Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

Maladrón: Epopeya de los andes verdes (1969)
(Buenos Aires: Losada, 1969, 218 págs.)


Ellos y los venados, ellos y los pavos azules
poblaban aquel mundo de golosina.

De otro planeta llegaron por mar
seres de injuria…


I

      Al final del verano, entre la tempestad de hojas secas que el viento del Norte arrebata, muele contra las piedras y reduce a polvo, hojarasca con todos los movimientos del alacrán que se quema, cada hoja sedienta se enrolla sobre el pedúnculo para pincharse y morir; al final del verano, entre la pavesa del sol y la tostadura de la helada, campos y montes marchitos devorándose en la perspectiva de ocres, jaldes, amarillos, parduzcos; al final del verano sólo queda verde la gran cordillera flotante como nube sembrada de aéreos pinos, cipreses voladores y cumbres de cuya celsitud no dan cuenta nieves eternas, que si al Sur, de los nevados andinos baja el deshielo en cascadas de agua fúlgida y celeste espuma, aquí la nevada de esmeraldas se derrite en primavera de verdor inapagable, verdor de bosques, verdor de pájaros augures, verdor de sabandijas, verdor de aguas y verdor de piedras.
       La cordillera de los Andes Verdes, hay para envejecer sin recorrerla toda, confina con regiones cavadas por ríos subterráneos en cuevas retumbantes, volcanes de respiración de azufre, colinas tibias en las que habitan parte del año, huyendo de los vientos que enfrían los pulmones, las familias de los Señores, y a través de leguas y leguas de llanura, colinda con los pueblos nutricios que dan cosechas de tierra fría y tierra caliente en la boca de la costa, y más allá de nieblas y anegadizos, con el mundo sin tiempo del lacandón y el mono, y en alguna parte con la misteriosa Xelajú, chopo y silencio desde la muerte del Guerrero Amontonador de Plumas Verdes, en la batalla de la sangre que se heló sobre los pedregales escarchados para correr, en calentando el sol, por arroyos de rubíes, como si sangrara todo el suelo herido.
       Sangra todo el suelo herido. Hombres ocultos en caparazones de tortuga, tortugas con cara humana, y otros aún más extraños a horcajadas sobre venados monstruosos, clinudos, sin cuernos, colilargos, combaten con tigres, águilas, pumas, coyotes, serpientes, que también son hombres. Batalla de estampa. Lámina de códice. Choque de dioses, mitos y sabidurías. Quelonios gigantes cubiertos de cruces de Santiago, cruces de empuñaduras de espadas, cruces de escapularios, cruces de palosanto, enfrentan el remolino de cueros tronadores que cubren a los hombres-tigres-pumas-águilas-coyotes-serpientes. Pero el combate ritual cesa de pronto, la ceremonia se toma escaramuza, la escaramuza arrebató y el olor de la sangre caliente, bermellón en chorro apresurado sobre las carnes vulnerables de los que combaten desnudos, precipita la batalla. Ciegos, enloquecidos, feroces, luchan en un cuerpo a cuerpo, sin retroceder ni avanzar, entre el polvo, los escudos, las rodelas, los penachos, la tempestad mágica de los arco-iris de plumas, el lloro animal de las piedras al despegarse de las hondas de pita, las chispas de los arcabuces, las varas tostadas, las espadas de dos y cuatro filos, los tambores, los caracoles, los atabales, los gritos de los que trenzados en aquel cuerpo a cuerpo, ni retroceden ni avanzan. Manos, cabezas, brazos, piernas, al cercén de filos tajantes o machacados con macanas de espejo. Rematar allí mismo. Acabar allí mismo. Dedos, uñas, dientes, plumerías, cadáveres, aceros, sol granizo, cielo profundo, desierto de sal azul. La sangre huye de los muertos helados. Huye caliente y va enfriándose afuera, sobre la escarcha, la yerba, la arenisca de las faldas de los volcanes imantados hacia lo alto, pero ya la calentará de nuevo el sol y se pondrá en marcha por el río.
