Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)
Los ojos de los enterrados (1960)
(Buenos Aires: Losada, 1969, 482 págs.)
primera parte
I
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La Anastasia —Anastasia, sin apellido, ni reloj, ni calzón, todo al aire como la gente del pueblo, el nombre, el tiempo, el sexo— no se contuvo, lo soltó como los buenos días de todas las mañanas, al asomar la cara por la puerta del salón «Granada», salón de baile, bar, restaurante, donde vendían helados con olor a peluquería, chocolates envueltos en relumbres de estaño, sandwiches de tres o más pisos, refrescos con espuma de mil colores y trago del extranjero.
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La puerta caía sobre un salón largo, espacioso, ocupado por sillones de cuero rojizo, angulosos, pesados, propios para gente holgazana o borracheras corcoveadoras y mesas redondas, amplias, bajas, con lo de encima de una madera porosa que en lugar de lustrar se lijaba todos los días, para que siempre estuvieran limpias y nuevas, como acabaditas de estrenar.
Y todo lucía, como las mesas, limpio y acabadito de estrenar, menos los lustradores, niños miserables, sucios y haraposos que parecían viejos con voces infantiles:
—¡Lustre!… ¡Lustre!… ¿Se lustra, cliente?… ¡Una sacudidita!…
Todo lucía nuevo a las 10 de la mañana. ¡Qué 10 de la mañana, si ya iban a ser las 11!…
Nuevo el piso de cemento que brillaba como alfombra de caramelo, nuevos los ventanales, nuevos los espejos por donde se perseguían a velocidad de relámpagos de colores, las imágenes de los automóviles que paseaban sus carrocerías flamantes por la Sexta Avenida; nuevos los peatones mañaneros que iban por las aceras empujándose, topeteándose, abriéndose paso, piropo va y mirada viene, entre saludos, abrazos, golpes de sombrero y adioses con la mano; nuevas las paredes decoradas con motivos tropicales, nuevo el techo alabastrino y las lámparas de luz indirecta, gusanos de cristal que soltaban por la noche alas de mariposas fluorescentes; nuevo el tiempo en el reloj redondo, nuevos los meseros de pantalón negro y chaquetín blanco a lo torero, nuevos los borrachos gigantes, rubios, contemplando con los ojos azules, conservados en alcohol, el hormiguero de la ciudad mestiza, y nueva la voz de la Anastasia:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Jefes y soldados de uniforme verdoso, se acuartelaban desde muy temprano en el «Granada» a beber whisky and soda, masticar chicles y fumar cigarrillos de tabaco fragante —unos cuantos fumaban pipa—, todos ajenos a lo que pasaba alrededor de ellos en aquel país, totalmente ajenos, aislados en la atmósfera extraterritorial de su poderosa América.
La clientela matinal ocupaba las mesas vecinas. Agentes viajeros, sin más compañía que sus valijones de muestra, desayunaban almuerzos, mientras devoraban con los ojos las viandas de algún magazine, servidas en páginas de porcelana. No sólo de pan…, el businessman vive de anuncios. Entraban y salían bebedores del país, al trago mañanero. Lo ingerían y a escupir a la calle. Les disgustaba la presencia de la soldadesca extranjera. Eran aliados, pero Ies caían como patada. Otros, menos sudados de soberanía, por haber sido educados en los Yunait Esteit o haber trabajado en la Yunait, no les molestaba instalarse en el bar o en el salón junto a los yanquis, y no sólo hablaban, sino eructaban inglés, habilidad que lucían a gritos, sin faltar los que por dárselas de viajados, sin hablar ni entender aquel idioma, exclamaban a cada rato: ¡O-kay —o-kay —America!..,
Los soldados se despernancaban a sus anchas, una pierna alargada bajo la mesa y la otra en gancho sobre el brazo del sillón. Algunos, tras apurar de tesón el vaso de whisky and soda, golpeándolo al dejarlo sobre la mesa ya vacío, hablaban de seguido un buen rato. Callaban y seguían hablando. Hablaban y seguían callados. Como si cablegrafiaran. Otros, apartándose el cigarrillo o la pipa de la boca, soltaban exclamaciones tajantes, recibidas por sus compañeros con grandes risotadas. Los que estaban en el bar, de espaldas a la concurrencia que ocupaba el salón, se volvían con el banco giratorio, sin abandonar el trago, rubios los cabellos, azules los ojos, blancas las manos, para indagar quién había dicho lo que festejaban sus camaradas, y aplaudirlo. Lucían, como soldados imperiales, los dedos con anillos y las gruesas muñecas con pulseras de oro…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
—¡Tía, cuidado la oyen!… —decía a la mulata un chiquillo flaco que la coleaba por todas partes.
—¡Onque me oigan… vos sí que me gustás… caso entienden castilla!
El barman recibía los pedidos de la bodega entre gruñidos y rascones de cabeza.
—No es que los traigan tarde —se decía—, es que esta gente de la base militar está aquí desde que Dios amanece…
Los ojos achinados, el tajo de la boca bajo los bigotes lacios, un puro tiburón en la penumbra.
De las cajas y canastas tomaba las botellas como espadas, las desenfundaba de sus vainas de paja, y las alineaba en orden de ataque, convertidas en soldados. Los whiskys a la descubierta, tropa de choque, seguidos de las botellas de ron importado y ron del país, acaramelado y purgativo, de las botellas de gin, ladrillos transparentes llenos de fuego blanco, de los coñacs condecorados, de las botellas de vino generoso, envueltas en papel de oro, de las botellas de licores con algo de sirenas en las redes…
Y mientras el barman alineaba las botellas, el ayudante que atendía a la clientela, le decía:
—Moradas tengo las uñas de estar quebrando ajenjo, señor Mincho, y lo peor es que por ratos se me va la cabeza…
El olor a elixir paregórico del ajenjo, que no era ajenjo sino pernod, le mareaba y se le amorataban las uñas de mantener entre los dedos los vasos con pedazos de hielo en que la gota del grifo iba quebrando aquella bebida de color seminal.
—Tía, yo digo que entro… —insinuó el chicuelo a la Anastasia, cansado de estar frente a la puerta, sin hacer nada, un pie sobre otro.
—Entrá, pues, entrá… —empujó la mulata al chiquillo flaco, tiñoso de mugre, casi con escamas tras las orejas y el cuello, rotas las escasas ropas, los pies descalzos y uñudos.
El chico, medio haciéndose el cojo, la boca torcida y un hombro caído para inspirar más lástima, entraba con el sombrero en la mano a pedir limosna. De la puerta corría a las mesas ocupadas por los gigantes rubios. Junto a ellos se miraba más negro. (¡Ay, suspiraba la Anastasia desde la puerta, qué prieto que se ve mi muchachito entre la concurrencia!) Los soldados sin dejar de mover las mandíbulas rumiantes y hasta las orejas masca que masca chicles, le botaban algunas monedas en el sombrero. Otros le ofrecían whisky, otros le alejaban con la brasa del cigarrillo. Los meseros le espantaban, como a las moscas, a servilletazo limpio.
Un sargento canoso de piel colorada, dirigiéndose al empleado que atendía la caja registradora detrás de un mostrador de cigarrillos, confites, chocolates y caramelos, gritaba:
—¡No espantajlo, matajlo de una vez…, insecto, matajlo…, matajlo…, todos los hispanish insectos!
Y reía de su broma, mientras el chicuelo ganaba la puerta más corriendo que andando, asustado por los trapazos que con las servilletas le lanzaban los sirvientes.
—Arreuniste tanto así… —anunciaba la Anastasia al sobrino juntando y sopesando las monedas en una sola mano.
El chico le dejaba el sombrero y corría a pedir uno de los papeles con letras y caras de leones, caballos y gente, que repartían en la puerta del cine. Eso quería ser él, cuando le diera permiso su tía: repartidor de programas. Así entraría gratis en el cinematógrafo.
—¡Para estar encerrada en lo oscuro, Ave María, por cuánto iba yo a pagar!… —le cortaba la Anastasia, cada vez que él le pedía que lo llevara al cine—. Los pobres, sin necesidad de pagar, como no tenemos luz de esa eléctrica, cuando empieza la noche empieza nuestro cine. ¡No, mi hijito, cuesta mucho la vida para andar gastando… los ojos en lo oscuro!
—¿Insectos los hispanish?… —preguntó en inglés, recogiendo el dicho del sargento un parroquiano joven que ocupaba una mesa con otros amigos—. ¡Insectos pero necesitan de nosotros!…
—¡México, insecto que picar muy duro —tartamudeó aquél en español alzando la voz—, la Centroamérica, insectos chiquitos, locos… Antillas, no insectos, gusanos, y la Sudamérica, cucarachas con pretensiones!
