Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

Entrevista con Rita Guibert
7 voces
(México: Organización Editorial Novaro, S.A., 1974)



París, 6 al 10 de noviembre de 1970

       Miguel Angel Asturias, Premio Nobel de Literatura 1967, como para Neruda, “el comer y la hospitalidad van mano a mano”. En un departamento propio del 17° arrondisement de París, con su esposa y colaboradora Blanca Mora y Araujo, argentina atractiva y vivaz, comparte con amigos de distintas esferas intelectuales y gubernamentales los placeres de la mesa y de la sobremesa. Es en Paris, su “hogar espiritual”, donde ha vivido por muchos años, aunque intermitentemente desde los dias de estudiante, y donde fija su residencia al renunciar al cargo de embajador de Guatemala en Francia.
       Al igual que muchos guatemaltecos muestra en su aspecto la ascendencia maya. Es alto, corpulento, con pronunciados rasgos indigenas acentuados por una nariz aguileña. Sin embargo, tiene también un cierto parecido con el famoso Sydney Greenstreet, difunto actor cinematografico norteamericano. Es un oyente cordial pero reservado. Hay en su calma y reserva melancólica una calidad ceremonial caracteristica de los nativos de su tierra.
       Aunque en los setenta es todavia un experto y ágil bailarin; ya no baila coma solía hacerlo, pero si sigue creyendo en los valores de la siesta diaria. Asi, nuestras conversaciones se llevarán a cabo por las tardes, después de tomar el té en la sala del departamento. El cuarto está decorado con muebles y objetos antiguos que contrastan con las pinturas modenas de artistas latinoamericanos. Se destacan dos grandes retratos suyos, uno del argentino Juan Castagnino, otro del ecuatoriano Guayasamin, y cuadros del argentino Ronaldo de Juan, que ilustró algunos de sus Libros y preparó la escenagrafía y vestuario de la produccion teatral de Torotumbo en Paris.
       En los estantes de libros del corredor de entrada y de la pieza de trabajo están las obras completes de Valery, Quevedo, Cervantes, Rafael Alberti, Hemingway, Shakespeare, Dostaiewsky, una gran coleccion de libros sobre civilizaciones mayas y precolombinas y distantes versiones de su propia obra que ha sido traducida en casi todas las lenguas, inclusive en vietnamés.
       Durante nuestra entrevista, vestido con pantalon de franela gris, chaleco tejido sabre camisa de cuello abierto y ascot, y en pantuflas, Asturias habló sin reservas con una distintiva elocuencia barroca. Su voz grave y musical cambiaba de tono de acuerdo con el tema. Recordando a la madre y la niñez, cerraba los ojos y sus palabras pausadas sonaban coma si estuviese recitando versos. Al describir los paisajes de Guatemala su voz se volvía exuberante; apasionada cuando hablaba de los dictadores del país; colérica cuando le mencione una declaración hecha por Garcia Marquez sobre la literatura de compromiso.
       Ya cansado después de una hora de conversación solía decirme: “Basta por hoy.” Luego, prendía la televisión y dejando atrás sus memorias guatemaltecas y el mundo misterioso y sagrado de los mayas, Asturias se sumergía en las realidades y fantasías del mundo contemporáneo.

***

“A mi madre que me contaba cuentos”, lee la dedicatoria de su primer libro Leyendas de Guatemala, publicado en Madrid en 1930, y del cual Valery dijo: “Este libro, aunque pequeño, se bebe más que se lee.” ¿Qué es lo que entraña esa dedicatoria?
       En esta dedicatoria hay la parte del amor filial, la parte del reconocimiento del hijo a su progenitora, a la persona que no solo le dio la vida, sino que después lo encamino por el sendero del espíritu. En las Leyendas de Guatemala rendía mi devoción a mi país, a mi pequeña tierra natal, a mi pequeño rincón de volcanes, de lagos, de montañas, de nubes, de pájaros, de flores. Este libro necesitaba, pues, llevar un broche en el pecho, algo que significara una joya, y por eso pensé en el endecasílabo “A mi madre que me contaba cuentos”. Estos cuentos eran un poco las leyendas de Guatemala, un poco los relatos de todos los días, un poco aquello que yo oí contar a mi madre mientras me dormía, un poco el silencio de ella que también era una forma de contar y de hablar. Pero quisiera en esta ocasión decir —y lo digo por primera vez— que al escribir la dedicatoria pensé que no solo quedaba reducida a las palabras españolas, a las frases, sino abarcaba un ámbito mas grande. Es decir, lógico era que al escribir las Leyendas de Guatemala recurriera yo, en un sentido mas indigenista que español, a ese sentimiento, a esa filosofía, a ese andar descalzo de los indios alrededor de todos aquellos elementos que componen el universo del hombre americano, y en mi caso del hombre indoamericano, y que al componer este universo diera una fuente y una razón esencial a los poderes de la mujer, y especialmente a los poderes creativos. Es la mujer, es la madre, es la matriz dentro de las creencias de los mayas, de los mayas quichés —que son los descendientes de los mayas que actualmente ocupan el territorio guatemalteco y con los que yo tengo, por mi sangre de mestizo, relación—, es ese universo de los mayas el que depende en mucho de las fuerzas telúiricas maternas, de la fuerza de la tierra. La tierra es el elemento básico, la tierra es la madre, la tierra es aquello que nos concibe, que nos mantiene, y que después nos guarda en su seno. Al decir “a mi madre que me contaba cuentos”, frente a las leyendas que se referían a Guatemala, lo que hacia era rememorar todos los elementos vitales, sustanciales, universales de esa gran fuerza cósmica que es la madre entre los indígenas, entre las creencias puramente mayas, y antes de la madre es de la abuela, es de la tierra, de donde van a surgir todos los demás elementos de la vida. Es curioso, pero en el Popol Vuh, la biblia de los quichés, dice que la madre, es decir, la gran bruja, la gran curandera, la gran estrella sideral, es la que asiste a sus nietos y a sus hijos en las luchas y conflictos del bien y del mal. Es ella la que cuida de mantener viva la memoria de los brujitos cuando estos son derrotados la primera vez por las fuerzas del mal, y es ella la que guarda los objetos del juego de pelota para que puedan después ellos encontrarlos y volver a presentarse a la lucha entre el bien y el mal. Todo esto esta abarcado en ese endecasílabo “a mi madre que me contaba cuentos”, pero que esta ampliado a toda una mitología, a toda una cosmogonía, a toda una serie de creencias de los indígenas mayas desde sus mas profundas raíces.

Ha sido siempre motivo de orgullo para usted ser mestizo porque —según declaró— el futuro de America depende del mestizaje. ¿Podria aclarar este concepto?
       A mi me parece que nuestra gran America, esta América que llevamos en el corazón y que cargamos encima de los hombros, que tiene todos los problemas que tiene, esta América que Martí llamó “nuestra”, porque era nuestra América pobre, nace la noche en que el primer español sorprende a una india, la atrae hacia sí, la viola, la cubre, la hace madre. Es en ese momento, es en ese instante, es de aquel orto de donde va a nacer un hombre, un elemento nuevo, ese ser que es mezcla de español y de indígena. Pienso en el Inca Garcilaso. El Inca Garcilaso era hijo de una yusta y un español. La yusta, la magnífica, tuvo amores con un español y de ahí nace ese primer mestizo escritor de América. Es decir, cuando a nosotros se nos llama mestizos, mando nosotros nos llamamos así, nos sentimos vinculados en primer lugar a ese alto espíritu que se llamó el Inca Garcilaso, y nos sentimos unidos a todos sus escritos. Al mismo tiempo pensamos también en un poeta grande de la época, en el poeta guatemalteco Rafael Landívar, que fue exiliado de Guatemala mando Carlos III ordenó que los jesuitas salieran de España y de sus dominios. Sale entonces el padre Landívar, va a México, de México se traslada a Italia y llega a Bologna. Pasado un tiempo, cuando la nostalgia lo oprimía y lo angustiaba, escribe el Rusticatio mexicano, más de tres mil hexámetros latinos en los que canta primero a su Guatemala, luego a las sierras fértiles de Centroamérica, luego a la América, y presenta ante Europa un continente en el cual no hacen falta nada de las bellezas que Europa tiene. Él cuenta que hay en esa América, que para él está tan lejos, magníficas caballadas, magníficos rebaños, que hay volcanes como el Etna y como el Vesubio, que hay aguas medicinales, y sobre todo que hay una raza sacrificada que es el indio, una raza que tiene una gran sabiduría, una raza que es trabajadora y a la cual se ha calumniado ante los europeos. El padre Landívar no es tan conocido como debería serlo pues para don Marcelino Menéndez Pelayo era el Virgilio de la latinidad moderna. Hoy pensamos en esos mestizos, pensamos en el Inca, en Landívar, pensamos después en Bello, otro de los desterrados que nos hace el canto del trópico, que nos canta la riqueza del azúcar, la riqueza del ganado, del café, de todo nuestro trópico. Estos son los mestizos que van formando América, y, guardando todas las distancias, yo al sentirme mestizo me siento orgulloso. Me siento orgulloso porque correspondo a esa raza de hombres en las que se han mezclado las dos aguas, los dos océanos, los dos sentires, el indígena y el europeo. El europeo que llegaba cansado y agobiado a nuestras tierras y el indígena que renacía puro, que nacía elemental, que nacía con todos los sueños en los ojos. Por eso creo yo que nuestra América mestiza es la América del mañana. No somos razas puras, afortunadamente, no tenemos que quejamos de que va a terminarse nuestra estirpe porque ésta cada día se renueva y más tarde renace con el elemento africano que viene a agregarse en un momento trágico, cuando traen a los esclavos negros a nuestras tierras. Se une entonces al mestizo, a la sangre europea y a la sangre indígena otro elemento de vida, otro elemento sustancial, y un sentimiento si se quiere más musical de la existencia. Es en ese momento en que va a nacer otro de los elementos esenciales de nuestra vida americana, o sea la mezcla del negro y el latino, o la mezcla del negro y el europeo, del negro y el mestizo, y de estos grupos, de estos elementos, de esta raza va a surgir el hombre de hoy, el hombre que cubre nuestros países, el que trabaja en nuestros países. Por eso creo que mando se dice, como en mi caso, que soy mestizo, hijo de padres mestizos, lejos de entristecerme me enorgullezco, porque es debido a ese mestizaje que América va hablando un nuevo idioma y va creando un nuevo hombre.

¿Quiénes fueron sus primeros ascendientes europeos?
       Mi padre es de origen español en sus abuelos y tatarabuelos. Mis primeros ascendientes del lado español llegaron por los 1770 o 1780. Era un Sancho Alvarez de las Asturias, conde de Nava y Noroña. El vino de Oviedo directamente a Guatemala, luego vinieron sus hermanos, luego se mezclaron en Guatemala con los indígenas y dieron origen a todos los Asturias. Al principio el apellido era simplemente Alvarez, luego Alvarez de las Asturias, luego se suprimió el Alvarez, quedó de las Asturias, y finalmente se suprimió “de las” y quedó Asturias. Por el lado paterno hay algún entronque conocido con la gente de Oviedo, por el lado de mi madre hay españoles e indígenas que se van mezclando hasta que viene mi madre como hija mestiza. Mis padres eran gente de un gran valor espiritual en el sentido de haber hecho estudios, de haberse esforzado por mejorarse y también por haber amado la libertad; por eso mismo han sufrido las persecuciones terribles de la dictadura del “Señor presidente”.

Sus estudios, ¿los hizo en la ciudad de Guatemala?
       Sí, hasta terminar la carrera de abogado y notario. Empecé a estudiar alrededor de 1903-1904 en una población llamada Salamá donde mis padres vivieron por unos años. Mi padre era abogado, recibido en 1887 con muy buenas calificaciones, y mi madre era profesora. Ellos formaron su hogar y cuando llega el presidente José María Barrios le da a mi padre uno de los cargos más interesantes para un joven abogado. Mi padre habría llegado muy lejos si no ocurre que muerto este presidente entra Estrada Cabrera, que es El señor presidente, y que toma inquina con todos aquellos que habían sido nombrados anteriormente. Esto hace que mis padres se empobrezcan y no puedan permanecer en la capital. Mi abuelo materno les ofrece entonces, para que puedan defenderse mejor, ir con sus dos hijos a una de sus propiedades en Salamá. Mi hermano Marco Antonio queda en Guatemala con mi abuela materna, y yo, muy pequeño, me marcho con mis padres a esa pequeña población. Ahí empiezo a estudiar y ahí empieza algo que debe ser lo que más influyó en mis posibilidades artísticas. Hay en ese lugar un río que tiene un nombre muy curioso, Orotapa, como si fuera un río que cubriera con sus arenas algún oro que corre profundo. Muchas veces fui jugando y corriendo alrededor de ese río y gritando ¡Orotapal, me parecía una palabra eufórica. Indudablemente había ahí, en el agua de este río, en el caer de las tardes, en las enormes piedras, una fuente de leyenda, de encanto y de candor. Fui a la escuela a aprender las primeras letras, pero fue en ese río, en esas piedras, en esas tardes, en esas luces, en esas hojas donde aprendí la magia de mi país, las voces de mi país. Cuando tenía 3 o 4 años mi abuelo me llevaba en sus recorridas por sus propiedades, y mientras él se ocupaba de sus negocios, de sus ganados, me dejaba en los ranchos indígenas para que no me asoleara o cansara. Estos ranchos generalmente forman una especie de pequeña aldea alrededor de la plaza donde hay tres o cuatro ranchos que pertenecen a una sola familia; son los padres y sus hijos que se han ido casando. Ahí me quedaba yo jugando con los chicos indígenas de mi edad, o un poco más grandes, de cuatro o cinco años. Tuve así mi primer contacto con la gente indígena, un contacto muy directo, muy inmediato, del que debo conservar en mi inconsciente algunos elementos, pero que no los puedo precisar. A veces cierro los ojos y vagamente recuerdo que había enormes pavos —o chompipes como los llamamos nosotros—, que había unas bateas con agua, con maíz cocido, con maíz molido, que había gente que hacía trabajos para quitarle la cáscara al café, y que había hojas de tabaco extendidas para secarlas al sol. También había algunos monos, venaditos, ardillas, todos estos animales domésticos que tienen los indígenas. Esto lo voy viendo alrededor de aquellas casas y de ese ambiente donde todo se desarrolla como la vida rítmica de los indígenas, donde no hay ninguna prisa, donde todo se va haciendo por las horas marcadas por el sol, y es lo que fue marcando esa primera etapa, esa primera relación que tuve yo con la gente indígena. Les oí hablar su lengua, aprendí algunas de sus palabras, y ellos se reían mucho cuando me las oían decir. Es curioso, pero a mi abuelo no le gustaba que yo dijese esas palabras indígenas, quería que yo hablara español. Esto acaso me privó de no poder ahora comprender el kekchi, idioma que ellos hablaban. Crecimos en una época en que era necesario aparentar ser europeo y en la que se tenía a mal hablar indígena, ser indígena, mostrar que uno tenía relación con los indios. Recuerdo que era una Guatemala en la que los hombres llevaban levita, las señoras sus trajes largos y se hacían grandes saludos, como si fuesen gente que hubiese salido de una revista de la Ilustración Francesa. Naturalmente, nada podía ser más ofensivo para una persona que el que tuviera una relación indígena. Fue necesario que llegara el grupo de mi generación al 1920, que empezara la gran pintura mural mexicana, que pasara la Revolución Mexicana, que terminara la primera guerra mundial, para que nosotros g abriéramos los ojos —ya con los adelantos que había de la arqueología— y dijéramos que cómo íbamos a estar pensando en Europa si teníamos todos esos elementos indígenas tan valiosos. Pero los primeros pintores nuestros que pintaron temas indios, y los primeros cuentos que yo mismo escribí eran criticados por todo el mundo porque decían que desacreditábamos a nuestro país, que los europeos iban a pensar que éramos indios y no dignos de ser europeos.