       La Cordillera de los Andes Verdes, cerros azules perdidos en las nubes, va desde el silencio de aquel campo de quetzales muertos en batalla, hasta las cumbres de la tierra más antigua de la tierra, los Cuchumatanes, entre la parla sin fin de los cazadores y el silbido de los llama-las-lluvias; entre el asalto de la tribu flechera, vegetariana y caminante y las siembras y resiembras de lo bello, flores sean dichas, de lo dulce, frutas sean dichas, dicha sea todo: el cultivo de los cereales y las artesanías de hilo, maderas pintadas, utensilios de barro, instrumentos musicales y jícaras dormidas en nije. La primera tierra que descubre el navegante, desde la Mar del Sur, es ésta. La contempla extasiado. Es la nube terrenal en que nace el maíz. El primer grano de maíz que hubo en la tierra. El puma rosado se refugia en sus colinas antes de bajar el tiempo del cielo. Tempestades blancas. Rebaños de témpanos de hielo. Costas y majestad de mar cubierto por glaciares. Espumas salobres y borrascas de látigos de nieve, antes de bajar el tiempo del cielo al fruto, edad del árbol, del cielo al trino, edad del pájaro, del cielo a la palabra, edad del hombre. Libertad del primer pino. Saca los brazos de la ventisca, verdinegro nocturno, lunar, seguido de otro, y otro, y otro pino. Pinos y cipreses van a la par por los repechos, se dan las ramas para apoyarse unos a otros al saltar por los barrancos, forman grupos en las colinas, se reparten en las mesetas, se apretujan en las barrancas, se separan en las quebradas y en fila india trepan hacia las cimas y se detienen a contemplar, desde lo más alto de los Andes Verdes, bajo el cielo añil profundo, los volcanes empenachados de humo, la plata jabonosa de los ríos y los lagos de níqueles brillantes.
       Caibilbalán, Mam de los Mam, sale de la noche agujereada de luceros e inicia, al lucir el alba, acompañado de sabios y nahuales que visten nubes de algodón, la ceremonia de la llamada del invierno. Lleva en la mano diestra el silencio y en la otra el ruido torrencial del aguacero. Por un filo de piedra corre a lo largo de una de las más altas peñas de las ciudades abismales, se desliza, sin parpadear, sin respirar, sin habla, y se aproxima a un peñascal que tiene la forma de una inmensa oreja colgada en el vacío. El tiempo de juntar los labios entre el cielo y la tierra y emitir un silbido que remata el monosílabo ¡chac!…
       ¡Chac, chac, chac…!, repite el eco en la gran oreja de metales tempestuosos, mientras regresa el silbido en forma de hilo de agua, cristal culebreante que corre a despertar a los llama-las-lluvias, pajarillos que entre silbo y lloro reclaman con sus trinos la venida del invierno.
       —¡Agua reptil de Caibilbalán, Mam de los Mam —saludan los sabios y nahuales—, agua celeste, agua de los doce cielos, agua que cansada de correr se junta con los grandes ríos y ciega a los peces incógnitos para facilitar su pesca con flechas de punta de piedra!
       —¡Chac, chac, chac…! —repiten los Ancianos. Lenguas Supremas de las tribus.
       —¡Agua reptil de Caibilbalán, Mam de los Mam —saludan los del séquito privado, los que guardan las puertas, los que guardan las gradas de las mansiones y los templos—, agua que entre los pinos suena a cascabel, agua que encierra a los pájaros de garganta musical o plumaje precioso, en jaulas de hilitos de lluvia!
       —¡Chac… chac… chac…! —corean los Alarifes Alados, constructores, ornamentadores, dueños de la greca y el número.
       —¡Agua reptil de Caibilbalán, Mam de los Mam —saludan los capitanes— tras fisguear sobre la tierra, corre subterránea humedeciendo raíces que alimentan sustentos de vida y embriaguez!
