Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

El Alhajadito (1966)
(Buenos Aires: Losada, 1966, 161 págs.


Primera parte

I

      Bigotes de miel de caña de azúcar. Por las comisuras le bajaban como puntas de bigotes chinos, tostaditos, cosquillosos, dulces al lamerlos con lengua de gato. Tenía que defenderse de las moscas a manotazos. Defender sus bigotes. El zumbido, ligero del insecto al ataque y el ronco zumbido del insecto golpeado. Una como caída de algo que se recupera y sigue volando. Cuando el ataque de la mosca a sus bigotes era de vueltas calculadas en círculos y círculos, la manotada se convertía en ademán despacioso. Los moscones verdes, pesados, lustrosos, le hacían huir del sube y baja adormecedor de las moscas pequeñas, siempre chupeteando la caña, masca que masca el canuto de pulpa blanca, entre los cortantes filos de la cáscara apenas desgarrada y siempre jugosa.
       La casa tenía olvidado muy a trasmano un trecho de corredor. No daba a ninguna puerta, a ninguna ventana. Simplemente a la espalda de una pared lisa que lo separaba de unos cuartos para aparejos y otros estropiezos. Un alero inclinado caía a tres pilares de madera sentados sobre basas de piedra y servía de medio techo, techo de un lloro. Llovía y sólo de un lado caía el agua. Hay techos de dos aguas. Casas que lloran por los dos ojos. El corredorcito, su corredorcito, sólo lagrimeaba con un ojo, gota a gota, primero, y luego a lagrimitas de tejas que formaban arroyos de llanto dulce que por río más grandes iban a dar al Atlántico o al Pacífico. Las casas de dos aguas lloran para los dos mares desde aquellas alturas, un ojo para cada mar.
       Pared lisa, techo de un lado, piso de ladrillos cuadrados y más abajo, en lugar de patio, el monte. El monte verde. Toda clase de monte. Más allá, el mismo monte.
       Y más allá, el mismo monte.
       Nadie cuidaba de este corredorcito. Una existencia ignorada. El viento enano lo barría. La lluvia sesgada lo lavaba. Una que otra vez descubrió caca de gallina en el piso. No agrandaba los ojos, pero pensaba abrirlos hasta donde le dieran las pupilas para expresar su sorpresa.
       ¿Gallinas…? ¿A qué hora vendrían…? ¿De dónde vendrían…?
       Los gallineros quedaban del otro lado de la casa. Sólo que volaran. Pero él las habría sentido pasar sobre los patios, mitad volando, mitad arrastrándose.
       El corredor aquél. Aquel su corredorcito. Una mañana descubrió una cáscara de aguacate. Un guacalito. No le dio importancia. Hizo como que no lo veía. Él no lo veía, pero alguien desde el guacalito lo miraba. Una pupila de agua brillante en el fondo morroñoso de color negruzco. Le dio un puntapié y se quedó dueño del corredorcito que olía a gente, a mucha gente, a gente sudada, a gente de humor fuerte, a gente que no se baña, a gente que ha caminado mucho.
       Un tiznón de carbón en la pared que fue blanca, amaneció un día como rajadura de temblor. Sol de mediodía, doloroso, claro. Un coronadito acababa de aparecer y se movía como en una balsa inestable a la orilla del corredorcito. Al instante subió al alero y dejó el espacio gozoso de alas.
       ¿Quién tiznó la pared? ¿Quién vino anoche al corredorcito? Ayer no estaba aquella como rajadura. ¿Quién? ¿Quién…?
       Ya tenía el invierno encima. Era imposible que en aquella duda de visitas nocturnas de gallinas y fantasmas que comían aguacate dejara su corredorcito sin su presencia durante todo el invierno.
       Vendría a ver llover allí donde el monte se traga el agua, sin que suene como en los patios empedrados de la casa. Se la traga y nada más. Igual que si la esperara con la boca abierta.
       Echó a andar a grandes zancadas. El corredorcito abandonado era como el muñón del brazo de una casa antigua.
       Una, dos, tres… ¿Cuántas filas de ladrillos cuadrados? Tres, cuatro, cinco, seis, siete… Y del otro lado de la pared, en los cuartos oscuros, los aparejos de las bestias de carga y unos barriles estrechos y altos llenos de monedas oxidadas, hediondas, húmedas, perdidas en ceniza revuelta con papel quemado.
       Siempre llevaba de esas monedas en sus bolsillos. Peso agradable del metal tintineante en el vacío de trapo de la bolsa. No todas las monedas eran iguales. Las más grandes, color de oro con sangre, mostraban de un lado dos mínimas columnas, abajo tildes de enes simulando olas y arriba, al fondo, el sol a medio salir del mar, y del otro lado, una mujer vendada con una rama de hojas en la mano izquierda, y en la derecha una balanza. Otras de estas monedas, menos pesadas, delgaditas, de color blanco, traían de un lado un número 9, que podía ser 6, según se viera, y del otro lado una mano abierta. Las más raras eran unas moneditas muy pequeñas, llamadas cuartillos, horadadas por el medio.
       Al aproximarse el invierno, las monedas se sentían húmedas, pegajosas, hediondas a metal, perdidas en los barriles de cenizas que se regaba en el suelo, cada vez que su mano se hundía en son de ataque para buscar en el fondo más monedas. Cierta vez sintió que la ceniza le apretaba la mano. Sacó el brazo violentamente, y no supo bien —del susto le temblaban los dedos— si realmente la ceniza le había agarrado los dedos. Se le secó la boca. Apenas tura tiempo de alejarse enguantada la mano de polvo de huesos. Gritos… ayes… maderámenes que crujían… lengüetazos de fuego que devoraban lo que les salía al paso… hachazos a fondo… y más lejos detonaciones de arcabuces acompañadas de un penetrante olor a brea, pólvora, alquitrán y agua salada.
       Estaba en su corredorcito. Nada era real. Imaginación. Sueños. Cuentos de las criadas viejas. Estaba en su corredorcito con una caña dulce, sus bigotes de miel pegosteada en las comisuras de los labios y las moscás volando…
       Un ademán lento, una manotada…
       La miel lo invadía de una sensación amorosa, caliente, de fruta y ángel. Como sonar una flauta de caña dulce. Solo que el sonido era almíbar. Ya traería su flauta para tocarla allí, igual que si chupara caña, y entonces el almíbar se convertiría en música. Sus dedos, patas de araña, tapando y destapando los agujeros de la flauta en veloz carrera, para dejar escapar o cerrarle el paso al sonido. Otra miel. Otra fiesta. El corredorcito arrinconado estaría oscuro. La flauta se oiría en la oscuridad tan lejana y él mismo se sentiría tan lejos en su corredorcito, tan lejos, sin moscas, sin bigotes de miel de caña.

II

      El pequeño visitante poco sabía del corredorcito. No había mucho que saber de aquel conjunto triste de materiales gastados por el tiempo y la intemperie. La pared, los pilares, el piso cuadriculado, el techo de un agua, teja sobre varilla de caña negra atada a los troncos rudos de las vigas con prietos y polvosos bejucos. Sí, poco sabia, pero siempre estaba como a la espera de algo inexplicable. Pasó la mano por la pared. Se abrazó a un pilar. Se sentó a la orilla del corredor, con los pies hundidos en el monte.
       ¿Cuánto estuvo sentado?
       Palmoteándose la arenisca del pantalón en las asentaderas, se fue sin volver a ver.
       El pedazo de corredor. La pared. El techo. Los pilares. El monte. El pedazo de corredor, incapaz de alzar los hombros en un qué-me-importa. Se fue silbando. Los chicos del campo silban como los pájaros. Pero un niño no debe silbar ni pelar la caña con los dientes, menos chupetearla haciendo ruido con la boca, y menos esparcir a escupidas el bagazo ya molido por las muelas.
       Pero no se fue. Un moscardón verde apuraba el último poquito de ruido en lo que al irse él quedaría hundido el corredorcito en el silencio y la inmovilidad. No se fue. Se quedó espiando. Media cara y un ojo asomaban cautelosamente para ver qué hacía el corredorcito cuando él no estaba. En la superficie de la pared repellada y sucia, en las basas de los pilares, en los serpentarios de bejucos que ataban las cañas del techo a los maderámenes, en los uñazos de sol entre las tejas mal ajustadas, no pasaba nada.
       Lo halagó aquel dominio suyo, estuviera o no presente, sobre el corredorcito. Al volver de donde se hallaba escondido tocó cosa por cosa dándole a cada una su nombre en alta voz, para apropiarse mejor de lo que ya sentía suyo. Oírse hablar le dio la mayor seguridad. Llamar al pilar, pilar, al ladrillo, ladrillo, pared a la pared, le creaba una superioridad, una majestad.
       Un esfuerzo hablar a solas, conversar con las materias sordas, mudas, insensibles. Pero cuánta autoridad tiene la palabra.
       Moscas, ademanes, palabras y el pedazo de corredor lo mismo, siempre lo mismo, invariable, imperturbable.
       Con un pilar que le faltara se vendría abajo, vencido el techo igual que ala quebraba de gallina, la pared escupiendo repello color de cáscara de huevo. El piso saltaría en pedazos o se hundiría al golpe de las vigas. Con sólo que de pronto le faltara un pilar.
       Se detuvo a contemplarlo desde esta posibilidad. Ya no era su amigo. Lo vio con ojos intencionalmente duros. Con la mano empuñada golpeó el pilar que tenía más cerca. Un ruido de temblor cernido sobre su cabeza recorrió el techo. Y volvió a golpear más y más duro. Cada vez temblaba más fuerte. Sonrió maliciosamente de pensar que el corredorcito creyera que de verdad estaba temblando la tierra.
       A los golpes escaparon por el techo de un lado a otro algunas arañas, ratones, un sinfín de cucarachas de todos tamaños y alcanzó a ver con la esquina del ojo una culebra pequeña.
       ¿Cómo?… ¿Había tanto ser vivo en aquel trecho de corredor del que él se consideraba único habitante?
       El fingido temblor sacaba familias enteras de cucarachas, arañas y ratones. ¡Cuántos ojos, no sólo sus ojos…, gotitas de agua viva, luminosas gotitas de agua inteligente! ¡Cuántos movimientos en la oscuridad! No sólo él se movía en el corredorcito. Las arañas se disparaban en largas puntadas de hilván apresurado, las cucarachas indecisas, tontas, los ratones sin más ruido que el del escabullimiento. ¡Y él que creía estar solo y ser el único dueño del corredorcito!
       Las cucarachas, detenidas en su fuga, se pasaban un ala sobre otra sacudiéndose el miedo. Una araña color ciprés corría de un lado, como mano que va midiendo cuartas. Un hociquito de ratón. Un alacrán…
       Se precipitó y le puso el pie encima, instintivo. Toda la agonía de un resorte vivo. A decir verdad, los animales no eran del corredorcito, sino de la vecindad, del galpón de barriles de ceniza, monturas y aparejos para bestias de carga. Monturas y aparejos conservaban bajo su pequeña forma de puentes japoneses, el movimiento de las bestias, ligero, veloz. Hay cabalgaduras que andan como ríos que trotan, otras como ríos al paso.
       Estaba inmóvil, furioso devorador de cañas dulces, fabricante de pequeños terremotos, dueño de un corredorcito habitado, como las casas, por muchos seres invisibles, y de un tesoro de monedas sucias de ceniza. Las cucarachas, las arañas, los ratones, todo volvía al tenebroso mundo de lo que no se ve, al dominio de la oscuridad, del moho y el polvo de las maderas apolilladas. Animales de saliva y pelo de tiniebla, ciempiés color de hoja seca, agujosos grillos con los ojos de fuera, lombrices ciegas, lagartijas. Nada había pasado, aparte de los golpes en el pilar. ¡Ah, sí, la muerte del alacrán cascarudo que aplastó con el pie.

III

       En esa luz turbada de luna y sol de la madrugada, entre hombres enjutos que más parecían raíces de manglar, costrosos de harapos, de sombreros de palma aludos, amarillentos, asomaba los ojos detrás de las redes de pescar tendidas en el patio grande. Amanecía. Los hombres preparaban sus aliños para bajar a pescar en una laguna que vista desde allí parecía un gran charco de agua sucia. Por eso la llamaban El charco del limosnero.
       Sus ojos de niño enfermo por el madrugón, no encontraban asidero, mientras cantaban los gallos, helados, tiritantes, sin ganas para nada, con el cuerpo todavía dormido, perezoso, callado, bostezando.
       Los últimos remiendos a las redes con saliva de gente en ayunas, saliva que pega como sueño. Con los dientes detenían la red en alto, mientras dedos y manos anudaban aquí y allá las puntas de los hilos sueltos, las cadenitas desatadas.
       Los perros esperaban, advertidos de la partida por el ánimo de los pescadores, husmeando de un lado a otro con las narices en carne viva, húmeda y fría, las árganas de pita con tasajos y tortillas, los tecomates con agua limpia y café caliente, las cobijas, todo amontonado, bajo el signo de las escopetas mecheras y los machetes, sobre un montón de paja hedionda a estiércol seco.
       Se borraron. Se fueron. Hombres y perros. La luna detrás de ellos. Una telita de huevo. Sólo el sol y el ir y venir de la casa, de las mujeres en la tasa.
       —“…del gran lago quedó el charco, de la antigua casa, el corredorcito y del dinero que Corría en ese tiempo, monedas sin valor en barriles de cenizas…”
       Y de ese frasear enigmático no pasaban los pescadores mientras remendaban las redes. Así lo oyeron decir a la gente de antes y lo repetían como él se quedó repitiéndolo, camino al corredorcito, al desaparecer los pescadores.
       —El charco del limosnero
       Sí, pero no decían nada más. Fuerte viento agitaba los árboles. Se oía como agua golpeada. Contrastaba el día clarísimo con el viento destemplado. Pero en el corredor, donde todo amanecía lo mismo, él hallaba abrigo. Lo vio. Lo recorrió con los ojos. Un camino subía del monte al piso enladrillado, hasta el sitio en que estaba el alacrán muerto. Se pegó al suelo con la sangre, al ponerle él su zapato encima. Las hormigas lo habían despegado y ya lo tenían en movimiento. Se llevaban al alacrán. Debajo de aquella mole viscosa, cubierta de otras tantas hormigas, miles de patitas negras avanzaban. Era una carga preciosa. El alacrán, dura todo el invierno bien conservado. Por eso se lo disputan los hormigueros. Se llegan a declarar la guerra. Vale un tesoro. Esto quizá no lo sabían las acarreadoras. Su papel era trasportarlo de inmediato y lo llevaban unas abajo, otras a los lados, otras encima. El alacrán muerto parecía recobrar sus peligrosos movimientos de las tenazas y la cola.
       Pero no sólo él se hizo al alero del corredorcito, huyendo del viento. Algunas mariposas blancas, pesadas, húmedas, buscaban el abrigo de la pared y del techo, bañadas por el sol. Alas blancas sobre el entierro del alacrán llevado en peso por las hormigas y seguido por un cortejo de miles de puntito negros, entierro que por momentos se detenía, Cuando descansaban o se cambiaban las cargadoras.
       Se le acalambró un pie de tenerlo en alto apoyado de punta en una de las basas de los pilares, mientras contemplaba absorto aquel entierro de gran categoría, y lo somató varias veces en el suelo, hasta sentir, no sólo el peso muerto del zapato que golpeaba como un bolsón vacío, sino algo así como un hormiguero, como si las hormigas se le hubieran subido. Pero no le andaban afuera, siguió somatando el pie en el piso, sino adentro, entre la piel y la carne.
       El alacrán, al que ya bajaban del corredor, fue abandonado por las cargadoras, al primer golpe de su gran zapato hormigueante de hormigas de calambre. El cortejo de las otras hormigas se desbandó y sólo el aleteo de, las mariposas en el aire tibio, perfumado a hoja de encino seco, quedó del entierro.
       Se hizo el que no veía lo sucedido. Caminos de hormigas formaban redes negras de pescadores, en el verdor del monte, atarrayas de luto que se anudaban y desanudaban sin enredarse.
       El charco del limosnero. Desde el corredorcito no se alcanzaba a ver ni empinándose mucho, ni subiéndose a las basas de los pilares. Mejor si hubiera ido con los pescadores. Allá andaría con ellos, callado, oyendo el agua entre las linfas de hojas verdes, carnosas y florones morados y blancos como mariposas acuáticas. Allá flotaría pensando en el corredorcito. De una manotada se espantó una mosca. No estaba comiendo caña. ¡Ah!, pero estaba pensando… El pensamiento es dulce, azucara los huesos de la cabeza y la cara, y las moscas gustan de su miel, tan impalpable y tan presente. Con ademán lento se espantó las moscas.
       ¿Por qué no podía estar simultáneamente en El charco del limosnero con los pescadores y en el corredorcito contemplando el entierro del alacrán que las hormigas acababan de retomar en peso?
       Era una limitación sólo subsanable con el pensamiento, porque podía estar allí pensando que estaba allá, a la orilla de las aguas batidas por el viento, aguas con olor a metal y sabor a tierra de siembra. Mientras tocaba los pilares veía el monte trasformarse en agua dormida entre los bananales de hojas afiladas como grandes navajones, enormes ceibas y tunales espinosos.
       Y si estuviera allá con los pescadores, pues estaría aquí en su corredorcito, con sólo pensar en la pared, los pilares, el techo, las monedas, los aparejos.
       Ni las mariposas, ni el entierro. Una que otra hormiga extraviada. Sólo él seguía allí presente. Sí, pero para estar presente en su corredorcito tenía que estar ausente de otros muchos lugares. Se pasó las manos por la ropa. Era él. Estaba allí presente, pero ausente de tantas partes. Eso sí, con el pensamiento podía estar aquí y allá, donde quisiera. Se marchó del corredorcito a pasos quedos, para que creyera aquel pedazo de casa que se quedaba allí presente.

IV

       Los ojos de ceniza de brasa vieja, más-ceniza que carbón negro, se apoyaba en un bastón nudoso, para ir por los gallineros, hamaqueando el cuerpo de humo sobre las piernas en horqueta, bajo, enjuto, zambutido, la cabeza entre los hombros, las orejas casi tocándoselos. Qué señor tan viejo. Se le ahogaba la palabra cuando farfullaba historias de ahogados.
       —Por casual secaran El charco del limosnero, se encontraría un cementerio abajo… —así decía—, un camposanto sin cruces. Esqueletos lavados, pulidos, el pelo verde, los ojos sin ojos… Los echaron allí… Piratas capturados…
       Cortaba una hoja con la mano temblorosa, la deshacía como un gusano entre los dedos y la olfateaba. A veces señalaba con el bastón hacia lo alto, alguna fruta en un árbol, alguna nube en el cielo.
       Qué señor tan viejo. Ya no era, había sido. Hay un momento en la vida en que se empieza a decir fui. Nombre, edad, todo se esfuma.
       Se quedó viéndolo pasar apoyado en el bastón, tembletemble. No pasó de largo. Se detuvo. Una rajadura sin dientes le desarrugó la boca.
       —¿Cómo te llamas? —le preguntó.
       Los viejos cuando ven a un niño, al sólo poner los ojos en él, le preguntan cómo se llama. Los nombres. Esa pobre orientación. Hijo. Nieto. Sí, nieto.
       En la punta de la lengua tenía su nombre y apellido. Los dijo seguido en un obsequioso “para servir a usted”.
       El viejo sacó un pañuelo de la bolsa de su chaquetón, tenazas de hueso y cartílagos, sus dedos. Una bolita de miel blanca pegosteada al pañuelo. La despegó poco a poco y se la llevó a los labios. Y siguió viendo y viendo las cosas, la mano en el bastón, la cabeza muy hundida entre los hombros, menudo, huesoso, sin seguridad.
       —¿Tu no querías bolita?
       El “tú”, veinte leguas a la redonda no había quién hablara de “tú”. El charco del limosnero, camposanto sin cruces, el corredorcito parte de la casa hundida, las monedas, los piratas…
       Se tragaba sus pensamientos frente al abuelo y como otras veces, más por tocarlo que por ayudarlo, le tomó del brazo. En su contacto tal vez adivinaba el misterio que rodeaba aquel mundo de su infancia. Pero ¿qué podía trasmitir a sus dedos aquel brazo quebradizo? El anciano guardó el pañuelo oloroso a perfume marchito v al final del paseo tomaba asiento en cualquier parte, en una piedra, en un tronco y se dormía en plena mañana, bajo el sombrero de fieltro ya sin forma, largas y finas guedejas blancas sobre su nuca, chupándose los carrillos como si saboreara en sueños la bolita que se la había acabado, el bastón suelto entre sus piernas arqueadas, lejos la mano caída al final del brazo y un pie cerca del otro.
       Por el monte, después de un gran rodeo, él asomaba al corredorcito, ojeándolo a distancia, igual que si tratara de sorprender a un enemigo. Esta vez se arrojó de pecho al suelo. No era un enemigo solo, sino varios bandoleros. Y avanzó arrastrándose. Codos, rodillas, pecho… El monte en guerra. ¡Al asalto! Ya era suyo el corredor lleno de bandidos. Los desarmaba con su audacia. Huían. Algunos presentaban combate. ¡Pim! ¡pam! ¡pum…! Liquidados. Un caballo. La sombra de un caballo de aire entre las ramas. Una vuelta a la tierra en redondo, persiguiéndolos para volver allí, al corredorcito desconfiado, mohoso, pantomimo.
       ¿Por qué se dormía el viejecito? ¿Por qué no le contaba? (“¿Y tú querías bolita?”). En su voz gastada había un dejo de familiaridad viril y tierno. Los pescadores hablaban de fuentes ocultas que alimentaban El charco del limosnero y un río subterráneo que servía de desaguadero, uno de esos ríos que con los terremotos salen a la superficie como serpientes de Iodo. Los culebrones de que hablaban las criadas. Un culebrón de ésos debe de haber pasado por la casa antigua y adiós gente, adiós animales, adiós árboles, adiós caminos…
       Sólo quedó el corredorcito. Se volvió para buscar en el horizonte la exacta dirección de El charco del limosnero. Adivinaba lo que había pasado o lo estaba inventando. Un trecho de corredor perdido, donde no existían otros corredores, y que no servía para nada. Cuartos oscuros habitados por sabandijas, arañas, alacranes, unos barriles con formas de barriletes de ocho lados, llenos de monedas; una laguna que dicen que fue lago; el viejo dormilón que hablaba de tú…
       Sus dedos animados de repentina nerviosidad, atenazáronse sin poder agarrarse, entrelazarse. Hasta el pensamiento le faltó en aquel momento de ahogo, antes de dar el salto hacia el misterio, antes de establecer la relación existente entre aquellos materiales con un pasado que había quedado vivo sobre esas tierras, pero del que nadie hablaba.
       Levantó la cabeza. Las realidades misteriosas, el pasado palpable en lo impalpable, presente en lo que no se tocaba, en el aire que respiraban, en el agua que bebían, en las raíces de los árboles gigantes, en los esqueletos del cementerio sumergido, en los ojos del viejo que cabeceaba de muerte en un sueño dulce.
       En la carne sentía como codornices. Trechos de su cuerpo que se quedaban temblando bajo sus ropas interiores. Algo así como ríos de cosquillas afluentes de su persona. Ríos secretos que alimentaban su secreto, el gran misterio.
       Estaba como siempre inmóvil en el corredorcito, de pie o sentado, la espalda apoyada en la pared o en un pilar.

V

       Sesteó un hogar caminante en el corredorcito. Una muchacha pestañuda, blanca, con el pelo rubio verdoso color de nance, le llamó para arreglarle el cuello de la camisa. Le llamó por su nombre. Sabia como se llamaba. Los quehaceres domésticos de familias de posadores que llegan y se van, después de una noche, no pasan de los oficios momentáneos. Apenas si extienden una que otra sábana de colores por el suelo para que los más viejos estiren el cuerpo. Medio sentados otros hablan por hablar. Las mujeres se ocupan ayudadas de sus hijos de juntar fuego para calentar café y tortilla.
       Se dejó arreglar la camisa. Luego la muchacha le pasó la mano por la espalda y lo atrajo hacia ella que estaba inclinada para pegarle el cachete en la frente. Una tibia alegría se le regó por el cuerpo. Escondió los ojos y le dio las gracias con un como pujidito, algo inarticulado. Pero tras acariciarlo con el cachete se lo llevó de la mano. Asomaron lejos del corredorcito, después de andar por el monte adivinando caminos.
       —¡Traé al muchachito, vos, Ildefonsa!
       Se volvieron ambos al mismo tiempo al tocarles la voz de un señor de estatura mediana desaparecido en una gran camisa de cuero, el sombrero aludo, a la muñeca el chicote y en la boca un puro encendido.
       La muchacha se apagó. Un guacalazo de agua helada sobre su ternura. Le soltó la mano, encogiéndose entre risa y llanto, botadas las pestañas sobre sus cachetes blancos.
       Y volvieron todos, los tres, al corredorcito.
       Sestearon y siguieron. Unos cuantos leños medio quemados, regueros de baba espumosa de café hervido sobre el enladrillado, ceniza rasguñada por las tortillas de maíz curas como uñas y vago olor a cecina. Pero el corredorcito estaba igual. Lo observó y estaba igual. ¿Por qué no les dijo que él era el dueño? Se los debía gritar ahora que se iban alejando por el fondo de la cañada.
       La Ildefonsa, el de la camisa de cuero, los chuchos huesudos y chelones y la demás gente.
       Sólo los perros se dieron cuenta de… ¿de qué se dieron cuenta…? A puros tirones, arrastrándolos de la soga que traían atada al pescuezo, los hicieron subir al corredor. No querían. Se clavaban en el suelo con las uñas de las patas delanteras, erizados, y no tuvieron paz ni sosiego atados a los pilares del corredorcito.
       Se dieron cuenta de todo lo que pasaba secretamente en aquel estrecho rincón entejado y abierto de la pared al monte, al horizonte migajoso de nubes. No aullaban, pero enseñaban los dientes a cada escalofrío de miedo.
       Sí, allí estaba el Alhajado, nombre que raras veces pronunciaban los pescadores, la gente de por ahí. El Alhajado.
       Sacó los ojos de la presencia forastera. Aún veía a los canes a punto de arrancarle los pilares a su propiedad de suyo ruinosa. Una mancha blanca, rumiante, le penetró en la carne con suavidad de humo. Olor a nance. Se alejó del corredor. Gesticular, gritar, deshacerse de la loca que se lo había robado de la mano. Ella, como lo? perros, también se había dado cuenta de la presencia del Alhajado en el corredorcito y por eso se lo llevó de allí para buscar por el monte salidas posibles al misterio: puertas que los que no se fugan cruzan una sola vez, ventanas que los suicidas apenas si rozan al arrojarse a la calle como ángeles. Salió con él en son de juego por escapar ella y no verle la cara al Alhajado.
       Ildefonsa. El nombre era de loca. La llevaban por caminos y caminos para que se curara andando. Las familias en que hay locos debían volverse nómades. Paso a paso recorrió el corredorcito. Todo seguía igual. Superficies, líneas, distancias, materiales, universos, purísima luz, las moscas volar do bajo, sus pasos resonando en los ladrillos. Ildefonsa. Él habría dado a ojos cerrados todas sus monedas encenizadas por aquella loca. Pero cómo iban a vendérsela, cómo iban a deshacerse de ella por unas cuantas monedas si la llevaban de brújula, adelante entre perros atados a las sogas, la nagua enroscada a la cintura, el pelo amarillo llovido sobre los hombros gordos y la espaldas y los pies blancos, blancos.
       Una caña de azúcar. El jugo dulcísimo entre escupidas de saliva con sangre al herirse las encías en las flautas astilladas de la cáscara de marfil morado. Se reponía de sus negros pensamientos en el gozoso sabor de la caña. Rasgaba, primero, la cáscara a dentelladas, para después de incisivos y colmillos, hundir labios, nariz, mejillas y barba en la caña que masticaba hasta arrancar el pedazo. Pedazo arrancado era molido en sus quijadas de rumiante busca que te busca, la última gotita de miel. Avaro de dulzura, no dejaba al infeliz bagazo más que su sed. Y esas últimas gotitas eran las más ricas, por escondidas, por no haberse entregado pronto. Con lentos ademanes se espantaba las moscas de la cara, enmielado hasta las orejas. El corredor, la pared y del otro lado… Pero ahora estaba en el corredorcito comiendo caña dulce y no tenía ganas de pensar…

VI

       Un palomo pechugón golpeaba a las palomas. Pluma celeste, pico rosado. Carambola de amor aquí, carambola allá. Las palomas, entre coquetas y sufridas, corrían, revoloteaban, cucuruqueaban. De un estanque en que se daba dé beber a las bestias, agua con nadado de patos, se derramaba el líquido. Tardaban en cruzar en anchuroso patio los que hacían el trajín de la verdura, la carne, el pescado, las gallinas, la leña y el carbón para la cocina. Los patachos, las vacadas de la leche para la casa y familias de cerdos, regábanse en aquel gran espacio del tamaño de una plaza, rodeado de portales. Una plaza con una sola entrada.
       Señores de espuelas, botas de montar hasta las rodillas, sombreros de copa apedreada y ala grande, pañuelos al ruello, se perdían por una puerta de piedra guardada por una imagen de Jesús desnudo, sentado en un banquillo, con una caña en las manos lastimosas de sangre, y corona de espinas. En las mañanas ardía un candil ante la imagen. Devoción de alguna de las criadas. Una gotita de oro se quemaba de día y de noche ante el irrisorio rey.
       Si encontrara en el corredor, en su corredorcito, la más mínima abertura para espiar tanto misterio. Una rendija en la que sólo cupiera un cabello. La buscaba en la pared, en los pilares, en el piso, en el techo. Por la pared hendida daría su ojo a una alacena con las alhajas de su familia de Alhajados. Balanzas de pesar polvo de oro, cubiertos de plata pesados como lingotes, algún listón manchado de sangre, más bien lacre, medallas, tecolotes disecados, clavos grandes, calaveras y armas. Y si la rendija estuviera en el pilar daría a un agujero con una llavecita oculta. Se pegaba al pilar achatándose la nariz para acercar el ojo lo más posible, mientras imaginaba todo lo que abriría la llavecita.
       Una frase de los pescadores le revoloteaba en la boca y hasta hizo el distraído ademán de espantársela, como a .una mosca. “El camino del Alhajado fue de laja negra… nació de luto… vivió de luto… desapareció de luto…” Ninguno de los pescadores se atrevía a decir si había muerto. Desapareció. Y ése era el temor. El que desaparece puede volver. Los que desaparecen se borran cierto tiempo de su casa, de las cosas, de sus gentes, de los amigos, de los espejos solitarios. Se sabe de ellos porque pueden regresar, posibilidad que los mantiene de cuerpo ausente entre todas las cosas. Están ausentes y presentes. No están y están por no ser extraños a los que con ellos vivieron y se quedaron. Su presencia es un recortado vacío de su forma entre los contemporáneos. Si regresan ese vacío se llena de nuevo, se llena con ellos que son ellos y sus recuerdos.
       “El camino del Alhajado fue de laja negra… nació de luto… vivió de luto… desapareció de luto…”
       Desapareció…
       Los pescadores le hacían un afirmado tan raro a la voz, como si expresaran o quisieran expresar con el “desapareció”, algo más que el haber partido sin dejar huella alguna, el haberse marchado con todos y con todo, con sus amigos, con sus mujeres, con sus sirvientes, con sus enseres de casa, con sus caballos negros, con sus joyas de luto.
       ¿Murió? ¿Murieron…? Quién sabe… ¿Se fue? ¿Se fueron llevándoselo todo y todos juntos, para no quedarse en ausencia presentes?
       El que se va o se muere dejando quienes le recuerden, quienes lo sigan sintiendo vivir con ellos, no se ha ido del todo, ni se ha muerto definitivamente, seguirá yéndose y seguirá muriendo con todos sus parientes, amigos y conocidos que después de él se sigan marchando o muriendo, hasta que se hayan ido y desaparecido todos.
       Y eso pasaba con el Alhajado, cuando los pescadores decían desapareció, faltaba que se fuera de ellos para que desapareciera totalmente. Rendía culto al Mal Ladrón. En su calvario, en lugar de Jesús colocó la imagen de Cestas, a la diestra Dimas, y a la siniestra Jesús. Hace mucho tiempo en el corredorcito se encontraron unos papeles amarillos con oraciones al Mal Ladrón.
       En su corredorcito, allí donde estaba. Las telarañas se vidriaban con la joyería de las primeras lluvias seguidas de fulgurantes alumbrones. En los más visibles sitios el ojo no descubría esos hilos de araña, hasta que los combaban con su peso ínfimo las gotitas de las lluvias invernales. Y este evidente aparecer de diamantes, donde no se veía nada antes de alumbrar el sol, alimentaba su esperanza de encontrar la rendija para penetrar al interior de lo que ahora sólo era superficie inescrutable, repello de pared vieja, madera de pilar apolillada.
       El Alhajado desapareció hacia el interior de las cosas para seguir presente en esa gran libertad de las materias oscuras. Seguía viviendo allí con ellos, seguía de rodillas ante el Mal Ladrón y degollaba piratas. Lo que urgía era una rendija en el pilar por donde sorprender su existencia entre las especies ciegas de gusanos que abren túneles en la madera, o en las piedras de la pared que el agua del invierno perfora gota a gota, o en la ceniza de los barriles de monedas, o en las habitaciones de la casa grande, podrida de goteras, bajo la tierra, entre las tumbas sin muertos o en El charco del limosnero
       ¡Una rendija…! ¡Una rendija…!

VII

       El aguacero sorprende aunque esté para caer el agua del cielo carbonizado. Junto a las viviendas sin gente, los árboles y los animales. El corredorcito se oponía al aguacero con su techo de tejas que bajo la lluvia simulaban plumas de gallinas mojadas. Y allí se refugió, derrotado y sonriente, tras soportar el comienzo del chubasco que le sorprendió a medio patio y que al fin le hizo correr. Las manos en los bolsillos del pantalón, el cuello del chaquetín levantado, el sombrero hasta las orejas y los zapatos como albóndigas heladas.
       El naufragio del Capitán Sopas. Las manchas de los árboles, verdes globos cautivos, sueltos globos las nubes también formando manchones, nadaban en la oscuridad luminosa del aguacero entre nervios de cielo que se alumbraba con la tempestad, como al dolor de muela le alumbraba en la cara filamentos nerviosos entre el hueso, la carne y el ojo adolorido, parpadeante, a punto de saltársele.
       Apretó la espalda en la pared dura y helada. Contagiarse de lo inanimado para no sentir más el dolor de muela. La lluvia lo azotaba oblicuamente. El corredor, sostenido apenas por los tres pilares, amenazaba con cerrarse como un paraguas, mientras el Capitán Sopas, empotrado en la pared, hosco, medroso, con impensados movimientos de patas de rana en la muela que le dolía a cada descarga eléctrica, echaba de menos la casona grande, donde, tras cerrar las ventanas para salvar los cortinajes, las alfombras, los muebles, lo andaría buscando una servidumbre fantasmal de indios con trenzas.
       Se le durmieron los ojos de ver llover. El dolor apagado bajo el cachete. Sin estar dormido sintió los ojos con sueño de ver llover. Sacó las manos heladas de los bolsillos y frotóselas en la cara para despertarse, cuidando de no hacerlo muy fuerte, donde la muela también se le había quedado dormida.
       No se detuvo. Saltó desde la borda de la nave para salvar un charco y por pedregales lavados y trechos de camino lodoso, entre cercas caídas, ovejas sin pastor, bueyes echados, muías llovidas, llegó a donde el viejo del bastón dormía con los ojos abiertos. Lo vio del todo cuando lo tuvo en los brazos, la mano aún con el bastón, para alzarlo del suelo y cargar con él, más arrastrándolo que cargándolo. No pesaba. Hueso y pellejo, pelo y ropa. ¿A dónde llevarlo? Al corredorcito. Era suyo y allí estaba llevando a los sobrevivientes del naufragio. Enterraba los pies en el lodazal para no caer con el viejo, preso por momento en el cañamazo de la lluvia que al espesar sus hilos, lo inmovilizaba. El viento rompía las cristalerías y le daba paso. Ganó el corredor. El viejecillo no despertaba. Los ojos abiertos, fijos. Estaría soñando. Ya saldrían los criados de la casona en fila india a buscarlo y sueltos | como ratas blancas irían por todas partes, descalzos, gemebundos, arremangados los calzones, las camisas húmedas pegadas al esqueleto. Y si no lo encontraban, entrada la noche, al escampar el agua, volverían con hachones de ocote encendidos en llamas locas, hasta dar con él.
       —¡Viejo maldito…! —detrás de las ventanas, resguardadas de la tormenta, las criadas gordas como el caldo mantecoso, le aplicaban tizón—. ¡Saber pa qué está vivo…! ¡Pa nada…! ¡Ni se-muere pa ser alma del camposanto ni revive del todo pa manejar sus cosas!
       Y cegando los vidrios con su aliento, seguían las viejas:
       —Antes que es el primer muerto que se va a ir al camposanto a ocupar lugar en el sepulcro de ellos. Tuvo razón el señor Alguacil cuando lo sacudió para volverlo en sí, aquella vez de los indios que eran como sapos arrugados, todos ancianos, reclamando sus tierras. Papel fojeado, sellos de lacre como mataduras, y el camino de los tesoros…
       No lo encontraron. El aguacero a ráfagas y la noche oscura les apagaba el ocote mojado. Encontraron el bastoncito y el suelo rasguñado. Se lo llevarían los zopes o lo arrastraría la corriente, coloradito como camarón, con las barbas chivas.
       Las criadas se santiguaban. Todos los de aquella casa desaparecían… ¡Don dejó la mesa puesta…! ¡Don la cama ya hecha para acostarse! Uno de todos el salón lleno de invitados…
       Las puertas abiertas, por si regresaban, forraje en las caballerizas por si volvían montados, pues la mesa con platos colmados de frutas y pasteles, por si venían con hambre, el vino en las copas para los que vinieran con sed, sed de irrealidad y sed de la garganta, y las camas listas, tibias, mullidas, con la ropa de lino limpísima, por si volvían cansados de no estar en su casa.
       Todo dormía. En el cielo nocturno, allá muy lejos empezaba a subir la luna, entre montañas de nubes. Como si regresaran del sueño, la servidumbre fantasmal de indios trenzudos y criadas de carne de caldo gordo, alcanzó a oír pasos en el zaguán… pasos con eco… Sabido es que los pasos de los muertos no producen eco… ¿Quién sería…? ¿Quién regresaría a esas horas allí donde jamás, nunca, nadie regresó…?

VIII

       Volvió a la casa grande desde el corredorcito con un bulto que pesaba como una pequeña araña mojada por la lluvia, echado por sus brazos contra su pecho palpitante. Al cruzar el portalón de piedra desnuda, abierto siempre de par en par, después de un estremecimiento que parecía de ser vivo, el viejecito se quedó rígido, y de poco sirvieron los pañuelos embebidos en agua florida que un criado puso sobre la frente del abuelo, abarcándole las sienes y de poco el masaje que le dio en las manos de dedos tiesos como astas en las que flameaban las diez banderitas de carey sucio de sus uñas largas. Otro criado iba cerrando apresuradamente las ventanas. Era su oficio, su sola ocupación. Abrir y cerrar ventanas. Una por una, muy despacio, con grandes ademanes, más bien acatamientos al desdoblar cada hoja de madera preciosa y extenderla sobre los cristales. El dueño del corredorcito se sacudió las manos, como si hubiera cargado un poco de tierra húmeda, y salió.
       ¿Se le murió en el corredor? ¿Ya estaba muerto cuando lo recogió? ¿Murió ahogado? ¿Murió de frío? ¿Murió de viejo…?
       Se quedó con la cruz hecha para santiguarse, largo rato, ya subido en su cama, pensando que el viejecito se habría salvado si en lugar de acarrear con él al corredorcito, jugando al Capitán Sopas y a los náufragos, lo trae directamente a la cacona, donde los criados desdentados y trenzudos, lo habrían arrebatado de la muerte con infusiones, botellas de agua caliente, frotaduras de humo de trapos a medio quemar y oraciones ronroneantes.
       Se levantó de la cama, temeroso del silencio, y sin hacer ruido con los pies descalzos buscó la alcoba en que habían acostado al viejo abuelo. La lluvia seguía llorando fuera. Después de una larga tregua en que escampó y salió la luna, se la oía circular acongojada por los canales y alcantarillas de la casa que recogían el agua de los techos.
       Nadie. Encontró la cama en que habían acostado al abuelo, pero sólo la cama. Las ventanas abiertas. Las luces en los candelabros ya más humo que llama. Cerraba los ojos y lo sentía allí. Abría los ojos y no lo encontraba. Deshizo la cama, sábanas y colchas, almohadas y almohadones cayeron al suelo. Buscó debajo. Nada. Nadie. Cerraba los ojos y lo sentía allí cercá, abría los ojos y no lo encontraba.
       Pintó el día. Nunca se había vestido tan ligero. Pisoteó el camisón, oscuro, fantasmal. Camisa, calzoncillo, pantalón, medias, zapatos. Listo. En el comedor, sobre la mesa, los cubiertos de plata maciza al lado de su plato y su taza de porcelana con ribetes dorados. Ahora que faltaba el viejecito se daba cuenta que siempre había desayunado con él. Mientras lo tuvo enfrente nunca se fijó en el abuelo que ahora veía cerrando los ojos y recordándolo. Tomó su servilleta para desdoblarla. La servidumbre empezó a moverse. Al entrar una criada que traía café y la leche en sendas jarras de plata, la preguntó per el viejecito que todos los días desayunaba con él. La sirvienta, sin alterarse, palabreó:
       —¿Por el señor pregunta…? ¡Desapareció…! ¡En esta casa todos desaparecen!
       Apartó el café con leche, sin siquiera probarlo, sólo el humo caliente y sabroso le llegó a la cara, dejó la servilleta que cayó al suelo y bajó corriendo por las escaleras resonantes en busca de los pescadores.
       Los interrogaba y todos le respondían con una mirada vaga, lluviosa.
       —Pero, ¿no les sorprende —les decía— la desaparición de aquel hombre? ¡Qué es eso de desapareció y desapareció…!
       Un pescador contrahecho preparaba cebo para los anzuelos. Las moscas no le dejaban paz, atraídas por el tufo de las vísceras que aquél iba partiendo en trozaduras. Unas moscas heladas que caían de golpe y no .levantaban fácilmente el vuelo pegadas a la sangre, a los bofes, a las tripas.
       Surilo. Así se llamaba. Así lo llamaban. Surilo. A veces comía de aquellas vísceras crudas, hediondas a muerto. Surilo se le quedó viendo entre risa y risa. ¿Qué le podía preguntar al infeliz aquél, ni a los otros, ni a nadie? Desapareció y… desapareció…
       Algunas gentes de los alrededores llegaban a encargar pescado, adelantando dinero a los pescadores, unas monedas muy parecidas a las suyas, a sus dineros de los costales de ceniza.
       La casa, por el lado en que no había edificios, daba a campo abierto, una llanada extensa donde varios hombres plantaban una carpa sin pedir permiso alguno a los propietarios del terreno, porque no encontraron en aquel caserón deshabitado y habitado, a quién dirigirse para obtener la autorización, dado que los criados les informaron que los amos no estaban, pero que volverían.
       Mientras los pescadores bajaban por la cañada al Charco del limosnero, los del grupo de la carpa, hombres y mujeres que fueron llegando, hombres picados de viruelas unos, otros con barbas, bigotes y cejas negras color azabache, y señoritas de tacones del suelo al cielo o señoras con peinetas cuajadas de pedrería, fueron extendiendo la carpa por el suelo, sobre la grama, como el pellejo de una gran bestia blanca listas las herramientas para agujerear los lugares en que irían los mástiles centrales, los postes laterales del rededor y los de los soportales de las gradas para los espectadores.
       Un sirviente, el mismo que le recibió al viejecito anoche, vino a buscarlo. Salió de entre las jaulas de animales hediondas a meados que apeaban de carretones de cama baja y ruedas altas.
       La novedad era el circo. Sus grandes cofres llenos de vestidos. La amistad sobrepuesta entre cirqueros y vecinos. Canturreos, dicharachos. La erección de los altos mástiles en los profundos agujeros, la piedra para afirmarlos, traída de lejos, en el llano no había piedras. La ida al Charco del limosnero con los caballos amaestrados, para bañarlos, menudos, crinudos, inteligentes. Un tigre que pasaba horas enteras en movimiento.
       —Don, doncito, le quieren hablar… —acercóse a decirle el criado; el muerto o desaparecido, fue lo primero que él pensó, y no echó a correr, porque aquel trenzudo barbilampiño, le señalaba en ese momento a un hombre bigotudo, cejijunto, con pelos en las orejas, muchos anillos en los dedos, una cadena de oro en el chaleco atigrado y pipa de terracota.
       Le sorprendió que el que hacía de cabeza del circo le quisiera hablar.
       —Vamos a su casa… —dijo el bigotudo, patilludo, dejando a loá cirqueros afanados en el trabajo de alzar la carpa que ya subía como un globo hasta las puntas de las lanzas que formaban el primer círculo, el más bajo, para luego, mediante poleas, argollas y cuerdas izarla hacia los mástiles más altos, aquellos donde los trapecistas se vuelven ángeles.
       Al llegar a la casa, el jefe del circo esperó que tomara asiento en un sillón de alto respaldo y largos brazos revestidos de almohadillas de seda, traído por el criado, dejó que subiera los pies a un cojín de terciopelo con borlas doradas en los cuatro extremos.
       —Me indicaron —dijo aquél con la pipa humeante en la mano cuajada de anillos—, que desde anoche es Su Merced el dueño de todo esto, por haberse ausentado el abuelo, y como a dueño y Alhajadito, le pido permiso para instalar el circo.

IX

       El Alhajadito se oyó nombrar por primera vez Alhajadito, cuando cortando la persona hedentina a cosmético y caspa del que hacía cabeza del circo, después de darle permiso para instalar la carpa, fue por las galerías hasta el oratorio del Mal Ladrón, donde se detuvo como a contar los reclinatorios, las lámparas de plata que ardían en nevado silencio de luz blanca, los ventanales, para luego volverse a descender grada a grada hacia el patio.
       —¡Alhajadito…! ¡Alhajadito…!
       Así le llamaban al ir pasando. ¿Quién? No sabía quién. Alguien escondido en las cosas.
       Hurtó su presencia a los del circo, ahora atareados en izar la carpa a lo más alto, dibujados como hormigas en el inmenso llano, y dirigióse apresuradamente al corredorcito, donde, al llegar, se sintió protegido por el alero, la pared, los pilares, el monte, aparentemente solo, pues ya se sabía que en verdad, su corredor estaba poblado por familiones de ratas, cucarachas, alacranes…
       El recuerdo del naufragio lo distrajo. Reconstruir mentalmente, en el lugar de los hechos, todo lo ocurrido, hasta hacérsele palpable el viejecito con peso de muñeco. ¿Murió bajo el aguacero? ¿Murió en el corredorcito, cuando él lo rescataba? ¿Murió en su cama? No, no, no. Desapareció. Limpióse de la frente un hálito oscuro. A pequeños empellones lo sacaba el corazón fuera del corredor, a la intemperie en que se oía nombrar Alhajadito, que era como llamarle pequeño fantasma, futuro desaparecido, porque los Alhajados, todos los Alhajados, absolutamente todos, desaparecieron igual que el abuelo.
       El ambiente se oía poblado de voces guturales de improvisados mandones, aullidos de animales presos, risas de mujeres, canciones tarareadas y músicas de bandas en reposo…
       Sólo el corredorcito le permitía mantener una presencia anterior a todos aquellos ruidos extraños mezclados al ir y venir de la gente de los alrededores, noveleros que andaban curioseando las instalaciones del circo, y preguntaban cuándo era la primera función.
       Haber dado autorización para que instalaran el circo atrás de la casa, primer acto de su poder de Alhajadito, halagó su orgullo. En el pecho guardaba una joya antigua que daba luz en la sombra y se oscurecía en la luz. De día azabache. De noche diamante. La alhaja de los Alhajados. Resbaló su mano enguantada de piel de venado por su traje negro, sin más adorno que los botones negros y se vio los zapatos negros y recordó que el criado le había dado, antes de salir de casa, un sombrero negro.
       Sin tener a quién comunicar sus pensamientos, él mismo se dijo lo que hablando a solas parecía contar a otro…
       —En casa no existe la muerte. De ninguno de mis parientes he oído decir que haya muerto. Última enfermedad, heridas, accidentes fatales, agonías largas, testamentos, entierros, lutos jamás se conocieron en casa. Desaparecían. Mis parientes desaparecían. Nadie supo ni pudo decir cuándo estaban para marcharse, si se iban de casa definitivamente. Ni anuncio ni preparativo alguno. El caballo, las armas y el camino…
       Y siguió conversando igual que los pescadores al final de las jornadas en que han pescado poco.
       —Casual se quedara sin agua el Charco del limosnero. Se Vería un inmensísimo barranco y al fondo de la gran ollona un cementerio, un camposanto sin cruces… Esqueletos lavados, brazos y piernas, mano y pies en actitud de nadadores. El pelo verde, los huesos pegajosos de líquenes.… Ya una vez en una atarraya salió un esqueleto, creyeron que era un pescado cuando lo alzaron a la barca, pues entre los huesos tenía carne de engrudo escamoso. El que lo pescó por poco se accidenta del susto. Soltó la atarraya con todo y muerto y los demás, antes que cayera en la barca, echaron mano a los remos, para alejarse sin ver atrás.
       Estiró el brazo que había doblado sobre su rodilla para sostenerse la barba, con la barba la cara, con la cara el pensamiento…
       … Si sólo fuera lo de los desaparecidos, lo del camposanto en el fondo del Charco del limosnero, el agua con olor de mineral y siembra, el viejecito que murió en sus brazos y desapareció después, los criados vestidos de blanco, camisolas y pantalones que eran como fundas de fantasmas lampiños y con trenzas; si sólo fuera eso, pero ahora se agregaban los volatines, los payasos… (¡no debió dar permiso!), todos los del circo que andaban por el monte buscando raíces comestibles, después de instalar la carpa. Era un gozo saborear los pequeños tubérculos, como paladear la transición dulce y lenta de la vida que pasa de tierra a vegetal. Otros con sabor a arenisca y lluvia. Por esos montes anduvo él de la mano de Ildefonsa, mano de raíz con dedos, y se acercaron a muchos árboles a contemplar los frutos. ¡Cuánto azúcar de trino! Sólo el azúcar, porque los pájaros se alejaban temerosos de los pasos de la loca. No la recordaba bien. Era otra la Ildefonsa que formaba su memoria. La verdadera se fue. También desapareció. La que él recordaba era como uno de los muertos de la laguna, de los que salían de noche a bañarse en el plenilunio color de nance.
       Alguien venía hacia el corredorcito. Se escondió antes que le vieran. Debajo la camisa le saltaba el corazón. Era Surilo. Los pies arqueados para afuera al final de las piernas cortísimas, los brazos muy largos, la cabeza en pico hacia atrás, las orejas como cuernos y el mentón en punta, muy pronunciado. En la mano traía una honda de pita armada de una piedra. Se detuvo en el corredor para orientarse en qué dirección andaban los del circo, pues se les oía por muchas partes y tras un momento de atención, púsose en actitud de ataque, levantó la honda dándole vuelo sobre su cabeza en vueltas y más vueltas y al máximo de fuerza y velocidad soltó uno de los lados de la honda para despedir el guijarro. Disparo a disparo. Surilo pataleaba y se reía sacando dientes de un montón de arrugas.

X

       Los criados lampiños y con trenzas, vestidos de ceniza blanca, fantasmales; las habitaciones de la casa alumbradas de noche y de día, puertas y ventanas abiertas de par en par; los pescadores ateridos de fría agua metálica tendiendo como arañas las redes en el gran patio oscuro, tras volcar en bateas, troncos de árboles cavados, la platería del pescado grande y chico; las sombras de los vaqueros que se apeaban de las fornidas cabalgaduras á santiguarse ante el Mal Ladrón; el ladrido de los perros corraleros; las carretas de dos ruedas que entraban rodando renco, borradas al despegar los bueyes y salir los carreteros, las puyas en alto sobre el hombro, silbando al frente de las yuntas hasta el estanque del patio, donde las echaban a beber agua todavía uncidas, los yugos en juego de sube y baja entre el buey que hundía el hocico en el líquido frío y el compañero que sacaba la cabeza para sorber y respirar el aire caliente.
       El Alhajadito asomó a una de las ventanas llevándose la nariz cosquillosa hasta la mano, igual que si hiciera un acatamiento para recibirse el estornudo.
       El espacio profundo color de corola, las nubes algodonosas, el incendio de perfume de caña de los trapiches.
       Paseó los ojos negros que parecían parte de su abotonadura de azabache, dos botones móviles tras dos ojales parpadeantes, hasta encontrar la carpa de circo en forma de tortuga gigantesca alumbrada por dentro, con una bandera azul desplegada en el mástil principal y banderines de colores, verde, rojo, blanco, amarillo, en los mástiles alrededor.
       Hormigueaba de gente. El debut. La primera función. Bolas de trapos empapadas en gas y sebo para que ardieran continuamente daban luz a la entrada principal. Cabezas de cristianos quemándose. Una fanfarria de trompetas, bombo y platos completaba, al lado de la puerta en que el público se arremolinaba, la invitación llameante de los mecheros que soltaban escupidas de oro. Un payaso conversaba de dinero con el que vendía las entradas. Hablaba en serio. La seriedad del muñeco que ve lo que necesita tan cerca y tan lejos de su mano enguantada.
       De una de las bolas de trapo ardiendo, como de un colgante nido de gusanos de fuego, escapó una gran mariposa de humo, las alas en forma de tirabuzones al llegar el Alhajadito, conducido en su litera por sus criados de calzón y camisola de ceniza que se borraron siguiendo el vuelo de la mariposa blanca.
       El cabeza de circo vino a saludarlo. Enseñaba los dientes de oro y quejábase de dolor de muelas. La neuralgia del debut.
       ¡Música, maestro…!
       El pensamiento del cabeza de circo, que mordía la pipa para no gritar del dolor —¡Música, maestro!—, se comunicó a los bandistas que uno tras otro, despertando de un sueño, acuerparon el pasodoble que silabeó el del pistón, cuyas manos sostenían fuera de su boca una gran dentadura de oro, en la que movía los dedos igual que garras, como si a él también le doliera aquel instrumento, sólo que en lugar de punzadas, eran chorros de sonidos calientes los que salían de aquel mundo de llaves manejables.
       Al compás del pasodoble fueron los bandistas a ocupar sus asientos al lado de la pista del circo, para amenizar la función y acompañar los números con música. Uno tras otro avanzaban en fila india, sin dejar de soplar a gordos carrillos, bañados por el relampaguear de los mecheros de trapo, gas y sebo.
       ¡Si el cabeza de circo hiciera un buche de alcohol, tal vez se le aliviara la neuralgia del debut! De momento quema, pero luego adormece el dolor. Siquiera para no rabiar durante la función.
       Le trajeron un vaso de aguardiente. No hubo alcohol. Pero aguardiente es lo mismo.
       Sus dientes de oro tastacearon metálicos en el borde del cristal y con el enjuagatorio en la boca, temblorosos los labios, inflado el cachete del lado en que guardaba el líquido que empezaba a aliviarle, las orejas calientes, los ojos aniñados en lágrimas, se hizo atrás para dejar pasar a los arrastra los pies de los músicos que iban hacia la pista tocando el pasodoble.
       Los aborrecía, viciosos, tragones, haraganes, sentimiento que el dolor hizo tan agudo en aquel momento que no pudo disimular su rabia ni le dejó ver el peligro en que estaba al pie de una de las bolas de fuego… Peligro… No tuvo tiempo de pensar en lo que ya no era un peligro, sino un tremendo, un horroroso salirle de la boca chorros de llamas que le bañaban la cara.
       ¿Qué había pasado? Una de las luminarias de gas y sebo se desprendió sobre él. Al sentir encima la bola de fuego, el cabeza de circo quiso esquivarla, pero fue tarde, demasiado tarde. Su boca ardía igual que si su dentadura de oro se hubiera vuelto una gran llamarada. Corrió hacia el interior del circo, por la pista, sin oír los aplausos, pues los espectadores creyeron que efectivamente aquella prueba abría el programa.
       Agitaba los dedos entre las llamas, como el pistonista y como el ángel en la trompeta del último día. Sonido con dientes que morderá a los muertos para que despierten, se vistan, se maquillen, se arreglen y comparezcan. Hasta ese día en Josafat volverá a tener el cabeza de circo sus labios, su cara, sus bigotes, sus cejas.
       El Alhajadito se levantó para aplaudir. Todos aplaudían. Pero extravió las manos en el gesto. Junto a él había caído el cabeza de circo, sin bigotes y sin labios, con los dientes desnudos en una risa de calavera, fija. Sus dientes de oro ahumados, enrojecidos, candentes, parecían reír con fuego, mientras los payasos saltaban sobre su cuerpo para apagarle las llamas, pantomima que el público aplaudía a más no poder.
       Una trapecista en malla color de rosa sin saber qué hacer, por coquetería, subió a vagar por el espacio de un trapecio a otro, y a otro, y a otro, algo así como el alma del infeliz quemado, cuyos párpados empezaron a caer, quedándole entonces más desnuda la risa de oro sin labios.
       Al volver a la tierra la trapecista sacó un pañuelito de su cinturón lentejuelado y enjugóse de las manos y la cara, el sudor de la muerte que se percibe como zumbido de abeja sorda, en el triple salto mortal.
       Se suspendió la función.
       Del otro lado de las jaulas en que se paseaban las fieras, electrizadas por el domador, pisaduras y bramidos que se derrumbaban, seguía agonizando el cabeza de circo lejos de su pipa de terracota, sin sus bigotes, la camisa rasgada y bajo la camisa, en el pellejo rojinegro del pecho, el vello rubio quemado, vuelto ceniza.
       Unos de pie, otros sentados, inmóviles o cambiantes de postura, a la luz de un quinqué, bostezo de vidrio que daba acabamiento, seguían los saltimbanquis igual que una familia numerosa (gentes, monos, perros, caballos, sólo las fieras y los gitanos estaban excluidos), la prolongada agonía del infeliz don Antelmo Tabarini.
       Los bandistas callaban. Alguna culpa les cabía. Al pasar ellos tocando el pasodoble ocurrió la desgracia. El del pistón, chato picado de viruelas, se rascaba las pulgas. Música en negrita que leía al tacto. Con las yemas de los dedos pulgar e índice apretaba las más panzudas de sangre, notas llenas, sin faltar las corcheas y semicorcheas, pulguerío de solfa sin pentagrama.
       Y pensar que el público aplaudió creyendo que se trataba del tan anunciado número del hombre tragafuego, personaje que contemplaba impasible la agonía de don Antelmo, limpiándose los dientes con un palillo de fósforo.
       El Alhajadito estuvo acompañándolos hasta el final. La hija de don Antelmo pidió permiso para colocarle a su papá unos bigotes postizos. Así lo enterrarían bigotudo como fue toda su vida. A falta de labios casi se los pegó sobre los dientes de oro.
       Los criados lampiños, trenzudos, blancos se juntaron uros con otros, para darse ánimo, temerosos de la ceniza de sus trajes, mientras con los pies desnudos escarbaban el panteón de la familia, donde, por voluntad del Alhajadito, reposaría don Antelmo Tabarini, con el privilegio de ser el primer muerto sepultado allí, porque de sus antepasados ninguno se dejó enterrar, todos desaparecieron, no era gente para podrir tierra.

XI

       El Alhajadito imaginaba lo que creía que las criadas le callaban de sus antepasados, limpios de presente, vale decir personas siempre ausentes, siempre de viaje, siempre por desaparecer. La gracia pasajera que el nómada tenía y el sedentario perdió. Unos tomaron el camino sin regreso, paralelo a la muerte, para cortar con la familia, de la que sólo se salvan los que se evaden, se mueren o se vuelven locos. Otros se quedaron vestidos de lutos por el pesar de lo cotidiano que convierte las migas de la sobremesa en arenas, la sal de la comida en lágrimas, el amor en fastidio y el reflejo de la lámpara hogareña en brocal de pozo sin salida. El Alhajadito los veía peleando con la parentela, con la servidumbre, con los muebles, con su sombra, como ellos, enlutada, vestida de negro de los pies a la cabeza, sin faltar aquel que reñía con su persona en los espejos golpeándolos para destrozarse y borrar su imagen. Desaparecía, se mataba en los espejos y tan real sentía su muerte que después andaba por la casa como ánima en pena, sobreviviente de su imagen deambulando por las habitaciones como fantasma.
       ¡Pobre imaginicida! Le llamaban el Azacuán por su traje de color negro amarillento, por su pelo ralo pegado a la redondez de la cabeza pequeña como peluquín de pluma y porqué, como los azacuanes, emigraba en invierno de una habitación a otra de la casa llevando su cama, su mesa, su silla, sus libros, fugas que coincidían con la cascada inmóvil de algún espejo hecho pedazos, agua de vidrio que los criados barrían como el granizo de las primeras lluvias.
       Ligero como el tiempo bajaba el Azacuán el 13 de cada mes a medianoche desde su alcoba, en que era siempre pasajero, a encender velas de cera pintadas de negro, sobre las que brillaban más amarillas las llamas, ante la imagen del Mal Ladrón, crucificado para quien el cadáver es el término de todo lo del hombre que nace y termina en la materia por grande y poderoso que éste sea.
       —Por tu muerte verdadera, perdona mis debilidades… —clamaba el Azacuán de rodillas ante el horrible crucificado—. No puedo asomarme a los espejos sin creer que hay algo más allá de la realidad, pecado que te confieso arrepentido. No una, sino muchas veces te ofendí gravemente; pero te ofrezco, Padre, no asomarme más a lo que me finja caminos que no son los que tú proclamaste con carcajada de moribundo, cuando el iluso te ofrecía el Paraíso.
       Y en voz baja, el aliento hediondo a tripas, la cabeza de milano, temblequeante, posaba los ojos en la imagen del Mal Ladrón, al que veía formar el número 13: la cruz de corto brazo vertical, el 1, y el 3, el cuerpo retorcido del ajusticiado.
       —¡Detesto a Lucifer —seguía—, ángel tonto que rodó al infierno porque quiso ser Dios, y te adoro a ti, porque consciente de tu condición humana, reo de existencia amarrado a una cruz, rechazaste la oferta del celestial asilo, seguro de que eras lo que somos, sólo materia.
       Y siempre en voz baja, en un menudo idioma retaceado entre los labios, proseguía el Azacuán:
       —¡Y allí estás colgado, amarrado, con el dolor espantoso de la muerte, la lengua de fuera como tu última blasfemia y el gesto del que se rebela contra las fuerzas ciegas del destino!
       La luz de la mañana, vidrio grueso, vidrio quemado al fuego y después martajado en polvo húmedo, rodeaba al enjuto imaginicida. Amanecía como en un inmenso espejo, en la infinita inmovilizada luna de un mundo azogado, y palpaba todo lo que había de cierto en su persona, sin quererse salvar más por ningún paraíso dé aquella única realidad suya que era su cuerpo.
       —¡No permitas que me pierda como imagen en el mundo de la fantasía! ¡Enduréceme para que no salga de la realidad, de lo positivo, de lo material! ¿Por qué dejas que me aparte de tu ejemplo en lo ficticio? ¡Mal Ladrón porque con tu actitud robaste ese mundo que no es de los que creen en él! ¡Asaltante que despojaste el reino de los espejos!
       Desesperado, vagando entre el arrepentimiento y la culpa, el Azacuán clavó espuelas y se arrojó al Charco del limosnero con todo y su caballo, y esta vez el agua no devolvió ni su imagen ni su cuerpo sepultándolo en su espejo misterioso y dormido.

XII

       Al terminar los funerales de don Antelmo Tabarini empezó la guerra entre los componentes del circo. Todos querían ser jefes. Murmuraciones, insultos, ataques nocturnos. Por último se declaró la lucha abierta. En las guerras domésticas usuales, los combatientes se defienden como pueden tras las columnas, los muebles y las puertas, de los trastos de uso pacífico convertidos en proyectiles, o bien se encierran bajo llave en las habitaciones dejando al enemigo chillar y patalear extramuros.
       En el circo la guerra era a campo raso. Los combatientes, en el inmenso espacio de la carpa, apenas si tenían para esquivar los golpes de los objetos más diversos que se lanzaban unos a otros, los entarimados de las gradas de la galería y los cortinados de la salida de artistas y entrada del público, pues en todo lo demás estaban mortalmente expuestos y de no ser por la agilidad con que escabullían el bulto, desde el principio de la batalla campal rotas las hostilidades, habría habido más de un herido grave.
       Pero no sólo el campo en que se combatía era distinto de las usuales guerras domésticas, sino las armas.
       El Domador fuera, de si, no conseguía que le obedecieran después de haberse proclamado sucesor de don Antelmo Tabarini, anunció que soltaría las fieras, si no le hacían caso.
       —¡De esa manera reconocerán mis derechos al gobierno! —gritaba con la voz atrompetada, librándose de los proyectiles que los cirqueros le arrojaban a la cabeza, algunos con tal violencia que poco faltó para que le rompieran el cráneo siempre lleno de sus aventuras de cacerías en África.
       —¡Mi autoridad, como jefe supremo, o las fieras… las fieras y el látigo!
       En sonidos que se quebraban en zig-zag se oía restallar el látigo eléctrico, esgrimido por la mano medio cubierta por la bocamanga dorada del uniforme de gran gala.
       Ana Tabarini, hija de don Antelmo, se le acercó medio desnuda, en paños menores la sorprendieron las amenazas del Domador, y simulando ponerse de su parte, al tenerlo cerca, mientras se metía las mangas de la bata, dejándose abrazar por aquel que creía llegados para él, el poder y el amor al mismo tiempo, le arrebató la fusta y le clavó los dientes de fiera en una oreja, empeñada en arrancársela de raíz, si no entregaba las llaves de las jaulas. Rojo de ira, ya violáceo, ya cárdeno, el pelo color cepillo de oro bronce, el infeliz histrión que había sido mordido por verdaderas fieras, bramaba del dolor, cada vez tomaba más cartílago el mordisco de la Tabarini, histérica, convulsa, pero no soltaba las llaves apretadas en los garfios de sus dedos.
       El payaso Juan Zarco se las birló en un santiamén y echó a correr perseguido por un negro largo y delgado como anguila que al darse cuenta que el payaso se había quedado con las llaves,, se le fue para encima resuelto a arrebatárselas y proclamarse jefe, y lo consigue si Juan Zarco no le esquiva el cuerpo, corre por la pista y alcanza a subir a uno de los trapecios por una cuerda que al llegar a lo alto quiso recoger, pero ya tarde porque el negro que lo perseguía trepaba por ella velozmente.
       Sin esperar a verse acorralado, el payaso lanzó las llaves a otro de su partido, amigo de la Tabarini, que se hallaba detrás de las gradas de galerías, y se las reclamaba con enfáticos ademanes, gritos y más gritos.
       El llavero cruzó el espacio de la carpa con tintineo de meteoro o como si un triángulo de metal hubiera sido batido en medio de una orquesta de golpes secos y notas de cobres y cristales que se destrozaban.
       Dos bandos. El de Ana Tabarini defendía las llaves para evitar que el Domador abriera las jaulas y bajo esa terrible amenaza hubiera que aceptarlo como jefe máximo, apoyado por el hambre de las fieras.
       ¿Presentían las desasosegadas e iracundas tigresas y el león que estaban en juego su libertad y un banquete de cristianos saltimbanquis?
       Presentían, o no, lo cierto es que se paseaban de un lado a otro, como fascinadas, los ojos llenos de tristeza fría, avivándose el andar felpudo con los latigazos por los rabos.
       El Domador extenuado por la lucha con la desgonzada, mujer sin huesos, toda ella inasible como una lengua en movimiento, se apretó la mano lívida a la oreja mordida que sentía tiesa y quemante, igual que si se la hubiera mordido, no la hija, sino don Antelmo Tabarini con su dentadura de brasas de oro.
       Las llaves iban y venían y en lo mejor de la batalla apareció un mono en el cénit de la inmensa bóveda de lona, punto en que el mástil central sostiene todo y a donde alguien desesperado lanzó el llavero, para que nadie lo alcanzara.
       El mono se apoderó de ellas. Los combatientes quedaron paralizados, prontos a huir. Temían que el animal coludo bajara con la rapidez de un fruto que cae, hasta las jaulas y las abriera. Pero éste, entre muecas y gracejadas de bufo, tras sacudirlas a la altura de su cabeza para oír el retintín metálico y soltar algunos gritos de gusto muy agudos, paseó los ojos en busca del negro.
       Un silbido y el mono se deslizó desde lo alto de la carpa por los trapecios, antes que los otros se repusieran de su sorpresa, hasta el hombro de su reluciente amigo de tiniebla lustrada.
       Una mano negra, chiquita, peluda, puso en otra mano negra, sin pelos y más grande, las llaves de las jaulas.
       Ana Tabarini y el payaso solicitaron una tregua.
       —¡Tlegua! ¡Tlegua! ¡Tlegua! también pol mí —anunció a gritos el negro que era del partido del Domador.
       Todos dieron un respiro al oír que el negro accedía a la tregua. El Domador, enderezando el cuerpo en el malparado esplendor de su uniforme de gala —el mordisco lo había dejado sordo—, le pedíos las llaves al negro, pero éste con el mono siempre en el hombro negóse a entregarlas.
       —¡Tlegua! ¡Tlegua! ¡Llave conmigo! ¡Yo lo galantizo a todos!
       Los chinos de los juegos de salón, aliados de la Tabarini, atacaron al mando de la Mujer Barbuda lanzando a los ojos de los contendientes puñados de serrín y arena.
       El Domador y sus partidarios se arrojaron cara al suelo. Por la cabeza de musgo negro del feliz poseedor de las llaves, pasó un bolazo blanco que después de medio golpear al payaso dio en el cachete del Domador ario en el momento en que levantaba la cara para cerciorarse si había cesado el ataque de los chinos coletudos como los criados del Alhajadito.
       —¡Tlegua no! ¡Seguí así yo ablí la jaula! —gritó el negro con el mono siempre en el hombro.
       El Domador, mascado de la oreja y con serrín en los ojos, incorporóse decidido a todo, tembloroso y escupiendo de rabia.
       El negro le adivinó la intención y apoderóse de la fusta que yacía por tierra.
       Un galope de caballos los paralizó a todos. Cosacos sobre caballos de fuego parecían los caballistas. La pista quedó limpia. Un golpe con los herrados cascos de las bestias al galope, era terrible. Y a esa velocidad, casi mortal.
       La Mujer Barbuda que llevaba el sexo en la cara, se desplomó inánime bajo un golpe de aquéllos.
       —¡Pispís…! —increpaba el Domador al negro, sin acercársele mucho, temeroso de que le fuera a dar un fustazo—. ¡Pispís traicionero, dos caras, bandido, maldito, era de los míos y se me volteó al final!
       —¡Pispís no tlaiciona Domadol!
       —¿Entonces?
       —Entonces, Domadol glita: ¡Pispís jefe bueno, jefe de todos, jefe cilco, jefe mío! ¡Negro Pispís, jefe con jota de jolilo, y pol eso jefe!
       Los parciales de Ana Tabarini aclamaron a Pispís como jefe del circo. El payaso Juan Zarco, los chinos y otros lo rodearon para apoyarlo. El Domador y los cosacos agrupados en una sola respiración anhelante, no salían de aquella pesadilla. Los manotazos de las fieras. Sus bramidos como una tempestad lejana. El Alhajadito se había refugiado en lo más alto de la casa, a juntar el brillo de la noche para su traje de luto.

XIII

       Una huella de sangre hasta el corredorcito. Surilo estaba herido. Surilo el contrahecho pescador que preparaba la carnada para los anzuelos. Picaduras de tripas y menudos de vísceras que a veces engullía riendo, babeando, estornudando moscas. El pelo le brotaba de la cabeza y de la cara, por todos lados. Casi no tenía cara. Un hombre sin cara. Sólo cabeza. Ni cuello. El coco peludo pegado al cuerpo, a los hombros en forma de alas de galápago. Largo de brazos, corto de piernas. Sólo los ojos. Ojos celestes muy vivos en el pelambre. Lo matan si no interviene el negro Pispís, ahora jefe del circo Tabarini.
       Sin ser visto y sin tomar partido, solo él contra todos los circenses, Surilo les lanzaba pedruscos y bodoques de barro con su gran honda de pita, proyectiles que eran verdaderos balazos. Veía los bultos tras la carpa y hacía blanco en cualquiera de ellos.
       Un chino fue el primer herido. Lo dejó sin resuello. En medio de la lucha intestina entre los del circo, ninguno de ellos estaba para pensar y menos suponer que aquel contraataque fuera lanzado por un enemigo externo.
       Y mientras al chino le crecía el chichón, y repetía —¡Chin-chón…! ¡Chin-chón…!—, rociándose la entrepierna por el ardor y el miedo de que el bodoque de barro le hubiera quedado bajo la piel, así lo sentía, uno de los trapecistas corría, por la maroma saltando en un pie, como ave zancuda, con el tobillo destrozado.
       Surilo, sin perder tiempo y con más afinada puntería, colocó otro de sus hondazos en el pulmón de la Tabarini. La desgonzada palideció con movimientos de araña loca hasta desvanecerse.
       Alguien, todos los vieron con la honda en la mano, la jeta caliente, los ojos atónitos, fruncir y desfruncir la cara peluda. En el ardor infantil de la batalla, Surilo no se dio cuenta que se había salido de su escondite y atacaba a la descubierta.
       Se defendió valientemente. La honda ya no le servía por la proximidad de sus numerosos atacantes desplegados en guerrilla y entonces echó mano a las piedras. A dos manos, manejaba la zurda y la contrazurda. Instintivo, bestial. Un caballazo de uno de los cosacos, lo derribó. Y allí lo zurraron todos los del circo. Palos, patadas, puñetazos, golpes, latigazos y lo liquidan si el negro Pispís no llega a tiempo. Pispís tenía las llares de las jaulas, la fusta del Domador, y era el jefe reconocido por todos.
       Ana Tabarini, la mano descolorida y helada queriendo alcanzarse el dolor del pulmón que siempre queda lejos, hipo de huérfana y llanto, le pedía al payaso que siguiera majando a Surilo. Juan Zarco fue el que más se ensañó y el negro hubo de amenazar con abrir las jaulas si seguía pegándole.
       Protegido por Pispís y el mono, Surilo pudo escapar y refugiarse en el corredorcito.
       Un día redondo. Esa sensación de inmensa redondez que da el día visto desde la superficie de una masa de agua encajada entre las montañas, como era la del Charco del limosnero.
       Los pescadores ajenos como la servidumbre trenzuda, a las luchas de los volatineros, echaban las redes desde sus embarcaciones, silenciosos, pensativos, tanto ver el agua los volvía tristes.
       En las playas de tierras color rojo oscuro, sangre en polvo, grupos de mujeres con movimiento de nubes lavaban ropas, las tendían, o recogían plantas gelatinosas buenas para los incendios de sangre y el reuma frío, caracolillos vistosos para hacer collares o palito Seco para juntar fuego y calentar la comida. Algunas llevaban a los críos a la espalda, y otras de la mano a los que ya andaban. Desde que llegó el circo, los pescadores bajaban a pescar acompañados de sus mujeres, hijos y perros, temerosos de que los tigres fueran a salirse de las jaulas, los tigres y el león que era el que más bramaba, y se los comieran a todos juntos, sin quién los defendiera, mientras ellos andaban lejos.
       Esa noche al regresar de la laguna, bajo los techos de sus ranchos hablarían de Surilo. Ellos daban otra explicación de los sucesos. Cada quien en este mundo se fabrica su verdad. Los del circo quisieron agarrar al pobre idiota para echárselo de comida a las fieras hambrientas y se defendió aquel infeliz, primero con la honda, luego a pedradas, después como pudo y si no interviene Pispís lo arrastran a las jaulas y se lo sirven de banquete a los tigres y al león.
       Al día siguiente, los pescadores se asilaron con sus familias en la casona retumbante de silencio, al amparo del Mal Ladrón y del Alhajadito.
       Los criados trenzudos, colocados en orden de trenza, de la más larga a la más corta, trenzas rigurosamente negras, recibieron a los pescadores, a sus mujeres y a sus hijos, seguidos de sus perros y aves de corral y de estaca, pericos, loros y papagayos, en las gradas de la escalinata de los Alhajados. En procesión de sueño abandonaron sus ranchos de pobres cañas. El bramido del león los acobardó. Venían a quedarse y a quejarse con el Alhajadito del peligro de tener cerca aquellos animales africanos, y a encomendar sus cuerpos al Mal Ladrón, en cuya presencia, ocupando la espaciosa capilla se acolchonaron en un gran silencio, como si apostaran a quién callaba más y quién de todos hacía más gestos que era la forma de rendirle culto al horrible crucificado.
       Los trenzudos y lampiños ayudantes del Alhajadito miraban a las mujeres de los pescadores. Las fieras comiéndoselas a mordisco limpio y manotada desgarrante. No podían pensar en lo que escuchaban —las quejas y lamentos de los pescadores ante el Alhajadito, para que les diera posada—, por saborear el deleite de lo que se imaginaban que no eran tigres ni leones los que se despacharían aquellas hembras con todo y trapos hediondos a pescado, sino ellos, ellos…, si se las echaban desnudas en sus habitaciones.
       Los pescadores después de orar con gestos ante el Padrecito de sus cuerpos, como llamaban al Mal Ladrón, sin dar a sus palabras más énfasis que el de su valor silábico, juraron que Surilo sería vengado.
       —¡Lo juramos por vos, bendito Padrecito Negador del Alma…! —y besaban los pies uñudos y retorcidos bajo los cordeles que lo ataban a su cruz.
       El más alguacil de los trenzudos, pasóse la trenza por el hombro para que le colgara frente al pecho, como la borla de una insignia sagrada y contestó a los pescadores:
       —Si las fieras nos cercan reclamando alimento humano, empezaremos por arrojarles a los niños de teta, luego a los menores de edad, en seguida a los ancianos, después a las mujeres y por último a los heridos; así los defensores de esta casa podrán luchar hasta el último hombre.
       Dicho esto se echó la trenza a la espalda.
       Los pescadores saltaron para alcanzar a gritarle su desacuerdo con un “¡No!”, que fue como escupida de sapo.
       El trenzudo cerró los ojos. Sus compañeros mostraban hambre de fieras tras las mujeres, persiguiéndolas como hombres de cuatro brazos, los dos propios y las dos trenzas erectas con movimientos de tenazas de cangrejos.
       Pasadizos, cocinas, cocheras, escaleras, pórticos, patios recoletos, habitaciones remotas, por todas partes, jugando al escondite, perseguían los trenzudos de piel erosionada por los años a las pescadoras de sensuales ámbitos, entre el corretear de las ratas y el chisporroteo de los fogones de brasas que se encendían como sobreexcitados con las chorreaduras de la carne que caían de los asadores.
       Las mujeres retrocedían, se escondían, se dispersaban. Por lo bajo estallaban vientos pestilentes. Una sola masa de trapos, manos, caras, pelo, mugre, congoja, miedo, en aquel primer día que las dejaron sus maridos mientras salían a pescar, indecisas entre la mueca tiesa de los tronzudos apergaminados y libidinosos, y las jaulas de las fieras untuosas y jadeantes.
       Otro día redondo. Las fieras, doradas, cambiantes, con los belfos espumosos, entregadas a limpia de los colmillos, el afilamiento de las garras y las abluciones en los recipientes, siempre estrechos, en que les daban de beber agua.
       —¡Surilo! ¡Surilo…!
       El Alhajadito sacudía el muñecote de carne vestido de harapos sanguinolentos, en el corredorcito. Allí pasó la noche. Surilo rodaba por las córneas sus pupilas celestes que parecían de otra persona, dado que él era muy prieto, de alguien que por castigo hubiera quedado encerrado dentro de sus deformidades, y al despertar tratara de asomarse a saber lo que pasaba.
       Se quejó, no tanto por las heridas y moleduras, como por la falta de su honda, sin dejar de pasear las pupilonas desamparadas, por los medios huevos blancos que le salían de los párpados.
       ¿Qué mejor paraíso para el que sufre que el alivio de su dolor? La voz del instinto se le oía a lo largo de su cuerpo en que todo era rotura.
       El paraíso es el lugar en que ya nada de lo humano duele ni importa, así como el infierno, el sitio en que lodo lo humano duele más, infinitamente más.
       Tirado largo a largo en el corredorcito, las moscas comiéndole la sangre de las heridas, como si fuera miel, colorada, Surilo se quejó con la cara pegada a la pared.
       El Alhajadito, olvidado de sus antepasados prácticos y positivistas, para quienes sólo existía la materia, se acercó a decirle:
       —¡Surilo, mañana estarás en el paraíso…!

XIV

       ¡Ana Tabarini barré y negro no malo, porque negro barré también!
       —¡No, Pispís, los jefes barren con la cabeza, son escobas mayores, la cabeza es la mejor escoba!
       —Pues barré negro jefe también con la escoba, no con cabeza, cuando está contento.
       —Pero mejor que barrer, si negro me quiere ayudar, vaya trayéndose para acá aquellas redes de pino.
       —¿El pino despenicado negro traé aquí, sin la ré…? No, con la ré mejó, con la ré má fácil.
       Detrás del negro que arrastraba las redes de pino, mucho bulto y poco peso, el payaso Juan Zarco venía con abrazos de cañas de castilla y ramas floridas .para completar el revestimiento del circo, adornado como para una fecha magna.
       —¡Punción de gala, Pispís! —decía el payaso remedando al negro que no podía decir “función”.
       El negro al arrastrar las redes iba dejando la mitad del pino en el suelo.
       —Pispís está malgastando el pino… —gritó la Tabarini; vestía blusa blanca, pantalón de montar azul oscuro; en el cabello mojado, un peine; al cuello una toalla de motitas rojas.
       —Neglo lecogé depués…, ya va lecogé…
       El Domador lustraba sus arreos para la función de gala. El sombrero de copa, las botas, los arneses. Todo relucía al sol meridiano. Mientras frotaba las botas juntaba saliva a dos carrillos, para luego escupir y con saliva alegre seguir sacando lustre de lujo a los arreos de charol y botones dorados.
       Los chinos de los juegos de salón, ahora de cocineros, estrellaban huevos para el almuerzo, mientras se asaba la carne y soltaba humo tufoso a mar el caldo de pescado. Hablaban en chino o como decía Pispís en “cochino”, porque no se les entendía nada. Ratos se reían entre ellos, ratas se quedaban callados, como oyendo el aire. Al más viejo le hacían ruido los huesos. Articulaba casi palabras chinas con los huesos, vocablos de articulaciones que bajo la piel le conversaban. Era temeroso. Por todo se encogía. Su mirar de soslayo, su timidez, sus labios delgaditos, y su pelo ralo de muñeco en forma de surtidor desde la coronilla, hacíanle inconfundible entre los otros chinos iguales, tan iguales, tan exactamente iguales entre ellos.
       —Rapail…
       El Domador había juntado al tufillo sabroso del almuerzo más saliva de la necesaria para lustrar sus arreos. El chino Rafael le contestó con los huesos al volverse. Le dijo con las articulaciones algo así como “¿Qué deseá, yó…?”
       —Rapail… —repitió el Domador tragándose la saliva que no escupió a los pies del chino—, ¿ya va a estar el almuerzo?
       —Pelate latito…
       El negro recogía el. pino que regó en el suelo por arrastrar las redes, mientras Juan Zarco ataba los manojos de cañas de airoso mechón verde a la entrada de la carpa, donde estaban sembrados los palos negros de hollín para colgar las bolas de trapo empapadas en gas y sebo. Además de las cañas colocaba banderitas de todos colores.
       El mono vino en ayuda de Pispís para recoger el pino. Daba gritos cortantes, agudos, insoportables.
       —¡La punción de gala no pala changuito! ¡Punción de gala pala mí, negro, Pispís, jefe! ¡Punción de gala para jefe!
       Ana Tabarini, la mano en el peine, el peine en el pelo, se quedó contemplando la pareja que formaban el mono y Pispís. Dos hermanos. El chino-conversación de esqueleto, tocó un trompetín agudo para anunciar fajina. El negro y el mono mantuvieron la alegría durante el almuerzo. Todos los demás mascaban embrocados sobre los platos de arroz y caldo de pescado. El relincho de un caballo. Las moscas fritas en el aire caliente del mediodía. Las fieras bramando, horneadas, dormidas. Soñarían con uno de aquellos opíparos almuerzos de animal caliente, de sangre caliente, pulmonar, de pechuga y gorduras calientes. Lo que se come vivo, vivo queda en el cuerpo y por eso hay que comerse a los seres casi vivos, chorreando la vida de sus cavidades…
       Nadie escuchaba la prédica filosófica de Rafael. El mono metía la mano enguantada de pelos negros en el plato de caldo dorado, donde nadaban ojos de pescado, en el plato He Pispís. Extraía del fondo, con la punta de los dedos delgaditos y uñudos, puños de arroz que al llevarse al hocico escupía. Muy caliente. Al chino le enfadaba que el mono desperdiciara el arroz.
       —¡Si bota comida, changuito, neglo va regañá! ¡Neglo jefe!
       Por lástima y asco de ellos mismos, los circenses olvidaban que el negro era el jefe de la compañía y quizá por eso les molestaba tanto oír recordar su desgracia al chino Rafael.
       Pispís intervino en apoyo de la opinión del chino, a quien envenenaba aquella forma de comer a cuatro manos en el mismo plato;
       —Neglo jefe, changuito ayudante, si no bota el arroz.
       En la coronación del sucesor de don Antelmo Tabarini no participó el Mandibulario por estar enfermo; pero ahora, ya sin fiebre, andaba por ahí devorado por el hambre de la convalecencia y rencoroso contra sus compañeros por haberse dejado imponer como jefe a Pispís. Rechinaba los dientes cada vez que pensaba en el negro como jefe, produciendo una especie de crujido de represa de agua. Una avispa había edificado un grano en su cuello de toro humano, ancho y corto. Se rascaba el cuello y la oreja de gigante. Con la mandíbula trajo su silla para el almuerzo. Sobre la silla un baúl, temeroso de que le robaran sus cosas, y sobre el baúl dos enormes piedras para defenderse, caso que libertaran a las fieras.
       De ver comer al Mandibulario temblaba el chino Rafael. ¡Vámonos! ¡Vámonos!, le gritaban sus huesos de hombre de espinas de pescado.
       Sólo sus omoplatos sentíanse seguros allá atrás. Y habría salido corriendo, si no hubiera llevado oculta, en un escapulario mugroso, una brizna de yerba del Tíbet. Caso de atacarlo el Mandibulario sacaría este talismán del bolsoncito tejido con cabellos sacerdotales y paralizaría al monstruo, hasta volverlo piedra.
       Pasado el almuerzo, Pispís asomó en calidad de jefe supremo a dar la señal de partida para el convite que recorrería los caseríos cercanos al Charco del limosnero, anunciando la función de gala en honor del nuevo César de tiniebla y ébano, el dichoso sucesor de don Antelmo Tabarini.
       Juan Zarco, el payaso, marchaba a la descubierta de todos, adelante, adelante, heraldo en un caballo canelo, sin estribos, colgando en el vacío sus alpargatas pintadas de dorado. Seguíale, en una yegua negra, a toda marcha, Ana Tabarini en traje de tarlatana amarilla cubierto de estrellas rojas y cometas negros, escoltada por cuatro chinos que marchaban en zancos a la altura de ella, luciendo trajes de mandarines de color de azafrán dorado, calzones violetas, medias negras, todos empolvados con harina de arroz igual que ratones de panadería, pelo de pita negra y dientes en un reír que no era de ellos. La risa forzada del que muestra los dientes al dentista o al espejo. El Mandibulario marchaba de mal humor, disfrazado de alemana y seguido por una nube de chiquillos que trataban de acercársele para tocarle el trasero hecho con almohadones gigantes.
       —¡Culona…! ¡Culona…! —le gritaban los chicos, mientras el mono que le acompañaba en el convite, saltaba de su hombro de megaterio a su nalgatorio postizo.
       Los más dignos del paseo eran los trapecistas, los equilibristas y el albanés tragafuego. Los trapecistas con las mallas carnales ceñidas al cuerpo, semejando mariposas que perdieron las alas en el vuelo de la muerte de trapecio a trapecio. El albanés fumaba y se comía el cigarro conversando a sopapos con la Mujer Barbuda, a quien los brazos le salían de atrás del cuello. Cerraba el paseo la carreta de los bandistas, sucios y hambrientos como nobles llevados a la guillotina.
       Pispís se dejó caer. Dar con el cuerpo en el suelo. Celebrar así su gusto de dios negro al sentirse amo y señor del circo. En su piel lustrosa, del mejor charol, vibraban tambores de oscuro y retumbante clamor. Todo él era un solo tam-tam. Las tribus bailaban. ¡Tam-tam! ¡Tam-tam! ¡Tam-tam! Su corona de frutas y su cetro de flores. El bramido de las fieras. ¡Tam-tam…! ¡Tam-tam…! ¡Tam-tam…! De sus párpados esféricos salían las córneas, sin pupilas, y de sus labios, mordidos por sus dientes temblorosos, una especie de profecía llorona:
       ¡Amó goró, baragá!
       ¡Amó goró baragá!
       ¡Abongó fangá!
       ¡Fangá…! ¡Fangá…!

XV

       La noche empieza a vaciarse desde que salen los luceros. Una pila llena de agua azul muy negro. Válvulas de oro dejan ir la sombra poco a poco y si no hay lúcelos, se varían por los fuegos de las chozas, o por los fuegos de San Telmo, o por los fuegos verdes, saltantes, de los huesos de los muertos.
       Pispís, en esta atmósfera de luz de negro, asistía desde su trono al lado del Alhajadito, a quien guardaban las espaldas dos telúricos trenzudos, a la función de gran gala que se daba en su honor y beneficio. Los ojos del sucesor de don Antelmo Tabarini se salían de cauce para abarcar el espectáculo. La música inflaba sus oídos. Todo él estaba lleno de gente, de luz, de sonidos junto a la pátina de soledad y silencio que rodeaba al pequeño Alhajado, cuyos párpados entreabiertos mordisqueaban con las pestañas sedosas lo que veían y lo que recordaban.
       —¡Chaite, don Niño, si é duerme, Pispís lleva!
       El Alhajadito oía la mazorca de marfiles que entre los labios color caimito desgranaban largas risas.
       —¡Niño dormí, negro va llevá!
       Ana Tabarini sobre una bola azul cubierta por estrellas doradas borrosas por el uso, corría de un punto a otro a lo largo de las alfombras que formaban caminos color de vino oscuro, moviendo los piesecitos como alas de carne, lucía en la mano una flor de pascua.
       —Un hada… ¡mirá, don Niño…! ¡Y a de pedirle algo, don Niño! ¡Pedirle cosa que dé dinero, moneda! ¡El hada de la Boda del Mundo!
       El cuerpo dibujado en el tornasol de la malla, entre hormigas de lentejuelas y una estrella sostenida en lo alto de la frente graciosa, Ana Tabarini seguía rodando la bola del mundo, Pispís decía la “boda” del mundo, y bajo sus plantas de alas rosadas pasaban las estrellas. Ir así como en bicicleta por el cielo, pensó el Alhajadito usando las estrellas por pedales…
       —¡Niño no pedil nada… negro va a pelé corona si Hada de la Boda del Mundo no da dinelo, moneda… ojo muy abielto, don Niño!
       —Quiero que me traiga una bicicleta…
       —¡Quieta está aquí…!
       Y Pispís acompañó sus palabras con el trazo de dos? círculos que se tornaron ruedas, al salir de la punta de: su dedo. Antes trianguló la bicicleta y un dibujo de cuernos fue el timón.
       —¡No, negro, yo no quiero una-bicicleta así… quiero una bicicleta que en lugar de ruedas tenga esferas azules como la bola del mundo, con estrellas doradas, con bastantes, bastantes estrellas doradas!
       —¡Quielo está aquí…!
       Y Pispís con rápido ademán de manos, ojos y dientes» blancos en gesto alucinado, borró las ruedas de llantas de humo, del humo que salía de las bolas de gas y sebo que ardían a la puerta del circo, y en lugar de círculos, puso dos mundo a la bicicleta del Alhajadito.
       —Quiero ir a pasear con la Señorita…
       —¡Quielo está aquí…!
       Y en diciendo así Pispís, cuya voluntad se obedecía al segundo, Ana Tabarini envolvió al don Niño en una música perfumada. Don Niño no veía a Ana Tabarini porque viajaba dentro de su cuerpo. Los que caen en el universo íntimo de una persona, como él había caído, extráñanse de verse igual que una sala de enseñanza de anatomía: los pulmones, el hígado, la tráquea… Don Niño oía dentro del cuerpo de la Tabarini lo que él nunca había oído. Por fuera, el cuerpo de una mujer dice poco de todo lo que esconde. El Alhajadito dentro de Ana Tabarini huía en una bicicleta que en lugar de ruedas tenía don mundo azules. Huía de Surilo que le perseguía con una sola pupila de casimir celeste.
       Se detuvo la Tabarini, más bien echó atrás la inmensa bola del mundo y él, por inercia, salió del redondo universo lanzado como las piedras de Surilo. Pispís tenía la mano blanca de la desgonzada entre sus manos negras. Los pescadores echaron a lo hondo de la carpa sus redes. A cada nudillo de red ataron una mosca de tempestad, para que ninguno de los saltimbanquis se diera cuenta y al levantar vuelo las moscas del trueno, todos quedaran presos en las redes ya palpables.
       La Tabarini fue la primera que cayó en la trampa con todo y la bola del mundo. Igual que si se hubiera enredado en sus cabellos de sirena rubia, subía los brazos con ritmo de oleaje, sin poder libertar sus movimientos, enredándose más y más hasta quedar presa de aquella red que levantaron para dejarla en el vacío, sin poder rodar su mundo.
       El Domador, con apoyo de los pescadores que exigían castigara a los culpables de la golpiza de Surilo, acababa de apropiarse de la jefatura del circo.
       Ana Tabarini, colgada de una red, sin poder moverse, y el negro Pispís izado y prisionero en otra, balanceábanse a la luz de las luminarias de las bolas-de trapo, gas y sebo.
       Las fieras salieron al centro de la pista para celebrar con su presencia imperial el triunfo del Domador que propinaba al negro eléctricos golpes con su chicote de amansar leones. Los caballistas celebraron el triunfo con las más bellas piruetas sobre sus caballos. El mono filosóficamente levantó la cola, para no sentarse en ella.
       —¡Nadir…! —gimoteaba Ana Tabarini desde su red infamante y fácilmente inflamable con la amenaza próxima de las bolas de gas que despedían llamas, humo y escupidas de oro—. ¡Nadir…! —sus ojos de paloma, el cabello alborotado en la cara.
       Al escuchar su nombre, el león balanceaba la cabeza melenuda, ensayando eclipses de sol botando lentamente sobre sus pupilas sus párpados mohosos de sueño, y rugía.
       —¡Nadir…! ¡Nadir…!
       El Domador reía de todos con la bota sobre el lomo de la fiera. A su lado, el Mandibulario también reía a cuatro risas con sus cuatro filas de dientes de bayoneta:
       —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja…! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo…! ¡Pispís y la desgonzada convertidos en volátiles…!

XVI

       Nadir Custodio nació en una madriguera de las estribaciones rampantes donde la tierra conocida en aquel entonces dejaba de ser del Imperio de Diocleciano. Chiquitín, cegatón, parado sobre sus patas y manos grandazas, todos los astros de la noche caliente sabían que era sangre de aquel primer Nadir, león con alas que entraba a los templos a derribar altares en que se adoraba la Sagrada Hostia, hasta que un orfebre tuvo la celestial inspiración de poner melena de leona a las custodias burlando así los ímpetus sacrílegos del felino que a partir de aquel entonces se convirtió en guardián del ostensorio, historia que debió conocer don Antelmo Tabarini cuando bautizó con el nombre de Nadir Custodio, al último de los Nadires.
       Joven de pelo dorado sobre la piel de vena, el león se paseaba por la jaula con la sed y el tumulto del agónico al reclamo de la vocecita raspante de Ana Tabarini. A veces se detenía y sacaba los ojos al infinito. Nadie dormía. El Domador había vuelto del camerino en que guardaba sus afeites y vestidos con el cabello de color vermut bajo su sombrero de alta copa, adornada con una plumita de pavo real, leva de botones dorados, encanutadas las piernas en las bolas lustrosas de humedad nocturna, y al extremo de la fusta, un ramillete de nardos.
       —Ana Tabarini… —dijo levantando la cabeza hacia la red en que la desgonzada se agitaba como un ave caída en una trampa de hilos—. Ana Tabarini… —cortó al ver que aquélla trataba de escupirle desde la red, mas luego arrodillóse y alargando la fusta con el ramo de nardos en la punta, susurró—: ¡Perdóname, Ana Tabarini, mírame de rodillas presto a hacer tu voluntad si caes de esa red a mis brazos!
       Ana Tabarini se revolvía en la red como un avechucho y quiso arrebatarle el fuete, pero en la tarascada sólo quedó en sus manos el ramito de nardos que llevaba en la punta. Un aroma de tierra que la hizo gritar con más decisión y más angustia:
       ¡Nadir…! ¡Nadir…!
       Los almendrones de azogue amarillento se adivinaban a lo lejos temblorosos de oscuridades azules, como si con sólo verla acudiera Nadir a su llamado y la libertara de la red en que los pescadores la habían hecho caer con ayuda de las moscas, no lejos del negro que pendía de otra red cerca de la pista, al lado de la entrada del público.
       —¡Nadir…! ¡Nadir…!
       Los senos. ¡Cómo eran blancos sus senos junto a los nardos! Olía a sal mojada. Había llorado y sudado tanto.
       —¡Nadir, la pena me está quitando la sal del bautizo!
       —¡Neglo diela los ojos, no ve y colazón no siente, pelo ta despielto…!—se oyó decir a Pispís por lo bajo— …ta despielto neglo…
       El Domador seguía arrodillado junto a la red en que colgaba la Tabarini. De la bolsa de parche que lucía su casaca, a la altura del corazón, le asomaba un cigarro puro.
       —Pispís pide una sola cosa… —vio con tal amor la bolsa del Domador, que éste llevóse la mano para obsequiárselo, es caridad darles tabaco a los presos; bien que al tocar sus dedos el cilíndrico habano la risa retenida y cosquillosa del negro le hizo cambiar de actitud y sacudirle un ligero fustazo por las costillas a Pispís.
       —¡Negro bandido, de hoy en adelante ya no podré querer más con amor puro a Ana Tabarini, porque has reído, mientras con la mirada decías al verme llevar la mano al corazón… amor puro en forma de puro…!
       Restalló nuevamente la fusta entre los ojos de Pispís que parecía mirarle con anteojos, al sacar los ojos de la red en que estaba preso y colgado.
       —¡Domado no pegá neglo! ¡Domado légala habano y neglo, contento, ploclama el pulo amol…!
       —Atando cabos… —dijo el Domador, siempre con la rodilla en tierra ante la Tabarini, pero Pispís le interrumpió:
       —¡No atá cabo, Domado desaté neglo!
       Como agua hecha alambre de púas sintió el negro las salpicaduras del latigazo que aquél le tronó en la mejilla. El león pasaba y repasaba su cuerpo como sombra de bronce por los barrotes de la jaula.
       —¡Naaa… dir! ¡Naaa… dir…!
       Poca voz quedaba en los labios secos de Ana Tabarini.
       —¡Anda domá tu male! —berreó Pispís, sin poderse llevar la mano a la mejilla, donde lunares de dolor le hincaban punzones de fuego. Por fin logró libertad una mano de la red que le dificultaba todo movimiento y gritó—: ¡Si el golpe me madula te vua a matá!
       Lloraba. Los negros tienen la risa y el llanto tan a disposición, tan allí no más.
       —¡Que me baje de aquí y no te va a quedá güeso güeno!
       El Domador con la rodilla en tierra frente a la red de Ana Tabarini que apenas respiraba, borracha de estar colgada, sintióse en ridículo y se habría levantado movido por un resorte si no recapacita a tiempo que cambiar de postura era perder para siempre las posibilidades de ver correspondido su amor. Vertical, a plomo el orgullo, parado, sin ella, ¡No!, ¡mil veces no…! Con la rodilla en tierra, rendido, inclinando su rubia cabeza a distancia para evitar que le escupiera, ¡sí!, ¡mil veces sí!, porque aunque lo escupiera, arrodillado, humillado, le cabía esperanza.
       —¿Per qué no dije, per qué no parlé al tuyo padre de este mío amore, per qué…? Perque tu padre era sulfuroso como pocos, y me habría dado un masco con los ojos y escupido con la boca…
       —¡Látima! ¡Látima que no hablaste; te come y no te escupe si no te…! —el negro hablaba con la lengua como rebenque, seguro de libertarse de la red, porque entre sus dientes filosos había empezado a ceder con saltitos de cabos sueltos las argollas de su cárcel; lo que procuraba ahora era no caer de golpe, la pena de agarrar las cadenitas que se corrían con sus mordiscos, sustituyó al disgusto de verse atado.
       —¡Naaa…! ¡Naaa…! ¡Naaa…!
       A lo lejos se oía al león pasearse desasosegado, por los gritos ahogados de Ana Tabarini, agónico de estar preso como ella. De sus antepasados sólo tenía el nombre glorioso y la melena de custodia.
       —¡Sirenita, responde al mío tormento, y Nadir vendía a tus plantas y montada en él anunciarás al circo nuestra boda…!
       Ana Tabarini abrió los ojos, los abrió más, más, más, para fijarlos en la estampa del Domador arrodillado y arreglándose el pelo, qué dificultad mover las manos en aquella red colgante, gritó:
       —Domador, ¿has dicho nuestra boda?
       Un salto de muñeco para besarla manos y mejillas, aunque el tímido y temido amante más besaba las redes de aquella cárcel de amor plateada de polvito de escama de pescado, y luego de otro salto atmosférico, hasta la jaula de Nadir Custodio.
       —¡Tú, Nadir, eres mi yo de ovo, mi yo león, ven a lamer las plantas de la Domadora, cara mía; y tú, negrito, toma el puro y olvida el látigo!
       Pispís, libre de la red de la que saltó sin que lo soltara el Domador, tenía ya cortadas las argollas para zafar el cuerpo, recibió el habano y se puso a echar humo, más humo que una locomotora salvando a duras penas el cigarro del mono que también era vicioso y al que se confió ahora que la aflicción se cambiaba en delicia, con estas palabras al tiempo de desperezarse:
       —¡Y no me vayas a decil, mono, que así fuman los neglos en las bodas!

XVII

       Los pescadores enjutos, más parecían raíces de manglar, vestidos de trapos viejos y cubiertos con sombreros de palma aludos y amarillentos, echaban remiendo a las redes en que se apresó a la desgonzada y al negro, para vengar a Surilo. Un trabajo silencioso. Sólo el movimiento de las manos. La cara pegada a la red, detenían por momentos, con los clientes fuera de los labios recogidos, los hilos que amenazaban irse, mientras los dedos ataban otros. No eran sólo las manos, sino las caras las que se movían entre las extendidas telarañas con peso de postas en los extremos.
       A esa hora temprana los acompañaba el gotear de un caño al estanque y el sumergirse de los patos reflejados en un como resto de sueño profundo. La casa grande daba sombra de gallo sobre el patio vacío y los pescadores se divertían pensando que iba a cantar, a contestar a los otros gallos, después de sacudir la tiniebla azulosa de sus murallones como alas negras y alzar su cabeza de cresta roja en la torrecilla cuyas tejas brillaban al solo pintar el alba, Pero ahora los pescadores completaban su visión al ver avanzar la sombra de gallo del caserón hacia la gallina inmensa de la carpa del circo que los del circo habían echado abajo para marcharle. Apachurrada esperaba el salto del galle negro.
       Mendiverzúa, el más viejo de los pescadores, se sacudió las manos, las redes remendadas dejan cierta comezón en los dedos. Había terminado la faena. Luego echóse el sombrero hacia atrás, para dejar su frente caliente al aire y con la punta de la lengua ensalivóse un pequeño rasguño que le sangraba en el pulgar, cerca de la uña.
       ¡Bueno está que se vayan estos azucarados!, pensó al ver la carpa por tierra, lista para ser enrollada y colocada en los carros. Para Mendiverzúa los saltimbanquis no eran de carne y hueso, sino figuras de azucarillos pintados de colores, porosos, para, deshacer en el agua de la vida diaria y bebérselos con alegría.
       Otros pescadores se le acercaron:
       —Hay que ir recogiendo ya, Mendiverzúa…
       —Yo digo…
       Pero en la gran telaraña de red extendida en el patio, remendada, lista para bajar a la pesca, acababa de prenderse una visión inesperada. Ni el gallo negro ni la carpa.
       Mendiverzúa timoneó la cabeza lentamente, sus orejas en el viento que empezaba a soplar, y detrás de su cabeza tornó todo su cuerpo con viraje de embarcación, para quedar de frente, el brazo izquierdo colgado en el olvido de su manga de camisa sin puño, rota, deshilachada, y el brazo derecho en forma de asa de jarra a su cintura. Los pescadores que habían empezado a recoger las redes, unos, otros, otros, todos se quedaron inmóviles.
       El Domador. Sombrero de copa plateado sobre su cabello color vermut, levita, verde olivo con botones dorados, acanutadas botas de charol brillante y al extremo de la fusta, una varita de nardo. Pispís, habano en la Loca, chaqueta de tela a cuadros negros y blancos, corta de mangas, cuello de celuloide y corbata de gato de fiesta. Ana Tabarini desnuda en la malla pegada a la piel, los senos menudos, estrecha de cintura, largas las piernas, sin mucha nalga. Y tras ella. Nadir, la gran custodia de su melena al viento, ensimismado, dichoso, sin más estorbo que él mismo para sentirse plenamente feliz.
       Por las redes de los pescadores tendidas en el patio, mientras éstos formaban grupo de gente que ha perdido el movimiento donde Mendiverzúa seguía clavado, pasaba Ana Tabarini como una diosa sobre la bola del mundo, sin enredarse en aquellas cárceles de argollas en que tampoco se enredaban el aire, la luz ni el agua, obedeciendo al látigo del Domador qué la guiaba con chasquidos de besos en punta de nardo, entre el negro goloso de puro y el célibe Nadir.
       La sombra en forma de gallo negro de la casa empezó r. recogerse, a dejar sola a la inmensa gallina blanca de la carpa, y por las ventanas fueron asomando los trenzudos con ruido de pájaros que se golpean en las jaulas.
       La Mujer Barbuda oculta tras uno de los cortinajes de la alcoba en que el Alhajadito dormía, propuso que lo despertaran:
       —Hay que abrirle los ojos a ese niño… No puede ser, ábranle los ojos…
       Ana Tabarini seguía deshojando sus movimientos sobre la bola del mundo que rodaba al impulso de sus plantas por el patio soleado entre el grupo de pescadores, el trío formado por el Domador, Pispís y Nadir, y los trenzudos que bajaban por las escaleras con jaulas de pájaros, regaderas de agua, cañas de azúcar.
       Pero se habían ido, se habían ido borrando los del circo hacia el Charco del limosnero, seguidos por los carros tirados por grandes caballos en que viajaban las jaulas con los tigres, la carpa, el utillaje, los viejos, las mujeres, los niños. Borroso entre la polvareda, Surilo voleaba la honda sobre su cabeza apuntando a las ruedas de los carros trastumbantes cada vez más hundidos en la cañada.
       Sobre la blanca sobrefunda bordada, en lecho de pluma olorosa, dormía el Alhajadito, pálido, cejijunto, y casi adivinábase su vestido negro bajo las holandas de nieve. Hasta para dormir lo vestían de negro.
       Detrás de la casa, entre los cortinajes, junto a la Mujer Barbuda, apareció el Mandibulario. Éste movía las quijadas para rechinar los dientes ante los trenzudos atónitos y les hizo seña de ahuecar porque él ya se iba. Barrió la mano hacia la puerta para decirles que se fueran y salió tras ellos preguntándoles por el payaso. Lo oyó roncar en el comedor. Dormía con el cachete aplastado sobre el mantel de la mesa. El Mandibulario lo tomó de la nuca y lo bajó por las escaleras, seguido de la Mujer Barbuda.
       —¡Mandíbula, Mandíbula… —le iba diciendo la mujer con barbas— cómo te pareces al Mal Ladrón!
       El Mandibulario se la quedó viendo con sus ojos de animal. ¡Compararlo con el Padrecito… Adulona. Y no se le movió un músculo. La marmórea indiferencia de los grandes de la tierra.

XVIII

       La bola del mundo en que iba, pie de ala, Ana Tabarini apelmazó la arena de la playa rojiza del pequeño lago. Sus cabellos a favor de la brisa amorosa jugueteaban tras los pabelloncitos casi vegetales de sus orejas, sobre sus hombros y su espalda. Nadir Custodio hundió la cabeza entre las linfas para coronar su melena de flores. Manoteaba perseguido por las mariposas.
       Sin detenerse más en aquello que parecía la última función del circo al aire libre, Mendiverzúa y sus hombres entraron a sus maderos cavados para internarse en el lago.
       —¡Estos muñecos de rosicler acabarán por hacernos perder la mañana, ya lo verán ustedes! —sentenció Mendiverzúa.
       Los remos batuqueaban el agua, grandes como paletas de panadería, grandes al reflejarse en el cristal y verse dobles, sensación visual que facilitaba su manejo, porque en verdad eran pequeños. Se alejaban los pescadores de la playa. El viento soplaba favorable. Pero aún estaban cerca de la tierra, entre el oloroso fresquedal de los árboles sobre las aguas, cuando Ana Tabarini vino de punta de pies sobre la bola azul y estrellas pintadas a buscarlos, alegre, titubeante. Y con ella, burbujas y reflejos, el león, el Domador, Pispís y el Alhajadito.
       —¿He venido tarde a la ceremonia…? —preguntó el Alhajadito en forma de disculpa.
       Ana Tabarini, a quien los chinos cubrieron con un velo de seda de un solo gusano, echó pie a tierra con gracioso saltito atrás para empujar la bola hacia los pescadores.
       Mendiverzúa creyendo que se le había escapado remó tras la estrellada esfera sumergida hasta la mitad del agua, para devolverla a la saltimbanqui y rogarles que siguieran camino; pero la bola del mundo, como si Ana Tabarini la llevara bajo sus pies escapaba veloz al impulso de la brisa o bien, cuando ya Mendiverzúa le daba alcance, se sumergía caprichosa bajo la canoa reflotando más adelante, más lejos.
       El sol canicular y su loca empresa empezaron a marear a Mendiverzúa. Otros pescadores se acercaron. Era un juego de frágiles maderos flotantes tras la bola del mundo. ¿Quién infundía voluntad a tan tremenda burladora?
       Mendiverzúa se dio por vencido y volvió a la playa donde esperaban los circenses y el Alhajadito. Sus barbas cosidas a latigazos de viento, empapadas en agua dulce, sus brazos faltos de acción de tanto remar, su cuerpo con olor a perejil, siempre que sudaba olía a perejil, ya sin camisa, mostrando su musculatura de titán viejo.
       Antes que Mendiverzúa amarrara la barca, saltó Ana Tabarini para salir en persecución de la bola mágica. Sólo que ella no intentó acercársele, tomarla con las manos y traerla. Una de las redes de pescar le sirvió para atraparla. Un monstruo de forma redonda, azul, sin ojos, con estrellas en lugar de aletas.
       Cuando Ana Tabarini volvió a la playa empezaba el crepúsculo. Los Nadires del cielo, doradas nubes de la tarde acompañaban como familia silenciosa a Nadir Custodio. Todo el amor del claroscuro buscaba fijeza de escultura en las actitudes del Domador. Mendiverzúa con los ojos anhelantes bajo los algodoneros de sus cejas canosas, entre las barbas y el bigote, contó el dinero recibido a cuenta de futuras entregas de pescado.
       —¡Mendiverzúa!
       El viejo pescador levantó la cabeza agobiada por la pena de sus compromisos hacia la Tabarini, a quien de un golpe con el remo habría lanzado de cabeza al camposanto sin cruces que cubría el agua de aquel lago miserable, cementerio subacuático en que los esqueletos de los muertos se, mueven como en vida; bostezan con las quijadas flojas, alargan y encogen los brazos para ir nadando de un punto a otro, sacuden los pies cuando es mucha la comezón de las burbujas, se encuclillan para hacer necesidades que no hacen, alzan las manos como amenazados de muerte, aplauden, cabecean, se abrazan cuando se encuentran, se golpean, toman actitudes de parejas amorosas, atravesados por reflejos y peces que juegan entre sus costillas como en jaulas sin corazón.
       Mendiverzúa aplacó sus protestas de hombre práctico al que le duele perder un día, por lo que significa en dinero, en ganancia. Nadir Custodio se le acercaba y sin el auxilio del Padrecito de su Cuerpo de una sola manotada acabaría con él, pero el león se le echó encima con dócil alegría de bruto que juega respirándole en la cara, en las barbas, como un fuelle caliente. No podía ser más amable. En el suelo, pues lo había derribado la bestia, Mendiverzúa hizo promesa de limosna y visitas al Mal Ladrón. Que me maltrate, pero que no me coma… Que me maltrate, pero que no me coma…, decía entre dientes, temeroso de que el león que hasta allí jugaba con él, fuera a oírlo y se enfureciera.
       Repuesto del susto, Ana Tabarini lo ayudó a ponerse de pie, rodeado por todos, el payaso, el Mandibulario, la Mujer Barbuda, el chino Rafael, el mono changuito, Pispís, los caballistas, los trapecistas, el albanés tragafuego y el Alhajadito; aquélla le dijo:
       —Si eres el más viejo pescador de la comarca, bendice nuestro amor, nuestra boda. Juramos ante este mundo azul tachonado de astros de papel dorado amarnos mientras haya día para nosotros. No juramos por la eternidad que no existe, sino por los días que nos quedan que esperamos sean muchos y todos como el día de hoy.
       —Mientras en las ruedas de los carros vaya rechinando los dientes Mandíbula… —agregó la Mujer Barbuda.
       —Mendiverzúa, bendice nuestro boda… —suplicó el Domador colocándose a la par de la desgonzada.
       —Pues si es así, no me pesa haber perdido el día —dijo el pescador— y declaro ante el Padrecito de nuestros cuerpos que fecundó lo mejor que tenemos que es nuestra muerte, muerte sin más allá, que estos dos son marido y mujer. Faltan los testigos…
       —El Alhajadito… —dijo ella.
       —El León… —dijo él.
       —El Payaso… —dijo ella.
       —Mandíbula… dijo él.
       Los carros de la comitiva siguieron camino esa noche, al terminar la ceremonia. ¿De qué hondas se desprendían las estrellas fugaces? El hondero dormía despernancado, deforme, los bíceps de sus brazos como nidos de músculos, ni cabeza ni cara, pelo. Había tomado de aposento el corredorcito.

XIX

       Mendiverzúa soltaba las manos de las redes para contestar. No le andaba la palabra sin las manos. Hablar, pero con las manos libres, porque el que habla, como el que nada, se ayuda con los ademanes. Un ademán que se va y otro que viene. El Alhajadito se le apareaba para ayudar en remiendos menores. Pero con lo que lo hacía hablar, más que ayudarlo le robaba tiempo. Niño ladrón de tiempo. Todos los niños son ladrones de tiempo. Viven porque se empeñan en hacer suyo el presente que le es ajeno, sólo el presente es tiempo y a ellos qué les importa que pase. Mejor que pase para ellos. El presente de los otros y el tiempo de las cosas. Si no fuera así no crecerían, se quedarían niños siempre. Los días, los días, los días… Se los van apropiando y se van haciendo hombres.
       —Mi niño… —Mendiverzúa salió de sus pensamientos entre telarañas de humo de tabaco, en busca de la contestación que necesitaba darle al Alhajadito—. Mi niño, no sabría y aunque lo supiera, no podría decirlo, pues todas ésas son más bien suposiciones, supuestos, suponencias…
       —Pues como supuesto… —compungió un poco la voz el Alhajadito, preso de dos y manos en los trasmallos que remendaban, y preso de ojos en los hijos de humo de tabaco que iban formando una red diabólica de pescar pensamientos.
       —¿Cómo, supuestos? —paladeó el viejo la frase del Alhajadito en tono de pregunta. Entre sus barbas y el humo se abría y cerraba la boca de labios carnosos, mientras medía la respuesta con las varas de saliva amarilla de tabaco que se le iba por al garguero.
       Tragó y adujo:
       —Supongamos… ¡Tampoco, mi niño, tampoco! Su… poner es poner el “su” de uno como hecho.
       Y luego pensó para sus adentros:
       ¡Pero, qué otra cosa pretende, este preguntón del diablo, sino alimentar su curiosidad con mis suposiciones!
       —Sí, don niño —articuló después—, la radiz es ésa. La radiz de todas las cosas es ésa. Por la injundia se conoce al hombre y la suya es grande y heredada ínfula y enjundia. ¡Ah pero eso sí, que sí, hay que saber diferenciar al enjundioso del infuloso!
       Y después de un silencio añadió el viejo, al tiempo de retomar el trabajo de las redes, suelta la voz y el ánimo alegre:
       —¡Pues sí que tiene gracia, yo, tamaño lobo de mar y ustecito tamaño preguntón en busca de la radiz de todo lo que pasó aquí en su casa!
       El Alhajadito se le acercaba con el pretexto de rematar un nudo difícil en un remiendo, la red anillada de sus dedos, para sentir si estaba vivo aquel santón viejo, barbudo, cejudo, sucio de lodo y agua. Todo lo que respondía a sus preguntas vivas era tan muerto, tan lejano, tan soslayado.
       —Hasta aquí se traían mi niño, riquezas de riquezas en muías de gran alzada, a lomo de indio, o en trenes de carretas tiradas hasta por siete yuntas. ¡Fue el tiempo bueno del liquidámbar y de encandilar barcos en los cayeríos con luces de caña fósil, que semejaban faros!
       Mendiverzúa sacó el pecho velludo de su camisa color de sal sucia, sin soltar el suspiro o pellizco de corazón que se le entelarañó en las costillas al tiempo de parpadear en señal de disgusto.
       —¡Niño, suénese esas candelas! ¡Bonito estaba, que se fumara los mocos! ¡Chupa que te chupa, como humo de tabaco! ¡Por eso es mejor que humen desde chiquitos, más vale humo que mocos!
       —¿Y dónde quedaban esos parajes de acecho? —inquirió el Alhajadito, haciéndose visera con la mano sobre los ojos como si atalayara al enemigo para sorprenderlo, gesto que disolvió en el movimiento de su diestra para atacar con la espada y terminó en un hundir la cabeza en los hombros, como si se escabullera.
       —¡En el mar, mi niño, en el mar…! —y añadió recordando los gestos y muecas que el Alhajadito acababa de hacer—. ¡Y mi niño sabe más que yo…!
       —Encandilaban los barcos… —soltó el Alhajadito, con la voz esponjosa, porosidad verbal que induciría al viejo a colar otros recuerdos por el trapo gastado de su memoria.
       —Sí, encandilaban barcos en la costa con luces que simulando movimiento de faros, los atraían a promontorios de rocas donde la tierra es como un pie calloso y juanetudo. Por eso digo yo, mi niño, que les llaman cayos. De la oscurana o de la neblina azul de la noche, emergían los navíos siguiendo confiados las luces de los fingidos faros, hasta destrozarse en los arrecifes y naufragar, momento que aprovechaban los Alhajados, ocultos y al acecho, para rescatar la carga antes que la nave se fuera a pique con lo que se conseguía llenar esta casona de oro, tabaco, ron, armas y riquezas. Y todo iba muy bien —siguió Mendiverzúa— hasta una noche, ¡malhaya sea!, en que cayó en la trampa, un barco pirata. Cuando se tocó a la degollina, los Alhajados dieron muestra de lo que son los hombres poseídos de rabia de huracán. Y tras la lucha de una noche, y un día de neblina oscura, prolongación de la noche en otra noche, los Alhajados, que seguían invencibles, fueron invitados a conferenciar con el capitán del bergantín de fuego, que se sumergía entre las olas hecho pedazos en los peñascos, sin llegar a desaparecer del todo pues emergía sostenido por una fuerza extraña. No era un barco de piratas. Es decir, si era de piratas, pero lo comandaba el Gran Diablo. Los Alhajados subieron con sus trajes negros destrozados en la lucha, destilando agua y sueño de sus ropas y los ojos, el agua de sal seca les hacía sentirse, al mismo tiempo que ágiles, escamosos, a una canoa que fue por el flanco del barco que se hundía hasta colocarse a proa y subir por una escala sostenida por demonios armados de trabucos y espadones. “Soy el Gran Diablo”, les dijo aquél. “Y con eso, qué hay…”, le contestaron los Alhajados. “Hay un pacto…”, les contestó el malo, “habéis perdido muchas almas y necesito de vosotros.” “¿Y no tenéis bastante con los piratas?”, preguntaron aquéllos. “¡Almas de perros sarnosos que ya son mías, no me tientan! Vuestra cosecha es mejor. Caballeros de alcurnia, clérigos, monjes, obispos, damas, doncellas, todos los que Naufragan cuando vuestras luces, como faros bienhechores los atraen a la costa más brava y solitaria que he conocido.” “Es nuestro comercio, afirmó orondo uno de los Alhajados, y si de ahí deriva ventaja para vos, a qué firmar pacto alguno, ¡re-Dios!”. El Gran Diablo, que vestía de pirata, dio un salto. Ni en salsón de blasfemia, le gusta oír la palabra Dios. “¡Pues nos hundiremos!”, vociferó. “¡Pues nos hundiremos!”, le contestaron los Alhajados, y se supone, se supone —tomó aliento Mendiverzúa— que desaparecieron en las profundidades del mar.
       Los perros de los pescadores, chuchos hediondos a humedad con fuego, atrapaban las moscas que atraídas por el olor del pescado dormido en las redes y recalentado al sol, volaban bajo sobre sus cabezas orejudas, sus lomos y sus panzas. Las cabezas de los canes electrizadas por la molestia volátil se lanzaban con el hocico de punta. Lengua y succión al mismo tiempo. Y al quedárseles la mosca entre anhelo y aliento, afuera y adentro, revoloteándoles en la garganta, se erizaban, se sacudían, daban brincos y vueltas, hasta concluir por tragarse aquel cuerpecito que sentían como zumbándoles en las orejas, cuando ya era motivo de basca en su gargüero, tan rápido cazaban a la tarascada.
       —¡Mi niño, cierre la boquita, se le puede ir una mosca!
       Pero el aviso fue tarde. Cuando el Alhajadito quiso juntar los dientes y apretar los labios, ya una mosca le revoloteaba dentro de la boca, y no la podía escupir por más esfuerzos que hacía. Le andaba sobre la lengua alargada, bajo la lengua encogida, sin poder volar .y sin dejarse escupir pegándose a sus encías salivosas, a sus dientes, a sus muelas.
       Hacía la más extrañas muecas, quejoso, babeante. Todo lo que de la mano le cupo en la boca, hasta medio asfixiarse y llamarse vómito. ¿La sentía? ¿No la sentía ya? ¿La escupió? ¿Voló? Por poco la masca. Sin perder tiempo, tras escupirla, sacó el pañuelo y limpióse los dientes, la lengua, el galillo.
       —¿Y salió alguno de ellos del fondo del mar? —atrevió el Alhajadito, con la voz gastada por la faena de expulsar la mosca de su boca y la contrariedad de aquel nefasto contratiempo, ahora que Mendiverzúa se mostraba resuelto a entrar en “suponencias”.
       —Todos salieron —contestó el viejo con la voz restallante—, sólo que cada uno de ellos, disposición del Gran Diablo, se convirtió en jefe de piratas. Corsarios, bucaneros, un familión de Alhajados repartidos en los mares, salvo los de la raza del Azacuán, que se reintegraron a la casa, con la advertencia de esperar el regreso de sus hermanos, pues todos han de volver. Desaparecieron, pero volverán de un momento a otro. Cada noche se les espera, cada día. Y por eso usted, mi niño, más que Alhajadito, es Azacuancito, pelopluma entre tierra y amarillo, pelo y huesos como su abuelo… qué su abuelo, su tatarabuelo…
       —Pensé, más bien creí que era mi bisabuelo…
       —¡El penseque y el creique son causa del equivoque…!

XX

       Y palabra el viejo, palabra el niño, llegaron al corredorcito.
       Mendiverzúa, sin saber que hablaba con el que se creía dueño del mútilo espacio techado tan a la intemperie y tan a trasmano, explicó que era lo único que subsistía de la casamata en que los Alhajados guardaban la santa pólvora y que la santa pólvora voló al final de un día de aire de fuego.
       —Años después —aprontó el viejo más datos—, olvidada la explosión y el incendio, cada 29 de febrero, Día del Mal Ladrón, Patrono de los Años Bisiestos, los Titiritantes daban funciones de títeres que tiritaban, muñecos de ojos bizcos, hablar tartamudo y temblor de resorte.
       Y, contra lo que esperaba el Alhajadito, el viejo pescador no dijo más de aquel pequeño espacio cubierto, lo único que se salvó de la explosión y el incendio, por hablar, haciéndose lenguas de las hazañas del Azacuán, Alhajado del que se contaban supuestos tan singulares, como el de su boda con un barrilete.
       —¿Con un barrilete…? —rio, incrédulo, el Alhajadito.
       —¡Sí, mi niño, con un barrilete! Parece cuento y no es cuento. Un día se ausentó el Azacuán y ya cuando todos lo daban por desaparecido, criados y pescadores no lo esperaban más, contentándose con repetir “¡Desapareció! ¡Desapareció!”, oyeron detenerse su caballo, sacar chispas con sus herraduras al gran patio de piedra de la casa, y le vieron descabalgar con una luz negra en el pecho, la mujer que traía robada, en el bolsillo…
       —Un retrato…
       —No, mi niño, mujer de carne y hueso…
       —¿En el bolsillo?
       —En el bolsillo. Se llamaba Índiga. La conoció en la ciudad al salir de su clase de piano. Colegiala espigada, de ésas que parece que se han tragado una vara de lirio. Vestía blusa blanca y faldita escocesa, la mata de pelo en una trenza en que brillaba el arcoiris de una cinta de colores, medias al tobillo y zapatos sin tacón, redondos de la punta, estilo alemán, comprados en un almacén alemán, propiedad de un alemán casado con una señora alemana.
       Mendiverzúa encendió un tabaco prieto de humo loco, rascóse las barbas de pescador, encanecidas de reflejarse en el agua, y dejándose caer en la grada del corredorcito, el niño sentóse a su lado, continuó:
       —La tarde en que el Azacuán, Nuestro Señor, dispuso robar y hacer suya a la colegiala, la siguió al salir de su clase. El sol de media tarde la bañaba de frente, Índiga, cegada por el resplandor solar, no se dio cuenta del personaje misterioso, vestido de negro, que le pisaba los talones para dar caza a su sombra y menos cuando el pie del Azacuán, calzado con borceguí de luto, retuvo parte de esa parte de su personita que avanzaba tras ella. La sombra de su cuerpo quedó presa del pie del Azacuán y se fue alargando y alargando, como talco elástico, como el tacto de su trenza, mientras ella se alejaba, hasta que se rompió. El Azacuán, levantó el borceguí que oprimía contra el suelo parte de la sombra amada y antes de ocultarse el sol, recogió el pedazo, lo enrolló como papel de china negro y, enigmático y silencioso, descalzándose los guantes, lo guardó junto a su corazón.
       —El caballo listo —siguió el viejo, plácida la cara tras el humo enloquecido—, el Azacuán, Nuestro Señor, dejó la ciudad al galope en medio de la noche titilante y al sentirse en sus dominios, al solo entrar a la casona vacía, puso manos a la obra en lo que era de hacer, antes que aquella piel dormida al despertar lejos de su dueña, se transformara y echara a andar como serpiente de sombra.
       Lo criados trenzudos lo miraban atónito, sin creer a sus ojos.
       Un Alhajado había vuelto a casa con una luz negra encendida en el pecho. Era el primero que retornaba, pero después quizás regresarían todos.
       El Azacuán puso manos a la obra. Cruzó tres varillas de caña de canasto que atadas al centro le dieron seis ángulos, uno más de los cinco que formaban la mano de su estrella, ángulos que cerró después con un hilo tenso fijado en los extremos de las varillas abiertas en doble abanico.
       Hecha la armazón del barrilete, girándula sin pólvora, estrella sin luz, la apoyó sobre la tibia sombra de Índiga y con dolor de tijeras fue cortando la forma del hexágono que con mocos de almidón pegó al hilo del contorno, igual que el parche de un tamborcito de papel sonoro.
       Le faltaban los flecos. Es decir, los cabellos de Índiga. Se los hizo a tijeretazos con el sobrante de la sombra. Pronto estuvieron la cola de trapo y los frenecillos fijados a la espalda del barrilete, a él le parecía haberle puesto frenos de hilo a la espalda amada, frenecillos que partían uno del centro y los otros dos de los hombros o extremos de las altas varillas del ángulo superior contrapuesto al ángulo inferior, donde iba la cola y equidistante de los lados revestidos con los flecos ensortijados, volanderos y sin peso, partidos en dos haces, como su mata de pelo.
       No quedaba, para que el ensalmo se cumpliera, sino volar el barrilete hecho con el pedazo de sombra de la colegiala, entre el sol y la luna, esa tarde, esa misma tarde.
       El viento lo arrebató de las manos del Azacuán. Nuestro Señor, y lo levantó en seguida sobre el horizonte, sujeto al hilo que el Alhajado iba soltando de su corazón, carrizo inacabable.
       Hilo y más hilo pedía Índiga convertida en barrilete. Alejarse, alejarse lo más rápido posible del ladrón de su sombra. Ignoraba hasta allí que su vida estaba atada a las manos del Azacuán por un hilo.
       Pronto fue la manchita de una mariposa negra en el claro-azul de la tarde con luna, y más pronto un pájaro de pelo de mujer que conversaba.
       “¿Me quieres?”, preguntaba el Azacuán, y el barrilete contestaba a distancia, cabeceando de un lado a otro… “Que sí… que no…”
       “¿Me olvidarás”, inquiría el Alhajado con un golpecito telegráfico en el hilo, y el barrilete, agitándose de un lado a otro, hacía tronar sus cabellos en el viento, cabezazos balanceados por el peso de la cola que parecía rubricar sus dichos al recoger y extender, como culebra, su látigo dormido, mientras sonaban como cuerdas tensas los frenecillos convertidos en frenesí amoroso.
       No oscurecía y mejor que no oscureciera, la luna iba sustituyendo al sol, claridad de yema y clara de la tarde que se alargaba prolongando el noviazgo del Azacuán y el barrilete.
       Pero, por fin se deshuesó el crepúsculo y la carne del cielo sostenida en las vértebras de oro de la noche, hizo suyo el barrilete que siguió volando invisible, como invisible estaba Índiga, en la ciudad, su existencia apenas sostenida de aquel hilo que el Azacuán, Nuestro Señor, además de pulsar con sus manos enguantadas de negro, se anillaba en los dedos como si fueran las argollas de sus desposorios.
       “¡Índiga, la llamaba con papelitos que envió a través del hilo como correos: no puedo subir hasta tu cielo, pero baja tú hasta la tierra!”
       En el firmamento techado de astros, se recortaba en negro la cabeza de Índiga, con los flecos de los cabellos agitados, revueltos, contestándole que sí.
       Un cohete de oro rayó el cielo nocturno. Apareció y desapareció en un instante haciendo lo fugaz del tiempo más fugaz. Desapareció como las esposas de los Alhajados. Pero Índiga no desaparecía, atada de un hilo a su destino. ¡La tenía! ¡La tenía! y empezó a llamarla, a recoger el hilo que los separaba y ataba, a dos manos, a dos manos multiplicadas por cuatro, por ocho, por cien manos llamándola, recogiendo el hilo del barrilete hasta tenerla a la distancia de sus brazos.
       Cerró los ojos arenosos de llantos sobre la carne fría de su cautiva. Los flecos de su cabello con olor a nube de agua perfumada. Su cara de piel de papel. Las varillas de sus huesos de caña en las clavículas, las piernas, los brazos, las costillas…
       La llevó hasta el oratorio del Mal Ladrón y allí arrodillóse junto a ella, a dar gracias al Padrecito que le había permitido robar a Índiga de su mundo, de su cielo, de su clase de piano, de sus ropas de colegiala, de su sombra solitaria, solitaria en la tarde, de su zapatos estilo alemán, comprados en un almacén alemán, de un alemán casado con una señora alemana.
       El barrilete había hecho el prodigio. Fiestas de aguas de colores de día y de fuegos artificiales de noche. Los trenzudos, untados de maldiciones y reniegos, abrieron las ventanas. Todas las ventanas de la casa grande borbotaban de luz, de sueño, de astros y de las pesias de la servidumbre cobriza y melancólica, a pesar del estreno de ropas y zapatos.
       Cerróse la puerta de la alcoba con el Azacuán y el barrilete y lodos los invitados se retiraron en silencio; pero qué de músicas afuera, qué voracidad de pueblo enfermo de esperar, resarciéndose esa noche con manjares criollos y aguardiente de caña.
       Índiga murió joven. El hilo se cortó una noche y se vio caer un barrilete en El charco del limosnero, un gran pez de sombra, los flecos como escamas natatorias, sin ojos, cabeceando en el líquido al compás de la cola de reflejos.
       —Ésta es la leyenda —se rectificó el viejo, humo y barbas, ojillos y orejas, pómulos y dientes manchados de nicotina—, la verdad es otra. Al morir Índiga, murió al dar a luz a un infante, su bisabuelo, mi niño, mientras lodos la lloraban, a los trenzudos que cerraron precipitadamente las ventanas, no les pastaba el temblor de cuerpo, se tendió su cadáver, parecía dormida, sobre un catafalco de larguísimos trapos negros y promontorios de flores, y de allí, en medio de las exequias, la arrebató el Azacuán, cegado por las lágrimas, las manos sin guantes, hueso y pellejo húmedos de sudor mortal, un azabache gigante, como mendrugo de noche negrísima, en el anular, y la llevó hasta El charco del limosnero, para depositarla con sus propios brazos en el lecho más blando que pueda pedirse.
       Índiga se hundió en el líquido como un sueño y a pedido del Azacuán, Nuestro Señor, le entregaron una cogulla a la que se habían cosido con hilo nocturno grillos vivos que por donde iba él lloraban con melancólico chirrido.
       El pesar lo enloqueció. Vestido con la cogulla bordada de grillos, pedía limosna por los caminos y buscándola en los espejos, desapareció una noche en las aguas del Charco que desde entonces se llama del limosnero.
       —Pero tuvo otras minucias. Por el pesar sin duda. Miraba ángeles que pasaban a través de otros ángeles, como las nubes a través de las nubes, embistiéndose, chocándose, sin detenerse en su carrera. Ángeles a través de los ángeles era, para él, la expresión de la poesía pura. Pero, uno de esos ángeles se extravió y cegado, la luz de la tierra en oscuridad profunda para ellos, tomó el hombre por un ser angelical y pasó a través de su cuerpo.
       Ni el hombre quedó igual ni el ángel se fue el mismo. En el hombre prendió lo angélico, la poesía, y el ángel se llevó al cielo el mensaje de la prosa humana.
       —Véngase mi niño —lo levantó el viejo de la orilla del corredorcito donde estaban sentados— algo que dejó escrito de su puño y letra, el Azacuán. Está en el oratorio del Mal Ladrón, a donde antes del siglo venía el Gran Diablo a decir misa, y no se crea, mi niño, que vestido de rojo con cuernos y rabo, sino de sacerdote, con su gran capa prieta, su sombrero negro tizón y sus zapatos Con hebilla, el breviario en la mano y en la cara pucheros de casto.
       El Alhajadito lo siguió hasta el oratorio y en un cajón de la sacristía oloroso a cirios quemados, hallaron lo escrito por el Azacuán, en un pergamino.
       Antes de leerlo, Mendiverzúa le confió al Alhajadito, que a ese su antepasado, lo apodaban Mastuerzo, no se sabe si por torcido o de mala suerte, o por retorcido, como un resorte, por su manera de ser.
       Y he aquí lo que se leía, aunque bastante borroso, en el pergamino:
       “…Donde se sueltan las pendientes propensas al ensueño. Donde se olvida un amor antiguo por aducir creencia a uno nuevo. Donde empalman las calles con las calles y se desvanece el presente al choque del aire que viene siendo miedo de las cosas sumergidas en ellas mismas. Donde la oscuridad contenida con madurez perdurable sortea cada noche las escaleras de lo pálido en las costas de la adaptación a las flores y a los árboles. Donde la Tierra se hace al Norte, señalado por la brújula de los pájaros con_ precisión melódica en los diamantes de la luz. Donde se aviva lo conseguido de afuera adentro por confrontaciones presentidas de adentro afuera, gratas al suceder y jamás devoradas por lo dispuesto. Donde el lirio se ve solo entre los lirios confabulados antes de la venida del invierno con la muerte y se dan semillas de claroscuro y felices equivocaciones de verano. Donde escasean las señales de los sobrevivientes y se recogen el hambre y la sed de la tierra para saludar a los hombres sin sed y sin hambre de las ciudades ecuménicas…”