¿Es por eso que para su tesis del doctorado en derecho escribe El problema social del indio?
       Ahora que miro hacia atrás creo que ha sido un poco el destino. En esa época, el contacto que tuve con los indígenas siendo muy niño lo había olvidado totalmente, pero en 1921-1923 empecé a estar más en relación con los indígenas. Era estudiante de derecho, y estudiaba sociología —que se empezaba a enseñar entre nosotros—cuando volví e incidí en el asunto indígena para preparar mi tesis. Por segunda vez vuelvo a las poblaciones indígenas cercanas a la capital y empiezo de nuevo a estar en contacto con la forma de vivir de ellos, con sus matrimonios, con sus formas de cultivar la tierra, con sus formas de relaciones familiares, con todo lo que me permitía ir preparando mi trabajo. Es decir, casi como un destino, estuve por segunda vez en contacto con los indígenas. Pero hay algo más. Cuando mis padres volvieron a la capital por el año 1911 adquirieron una propiedad e instalaron un gran negocio de venta de productos que ellos traían del exterior, como harina, azúcar, etc. La casa tenía al frente este negocio donde se vendían los productos al menudeo, pero en el fondo tenía un enorme patio con unos árboles y un enorme portón por donde entraban muías, carretas tiradas por bueyes y a donde venía la gente a comprar por mayor. A la noche se hacían unos fogatas, y mi hermano y yo, que teníamos cerca de 11 a 14 años, nos uníamos a esa gente sentada alrededor de las fogatas para oírlos cantar y conversar. Este contacto a mí me ha servido mucho. En todas mis obras, los diálogos de mis personajes son casi siempre recuerdos de esos diálogos que se sostenían en esas noches largas y claras de Guatemala. En mis diálogos yo casi oigo hablar a esa gente que conocí. Cuando uno es joven, o más aún, cuando uno es niño, todo esto es un material nuevo al que se le adhieren las cosas importantes de la vida. Creo que el escritor se hace de niño y de joven, porque es entonces que puede llegar a hacer suyos una cantidad de elementos que después devuelve en su obra. Ya maduro, uno es menos permeable, y entonces debe buscar en sí aquello que de niño y de joven quedó marcado en sus sentimientos, en su espíritu.

Años más tarde usted se ve obligado a irse de Guatemala por razones políticas. ¿Quisiera recordar esa época tan decisiva en su vida y en su obra?
       Nosotros, estudiantes de 20 años, los de la “generación del 20” —llamada así porque surgió a la vida literaria periodística al final de la guerra auropea—, habíamos luchado contra la dictadura de Estrada Cabrera, que fue la dictadura de los 22 años, y logramos derrocarla. Se instaló en Guatemala un gobierno democrático, pero de muy poca duración porque pronto hubo un golpe de estado militar y continuó con otro nombre la forma de la dictadura que ya existía. En ese momento nos apartamos de la política y creamos la Universidad Popular. Pensamos que antes de hacer una propaganda política lo que necesitábamos era preparar a la gente. La Universidad Popular tenía por mira enseñarles a leer y escribir, pero aunque esto era muy importante, para nosotros lo más interesante era enseñarles al mismo tiempo cuáles eran sus obligaciones y derechos de acuerdo a la constitución. Tratábamos de formar un país en el cual el pueblo no fuera ignorante de sus derechos y obligaciones políticas, porque comprendíamos entonces que así como habíamos derrocado a Estrada Cabrera y había quedado una dictadura, esta dictadura no había quedado solamente porque había gente que quisiera ejercerla, sino porque había un pueblo ignorante, que no podía defender sus derechos y libertades mientras no los conociera. La universidad, que existe todavía, tuvo un gran auge. Nosotros invitábamos a abogados, ingenieros, médicos que vinieran a enseñar y que dieran las clases gratuitamente. Esto era pedirles un sacrificio porque generalmente entre nosotros un estudiante hace su carrera pagada por el pueblo y una vez que se recibe lejos de hacer algo por ese pueblo lo que hace es explotarlo, explotar su título. Lo que pedíamos a los profesionales era que en medio de tanta explotación, de tanto privilegio, dieran algo suyo en favor de ese pueblo. Tuvimos muy buena suerte en este proyecto; profesionales de todas las edades, viejos y jóvenes, dejaban su trabajo y llegaban en noches de invierno a dar estas clases entre las 7 y 11 de la noche. Nuestra política era la preparación del pueblo y nos habíamos transformado en verdaderos maestros. La universidad llegó a tener tal importancia que hasta algunas mujeres que estaban encerradas en las casas públicas pidieron que fuéramos a enseñarles a leer y escribir. Se logró el permiso de algunas de las explotadoras de esos establecimientos y cuando nuestros profesores, además de enseñarles a leer y escribir, empezaron a enseñarles sus derechos muchas de las dueñas se indignaron. Esto demuestra cómo siempre se quiere que el explotado siga siendo ignorante para poder seguir explotándolo. La Universidad Popular caminaba magníficamente, yo ya era abogado, pero se produjo un acontecimiento muy desgraciado. Un oficial que andaba con su patrulla en las calles de Guatemala mató a un alto jefe del ejército que quería quitarle su patrulla y ponerse como jefe. Lo enjuiciaron, y nosotros, que tomamos la defensa de este joven de 24 años, decíamos que de acuerdo al código militar no se le podía fusilar dado que él llevaba bajo sus órdenes una patrulla, y que esa patrulla no podía ser entregada más que en el cuartel de donde había salido. Hicimos todo lo que fue posible para la defensa, pero no obstante lo sentenciaron a muerte y lo fusilaron, lo que nos causó una desazón. En esa época publicábamos un periódico semanal, Tiempos nuevos, y dedicamos un número íntegro a analizar cuál era la razón militar que había inducido a esa medida y atacábamos terriblemente a los militares. Cuando sale el periódico, en el Callejón de Jesús, una de las calles céntricas de Guatemala, vapulean a uno de los directores de Tiempos nuevos, al doctor Epaminondas Quintana, a quien le rompen el tímpano, la nariz y lo dejan tirado hecho pedazos. Como yo era, con Quintana y otros, director del periódico, mis padres, que ya habían sufrido muchísimo con la dictadura, no me dejaron salir e inmediatamente prepararon todo para que me fuera de Guatemala. Hubo por parte de ellos, sobre todo por parte de mi madre, un gran valor al separarse del hijo mayor. Pero ella prefería verme partir a verme golpeado en mi país. Creo que cada hombre nace con un destino; yo nací con destino de exiliado. En el barco alemán Teutonia salí de Guatemala hacia Panamá y de ahí en un barco inglés a Liverpool, de donde me trasladé a Londres. De acuerdo a la idea de mi padre yo haría allí estudios de economía política, pero a mí más me enamoró el Museo Británico donde encontré verdaderas obras del arte indígena, piezas, libros importantes, obras guatemaltecas, que sólo se encuentran en ese maravilloso museo. Vuelvo así, por fatalidad o como una suerte, a encontrarme con los indígenas. Pero Londres es un país muy frío. Yo venía de un país de grandes claridades, de maravillosos cielos y llegaba a esos días tan temibles y nublados. Escribí a mi casa que iría a París el 14 de julio para ver cómo eran las fiestas, y cuando ese día de 1923 llegué a París inmediatamente me agarró esta ciudad. Fui a la Sorbonne y encontré que se anunciaba el curso Las mitas y los dioses de la América media (es decir de la América maya) del profesor Georges Raynaud. Empecé a estudiar con Raynaud, que explicaba el Popol Vuh, libro sagrado de los quichés donde se conjugan todos los elementos de los orígenes de los indígenas. Empieza contando cómo los dioses crearon el universo, cómo fue creado el hombre, la mujer, cómo hubo luchas entre el bien y el mal, cómo logró el bien vencer el mal. También hay una serie de cuentos en donde figuran animales —el papagayo, el guacamayo—que no son sino versiones morales para enriquecer la espiritualidad de los indígenas. El profesor hacía las explicaciones y proyecciones de lo que este libro tiene en su carácter mitológico, en su carácter agrícola, bases muy importantes para explicar el desarrollo de la cultura indígena. Pasados los dos primeros años de estos estudios y de otros textos, Raynaud había terminado su traducción del quiché al francés del Popol Vuh. Pensamos entonces que bajo su supervisión podíamos intentar una traducción de este libro del francés al español. La traducción de un texto así es sumamente difícil porque es como traducir la Biblia o el Corán. Cada palabra tiene un significado y este significado tiene que buscarse entre numerosos sinónimos para ver cuál es el preciso. Teníamos también que consultar continuamente el quiché porque era indispensable estar en contacto con la lengua origen del libro. Trabajé en esta traducción con un estudiante mexicano ya muerto, el Abate de Mendoza, nombre con que firmaba sus artículos.

En esos años usted escribe Leyendas de Guatemala. ¿Qué relación hay entre este libro y los estudios que estaba haciendo?
       Este libro fue como una reacción del sentimiento artístico frente al trabajo seco y científico que se hacía con el profesor Raynaud. Era un trabajo de investigación, había que estar sobre los libros, ir a la biblioteca donde estábamos de 6 a 7 horas diarias leyendo y buscando palabras para aclarar conceptos indígenas. Esta labor era científicamente muy valiosa, pero muy cansadora. Como yo tenía un espíritu más creativo me dediqué entonces a recordar un poco las leyendas y a escribir ese libro. Cuando Raynaud se enteró de que lo había escrito me miró un poco con conmiseración, porque para él, como científico, toda esa creación ya no formaba parte de su ciencia.

¿Seguía también participando en la política de su país?
       Yo participé en la política cuando fui joven y estudiante, hasta los 23 o 24 años. Después no volví a participar porque vivía casi siempre fuera de Guatemala. Volví ami país a los 33 años durante el gobierno dictatorial del general Jorge Ubico, en que no se hacía política porque el presidente pensaba, sentía y hablaba por todos nosotros. No vuelvo a la política hasta los años 1944-1945 en que cae Ubico y se inician los dos gobiernos de la revolución, el del doctor Juan José Arévalos y el del coronel Jacobo Arbenz. En ese momento yo no formo parte de ningún partido y se me llama para ocupar puestos diplomáticos, pero nunca tuve ninguna actividad política ni pertenecí a ningún partido. Mi política ha sido siempre defender a Latinoamérica frente a los avances del imperialismo norteamericano. En todos los países que viví, sea París, Buenos Aires o México, siempre participé en los grupos antiimperialistas y siempre lo he expresado en mi obra. Yo soy escritor, no político, y nunca pretendí serlo. A mí me persigue la política. Soy político en mis libros, pero nunca he usado la política como forma de vida.

¿Por qué transcurren 16 años entre la publicación de Leyendas de Guatemala (1930) y El señor presidente?
       Porque tuvimos por 14 años la dictadura de Jorge Ubico. Cuando regresé a Guatemala dejé una copia de mi libro ya terminado con el profesor francés Georges Pillement. Él lo tradujo después al francés, pero no me lo envió porque era muy peligroso. En Guatemala trabajé en el periodismo y escribí unos sonetos —Fantominas, Rayitos de estrella, Emulo Lipolidón, Alcasán y El rey de la altanería — que se publicaron en un librito. El señor presidente recién sale en México en 1946.

¿Cómo nació este libro?
       En 1923 se hace un concurso para cuentos en El Imparcial de Guatemala. Yo había preparado un cuento que se llamaba “Los mendigos políticos”, que es casi el primer capítulo de El señor presidente. Ese cuento ya no tuve tiempo de mandarlo al diario y cuando me vine a Europa lo metí entre mi equipaje. En París, mando me reunía con mis amigos hispanoamericanos cada uno contaba anécdotas de los dictadores de sus países y yo recordaba lo que había oído en mi casa durante la época de Estrada Cabrera, cómo se cerraban las puertas, se registraba todo y recién cuando se estaba seguro que nadie podía oír empezaban a hablar. Nunca mencionaban el nombre de Cabrera, decían “el hombre”, y contaban que habían matado, envenenado, o torturado a alguien en la comisaría. Un día empecé a ligar todos estos recuerdos con Los mendigas políticos y así surge la novela con la historia del general Canales y del licenciado al que culpan por la muerte de “el loquito”. Casi todos los personajes corresponden a personas reales que yo combino con la mitología y con toda la imaginativa que tiene el libro. En Cara de Angel traté de reunir dos o tres figuras muy importantes de ese momento. A este personaje lo hice bello porque me parece corresponde un poco a un brillante y bello abogado que se llamó Francisco Galves Portocarrero, que Cabrera pervirtió profundamente. Terminó muerto en manos del pueblo, irrazonablemente, porque no era un criminal, sino un hombre que Cabrera usó para su causa. Hay un momento en que Cara de Ángel ya no responde a lo que quiere el dictador, él quisiera huirse, fugarse de esa situación. Ahí es donde está la intuición de Cabrera; es como un olfato, una adivinación que tienen los dictadores, por eso creo que no cualquiera puede serlo. Empieza a desconfiar de Cara de Ángel porque siente que aunque está in con él ya no está de su lado y lo suprime de la manera más tremenda en la penitenciaría. Le hace pensar que su mujer ha llegado a ser la amante del dictador, y a ella la deja en la duda si este hombre se fugó y la dejó abandonada. Todo esto es real. Estas dictaduras, en que los jefes están escondidos y el mal se hace desde rincones secretos como si fueran arañas, son anteriores al fascismo. Cabrera era una especie de Borgia que podía envenenar a la gente. En cambio, después, un dictador como Ubico ya aparece en las plazas de Guatemala con sus grandes uniformes, sus motocicletas y sus altavoces. Esto ya es el fascismo, el nazismo, pero aquella era una dictadura sorda, tremenda, donde no había los medios que hay hoy de comunicación. Cabrera controlaba perfectamente los dos puertos del país, el del Atlántico y el del Pacífico. No entraba ningún periódico, los únicos que había eran los que él publicaba, y tampoco había radio. Actualmente una dictadura ya no puede aislar a un país como se hacía entonces porque uno puede poner secretamente la radio y oír lo que está pasando. Durante la dictadura de Cabrera el aislamiento llegó a ser de tal naturaleza que personalidades mundiales, que nunca fueron a ver lo que sucedía, escribieron artículos elogiando las fiestas de Minerva. Ellos llegaron a creer por la propaganda —fotografías que mostraban los niños cantándole a Minerva— que aquello era un paraíso y que Cabrera era una especie de Perides. Nosotros, los de mi generación, como no podíamos recibir ni periódicos ni libros, sólo leíamos los escritores españoles y franceses —Víctor Hugo, Dumas, Sola—, todos los libros viejos que se estaban apolillando en nuestras casas. Una dictadura como la de Cabrera ya no se puede repetir. Terminó con dos generaciones, la del 1907, una generación de médicos y abogados casi todos educados en Francia que recién se dieron cuenta de la dictadura cuando regresaron a Guatemala. Ellos prepararon un complot para matar al presidente con una bomba que desgraciadamente mata al cochero y a los caballos, pero Cabrera queda vivo. En un principio se creyó que el cochero había muerto por salvarle la vida y le hacen un entierro fabuloso al que asisten los generales, la asamblea, los poderes públicos, se publica su retrato en los diarios, lo hacen mártir, etc., pero cuando la mujer en su ignorancia muestra al jefe de policía unos papeles que encuentra en su casa y se comprueba que el cochero había estado en el complot sacan su cadáver y lo tiran por allá. De los cinco complotados, todos médicos, uno fue fusilado en la penitenciaría, y a los hermanos Valdés Blanco, que planeaban huir a México, los descubren en una casa donde se habían refugiado. No se sabe al final si uno de ellos mató a los demás y se suicidó o si los mataron a todos. Hubo después el atentado de los cadetes que también fracasó, aunque se había elegido al mejor tirador del colegio militar para matarlo. Cuando Cabrera llega al Palacio el joven le dispara de cerca, pero la bala choca contra la bandera que saluda al Presidente y sólo lo hiere en la mano. Cabrera cae y los cadetes creyendo que está muerto no lo terminan. En su delirio Cabrera termina con la compañía y hace quemar el colegio destruyéndolo completamente. Recuerdo que cuando en 1919, estudiantes y obreros empezamos una lucha pacífica contra él, a mi madre se le puso la cabeza blanca de sólo pensar que pudiéramos también caer. Lanzamos unos manifiestos donde le decíamos: “Aquí tienes nuestras vidas si es necesario, pero luchamos y queremos la libertad de nuestro país”, todo esto firmado. Cuando ahora leo esos manifiestos me da miedo y me preguntó cómo pudimos escribirlos ante esa fiera.

Hablando de los dictadores de América Latina, usted dijo que presidentes como este sólo aparecen en los países propensos a la mitología...
       Para que exista un presidente así se necesita que haya mitos, y Estrada Cabrera pasó a ser un mito. A él no lo veía nadie, era una divinidad oculta, era realmente un ente mitológico.

¿Su contacto con el surrealismo se inicia cuando es alumno de la Sorbonne?
       Eso ya fue un poco más tarde. Yo era estudiante cuando brota el surrealismo, quiere decir que mi primer contacto fue hacia el año 1929-1930, cuando yo había dejado la Sorbonne. Fui muy amigo de algunos de los surrealistas, especialmente de Desnos, muerto en uno de los campos de concentración, y que era del grupo de Breton, Eluard y Aragón. También conocí mucho a Tristan Zara, padre del Dada. Yo participaba con muchos latinoamericanos (en esa época vivía en París el gran poeta peruano Vallejo) en las reuniones que ellos tenían a veces en Montparnasse. Indudablemente, el surrealismo fue para nosotros una puerta abierta y nos entusiasmó muchísimo.

¿En qué forma lo influyó el surrealismo?
       Encontramos que nos daba una libertad de creación. Para nosotros, gentes de otras razas, muy pegados a las normas de una creación en la que la inteligencia y la razón vigilaban, el surrealismo nos abría una puerta para poder decir nuestro inconsciente, nuestro mensaje interno nacido de nuestro ser profundo. La escritura automática y todas estas nuevas formas de escribir fueron como un fuetazo para nosotros que ya traíamos un surrealismo más primitivo, más infantil. El surrealismo indudablemente tiene mucho de elemental, de psicológico, y como ya traíamos una carga de elementos interiores esta nueva escuela nos permitió darles vida. Hay textos indígenas, como en el Popol Vuh o como en los Anales de Xahil, que son verdaderamente surrealistas. Tienen la dualidad de la realidad y del sueño, hay una especie de sueño, de irrealidad, con tantos detalles, que al contarlos son más realidad que la realidad misma; de ahí nace eso que nosotros llamamos el “realismo mágico”. Hay cosas que suceden y después se vuelven leyendas, y hay leyendas que luego se transforman en hechos, no hay un limite entre la realidad y el sueño, entre la realidad y la ficción, lo que se ve y lo que se está imaginando ver. Todo este ambiente mágico de nuestro clima, de nuestra luz, todo eso hace que nuestros relatos tengan esa doble manera de verlos, que por un lado parecen sueños y por el otro son realidades. En esa época, además del surrealismo, hubo un grupo de escritores, entre ellos Gertrude Stein, James Joyce, y León Paul Fargue, que estaban preocupados por la palabra, por el valor de las palabras, por el juego de las palabras. A nosotros, mucho más que el surrealismo nos preocupó la palabra, porque para los latinoamericanos, y sobre todo para los de los países más primitivos, la palabra tiene una importancia especial. No sólo es transmisora del pensamiento y del sentimiento, sino que encierra en sí un aspecto mágico. Todos estos nuevos investigadores de la palabra encontraban que detrás de las formas de decir las cosas aparecían, según se uniesen los vocablos, otros conceptos. Nosotros empezábamos a ensayar estas fórmulas en el español, fórmulas que realmente pueden llevar al verdadero delirio, pero que enriquecen mucho el idioma, sobre todo en lo que toca a la eufonía y a la onomatopeya. La repetición de ciertas palabras, de ciertos sonidos son elementos muy esenciales en las literaturas primitivas, en la literatura indígena, por ejemplo. Todo este aspecto, que ala par del surrealismo se desarrollaba en esos momentos, nos inquietó bastante.

Usted manifiesta esa preocupación por el lenguaje en toda su obra.
       Sí, pero esa preocupación es un poco de carácter telúrico, indígena, porque los indígenas tienen un concepto sagrado de la palabra. La palabra permite, según ellos, apropiarse de la cosa que uno dice. Yo digo “casa”, me apropio de una casa, es una forma de hacerla mía. En su sabiduría, ellos dicen “en la palabra todo, fuera de la palabra nada”. Esto hace que nuestra literatura, cuando tiene estas raíces indígenas, tenga la preocupación sustancial del vocablo.

¿No perjudica a su creación lingüística, cuya fuente es el lenguaje diario guatemalteco, vivir fuera de su país?
       Estar fuera del país es para el escritor ventajoso y desventajoso. Alejarse es perder la fuente prístina de todos los elementos auditivos, olfativos y hasta gustativos, pero por otro lado es útil alejarse porque es entonces cuando se puede apreciar mejor el paisaje, ver mejor los personajes, oír mejor los sonidos. Hay un espacio que separa al escritor, o al artista, de lo inmediato. Cuando uno regresa después de un tiempo encuentra un mundo de novedad que poco después ya no lo es más. Por ejemplo, en Guatemala hay unas caídas de sol que son maravillosas. Cuando uno llega y las mira se queda extasiado, pero después ya no las puede apreciar porque forman parte del paisaje mismo. Lo ideal seria que el artista pudiera vivir parte del año en su país, y parte del año fuera.

Aunque usted ha vivido la mayor parte de su vida en el extranjero el tema de su obra ha sido siempre Guatemala.
       Soy de los que pienso que se debe ir de lo singular. a lo universal. Hubo en una época un gran movimiento sobre el cosmopolitismo; escritores sumamente importantes, que yo conocí acá en París —Enrique Gómez Carrillo, famoso cronista guatemalteco, don Ventura y don Francisco García Calderón, escritores peruanos, y Gonzalo Zaldumbide, gran escritor ecuatoriano—, escribían, no fijados en sus países, partiendo de sus países, sino acaparando lo universal. Hay que reconocer que la obra de estos escritores, que fue y es muy importante, ha quedado perdida y casi no se recuerda. En cambio, no se pierde la obra de escritores que partieron de sus propios países y que hablaron de ellos. Estas obras siempre se recuerdan porque son hitos, son elementos que vienen a enriquecer la literatura universal. A partir de la primera guerra mundial los escritores latinoamericanos empezaron a fijarse en cada una de sus naciones, empezaron a hacer hincapié en lo que tocaba a su mundo, y es así como se rehace, enriquece y amplía nuestra literatura. Sale del cosmopolitismo y va directamente a lo singular, a lo característico, al indigenismo, al criollismo, sin que se le exija por eso al escritor que sea sólo indigenista, o criollista, etc. Lo que yo creo es que debe ampliarse continuamente el mundo del escritor, partiendo de su país, de lo singular. Recuerdo que cuando visité a Valéry para agradecerle la carta que escribió a Francis de Miomandre por la traducción al francés de mis Leyendas de Guatemala —esa carta en que Valéry decía que las leyendas eran magia en un idioma de otro planeta y que a su concepción de europeo le era totalmente extraño aquel libro que más que leerlo se bebía— me hizo prometerle que me iría de París. Según él, si me quedaba me iba a convertir en otro escritor que escribiría sobre el Sena, sobre Notre Dame, sobre Versalles, “y eso —me dijo—los franceses lo hacemos mucho mejor”. Muchos de los hispanoamericanos que vienen aquí fracasan por eso mismo, porque se olvidan sus esencias. Este consejo de Valéry fue muy bueno para mí porque al regresar a mi país, después de haber vivido 10 o 11 años en Europa, pude tener una visión nueva y total, como si hubiera absorbido como una esponja todos los elementos del paisaje y de la vida, que es lo que ha ido en mi literatura, sobre todo en Hombres de maíz y Mulata de tal. En estas obras fui dando una visión más diversa de mi país que cuando escribí Las leyendas, cuando era, por decirlo así, más americano, más cerrado.

En su literatura predominan además la vena telúrica y mitológica.
       La naturaleza es mi obra. Creo que en general lo que caracteriza la literatura latinoamericana es el no dominio del hombre en la naturaleza, mientras que en las otras literaturas, en las otras escuelas novelísticas, por ejemplo en la europea, la naturaleza ha sido dominada por el hombre y figura muy poco porque las novelas se desarrollan en ambientes de cemento y vidrio. En nuestra América la naturaleza no sólo figura en las novelas como una decoración, como una bambalina de teatro si se quiere, sino que es el personaje principal de muchas de estas novelas. Si tomamos por ejemplo La vorágine, del famoso novelista colombiano Eustasio Rivera, vemos cómo la naturaleza, la selva inmensa, la selva, que es casi un océano, se va transformando en el personaje principal, y nos damos cuenta del valor que tiene en la novela. A medida que uno la lee, los personajes, dos jóvenes que se adentran en la selva, y que al principio nos muestran toda la tragedia de su amor, de un amor muy puro y heroico, van desapareciendo. Ellos van caminando dentro de la selva hasta borrársenos como elementos esenciales de la novela y aparecer sólo el bosque, sólo los inmensos árboles, sólo las serpientes tremendas, todos los animales, y al mismo tiempo todo ese mundo trágico de todos los esqueletos que van encontrando, de seres que se han perdido en esa selva y que han muerto de hambre, o destrozados. En otras novelas sucede lo mismo. Quizá en Don Segundo Sombra, la famosa novela argentina, Güiraldes al presentarnos aquellas enormes caballadas y el camino de los gauchos en sus caballos nos da la sensación de esa pampa inmensa, y es la pampa el personaje principal, es lo que nos va atrayendo. Nos vamos olvidando de los gauchos y nos vamos quedando con esos movimientos de las patas de los caballos sobre la inmensa e infinita llanura y planicie argentina. En todas estas novelas latinoamericanas la naturaleza no ha sido dominada, figura en primer plano, no así en las novelas europeas. Pero cuando empieza el romanticismo y los europeos se fijan en América, tenemos el caso de Chateaubriand en Atala y Los natchez, nos damos cuenta que la naturaleza que pinta el autor es como una bambalina en un teatro. Es decir, esta descripción de la naturaleza es una descripción que puede quitarse o dejarse, ni aumenta ni quita a la novela, a los personajes, a las situaciones. En cambio, quitar la naturaleza a las novelas de los hispanoamericanos es como quitarle los pulmones a una persona, porque respiran por esos pulmones verdes, que son parte de ellas mismas. No son adornos, no son decoraciones teatrales, son efectivamente parte vital y esencial de la novela, de los personajes y de las situaciones. En el caso de mis libros la naturaleza guatemalteca ocupa un lugar preponderante, central, importante. En Guatemala, como en todo Centroamérica, ocurre un fenómeno que sólo podemos apreciar en Grecia. La tierra se estrecha muchísimo, los océanos se acercan y el istmo centroamericano se vuelve una cintura sumamente delgada. Hay además dentro de las tierras centroamericanas ríos e infinidad de lagos, como ocurre en Guatemala, inmensos lagos a distintas alturas, desde lagos a 2,000 metros sobre el nivel del mar, como el lago de Atitlan, hasta lagos al nivel del mar, como Amatillan. El sol pega en los mares, pega en los ríos, pega en los lagos, y después de reflejarse en el agua la luz sube hasta la atmósfera. Es por eso que la luz de Guatemala parece siempre de cristal mojado. No hay objetos inmediatos, nunca se ven las cosas cerca, siempre hay una lejanía; es como verlos copiados en un espejo o a través de una lente o un cristal. Cuando se viaja de Guatemala a México se puede apreciar este fenómeno. Al llegar a la capital de México, después de dos horas de avión, se ve una luz completamente distinta porque no hay esa evaporación de agua que existe en Guatemala y los objetos parece que se vienen encima de uno. Esta acción de la luz es indudable que ha influido en la literatura de los guatemaltecos, en las novelas, en mí, en mis poemas. Es muy distinta a la literatura que se hace en los países del sur, es una literatura más de flor de agua, más de flor de piel, es una literatura más graciosa. Esto no viene de hoy, viene de siglos. Cuando nos acercamos a las grandes ciudades ceremoniales de los mayas de Guatemala, lo mismo que en Yucatán, que también participa de este aspecto de la luz, nos damos cuenta que los grandes escultores de esas épocas tomaban la luz como uno de los elementos de sus alto y bajo relieves. Hay palacios y templos —por ejemplo en Palenque— donde vemos que los que esculpieron dentro de las inmensas bóvedas lo hicieron sin hundir mucho sus cinceles porque eran decoraciones que se iban a ver a la luz de velas o antorchas. No ocurre lo mismo con las grandes masas esculpidas en Tikal, Copán, Uxmal, Quen Santo, Quirigua. Ahí vemos que los escultores mayas, conocedores de esta acción de la luz, hundían sus cinceles para que al mismo tiempo que quedaran las masas clarificadas hubiera en el fondo esa sombra necesaria para darle todo el valor y el esplendor a la escultura. Creo que la luz ejerce una acción muy directa, y podría agregar tiránica, sobre las artes en nuestros países, en especial en Guatemala, donde las artes reciben un bautismo de clarificación. En Guatemala, esto parece una metáfora pero es exacto, hay unos crepúsculos rojos, tan rojos, de luz tan estallante, que si hay un recipiente en un patio tenemos que tocarlo para comprobar que no es sangre, que es el rojo del cielo que se refleja en el recipiente. Además de la luz, otro fenómeno que ocurre y que indudablemente presiona y existe en las páginas de mis libros, son las formas de nuestras colinas y volcanes. Tienen una forma ondulada, casi como de olas marinas que se hubieran quedado petrificadas en un momento, y esta ondulación la vemos repetirse en los monumentos mayas. En toda la obra de los grandes artistas de esa época vemos que casi no existe la línea recta, la linea rígida. Los mayas emplean para su decoración la linea curva, juegan con las líneas curvas para hacerlas parecidas a las curvas de las montañas y de las colinas. No hay en Guatemala planicies grandes, salvo al sur en la costa que va a la orilla del Pacífico. Fuera de estas planicies todo lo demás es quebrado, parece un país construido como un rascacielos donde podemos subir desde la orilla del mar, donde la temperatura es de 45 a 50 grados centígrados, hasta 3.000 metros sobre el nivel del mar donde el clima es más frío. Todos estos fenómenos indudablemente los encontramos en mi obra. En Las leyendas de Guatemala asoma constantemente esta virtualidad del paisaje, esta preciosidad de los ambientes algodonosos de nuestras mañanas rosadas, de nuestras tardes tibias y al mismo tiempo el esplendor de todos nuestros árboles que adquieren coloridos realmente admirables. Hay ciertos árboles inmensos que en ciertas épocas se tornan rosados, botan todas las hojas verdes y desde la distancia uno ve, como si se tratara de un cuento oriental, campos y campos de árboles rosados. Hay toda clase de orquídeas a la mano del viajero, y ciertas regiones están siempre vestidas y bañadas de rosas y claveles. Hay además pájaros de plumajes brillantes, de plumajes de oro, de plumajes de esmeralda. En Las leyendas hay también mucha personalización de los montes y de los ríos que se transforman en personas, o de personas que se transforman en estas imágenes mismas de la naturaleza. En Hombres de maíz, por ejemplo, uno de los personajes es María Tecún, la tecuna, la mujer que huye siempre. Hacia el occidente de Guatemala se eleva en una zona altísima una inmensa piedra, que muy pocas veces se puede ver porque está siempre cubierta de neblina, a la que llaman María Tecún. Es decir, muchas veces estas moles reciben nombres de personas o personajes que han existido en la leyenda y se transforman así en un elemento casi humano; hay una relación de naturaleza y humanidad. Guatemala es además un país verde por excelencia, por eso a los indígenas se les llama quichés, que en indígena quiere decir algo así como país de árboles verdes. El verde es nuestro color, y hay todos los verdes todo el tiempo. Sobre este paisaje verde, sobre estos tapices verdes, sobre estas montañas que tienen todos los colores del verde circulan por los caminos los indígenas, hombres y mujeres, vestidos con trajes de vivísimos y distintos colores. Ellos también forman parte de nuestro paisaje, al que dan con su colorido un carácter especial. Cada una de las poblaciones tiene un traje típico. Las mujeres de Aticalán, por ejemplo, usan una enagua roja enrollada al estilo oriental, un gaipil —como llamamos a la camisa— bastante bordado y una faja de color azul muy vivo. Lo que más las caracteriza son sus largas trenzas, que entrelazadas con una inmensa cinta de color rojo vivo, al atarlas alrededor de la cabeza parecen enormes platos rojos. Los poblados nuestros también imitaron en sus cúpulas el movimiento de las montañas, y en cualquiera de nuestras poblaciones, de oriente o de occidente, se puede ver desde la distancia el juego de esas cúpulas con las montañas que rodean el lugar. Todo esto le da una unidad al paisaje que lo hace inconfundible. Es inconfundible por la luz, por su color verde, por el inmenso número de pájaros y de flores. Y todo esto es lo que ha influido en mi literatura, por eso no llega nunca a ser excesivamente agria, excesivamente sanguinaria, excesivamente fuerte; en nuestra naturaleza esto no se concibe. Esta naturaleza se refleja en la manera de ser de las personas y por eso quizá muchos encuentren en mis libros a veces cierta flojera—por decirlo así— en el carácter de ciertos personajes, pero el personaje obedece al ambiente, al medio. Si pensamos en la luz reflejada podemos ver porque circula entre nosotros la leyenda, la magia, el curanderismo, los brujos y ese mundo y submundo que existe visible e invisible, y que le sirve a estas pobres gentes sin medios para ayudarlos a vivir. Ellos se valen no sólo de sus dioses sino de todo aquello que los rodea, que los mantiene en una especie de suspenso sonámbulo con los ojos abiertos frente al maravilloso al paisaje de Guatemala.