—¡Pero necesitan de nosotros!
—¡En Minnesota no necesitamos, amigo! ¡Minnesota no ser Washington ni Wall Street!
La voz de un tercero, desde otra mesa, interrumpió vibrante:
—¡Díganle que se vaya a la… bisconvexa!
Bocinazos de automóviles último modelo que paseaban por la Sexta Avenida, entre el ir y venir de los peatones. Mediodía. Calor. El «Granada» a reventar. Todas las mesas ocupadas. El barman o el milagro de la multiplicación de los tragos. Tomaba las botellas al tacto, sin verlas y se las pasaba al aire de una mano a otra, ya listas, ya inclinadas para verter el líquido. Los meseros no se daban alcance. La caja registradora en un solo repique. El teléfono. Los periódicos. La rocola. La Anastasia…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
En las calles, altoparlantes anunciando películas y teatros. —¡El Gran Dictador, de Charles Chaplin!… ¡El Gran Dictador!… ¡El Gran Dictador!…—, más galillo que megáfono; chóferes ofreciendo sus taxis, más labia que galillo; vendedores de billetes de lotería, la fortuna con la pobreza del brazo, y el sobrino de la mulata de mesa en mesa, aprovechando que el servicio por atender a la clientela, no tenía tiempo de ocuparse de su mínima persona.
Pero al mediodía no juntaba mayor cosa. Mucho caballero encopetado y mucha dama enguantada, emplumada, empolvada, pintada, peinada, perfumada, y apenas si sacaba dos o tres monedas. Unos se hacían los sordos, otros los distraídos y aunque el chiquillo se atrevía a tocarlos, urgido por la necesidad, con sus pobres manos sucias, seguían conversando, sin hacerle caso, como no fuera para echarle fuerte, amenazarlo con la policía o preguntarle en forma agria y destemplada, si no tenía padres que lo mantuvieran. El rapaz se quedaba sin saber qué contestar, los ojos y el olfato en las sabrosuras que los criados repartían en las mesas, entre el traguerío y los ceniceros, sabrosuras que aquella gente bien comía con los dedos, entre sorbo y sorbo de trago.
—Porque debes tener tus padres… —le reclamó alguien.
—Papá tal vez que tenga… —susurró el chiquillo.
—¿Y mamá?
—No, mamá no tengo…
—Se te murió…
—No…
—¿La conociste?
—Es que yo soy sin mamá…
—¿Cómo es eso? Todo el mundo tiene su madre…
—Pero yo no tengo… Mi papá me hizo en una mi tía…
Entre risas y chanzas, bromas y palabras que sonaban en sus oídos, pero que no tenían sentido para él que no las entendía: adefesio…, golfín…, homúnculo…, pasaba el andrajoso sobrino de la mulata, el sombrero en la mano tendida y en los labios la voz triste del que pide dinero con la boca que se le hace agua al olor del jamón y el queso servidos entre panecillos tostados, granos de maíz reventado al tueste, papalinas con picantes lunares de pimienta y aceitunas color de joyas comestibles.
A partir de ese día, todos lo llamaban y todos le daban monedas, haciéndole repetir, entre risas y risotadas: «Mi papá me hizo en una mi tía…»
El salón quedaba vacío después de la una y media, a eso de las dos de la tarde. La Sexta Avenida casi desierta. Toldos de lona echados sobre las aceras defendían la siesta del negocio, donde el barman y los gigantes rubios seguían en las mismas: whisky and soda, ajenjo, cerveza, gin, cócteles y «submarinos» de ron con cerveza o cerveza í con ron revueltos en un solo vaso. El orden de los factores no alteraba la borrachera.
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Un giba, enano, corcovado, de brazos muy largos, entró a ofrecer servilletas de papel. Al hablar le espumaban las comisuras de los labios, como si las muestras que sacaba de su bolsón de cuero negro fueran anunciadas por aquellas servilletas de saliva que le salían de la boca. Consiguió el pedido haciéndose la vista gorda con el gerente de compras que le restregó algunos billetes de lotería en la joroba.
—¡Las tres de la tarde, y yo sin probar bocado, maldita sea! —dijo al salir con su corcova, su bolsón, su saliva y sus servilletas.
Y ya en la calle.
—¡Y maldito sea este negocio en que se me toma de talismán de cabronzuelos!
En la puerta asaltó al gerente un gestor de anuncios con menos suerte que el jorobado.
—Si estoy lleno de gringos, para qué voy a gastar mi plata en publicidad…
—Para que vengan los del país…
—¡Mejor que no vengan! Si es por eso no anuncio. Sólo me vienen a armar líos.
A las cuatro de la tarde desaparecía en el cine el primer borbotón de gente y de flamantes automóviles de alquiler bajaban más soldados a la puerta del «Granada». Venían de la base militar situada en las afueras de la ciudad o, como se decía oficialmente, en algún lugar de América. Y apenas si se detenían a pagar al chófer. Uno, el que pagaba. Los demás precipitábanse al interior, cuatro, seis, ocho, cuantos cabían por las puertas, pidiendo whisky, cerveza, ginebra, coñac, ron, entre manotazos amigables, clinches boxísticas y las acrobacias de los que agarrados a la barra del bar, desde las horas de la mañana, por instinto prensil, se despegaban de los asientos, soltaban la barra y se iban trastumbando para dejar lugar a los compañeros del relevo.
No lejos del bar, damitas y caballeros iban llenando las mesas en el salón de té. Menos cinco. Las cinco menos cinco de la tarde. Señoritas cuya elegancia consistía en imitar a alguna de las artistas célebres de la pantalla, la de sus preferencias, y muchachos que vivían con ellas escenas cinematográficas, románticas o audaces. Penumbra cómplice, luz de terciopelo, música hawaiana. Entre los tórtolos, una que otra mesa de amigas recién casadas en edad de castañuelas, afanadas por no perder la línea y no perder a la sirvienta, maceta de barro que les acompañaba a todas partes con el bebé en brazos y los pañales y las mudas en el bolsón bordado. Por aquello de no dejar morir el gusanito alcohólico o curar al ro-ro de los cólicos, las más adictas se aventuraban a tomar anís con agua.
Colillas de cigarrillos rubios pintadas de rojo de labios llegaban en las tazas, como ex libris del té, al lavadero donde el señor Bruno y su equipo de lava-trastes iban dejando la vajilla como espejo, al par que comentaban:
—Se van las del té, entra y sale gente, y los soldados de la base sin moverse del bar. ¡Esos sí que le hacen fijo al tormento! Hay uno con cara de remolacha que se ajuma con los ojos abiertos, como si fondeara sentado y otro que se queda mirando, mirando, como si a cada trago se fuera yendo más y más lejos, y un como aviador él, grandononón, al que le agarra por tentarle la cara a los que están cerca.
—Pero las del té… quiero, son las que ensuceyan más trastes. ¡Chanclas de por… allí nomás, por no decir de por… quería!
—Y no dejan ni agua. Se salvan las tazas porque no se comen —dijo^el más viejo.
—¡Ah, cómo no, abuelito, que le iban a dejar su pastel de coco, su embarrón de mantequilla, su chiquiador con betún colorado, de ese que se untan en la jeta!
—¡No seas tan cualquier cosa, vos hombre, ni que anduvieras por las «Cinco Calles», para hablar así! ¡Estás en el «Granada», jocicón!…
El señor Bruno intervenía:
—Siquiera hicieran el oficio callados. Es el mayor defeuto de ustedes. ¡Jodidos, qué les importa que las señoras no se coman las tazas, porque no se comen, y que ensuceyen más trastes de los necesarios, qué!… Para eso hay agua, jabón y manos. El trabajo aquí es seguro y bien pagado. Para qué fijarse entonces en lo que a uno de pobre no le va ni le viene…
—Es que usted, don Bruno Salcedo, es del tiempo de la nanita en que el pobre como el buey. De los que creen que el rico porque tiene pisto vale más que uno…
—¡Más que dos…, más que tres!… Aquí no mascás nada, viejo, porque donde el rico masca, el pobre se queda al corte.
Los restos de cadáveres de pollo y gallina que venían al lavadero en los platos, enmantecados, anunciaban la cena.
—Los gringos sólo esto comen… —comentó un muchacho de ojos verdes, levantando una pierna de pollo mal mondada para enterrarle los dientes de indio, afilados y con la boca sucia de carne pegada al hueso, agregó—:…y por decir pollo, dicen chiquen…
—Aguantan, muchá —dijo otro—, que yo estuve sirviendo en la casa de un español de por el «Puente Chispas», que tampoco decía pollo, sino polvo.