       Un Agorero se adelanta al oleaje de sus palpitaciones, de su respiración, de su ser dejando de ser siempre, abre un libro trenzudo de hojas de tabaco, en las que salpicaduras frutales regaron escritura misteriosa, y lee:
       —¡Agua reptil de Caibilbalán! ¡Agua de disolver universos! El espinillo, sin hojas, castigado y oculto, asiste al encuentro de todos los colores con el color del alba. Los pájaros sin ojos oyen el paso del silbido acuático que corre hacia el mar, sin hacer caso de la arena que le anuncia el peligro, blanca, silábica y antigua. Grandes piedras, rostros quietos a la entrada de las cavernas solitarias, donde los helechos improvisan, para pasar la eternidad, tertulia de esmeraldas, ¿a quién pertenece el agua perdida bajo la tierra, navegación de astros y lunas, antes del equinoccio invernal? ¡Agua de los días ahumados! ¡Agua de las nubes que lloran con el vientre! ¡Agua! ¡Agua!…
       Todos callan, cómo explicar lo que nunca sucedió en la mesa de las esmeraldas. Jamás dejó de acudir el agua de los doce cielos al llamado de Caibilbalán que ahora silba siete veces como serpiente, nueve veces silba como danta, trece veces silba como pájaro nocturno, sin conseguir una sola gota de agua.
       Ligeros como ardillas trepan a los pinos más altos, los oteadores de horizontes. Las pupilas agujosas al Norte, al Sur, al Este y al Oeste. Ningún humo de guerra. Nubes. Nubes.
       Piedras agujereadas llevan mensajes para la gente de la costa. Se echan a rodar desde las cumbres por ramblas preparadas estas piedras-correos de Caibilbalán. Apresuradamente, una tras otra. Y a la sombra de cocoteros y palmeras se leen sus preguntas escritas sobre cortezas vegetales. Dibujos trazados con uña de conejo dejan ver la figura del Mam de los Mam, Señor de los Andes Verdes, el silbido como una voluta saliendo de sus labios y seca la oreja de la peña.
       No hay tiempo para la respuesta de los agoreros de la costa. Los teules, sin fuegos de guerra, avanzan cautelosos sobre los Andes Verdes. Todo un ejército, ochenta infantes y cuarenta de caballería, propiamente teules, españoles, y dos mil indios guerreros, fuera de los cargadores que conducen a lomo las municiones y el fardaje, de los gastadores que abren brecha con hachas y machetes, y de los lenguas que sirven de intérpretes, consejeros y brújulas.
       Mal cálculo hicieron los teules —ojos zarcos, pelo rubio, pellejo blanco—, se les adelantó el invierno. Los primeros aguaceros paralizan su avance. Los golpea el agua que no ven, cegados por la neblina, los golpea el agua que no oyen, ensordecidos por la altura, los golpea el agua que no sienten de tanto lloverles encima. Combaten contra un ejército de cristal armado del rayo, el relámpago y el trueno, árboles que caen, piedras rodantes, centellas y serpientes de fuego. Una mano huesuda, manga de armadura, saca cruces del aire y se las pega en la cara. Otra mano huesuda, manga de sayal, saca cruces del aire y se las pega en la cara. Guerra de religión, no. Guerra de magias.

II

      Caibilbalán deja su escolta de sabios y nahuales y recorre con sus capitanes las trincheras de palos gruesos ramazones y greda apelmazada. Llueve torrencialmente. El agua se lleva la tierra lodosa que sus hombres reemplazan por piedras en las empalizadas. Fangales y campos anegadizos. Ríos y pantanos hinchados de agua. Los teules no se detienen. Pierden el herraje de sus caballos al ahogarse los indios que lo cargan. No flotan los cadáveres, ni se buscan. Los que flotan o parecen flotar son los que avanzan como ahogados contra el aguacero, vivos, cadavéricos. Suben y bajan espadas y cuchillos relampagueantes, como queriendo cortar el agua parada. Si fuera posible. Las dagas, las hachas, las puntas de las lanzas. Pero el agua parada no se trueza. Ni parada ni acostada. No hay posibilidad de cortar el agua. Aguacero con color de tierra dulce. Se masca con las narices que tienen dientecitos en forma de pelo, para comer olores. Huele a yerba mojada, a tallo, a hoja y al ir escampando el aguacero, a jícama y silencio. No escampa del todo. Los teules vadean ciénagas y fosos de engaño para acercarse a las trincheras y fortificaciones de los mam y burlar así la sorpresa y la derrota segura. Si vienen por los fosos, allí perecen todos. Todo un ejército convertido en abono. La guerra sirve para abonar la tierra con seres humanos. Piedras rodadas, piedras de honda, saetas y flechas habrían rematado a los sobrevivientes.