¿Cuál es la fuente del humor que se encuentra en su literatura?
       Un crítico francés dijo que en El señor presidente hay siempre un elemento esencial, que cuando ya está todo hundido hay un personaje que ve el cielo, ve las estrellas, ve la luz y uno se ve salir de donde estaba hundido. Creo que el humor de mis libros se debe un poco a lo que nosotros llamamos en Guatemala el “humor chapín”; se les llama chapín a los nacidos en la capital. Es característico en su forma de hablar el hacer siempre un chiste o una gracia que le dé un color más amable a un suceso. Esto ha sido muy cultivado y tenemos el caso de un poeta magnífico, uno de los grandes poetas románticos de los años 1830, Pepe Batres Montúfar, que a pesar de toda su amargura, de todo su dolor, en muchos de sus poemas surge en los momentos más difíciles una frase grata que hace que uno sonría un poco y siga leyendo.

El español de la literatura hispanoamericana ha ido perdiendo la pureza del español castizo y adquiriendo características propias, a veces locales. ¿Cuáles son las causas que han ido determinando este cambio? ¿Está de acuerdo can esta renovación?
       Una característica de la novela hispanoamericana es en general nuestro español. El que nosotros hablamos, sobre todo en países como México, Guatemala, Perú, Bolivia, Ecuador —países con grandes masas de población indígena en donde todavía se hablan las lenguas indígenas de antes de la Conquista— es un español que ha ido tomando un carácter muy personal, muy especial. Se ha olvidado la sintaxis castellana y ha entrado la forma indígena a unificarse a la forma en como hablamos. Consciente o inconscientemente, los escritores de Centroamérica, al menos yo, usamos elementos que los indios emplean en su lenguaje, por ejemplo, el paralelismo, que es repetir el mismo concepto con distintas palabras. Enriquece también nuestro idioma toda esa inmensa cantidad de animales, de piedras preciosas, de elementos minerales, vegetales, nombres de flores, de sustancias, nombres que en los diccionarios españoles no existían. Creo que lo que caracteriza a mis libros es la palabra y no la frase. Por lo general, en español, sobre todo en el castellano español, se empleaba el periodo largo. Este periodo largo yo no lo empleo porque en los idiomas indígenas la frase no tiene tanta importancia, en cambio, como ya dije, la palabra adquiere un carácter sagrado: “dentro de la palabra todo, fuera de la palabra nada”. Es decir, por la palabra los dioses empezaron a crear todos los elementos de la vida y por la palabra los dioses pudieron relacionarse entre ellos. La creación del mundo, la creación del hombre, todo lo que implican las teorías y las fórmulas cosmogónicas de la creación entre los indígenas maya-quiché, todo esto está basado en el valor de la palabra. Es de tal importancia la palabra entre ellos que si uno llega a una población indígena y pregunta cómo se llama una mujer que va pasando ellos contestan “María”, y todas las mujeres son María y todos los hombres son Juan. Ellos no dicen el nombre exacto de la persona porque saberlo es poder apropiarse mágicamente de ella. Además, ellos no creen en la muerte como creemos nosotros, ellos creen en la desaparición, por lo tanto, no dicen “murió” sino “desapareció”, porque el que deja de vivir inicia un viaje a través de un mundo desconocido. El desaparecido debe saber —y ellos lo saben— cada una de las palabras que debe decir en las encrucijadas de los caminos que va a recorrer después de muerto. Esta es una sabiduría parecida a la de los osiris egipcios, y así como los osiris ellos deben saber cuándo llegan al camino blanco, al camino rojo, al camino verde, al camino negro, cómo contestar con absoluta precisión a las preguntas que les hacen voces de seres invisibles. Esta sabiduría la mantienen y la ejercitan, sobre todo los más viejos, para poder salvarse y no caer en los sitios de la desesperación y de la desolación y poder así llegar a lugares en que la vida es placentera. El cielo tiene para ellos trece pisos y sólo algunos alcanzan los cielos de los pisos superiores, la mayoría van al cielo de los pisos bajos que son placenteros y donde están todas las fuentes, todas las comidas del paraíso que ellos se han forjado. Esta es una relación vital, humana y trascendente de la lengua, del idioma. Por eso en todos mis libros la palabra adquiere un valor esencial, y es acaso donde está la dificultad en mi literatura. A veces paso días y noches queriendo encontrar una palabra dada para un párrafo o frase ya hechos. Si la palabra que tengo en el texto no me satisface busco entonces la más adecuada para el sentimiento del personaje, del suceso, del paisaje. Es decir, la palabra debe ser lo más precisa posible, porque cuanto más precisa es con más propiedad se apropia uno del objeto o de la persona. Este uso de las palabras nos aleja muchísimo de la lengua castellana, decimos que hablamos español, pero es un español que está “preñado” por todos los idiomas indígenas. Es de tal naturaleza esta acción del idioma y del mundo indígena que los primeros españoles venidos a América, después de un tiempo, escribieron también con una sintaxis distinta. Es el caso de Bernal Díaz del Castillo que vino con Hernán Cortés a la conquista de México y después se quedó en Guatemala. A los 80 años, este viejo, de una memoria asombrosa, escribe Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Cuando Menéndez y Pelayo lee la obra dice que es extraño que un soldado castellano haya escrito en esta lengua, que no tiene nada que ver con el castellano. Lo que pasó es que Díaz del Castillo había adquirido paulatinamente, por ósmosis, por oír, por leer y por vivir, una forma distinta de hablar. América misma, con su aire, con su luz, con sus elementos va transformando la lengua. No puede hablar el mismo castellano el que vive en Castilla que el que vive en uno de los montes de Bolivia o en las alturas de México. Por eso la lengua entre nosotros se ha ido transformando, se transforma constantemente, se enriquece de diferente manera. Si examinamos el fenómeno de la Argentina, y más propiamente el de Buenos Aires, vemos cómo aquí las lenguas europeas han ido a agregarse al idioma español y han creado un lenguaje que muchos no llegan a entender, ci pero es una lengua nueva, es una lengua renovada. Yo no estoy en contra de estos enriquecimientos porque creo que el español hispanoamericano, que es nuestra lengua —en la Argentina con lo que llevan los emigrantes y en México o Perú con todo lo que dejaron los indígenas—, va siendo cada vez más rico. Es un poco lo que ocurre con la lengua inglesa, que se enriquece constantemente, y no como el español de España que permanece estable. Nosotros hemos tenido que hacer uso de nuevas formas de dicción, de nuevos verbos, de nuevas formas de poner las palabras, porque somos de mundos completamente distintos. En mi libro Maladrón, por ejemplo, además de describir el culto al Maladrón según lo hacían los saduceos, pinto la vida de cinco españoles perdidos en nuestra selva que paulatinamente van perdiendo su carácter español y van transformándose en elementos de esa misma naturaleza, de las hojas, de las flores, de las dormideras, esos árboles misteriosos que hay en nuestras tierras. Quise también traer a esta novela la lengua rica de Alfonso Reyes, de Rubén Darío, de Huidobro, de Neruda y la de muchos de nuestros grandes escritores, una lengua que se va olvidando. En el Maladrón traté de hacer una especie de español de lujo, sonoro, recordando un poco el español del siglo xvi y xvii, pero sin que fuera un español arcaico, sino algo más moderno, que pudiera ser leído hoy.

¿Qué significan la repetición de sílabas y palabras en su estilo?
       Los indígenas emplean la repetición de sflabas y palabras para hacer los superlativos. En las lenguas indígenas, al menos en Guatemala, no hay superlativos. Ellos dicen blanco, blanco, blanco que es el equivalente de más blanco o blanquísimo. También repiten las sílabas; por encantador ellos dirían rerreencantador, poniendo en cada re un énfasis mayor.

Un estilo que no siempre es accesible al lector corriente.
       Mis libros no son fáciles de leer porque hay en ellos, lo que unos alaban y achacan otros, el barroquismo de nuestro idioma. Pero el barroquismo es quizá una cosa sustancial con el ladino. Cuando los españoles llegaron a nuestros países y empezaron a construir sus catedrales emplearon en los pórticos y en los altares las formas decorativas de las iglesias y catedrales españolas. Pero los indígenas, que eran los que hacían este trabajo —los españoles no podrían haber construido tantos templos y palacios como se construyeron en los cuatro siglos de dominación sin la mano de obra del indígena—, le van agregando ala decoración española el pequeño venadito, la plantita, la pequeña águila estilizada, y vemos entonces cómo la decoración se va volviendo recargada, y ese recargamiento es el barroco de nuestros textos. Creo también que en cierto aspecto mi literatura no es fácil porque está muy ligada a todo lo que corresponde a los libros primitivos de los mayas, de los quichés, de los aztecas, de los nahual, y a todo ese mundo literario y artístico que ahora está renaciendo, y que renace cada vez más y con más fuerza, después de casi cinco siglos que estuvo oculto. En mis libros, en lo posible, evito poner palabras indígenas porque lo dejan al lector fuera del texto; en lugar de la palabra indígena busco un equivalente o la forma de decirlo en español. Tampoco me gusta mucho usar los criollismos y todas estas formas que corresponden a la manera privativa de cada país. Trato de que mi literatura, siendo muy nuestra, de Guatemala, pueda ser universalmente entendida.

¿Cuál es de sus libros el que más prefiere?
       Uno quiere a los libros como quiere a los hijos, pero el que yo más quiero es Hombres de maíz, reconociendo que en El señor presidente hay un libro que es fundamental para la literatura. Hombres de maíz es un libro más cerrado, no hay concesiones al lector que no conoce mucho la literatura, y aunque se puede leer como una novela tiene profundidad; se podría explicar cada una de las páginas. Yo mismo, cuando vuelvo a él, encuentro una cantidad de elementos indígenas y vegetales, y es como si del libro fueran saliendo, mientras uno lo va abriendo, una serie de fantasmas y de cosas míticas que están encerradas en el libro mismo. Las vidas de los personajes van formando curvas; algunos empiezan en fantasmas y terminan en reales y otros empiezan siendo reales y terminan en fantasmas, es decir, en seres invisibles, en seres ilusionados, en seres ilusos. Hay también algunas cosas reales, como las figuras de los alemanes que se vestían de smoking para tocar por las noches en el poblado de Salamá; eso era exacto así. En ese lugar que era tan desolado, donde no había más que paludismo y zancudos, ellos, almaceneros que durante el día estaban en sus tiendas, de noche se vestían de etiqueta y empezaba su otra vida, la vida de salón, la vida de la música, la vida de Bach, que era lo que más tocaban. Además, en Hombres de maíz el español llega a no parecer español, hay momentos en que parece el canto de otra lengua.

Su trilogía bananera Viento fuerte, El papa verde, Los ojos de los enterrados no fue muy bien aceptada por la crítica y según algunas críticos esas novelas son más reportajes que literatura.
       Puede ser, pero yo creo que es la parte medular de mis obras. A medida que va pasando el tiempo voy encontrando que en la “trilogía bananera” hay elementos realmente vitales de la vida misma de Guatemala. En Viento fuerte hay personajes que están tan vivos que si usted va a Guatemala los va a encontrar. La crítica que hago a la sociedad norteamericana yo lo viví, no está inventado. El papa verde es un personaje que me interesa mucho. Como es norteamericano yo pensé hacerlo un hombre odioso, pero a medida que fue haciéndose la novela él se fue haciendo simpático hasta que al final es un hombre que todo el mundo quiere y ayuda. Creo que de las tres, la verdadera novela es Los ojos de los enterrados porque ahí los personajes tienen una vigencia. Pero puede ser que los críticos tengan razón y que estos libros tengan algo de reportaje. Cuando fui de Buenos Aires a Guatemala pasé una larga temporada en la frutera, que ya conocía, y vi con otra visión, acaso un poco como periodista, toda esa forma de vida. Puedo decir que la novela la escribí al revés; primero escribí “El huracán”, y lo iba a publicar como un cuento pero cuando el poeta y escritor panameño Rogelio Sinán, que estaba de paso por Guatemala, lo leyó me dijo que era un magnífico principio de novela. Empecé entonces a pensar y a estudiar y así surgieron los personajes. También puede ser que tengan algo de reportaje porque me inspiré mucho en el libro El imperio del banano, escrito por dos periodistas norteamericanos que hicieron el recorrido de las plantaciones bananeras. Los alegatos que pongo en los labios de mister Smith, el millonario que se disfraza para visitar las plantaciones, lo que él dice a los accionistas está tomado de ese libro. Pensé que un libro como El imperio del banano, que es un libro técnico, un informe burocrático, nadie lo iba a leer, entonces yo pongo en boca de un personaje lo que dicen esos periodistas.

¿Cree que su obra ha sido entendida por los críticos?
       Debe de haber mucho de telúrico en lo que uno hace, sobre todo una preconciencia en el sentido en que después de que se han publicado mis libros he leído tesis y trabajos que se escriben sobre ellos, y he leído que los críticos y estudiantes han encontrado constantemente secretos que yo no había descubierto. Creo que la labor de la crítica con mi obra ha sido ilustrarme a mí mismo sobre muchas de las cosas que yo inconscientemente, si usted quiere, he puesto ahí, y que, sin embargo, juegan un papel que es importante. Creo que la crítica en general ha entendido mi obra. Debo hablar de un crítico, el gran escritor y poeta belga Vandercamen, que fue uno de los primeros que me reveló muchas cosas. Cuando me escribió sobre Week-end en Guatemala me decía: “Antiguamente los personajes de la novela europea, indudablemente los personajes de Víctor Hugo y Flaubert, se paseaban por los caminos, las ciudades y los salones de América, pero ahora es al revés, los personajes de ustedes empiezan a recorrer las ciudades europeas y los vamos conociendo, se van haciendo familiares. Algunos de sus personajes, como Goyo Yic, yo lo conozco, lo tengo en casa, le hablo y lo saludo”.

¿En dónde fue su obra más leída y mejor comprendida?
       Yo diría más en Europa que en Latinoamérica. En Francia, Holanda, Alemania y en Italia hay personas que se dedican exclusivamente a estudiar mi obra. En mi país se están haciendo ahora los primeros trabajos, se han publicado dos o tres libros, y en la Argentina se ha publicado últimamente un libro muy importante del profesor Iber Verdugo, de la Universidad de Córdoba, La obra de Miguel Angel Asturias en relación con la literatura hispanoamericana, en donde se analiza cada época de la literatura hispanoamericana del siglo XIX, que después se refleja en mi obra.