—Pues los de la base sólo esto comen, y a pura uña, sin tenedor ni cuchillo; quién sabe si en su tierra no son del «hotel de ios agachados» como nosotros y aquí vienen a pasar de místeres…
—¡Naide es profeta en su tierra pero, vos, prieto, aunque te vayás a la China nunca serás míster!
—¡Míster… ioso, no, pero seré don, donde quiera que esté parado!
—¡Donde puyan con caña serás don!
—¿Don?… ¿De dón… de, si es indio mi compañero? —interrumpió un tercero.
El agua bañaba las manos morenas que manipulaban los platos de porcelana blanca, las tazas floreadas, las copas de cristal, los vasos de todas formas y tamaños, los cubiertos de metal plateado, deshaciendo las nubes de jabón que momentáneamente enturbiaban las pulidas superficies.
—¡Ganancia! ¡Ganancia!… —gritaban a coro cuando se estrellaba un plato en el suelo.
Y el encargado de limpiar los platos de las mejores sobras de comida, antes de entrar en el lavadero, venía con una escoba a barrer las «chinitas» o pedazos de porcelana. Juan Nepomuceno Rojas, se llamaba.
Barría y rezongaba. ¡Rompen, rompen, rompen, como si fuera de ellos! Antes no era así. Lo ajeno se cuidaba más que lo propio. Había vergüenza, mucha vergüenza. Lo moderno es sinvergüencería y nada más…
Y, mientras rezongaba, se iba llevando a escobazos los pedazos de porcelana, que de los trastes rotos, él, Nepomuceno Rojas, era el primer pagano, fuera del dueño, pues no pocas veces se trozó los dedos al recoger la basura con restos de vasos o copas, ya que si no se hacían añicos a la vista de todos, buen cuidado tenían los responsables de esconder los pedazos, sin decir nada. Allá que se friegue el que saca la basura. Por algo se queda con las mejores sobras de comida. Juan Nepomuceno Rojas, como le llamaban, aunque por el uso y abuso que había hecho, como todo buen cristiano, de su tubo digestivo, mejor hubiera sido bautizarlo con el nombre de Juan Nepomuceno-como-desayuno-almuerzo-meriendo Rojas.
La Anastasia volvía de «La Concordia», un parque triste como el purgatorio, a eso de las diez de la noche. Antes de abandonar el parque, entre un árbol y una estatua, hacía su necesidad menor. El sobrino cuidaba de que no fuera a venir la policía o a pasar gente, silbando bajo las estrellas, silbando y jugando con los pies descalzos en la arena mojada de sereno.
—¡No tenes juicio con los pieses! ¡Te acomedís y no haces las cosas como se debe! Todo es que yo me encuclille para que empeces con la bailadera. Silbá cuando venga alguno, pero no porque sí.
—Yo porque no oigan los ruidos que usted hace, tía…
—¡Malcriado! ¡Sólo para malcriado servís!
Tía y sobrino regresaban de «La Concordia» a la esquina del «Granada», aire de día, de noche cáscaras, trajinados y lentos, hurgando con los ojos que se les salían de los párpados, los escaparates con panes rellenos de fríjoles negros espolvoreados de queso duro, panes con encurtidos y lenguas de lechuga, panes con chorizo, chiles rellenos y rellenitos de plátano bañados en polvo de azúcar…
La Anastasia cerró los ojos y con el sobrino de la mano atravesó la calle para alejarse lo más ligero posible de aquellas tiendas con tilicheras alumbradas frente a la solemne oscuridad de San Francisco. Huía de las tentaciones, la manita helada del sobrino en su mano de vieja, el ruido de los pequeños pies del chico en las baldosas mojadas de sereno y la balumba de sus fustanes con aire, y no se detiene si no pasa frente a Santa Clara, pequeño templo vecino al gran templo franciscano, donde se santiguó y santiguó al sobrino, y profirió palabras misteriosas y amenazadoras contra los ricos, poniendo como testigo al Señor de Santa Clara, un lienzo de Jesús con la cruz a cuestas que al fondo del sagrado edificio estaría alumbrado con lámparas de aceite.
Ya se oía la música del «Granada», a donde llegaron casi en seguida. La prisa de las tripas. El peludo de don Nepo quizá les regalaba algo de comer. Llegar, asomar a la puerta y soltar la lengua la Anastasia, todo fue uno. Lo dijo, lo dijo, lo dijo, no pudo contenerse:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
—¡Cállese, tía, la van a mandar presa!
—Estarán para eso, con la música, el baile y la jáquima que se cargan. Y como no es de aquí y ni ahora que los conozco… En Bananera, . hace rato, los vi siempre borrachos… Pero mejor no me acuerdo que fui joven, porque me entra la duda de que lo fui, y es lo más triste de la vejez, dudar que una fue joven.
—Tía, si quiere, entro…
—Yo decía, M’hijo…
El rapaz se colaba, menudo, astroso, prieto, y lograba quedarse largo rato entre las mesas. Era mucho el gentío y los meseros se hacían los desentendidos para que también participaran en la fiesta los que, como el chico, entraban a pedir fichas, cigarrillos o comida.
Los gigantes rubios, cada vez más borrachos, compraban diarios en español para pasar la nariz por un idioma que no entendían, billetes de lotería, revistas en inglés y ramitos de violetas, jazmines, camelias, magnolias, flores que ofrecía en una canasta recubierta de musgo verde, una mujer de porte mediano que de joven debió ser bonita. Pellizcaba a los soldados. Así tal vez me compran, decía, pero era puro pretexto. Les enterraba las uñas por saber de qué estaban hechos aquellos muñecos de celuloide y porque de repente alguno de todo se entusiasmaba con ella, o con alguna de las muchachas que ofrecía.
—¡Tengo un virguito…, le gusta el ramito?… ¡Tengo una casada…, le gusta el ramito de violeta morada?… ¡Véngase, don míster, es cuestión de ir a una pieza aquí cerca, aquí atrás, a la vuelta, en el callejón, allí le tengo a la muchacha!…
La Anastasia le cuidaba el canasto a la Niña Gúmer, cuando alguno de los gigantes, bestializado por la mezcla de bebidas, salía tras ella a tomar la mercancía allí cerca.
—Porque el míster ese no ha de querer ir más lejos, por la Veinte Calle sí que hay dónde escoger… —explicaba y hablaba la vendedora de flores al intérprete ocasional que los acompañaba, algún paisano agringado que a caza de fino que fumar y whisky que beber gratis, se prestaba a cualquier oficio.
—No, no, el señor está muy apurado, my good, traducía el intérprete.
—¿Por qué no han de pagar los hombres porque los engañen un rato así, si pagan porque los engañen toda la vida?… —se quedaba diciendo la mulata, con el canasto de flores a sus plantas, en la cruz de las calles como sueños. —¡Lo malo está en esas malditas que por necesidad…, necesidad putífera es ésa!… Ja, tener una que ver con un hombre que no quiere o que no le cae bien…, carroceada me daba el diablo! ¡Yo, no es por darme charol, pero sólo le di gusto al cuerpo con hombres que quise! Sin ir muy lejos: el padre del muchachito. Tía le impuse a que me dijera desde que nació, y así se acostumbró. Nada de mamá. Tía y nada más. Pero lo malo también está, no sólo en ésas, sino en esta tortolita vendedores que parece que no mata una mosca… ¡Ramitos! ¡Ramitos… y es pura conseguidora… y yo consentidora…, consentidora por estar cuidando este canasto!
Con la punta del pie, calzado con una chancleta, pateó la cesta de gardenias, jazmines, violetas, hasta media calle. De los cables eléctricos goteaba el sereno. Las estrellas numerosas, titilantes.
Un joven algo quitado de hombros se detuvo a ver qué pasaba. Alto, delgado, con cuerpo de botella.
—¡Pobre señora! ¿Se le cayeron las flores? La ayudaré a recogerlas…
—No son mías, no es mío el canasto… —apresuróse a responder la mulata, y estuvo a punto de añadir: —Caballero, cuándo me ha visto a mí planta de tabaculona…
Pero aquél fue el que ayudó a poner las cosas, y las flores en su lugar:
—¡Ah, son de la Gúmer!… Bien quería reconocer el canasto… —y mientras la ayudaba a recoger los ramitos de violetas y jazmines, le soltó al oído con la boca perfumada de sen-sen—¿No sabe si traería la Gúmer «iguanita del mar»?…
—No dijo nada. Dejó el canasto, y yo mé quedé cuidándoselo, y culpa del aire se me cayeron las flores que, Dios se lo pague, usted me ayudó a recogerlas.
—Pero tampoco trajo claveles. Si vuelve, dígale que no me trajo ni mi clavel ni mi «iguanita del mar».