       Desde los cerros quetzales, puntillosos de chopos, hondos de lejanía, quemado por el fuego de volcanes, corre hacia lo más alto del país Cuchumatán, Chinabul Gemá. Trepa en las pendientes, salta en las quebradas, vuela en los abismos, rueda por arenales de cauces secos, sin más noción del tiempo que el paso de la neblina blanca, la neblina colorada, la neblina negra, mañana, tarde y noche que hacen más angustioso su no poder acortar la distancia que lo separa del Gran Mam.
       No se detiene. Atrás quedan, las cascadas paralelas, como dos trenzas de cristal y espuma a un río de vertiente apresurada, las minas de metales y sal, los monos aulladores, los lugares sagrados, las cabras negras, los ciervos con lana de neblina enmadejada en los cuernos, las dantas, los venados, los conejos, todos sedientos en busca de la misteriosa laguna de Yatzimin. El recuerdo del agua fresca le seca más la boca, pero no puede detenerse y se alivia con las gotas de sudor que humedecen sus labios o que recoge a lengüetazos de sus mejillas chorreadas de viruta salobre.
       Caibilbalán, el Gran Mam, debe oírlo. La cuesta por donde trepa, acompañado de nubes bajas, es cada vez más abrupta. Le faltan los pies, mete las manos, le faltan las manos, mete las rodillas, los codos, la cara. Caibilbalán debe oírlo. Pronto será tarde. Debe saber todo lo que él vio, miró, se tragó con los ojos en los cerros quetzales, para volcárselo en los oídos.
       Llegar, hablar, decir al Gran Mam lo que ahora en su presencia apenas hilvana:
       —Los combates contra los teules y tlazcalas, Señor mi Señor, mi Gran Señor, fueron desastrosos para los Caciques de las Macanas de Espejo, en los cerros quetzales. La mortandad tremenda, la derrota total. De nada o poco sirvieron las trapas de zanjas erizadas de estacas, los fosos de embarrancamiento, de poco los soldados escondidos bajo la tierra como en tumbas, los árboles derribados sobre los caminos, el denuedo, la bizarría, el heroísmo, la muerte de cientos y cientos de combatientes caídos en sus puestos, el sacrificio del Jefe Amontonador de Plumas Verdes, asistido en su lucha por el ave más feroz de las guerreras aves, ave cuyo pico perfora túneles en los troncos de los árboles, ave del alba y del crepúsculo, ave que vuela cuando están abiertas las carnicerías del cielo y cuelgan de las nubes desangrándose, corazones humanos. Aquél derriba con un solo golpe de su caybal de dientes filosos de esmeraldas, la bestia que monta el Gran Teul y el Gran Teul se va de bruces con todo y el caballo, muerde la tierra y allí queda, la macana de esmeraldas iba con un segundo golpe a machacar aquel sol de espejos falsos, si una centella de rayo, otros vieron una lanza arrojadiza, no detiene el brazo, el corazón del Jefe Quetzal y la batalla.
       Chinabul Gemá sigue informando. Habla, habla, habla, antes que la angustia le cierre la garganta.