¿Qué significa para usted la “literatura de compromiso”?
       Sobre la literatura de compromiso, o literatura engagé, o comprometida se ha hablado y escrito muchísimo, y sin duda se seguirá discutiendo aún más. El término engagé fue empleado hace algunos años por la revista L’ Esprit y luego lo tomó Jean Paul Sartre para su estudio de esa literatura. Muchos emplean el término comprometido para un sentido político determinado, es decir, al llamar a un autor comprometido se le pone la etiqueta de autor comunista, procomunista, de izquierda o izquierdizante. Esta forma velada de llamar así a ciertos autores no deja ver bien lo que quiere decir literatura comprometida o de compromiso. Al decir comprometido muchos entienden autor dirigido, que es algo muy distinto. La literatura dirigida es aquella que está al servicio de una causa política, de una religión, de una ideología. El autor dirigido obedece a ciertos cánones, a ciertas obligaciones, a determinadas finalidades, etc. En cambio, la literatura comprometida implica una responsabilidad, y nosotros antes, en América Latina, usábamos el término de “responsable”. Había escritores responsables y otros que no lo eran frente a ellos mismos, a su conducta, a sus pueblos, a sus necesidades que los inundaban. Yo entiendo por literatura comprometida aquella literatura responsable que responde a las necesidades de un pueblo, que es la voz de ese pueblo y que al mismo tiempo se convierte en puente para poder llevar a otros espíritus, a otros hombres, el eco de las necesidades, de los sufrimientos, y también de las alegrías de su país a efecto de que puedan tener una repercusión universal. En la literatura latinoamericana, si se entiende por literatura comprometida aquella que se ha hecho siempre responsable de los grandes acontecimientos de nuestros países y también de las necesidades de las situaciones difíciles de opresión, de tiranía, de sufrimiento, de falta de medios de vida, de hambre, de falta de tierra, etc., entonces nuestra literatura ha sido siempre la literatura comprometida, una literatura responsable. Desde los primeros libros hasta ahora las grandes obras de nuestros países han sido las que se escriben respondiendo a una necesidad vital, a una necesidad del pueblo. Es así que casi toda nuestra literatura resulta comprometida. Sólo excepcionalmente tenemos autores que se encierran en sus jaulas de oro, en sus torres de marfil, se aíslan, no les importa nada de lo que pasa en torno de ellos y son los autores autistas, de asuntos psicológicos, y de todos los problemas que corresponden a una personalidad que no tiene contacto con la realidad ambiente. Tal vez seria más propio llamar a nuestra literatura, en vez de literatura comprometida, literatura “invadida”, es decir, invadida por la vida. Nosotros, por ejemplo, estamos escribiendo una página de una novela y oímos llorar a un niño; salimos a ver qué pasa, y cuando vemos a ese niño descalzo, desnudo, con un enorme vientre, nos damos cuenta que es la imagen de la pobreza, de la miseria física que nos circunda. Sería ilógico, y hasta falta de sensibilidad, el que siguiéramos nosotros escribiendo nuestra página pensando en Versalles, en Grecia, o si la palabra tal puede desdoblarse en tal forma como lo hacía Shakespeare, cuando tenemos algo más inmediato, cuando nos está invadiendo la vida con una visión más dura, más real, que nos obliga de inmediato a tomar nuestra pluma y escribir en forma de protesta cuál es la situación de esa gente y trasladarlo a un cuento o capítulo de la novela. La literatura comprometida nos ha dado una serie de obras muy importantes, podría decir El hijo del salitre, de Teitelboin; La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán; El río obscuro, de Alfredo Varela; El metal del diablo, de Augusto Céspedes; Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Prisión verde, de Amado Amador; Casas muertas y Oficina número uno, de Otero y Silva; Hijo de hombre, de Roa Bastos y otras. En la literatura indigenista, que es altamente comprometida, podemos hablar de Yanakuna, de Jesús Lara; de Ciro Alegría, que dejó dos novelas muy importantes, Los perras hambrientos y El mundo es ancho y ajeno; de Huasipungo, de Jorge Icaza, y de José María Argüedas, que también dejó dos novelas muy importantes: Los ríos profundos y Todas las sangres. Toda esta es la novelística de América que se ha abierto camino en Europa, una novelística que sin preocuparse mucho de ciertas formas, ni de imitar a los europeos, trajo nuestros problemas a la conciencia del mundo e hizo que los europeos se fijaran en nuestra literatura. Si bien nuestra literatura ha entrado a Europa por sus valores estéticos, por su creatividad lingüística, la masa de lectores se han interesado en nuestros libros porque es una literatura responsable que habla al hombre europeo de nuestros problemas, de todo lo humano que llenan nuestras páginas, de los problemas sociales y de los problemas económicos. A los europeos les ha interesado saber cómo mueren los peones en las plantaciones bananeras de Centroamérica, cómo mueren muchos en los quebrachales en la Argentina, cómo mueren otros en las minas de Bolivia, cómo sufren los trabajadores del petróleo. Todo esto, este mundo vivo y humano es el que ha abierto la brecha, y nosotros debemos entonces decir que esta literatura comprometida, literatura que la vida invadió, literatura responsable, es la literatura latinoamericana que ha abierto el camino para que los europeos tomen en cuenta nuestras letras. Creer que al europeo vamos nosotros latinoamericanos a enseñarle a reflexionar, a filosofar, a escribir novelas autistas, o psicológicas, creer que nosotros ya tenemos la madurez de una sociedad para que surja un Proust, para poseer un Goethe, eso es estar soñando despiertos, y es engañarse. Estamos en la época de una literatura creativa pero de batalla, y al mismo tiempo una literatura que está sembrando para el mañana ese sentido de la responsabilidad que hará que nuestros futuros autores, siguiendo el camino de la gran literatura latinoamericana, también escriban obras responsables. La nueva sociedad que se está creando en nuestros países —esa sociedad de la industria pequeña o grande, esa sociedad en la que vemos desplazarse a las clases adineradas de otrora por nuevas clases burguesas que empiezan a tener actividades en el comercio y en la gran industria— también tendrá sus escritores, pero serán escritores responsables, escritores comprometidos. Además se acusa a algunos escritores de ser comprometidos cuando se trata sólo de la izquierda, pero también se puede ser comprometido con la derecha, se puede estar comprometido con el imperialismo; esos son escritores comprometidos contra sus pueblos, contra sus países, contra el mundo y el ideal latinoamericano.

En los países socialistas —por otra parte— han criticado la vena mitológica de su abra argumentando que debilitaba la acusación socil y la imagen de la realidad.
       A mí se me ha llamado “escritor comprometido”, empleando la palabra “comprometido” para significar que soy un escritor de izquierda, que responde a ideas izquierdizantes. Otros grupos —gente que quisiera que uno estuviera en la trinchera de la literatura disparando palabras y más palabras sin tener un sentido de la responsabilidad y haciendo una literatura sin raíces— dicen que con mis obras, al hacer una literatura de mitos, de leyendas y de creencias, yo falto a mis deberes de escritor comprometido. Todo esto lo discutí bastante, sobre todo con algunos estudiantes que estaban preparando sobre Hombres de maíz su tesis para la Universidad de Moscú. Ellos cuestionaban por qué en esta obra yo empleo tantos elementos míticos, tanta hechicería, tanta brujería; cosas que son falsas y desvirtúan la obra. Les decía que no se puede hablar del pueblo nativo de Guatemala sin hablar de los curanderos, de los brujos, de los fantasmas, de las leyendas, de los mitos que todavía están vivos entre ellos; si dejara eso aparte para hacer una novela de ambiente “social” entonces sí desvirtuaba mi libro y la imagen que me hago yo de mi sociedad. Se ha dicho que en El señor presidente yo no doy ninguna solución a la dictadura. No quise poner un final agradable en esa novela porque yo creo que la dictadura en América Latina no sólo no termina con la de Estrada Cabrera sino que ha continuado y continuará por mucho tiempo. No puedo entonces terminar el libro inventando personajes que hacen una revolución gloriosa e instalan un gobierno democrático; eso sí sería falso. Considero que así alegraría a muchos que se quedarían sin el sufrimiento de saber que la dictadura continúa, pero al mismo tiempo yo falsearía la realidad. Por otra parte creo que el novelista da testimonio y puede hacer protesta en sus obras, pero no puede, ni se le debe exigir, dar soluciones que deben ser dadas por los sociólogos e historiadores. Además, es muy difícil satisfacer a todo el mundo con nuestros libros. Un libro es como una carta que se envía a muchísimas personas, unos responden y otros no. Creo que la base de mi obra es la base mitológica, es la que tiene relación con las creencias y demás aspectos de la vida rural, primitiva y mentalmente infantil del indígena, y avanzando en ese camino entro en los problemas sociales, que también son problemas que a ellos les interesan. En Hombres de maíz, que es una novela mitológica, muestro cómo hay una constante lucha entre el maicero y el indio y las formas distintas de la vida que van llevando a esta pobre gente sometida a las autoridades abusivas y a la fatalidad que casi siempre les persigue. Por eso en mis libros los lectores encontrarán el compromiso, o la vida que me invade cuando trato de los problemas sociales, y encontrarán las explicaciones más profundas, las explicaciones de la vida misma que no puedo aislar. No puedo dejar de hablar de los mitos como ya dije, ni de las creencias de mi pueblo y ponerme a escribir una novela que podría ocurrir tanto en Guatemala como en la Antípoda, en Europa o en Asia.

¿Cuáles fueran las lecturas que influyeran en su formación literaria?
       Las lecturas de los textos indígenas y los estudios que hice del Popol Vuh, de los Anales de los Xahil, del Rabinal-Achi, del Chilam-Balan y las lecturas que hago constantemente han influido mucho en mí. Actualmente leo de preferencia toda clase de libros que se relacionan con la cultura maya, muchos libros que no conocía y que me ayudan a completar mi conocimiento de esta lectura. Hay hoy un renacimiento de los estudios indigenistas, sobre todo en México, Guatemala y los Estados Unidos. Son muchos los norteamericanos que vienen ahora a Guatemala y preparan estudios muy fundamentales sobre la vida de los indígenas, sobre sus tradiciones, sus creencias, sus conocimientos del tiempo. En la Universidad de Pennsylvania, por ejemplo, se han hecho estudios arqueológicos de la ciudad de Tikal, que es uno de los grandes centros ceremoniales en Petén, en el corazón Cli de Guatemala. A medida que pasa el tiempo vamos teniendo nuevos aportes sobre la literatura indígena anterior a la Conquista. La desgracia fue que los conquistadores y los sacerdotes que vinieron con ellos, que eran absolutamente bárbaros, creyendo que se trataban de iluminaciones del demonio quemaron todos los libros importantes de nuestra cultura. Fue necesario que vinieran después otros monjes, los que llamamos “monjes sabios”, que dándose menta del valor que tenían aquellos relatos empezaron a reunir a los más viejos de cada población para que hablaran, y lo que esta gente decía en lenguaje indígena ellos copiaban con caracteres latinos; es por eso que ahora tenemos enormes transcripciones de esa época. Todo esto ejerce en mí una gran influencia, y por las mañanas, antes de escribir, me gusta abrir alguno de estos libros indígenas y leer párrafos o poemas; esto me aligera y me ayuda para seguir mi trabajo. Además, fui y soy lector de Quevedo y Cervantes. En mi obra —y muchos lo han señalado— hay mucha cosa quevedesca. También me influyeron después los grandes europeos como Víctor Hugo, Zola, Proust e indudablemente Flaubert, que es el maestro de la novela. Yo aconsejo a todo novelista que para tener una escuela de novela deben leerlos, también a Pérez Galdós y Eca de Queiroz, dos grandes maestros. Panait Istrati y las obras de Dostoiewsky, Tolstoi y otros escritores rusos, que se publicaban en Barcelona antes de la guerra, también ejercieron una gran influencia en mí; son autores que se parecen a nuestro mundo, a nuestra literatura. La literatura rusa nos ha tocado de cerca porque el mujik es un poco como el campesino. De la literatura anglosajona me entusiasmó Lawrence, sobre todo La serpiente emplumada, y de los novelistas norteamericanos Faulkner, en primer lugar, que me parece corresponde un poco a nuestra novela, sólo que él escribía de los negros en lugar de los indios. Los grandes escritores norteamericanos han tenido sin duda una gran influencia en nuestra formación, y diría que la nueva generación de escritores latinoamericanos están más influenciados por la literatura norteamericana que por la francesa, y naturalmente por Joyce.

¿Qué opina de la novelística europea actual?
       En Europa todo es racional, todo es cartesiano. Los franceses, como el resto de los europeos, lo someten todo a una lógica precisa, analizan todo. No hay espontaneidad, no hay creencia, no hay mito, no hay posibilidad de la imaginación y del sueño, de todo ese mundo que forma parte de la literatura y que hace de la literatura lo que es fundamentalmente: un sueño del que hacemos participar al lector. En Europa se acabaron muchos mitos, pero se crean ahora otros, por ejemplo, el mito de la velocidad con el que se sacrifican cada semana cientos de vidas en los caminos. Los mitos anteriores, los mitos telúricos, han desaparecido, aunque no totalmente; cada tanto leemos en los periódicos acerca de curanderos y hasta de magos que aparecen por ahí. La literatura se ha deshecho de los mitos, pero estos mitos han quedado vivos dentro del espíritu de mucha gente. En Francia, además del grupo del noveau roman, hay algunos novelistas tan importantes como Malraux, Aragón, Bosquet, Sabatier, Pierre Gasear. En España se está empezando a rehacer esta gran corriente novelística que durante años estuvo muy silenciosa. En Italia, están Moravia, Pratolini, Elio Vittorini; en alemania, Günter Grass. Pero pienso que frente a todos ellos la novelística latinoamericana —y no debemos olvidar la gran novela del Brasil, con Jorge Amado y con Guimaráes Rosa (desaparecido éste en plena creación)— alcanza un vigor, una fuerza, una originalidad y tiene sin duda un interés y una audiencia mayor que mucha novelística europea y aun norteamericana.

Esto me recuerda que usted, refiriéndose a Borges, ha dicho que “es uno de los grandes escritores, pero uno de los grandes escritores europeos”.
       Como americano-indígena, cuando leo a Borges me da la impresión de que se trata de un autor europeo, de una gran cultura europea, de una gran preocupación europea, con un constante análisis de su persona, de su yo. En sus textos hay mucho de la lucubración europea y no le hallo la raíz americana, la preocupación nuestra, y si usted quiere, los defectos nuestros. No se le va a mermar que es uno de los grandes escritores, pero lo que discuto es que no es un representativo de la literatura latinoamericana.

¿Cuando se refiere a la literatura representativa se refiere también a la folklórica?
       No, al contrario. Hablo de Facundo, de Sarmiento; de Amalia, de Mármol; de Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos; de La vorágine, de José Eustasio Rivera; de Huasipungo, de Jorge Icaza; obras que no son folklóricas, pero que son nuestras. Para mí la literatura folklórica, regionalista, es una literatura falsa. Nosotros no tenemos un gran folklore. Pondere tienen Rusia y España; lo que nosotros tenemos en algunas partes es una tradición indígena, pero que no forma parte del folklore. La desgracia es que ahora esa tradición se transforma en folklore para los turistas.

¿Usted cree que se debe mantener al indio dentro de su cultura y conservar esa tradición indígena, o se lo debe asimilar a nuestra civilización?
       Creo que mi manera de pensar a este respecto ha cambiado totalmente. En mi tesis presentada en 1923, El problema social del indio, en que me refiero al indio guatemalteco, hablaba de la necesidad, o de la urgencia, de que al indio se le diese la posibilidad de incorporarse a la cultura occidental. Ahora, pasados los años, me doy cuenta que aquello era un error y que lo que debemos hacer es procurar desarrollar en el indígena los elementos culturales que posee, al menos el maya guatemalteco y el maya quiché. Me he dado cuenta que el indio es quizá más culto que nosotros —significando por cultura, profundidad de pensamiento, de sentimientos, de disciplina en manera de vivir— y que estos elementos culturales del indio heredados de sus antepasados milenarios son los que se deben desarrollar. El indio es un artista; lo vemos cuando hace sus vasijas y sus telas. Casi nunca imita una tela, frente al telar va inventando los colores y las figuras. Es un creador constante. Cuando tiene el barro en la mano va inventando las formas que le va dando a sus vasijas, a sus cántaros, y casi toda la alfarería lleva la figura de un animal, de una flor, de un dios. Tienen, al mismo tiempo, una sabiduría en cuanto al aspecto económico que no tenemos nosotros. Por ejemplo, cuando los indios y los ladinos bajan a trabajar a la costa, en un clima tórrido, los únicos que regresan son los indios; los ladinos por lo general mueren en la costa. El indio trabaja pero no compra ni perfumes ni calcetines de nylon ni bebidas, sino que vuelve a su montaña con su dinerito para comprar un pequeño terreno o un ganado. Vive en casas con piso de tierra, pero limpias, y lleva una vida muy organizada. Generalmente se levanta a las cinco de la mañana, se baña todos los días y lleva una vida sexual regular. Se casan y tienen hijos entre ellos, el adulterio casi no existe. Su gran defecto es la borrachera; se emborracha en la fiesta del patrón hasta quedarse botado en las calles, pero sólo fuma cuando están todos reunidos; fuera de eso no es un hombre vicioso. ¿Por qué entonces no tratamos de desarrollar todo ese mundo que tiene el indio, todas sus virtudes, todo eso que no queríamos ver, para poder elevarlo sin sacrificios dentro de sus creencias y de su cultura? Una vez que haya elevado su nivel cultural él mismo hará la trasculturalización y será un elemento provechoso para nuestra cultura. Ahora el peligro es que la pureza de toda esa vida y cultura indígena está amenazada por el turismo. Vemos en las telas indígenas que además de los soles, la luna y las figuras simbólicas, aparecen productos de la técnica, como aviones y automóviles. Esto demuestra por otra parte cómo el indio es adaptable a todas las formas de vida con las que está en contacto; por el turismo ha mejorado su artesanía y también sabe cobrar bastante. No es un ente; él también despierta a las incitaciones exteriores. En Guatemala, además, los indígenas, por su capacidad manual, son preferidos como mano de obra en toda la industria eléctrica.

¿Cómo han influido en su método de trabajo los exilios voluntarios e involuntarios y sus múltiples ocupaciones?
       Se dice que cada artista tiene sus horas claras, que son aquellas en que le es más fácil escribir, fabular, producir; mis horas claras son de las 5 a las 8 de la mañana. Cuando escribo una novela, ni bien me despierto, después de tomar una taza de té me siento a la máquina, muchas veces sin saber qué es lo que voy a poner, pero recordando el capítulo o el párrafo anterior del libro que estoy escribiendo automáticamente continúo como si el cerebro desarrollara una cinta magnetofónica. Después de esas 2 o 3 horas de trabajo siento como un tic en mi cabeza, entonces interrumpo y me ocupo de la correspondencia o de mis otras actividades. Esto se debe a que yo primero fui profesor en la facultad de Guatemala y tenía que llegar a las 9 de la mañana a dar mi clase, después fui periodista y trabajaba todas las mañanas para un diario vespertino y cuando en el año 47 fui diplomático en Buenos Aires me facilitaba levantarme temprano para escribir y poder estar a las 10 en punto en la embajada. Por las tardes y por las noches soy totalmente inútil. Nunca intento escribir por la noche, y mando lo he hecho al día siguiente tengo que corregir mucho porque una misma palabra la he repetido en varios párrafos, como si hubiera un cansancio. Por eso uno no puede darse un término fijo para terminar un libro; considero que el trabajo creativo no puede medirse por horas, días, meses y aun años. Generalmente yo escribo un primer borrador que abarca lo más importante, capítulo tras capítulo. Este borrador, aunque no esté terminado, lo guardo por unos dos o tres meses y cuando tengo la impresión de que este primer intento se ha enfriado lo vuelvo a leer. Si hay que corregir algo, corto lo que me parece bien y hago un gran segundo manuscrito de la novela que vuelvo a guardar por dos o tres meses. Vuelvo a leerlo y a corregirlo haciendo, como se dice en el cine, “el montaje”. Esta segunda revisión total se la doy a la mecanógrafa para una copia definitiva. Como creo que mi literatura es más auditiva que visual, una vez que escribo un párrafo o una página o un diálogo lo leo en voz alta para saber si es eufónico; si no logro esa eufonía lo corrijo hasta alcanzarla. Recuerdo que El señor presidente lo corregí y leí tantas veces —cuando uno es joven tiene tiempo para todo eso— que conocía de memoria capítulos enteros. Ultimamente he probado usar la grabadora para escucharme, pero lo he abandonado porque me di cuenta que aunque era interesante hacerlo podía volverse una literatura oratoria donde la frase se va volviendo verbal y pierde cierto peso. Escribir una novela es más difícil que escribir un cuento o un poema, aunque la poesía es un género importante, porque el novelista necesita transformarse en empleado de su novela; es un poco un burocratismo mental. Uno necesita estar sentado al menos dos horas diarias frente a su mesa de trabajo, aunque no tenga nada que decir, porque si uno interrumpe cuesta recuperar el ritmo creativo, y se pierde además un poco el clima de la novela. El novelista debe exigirse a sí mismo porque no hay nada más haragán que el espíritu. Un amigo que llama, un programa de televisión, una compra, cualquier pretexto es bueno para dejar de escribir; hay que esforzarse para no dejarse llevar por todas las incitaciones exteriores.

¿Cuál es el proceso de formación de su novela?
       Por lo general trato de buscar un sujeto que tenga relación con mi realidad, y sobre todo con mi realidad guatemalteca. Escogido el sujeto, después de pensar, de mascullar, de encontrar cosas que se acercan, un buen día principio —a veces a máquina, a veces a mano— a desarrollar los capítulos. Las 30 primeras páginas son las más difíciles, de la página 30 a la 70 ya hay una facilidad de camino, pero no sé por qué en la página 70 u 80 vuelven a presentarse una serie de dificultades. Siento entonces una especie de desaliento, de desmayo, pero leo algunas de las cosas que he escrito, aunque casi nunca leo todo antes de terminar, y viene como un resurgimiento que me permite continuar. Algunos novelistas se plantean la novela con anterioridad como si se tratara de un juego de ajedrez en el que van moviendo las piezas. A mí me pasa lo contrario, empiezo con uno, dos o tres personajes, pero siempre aparecen y desaparecen otros personajes. Lo que pasa con ellos —y esto lo decía un crítico italiano— es que los voy destruyendo a medida que los voy creando, y en lugar de ir dando elementos positivos voy dando elementos negativos; “presume Asturias —dice este critico — que el lector tiene ya su personaje y él trata de irlo destruyendo”. El final de la novela llega de un modo sorprendente sin que yo lo haya pensado. Creo que uno de los misterios más interesantes de la creación de la obra poética o de la prosa de la novela es el por qué un poema o una novela termina en determinado verso o párrafo. Se podría continuar, pero no, se pone punto final. ¿Por qué? No se sabe. Además, si bien la creación literaria es uno de los fenómenos más admirables, y uno se asombra ante las posibilidades del cerebro, creo que en muchas de las obras hay mucho de azar, de juego, de suerte. A mí me ha pasado encontrar un nombre que andaba buscando en un rótulo que vi en la calle.

¿Cuándo y cómo determina el título?
       El título es uno de los problemas más difíciles. Generalmente mis libros ya han nacido con el título, por ejemplo, Mulata de tal, Los ajos de los enterrados (leyenda indígena según la cual los indios están enterrados con los ojos abiertos en espera del día de la justicia) y El papa verde. El señor presidente se llamó en un principio Los mendigos políticos, después, por mucho tiempo y como era gran lector de Dante, se llamó Malevolge, que es el último círculo del Infierno de Dante, ese embudo terrible de fuego y llamas. Más tarde, cuando hacía estudios americanistas, lo llamé Tohil, el dios que le robó el fuego a las tribus y para devolvérselo les exigió sacrificios humanos; entre los mayas no existían los sacrificios humanos, vinieron después con los aztecas. El título final surgió cuando le conté el tema de la novela a un editor de México que me dijo: “Entonces es la historia de el señor presidente.” Inmediatamente lo adopté sintiendo de pronto que ese era el verdadero nombre de la novela.

La editorial Skira, de Ginebra, los ha invitado a usted, a Octavio Paz y a otros escritores a colaborar en una colección de libros sobre el arte de la creación. ¿Podría adelantar cuál será el título de su libro y cómo encaró el tema?
       En ese libro debo explicar cómo tuve la idea de escribir, cómo he escrito y sobre todo contar al lector cómo nace la idea de la creación. Fui a Mallorca, cuyo paisaje me recuerda Guatemala, para trabajar en este libro que llamé Tres de cuatro soles. El nombre está basado en una creencia de los mayas, según la cual el mundo ha pasado ya por cuatro etapas. Cada una de estas grandes etapas o edades cósmicas, como se les llaman, corresponden a un sol. El primero correspondió a la época del neolítico, en el momento de formación de la tierra, en el momento de los grandes glaciales, y este primer sol que a pesar de toda su fuerza no logró desvestir la tierra totalmente de los grandes hielos fue devorado por las fieras. Devorado el sol, termina esa primera edad, viene un inmenso cataclismo, como un cataclismo apocalíptico, y aparece el sol del viento, que está quieto, pero el viento empieza a empujarlo y permite el movimiento del sol a través del espacio; los mayas creían que era el sol que se movía y no la tierra. Dentro de su creencia mitológica ellos tenían al sol por el dios más grande, por el ser supremo y naturalmente no podían concebir, y no concebían, que el sol llegado al centro, al mediodía, al ojo del grano del maíz, como dicen ellos, descendiera por el poniente y fuera a morir; era imposible para su forma teológica de pensamiento aceptar diariamente la muerte del Dios Sol. Imaginaron entonces que en el poniente el horizonte es un inmenso espejo cóncavo, el sol regresa a su mansión de la noche, se va reflejando en el espejo del poniente y es su imagen la que desaparece y muere, jamás es el sol. El tercer sol es en el que ya empiezan a aparecer los hombres y las primeras plantas; es la ayuda del sol para la transformación de los vegetales. Después viene un cuarto sol y hemos vivido entonces cuatro edades de la tierra. Ahora estamos en el quinto sol, el sol del movimiento, y según sus creencias en un momento dado habrá también, como lo hubo en el pasado, un gran cataclismo y que el quinto sol terminará con ese inmenso hundimiento del Universo. Algunos escritores europeos, sobre todo los de literatura fantástica, han imaginado que el final del quinto sol, el quinto sol tal como lo imaginaron los mayas, será una guerra atómica en la que ahora sabemos que si se usaran todos los medios de que disponen las grandes potencias para un choque atómico desaparecería por completo la vida de la tierra y se produciría una conmoción que será exacta a la caída del quinto sol.

¿Qué relación tienen estos soles con su creación?
       Mi creación surgió con motivo del terremoto que destruyó Guatemala el 25 de diciembre de 1917. Los temblores se iniciaron a las 10 de la noche y al amanecer la capital entera cayó. Todos salimos a vivir en campamentos, en casas hechas con sábanas y papel. Ahí se me ocurrió empezar a escribir en un cuaderno algo como un diario —que después fueron haciéndose pequeños cuentos— sobre las cosas que veía a mi alrededor en este gran campamento, uno de los campamentos centrales. Rafael Alberti, el gran poeta español, me decía alguna vez que lo peor que le puede ocurrir a un escritor es no tener una tía; es verdad, porque mis primeros relatos yo se los leía a mi tía por la noche. Si en esa época me acercaba a mis padres, ellos, que estaban tan preocupados por las pérdidas de sus propiedades, poco caso me hubieran hecho. Por eso creo que mi creación surge precisamente del trauma sufrido por la tierra, por la naturaleza, por el espíritu, por mí mismo. A partir de ahí explico que además de escribir empezaba a hacer también figuras de barro. Es decir, hay además del idioma escrito el idioma primitivo que iba formando con mis dedos al crear esas figuritas de barro. Mis figuras, especialmente las de barro, ya en un sol posterior, pierden su condición de figuras porque las llevo a reflejarse en el agua donde encuentro un segundo sujeto de creación, un segundo sujeto literario: la imagen. Es decir, además del elemento plástico material tenía el elemento imagen que ya correspondía un poco al sueño, a la comparación con otras formas, todo esto para ir formando lo que fue después mi lengua.

¿Le interesa el análisis?
       Yo creo que lo importante para mí es la imaginación, “la loca de la casa”, la imaginería, la cosa eufónica, pero creo que hay muy poco análisis en mis obras. No tengo ni espíritu analítico ni científico, tengo un espíritu literario y creativo.

De todas las etapas de la elaboración novelística, ¿cuál es la que le da mayor satisfacción?
       El momento eufórico, el momento en que me siento mejor —es como si tomara un baño de delicias o como si bebiera un elixir misterioso— es en el que estoy escribiendo porque tiene un poco de infantil y de primitivo el inventar cosas y reunir palabras. En cambio, el momento que puede llegar a ser aflictivo es cuando se leen las 200 páginas de un libro que se está haciendo porque uno se pregunta si eso servirá o no. Hay momentos de tan tremendo desconsuelo que sólo lo recompensa la euforia que uno siente mando le gusta algo.

¿Usted cree, como tantos dicen, que el género de la novela está desapareciendo?
       Es un género que dicen está condenado a desaparecer, ya sea por el cine, por la televisión, porque la gente ya no tiene tiempo para leer y también porque la novela se ha transformado en un rompecabezas, en un ensayo científico. Pero creo que siempre será un género muy apetecido; cuando uno lee una novela se abstrae, se roba del tiempo, se roba de la realidad y entra a vivir en un mundo aparte. Por otra parte, el cine, sobre todo el cine dedicado a las grandes masas, por la imagen que llega más directamente, puede ser una forma de expresión más actual que el de la novela.

Hay hoy un florecimiento de la literatura erótica en todas sus formas. ¿Le interesa esta literatura?
       Creo que la literatura erótica se ha venido imponiendo últimamente no en forma aislada sino formando parte de toda una ola de erotismo, sexualidad, sensualidad que viene abarcando casi todos los países, sobre todo del mundo Occidental. Es curioso que en países de conducta severa, de tradición muy cerrada como son los países escandinavos, Gran Bretaña y los Estados Unidos, sea en donde —a juzgar por las revistas, libros y películas—se viene desarrollando este género erótico, que más que erótico es pornográfico. Por mi parte me siento ajeno a esta clase de literatura, a esta clase de imágenes. Siempre me preguntaba a qué se debe esa falta de preocupación, ya que no le doy ningún valor trascendental a pesar de que se ig hacen tantos estudios. Ultimamente he leído un libro de Aldous Huxley que se refiere a la visita que hizo hace años a las ruinas de las ciudades ceremoniales en México y Guatemala. Aquí explica Huxley que los mayas jamás acudieron en sus obras a nada que fuera pornográfico, hermafrodítico o que tuviera relación con la actividad sexual o sensual. Es interesante porque nos demuestra cuán equivocados están los que creen que el arte maya, las ciudades mayas, los monumentos, los jeroglíficos tienen una relación íntima con el Oriente. Si tuviera esta relación sería lógico que en el arte maya se presentaran esta clase de escenas sensuales, pero en el arte maya monumental no existe el cuerpo de la mujer, y el hombre, cuando aparece, está cubierto de aderezos, joyas y petos de plumas. Es decir, no es una figura que despierte ni los instintos ni la imaginación. Leyendo este libro pensé que será por mi ascendencia maya que soy ajeno a todos estos espectáculos y manifestaciones. Cuando fui miembro del jurado cinematográfico en Cannes, se ofrecían, además de las películas oficiales, películas eróticas producidas en Alemania y Dinamarca. No tuve tiempo de verlas, pero algunas personas jóvenes de diferentes países me decían que aunque eran interesantes por un corto tiempo, uno sale hastiado. Creo que estas formas artísticas corresponden un poco a la subversión, a la contradicción que la juventud tiene hacia las fórmulas viejas y cerradas de la relación entre el hombre y la mujer, o bien a la necesidad de gente cansada y gastada que encuentra en estas películas una forma de excitación.

Usted ha escrita algunos libros de sonetos y poemas, el último, Clarivigilia primaveral (1965), y obras de teatro, Soluna (1955) y La audiencia de los confines (1957). ¿Le siguen interesando esos géneros?
       La poesía es como una lámpara encendida que lo acompaña a uno toda la vida. En la época juvenil arde con todo el fuego de la sangre joven, y en mi caso podría decir que se hizo subterránea, en el sentido de correr bajo los terrenos de mi prosa, en mis novelas. La poesía, mi poesía, es la respiración del mundo verde que rodea a los personajes de mi universo novelístico. Con esto no descarto, desde luego, el que en ocasiones he escrito poemas propiamente dichos. En cuanto al teatro creo que presenta una serie de problemas y limitaciones que no tiene el novelista. Hay que buscar director, coreógrafo, artistas; no se pueden hacer obras de muchos personajes porque cuesta mucho dinero montarlas. Yo tengo más libertad de trabajo y de acción si puedo usar todos mis personajes aunque pasen sólo por una o dos páginas.

¿Cómo fue recibida La audiencia de los confines?
       Esta obra está basada en la vida de fray Bartolomé de las Casas, defensor de los indios. Después de las “Leyes de Indias” decretada por Carlos V, Bartolomé de las Casas regresa como obispo a Chiapas, en Centroamérica, y ordena que no se dé absolución a los españoles que tenían esclavos. La obra, que fue representada en Guatemala en 1961 por un grupo de jóvenes estudiantes, despertó la misma polvareda de odio e inquina contra fray Bartolomé y contra mí que despertó el monje por los años 1500. Es como si hoy existieran todavía los mismos problemas; pienso que si la voz del monje resonara ahora como resonó entonces, sería tan atacada como en aquella época.

En Europa también se han adaptado al teatro algunas de sus obras.
       Sí, acá en París se hizo últimamente una adaptación al francés de “Torotumbo”, último de los cuentos de Week-end en Guatemala, que ahora también están representando los estudiantes de Verona, Italia.

Además de toda su producción literaria usted ha hecho varios trabajos de traducción que son importantes.
       El más importante de mis trabajos de traducción fue el que emprendí en la Sorbonne (1923-1929), en colaboración con el estudioso mexicano J.M. González de Mendoza. Tradujimos, bajo la dirección del profesor Georges Raynaud, del francés al español, la biblia maya, el Popol Vuh, que el profesor Raynaud había traducido, durante cuarenta años de trabajo, del quiché al francés. Luego hicimos la traducción de Los anales de los Xahil, de los indios cachiqueles. Con Blanca, mi esposa y colaboradora, realicé traducciones mando vivíamos en exilio. Tradujimos la novela L’Herbe, de Claude Simon, una de las mejor logradas en el nouveau roman. Nos costó mucho esa traducción porque es una novela sin puntuación y hay frases que ocupan cuatro o cinco páginas, además Simon emplea una especie de simultaneidad de los sucesos que va relatando. Tuvimos que trabajar casi un año para llegar a una traducción satisfactoria. Hicimos también algunas traducciones de las comedias de Jean Paul Sartre, publicadas por Losada, y la traducción de una obra teatral de Anouilh. El trabajo de traducción es muy ingrato y no está lo bien pagado que debería ser.

La colaboración de Blanca debe significarle una gran ayuda...
       Ella es sobre todo una crítica muy severa; cuando no le satisface algo lo discutimos, y del diálogo y de la discusión va surgiendo, mejorado, lo que escribí de primera intención. También me ayuda a estudiar algunos pasajes y a buscar datos en los libros. Ha preparado un archivo casi completo de mi correspondencia literaria, de toda la biografía, bibliografía, y de los comentarios que han hecho los periódicos desde 1950.

¿En qué idioma cree están mejor logradas las traducciones de sus libros?
       Creo que han sido muy bien traducidas al francés. Hay dos formas de traducir, una que es apegada al texto en español, palabra por palabra, sin darse el traductor ninguna libertad, y la otra como lo hacía Francis de Miomandre, gran poeta que dominaba la lengua francesa y le permitía hacer traducciones maravillosas en las que reconstituía las frases, las páginas y el libro. El ha sido mi primer traductor. Realizó obras maestras en Leyendas de Guatemala, Hombres de maíz y El papa verde. Desgraciadamente murió y no pudo traducir la trilogía bananera como se lo había propuesto. Pero en francés he tenido también como traductor a Georges Pillement, y ahora es Claude Couffon quien ha hecho magníficas traducciones. También he tenido suerte con algunos traductores italianos. Las traducciones en inglés y en ruso no puedo juzgarlas porque no conozco esos idiomas; me dicen que las traducciones rusas son buenas. En Inglaterra se tradujeron Week-end en Guatemala y El señor presidente, pero tuvieron que traducirse otra vez en los Estados Unidos porque el inglés americano es más rico, más popular; se pueden decir con más facilidad que en el inglés británico las cosas populares que digo en mis libros. Tengo datos que el profesor Rabassa, de los Estados Unidos, ha traducido en forma excelente Mulata de tal, que es sumamente difícil de traducir.

¿Cree que afectaron su labor literaria los cargos diplomáticos que desempeñó?
       Al contrario, me han favorecido. Como yo no era un hombre de medios no hubiera podido viajar sino fuera por esos cargos. Cuando Juan José Arévalo, presidente de Guatemala, me nombró ministro consejero en Buenos Aires, en 1948, me dijo que ahí podría trabajar como escritor y que encontraría la repercusión de mi literatura. Durante esos años que fui ministro escribí los Hombres de maíz, El papa verde, muchos poemas que se publicaron entonces y Week-end en Guatemala, que se publicó después. De Buenos Aires me mandaron a París, donde pude hacer nuevos contactos con amigos escritores y traductores. Estuve también de embajador en El Salvador de donde pude ver la invasión de Guatemala en el 54. De El Salvador volvimos en exilio a Buenos Aires donde escribí casi todos mis libros en un rancho que tenemos en el Delta del Paraná, que se llama “Shangri-la”. Alli me encerraba por tres o cuatro meses para escribir.

Por su cargo de embajador en París, del que se retiró en julio de 1970, muchos escritores latinoamericanos lo han acusado alegando que representaba un gobierno de dictadura.
       Efectivamente, se me criticó bastante por haber aceptado el cargo de embajador en París, pero siempre he aclarado por qué lo acepté. Mientras yo estaba en Italia empezó la lucha eleccionaria en Guatemala y frente al único candidato civil, Méndez Montenegro, había cuatro candidatos militares. El gobierno que había, un gobierno de facto militar, había preparado una constitución para que fuera un militar el que llegara al poder, pero el pueblo le dijo “no” a los militares y llegó Montenegro. Yo había escrito en los periódicos de Italia sobre toda esta situación y me sentía un poco comprometido con este gobierno civil, un gobierno que correspondía un poco a los de la revolución. Al proponérseme el cargo en París pensé que yo me debía a Guatemala y que era mi obligación como guatemalteco servir a mi país en un puesto que le iba a dar renombre. En Francia —donde viví de los años 20 al 30—tenía amigos en los periódicos, en los ministerios y soy amigo desde aquella época de André Malraux, ministro de asuntos culturales. Tomé la embajada y realicé una de las cosas más importantes, el haber devuelto a Guatemala la parte que le corresponde de la cultura maya. Siempre que se habla de la cultura maya y se hacen exposiciones mayas se habla de México, y los mayas son estrictamente guatemaltecos. Nace en Guatemala, se extiende en Guatemala y después va a Yucatán y a México. Pensé entonces hacer una exposición de los mayas de Guatemala, para lo que tuve un absoluto apoyo desinteresado del ministro Malraux, quien mandó equipos de nadadores acuáticos para registrar los lagos de Guatemala y es cuando se encontraron vasijas y demás. En 1968 se celebró la exposición de 420 piezas arqueológicas mayas que ocuparon una superficie de 2.000 metros cuadrados del Gran Palais. Esto, que fue un gran acontecimiento en París, representó en cierta forma devolverle a Guatemala su antiguo tesoro arqueológicoartístico y de que el país fuese conocido. Esta labor, así como otras actividades culturales —obtuvimos 19 becas de carácter técnico—, se lograron por mi presencia en la embajada. Terminado este servicio que hice a mi país pensé que sería conveniente que me retirara. Además, recuerdo que también se me criticó muchísimo cuando fui embajador de Jacobo Arbenz en Ecuador, entonces era la derecha que me llamaba “el embajador del gobierno comunista”. Ahora eran los izquierdizantes que me criticaban por representar un gobierno que no había cumplido, que no estaba cumpliendo con las obligaciones, etc., pero yo cumplí en ambos casos con mi deber de guatemalteco, que fue lo único que me guió. Estoy muy satisfecho de haber hecho lo que hice por mi país.

¿Cuáles son sus planes?
       Dedicarme a escribir. Mi edad no me permite ya el lujo de poder perder el tiempo. Ahora que tengo la suerte de poder hacerlo quisiera dejar escritas unas dos o tres novelas más, algún poema largo, alguna comedia. A fin de año pienso regresar a Mallorca y retomar mi nueva novela que serán dos volúmenes: Viernes de dolores y Dos veces bastardo. Es una novela de carácter social que podría ser un complemento de la trilogía bananera. Presento un poco la biografía de mi “generación del 20”; cuento cómo esa generación que fue brillante, que tomó conciencia de las realidades guatemaltecas —no sólo fundamos la Universidad Popular de que ya hablé, sino también escribimos y propagamos libros y folletos tendientes a ilustrar a nuestra gente sobre temas de carácter social y sociológico—, pasado el tiempo, a los 30 o 40 años, se separa y aparecen las famosas pantuflas calientes. Abogados, médicos e ingenieros que se dedican a sus profesiones y nos olvidamos todos de las obligaciones contraídas en la universidad. En esta novela cuento cómo en América Latina, donde las universidades están mantenidas por el pueblo, preparan todo ese grupo de profesionales, o profesionistas, que lejos de prestar un servicio se transforman en explotadores de aquellas gentes que les han permitido estudiar. Además, cuando estamos en la universidad todos somos revolucionarios, todos somos marxistas, todos somos anarquistas, queremos decirlo todo, queremos acabar con todo, queremos transformar la sociedad, pero cuando ya nos toca actuar en la vida nos olvidamos de todo aquel pasado, lo consideramos locuras de juventud, lo dejamos piadosamente atrás y seguimos la vida rutinaria de nuestros países. Creo, y es lo que defiendo en esta tesis, que cuando estas camadas de estudiantes llegan a ser profesionales deben guardar al menos el 70 por ciento de sus ideas, no digo yo que pidan como cuando eran estudiantes que ahorquen al Papa, pero al menos que guarden algo de sus ideas para hacer evolucionar o revolucionar los lugares en que les toca actuar, sea el poder judicial, sean los hospitales, etc. El fracaso de nuestros países se debe en cierta forma a que la élite preparada en nuestras universidades la traiciona; cuando debe actuar en la vida, para mantener sus ganancias, a veces se liga con las fuerzas de los grandes trusts norteamericanos transformándose así en ayuda para la dominación norteamericana en América Latina.

La política de Estados Unidas en América Latina y los grandes trusts han recibido siempre su más severa crítica. ¿Quisiera explayarse sobre este tema?
       Esta pregunta me parece sumamente interesante, sobre todo porque este libro se publica también en inglés y dará a muchos norteamericanos la oportunidad de saber nuestra postura nuestro pensamiento, al menos el mío. El libertador Simón Bolívar ya había dicho por el año 1811 que el Creador había colocado los Estados Unidos en el sitio en que se encuentra para evitar el progreso, la mejoría y la libertad en los países de la América Latina. Vemos que esta declaración, que para muchos podría haber sido una salida falsa, se viene confirmando desde aquella época. Al hablar de las relaciones de los Estados Unidos con la América Latina no lo podemos hacer en un bloque, no es una sola etapa, una sola jornada lo que esto determina. Muchos juzgan lo inmediato y entonces vemos lo que está ocurriendo ahora, sobre todo entre la gente joven, las relaciones con Cuba, etc., pero creo que debemos retrotraemos y pensar en el problema de conjunto. Debemos ver cómo los Estados Unidos fueron desarrollándose, engrandeciéndose, y en un momento dado, cuando los países de América Latina podían o corrían el peligro de que las potencias europeas se los disputaran y se instalaran en ellos, vino la "doctrina Monroe" —la llamamos "doctrina" porque no hay ningún pacto—, que fue la declaración del presidente Monroe manifestando que la América era para los americanos y que ningún país de Europa podía poner los pies en nuestros países. Naturalmente, el pensamiento de Monroe era que América era para todos nosotros, los americanos, pero muchas veces se ha tomado esto en el sentido de que América es para los norteamericanos. Luego tenemos a través de todo el siglo XIX las constantes intervenciones armadas de los Estados Unidos en nuestros países: la ig intervención en México cuando la muerte de los niños héroes; en Nicaragua, en Guatemala, en Venezuela, en Cuba con la enmienda Platt; en Santo Domingo, en Haití, en Costa Rica, en Honduras. Luego fue evolucionando la política, el sistema panamericano empezó a perfeccionarse, y en diversos congresos panamericanos, desarrollados en Montevideo, en Buenos Aires, en México, en Washington —donde fue el primer congreso— surge lo que vamos a llamar el derecho americano, el derecho interamericano, que va a respaldar y resguardar nuestra vida, nuestra economía, nuestra independencia. Es curioso recordar que José Martí asiste como periodista al Primer Congreso Panamericano en Washington, y en una de sus crónicas La Nación, de Buenos Aires, dice: “Estoy muy dolido porque en este congreso más que discutir los problemas y las ideas se ha mantenido constantemente a los delegados visitando todo lo que se relaciona con las industrias, las fábricas y Wall Street.” Es decir, a partir de entonces se nos hacía entender que el panamericanismo iba a significar un medio de penetración económica en nuestros países, pero cuando llega Franklyn Roosevelt, con una actitud distinta a la de Teodoro Roosevelt hacia los problemas de América Latina, se implanta la política de la buena vecindad. Vemos entonces cómo los Estados Unidos se van esforzando por encontrar soluciones, no de dólar ni de palo, sino soluciones en la mesa de conferencia. Esta ha sido una época de gran entendimiento, los países de América Latina tienen gobiernos democráticos, se establecen lazos importantes y en una de las conferencias, que no se llamó panamericana sino interamericana, los delegados votan por la fórmula de no intervención. Esta política de no intervención dura hasta la X Conferencia Interamericana en Caracas, donde Foster bulles acusa a Guatemala de ser un puente rojo y de estar preparada para atacar con sus cañones —así lo dijo en la conferencia— el Canal de Panamá al sur o bien los pozos de petróleo de los Estados Unidos. A partir de ese momento bulles exige que se intervenga Guatemala. Se rompe ahí la política de no intervención, que era una concepción muy importante y que ya había hecho un buen camino. Los Estados Unidos intervienen en Guatemala disfrazando su crimen de invasión mercenaria con un ex coronel Castillo Armas, y cosa curiosa, el embajador norteamericano Penrifoy llevaba siempre el revólver a lo gangster de Chicago. La intervención se hace brutal, el Presidente de Guatemala, Jacobo Arbenz, tiene que abandonar el poder y ponen en su lugar a un títere. Los Estados Unidos se apartan de la regla de no intervención y a continuación intervienen en la forma más brutal y tremenda en Santo Domingo. Nosotros, de espectadores aquí en Europa, nos sorprende cuando los europeos arman el gran escándalo porque Rusia interviene en Hungría o Checoslovaquia y mucho silencio se tiene cuando vemos la intervención de los Estados Unidos en Santo Domingo, que fue brutal y sanguinaria. He dicho esto para que se vea que no ha habido una política coherente hacia nuestras repúblicas y porque los latinoamericanos tenemos que estar contra el Departamento de Estado. Nosotros aspiramos a que vuelvan a crearse con los Estados Unidos los lazos de no intervención, y que los Estados Unidos ni políticamente, ni militarmente, ni económicamente intervengan o impongan gobiernos en nuestras grandes o pequeñas repúblicas; que del respeto de ellos hacia nuestra forma de vida nazca el que nosotros podamos respetar la forma de vida norteamericana. Creo que en la actualidad, los que hemos sido siempre antiimperialistas, hemos llegado a esclarecer que no es el pueblo de los Estados Unidos el que nos oprime, el que nos explota así directamente, sino que son sus grandes trusts. Estos trusts de grandes capitales internacionales —ya sea la Compañía frutera en Centroamérica, las compañías petroleras de Venezuela, las del cobre en Chile y Perú, o las del estaño en Bolivia—representan indudablemente la imagen más terrible y desastrosa de los Estados Unidos ante nuestros ojos. No nos oponemos a que la Compañía Frutera actúe en Centroamérica siempre que respete las leyes de cada una de nuestras repúblicas, pero en Guatemala, por ejemplo, no respetaban nuestras leyes, ella misma se hacía sus leyes. En el territorio de la compañía en Tiquísate o en la Bananera no se enarbolaba la bandera guatemalteca, no se hablaba español, no corría nuestro peso quetzal; corría el dólar, se enarbolaba la bandera de los Estados Unidos y se hablaba en inglés. Estas cosas tienen que saberlas los ciudadanos de los Estados Unidos porque si a ellos les pasara lo mismo sentirían la misma indignación que sentimos nosotros. No es, pues, un odio y un enojo gratuito y falso sino basado en hechos diarios, en hechos g concomitantes, en relaciones políticassociales-culturales que nos hacen ver en los Estados Unidos enemigos y no amigos, que es lo que quisiéramos.

¿Ve la posibilidad de un mayor entendimiento?
       Es muy importante lo que está ocurriendo en las universidades de los Estados Unidos. Los estudiantes universitarios han empezado a viajar por nuestros países, han empezado a tener contacto con escritores y estudiantes de la América Latina y esto creo que abrirá una gran posibilidad. También creo que los Estados Unidos se han dado cuenta de la posibilidad que hay de crear en la América Latina un sistema que permita repartir las riquezas que ahora están en manos de muy pocos. En ese sentido se puede rendir un homenaje, en su visión de reformas para la América Latina, al presidente John Kennedy, que en su tesis de la Alianza para el Progreso insinuó la posibilidad que se hicieran reformas agrarias y de que se repartiera más la riqueza. El veía, y lo vemos todos —con excepción de las clases dominantes de nuestros países que no lo ven—, que es necesario repartir las riquezas, si no mañana, indudablemente, cuando el hambre sea mucha, se entrará a degüello y entonces los ricos le echarán la culpa al anarquismo. No hay anarquismo, lo que hay es hambre de un pueblo que se siente explotado y sin esperanzas, y que un buen día se lanza a la calle contra los que pudieron haber evitado esa revolución sangrienta repartiendo lógicamente algunas de sus tierras y dando medios de trabajo a los que no lo a tienen.

¿Es usted partidario de la violencia?
       La violencia hay que verla según las distintas situaciones. Yo asistí a la llamada revolución de los estudiantes de París en 1968 y me di cuenta que los estudiantes en el principio de su lucha traían reivindicaciones de carácter universitario que eran absolutamente coherentes y defendibles. Entre estas reivindicaciones había la de exigir a los poderes públicos, y sobre todo a los de la universidad, que se eligieran estudiantes para formar parte de las juntas directivas de la Universidad de París y de las otras universidades. Esto en la América Latina ya es cuento viejo. En 1917 el manifiesto de Córdoba, Argentina, tenía también como punto principal el que los estudiantes figuraran, por elección entre los mismos estudiantes, en las juntas directivas de las universidades. En la teoría, en casi todos nuestros países hay estudiantes en esas juntas directivas, pero en Europa esto no existe todavía; pocos lo conciben y pocos lo aceptan. La primera exigencia estudiantil era participar en el gobierno de las universidades, y la segunda se refería a la falta de aulas —en aulas con capacidad para 500 personas asistían de 1.000 a 1.500—. En estas condiciones el reclamo de los estudiantes era absolutamente justo. También hubo otros reclamos universitarios; los estudiantes se negaban, se niegan a ser preparados como cuadros, cuadros que después van a formar parte de las grandes industrias, industrias que explotan a los trabajadores. Reclamaban un cambio en las estructuras sociales, sobre todo en la explotación de la mano de obra. A este aspecto únicamente universitario se agregó en un momento dado el aspecto político. En nuestro tiempo es muy difícil separar la reivindicación política de la reivindicación, ya sea universitaria, femenina o de la Iglesia. Es decir, los estudiantes ampliaron sus ambiciones y vino la violencia, violencia que en América Latina toma características mucho más graves. En Francia, durante la revolución de mayo, sólo se pudo contar un muerto, pero en cambio usted sabe que nuestras calles de América Latina están regadas de sangre de estudiantes. Ahí la violencia tiene un carácter muy fuerte y el choque con la fuerza de la policía y del ejército es tremendo; terminan con la vida de muchos de estos jóvenes cuyas muertes tanto lamentamos. Creo que la violencia es un arma que como todas las armas se debe emplear a tiempo. La discusión que se tiene siempre con los estudiantes y con la juventud de América Latina es la siguiente: nosotros decimos que es necesario preparar al pueblo, politizarlo, hacerle conocer sus derechos y sus deberes, en cambio, los estudiantes creen que esto significaría el que pasara una década o dos décadas más. Ellos prefieren la lucha inmediata, la violencia aplicada, pero entonces ocurre que el pueblo —los obreros y los campesinos— no participan porque no han sido inoculados de las ideologías sociales que están en marcha. Por eso creo yo que la violencia puede emplearse como arma de último momento cuando se han agotado las armas legales, las armas democráticas, g las armas de la propaganda y la gran posibilidad informativa que existe actualmente. Estos son los medios para luchar sin necesidad de la violencia en la transformación de nuestras sociedades. Es lo que estamos esperando que pueda ocurrir —tengo muchas esperanzas que ocurrirá— en Chile, donde sin necesidad de la violencia y dentro de la constitución y la legalidad se puede realizar una reforma social muy importante. Pienso que Chile es el país más preparado en América Latina para esta transformación porque es un país profundamente politizado y donde siempre ha habido una gran libertad de pensamiento.

¿Cuáles son sus deseos para las próximas décadas?
       Quisiera que surjan en América Latina muchos nuevos artistas, novelistas, poetas...Creo que hemos llegado a un punto importante de nuestra literatura con figuras bastante buenas que deben tener sus continuadores. Quisiera que se afirmara totalmente la literatura latinoamericana en el mundo, en la conciencia universal de las letras y que se sigan teniendo en cuenta a nuestros poetas y escritores que son de primera fila y que no tienen nada que envidiar a los escritores de otros países. Mi consejo para los escritores de América Latina es que trabajen, porque como alguien dijo “el genio es trabajo”. Creo mucho en esta juventud, sobre todo si se encauza por todo lo que se relaciona con nuestros medios vivos, nuestros elementos, nuestras ambiciones. Siempre lo digo, la juventud tendrá que escribir sobre las guerrillas, sobre las luchas intestinas de nuestros países, sobre el desangramiento de nuestros países que abre un nuevo capítulo que nosotros no tuvimos y que ellos ahora tienen en las manos. Si escritores de mi edad quisiéramos escribir una novela de guerrillas falsearíamos todo. Pienso también que debería haber una gran cantidad de gente joven que anduviera por los campos con grabadoras para oír todo lo que nuestra gente tiene que contar y con ese material decirle a los europeos: “Amigos nuestros, siéntense, porque somos nosotros ahora los que vamos a empezar a contar, y les vamos a contar interminablemente todo lo que ustedes nos han contado, pero en otros términos.”

Por su parte, Gabriel García Márquez opina —según declaró en una entrevista— que “la novela comprometida condena al lector a una visión parcial del mundo y de la vida..., los escritores latinoamericanos, creo yo, no necesitan que se les siga contando su propio drama de opresión y de injusticia, porque ya lo conocen de sobra en su vida cotidiana y lo que esperan de una novela es que les revele algo nuevo”.
       Me parece que la declaración de García Márquez es realmente una fórmula disimulada de evitar que nuestra novela se ocupe de nuestros problemas. Me indigna esa declaración de García Márquez porque con ella está invitando a que nuestros futuros escritores escondan nuestra tragedia. Si es verdad que nosotros la contamos y que América Latina ya está fastidiada de oír su mismo drama y su mismo dolor, que lo siga oyendo, porque mientras lo oiga podrá tener remedio, pero no tendrá remedio si como él dice vamos a esconder nuestras tragedias y vamos a contar lo que no es nuestro, lo que no nos corresponde, por hacer literatura, por hacer cosas bellas recalentando argumentos tomados no sólo de una realidad ajena a lo nuestro, sino directamente de libros europeos. Por ejemplo, el caso de Gabriel García Márquez en Cien años de soledad es flagrante. García Márquez trasladó a las páginas de su novela el tema y los personajes de La recherche de l’absolu, de Balzac. Nosotros no hacemos literatura ni para divertir ni para entretener a la gente, lo hacemos para luchar por una América que tiene derecho a un puesto que le debe corresponder entre las naciones. Mientras suframos, mientras sufra el indio guatemalteco, mientras sufra el negro en los países donde hay negros, mientras sufra la mujer, mientras yo vea que los niños no sólo no van a la escuela sino que sufren hambre, mientras que yo vea que hay dictaduras y que hay compañías que apoyan a estos dictadores yo escribiré, e invito a los jóvenes a seguir escribiendo, nuestra novela candente, fuerte y llameante, y a no aceptar consejos que los aparten de los caminos de nuestra novela, que es la novela del compás vital y angustioso en que viven nuestros pueblos.

¿A qué atribuye el reconocimiento que está teniendo la literatura latinoamericana?
       En los últimos meses, y sobre todo en España, he notado que se cree que la novela latinoamericana ha surgido como por milagro con esto que llaman el “boom” de la nueva novela. Todos los españoles se admiran, y con razón, de nuestra novelística; creen que es ahora, con los nuevos novelistas, cuando surge. No es así. La novela latinoamericana ha recorrido un camino largo para llegarse a imponer en Europa. Este camino largo lo inician los peruanos Ventura García Calderón y Francisco García Calderón, que vivieron y murieron en París, Rubén Darío, Amado Nervo y Enrique Gómez Carrillo. Estos escritores que vivían en París lo inician en el siglo pasado y al comienzo de este siglo. Es verdad que en ese momento no se prestaba mucha atención a nuestra literatura, es verdad que en ese momento la hacían los escritores diplomáticos para regalarla a los amigos, pero ya a partir de Gabriela Mistral, cuando obtiene el Premio Nobel, de la peruana Clorinda Matto de Turner y de otros escritores mexicanos se empieza a poner alguna atención a nuestra novela, pero que sin embargo no pasa de los ambientes diplomáticos y cultos. Pero hay un momento en que traductores franceses como Francis de Miomandre, gran traductor de todos los latinoamericanos, Georges Pillement y muchos otros van traduciendo los libros latinoamericanos y se va creando un cierto interés por nuestra literatura, aunque todavía muy académico, muy universitario. Cuando termina la guerra los editores empiezan a buscar libros y textos nuevos y se traducen y publican La vorágine, Don Segundo Sombra, El río oscuro, Los de abajo, Doña Bárbara, Huasipungo. Además de eso existía en las universidades de Francia e Italia la cátedra de literatura española a la que se agregaba como apéndice la enseñanza de la literatura hispanoamericana. A partir de 1963, estudiantes que se habían preparado en las universidades francesas, empiezan a hacer tesis sobre los textos latinoamericanos. Por mi parte yo recorro todas las universidades francesas e italianas —desde Nápoles hasta Cagliari, desde Roma hasta Génova— dando una serie de cinco conferencias sobre la literatura hispanoamericana, y en las que los temas son: visión general de sus orígenes; el uso de la palabra; cómo usábamos el paisaje; conflictos de nuestra novelística en el sentido de sus relaciones con los problemas sociales y la novela de protesta; y el uso de nuestros textos para estudios sociológicos. A esto se agregan traducciones de obras muy importantes y el Premio Nobel, que me fue otorgado en 1967 y que es una manera de certificar la existencia universal de nuestra literatura. Hoy, en Alemania, con la labor de Rafael Gutiérrez Girardot, en la Universidad de Bonn, como en casi todas las universidades europeas, el curso de literatura hispanoamericana es independiente del de literatura española. Todo esto es coadyuvante y nos permite decir que el “boom” no es un milagro sino un resultado lógico del trabajo de muchos a lo largo de 20 años.

¿Aceptará las invitaciones que ha recibido de varias universidades norteamericanas?
       No acepté por razones de salud, pero quizá después que se publiquen mis otros libros vaya a los Estados Unidos y repita el trabajo que he hecho en las universidades europeas. Es muy importante el contacto y el diálogo con los estudiantes de esas universidades; ellos están preocupados por nuestros problemas y pueden ayudarnos a resolverlos. Lo que nosotros queremos es resolverlos y dialogar con los que puedan y quieran hacerlo.

La historia de su vida es una sucesión de momentos y etapas trascendentales. ¿Cuáles son los que han dejado un recuerda más profundo?
       Podría citar a lo largo de mi vida momentos muy importantes...Ese 14 de julio cuando llegué a París por primera vez. Recuerdo cómo se bailaba en las calles y cómo me impresionó el mundo loco del París de esa época. También me conmovió muchísimo el nacimiento de mis hijos; esa emoción, esa mezcla de ternura, de tristeza, de muchas cosas, no se puede transmitir. La impresión más absoluta de mi vida fue la destrucción de Guatemala en 1917. Este terremoto ayudó a cambiar mi sensibilidad y a cambiarme del muchacho de 18 años, encerrado en ciertas formas de pensar, dentro de ciertas creencias, de ciertas costumbres, en alguien listo a salir a un mundo más de batalla...Pero pienso que la vida está hecha en forma ingrata, es al final del juego que llegan las buenas cartas, ciertos honores y beneficios que se obtienen deberían llegar antes de pasar los 50 años porque uno podría usarlos mejor; pasados los 50 años ya todos estos homenajes parecen un preparativo para la desaparición. Fue también momento estelar para mí cuando conocí a la que ahora es mi esposa, Blanca Mora y Araujo, en Buenos Aires, en casa del poeta Oliverio Lirondo y Nora Langue de Girondo; encuentro que fue decisivo en mi vida y su vida. Ella preparaba una tesis sobre El señor presidente, en la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires y no creía, al verme, que fuera un autor vivo. De esa noche, de ese encuentro, de esa chispa nació mi nueva vida. Y en un soneto digo: “la que cantó canciones de su voz nacida para bañar la cara de este ciego, que abrió los ojos y creyó en la vida”. Por ella volví a creer en la vida, es decir, renací, ya siendo otro.

¿Qué significó para usted el Premio Nobel 1967 y en qué forma cree pudo haberlo influido de recibirlo antes?
       Recibirlo antes hubiese sido como darle un fuetazo a un caballo de carrera, pero nunca pensé que recibiría el Premio, aunque año tras año venía corriendo mi nombre. Pensé que podían habérselo dado a Rómulos Gallegos, quien efectivamente lo merecía. En un movimiento que hubo en América y en Europa solicitándoselo a la Academia yo fui de los que firmé. Además creía que ciertas fuerzas capitalistas tenían gran repercusión en el comité de Estocolmo y que lógicamente se opondrían a un autor que como yo había escrito esas cosas en la trilogía; sin embargo, paradójicamente, se me lo otorgó por mi preocupación por los trabajadores en las plantaciones bananeras. Desde el primer momento tuve la impresión que el Premio se me daba a mí como representante de esa América Latina que tiene tanta importancia dentro de la literatura universal. Habían pasado 35 años de cuando dieron el anterior a Gabriela Mistral. En el momento en que se leyó el discurso sobre mi obra y me entregaron el Premio tuve una sensación de angustia y de alegría porque hubiese querido que estuvieran vivos mis padres, vivos los que yo he querido y que estuviesen ahí mis amigos. Es esa sensación de orfandad que uno experimenta en los momentos de mayor felicidad.

Creo que también significaron mucho para usted el Premio Lenin de la Paz (1966)y la Legión de Honor (1970)
       Cuando se me dio el Premio Lenin estaba en Génova. Al enterarme envié un cable al encargado del Premio agradeciéndole, pero al mismo tiempo le solicitaba que se revieran los procesos que se hicieron a los escritores rusos para que ellos pudieran defenderse. De mi parte, como escritor que había sido perseguido, creía que era mi deber hacer esta demanda para que se les dejara en libertad. En manto a la Legión de Honor sabía al terminar mi misión de embajador que se me lo daría como a otros embajadores, pero nunca imaginé que sería al grado de grand officer, que es el de jefe de estado. En los años en que De Gaulle hizo su llamamiento desde Londres yo dirigía un diario en Guatemala y contribuimos con nuestro apoyo y una gran propaganda a la causa de Francia libre. El ministro Schuman manifestó en su discurso que por mi contribución se me daba ese grado; él tenía en sus manos un gran legajo que era todo lo que yo había escrito y dicho apoyando esa causa. Ha sido para mí sumamente gp satisfactorio pues estimo a Francia por muchos conceptos y la considero un poco mi patria espiritual.

El escritor brasileño Guimaráes Rosa, en una entrevista otorgada al crítico alemán Günter Lorenz, dijo: “Quiero a Asturias porque se me parece tan poco. Este hombre es un volcán, una excepción, sigue sus propias leyes..., vive de un modo que entraña peligro: piensa ideológicamente..., pero su ideología...tiene algo del distanciamiento incorruptible de un sumo sacerdote: cada vez enuncia Diez mandamientos... Asturias es la voz del juicio final.”
       Creo que este comentario es muy propio de Guimaráes. El mantenía esa forma ingenua y maravillosa de decir las cosas. Así, como está dicho ahí, siempre que me encontraba me hacía esa clase de salutación, parecían esas famosas frases de elogio que acostumbrábamos a decirnos en los bailes. Guimaráes Rosa y Juan Rulfo son los escritores que más me han conmovido, que me han tocado más de cerca. Con Guimaráes nos unía, según la crítica, que él en portugués y yo en español inventábamos un lenguaje. El sertáo es un invento de su lenguaje y Hombres de maíz es un lenguaje mío. Creo que tendrá que ser estudiado, y a medida que pase el tiempo será uno de los escritores más respetados y queridos. Además de ser inventor de una lengua y de traer todo el mundo del sertáo a la literatura novelística brasilera, Guimaráes era un hombre, que como él mismo decía: “No escribo literatura comprometida porque yo soy comprometido, formo parte del sertáo, formo parte de los campesinos, formo parte de los que llevan sus carretas y sus bueyes, y lo único que hago es traducir lo que esa masa de gente me va dejando en los oídos y en mi sensibilidad.” La muerte de Guimaráes Rosa es una pérdida enorme para la literatura brasilera y para nuestra literatura latinoamericana.



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