La mulata, sin darse por entendida de lo que aquel vicioso infeliz le pedía, cortó en secó:
—Cuando vuelva se lo diré…
—¿Iría lejos?
—No sé…
—O si no, dígale que me busque aquí en el «Granada». Voy a estar por el bar o por el pasillo que da al mingitorio.
La Anastasia se acomodó a la orilla del andén para hacer tiempo.
—¡Del agua mansa, líbranos, Señor!… —se dijo, hablando con los ramitos de jazmines que le recordaban bodas, primeras comuniones y muertes. Las violetas no le recordaban nada. Olor… olor a un perfume que tuvo un su fulano prieto que apestaba a buitre. —Del agua mansa…, esta Gumersindita que parece una dama de compañía, además de conseguidora, comercia con «iguanita del mar». Por lo verde la deben llamar así, o porque las iguanas respiran y parece que estuvieran fumando mariguana, rociadas de chispitas, babosas y frutales. ¡Qué mala gente! ¡Comerciar hasta con «iguanita del mar» cuando lo que saca de las flores le da para vivir, de las flores y de las mujeres! Prueba, el negociazo que hizo la otra noche. Uno de los jefes, el que más galones tenía, dispuso comer ramitos de flores para que se le fuera el aliento de briago. Veintitrés ramitos se mascó, uno tras otro. Estaba que no podía tenerse en pie de la papalina y comía flores para que su novia no le conociera, por el huelgo, que no era huelgo, sino estocada, que había bebido más de la cuenta. «¡Déjese de novia, yo le tengo una buena muchacha!…» le respiraba encima la Niña Gúmer, acercándole el canasto lo más posible para que siguiera alimentándose de claveles, jazmines, violetas. Pero el jefe se quedó dormido, sin oír las ofertas, después del banquete de flores. Uno de sus compañeros, pelo color de zanahoria, celebraba el florido atracón a carcajada limpia, aplaudiendo, pataleando, dando puñetazos en las mesas, y sólo cuando estuvo extenuado de tanto reír, patalear y golpear con los puños, pagó a la vendedora el gasto de vitaminas perfumadas que su jefe devolvía en vómito de pétalos.
La mulata se rascó la cabeza. Pensar come por dentro. Y se levantó nalgueándose el trasero helado a dos manos, para botarse el frío y el polvo del andén. Entre recordar, cuidar el canasto y asomar a la puerta a ver qué pasaba con el sobrino, cupo una desperezada y un bostezo que la hizo decir con la voz aflautada:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Se asustó. En el silencio de la madrugada se oyó tan recio. Volvió a mirar a todos lados. Nadie. La calle desierta. Los chóferes dormidos en sus autos, como indios muertos encerrados en urnas de cristal. Los policías andando como sonámbulos. Capa amarilla y una toalla envuelta al cuello.
La Niña Gúmer vino, recogió el canasto y se hizo noche, sin decirle adiós. Mal agradecida. Tal vez no la vio. Aunque estuvo mejor. Era hacerse de delito cuidar el canasto en que quizás había «iguanita del mar» entre tanta flor de olor. Lo malo es que se fue y no le dejó lo que le tenía reofrecido. Por eso, sin duda, se hizo la desentendida. Unas píldoras de valerianato de quinina contra la calentura y los fríos. Le volvió el paludismo de resultas de un aguacero que les cayó no hace mucho. ¿Un aguacero? Un diluvio. Llegó con el sobrino a la casa como nadando bajo el agua.
En el bar seguía el forcejeo obsequioso de los amigos que se brindaban tragos y más tragos, amigos y conocidos, y que terminaban bebiéndose los tragos de los otros cuando tocaban a rebato. Y más adentro, en el salón de baile, la rocola incansable. Una música intestinal salida del vientre iluminado del gran aparato de colores chillones, excremento resonante con todos los filos del chirrido, acompañaba el zangoloteo de las parejas que bailaban cheek to cheek. Los gringos no dejaban mujer sentada, ventaja inconmensurable para las poco agraciadas que no siempre encontraban en otras fiestas y reuniones de confianza quién las sacara a bailar. Aquí bailaba todo el mundo: viejas, jóvenes, bonitas, feas, y en bailando, aunque las llamaran «gringueras».
Las menos diestras en los boogie-woggie terminaban descuartizadas. A cada baile frenético, escabullíanse al interior. Se bebe mucho líquido tomando el whisky con agua, y luego que la vejiga se mueve de lo lindo con esos bailes modernos. La vejiga y todo lo que queda cerca. Por eso, tal vez y sin tal vez, son tal deli… los boogies, más deli… que los blues, por ejemplo…, aunque los blues también son deli… ¡Sí, sí… (todo esto se hablaba en la toilette de señoras), los blues son más deli… que los boogies, porque son más deli… cados, en eso estamos de acuerdo, pero que los boogies, son más deli… que los blues, tampoco se puede negar, porque son más deli… ciosos…
—¡Cuánto arrejuntaste, sobrino, cuánto!… —exclamó la Anastasia al salir el chico con la mano en el sombrero lleno de monedas. —Te fue mejor que a la parienta, la noche aquélla que el míster dispuso comerle las flores…
—¿Parienta? ¿Qué es nuestro, tía?
—Ser, no es nada, pero como es pobre es de la familia.
Sábados y domingos se arrinconaba la rocola. Jazz-band y marimba electrizaban las horas de esas noches de mayor concurrencia. La marimba en el suelo, como serpiente con patas, y el jazz arriba en un medio coro de iglesia, altura desde donde, bajo el dedo convertido en batuta de un mofletudo serafín de pelo color de fósforo, que actuaba como director de aquella nueva sublevación geológica, cuerdas, maderas y metales ensordecían el ambiente con todos los ruidos y silencios del comienzo del mundo, desde la percusión de las piedras hasta el vagido de la marea que hace pausa antes de reventar. Entre la hecatombe de la formación y las frustraciones de las sonoras islas, la mudez del silúrico profundo que el jazz repite, fragmenta, acompasa, convierte en frenesí, estertor, tempestad, estridencia cortados de golpe, sustituidos de golpe por abismos de silencio tan profundo, que se necesitarán nuevos y más brutales y más furiosos choques de moléculas de metal ardiendo, de maderas tremantes, de pellejos de bestias calcinadas por la vibración, para lograr el pleno sonido, el máximo clamor de las materias doloridas y gozosas, sólo que una vez conseguido, súbitamente callara todo, todo…, el tiempo de un compás abismal que más pronto yugulará la tempestad del jazz en nuevas y furiosas combinaciones.
Las dos de la mañana. Faltaban mesas. Más mesas. Faltaban sillas. Más sillas. Más mesas. Más sillas. La pista de baile se reducía. Más mesas. Más sillas. Más sillas. Cada vez menos pista. Cada vez más parejas. No bailaban. Se movían en rededor de un mismo lugar, apretujadas, incrustadas, entre el sueño de la ebriedad y el humo de los cigarrillos, besándose, hablándose, lamiéndose como las primeras criaturas en medio de las conflagraciones del origen del mundo, de las que el jazz era imagen. No bailaban. No se movían. No hablaban. Se daban los huelgos de seres tiernos, nebulosa humana vulnerable en medio del furioso desbordamiento de las materias ígneas de los saxofones, de los platillos lunares chocando, del retumbo de los timbales, del zumbido de las cuerdas, de los panzazos del piano, del traqueteo de los senos telegráficos de las maracas, todo anterior al silencio que también es el jazz.
Aplausos, gritos, voces, risas… ¡Más whisky! ¡Más soda! ¡Más gin! ¡Coñac! ¡Ron! ¡Otras cervezas! ¡Champán!…
La sala a media luz. ¿Blue o tango? Tango… Los bandoneones se abren del tamaño de la pampa…, pampa argentina…, pampa que cabe en los brazos… Y después del tango, un bolero.
La concurrencia coreaba cuando sabía la letrina, como llamaba un poeta local a la letra de los boleros.
Y después de la orquesta, al terminar el bolero, seguía la marimba. Tres compases largos, lentos, a cargo del que tocaba los bajos:
¡Pon!… ¡Pon!… ¡Pon!…
Don Nepo Rojas, como le llamaban en su casa, en el trabajo, en todas partes, acortando aquel Juan Nepomuceno Rojas Contreras, con que lo bautizaron, al oír aquellos tres graves trémolos subir de la profundidad a la superficie del maderamen sonoro, bendecía las tres de la mañana. Lindo vals. El final de la tarea.
En sus dominios todo estaba listo para apagar la luz y marcharse: la basura en los toneles alineados a lo largo de un tabique construido con tablas de cajones de mercaderías. Como herrar bestias herraban estos cajones misteriosos nombres (Calcuta, Liverpool, Amsterdam, Hong-Kong, Shangai, San Francisco…), y bajo la capa, sobre una banca del zaguancito por donde salían los empleados, la bolsa con desperdicios de comida, los mejores para su casa, los otros, para la Anastasia. A la mulata lo que más le gustaba eran las salchichas, la gallina o huesos de gallina con arroz, los desechos de los hamburgs picantes, las papas fritas y la mayonesa. De todo iba, hasta pasteles medios mordidos para el sobrino mocoso.
Al iniciarse el vals, después de los tres primeros compases, con todas las teclas de la marimba vibrando, la concurrencia coreaba:
—¡Son las tres de la mañana…!
Y la Anastasia repetía:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Nadie lo oía, ni ella misma con el hambre que le zumbaba como panal en los oídos, ni el sobrino dormido en el quicio de la puerta vecina, la cabeza sobre el bracito que le servía de almohada, carne y harapos, la cara tapada con el sombrero de recoger las limosnas, los pies de cáscara de fruta, negra la planta de andar descalzo.
Sin perder tiempo, al oír el vals, John se levantó a bailar con una criollita modosa, con más películas en la cabeza que las bodegas de la Metro y pronto se perdieron entre las parejas que bailaban cantando: «Son las tres de la mañana…», cada vez que coincidía con la música.
John bailaba mecánicamente, un suave ruido de hélice de avión le zumbaba en las narices, bailaba por bailar, y la criollita por hacer la conquista, no porque le faltaran enamorados, tenía por cientos las docenas, sino por la novedad y porque se parecía a su soñadísimo.
Por momentos, John sentía la criollita apretarse lo más que podía a su flemática persona, mientras ésta, sin pensar en el ser físico que llevaba enfrente, entornaba los ojos y acariciaba con las pestañas el encanto de sentirse en brazos de su John, el de la pantalla. Su cabellera negra, partida en dos cascadas de azabache, seguía los compases del vals, como un péndulo que marcaba también las tres de la mañana sobre sus finos hombros. Se curvaba lo más que podía. Frotar la comba de su fino vientre a la hebilla del cinturón militar de John. La hebilla con la estrella dorada de los aviadores. En la última película, su John hacía el papel de soldado herido en el frente de batalla. ¡Tan redivino que estaba!…
—¡Tan redivina la guerra!… —dijo, y su compañero, el John de carne y hueso, sin esperar a que terminara el vals, ya interminable, se detuvo frente a su mesa y apuró su vaso de whisky.
—John!… John!… —trataba la criollita de contenerlo, pues tras apurar su vaso de whisky, se bebía los whiskys de las otras mesas.
La guerra…, la guerra… del otro lado de la noche de pestañas tropicales, la guerra…
Un «bolo»…
—¡Bolo, porque soy del país…, si fuera extranjero, sería ebrio! —salió diciendo un cincuentón. Llevaba el sombrero hasta las orejas para no perderlo y una botella en la mano para no perder la que llevaba… ¿la botella?…, no, la que llevaba en él, no en la botella…
—¡Serían las dos…, serían las tres…, cuatro, cinco, seis de la mañana!… —cantaba. —¡Serían las dos…, serían las tres…, cuatro, cinco!…
Se le fue la voz. Una mujer estaba que ya mataba a un chico.
—¿En quién…, en quién te hizo tu padre?… ¿En quién…, en quién…, me vas a decir en quién?… ¡A mí! ¡A mí! ¡A mí me lo vas a decir! ¡Pedazo de lépero! ¡Deslenguado! ¡Desacreditador!…
El sobrino fue sacado del sueño por la Anastasia que lo tenía de una oreja y lo levantaba en vilo. Sin saber bien lo que pasaba, dando gritos, los labios en un temblor, se le mojaban los ojos con la pasta del sueño enlagrimado, mientras aquélla, enloquecida de ira, sólo miraba en el infeliz chiquillo al ingrato enemigo encubierto que la traicionaba.
El borracho se acercó a quererle decir:
—¡No sea bestia, cómo le pega a esa criatura!…
Pero todo se le fue en babas y eructaderas.
—¡Ya me contó, ya me contó el señor Nepo —seguía la Anastasia—que de gracia agarraste desacreditar a tu tía, para sacarle pisto a esas porquerías de la suciedad…, sí, sí… de la suciedad, porque ésos no son sociedad, sino suciedad!… ¡Prestarte por unos centavos para que se rían de nosotros!… ¡Pero me lo vas a repetir aquí que tu padre te hizo en una tu tía!… ¡Aquí estoy para oírte, para eso estoy aquí… decí… decí…,¡decílo ante mí…, en mi cara…, no por detrás… bandido!
El chico logró desasirse de las uñas de la mulata que lo hamaqueaba de la oreja, no sin dejarle en los dedos un puño de pelo, le arrancó hasta el cuero cabelludo, ciega de rabia, vociferante, mientras el ebrio, tras empinarse la botella, para no perder la consabida, siguió calle abajo cantando:
—¡Serían las dos…, serían las tres…, cuatro…, cinco… seis…
Los que tocaban la marimba, curvas las espaldas de cansancio, enguantadas las manos de sudor, el pelo en desorden sobre la frente, seguían tocando —tres veces hicieron repetir el vals—cuando la Anastasia se asomó a la puerta:
—Ja!, ¡ja! ¡ja!… el vals… Ja! ¡ja! ¡ja!… las tres de la mañana… Ja! ¡ja! ¡ja!… me hizo en una mi tía… Ja! ¡ja!… ¡ya se están mamando otra vez los gringos…
II
El señor Juan Nepo Rojas volvía de su trabajo en bicicleta, la mitad del año como hoy, entre la noche con estrellas y el alba calurosa, y la otra mitad cubierto por una capa que apenas le defendía de los aguaceros, la cara bañada por goterones de llanto dulce y la rueda delantera levantando abanicos de cristales al hendir las calles convertidas en ríos navegables. En verano y aun en invierno, la bicicleta rodaba sin esfuerzo del trabajo a su casa por el terreno que descendía de la parte alta de la ciudad, la Plaza de Armas y el centro comercial, a los niveles del valle hondo, valle de tierra de árbol, humedad de baldío y gente con su pasar y su trabajo, y se lo explicara o no física o milagrosamente, ser transportado por la inercia, el más silencioso de los motores, seguía siendo para el señor Nepo, un misterio, un enigma que se repetía todos los días de madrugada y que era como la devolución de lo que él pagaba también todos los días en las últimas horas de la tarde, cuando trepaba de por donde vivía hacia el «Granada» a golpe de pedal, hasta llegar que ya no tenía alientos, ni corazón, ni saliva, ni piernas. Pero iba de su casa, salía fresco y, como él decía: la gozaba sufriendo. Lo terrible hubiera sido pedalear en subida al salir del trabajo, después de horas y horas de estar en pie, muerto de fatiga y de sueño. Allí era donde el señor Nepo veía patente la mano de Dios. El poder regresar, después de la penosa faena nocturna, en la bicicleta que se deslizaba como por un tobogán, los pies en los pedales, sin moverlos, como no fuera sosteniéndolos hacia atrás para contener el avance de las ruedas que lo asomaban a ese otro mundo misterioso de la velocidad, cuando, tentado y atrevido, en lugar de frenar la bicicleta, le daba por pedalear, por imprimirle más impulso, presa de una embriaguez desconocida, de una delicia que lo extenuaba, como si el vulgar deslizamiento del cuerpo, le gastara el alma.
Perros despiertos, luces fofas, bultos humanos…
Se le escapó el pedal que se le escapaba siempre, el derecho, y en seguida el otro, pero el gastado era el derecho, tendría que hacerlo cambiar, y no le quedó sino timonear para no estrellarse, iba por la bajada de Santa Rosa, acababa de dejar el templo atrás, timonear a ciegas en la poca luz del amanecer, poco era su faro y escandalosa la campanilla en que llevaba el dedo pulgar como en un gatillo, disparando timbrazos para que se apartara el cristiano o semoviente que fuera por la calle a esas horas, todo mientras recobraba el control de los pedales que giraban a la alta velocidad de las ruedas o lograba encajar, como rozadera, la punta del zapato en el tenedor, hasta alcanzar la llanta de la rueda delantera.
Lo logró y tan a tiempo que un instante más y se estrella contra un camión que se desplazaba velozmente con todas las luces de sus faros encendidas. Lo que dura un parpadeo fue el cruzar de su pequeñez y la inmensidad en toneladas. Pero se le fue otra vez el pedal, el derecho. Echó el cuerpo de ese lado para alcanzarlo y apoyarse mejor, aunque ya por el Teatro Colón, la bicicleta dejaba de ser aquel milagro rodante y necesitaba de su impulso.
—¡Paciencia… —se decía—, paciencia, piojo, que la noche es larga!—, y pedaleaba, sin mayor esfuerzo, porque de allí, hasta su casa, se advertía el suave descenso de la calle que después del templo de San José se acentuaba a tal punto que volvía a dormirse sobre sus timones, envuelto, ya para llegar a la Parroquia Vieja, en un agradecimiento infinito hacia Dios que le proporcionaba el regalo de ser transportado, como en sueños, después de su penoso trabajo nocturno.
Y ante estos sentimientos: lo práctico que le resultaba la bicicleta y lo bueno que era Dios, daba por bien perdida su respetabilidad. Qué le importaba que dijeran sus vecinos que no era serio que una persona de su edad anduviera en bicicleta y él no andaba, si por tal se entiende pasear, como los jóvenes que le ponen al domingo las dos ruedas y se van de novia en el timón, él lo hacía exponiéndose a quebrarse el bautismo y a perder su aplomo de gente mayor, porque no tenía en la madrugada otro medio de volver a su casa.
El cochino pedal se le escapó de nuevo y logró pescarlo a la desesperada, al enfrentar por la Avenida de Chinautla, frente a la fonda «El Reloj», una flota de camiones gigantes que al desplazarse hacían temblar las casas. Se chupó el frío mocoso de sus bigotes. La luz lo cegaba. La luz entera de los faros. Y se le estremecieron las entrañas, al pasar raspando las ruedas inmensas como mundos y los motoronés tremantes. Pedaleó, pedaleó furiosamente. Le convenía dejar pronto la ruta recién construida para el acarreo de los materiales, piedra y cemento, de «La Pedrera» el aeródromo en que se estaban construyendo las nuevas pistas de aterrizaje. Y lo único que le faltaba, ya no sólo el pedal, sino un calambre. Se afirmó en la bicicleta como pudo. Los camiones pasaban uno tras otro, uno tras otro. Se subió a la acera, a la acera de unas casitas que temblaban, como en agonía, sacudidas del cimiento a las tejas por el paso rodante de aquella tropa de mastodontes de acero. Un nudo, un nudo ciego en el camote. Soltó el timón. La bicicleta se fue al suelo. Con las dos manos apretábase la pantorrilla el señor Nepo. Un despertador sonaba en alguna casa. Se extinguían las luces del alumbrado público. El día. Una fresca blancura sin color. Los colores empezarían cuando él apartara para su casa, por las Caleras del Norte. El perla empapado en rosa, en rosa amarillo, en oro naranja, en un amoroso lila de humo y no humo, y en la vehemencia del azul nuevo.
Nepo Rojas entraba en sus dominios ya de día, entre el desvelo y el sueño, devolviendo los saludos a los carreteros que le echaban los «buenos días, señor Nepo», a gritos, desde los corrales, donde los dormilones amarraban los yugos a las cornamentas de los bueyes, los tempraneros pegaban las yuntas a las carretas y los de fijo madrugadores ya iban de salida hacia las Caleras a cargar, seguidos de los perros y el canto de los gallos.
—¡Ese gallito es el de la señora Pola!… —distinguía don Nepo—. ¡Y ese otro, ese que se sintió afectado y le contestó, es el gallo ronco del español! No sé quién cuenta que la Pola y el español se entienden y se comunican sus cuitas a través del canto matinal de sus gallos. Y el gallito ese… qué feo canta…, puro silbato de tren…, es el de mi nieto… Ya le dije yo que no era fino…, la pluma la tiene buena, pero le está creciendo en vicio el espolón y o lo cambia por otro que sea bravo para la pelea, o nos lo comemos en chicha el día de San Damián que es su santo.
El nieto lo esperaba, cuando no tenía que salir con su carreta de mucha madrugada, por quedarle lejos la entrega. Al muchacho, hueso y pellejo, pero macizo, le daba gusto ver al abuelo con tantos años, como diz que tenía, rayar el alba con su bicicleta, como si fuera jovencito. El viejo se apeaba por el pedal o al salto para más lujo, fiando los ojos cristalizados por la edad y el desvelo a la mirada dulce de su nieto, mientras éste se acercaba a tomar la bicicleta por los cuernos, que tal parecían los extremos calientes del timón, y en dejándola en su lugar, volvía a servirle, en taza de bola, el café negro, espeso e hirviendo, que era como le satisfacía.
Al señor Nepo le gustaba hacer sopas. Echar el pan en el café y comérselo con los dedos, que se chupeteaba con bigotes y todo.
—¡Lo que a uno le cuadra…, ¿verdad, Damiancito?, ¡y no como en ese lugar de mi trabajo, donde todos, hasta los pinches, se hartan con cubiertos! ¡Igualados, no saben lo que se pierden con tantos tenedores, cuchillos, cucharas y cucharitas…; con la yema de los dedos empieza a sentírsele el sabor a la comida!
Y, mientras desayunaba, que dos panes, que tres panes, que pan desabrido, que pan dulce, lo que se conseguía, pensaba en lo que más le tenía que agradecer a Dios: el café con pan de la mañana, sin el enemigo en casa, es decir, sin mujer, en paz, sin guerra de mujer, que es la peor de las guerras. En su casa, desde que finaron su esposa y su hija, madre de Damiancito, no entraban faldas; mientras desayunaba echaba la lengua a retoñar, dado que en el trabajo no se hablaba con nadie, fuera de las cosas de educación y del oficio, y de día, sólo que hubiera hablado dormido.
—Los perros mueven la cola del gusto, nosotros los cristianos movemos la lengua, que es la cola del como sieso de chucho que tenemos en la campanilla…
—¿Le siguió molestando el pedal? —interrogó el nieto.
—Sí, Damiancito, y de esto te quería yo hablar, así es que hiciste bien en recordármelo. Está muy gastado y es mejor que lo cambien.
—Al solo regresar de mi entrega, vale que por aquí cerca voy a ir a dejar unas doce arrobas de cal, se la llevo a que lo cambien.
—Si por acaso estuviera dormido, cuando regresés acordáte que es el pedal del lado derecho.
—Que revisen los dos, pues cada vez está más peligroso el camino con ese mundo de camiones que no descansan ni de día ni de noche. ¡Hombres para ser bastos! Y es que creo que en las pistas le están metiendo tupido. Y ahora, acuéstese, que tenga buenos días… —y al decir así, Damiancito se quitó el sombrero, cruzó los brazos y le hizo una tímida reverencia.
—Que para mí son buenas noches, hijo, porque es a la hora en que vos salís al trabajo, que yo le encuentro acomodo al cuerpo. ¡Sea por Dios!
—Pero desvístase, quítese la ropa, los zapatos, no se descansa si uno no se quita los trapos, y es feo dormirse vestido; sólo los muertos o los fondeados.
Y al día siguiente, de regreso de su trabajo, don Nepo no hacía sino ensayar los pedales, que, gracias a Damiancito, habían quedado como nuevos. Soltaba la bicicleta, la dejaba cobrar velocidad, lo hizo bajando por el Mercado Central, y luego la frenaba poco a poco, gozoso de que le obedeciera aquel engranaje misterioso, que era como de dientes, de dentaduras que se mordían dentro, para no dejar que naciera la velocidad. En una de tantas, frenó de golpe y casi se fue de boca, salióse del asiento, el timón le dio en el pecho.
No amanecía. Esa sensación angustiosa de que se va a quedar la noche. Las estrellas sin palidecer, cada vez más brillantes, y el cielo hondo. La luz eléctrica más oscurecía que alumbraba. Cruzó por entre los grupos de marchantes y bestias cargadas que al paso o al trote subían hacia el mercado y por entre barrenderos que pasaban de la nube de polvo a la neblina y de la neblina a la realidad, y más adelante empezó a cruzarse con los camiones del «Army». La luz de sus faros, flatulenta a la distancia, cobraba de pronto color de miel de membrillo, para en seguida abrirse en circulares relámpagos de ámbar. Cada camión era un peligro de muerte y era apenas un parpadeo el que duraba el cruce de la mole rodante y su insignificancia ciclística, defendida por la sensibilidad del pedal para echar breque y por el timón que burlaba como jugando las embestidas de los gigantes demoledores. La única amenaza latente era el calambre. Ese trenzársele de los músculos de la pantorrilla en forma tal que tenía que soltar la bicicleta y echarse al suelo, parado, cuando alcanzaba pie, y si no, como cayera. Y por eso sólo se sentía seguro cuando apartaba para su casa por el camino de las Caleras del Norte, dejando a la derecha, entre llanos, árboles y caseríos, la autopista de concreto utilizada en el transporte de los materiales para ampliar el aeródromo, autopista paralela a un ramal de ferrocarril por donde corrían trenes cargados de petróleo y explosivos. El aire lo favorecía. Soplaba viento sur. Era tan material sentir que lo empujaba. Casi todo el viaje sin pedalear. No amanecía. El temor de que la noche se quedara. ¿Quién garantiza el día? ¿Por qué no puede empezar en una noche la tiniebla para siempre? Abajo, a la distancia, por la autopista, los faros de los enormes camiones militares barrían la sombra, escobazos que aprovechaba el día cegatón para instalar sus neblinas fragantes sobre el silencio de la tierra. Camiones y trenes se movían como en campo de batalla, sin que faltaran para aumentar el desasosiego del vecindario, las incesantes detonaciones de las cargas de dinamita. Más camiones. Más trenes. Cerros de piedra que volaban en pedazos. Pronto estaría en su casuchita, con Damiancito, su nieto, al abrigo de aquel maremágnum, palabra que empleaba, porque se la tenía oída al español de las vacas extranjeras.
Le apuraba llegar a su casa por ver a su nieto, tomar café caliente y echar al cuerpo en algún lado. Lo de dormir se volvió cuento con tanto ruido extraño a la vida vegetal de aquellos sitios, donde el silencio majestuoso que bajaba de las montañas cubiertas de encinales o peladas por erosiones que parecían lastimaduras de bestia matada, sufría sacudidas de muerte con el profundo palpitar de los motores a lo largo de la autopista, los pitazos de los trenes, el enganche y desenganche de los vagones vacíos o cargados, y arriba, en «La Pedrera», el resonar trepidante de los barrenos, los golpes secos y brutales de los martillos mecánicos, y el interminable rumor a cascada de la piedra triturada que caía de los andariveles a la boca de inmensos embudos.
La cañada se hacía honda, parpadeante de mariposas, y el camino se doblaba en cerrado codo en un puente de la época de los españoles, puente imperial, por el escudo en piedra que ostentaba. Despertaba de su sueño de siglos en medio de aquella baraúnda guerrera, apocalíptica, entre automóviles con ruedas de oruga y hom-bres fantasmas, guantes, anteojos, overoles, que tendían cables eléctricos de alta potencia, en torres plateadas provistas de verdes ojos de gusano, que no otra cosa semejaban los aisladores de vidrio, en los que los cables quedaban fijos y distantes.
Un perro asomó ladrando después del puente, se lanzó contra la rueda delantera. Don Nepo pasó sin darle importancia —que ladre, se dijo, que cumpla con su deber— pero hubo que usar pedal y timón con suma maestría, para escurrir el cuerpo y la bicicleta entre un paredón de peñas y un carruaje destartalado que tiraba un caballo de mala muerte. No pudo ser casual. Intencionalmente se lo echó encima el español de las vacas extranjeras, envejecido al servicio de una familia de abolengo, y ahora, desde que tenía una finquita, con aires de liberto. Sixto Pascual y Estribo, aunque éste último apellido se lo soltaban como apodo, por el honor que le hacía, pues decían que en todo y en todas partes, para lo único que servía era para meter la pata.
Y no sólo por poco lo atropella, sino apenas le contestó el saludo. Por una parte mejor. Otras veces se detenía a echar el párrafo, mientras alineaba un gusanito de tabaco picado en la canaleta que del pulgar al índice de su mano izquierda formaba una minúscula hoja de papel de arroz, para luego enrollar, ensalivar el borde con la punta de la lengua y hecho el cigarrillo, llevárselo a los labios enjutos, azulosos por el bigote rasurado, encenderlo con un yesquero y una mecha, y ponerse a echar humo, humo y palabras, sin importarle los bostezos de don Nepo, vacíos gritos de sueño y de cansancio, que más que bostezos eran aullidos. Nada. Entre gargajos y carajos, la gárgara de los grandes títulos de sus señores amos y sus pequeñas rivalidades por cuestiones de dinero.
El señor Nepo Rojas le llevaba la contra, no de mañana en el camino pues apenas le quedaban fuerzas para llegar a su casa y sólo por educación se apeaba de la bicicleta a escucharlo. Le contradecía los domingos y días festivos en la fonda de la Consunsino, la Marcos Consunsino, donde se juntaban después de misa, a beber cerveza y comer panes con curtido. A eso de las once encontrábanse domingos y días de guardar, el arrugado peninsular desarrugándose el pellejo, se estiraba y se estiraba la cara, se estiraba el pescuezo, y Nepomuceno, desarrugándose el traje que de tenerlo guardado se mascaba en el cofre. El gusto, el placer, la fiesta dominical del castellano era desarrugarse y tardaba en desarrugarse todo el domingo. Entre semana no tenía tiempo y debía estar en pleno uso de sus arrugas furiosas que imponían respeto a los peones, y de sus arrugas amables, redes con las que atrapaba la voluntad de sus patrones.
A los saludos de don Nepo, respondía invariablemente:
—¡Desarrugándome, amigo, desarrugándome…, este pellejo de prepucio que Dios me dio en la cara!
Pero esta vez no se detuvo en el camino a echar el párrafo. Por adiós un gruñido al estrechar el carruaje contra el paredón. Don Nepo pedaleó lo más rápido que pudo, si no lo deja estampado en la peña como calcomanía y hasta después, pasado el susto, se dio cuenta que el español se estaba cobrando de lo mal parado que salió de la última discusión que tuvieron, discusión que no degeneró en reyerta porque intervino a tiempo la Consunsino, la Marcos Consunsino.
¡Ni los reyes eran de origen divino, ni los toreros eran héroes ni sus amos, por nobles que fueran, eran santos!…
Fue lo que casi le hizo estallar y de lo que se estaba vengando. Sudaba calentura de una hija de sus patrones, nobles de España, casada con un enriquecido plantador de bananos, venido a pobre empleado con ínfulas de la gran compañía. Un hijo de aquellos que heredaron en la Costa Sur, la fortuna del famoso COSÍ.
¿Qué era lo que enfurecía al peninsular? ¿Que uno de los nietos de sus ilustres y rancísimos amos se llamara Lester Cojubul (no Kieijebul) Sotomayor, de los Sotomayores de cerca de Rodondela, provincia de Pontevedra, y de los Cojubules de todo eso de por allí por donde ahora él engordaba y ordeñaba sus vaquitas extranjeras?
—Sotomayor de los Sotomayores de los duques, no de los marqueses —precisaba don Sixto, desarrugándose—; parad mientes, de los duques de Sotomayor, a los cuales Felipe V otorgó este título con la grandeza de España de primera clase, y no los marqueses a quienes Carlos II hizo nobles setenta y tantos años más tarde.
—¡Jujunnnnn! —acotaba Nepo Rojas y reía.
—¡No me gusta esa risa!
—¡No tengo otra, don Sixto!
—¡Pues reíd! El Papa dijo en su famosa bula que los americanos no érais bestias, porque os reíais…
—Y de esa bula viene el apellido Cojubul, para que usted vea…
—Raras heráldicas…
—Cojubul viene de cojón y bula…, fíjese bien, de cojón y bula…, de familia de criollos que se pasaron las bulas por los cojones…
No se agarraron porque intervino la Consunsino, la Marcos Consunsino.
El señor Nepo conocía a los Cojubul de años, desde cuando se tiraron a la costa pobres, pobres, con sólo lo que tenían puesto, no tenían más, y a instancias de un tísico que había venido de aquellas tierras de fragua ponderando lo fácil que se ganaba en ellas. Bastiancito y la Gaudelia. Como si los estuviera viendo. Se fueron recomendados a un señor de apellido Lucero. Y enseguídita, casi pisándoles los talones, salieron los Ayuc Gaitán, hermanos de la Gaudelia. Al que Dios se la da San Pedro se la bendice. Nada hubiera hecho con sus siembritas, con eso nadie ha pasado de zope a gavilán, pero heredaron la fortuna de uno de los accionistas más fuertes de la bananera, un tal Lester Mead, aunque su verdadero nombre era Lester Stoner, muerto con su esposa, Leland Foster, en el primer viento fuerte que pegó en el sur.
Todo esto lo sabía de memoria Pascual y Estribo: el origen telúrico de la familia Cojubul, la herencia fabulosa en acciones de la gran compañía, el trasplante de los herederos Cojubul y Ayuc Gaitán a los Estados Unidos, con sus esposas y sus hijos, y la pérdida de su fortuna al vender sus acciones de la «Tropical Platanera, S. A.», a Geo Marker Thompson, pirata conocido con el nombre del «Papa Verde», creyendo que el fallo en la cuestión de límites iba a darse a favor de la «Frutamiel Company», descalabro de fortuna del que no se rehicieron sino a medias, al lograr colocar a sus hijos, como altos empleados de la compañía.