       —Muerto el Gran Jefe, la caballería de los teules arremete incontenible por las brechas abiertas en las filas de los flecheros que lanzan cargas de muerte para rescatar el cadáver que por fin arrebatan a costa de muchas vidas, de mucha sangre. Infantes y arcabuceros se encargaron del resto. ¡Hay que cambiar de táctica, Valeroso Guerrero Mam, volver, sin pérdida de tiempo, a la guerra de montaña! ¡Nada de ejércitos en formación, montoneras, golpes aquí, golpes allá…! ¡Tú dispones, Jefe de las Montañas!
       Caibilbalán escucha a su guerrero de espaldas al fogón de leña que da lumbre y calor a una estancia larga, amurallada entre paredes blancas. Doble capa de plumas de águila cubre sus hombros. En su pecho, el espejo de verlo todo. Con voz autoritaria interrumpe la arenga irrespetuosa de Chinabul Gemá:
       —Una nación organizada como es la nación Mam, no puede echar mano de esas tácticas, Gemá Chinabul. Le está vedado y por eso nuestro ejército saldrá al paso del invasor a dar batallas frontales. Cinco mil hombres defenderán esta planicie, divididos en diez escuadrones, de cinco veces cien hombres cada escuadrón. A la derecha mano, los flecheros, a mano izquierda, los honderos, asistidos pollos de hachas y macanas de chayes, al centro los de las armas arrojadizas, varas tostadas, piedras, picas… ¡Éste mi desafío!…
       —¡No puede ser! ¡No es posible! ¡No es posible, Valeroso Guerrero! ¡Carecemos de bocas de fuego! ¡Carecemos de caballos! ¡Trágueme la tierra! ¡Quémense mis ojos en fuego de volcanes para no ver nuestra derrota si salimos a combatir en campo abierto!
       Abatido calla un instante y sigue hablando. Sobre su pecho desnudo forman remolinos de luces los collares de chalchihuitls:
       —¿Por qué no recurrir, Varón de Esmeraldas, a la guerra de montaña, volvernos fantasmas, agua, fuego, aire, para contrarrestar las ventajas del enemigo? Una guerra de fantasmas que golpee a los teules y a sus aliados, en diez, en veinte, cien puntos diferentes, sin darles tregua ni cuartel…
       —Ya dejamos de ser guerreros bárbaros, de esos que bailan y saltan antes de la batalla, Gemá Chinabul.
       —Lo sé, es tu enseñanza, pero enseñanza es también la derrota de las huestes que en los Cerros Quetzales batallaban según el arte de la guerra…
       —¿Y por eso nosotros vamos a pelear en montonera? No, no y no —recalca el Mam de los Mam, Señor de los Andes Verdes y tras una pausa en la que se oye a Chinabul Gemá tragarse un “Seremos vencidos… ”, agrega aquél: —Un país organizado tiene su ejército y este ejército no puede, ya con el enemigo encima, desarticular sus planes, fraccionar sus efectivos y lanzarse a la guerra fantasma.
       Las voces alteradas del jefe y el informante llegan hasta las casapuertas de los encargados de guardar las entradas y las gradas de la mansión del Gran Mam.
       Moxic, capitán de guardias, ágil, delgado, el cuerpo húmedo de piedra de afilar, en su valentía afílanse todas las armas y afilan sus garras águilas y jaguares, cruza el umbral de la estancia, apenas iluminado y dice al entrar:
       —He oído palabras de bravura… —inclina la cabeza ante Caibilbalán y lava con ojos amigos el rostro de Chinabul Gemá—, y perdón si me atrevo a intervenir. Lo hago a cuenta de mis funciones sacerdotales y militares y en vista de las malas noticias que llegan de los primeros encuentros de nuestros hombres con el invasor, noticias que se mantienen en secreto. No hemos podido contener a los teules y por eso yo también opino como Gemá Chinabul, opino que no debemos enfrentarnos con ellos en orden de batalla. En sus manos hay centellas y truenos del cielo que ciegan con su vislumbre, ensordecen con sus estallidos y hieren de muerte. Sí dispusiéramos del rayo como disponen ellos quitaría lo dicho de mi consejo. Diezmarán tu ejército, Señor de los Andes Verdes, como están diezmando ya tus vanguardias, abatirán tus defensas y conquistarán los Cuchumatanes, si no dividimos nuestras fuerzas en grupos fantasmas que estén en todas partes sin estar en ninguna.