XXI

       Atado al corredorcito por una cadena de pasos infantiles, tantas veces fue hasta allí y tantas no, porque también el recuerdo de las veces que no fue lo ataba, el Alhajadito se relame el gusto a miel de caña que tenía en los labios cuando lo descubrió, aquella mañana, como el único sitio de la casa que por estar abandonado y no tener dueño, podía ser suyo. Fue suyo. En su imaginación, pero fue suyo. ¿Qué otra cosa es la propiedad sino imaginación? Imaginativamente se adueñó del corredorcito. Nadie le disputó el derecho adquirido por su sola fantasía. ¿Qué otra base tiene la propiedad, sino la ficción? Lo mío, lo tuyo, lo del otro, pura fantasía. Suyo. Ahora ya no lo era. La propiedad se pierde cuando se olvida. Ahora ya no corría allá en busca de la rendija que daba al misterio, aunque seguía creyendo que en aquel sitio estaba la entrada a las bóvedas que comunicaban el caserón con el cementerio sumergido en El charco del limosnero.
       Había buscado tanto. Las criadas rumiantes no lo dejaban dormir. Hablaban en la cocina, pero no lo dejaban dormir. En el galpón todo lo movible fue removido con ayuda de Surilo, cuya masuda humanidad, respondía a una serie de músculos supernumerarios que lo hacían apto para los esfuerzos más brutales. Los barriles con cenizas y monedas, unos bolsones de cuero en que se guardaban residuos de metales y arenas, cajas inmensas llenas de papeles, esqueletos de recibos, de contratación, de entrega de mercaderías. Surilo con la risa del que juega a echar fuerzas despejaba los rincones que el pequeño Alhajado le indicaba. Luego barría para dejar el piso limpio y que el amito pudiera pegar la oreja al suelo.
       Rasgó el silencio en que estaba, ahora ya no iba al corredorcito, un doble trueno de tempestad en seco. Troncos y ramajes de borrosos contornos en el límite del atardecer alineábanse como árboles-fantasmas entre los árboles ciertos y cerros de vaguedades, lejana sombra de las moles de los verdaderos cerros.
       Ya no iba al corredorcito, Surilo se lo cuidaba. Una deidad monstruosa. ¿Qué mejor centinela para su propiedad? Antes iba a sus dominios en busca de entradas y salidas misteriosas, pero éstas ahora se le ofrecían en el lindero impreciso de lo nocturno con la tarde, al surgir y asomar las cosas que son y no son, en ese tomar cuerpo de lo que es invisible en la luz y en la sombra y sólo puede entreverse en la penumbra. A esa hora, entre las resistencias secretas de las formas reales, se iban repitiendo las formas irreales. Todo ilusorio, ficticio, pero visualmente cierto. Copas de ceibas, árboles minúsculos, siluetas de cerros, arcos de soportales, torres, ventanas, cercas de piedra, pescadores, labriegos.
       ¡Cómo podía ser que tanta realidad desembocara en tanto sueño!
       Sueño de sueños rodeando a los crucificados en la capilla, el Mal Ladrón al centro, que era también sueños, como sueños eran los criados telúricos, piedras con trenzas en espera vigilante del regreso de los Alhajados que desaparecieron.
       Dejó su cabeza, aún con las guedejas tibias de sol, inmóvil sobre sus hombros, mientras oscurecía más y en su rostro triste inmóviles sus ojos alagunados y empapados del alimento amoroso de su sangre, como son los ojos de los adolescentes.
       Los pescadores no lo querían llevar. Pero lo llevaron. Era peligroso. Pero lo llevaron esa noche hasta la orilla del Charco del limosnero.
       ¿Dónde estaba la luna? ¿En el cielo? ¿En el agua? ¿Quién la volaría? No se veía quién la volaba. ¿El Azacuán?
       Las pupilas del Alhajadito, colgadas de sus pestañas, pasearon su mirada por la superficie y la profundidad. Un doble barrilete redondo de papel de oro antiguo. ¿Miraba el Azacuán, desde el cielo, al que volaba en el agua? ¿Miraba el Azacuán desde el agua al que volaba en el cielo? Un doble barrilete redondo de papel de oro antiguo, con la imagen de Índiga, convertida en conejo de hielo.
       ¡Imposible, don niño, imposible! En la cima vería que a más subir, más se aleja. De los hilos de los caminos vuelan las estrellas.
       ¡Imposible, don niño, imposible!, se ahogaría y aun con escafandra, encontraría que a más aguas sobre los hombros, más profundidad bajo los pies, sin lograr alcanzar el barrilete lampiño, sin flecos, redondo, dorado, con ojos chiquitos y boca de risa. El reflejo es el hilo. Se mete para dentro y lo vuela en el agua. ¿Traer a Surilo? ¿Colgarlo de un globo para que fuera a bajar el barrilete del-cielo? ¿Atarlo a un pescado, para que sacara el barrilete del fondo de la laguna? No vale, mi niño, no vale. Ni el globo aunque subiera mucho por entre las nubes y los astros, ni el pescado, aunque nadara hasta el fondo, alcanzaría los barriletes.
       ¿El cráter? ¿No sabe lo que pasó? Allí se fundió la campana del Mal Ladrón, reproducción en pequeño de la forma del volcán. Si sabe, entonces, para qué pregunta. No, no sé. Y entonces, por qué hace así la cabecita, la nueve de atrás para adelante, como que supiera.
       Entre los dos barriletes de oro se puede contar la historia de la campana del Mal Ladrón, sin peligro de volverse, todo lo que uno se vuelve de noche si se duerme y se sale del sueño.
       Llora… ¿Quién llora…? Llora en las alacenas, en los muebles, en los rincones de la sacristía. Primero llora sólo ella. Después todas a moco sin fin. Sobre las caritas lisas, pálidas, la cascada caliente del llanto. La que más llora. No la que más llora… o sí la que más llora, es la que tenía a su cuidado los vasos sagrados y el incensario de oro que sólo se sacaba el día de la Inmaculada. Hubo que darla óleos, se trasponía, erizada, en un interminable temblor, hasta írsele el resuello. El incensario de oro de Nuestra Señora, con nueve cabecitas de ángeles en la peaña y entrelazadas las alas de otros ángeles para formar la taza, donde con tanto amor y cuidado se echaban las brasas de carbón vegetal del más fino y duro, del que apenas hace ceniza, y los grumos de incienso y mirra. El incensario que sólo salía de su caja de sándalo, ese día, ese gran día de diciembre fue sustraído, sin que nadie se diera cuenta, del gran armario de doble puerta de maderas chirriantes, imposible de abrir sin el aúllo de las bisagras que lo defendían como perros rabiosos cada vez que se movían sus puertas de caoba de una pieza, descarnada, ya sólo caoba.
       ¿Quién pudo sustraerlo? Allí sólo las monjas entraban. La congregación acordó diaria flagelación nocturna a las novicias de espalda de begonia, ayunos interminables a las profesas, rogativas, comuniones, rosarios, trisagios, y todo fue en vano, porque el incensario no apareció.
       El demonio, se decían. Pero desechaban en seguida la probabilidad de que el Dios sea con nosotros hubiera entrado a la sacristía, sin dejar olor a maderas y ropas chamuscadas.
       Sólo que algún Ángel, algún ángel, algún ángel…, se repetían unas a otras para consolarse entre silencios, abstinencia y furtivos llantos porque se prohibió llorar por un bien terrenal que si era precioso ponía en peligro la salvación del alma, único vaso digno del altísimo incienso.
       El Ángel del Señor, se repetían, consolándose de la pérdida irreparable del incensario de oro, bajó, no a robarlo, sino a tomar lo propio para incensar a la Virgen en el cielo.
       Por las laderas de la montaña donde se fundía, en el cráter, la campana del Mal Ladrón, subían los Alhajados, desde sus naves de piratas que amarraron a filo de las costas fragantes a enriquecer la alianza de los metales y lava con que se fundía la gran campana, arrojando al crisol, oro en barras, monedas y joyas; y con ellos, en la procesión de sombras que ascendían, los de los presentes pobres. Cual arrojaba a la fundición cuyo resplandor iluminaba de rojo todo el cielo, su argolla matrimonial; cual unos antiguos escuditos de plata en sartales de flequitos de lluvia y perlas; cual una sortija de oro tan delgada como la luna cuando nace; cual una alforja llena de polvos de arena áureas; cual un plato, o una tasa, o una cuchara, también de plata, una cruz, una pulsera, un alfiler de corbata, un dogal trabajado hasta hacer baba de oro mate del metal duro y fulgente.
       El Azacuán quiso echar el barrilete, quiso echar la luna en el infierno en que se fundía la campana del Mal Ladrón. Pero no lo consiguió. Se quedó con el hilo de los caminos y el hilo de los reflejos en los dedos fríos; enguantados de negro. Y arriba y abajo, en el cielo y el agua, el doble barrilete volando, ya sin hilo, suelto, sin comunicación con su persona amarilla. Una carcajada de dientes de ceniza lo sacudió. En sus hilos encontró enredado algo que no esperaba. ¿Qué era? Increíble que fuera un barrilete con esa forma. Aunque podía ser. Y de dónde cayó, cómo se enredó en los hilos huérfanos de su doble barrilete, de la doble imagen de Índiga, la real y la soñada.
       Las sombras lanzaban al horno del cráter, sus ofrendas. El Azacuán apuró el paso. Pero ¡ay!, se quedaba pegado a la trementina de los pinos. Esa humedad de estrella que llora oro, no lo dejaba avanzar. Pronto se dio cuenta. Índiga en los pinos. Índiga reteniéndolo con su llanto de oro. El Azacuán la habló y lo dejó pasar y a duras penas fue hasta el borde de la gran fundición y arrojó lo que traía en las manos, lo que en lugar del barrilete, alguien puso en sus hilos, como parte de la luna.
       Amaneció. Se borró el resplandor cárdeno de la pesadilla y todo se oyó enmudecer, a pesar de que cantaban los pájaros matinales, los piadores del alba, los cejijuntos, los plumarralas, los paticiervos, los mismitos, los picosolos, los tetetes.
       El Azacuán dejó caer en el cráter donde se fundía la campana del Mal Ladrón, el presente valioso que traía en las manos y que al caer hizo ruido de barrilete que se viene abajo con el viento en los flecos, y luego soltó una carcajada de dientes de ceniza antes de volver al fondo de la laguna, donde las claridades de la aurora navegaban en las aguas verdosas de penumbra y algas de baba de sueño.
       Se sacó la campana, ya fundida, del cráter del volcán, y se trajo a una torre, cerca de casamata, donde quedó expuesta a la admiración de todos y lista para ser echada a vuelo, glorificando al Crucificado materialista que no creyó en el Paraíso, Nuestro Verdadero Señor y Padrecito…
       Se tocaría por primera vez el 29 de febrero, día del Mal Ladrón, y ya lucía adornada con trece coronas de espinas. Era una inmensa copa refulgente puesta al revés en una cárcel de espinas. Así se miraba. El sonido la liberaría de las espinas. Al primer golpe de badajo sobre sus paredes de bronce y aleación metálica de lavas, caerían las espinas y quedarían las rosas, antes del sonido invisibles, escondidas, como el sonido en sus metales.
       Todo estaba listo para el estreno. Las coheterías, los bailes, los ritos ante el Crucificado que se rio con carcajada de ceniza, de dientes de ceniza, del Paraíso del Vidente.
       Se amortiguaron las voces de la multitud, pelechó el sonido de pluma de rumor en el silencio respirable. De un instante a otro sonaría por primera vez la enorme campana, del tamaño de un volcán pequeño, del Mal Ladrón. Todos levantaron los ojos con rapidez de barriletes que se vuelan, sobre los árboles, sobre el horizonte, hasta fijarlos en lo alto de la torre que se alzaba junto a casamata, construcción donde se guardaba la pólvora.
       El badajo, atado a la cuerda, parecía llegar hasta la mano del campanero rígida y congelada por la emoción de aquel primer golpe. De un lado a otro arrastró la enorme lengua colgante de la campana, sin atreverse a tocar las superficies sonoras de la inmensa copa de metal. Se dio aviada con el cuerpo de viejo campanero. Lograr un primer golpe contundente, lleno, sonoro, profundo. El badajo fue cobrando fuerza, adquirió, se diría, voluntad de irse contra la campana y romper aquella nueva carne de sonido, en el más enloquecedor de los repiques. Independiente ya de la cuerda, del querer del campanero ansioso que se atragantaba, sin saliva, la boca seca, con un nudo en la garganta, por la propia inercia, con peso de falo, el falo del Mal Ladrón, dio el badajo contra la cresta dorada de la gran boca de la campana que, a partir de ese momento, cantaría eternamente, todos los 29 de febrero, loas de metal y de lava a la gloria del Patrón de los Años Bisiestos.
       La muchedumbre se quedó inmóvil, los ojos puestos en la torre, segura de que el gran badajo había alcanzado a golpear la campana y alarmada ante la posibilidad de que todos hubieran quedado sordos, porque no se oyó nada.
       El campanero golpeaba el badajo de un lado a otro con renovadas fuerzas de loco furioso, y nada, no había campana, no había metal, no chocaba aquella erecta y rígida parte de varón en la carne femenina de la campana. Los golpes se perdían en algodón sin superficie.
       ¡No podía ser! El campanero no daba crédito a sus oídos, agujeros peludos en las grandes orejas. Quizá por estar cerca, aturdido por su sonoridad de cascada de cascabeles roncos, no percibía el repique. Pero asomó los ojos a la torre y encontró a todos los asistentes en la espera del sonido de la nueva campana, reclamando airados, con los sombreros y las manos, por qué no empezaba, y más urgencia mostraban los que con tizones de leña chisporroteante, esperaban el repique para soltar los cohetes, y con la misma inquietud los músicos con los instrumentos ya acordados, y los bailadores disfrazados de jaguares, iguanas, lagartos, tortugas y serpientes.
       La noticia los destanteó. Todos se precipitaron, gradas, machucones, golpes, codazos, insultos, rabia de torrente que sube, hacia lo alto de la torre.
       El campanero yacía, mareado, bajo el vacío redondo de la gran circunferencia sorda, funeral, rota la cuerda en su mano callosa. Los primeros en llegar al escaso espacio, casi todo ocupado por la campana, se disputaron el cabo de la cuerda y echaron el badajo contra la campana. No llegaba a parte alguna, no chocaba, se perdía. Cada quien, de los que lograban llegar a lo alto, asía la cuerda deshilada, húmeda de sudor mortal y lanzaba, de nuevo, el falo del Mal Ladrón contra la superficie escamosa del interior de la gran boca callada. Era increíble que, a pesar de los martillazos que uno, otro y otro, arrebatándose la cuerda, daban contra la campana, no surgiera el relámpago diamantino, envuelto en redoblado trueno, de su voz.
       Era increíble. ¡Sorda! ¡Una giganta sorda…!
       El que no lloró, se embriagó y el que no se quedó callado, sufriendo la humillación de una campana que en lugar de sonar vaciaba como ventosa todo el ruido vivo que en derredor había: el ruido de las moscas, el coro de los sapos, el tiritar de los chiquirines sorprendidos de no oírse, de no oír sus alas que vibraban a la velocidad de la luz.
       Cundió la noticia y con la noticia alguien recordó la risa de dientes de ceniza del Azacuán, en el momento de arrojar un como barrilete de cuatro cadenas en el crisol del cráter donde se fundía la campana.
       Pero, de dónde lo sacó, si el doble barrilete redondo con Índiga en la cara volaba en el cielo muy alto y en el fondo del agua de la laguna muy profundo, ambas imágenes para él inaccesibles, ya que ni a través del hilo podía disponer de ella, estar en contacto, mandarla correos, hablarla para que le contestara con la cabeza, entre las matas de flecos y el peso de la cola, porque se le habían roto los caminos, hilos que atan la luna hacia afuera, y los reflejos lacustres, hilos de plata que atan la luna hacia dentro.
       Hombres y mujeres se frotaban las narices, hasta dejárselas limpias, como bocas de candeleros, húmedas y calientes, y poder respirar a pleno pulmón el aroma que la campana despedía, cada vez que la tocaban, en lugar de sonido.
       —¡Incienso…! ¡Mirra…! —clamaban y el aire, a medida que el campanero arreciaba sus golpes de badajo enloquecido, ciego, iracundo, se llenaba de perfume y más que campana parecía un inmenso incensario colgando al revés de los cadenajes de oro, un incensario con la sombra carbonosa de su interior oscuro y las brasas vivas del cobre que por dentro regaba lamparones en sus superficies curvas.
       ¿Quién robó el incensario de las monjas para arrojarlo al crisol en que se fundía la campana del Mal Ladrón?
       ¿Entró la luna-barrilete a medianoche hasta el gran armario de caobas fragantes y sustrajo, con las manos de Índiga, el incensario de oro?
       ¿Fue Índiga la que lo arrojó después al agua del Charco del limosnero, para que cayera en manos del Azacuán que no se consolaba de la pérdida del barrilete?
       —Son preguntas, mi niño, son preguntas; lo cierto es que cada 29 de febrero, al tocarse la campana del Mal Ladrón, en lugar de sonar, perfumaba como un incensario.
       El Alhajadito atrevía:
       —¿Y dónde está esa campana de olor?
       —Ah, mi niño —le respondían los pescadores—, se hizo pedazos con todo y la torre el día en que la santa pólvora voló la casamata, allí donde ahora está su corredorcito.
       Los pescadores fingían tomarlo en serio, era tan dulce, tan alfeñique amarillento en su traje negro, y por eso, sin duda, lo deprimía volver a casa, donde la servidumbre de las mil trenzas seguía tratándole como al niño que cuidaron de meses, cuando gateaba de cajete, es decir arrastrando una piernecita y con la otra ayudándose, antes de erguirse para dar los primeros pasos con la ayuda de pesados muebles vetustos, cayendo y levantándose, porrazos de carnecita contra maderas duras seguidos de berridos y llantos, cuando estaba a la vista de algún trenzudo, ya que cuando se caía a solas, por fuerte que fuera el golpe, apresuradamente se llevaba el dedo grande a la boca, para chupar y chupar hasta mitigarse el dolor. A veces la succión del pulgar, no sólo le adormecía el golpe, sino el cuerpo entero y entonces se dormía igual que un muñeco abandonado.
       Crecer. Salir de él, ese él que en potencia guardaba su organismo y que tal como echan fuera tallos y ramas las plantas, su cuerpo de niño iba soltando con el apuro de la adolescencia. Montar a caballo lo hizo sentirse gigante. Correrías por los alrededores y más tarde, cuando empezó a sentirse joven, cacerías de venados, escopeta mechera en mano.
       Volvían los Alhajados. Los señores de la casa regresaban. Así lo decían a todos, los trenzudos barbilampiños al ver pasar al Alhajadito, jinete en un caballo negro, ir de cacería con su escopeta al hombro, arrodillarse y persignarse ante el Mal Ladrón, moverse en la casa, hablar con ellos, reír de todo, vivir en una palabra como vivieron sus antepasados. Para los criados, desde que desapareció el Azacuán, temerosos de los espejos, los Alhajados, menos el Azacuán que dormía con Índiga en el fondo del Charco del limosnero, los Alhajados volvían en la manera de ser del Alhajadito, en sus gustos, en sus modales, en sus preferencias, en un guiño de ojos, en la forma como su mano se levantaba las guedejas de la frente para llevárselas como tirabuzones hasta atrás de las orejas.
       Pero este decir y redecir que el Alhajadito era el retrato de sus padres y abuelos, tíos y abuelos-tíos, no quitaba que la casa grande se moviera siempre en espera del regreso de los desaparecidos. Salones, comedores y alcobas los esperaban. La servidumbre procedía como si ya tuviera noticia de la vuelta de los enlutados personajes. Noche tras noche mullían las camas profundas, espaciosas de silencio y de pluma, no sin ocultar en ellas rajas de madera olorosas, en verano, para que se astillaran el corazón con el recuerdo, y piedras calentadas al fuego de las brasas y envueltas en trapos, en invierno. Noche a noche se encendían candelabros y lámparas hasta que el seguido arder de las luces solitarias, los consumía. En las cocinas se preparaban viandas a todo tren, igual que si de un momento a otro los recién llegados patrones fueran a sentarse a la mesa con sus invitados. Los vinos, las aguas frías, refrescadas al sereno, las frutas, las cajas de habanos, los licores, el café…
       Sólo en el corredorcito no se esperaba el regreso de nadie. De allí se habían ido todos definitivamente y el último, el Alhajadito.



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