Lo que por segunda y última vez hizo rechinar los dientes en un como chisporroteo al arrugado don Sixto Pascual, que de pascuas sólo el apellido tenía, y pasar del echar chispas con los ojos al escupir ralo, y del escupir al insultar, y del insultar a dar puñetazos en las mesas y puñetazos al aire, fue el nombre de la mulata Anastasia, a quien don Nepo, amigo de poner las cosas en su lugar, citaba como testigo de las barbaridades cometidas en la Costa Atlántica, para arrebatar las tierras a los campesinos y formar esas grandes plantaciones. Los arrojaban de sus chozas a punta de bayoneta y latigazos, al darse cuenta de que el oro mellaba su poder de corrupción en la voluntad de los que no querían deshacerse de lo suyo, suelo regado por el sudor de sus padres y lo único que tenían para sus hijos. Se puso oídos sordos a las protestas de las municipalidades, se legalizó el despojo con decretos inconstitucionales y se diezmó a los hijos del país, ahogándolos en el Río Motagua o en el servicio militar, cuando empezaban a convertirse en rivales peligrosos para la producción de fruta.
—¡Nobleza obliga!… —Don Nepo tenía una voz de viento encerrado en un zanjón—. ¡Tanto marqués y tanto conde, para terminar toda la familia y hasta el criado, de rodillas ante la platanera!…
—¡Que no os lo permito, Rojas!
—¡Con un nieto evangelista y cuarterón! —remató don Nepo entre risas y pelos.
Por segunda vez intervino la Consunsino, la Marcos Consunsino, pues iban a golpearse, cada cual con el mueble que le quedó más a mano, enfurecido el español y a la defensiva don Nepo, aquél con una silla, y éste con un banco de tres patas.
Y no volvieron a verse hasta ahora que se encontraron.
Un gruñido rencoroso saltó de todos los pliegues de su cara alforzada y del frenillo, su más íntima arruga bajo la lengua, y fue patente su intención de atropellarlo con el carruaje, al reducir el espacio para prensarlo entre el paredón de peñas y la rueda trasera, tan patente que don Nepo Rojas apenas tuvo tiempo de escurrir el bulto.
En el último trepón, ya para subir a su casa, la bicicleta se transformaba en un mamotreto tan pesado que parecía otro vehículo, no el mismo que rodaba con él hace un momento por las calles céntricas, como exhalación de sueño.
Y después del trepón, el patiecito que seguía a la puerta tranquera. Por lo visto no estaba su nieto. Timoneó a la izquierda para ir a dejar el «caballo de ruedas» a una galera de aparejos, frenos, piales de uncir, yugos, tecomates, costales, zaleas y un arado viejo. Se apeó a la entrada de la galera tiesas las piernas acalambradas, jadeante, sudoroso e impulsó la bicicleta que siguió rodando ya sola hasta detenerse en su rincón. Su nieto se la recibía pero cuando no estaba la «cicle» tenía suficiente entendimiento para irse a colocar donde le tocaba… Entendimiento y buen corazón, se dijo mientras se desataba el pañuelo anudado al pescuezo y con el pañuelo enjugábase el sudor de la frente… Entendimiento y buen corazón… El buen corazón de no dejarlo a pie en las madrugadas y el entendimiento de identificarse como una segunda naturaleza con su instinto de conservación al sortear el paso estelar de los camiones que a esa hora del alba, viajando con todos los faros encendidos, eran como astros que cambiaban de lugar, y al evitarle el peligro de estrellarse con un poste o atropellar a un peatón, cuando volvía de su trabajo nocturno, un poco atontado por el cansancio y ciego de sueño, con las pestañas llovidas sobre los párpados como mechas de sauces llorones. No en otras condiciones salía, el cuerpo cortado, bascoso, adolorido de las coyunturas, sin más apoyo que su bicicleta, a enfrentar un mundo en que la luz era todavía sombra y la sombra comenzaba a ser luz, claror de clara de huevo, mundo en que las casas y los árboles vagaban, la ciudad entera vagaba en el espacio del duermevela a ras del suelo, desprendida de la realidad, como una emanación de ella misma, emanación hedionda, tufo de un cuero de res estacado por los cantos de los gallos.
Se frotó el pañuelo tras las orejas, por la nuca, sin dejar de experimentar por su bicicleta el conmovido agradecimiento del jinete por el caballo y ahora con mayor razón: le había salvado de quién sabe qué golpes y heridas al permitirle escapársele al don Sixto, cuya negra intención fue hacerlo cisco, polvo, dejarlo allí mismo tendido. Pero le soltó unas cuantas de su repertorio, aparte de gritarle: ¡Salvaje!… ¡Bestia!… ¡Animal!…
Se paró junto a la cama. Un catre de tijera con un petate, almohada, sábanas y tujas. Por debajo de la puerta, que al entrar entornó de golpe, furioso, y por las rendijas del techo, se colaba la luz de la mañana, blanda, calcinante, esa luz que en los hornos de las caleras se convertía en cal viva. No se acostó. Un trago. Eso. Con una copa de… cualquier cosa, en siendo fuerte, le pasaría el susto y el disgusto. Buscó en un medio aparadorcito, tras los cofres, igual que mono en la penumbra, porque se iba desvistiendo al mismo tiempo, y toda la pelambre lucía fuera. No había. Botellas de vino dulce, otras de licores de sabor, otras de cerveza, todas vacías, con mal olor de corcho en sus redondas bocas que fueron apetecibles y las que ahora don Nepo se acercaba al ojo, no a los labios, en su apremioso deseo de beberse un trago, en busca de contenido. Mal olor a corcho podrido y peor olor de polvo que se embriagó y se durmió en el fondo convertido en inútil eternidad. Y entre las botellas y basuras, un corcho de champán… (el de la botella que, por ser galana, su nieto utilizó para guardar miel), ja, ja, ja… Para champán estaba él…, para todo, menos para reírse, porque no hubiera sido cosa de risa sino de agarrarse a mordidas… Que se riera, que se riera el que sólo servía para meter la pata, por algo se llamaba Estribo, viejo maldito, esquinudo, maldito… Que riera con sus dos dentaduras postizas que le sonaban a cuatro herraduras de caballo de tan malísimamente mal que le quedaban… Un corcho de champán… Lo bien que le caería un traguito… Pero no de champán… Eso es para las fiestas…, de puro aguardiente, de purita cushusha, de algo que le raspara el garguero igual que papel de lija, sí, sí, le raspara todo por dentro, hasta hacerle olvidar que tenía pecho y entrañas.
Ardor, ardor necesitaba, más que trago. Ardor en el garguero y el estómago. ¡Tonto! Pero si su bicicleta estaba allí, ¿qué esperaba para volverse a vestir y pedalear hasta donde la Consunsino? Imposible. Le había jurado no poner más los pies en su expendio. ¿Prometido?… Cuando se tiene necesidad de un «aguardiente» no hay juramentos que valgan. Y necesidad de contar…, eso, eso, ardor de trago fuerte, no para olvidar, como dice el común de los mortales, ésas son babosadas, sino para quemarse la rabia, la cólera, el disgusto, la contrariedad, todo lo que sentía; y darle movimiento a la lengua, pues sólo contando se le pasan a uno las cosas que lo ofenden, que le duelen; y tal vez se encontraba con su nieto en el camino, y también le despepitaba lo sucedido.
Se puso el pantalón, de pie. Era la prueba de que no estaba tan viejo. Una pierna, otra, enfundóselo o enfudillóselo. La camisa, la chaqueta, los zapatos, sin las medias, a pie desnudo, qué fregado si era sólo para irse a beber un trago, buscó el sombrero, sacó la bicicleta, se montó casi al salto y… el maldito carruaje lo detuvo. Muy frente a la Consunsino, a la puerta del fondín. ¡Qué bonito, de celebración estaban! La fondera reiría de lo que el vejete le estaría contando, como si se tratara de una broma pesada, pues, al no lograr su objeto, que era matarlo, diría que sólo lo había hecho para que se asustara y dejara de hablar mal de los Cojubul y la Platanera, que sólo beneficios acarrea al país.
No era cobarde, pero no entró por no verles las caras alegres y tener que pelear de nuevo. No valía la pena. Que lo siguieran celebrando. Se volvió. Lo cegaba el sol. Pocas nubes. Mucho sol. Rugían los camiones a la distancia, pastaban las locomotoras su carbón con fuego de llama, y retumbaba la tierra a cada explosión de dinamita. Tal vez era el fin del mundo y mejor que lo agarrara en su catre.
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