al coronel Godoy, servilismo simiesco de criado, avanzó hacia el cadáver del Curandero y le dio un puyón por el ombligo con el extremo de su revólver. Sólo la camisa de trapo viejo cedió y se le vio el pellejo de la barriga hundido.
       —Y de qué dice que murió —preguntó Musús, temeroso de que también fuera a levantarse del suelo, como el indio se levantó del cajón.
       —De viejo… —asentó la anciana—, es el peor mal la vejez, mata seguro.
       —Y usté cómo que está mala, entonce…
       —De vieja sí —asentó nuevamente la anciana, haciéndose tantito para adentro sólo ella, sin meter el hachón de ocote, por temor a que los de la montada dispusieran examinar el cuerpo del Curandero que el Calistro, al sacarlo arrastrando por las piedras, dejó como Santo Cristo. Calistro, el loco. Ya no está loco. Volvió a sus cabales mediante la piedra de ojo de venado. Fue suerte doble. Suerte porque se compuso al sólo alujarle las sienes y la mollera con la piedra de pepita de ojo de venado. Y suerte porque se pudo ir con sus hermanos antes de que llegara la montada. Peor si se les trepa a la cabeza la gana de beber chocolate con sangre.
       En todo pensaba la nana de los Tecún, sin desatender las visitas, con el hachón de ocote siempre afuera, para evitar dificultades, casual fueran a ver que el muerto no era muerto, sino matado. Se los llevan a todos amarrados, sin esperar respuesta ni manceba.
       —Pues, hombre, ái ven ustedes… —titubeó el subteniente Musús en dirección a sus hombres, rascándose la cabeza que le asomaba bajo el sombrero como coyolón grande con pelo, porque no dejaba de resmolerle que el carguero se salvara del fusilamiento que le tuvo ordenado el jefe. Meterlo en el cajón de muerto, cerrarlo, pararlo y… ¡fuego!
       El indio entró arrastrando el cajón, mientras la patrulla salía del Corral de los Tránsitos a reunirse con el coronel Godoy en «El Tembladero». Después de Musús, que al despedirse tuvo tiempo de ser un poco el coronel en sus palabras y modales, pues dijo que el cajón era el «extremo de pomada» del Curandero, cada soldado saltó a su bestia y arrancó de priesa, apenas si tuvieron tiempo de recibirle a la nana unos cigarros de tuza que se atrancaron a la boca sin brasa, salvo el Benito Ramos que tenía el pacto con el Diablo de que cuando le llegaba un cigarro a la boca, solo se le prendía. Hombre de lo más raro. Se tragó un pelo del Diablo. Ése fue el pacto. Y se puso seco, seco, el pellejo color ceniza, los ojos negros color carbón. Lo concebido fue que el Diablo le dijo que iba a saber cada vez que lo engañara su mujer. Y no lo supo, porque la mujer lo engañaba con el Diablo. Una mujer hermosa, ver carne blanca, ver trenzas largas, ver unos ojos que tenía color negro de frijolitos fritos con manteca bastante. Para el desayuno esa mujer. Por sus ojos.
       Los jinetes se internaron en el lenguaje de las hojas galopando uno tras otro. El camino bajaba precipitadamente. Fortuna. Porque así, pronto estarían en el corazón de «El Tembladero», para dormir un rato. En la oscuridad, traicioneras plantas espinosas, de esas que el viento no mueve, que son como cadáveres de árboles insepultos, les arañaban, menos al Benito Ramos que con sus ojos de carbón veía de noche. Venía atrás. ¿Venía o no venía atrás? Siempre andaba a la retaguardia. Era la cola de la montada. Y más malo que Judas.
       El cielo iba cebándose de estrellas. El bosque se extendía como una mancha negra. Así lo veían a sus pies, al ir vuelteando el camino que bajaba, entre precipicios, del Corral de los Tránsitos a «El Tembladero». Los resoplones de las bestias, catarros de madrugada, el aullido lejano de los coyotes en dulce de luna, las ardillas que no parecían roer sino reír soñando cosas alegres, los alargados ruidos de las aves nocturnas al dar en los palos entre la maleza de rumor castigante.
       Iban ya en el bosque. La luna había caído en una lenta luz podrida en un cielo abombado, lloroso de relente. Los jinetes alojaban su estar presentes en una falta de movimientos que los hacía ausentes hombres de moho, pellejudos, color de huevo güero. La goma del cansancio y el desvelo. La goma del caballo. Temblor de palos trepones por donde el cielo baja de rama en rama, fresco de luceros, a los regatos de quebrados espejitos que luz líquida parecían entre los peñascales. Con aflicción de cucaracha, así iban los que eran más amargos que el jiote, dejando que las bestias se hundieran, bien metida la cabeza hacia adelante y el trasero hacia arriba, en la bajada que cada vez se hacía más pronunciada, a tal punto que ellos tenían que abrirse para atrás, echados, materialmente acostados sobre la montura, de eso que la tenedora les tocaba el sombrero. Olor a trementina de ocote en la palpitación avisposa de la atmósfera agitada por el susurrante mar vegetal de «El Tembladero». Ahogo de sahumerios de azufre en que parecían flotar enfermedades, desolladuras de animal castrado, ojos de sapos. Iban amareados por todo. Por la bajada, por el cansancio, por el desvelo, por la trementina penetrante y por los chicotazos del aire bravo que a veces pasaba solo y a veces con hojas de navajuda.
       El primer indicio fue un olorcito a monte quemado, apenas perceptible, pero evidente para avivarles la corazonada de lo que les comunicó el Benito Ramos, antes de agarrar el regreso. Y no habló más porque no era el Benito hombre de muchas palabras, o quizás por no afligirlos. Eso tiene de bueno hacer pacto con Satanás. Saber las cosas antes de que sucedan.
       —Vean, «El Tembladero», muchachos —díjoles Benito Ramos en el Corral de los Tránsitos—, pues hagan de cuenta que es un embudo, un embudo gigantesco de peñas de loza vidriada. El huracán es de lo bravo, pero allí se calla. Puede ser más bien que no penetre, que no baje no sea que enviuden las nubes, que enviuden las hojas, que enviude todo el hembrerío de cosas que el huracán preña. Y hasta uno se asusta, tras andar en el raudal encaprichado de los palos frondosos que ensordecen, cuando casual asoma al bordo del embudo, donde no se mueve nada, ni una brizna. Paz en medio de la tormenta. Calma en medio de la tempestad. Sosiego en medio de la mayor tremolina. Como si de un palo en la cabeza lo dejaran a uno sordo. «El Tembladero», ya bajaron ustedes al fondo, es una cueva en forma de embudo, no bajo tierra, bajo el cielo. Allí la oscuridad no es negra, como en las cuevas subterráneas, es azul. Y ahora, escúchenme, sin hacerme preguntas, porque ya saben que digo lo que tengo que decir y nada más. En el fondo del embudo se ve al coronel Godoy con sus hombres. Está humando puro. Tiene ganas de comer sopa de verdolaga. Pregunta si habrá por allí. Alguien contesta que puede ser peligroso. Mejor comer lo que va en el bastimento. Sólo hay que calentarlo. De ninguna manera, dice el coronel, permito que hagan fuego, comeremos el bastimento helado y llevaremos verdolaga para hacer sopa en el Corral de los Tránsitos, mañana. No es malo que quiera comer verdolaga. Lo malo es que se le haya antojado comerla en aquel lugar, donde no hay, seguramente, y que en seguida haya tenido miedo de juntar fuego, de que sus hombres juntaran fuego para calentar café, cecina y pixtones, que estaban fuera de las árganas y que debían comerse fríos. La verdolaga es alimento de muertos. Es una suave y verde llama de la tierra que penetra de claridad alimenticia la carne de los que ya van para el suelo a dormir lo eterno. Cuando un hombre anda en peligro, como el coronel que está sentenciado a la seutima roza, querer comer verdolaga es mal agüero. Y mientras esto sucede en el grupo de los soldados y el coronel, las bestias cercanas a ellos sacuden las orejas y remueven las colas, dando un casco con otro, como si dormidas fuesen alejándose. Los animales se van de los lugares de peligro en aparentes sueños que ellos tienen en la cabeza; pero como su instinto no llega a inteligencia, allí se quedan. Mientras esto sucede en el fondo del embudo, el coronel, sus hombres, el bastimento, las bestias remolonas, alrededor del embudo se van formando tres cercos, tres coronas de muerto, tres círculos, tres ruedas de carretas sin ejes y sin rayos. El primero, contando de adentro afuera, de abajo para arriba, está formado por ojos de buhos. Miles y miles de ojos de buhos, fijos, congelados, redondos. El segundo círculo está formado por caras de brujos sin cuerpo. Miles y miles de caras que se sostienen pegadas al aire, como la luna en el cielo, sin cuerpo, sin nada que las sustente. El tercer círculo, el más alejado no es el menos iracundo, parece jarrilla hirviendo, y está formado por incontable número de rondas de izotales, de dagas ensangrentadas por un gran incendio. Los ojos de cerco de los buhos miran al coronel fijamente, clavándolo, hasta donde alcanzan en número, poro por poro, igual que el cuero de una res, sobre una tabla gruesa que destila suero hediondo. Los brujos del segundo cerco miran al coronel como un muñeco de tripas, jerigonza, dientes de oro, pistolas y testículos. Caras sin cuerpo asomadas a tiendas de cuero de venada virgen. Sus cuerpos los forman las luciérnagas y por eso, en invierno, están por todas partes, brillando y apagando su existir. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis rozas le han contado al coronel, y la séptima, dentro de «El Tembladero», será de fuego de buho dorado que desde el fondo de sus pupilas lanzarán los buhos. Poco a poco, después de la helada, aparecerá el argeño y después del argeño el fuego de buho dorado que lo quemará todo con su frío. Lo primero que sentirán los hombres que acompañan al coronel Godoy, es molestia en los lóbulos de las orejas. Se tocarán las orejas. Se las rascarán. Se pasarán, confundidos y en el ansia de botarse la molestia, la mano derecha hasta la oreja izquierda y la mano izquierda hasta la oreja derecha, hasta quedar así con las manos cruzadas una en cada oreja, rascándose, hurgándose, casi arrancándoselas, por la picazón del frío, hasta quebrárselas igual que si fueran de vidrio. Unos a otros se verán salir de lado y lado chorros de sangre, sin atender mucho a tal visión, porque estarán arrancándose los párpados, también cristalizados, quedándose con los ojos desnudos, abiertos, quemados por el fuego de buho dorado. Y en seguida, tras soltar los párpados, como pedazos de ombligos con pelos, se arrancarán los labios y enseñarán los dientes como granos de maíz en mazorcas de hueso colorado. Sólo el coronel, clavado poro por poro en una tabla por los ojos de los buhos, que seguirán mirándolo fijamente, quedará intacto, con sus orejas, sus párpados, sus labios. Ni la ceniza del puro se le caerá. Manos de tiniebla esgrimiendo dagas lo obligarán a suicidarse. Pero sólo será su sombra, un pellejo de sombra entre los izotales. La bala se aplastará en su sien, caerá al suelo, pero otras manos oscuras levantarán el cuerpo, lo montarán en su cabalgadura y empezarán a reducirlo con la bestia y todo, hasta que tenga las proporciones de un dulce de colación. Los izotales, en cerrado movimiento, agitarán sus dagas rojas de incendio hasta las cachas.
       El subteniente Musús marchaba a la descubierta. El olor a monte quemado era tan fuerte que se detuvo un momento. Otro de sus hombres gritó:
       —¡Han sentido mucha-áááúóó! ¡Entre los que van humáááAAAndo!
       Cerca y lejos se oyeron las manotadas y los sombrerazos de los que se pegaban en los trapos, para botarse las chispas, si es que se iban quemando. Y entre un turbulento mar de aire dulce, escucháronse las voces en ronrón: No soy yo…
       No es conmigo… No somos nosotros… Viene de frente la hedentina a quemado… Yo traiba una chenquita en la boca, pero apagada… Quién se va a andar quemando con un cigarro pinche en esta oscurana que moja… Sólo que agarrara fuego el agua… Vamos, que destilamos agua de sereno… Y… y no me apeo a hacer mi necesidad… Si vieran las chispas, son huelencias…
       —¡Huelencia la que vos vas a dejar allí! —remedó alguien, al tiempo de oírse una bestia que se detenía y un hombre que se apeaba y pujaba.
       La huelencia, sin embargo, ya era fuego en el aire, fuego de roza, de quema de monte.
       Y las voces ronroneras de los de a caballo: Saber qué está pasando allá abajo… Y para pior si el jefe dispuso dormirse con el puro en la oreja y prendió fuego… Y cómo que está lloviendo en «El Tembladero»… Dios guarde un incendio bajo el agua, el agua se quema y lo quema todo… No… Es el aire… Son las hojas… Es el aire… Son las hojas… Las hojas… El aire…
       Les aclaró de una vez. Al galope. Se miraron. Estaban. Estaban juntos, sudorosos, acezantes, como con calentura. Luz de vidrio vivo. Los ojos de ellos y los ojos de los caballos. Se desbandaron. Parecían subir la cuesta para abajo, tan ligero iban trepando, como basuras humanas en medio de la humazón. Los izotales, dagas ensangrentadas. La humazón. Riendaciadera de llamas. Desertarse. La última voz de mando de Musús pudo ser ésa: ¡Deserten filas!
       Benito Ramos se quedó entre los izotales. Las llamas no lo tocaban. Para eso tenía su buen pacto con el Diablo. Dejó escapar la cabalgadura, después de botarle el freno. Soponcios de murciélagos que caían asfixiados. Venados que pasaban como postazos de cerbatana. Avispas negras, hediendo a guaro caliente, escapando de panales color de estiércol, sembrados en la tierra, mitad panales, mitad hormigueros.
       En otros de los cerros cercanos, bultos rastrojeros saboreaban el fuego que subía por todas partes de «El Tembladero». Llamas, en forma de manos ensangrentadas, se pintaban en las paredes del aire. Manos destilando sangre de gallinas sacrificadas en las misas milperas. Los bultos sombrerudos, humadores de puritos picantes como el chichicaste, vestidos de jerga gruesa color negro, sentados sin apoyar las nalgas en el suelo, sobre los pies doblados como tortillas, correspondían al Calistro, al Eusebio, al Ruperto, al Tomás y al Roso Tecún. Humaban parejo y hablaban en voz baja, pausada, sin entonaciones.
       —Usebio —decía Calistro— habló con el Venado de las Siete-rozas. Desde bajo tierra lo apeló y le pidió que lo desenterrara. Y lo desenterró el Usebio. El venado le habló con voz de persona, así como nosotros, con palabras le habló: «Usebio», diz que le dijo el venadito, trep, trep, trep, haciendo con su pata delantera izquierda un molinete como tirabuzón, para significar que estaba trepanando algo bajo la tierra…
       —Mero ansina no me dijo —medió Eusebio Tecún—; lo ciertamente cierto y verdadero es que al pronto de sacarlo yo del hoyo en que lo tenía entierrado, se acomodó en una peña que parecía una silla. En el asiento y en el respaldo brotaron, al sentarse el venadito, flores cafés pringadas de blanco y empezaron a pasearse gusanos con cuernos y ojos verdes, unos; rojos, otros, y otros negros. Chispeaba aquello de ojos de gusanos que fueron quedándose quietos hasta formar, entre el venado y el asiento y el respaldo de la silla, una tela de plush bien peluda. Ya sentado, cruzó la pierna mismo que un alcalde mayor y sonriéndome, cada vez que se reía la luna le entraba en la boca y le alumbraba los dientes de copal sin brillo, y sonriéndome, parpadeó igual que si una mosca de oro se le posara en el párpado corazonero, y dijo: Para tus saberes, Usebio, ésta es la seutima roza en la que yo debía morir y revivir, porque tengo siete vidas como los gatos. Fui uno de los brujos de las luciérnagas que acompañaban al Gaspar Ilóm, cuando la montada le dio alcance. Allá salvé la primera vez, seis salvé después, y en esta seutima me tocó por tu mano, por tu mampuesta, por tu paciencia y tu ojo para esperar mi paso por la quebrada del cañal. Estuvo bueno. No me arrepiento de que me hayas matado. Reviví y sólo para sacar de en medio al que también le llegó su seutima roza…
       —Y ésta es… —exclamaron al mismo tiempo Calistro, Tomás, Uperto y Roso o Rosendo, como le llamaban las mujeres. Los hombres le llamaban Roso y las mujeres Rosendo.
       —Claro que es —tuvo Eusebio cuidado de decir y añadió, el fuego seguía trepando de «El Tembladero»—: sin decir más, el venado se rascó una oreja, la corazonera, me dio la mano, la corazonera, y echó a correr hacia abajo. Rato después, ya se vido el fuego…
       —Y vos lo agarraste del lado corazonero, para doblártelo…
       —Menos palabras, mucha, y más ojos, porque se nos pueden pasar, yo recién los dejé en el rancho consultándole a mi nana si era verdad que había muerto el Curandero… —murmuró ásperamente Roso Tecún.
       Una lluvia de postazos de escopeta fue la respuesta. Estornudaron las mecheras al mismo tiempo casi todas. Pon, pon, pon, pon… Y se quedaron silenciosos, mirando el resultado, entre las dagas mortales de los izotales y las manos de las llamas, manos de misas milperas.
       Se troncharon de los caballos a muchos de los hombres que desde el fondo de «El Tembladero» trataban de salvar el pellejo, confundiéndolos con los hombres de Musús. Éstos volvieron de estampida antes de llegar al sitio en que estaban apostados los de Tecún. Si de todas maneras se iban a morir, mejor que sirvieran para que se cumpla la venganza por caminos de tierra colorada sombreados de piñales bastos.



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