       —¡Nos quedará —interrumpió Caibilbalán— el refugio de la fortaleza! ¡La gran fortaleza es inexpugnable! ¡Nadie me convencerá, batallaremos, primero, conforme a las leyes de la guerra, si nos derrotan los atraeremos a la fortaleza, sembrados los caminos de venenos de serpientes y desde allí los acosaremos, sin darles respiro ni cuartel, rodándoles encima piedras que los aplasten, sorprendiéndolos con árboles que los acuchillen, nubes falsas que mientras duermen los ahoguen, peñascos de los que salgan manos que los acogoten, arbustos que los persigan o que por detrás de un hachazo les corten la cabeza…
       —¡Esa! ¡Esa es la guerra que pedimos tus capitanes, la guerra fantasma!
       —La emplearemos, Moxic, la emplearemos llegado el caso. Antes tenemos que medirnos con ellos en batallas…
       —Que han empezado a costamos, Poderoso Guerrero Mam, lo mejor de nuestra gente —intervino Chinabul Gemá.
       —Lanzamos trescientos flecheros a la primera escaramuza y de cada diez volvió uno —afirmó Moxic.
       —Y los infames Emisarios del Jefe Teul, hermano del Avilantaro, mintieron, canallas, al informarte que aquellos bravos que murieron en sus puestos habían salido huyendo —siguió Chinabul, la ira apenas contenida, hundiéndose las uñas en la palma de la mano—. Así y todo —añadió con tristeza, abatido—, esos Emisarios se fueron con vida…
       —Un Emisario es sagrado, Gemá Chinabul, según las leyes de la guerra, suda sangre de luceros y no se le puede tocar… —corta con voz autoritaria Caibilbalán al tiempo de apartarse de sus capitanes y salir de la estancia blanca, apenas iluminada. Ha oído a los Divagadores, enanos con la cabeza tan hundida entre los hombros que por arriba parecían decapitados y por abajo tener en el pecho ojos, nariz, boca, ombligo y sexo. Risas desdentadas de mujeres contrahechas con pelambres de cabras. Corcovados con cascabeles en la punta de las jorobas. Gruñen, ríen, se golpean al ir subiendo por las escaleras interiores a lo alto de una terraza.
       A la risa de los Divagadores, hueca por dentro, llena por fuera —dicen y no dicen, cantan y no cantan, callan y no callan—, se mezclan voces airadas que suben del campamento militar, invadido por gente de todo pelo. Pasos presurosos, eco de armas, remolinos de brazos que se alargan, cuerpos humanos que pugnan por llegar a donde todos empujan, sacando la cabeza, parte de la frente, a veces los ojos, a veces la boca, un hombro, un brazo, a riesgo de sumergirse y morir ahogados, de caer y acabar pisoteados, con tal de aproximarse, de llegar a donde están destrozando dos cuerpos humanos, ensangrentados y ya casi descuartizados.
       No los acaban. Aparecen los flecheros. La mesnada se contiene. Mejor sacrificarlos.
       Corre la voz. Saltan cuchillos. Mil cuchillos. Mil cuchillos más. La noche es un solo filo de obsidiana. Salieron vivos de la presencia del Gran Mam, pero no de las manos del pueblo. Traían recado de los teules. Son Emisarios. No importa. Es la paz. No la queremos. La paz con el invasor a ningún precio. Hablan las antorchas, las bocas, los ojos. Los flecheros les salvaron la vida para quitársela ellos, para vestirlos de saetas, para detener en sus pechos al que no se detiene. Cantos de guerra. Resinas de olor. Caracoles resonantes. Flechas de venganza. El que jamás se detiene será visitado por la aguda punta del pedernal, y se detendrá. En los arcos tensos ya las flechas apuntadas hacia los enviados de los teules, emisarios vestidos de flores amarillas y untados de lumbre de luciérnagas, como dos luceros lejanos.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar