Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)
Entrevista con Rita Guibert
7 voces
(México: Organización Editorial Novaro, S.A., 1974)
París, 6 al 10 de noviembre de 1970
Miguel Angel Asturias, Premio Nobel de Literatura 1967, como para
Neruda, “el comer y la hospitalidad van mano a mano”. En un
departamento propio del 17° arrondisement de París, con su esposa y
colaboradora Blanca Mora y Araujo, argentina atractiva y vivaz,
comparte con amigos de distintas esferas intelectuales y
gubernamentales los placeres de la mesa y de la sobremesa. Es en
Paris, su “hogar espiritual”, donde ha vivido por muchos
años, aunque intermitentemente desde los dias de estudiante, y donde
fija su residencia al renunciar al cargo de embajador de Guatemala en
Francia.
Al igual que muchos guatemaltecos
muestra en su aspecto la ascendencia maya. Es alto, corpulento, con
pronunciados rasgos indigenas acentuados por una nariz aguileña. Sin
embargo, tiene también un cierto parecido con el famoso Sydney
Greenstreet, difunto actor cinematografico norteamericano. Es un
oyente cordial pero reservado. Hay en su calma y reserva melancólica
una calidad ceremonial caracteristica de los nativos de su tierra.
Aunque en los setenta es todavia un
experto y ágil bailarin; ya no baila coma solía hacerlo, pero si
sigue creyendo en los valores de la siesta diaria. Asi, nuestras
conversaciones se llevarán a cabo por las tardes, después de tomar
el té en la sala del departamento. El cuarto está decorado con
muebles y objetos antiguos que contrastan con las pinturas modenas de
artistas latinoamericanos. Se destacan dos grandes retratos suyos,
uno del argentino Juan Castagnino, otro del ecuatoriano Guayasamin, y
cuadros del argentino Ronaldo de Juan, que ilustró algunos de sus
Libros y preparó la escenagrafía y vestuario de la produccion
teatral de Torotumbo en Paris.
En los estantes de libros del
corredor de entrada y de la pieza de trabajo están las obras
completes de Valery, Quevedo, Cervantes, Rafael Alberti, Hemingway,
Shakespeare, Dostaiewsky, una gran coleccion de libros sobre
civilizaciones mayas y precolombinas y distantes versiones de su
propia obra que ha sido traducida en casi todas las lenguas,
inclusive en vietnamés.
Durante nuestra entrevista, vestido
con pantalon de franela gris, chaleco tejido sabre camisa de cuello
abierto y ascot, y en pantuflas, Asturias habló sin reservas con una
distintiva elocuencia barroca. Su voz grave y musical cambiaba de
tono de acuerdo con el tema. Recordando a la madre y la niñez,
cerraba los ojos y sus palabras pausadas sonaban coma si estuviese
recitando versos. Al describir los paisajes de Guatemala su voz se volvía exuberante;
apasionada cuando hablaba de los dictadores del país; colérica cuando le mencione una
declaración hecha por Garcia Marquez sobre la literatura de compromiso.
Ya cansado después de una hora de
conversación solía decirme: “Basta por hoy.” Luego,
prendía la televisión y dejando atrás sus memorias guatemaltecas y
el mundo misterioso y sagrado de los mayas, Asturias se sumergía en
las realidades y fantasías del mundo contemporáneo.
***
“A mi madre que me contaba
cuentos”, lee la dedicatoria de su primer libro Leyendas de
Guatemala, publicado en Madrid en 1930, y del cual Valery dijo: “Este
libro, aunque pequeño, se bebe más que se lee.” ¿Qué es lo
que entraña esa dedicatoria?
En esta dedicatoria hay la parte del
amor filial, la parte del reconocimiento del hijo a su progenitora, a
la persona que no solo le dio la vida, sino que después lo encamino
por el sendero del espíritu. En las Leyendas de Guatemala rendía mi
devoción a mi país, a mi pequeña tierra natal, a mi pequeño rincón
de volcanes, de lagos, de montañas, de nubes, de pájaros, de flores.
Este libro necesitaba, pues, llevar un broche en el pecho, algo que
significara una joya, y por eso pensé en el endecasílabo “A mi
madre que me contaba cuentos”. Estos cuentos eran un poco las
leyendas de Guatemala, un poco los relatos de todos los días, un poco
aquello que yo oí contar a mi madre mientras me dormía, un poco el
silencio de ella que también era una forma de contar y de hablar.
Pero quisiera en esta ocasión decir —y lo digo por primera vez—
que al escribir la dedicatoria pensé que no solo quedaba reducida a
las palabras españolas, a las frases, sino abarcaba un ámbito mas
grande. Es decir, lógico era que al escribir las Leyendas de
Guatemala recurriera yo, en un sentido mas indigenista que español,
a ese sentimiento, a esa filosofía, a ese andar descalzo de los
indios alrededor de todos aquellos elementos que componen el universo
del hombre americano, y en mi caso del hombre indoamericano, y que al
componer este universo diera una fuente y una razón esencial a los
poderes de la mujer, y especialmente a los poderes creativos. Es la
mujer, es la madre, es la matriz dentro de las creencias de los
mayas, de los mayas quichés —que son los descendientes de los mayas
que actualmente ocupan el territorio guatemalteco y con los que yo
tengo, por mi sangre de mestizo, relación—, es ese universo de los
mayas el que depende en mucho de las fuerzas telúiricas maternas, de
la fuerza de la tierra. La tierra es el elemento básico, la tierra es
la madre, la tierra es aquello que nos concibe, que nos mantiene, y
que después nos guarda en su seno. Al decir “a mi madre que me
contaba cuentos”, frente a las leyendas que se referían a
Guatemala, lo que hacia era rememorar todos los elementos vitales,
sustanciales, universales de esa gran fuerza cósmica que es la madre
entre los indígenas, entre las creencias puramente mayas, y antes de
la madre es de la abuela, es de la tierra, de donde van a surgir
todos los demás elementos de la vida. Es curioso, pero en el Popol
Vuh, la biblia de los quichés, dice que la madre, es decir, la gran
bruja, la gran curandera, la gran estrella sideral, es la que asiste
a sus nietos y a sus hijos en las luchas y conflictos del bien y del
mal. Es ella la que cuida de mantener viva la memoria de los brujitos
cuando estos son derrotados la primera vez por las fuerzas del mal, y
es ella la que guarda los objetos del juego de pelota para que puedan
después ellos encontrarlos y volver a presentarse a la lucha entre el
bien y el mal. Todo esto esta abarcado en ese endecasílabo “a mi
madre que me contaba cuentos”, pero que esta ampliado a toda una
mitología, a toda una cosmogonía, a toda una serie de creencias de
los indígenas mayas desde sus mas profundas raíces.
Ha sido siempre motivo de orgullo
para usted ser mestizo porque —según declaró— el futuro de
America depende del mestizaje. ¿Podria aclarar este concepto?
A mi me parece que nuestra gran
America, esta América que llevamos en el corazón y que cargamos
encima de los hombros, que tiene todos los problemas que tiene, esta
América que Martí llamó “nuestra”, porque era nuestra
América pobre, nace la noche en que el primer español sorprende a
una india, la atrae hacia sí, la viola, la cubre, la hace madre. Es
en ese momento, es en ese instante, es de aquel orto de donde va a
nacer un hombre, un elemento nuevo, ese ser que es mezcla de español
y de indígena. Pienso en el Inca Garcilaso. El Inca Garcilaso era
hijo de una yusta y un español. La yusta, la magnífica, tuvo amores
con un español y de ahí nace ese primer mestizo escritor de
América. Es decir, cuando a nosotros se nos llama mestizos, mando
nosotros nos llamamos así, nos sentimos vinculados en primer lugar a
ese alto espíritu que se llamó el Inca Garcilaso, y nos sentimos
unidos a todos sus escritos. Al mismo tiempo pensamos también en un
poeta grande de la época, en el poeta guatemalteco Rafael Landívar,
que fue exiliado de Guatemala mando Carlos III ordenó que los
jesuitas salieran de España y de sus dominios. Sale entonces el
padre Landívar, va a México, de México se traslada a Italia y
llega a Bologna. Pasado un tiempo, cuando la nostalgia lo oprimía y
lo angustiaba, escribe el Rusticatio mexicano, más de tres mil
hexámetros latinos en los que canta primero a su Guatemala, luego a
las sierras fértiles de Centroamérica, luego a la América, y
presenta ante Europa un continente en el cual no hacen falta nada de
las bellezas que Europa tiene. Él cuenta que hay en esa América, que
para él está tan lejos, magníficas caballadas, magníficos
rebaños, que hay volcanes como el Etna y como el Vesubio, que hay
aguas medicinales, y sobre todo que hay una raza sacrificada que es
el indio, una raza que tiene una gran sabiduría, una raza que es
trabajadora y a la cual se ha calumniado ante los europeos. El padre
Landívar no es tan conocido como debería serlo pues para don
Marcelino Menéndez Pelayo era el Virgilio de la latinidad moderna.
Hoy pensamos en esos mestizos, pensamos en el Inca, en Landívar,
pensamos después en Bello, otro de los desterrados que nos hace el
canto del trópico, que nos canta la riqueza del azúcar, la riqueza
del ganado, del café, de todo nuestro trópico. Estos son los
mestizos que van formando América, y, guardando todas las
distancias, yo al sentirme mestizo me siento orgulloso. Me siento
orgulloso porque correspondo a esa raza de hombres en las que se han
mezclado las dos aguas, los dos océanos, los dos sentires, el
indígena y el europeo. El europeo que llegaba cansado y agobiado a
nuestras tierras y el indígena que renacía puro, que nacía
elemental, que nacía con todos los sueños en los ojos. Por eso creo
yo que nuestra América mestiza es la América del mañana. No somos
razas puras, afortunadamente, no tenemos que quejamos de que va a
terminarse nuestra estirpe porque ésta cada día se renueva y más
tarde renace con el elemento africano que viene a agregarse en un
momento trágico, cuando traen a los esclavos negros a nuestras
tierras. Se une entonces al mestizo, a la sangre europea y a la
sangre indígena otro elemento de vida, otro elemento sustancial, y
un sentimiento si se quiere más musical de la existencia. Es en ese
momento en que va a nacer otro de los elementos esenciales de nuestra
vida americana, o sea la mezcla del negro y el latino, o la mezcla
del negro y el europeo, del negro y el mestizo, y de estos grupos, de
estos elementos, de esta raza va a surgir el hombre de hoy, el hombre
que cubre nuestros países, el que trabaja en nuestros países. Por
eso creo que mando se dice, como en mi caso, que soy mestizo, hijo de
padres mestizos, lejos de entristecerme me enorgullezco, porque es
debido a ese mestizaje que América va hablando un nuevo idioma y va
creando un nuevo hombre.
¿Quiénes fueron sus primeros
ascendientes europeos?
Mi padre es de origen español en sus
abuelos y tatarabuelos. Mis primeros ascendientes del lado español
llegaron por los 1770 o 1780. Era un Sancho Alvarez de las Asturias,
conde de Nava y Noroña. El vino de Oviedo directamente a Guatemala,
luego vinieron sus hermanos, luego se mezclaron en Guatemala con los
indígenas y dieron origen a todos los Asturias. Al principio el
apellido era simplemente Alvarez, luego Alvarez de las Asturias,
luego se suprimió el Alvarez, quedó de las Asturias, y finalmente
se suprimió “de las” y quedó Asturias. Por el lado
paterno hay algún entronque conocido con la gente de Oviedo, por el
lado de mi madre hay españoles e indígenas que se van mezclando
hasta que viene mi madre como hija mestiza. Mis padres eran gente de
un gran valor espiritual en el sentido de haber hecho estudios, de
haberse esforzado por mejorarse y también por haber amado la
libertad; por eso mismo han sufrido las persecuciones terribles de la
dictadura del “Señor presidente”.
Sus estudios, ¿los hizo en la
ciudad de Guatemala?
Sí, hasta terminar la carrera de
abogado y notario. Empecé a estudiar alrededor de 1903-1904 en una
población llamada Salamá donde mis padres vivieron por unos años.
Mi padre era abogado, recibido en 1887 con muy buenas calificaciones,
y mi madre era profesora. Ellos formaron su hogar y cuando llega el
presidente José María Barrios le da a mi padre uno de los cargos
más interesantes para un joven abogado. Mi padre habría llegado muy
lejos si no ocurre que muerto este presidente entra Estrada Cabrera,
que es El señor presidente, y que toma inquina con todos aquellos
que habían sido nombrados anteriormente. Esto hace que mis padres se
empobrezcan y no puedan permanecer en la capital. Mi abuelo materno
les ofrece entonces, para que puedan defenderse mejor, ir con sus dos
hijos a una de sus propiedades en Salamá. Mi hermano Marco Antonio
queda en Guatemala con mi abuela materna, y yo, muy pequeño, me
marcho con mis padres a esa pequeña población. Ahí empiezo a
estudiar y ahí empieza algo que debe ser lo que más influyó en mis
posibilidades artísticas. Hay en ese lugar un río que tiene un
nombre muy curioso, Orotapa, como si fuera un río que cubriera con
sus arenas algún oro que corre profundo. Muchas veces fui jugando y
corriendo alrededor de ese río y gritando ¡Orotapal, me parecía
una palabra eufórica. Indudablemente había ahí, en el agua de este
río, en el caer de las tardes, en las enormes piedras, una fuente de
leyenda, de encanto y de candor. Fui a la escuela a aprender las
primeras letras, pero fue en ese río, en esas piedras, en esas
tardes, en esas luces, en esas hojas donde aprendí la magia de mi
país, las voces de mi país. Cuando tenía 3 o 4 años mi abuelo me
llevaba en sus recorridas por sus propiedades, y mientras él se
ocupaba de sus negocios, de sus ganados, me dejaba en los ranchos
indígenas para que no me asoleara o cansara. Estos ranchos
generalmente forman una especie de pequeña aldea alrededor de la
plaza donde hay tres o cuatro ranchos que pertenecen a una sola
familia; son los padres y sus hijos que se han ido casando. Ahí me
quedaba yo jugando con los chicos indígenas de mi edad, o un poco
más grandes, de cuatro o cinco años. Tuve así mi primer contacto
con la gente indígena, un contacto muy directo, muy inmediato, del
que debo conservar en mi inconsciente algunos elementos, pero que no
los puedo precisar. A veces cierro los ojos y vagamente recuerdo que
había enormes pavos —o chompipes como los llamamos nosotros—,
que había unas bateas con agua, con maíz cocido, con maíz molido,
que había gente que hacía trabajos para quitarle la cáscara al
café, y que había hojas de tabaco extendidas para secarlas al sol.
También había algunos monos, venaditos, ardillas, todos estos
animales domésticos que tienen los indígenas. Esto lo voy viendo
alrededor de aquellas casas y de ese ambiente donde todo se
desarrolla como la vida rítmica de los indígenas, donde no hay
ninguna prisa, donde todo se va haciendo por las horas marcadas por
el sol, y es lo que fue marcando esa primera etapa, esa primera
relación que tuve yo con la gente indígena. Les oí hablar su
lengua, aprendí algunas de sus palabras, y ellos se reían mucho
cuando me las oían decir. Es curioso, pero a mi abuelo no le gustaba
que yo dijese esas palabras indígenas, quería que yo hablara
español. Esto acaso me privó de no poder ahora comprender el
kekchi, idioma que ellos hablaban. Crecimos en una época en que era
necesario aparentar ser europeo y en la que se tenía a mal hablar
indígena, ser indígena, mostrar que uno tenía relación con los
indios. Recuerdo que era una Guatemala en la que los hombres llevaban
levita, las señoras sus trajes largos y se hacían grandes saludos,
como si fuesen gente que hubiese salido de una revista de la
Ilustración Francesa. Naturalmente, nada podía ser más ofensivo
para una persona que el que tuviera una relación indígena. Fue
necesario que llegara el grupo de mi generación al 1920, que
empezara la gran pintura mural mexicana, que pasara la Revolución
Mexicana, que terminara la primera guerra mundial, para que nosotros
g abriéramos los ojos —ya con los adelantos que había de la
arqueología— y dijéramos que cómo íbamos a estar pensando en
Europa si teníamos todos esos elementos indígenas tan valiosos.
Pero los primeros pintores nuestros que pintaron temas indios, y los
primeros cuentos que yo mismo escribí eran criticados por todo el
mundo porque decían que desacreditábamos a nuestro país, que los
europeos iban a pensar que éramos indios y no dignos de ser
europeos.
¿Es por eso que para su tesis del
doctorado en derecho escribe El problema social del indio?
Ahora que miro hacia atrás creo que ha
sido un poco el destino. En esa época, el contacto que tuve con los
indígenas siendo muy niño lo había olvidado totalmente, pero en
1921-1923 empecé a estar más en relación con los indígenas. Era
estudiante de derecho, y estudiaba sociología —que se empezaba a
enseñar entre nosotros—cuando volví e incidí en el asunto
indígena para preparar mi tesis. Por segunda vez vuelvo a las
poblaciones indígenas cercanas a la capital y empiezo de nuevo a
estar en contacto con la forma de vivir de ellos, con sus
matrimonios, con sus formas de cultivar la tierra, con sus formas de
relaciones familiares, con todo lo que me permitía ir preparando mi
trabajo. Es decir, casi como un destino, estuve por segunda vez en
contacto con los indígenas. Pero hay algo más. Cuando mis padres
volvieron a la capital por el año 1911 adquirieron una propiedad e
instalaron un gran negocio de venta de productos que ellos traían
del exterior, como harina, azúcar, etc. La casa tenía al frente
este negocio donde se vendían los productos al menudeo, pero en el
fondo tenía un enorme patio con unos árboles y un enorme portón
por donde entraban muías, carretas tiradas por bueyes y a donde
venía la gente a comprar por mayor. A la noche se hacían unos
fogatas, y mi hermano y yo, que teníamos cerca de 11 a 14 años, nos
uníamos a esa gente sentada alrededor de las fogatas para oírlos
cantar y conversar. Este contacto a mí me ha servido mucho. En todas
mis obras, los diálogos de mis personajes son casi siempre recuerdos
de esos diálogos que se sostenían en esas noches largas y claras de
Guatemala. En mis diálogos yo casi oigo hablar a esa gente que
conocí. Cuando uno es joven, o más aún, cuando uno es niño, todo
esto es un material nuevo al que se le adhieren las cosas importantes
de la vida. Creo que el escritor se hace de niño y de joven, porque
es entonces que puede llegar a hacer suyos una cantidad de elementos
que después devuelve en su obra. Ya maduro, uno es menos permeable,
y entonces debe buscar en sí aquello que de niño y de joven quedó
marcado en sus sentimientos, en su espíritu.
Años más tarde usted se ve
obligado a irse de Guatemala por razones políticas. ¿Quisiera
recordar esa época tan decisiva en su vida y en su obra?
Nosotros, estudiantes de 20 años, los
de la “generación del 20” —llamada así porque surgió a
la vida literaria periodística al final de la guerra auropea—,
habíamos luchado contra la dictadura de Estrada Cabrera, que fue la
dictadura de los 22 años, y logramos derrocarla. Se instaló en
Guatemala un gobierno democrático, pero de muy poca duración porque
pronto hubo un golpe de estado militar y continuó con otro nombre la
forma de la dictadura que ya existía. En ese momento nos apartamos
de la política y creamos la Universidad Popular. Pensamos que antes
de hacer una propaganda política lo que necesitábamos era preparar
a la gente. La Universidad Popular tenía por mira enseñarles a leer
y escribir, pero aunque esto era muy importante, para nosotros lo más
interesante era enseñarles al mismo tiempo cuáles eran sus
obligaciones y derechos de acuerdo a la constitución. Tratábamos de
formar un país en el cual el pueblo no fuera ignorante de sus
derechos y obligaciones políticas, porque comprendíamos entonces
que así como habíamos derrocado a Estrada Cabrera y había quedado
una dictadura, esta dictadura no había quedado solamente porque
había gente que quisiera ejercerla, sino porque había un pueblo
ignorante, que no podía defender sus derechos y libertades mientras
no los conociera. La universidad, que existe todavía, tuvo un gran
auge. Nosotros invitábamos a abogados, ingenieros, médicos que
vinieran a enseñar y que dieran las clases gratuitamente. Esto era
pedirles un sacrificio porque generalmente entre nosotros un
estudiante hace su carrera pagada por el pueblo y una vez que se
recibe lejos de hacer algo por ese pueblo lo que hace es explotarlo,
explotar su título. Lo que pedíamos a los profesionales era que en
medio de tanta explotación, de tanto privilegio, dieran algo suyo en
favor de ese pueblo. Tuvimos muy buena suerte en este proyecto;
profesionales de todas las edades, viejos y jóvenes, dejaban su
trabajo y llegaban en noches de invierno a dar estas clases entre las
7 y 11 de la noche. Nuestra política era la preparación del pueblo
y nos habíamos transformado en verdaderos maestros. La universidad
llegó a tener tal importancia que hasta algunas mujeres que estaban
encerradas en las casas públicas pidieron que fuéramos a enseñarles
a leer y escribir. Se logró el permiso de algunas de las
explotadoras de esos establecimientos y cuando nuestros profesores,
además de enseñarles a leer y escribir, empezaron a enseñarles sus
derechos muchas de las dueñas se indignaron. Esto demuestra cómo
siempre se quiere que el explotado siga siendo ignorante para poder
seguir explotándolo. La Universidad Popular caminaba magníficamente,
yo ya era abogado, pero se produjo un acontecimiento muy desgraciado.
Un oficial que andaba con su patrulla en las calles de Guatemala mató
a un alto jefe del ejército que quería quitarle su patrulla y
ponerse como jefe. Lo enjuiciaron, y nosotros, que tomamos la defensa
de este joven de 24 años, decíamos que de acuerdo al código
militar no se le podía fusilar dado que él llevaba bajo sus órdenes
una patrulla, y que esa patrulla no podía ser entregada más que en
el cuartel de donde había salido. Hicimos todo lo que fue posible
para la defensa, pero no obstante lo sentenciaron a muerte y lo
fusilaron, lo que nos causó una desazón. En esa época publicábamos
un periódico semanal, Tiempos nuevos, y dedicamos un número íntegro
a analizar cuál era la razón militar que había inducido a esa
medida y atacábamos terriblemente a los militares. Cuando sale el
periódico, en el Callejón de Jesús, una de las calles céntricas
de Guatemala, vapulean a uno de los directores de Tiempos nuevos, al
doctor Epaminondas Quintana, a quien le rompen el tímpano, la nariz
y lo dejan tirado hecho pedazos. Como yo era, con Quintana y otros,
director del periódico, mis padres, que ya habían sufrido muchísimo
con la dictadura, no me dejaron salir e inmediatamente prepararon
todo para que me fuera de Guatemala. Hubo por parte de ellos, sobre
todo por parte de mi madre, un gran valor al separarse del hijo
mayor. Pero ella prefería verme partir a verme golpeado en mi país.
Creo que cada hombre nace con un destino; yo nací con destino de
exiliado. En el barco alemán Teutonia salí de Guatemala hacia
Panamá y de ahí en un barco inglés a Liverpool, de donde me
trasladé a Londres. De acuerdo a la idea de mi padre yo haría allí
estudios de economía política, pero a mí más me enamoró el Museo
Británico donde encontré verdaderas obras del arte indígena,
piezas, libros importantes, obras guatemaltecas, que sólo se
encuentran en ese maravilloso museo. Vuelvo así, por fatalidad o
como una suerte, a encontrarme con los indígenas. Pero Londres es un
país muy frío. Yo venía de un país de grandes claridades, de
maravillosos cielos y llegaba a esos días tan temibles y nublados.
Escribí a mi casa que iría a París el 14 de julio para ver cómo
eran las fiestas, y cuando ese día de 1923 llegué a París
inmediatamente me agarró esta ciudad. Fui a la Sorbonne y encontré
que se anunciaba el curso Las mitas y los dioses de la América media
(es decir de la América maya) del profesor Georges Raynaud. Empecé
a estudiar con Raynaud, que explicaba el Popol Vuh, libro sagrado de
los quichés donde se conjugan todos los elementos de los orígenes
de los indígenas. Empieza contando cómo los dioses crearon el
universo, cómo fue creado el hombre, la mujer, cómo hubo luchas
entre el bien y el mal, cómo logró el bien vencer el mal. También
hay una serie de cuentos en donde figuran animales —el papagayo, el
guacamayo—que no son sino versiones morales para enriquecer la
espiritualidad de los indígenas. El profesor hacía las
explicaciones y proyecciones de lo que este libro tiene en su
carácter mitológico, en su carácter agrícola, bases muy
importantes para explicar el desarrollo de la cultura indígena.
Pasados los dos primeros años de estos estudios y de otros textos,
Raynaud había terminado su traducción del quiché al francés del
Popol Vuh. Pensamos entonces que bajo su supervisión podíamos
intentar una traducción de este libro del francés al español. La
traducción de un texto así es sumamente difícil porque es como
traducir la Biblia o el Corán. Cada palabra tiene un significado y
este significado tiene que buscarse entre numerosos sinónimos para
ver cuál es el preciso. Teníamos también que consultar
continuamente el quiché porque era indispensable estar en contacto
con la lengua origen del libro. Trabajé en esta traducción con un
estudiante mexicano ya muerto, el Abate de Mendoza, nombre con que
firmaba sus artículos.
En esos años usted escribe Leyendas de
Guatemala. ¿Qué relación hay entre este
libro y los estudios que estaba haciendo?
Este libro fue como una reacción del
sentimiento artístico frente al trabajo seco y científico que se
hacía con el profesor Raynaud. Era un trabajo de investigación,
había que estar sobre los libros, ir a la biblioteca donde estábamos
de 6 a 7 horas diarias leyendo y buscando palabras para aclarar
conceptos indígenas. Esta labor era científicamente muy valiosa,
pero muy cansadora. Como yo tenía un espíritu más creativo me
dediqué entonces a recordar un poco las leyendas y a escribir ese
libro. Cuando Raynaud se enteró de que lo había escrito me miró un
poco con conmiseración, porque para él, como científico, toda esa
creación ya no formaba parte de su ciencia.
¿Seguía también participando en
la política de su país?
Yo participé en la política cuando
fui joven y estudiante, hasta los 23 o 24 años. Después no volví a
participar porque vivía casi siempre fuera de Guatemala. Volví ami
país a los 33 años durante el gobierno dictatorial del general
Jorge Ubico, en que no se hacía política porque el presidente
pensaba, sentía y hablaba por todos nosotros. No vuelvo a la
política hasta los años 1944-1945 en que cae Ubico y se inician los
dos gobiernos de la revolución, el del doctor Juan José Arévalos y
el del coronel Jacobo Arbenz. En ese momento yo no formo parte de
ningún partido y se me llama para ocupar puestos diplomáticos, pero
nunca tuve ninguna actividad política ni pertenecí a ningún
partido. Mi política ha sido siempre defender a Latinoamérica
frente a los avances del imperialismo norteamericano. En todos los
países que viví, sea París, Buenos Aires o México, siempre
participé en los grupos antiimperialistas y siempre lo he expresado
en mi obra. Yo soy escritor, no político, y nunca pretendí serlo. A
mí me persigue la política. Soy político en mis libros, pero nunca
he usado la política como forma de vida.
¿Por qué transcurren 16 años
entre la publicación de Leyendas de Guatemala (1930) y El señor
presidente?
Porque tuvimos por 14 años la
dictadura de Jorge Ubico. Cuando regresé a Guatemala dejé una copia
de mi libro ya terminado con el profesor francés Georges Pillement.
Él lo tradujo después al francés, pero no me lo envió porque era
muy peligroso. En Guatemala trabajé en el periodismo y escribí unos
sonetos —Fantominas, Rayitos de estrella, Emulo Lipolidón, Alcasán
y El rey de la altanería — que se publicaron en un librito. El
señor presidente recién sale en México en 1946.
¿Cómo nació este libro?
En 1923 se hace un concurso para
cuentos en El Imparcial de Guatemala. Yo había preparado un cuento
que se llamaba “Los mendigos políticos”, que es casi el primer
capítulo de El señor presidente. Ese cuento ya no tuve tiempo de
mandarlo al diario y cuando me vine a Europa lo metí entre mi
equipaje. En París, mando me reunía con mis amigos
hispanoamericanos cada uno contaba anécdotas de los dictadores de
sus países y yo recordaba lo que había oído en mi casa durante la
época de Estrada Cabrera, cómo se cerraban las puertas, se
registraba todo y recién cuando se estaba seguro que nadie podía
oír empezaban a hablar. Nunca mencionaban el nombre de Cabrera,
decían “el hombre”, y contaban que habían matado,
envenenado, o torturado a alguien en la comisaría. Un día empecé a
ligar todos estos recuerdos con Los mendigas políticos y así surge
la novela con la historia del general Canales y del licenciado al que
culpan por la muerte de “el loquito”. Casi todos los
personajes corresponden a personas reales que yo combino con la
mitología y con toda la imaginativa que tiene el libro. En Cara de
Angel traté de reunir dos o tres figuras muy importantes de ese
momento. A este personaje lo hice bello porque me parece corresponde
un poco a un brillante y bello abogado que se llamó Francisco Galves
Portocarrero, que Cabrera pervirtió profundamente. Terminó muerto
en manos del pueblo, irrazonablemente, porque no era un criminal,
sino un hombre que Cabrera usó para su causa. Hay un momento en que
Cara de Ángel ya no responde a lo que quiere el dictador, él
quisiera huirse, fugarse de esa situación. Ahí es donde está la
intuición de Cabrera; es como un olfato, una adivinación que tienen
los dictadores, por eso creo que no cualquiera puede serlo. Empieza a
desconfiar de Cara de Ángel porque siente que aunque está in con él
ya no está de su lado y lo suprime de la manera más tremenda en la
penitenciaría. Le hace pensar que su mujer ha llegado a ser la
amante del dictador, y a ella la deja en la duda si este hombre se
fugó y la dejó abandonada. Todo esto es real. Estas dictaduras, en
que los jefes están escondidos y el mal se hace desde rincones
secretos como si fueran arañas, son anteriores al fascismo. Cabrera
era una especie de Borgia que podía envenenar a la gente. En cambio,
después, un dictador como Ubico ya aparece en las plazas de
Guatemala con sus grandes uniformes, sus motocicletas y sus
altavoces. Esto ya es el fascismo, el nazismo, pero aquella era una
dictadura sorda, tremenda, donde no había los medios que hay hoy de
comunicación. Cabrera controlaba perfectamente los dos puertos del
país, el del Atlántico y el del Pacífico. No entraba ningún
periódico, los únicos que había eran los que él publicaba, y
tampoco había radio. Actualmente una dictadura ya no puede aislar a
un país como se hacía entonces porque uno puede poner secretamente
la radio y oír lo que está pasando. Durante la dictadura de Cabrera
el aislamiento llegó a ser de tal naturaleza que personalidades
mundiales, que nunca fueron a ver lo que sucedía, escribieron
artículos elogiando las fiestas de Minerva. Ellos llegaron a creer
por la propaganda —fotografías que mostraban los niños cantándole
a Minerva— que aquello era un paraíso y que Cabrera era una
especie de Perides. Nosotros, los de mi generación, como no podíamos
recibir ni periódicos ni libros, sólo leíamos los escritores
españoles y franceses —Víctor Hugo, Dumas, Sola—, todos los
libros viejos que se estaban apolillando en nuestras casas. Una
dictadura como la de Cabrera ya no se puede repetir. Terminó con dos
generaciones, la del 1907, una generación de médicos y abogados
casi todos educados en Francia que recién se dieron cuenta de la
dictadura cuando regresaron a Guatemala. Ellos prepararon un complot
para matar al presidente con una bomba que desgraciadamente mata al
cochero y a los caballos, pero Cabrera queda vivo. En un principio se
creyó que el cochero había muerto por salvarle la vida y le hacen
un entierro fabuloso al que asisten los generales, la asamblea, los
poderes públicos, se publica su retrato en los diarios, lo hacen
mártir, etc., pero cuando la mujer en su ignorancia muestra al jefe
de policía unos papeles que encuentra en su casa y se comprueba que
el cochero había estado en el complot sacan su cadáver y lo tiran
por allá. De los cinco complotados, todos médicos, uno fue fusilado
en la penitenciaría, y a los hermanos Valdés Blanco, que planeaban
huir a México, los descubren en una casa donde se habían refugiado.
No se sabe al final si uno de ellos mató a los demás y se suicidó
o si los mataron a todos. Hubo después el atentado de los cadetes
que también fracasó, aunque se había elegido al mejor tirador del
colegio militar para matarlo. Cuando Cabrera llega al Palacio el
joven le dispara de cerca, pero la bala choca contra la bandera que
saluda al Presidente y sólo lo hiere en la mano. Cabrera cae y los
cadetes creyendo que está muerto no lo terminan. En su delirio
Cabrera termina con la compañía y hace quemar el colegio
destruyéndolo completamente. Recuerdo que cuando en 1919,
estudiantes y obreros empezamos una lucha pacífica contra él, a mi
madre se le puso la cabeza blanca de sólo pensar que pudiéramos
también caer. Lanzamos unos manifiestos donde le decíamos: “Aquí
tienes nuestras vidas si es necesario, pero luchamos y queremos la
libertad de nuestro país”, todo esto firmado. Cuando ahora leo
esos manifiestos me da miedo y me preguntó cómo pudimos escribirlos
ante esa fiera.
Hablando de los dictadores de
América Latina, usted dijo que presidentes como este sólo aparecen
en los países propensos a la mitología...
Para que exista un presidente así se
necesita que haya mitos, y Estrada Cabrera pasó a ser un mito. A él
no lo veía nadie, era una divinidad oculta, era realmente un ente
mitológico.
¿Su contacto con el surrealismo se
inicia cuando es alumno de la Sorbonne?
Eso ya fue un poco más tarde. Yo era
estudiante cuando brota el surrealismo, quiere decir que mi primer
contacto fue hacia el año 1929-1930, cuando yo había dejado la
Sorbonne. Fui muy amigo de algunos de los surrealistas, especialmente
de Desnos, muerto en uno de los campos de concentración, y que era
del grupo de Breton, Eluard y Aragón. También conocí mucho a
Tristan Zara, padre del Dada. Yo participaba con muchos
latinoamericanos (en esa época vivía en París el gran poeta
peruano Vallejo) en las reuniones que ellos tenían a veces en
Montparnasse. Indudablemente, el surrealismo fue para nosotros una
puerta abierta y nos entusiasmó muchísimo.
¿En qué forma lo influyó el
surrealismo?
Encontramos que nos daba una libertad
de creación. Para nosotros, gentes de otras razas, muy pegados a las
normas de una creación en la que la inteligencia y la razón
vigilaban, el surrealismo nos abría una puerta para poder decir
nuestro inconsciente, nuestro mensaje interno nacido de nuestro ser
profundo. La escritura automática y todas estas nuevas formas de
escribir fueron como un fuetazo para nosotros que ya traíamos un
surrealismo más primitivo, más infantil. El surrealismo
indudablemente tiene mucho de elemental, de psicológico, y como ya
traíamos una carga de elementos interiores esta nueva escuela nos
permitió darles vida. Hay textos indígenas, como en el Popol Vuh o
como en los Anales de Xahil, que son verdaderamente surrealistas.
Tienen la dualidad de la realidad y del sueño, hay una especie de
sueño, de irrealidad, con tantos detalles, que al contarlos son más
realidad que la realidad misma; de ahí nace eso que nosotros
llamamos el “realismo mágico”. Hay cosas que suceden y
después se vuelven leyendas, y hay leyendas que luego se transforman
en hechos, no hay un limite entre la realidad y el sueño, entre la
realidad y la ficción, lo que se ve y lo que se está imaginando
ver. Todo este ambiente mágico de nuestro clima, de nuestra luz,
todo eso hace que nuestros relatos tengan esa doble manera de verlos,
que por un lado parecen sueños y por el otro son realidades. En esa
época, además del surrealismo, hubo un grupo de escritores, entre
ellos Gertrude Stein, James Joyce, y León Paul Fargue, que estaban
preocupados por la palabra, por el valor de las palabras, por el
juego de las palabras. A nosotros, mucho más que el surrealismo nos
preocupó la palabra, porque para los latinoamericanos, y sobre todo
para los de los países más primitivos, la palabra tiene una
importancia especial. No sólo es transmisora del pensamiento y del
sentimiento, sino que encierra en sí un aspecto mágico. Todos estos
nuevos investigadores de la palabra encontraban que detrás de las
formas de decir las cosas aparecían, según se uniesen los vocablos,
otros conceptos. Nosotros empezábamos a ensayar estas fórmulas en
el español, fórmulas que realmente pueden llevar al verdadero
delirio, pero que enriquecen mucho el idioma, sobre todo en lo que
toca a la eufonía y a la onomatopeya. La repetición de ciertas
palabras, de ciertos sonidos son elementos muy esenciales en las
literaturas primitivas, en la literatura indígena, por ejemplo. Todo
este aspecto, que ala par del surrealismo se desarrollaba en esos
momentos, nos inquietó bastante.
Usted manifiesta esa preocupación
por el lenguaje en toda su obra.
Sí, pero esa preocupación es un poco
de carácter telúrico, indígena, porque los indígenas tienen un
concepto sagrado de la palabra. La palabra permite, según ellos,
apropiarse de la cosa que uno dice. Yo digo “casa”, me
apropio de una casa, es una forma de hacerla mía. En su sabiduría,
ellos dicen “en la palabra todo, fuera de la palabra nada”.
Esto hace que nuestra literatura, cuando tiene estas raíces
indígenas, tenga la preocupación sustancial del vocablo.
¿No perjudica a su creación
lingüística, cuya fuente es el lenguaje diario guatemalteco, vivir
fuera de su país?
Estar fuera del país es para el
escritor ventajoso y desventajoso. Alejarse es perder la fuente
prístina de todos los elementos auditivos, olfativos y hasta
gustativos, pero por otro lado es útil alejarse porque es entonces
cuando se puede apreciar mejor el paisaje, ver mejor los personajes,
oír mejor los sonidos. Hay un espacio que separa al escritor, o al
artista, de lo inmediato. Cuando uno regresa después de un tiempo
encuentra un mundo de novedad que poco después ya no lo es más. Por
ejemplo, en Guatemala hay unas caídas de sol que son maravillosas.
Cuando uno llega y las mira se queda extasiado, pero después ya no
las puede apreciar porque forman parte del paisaje mismo. Lo ideal
seria que el artista pudiera vivir parte del año en su país, y
parte del año fuera.
Aunque usted ha vivido la mayor
parte de su vida en el extranjero el tema de su obra ha sido siempre
Guatemala.
Soy de los que pienso que se debe ir de
lo singular. a lo universal. Hubo en una época un gran movimiento
sobre el cosmopolitismo; escritores sumamente importantes, que yo
conocí acá en París —Enrique Gómez Carrillo, famoso cronista
guatemalteco, don Ventura y don Francisco García Calderón,
escritores peruanos, y Gonzalo Zaldumbide, gran escritor
ecuatoriano—, escribían, no fijados en sus países, partiendo de
sus países, sino acaparando lo universal. Hay que reconocer que la
obra de estos escritores, que fue y es muy importante, ha quedado
perdida y casi no se recuerda. En cambio, no se pierde la obra de
escritores que partieron de sus propios países y que hablaron de
ellos. Estas obras siempre se recuerdan porque son hitos, son
elementos que vienen a enriquecer la literatura universal. A partir
de la primera guerra mundial los escritores latinoamericanos
empezaron a fijarse en cada una de sus naciones, empezaron a hacer
hincapié en lo que tocaba a su mundo, y es así como se rehace,
enriquece y amplía nuestra literatura. Sale del cosmopolitismo y va
directamente a lo singular, a lo característico, al indigenismo, al
criollismo, sin que se le exija por eso al escritor que sea sólo
indigenista, o criollista, etc. Lo que yo creo es que debe ampliarse
continuamente el mundo del escritor, partiendo de su país, de lo
singular. Recuerdo que cuando visité a Valéry para agradecerle la
carta que escribió a Francis de Miomandre por la traducción al
francés de mis Leyendas de Guatemala —esa carta en que Valéry
decía que las leyendas eran magia en un idioma de otro planeta y que
a su concepción de europeo le era totalmente extraño aquel libro
que más que leerlo se bebía— me hizo prometerle que me iría de
París. Según él, si me quedaba me iba a convertir en otro escritor
que escribiría sobre el Sena, sobre Notre Dame, sobre Versalles, “y
eso —me dijo—los franceses lo hacemos mucho mejor”. Muchos
de los hispanoamericanos que vienen aquí fracasan por eso mismo,
porque se olvidan sus esencias. Este consejo de Valéry fue muy bueno
para mí porque al regresar a mi país, después de haber vivido 10 o
11 años en Europa, pude tener una visión nueva y total, como si
hubiera absorbido como una esponja todos los elementos del paisaje y
de la vida, que es lo que ha ido en mi literatura, sobre todo en
Hombres de maíz y Mulata de tal. En estas obras fui dando una visión
más diversa de mi país que cuando escribí Las leyendas, cuando
era, por decirlo así, más americano, más cerrado.
En su literatura predominan además
la vena telúrica y mitológica.
La naturaleza es mi obra. Creo que en
general lo que caracteriza la literatura latinoamericana es el no
dominio del hombre en la naturaleza, mientras que en las otras
literaturas, en las otras escuelas novelísticas, por ejemplo en la
europea, la naturaleza ha sido dominada por el hombre y figura muy
poco porque las novelas se desarrollan en ambientes de cemento y
vidrio. En nuestra América la naturaleza no sólo figura en las
novelas como una decoración, como una bambalina de teatro si se
quiere, sino que es el personaje principal de muchas de estas
novelas. Si tomamos por ejemplo La vorágine, del famoso novelista
colombiano Eustasio Rivera, vemos cómo la naturaleza, la selva
inmensa, la selva, que es casi un océano, se va transformando en el
personaje principal, y nos damos cuenta del valor que tiene en la
novela. A medida que uno la lee, los personajes, dos jóvenes que se
adentran en la selva, y que al principio nos muestran toda la
tragedia de su amor, de un amor muy puro y heroico, van
desapareciendo. Ellos van caminando dentro de la selva hasta
borrársenos como elementos esenciales de la novela y aparecer sólo
el bosque, sólo los inmensos árboles, sólo las serpientes
tremendas, todos los animales, y al mismo tiempo todo ese mundo
trágico de todos los esqueletos que van encontrando, de seres que se
han perdido en esa selva y que han muerto de hambre, o destrozados.
En otras novelas sucede lo mismo. Quizá en Don Segundo Sombra, la
famosa novela argentina, Güiraldes al presentarnos aquellas enormes
caballadas y el camino de los gauchos en sus caballos nos da la
sensación de esa pampa inmensa, y es la pampa el personaje
principal, es lo que nos va atrayendo. Nos vamos olvidando de los
gauchos y nos vamos quedando con esos movimientos de las patas de los
caballos sobre la inmensa e infinita llanura y planicie argentina. En
todas estas novelas latinoamericanas la naturaleza no ha sido
dominada, figura en primer plano, no así en las novelas europeas.
Pero cuando empieza el romanticismo y los europeos se fijan en
América, tenemos el caso de Chateaubriand en Atala y Los natchez,
nos damos cuenta que la naturaleza que pinta el autor es como una
bambalina en un teatro. Es decir, esta descripción de la naturaleza
es una descripción que puede quitarse o dejarse, ni aumenta ni quita
a la novela, a los personajes, a las situaciones. En cambio, quitar
la naturaleza a las novelas de los hispanoamericanos es como quitarle
los pulmones a una persona, porque respiran por esos pulmones verdes,
que son parte de ellas mismas. No son adornos, no son decoraciones
teatrales, son efectivamente parte vital y esencial de la novela, de
los personajes y de las situaciones. En el caso de mis libros la
naturaleza guatemalteca ocupa un lugar preponderante, central,
importante. En Guatemala, como en todo Centroamérica, ocurre un
fenómeno que sólo podemos apreciar en Grecia. La tierra se estrecha
muchísimo, los océanos se acercan y el istmo centroamericano se
vuelve una cintura sumamente delgada. Hay además dentro de las
tierras centroamericanas ríos e infinidad de lagos, como ocurre en
Guatemala, inmensos lagos a distintas alturas, desde lagos a 2,000
metros sobre el nivel del mar, como el lago de Atitlan, hasta lagos
al nivel del mar, como Amatillan. El sol pega en los mares, pega en
los ríos, pega en los lagos, y después de reflejarse en el agua la
luz sube hasta la atmósfera. Es por eso que la luz de Guatemala
parece siempre de cristal mojado. No hay objetos inmediatos, nunca se
ven las cosas cerca, siempre hay una lejanía; es como verlos
copiados en un espejo o a través de una lente o un cristal. Cuando
se viaja de Guatemala a México se puede apreciar este fenómeno. Al
llegar a la capital de México, después de dos horas de avión, se
ve una luz completamente distinta porque no hay esa evaporación de
agua que existe en Guatemala y los objetos parece que se vienen
encima de uno. Esta acción de la luz es indudable que ha influido en
la literatura de los guatemaltecos, en las novelas, en mí, en mis
poemas. Es muy distinta a la literatura que se hace en los países
del sur, es una literatura más de flor de agua, más de flor de
piel, es una literatura más graciosa. Esto no viene de hoy, viene de
siglos. Cuando nos acercamos a las grandes ciudades ceremoniales de
los mayas de Guatemala, lo mismo que en Yucatán, que también
participa de este aspecto de la luz, nos damos cuenta que los grandes
escultores de esas épocas tomaban la luz como uno de los elementos
de sus alto y bajo relieves. Hay palacios y templos —por ejemplo en
Palenque— donde vemos que los que esculpieron dentro de las
inmensas bóvedas lo hicieron sin hundir mucho sus cinceles porque
eran decoraciones que se iban a ver a la luz de velas o antorchas. No
ocurre lo mismo con las grandes masas esculpidas en Tikal, Copán,
Uxmal, Quen Santo, Quirigua. Ahí vemos que los escultores mayas,
conocedores de esta acción de la luz, hundían sus cinceles para que
al mismo tiempo que quedaran las masas clarificadas hubiera en el
fondo esa sombra necesaria para darle todo el valor y el esplendor a
la escultura. Creo que la luz ejerce una acción muy directa, y
podría agregar tiránica, sobre las artes en nuestros países, en
especial en Guatemala, donde las artes reciben un bautismo de
clarificación. En Guatemala, esto parece una metáfora pero es
exacto, hay unos crepúsculos rojos, tan rojos, de luz tan
estallante, que si hay un recipiente en un patio tenemos que tocarlo
para comprobar que no es sangre, que es el rojo del cielo que se
refleja en el recipiente. Además de la luz, otro fenómeno que
ocurre y que indudablemente presiona y existe en las páginas de mis
libros, son las formas de nuestras colinas y volcanes. Tienen una
forma ondulada, casi como de olas marinas que se hubieran quedado
petrificadas en un momento, y esta ondulación la vemos repetirse en
los monumentos mayas. En toda la obra de los grandes artistas de esa
época vemos que casi no existe la línea recta, la linea rígida.
Los mayas emplean para su decoración la linea curva, juegan con las
líneas curvas para hacerlas parecidas a las curvas de las montañas
y de las colinas. No hay en Guatemala planicies grandes, salvo al sur
en la costa que va a la orilla del Pacífico. Fuera de estas
planicies todo lo demás es quebrado, parece un país construido como
un rascacielos donde podemos subir desde la orilla del mar, donde la
temperatura es de 45 a 50 grados centígrados, hasta 3.000 metros
sobre el nivel del mar donde el clima es más frío. Todos estos
fenómenos indudablemente los encontramos en mi obra. En Las leyendas
de Guatemala asoma constantemente esta virtualidad del paisaje, esta
preciosidad de los ambientes algodonosos de nuestras mañanas
rosadas, de nuestras tardes tibias y al mismo tiempo el esplendor de
todos nuestros árboles que adquieren coloridos realmente admirables.
Hay ciertos árboles inmensos que en ciertas épocas se tornan
rosados, botan todas las hojas verdes y desde la distancia uno ve,
como si se tratara de un cuento oriental, campos y campos de árboles
rosados. Hay toda clase de orquídeas a la mano del viajero, y
ciertas regiones están siempre vestidas y bañadas de rosas y
claveles. Hay además pájaros de plumajes brillantes, de plumajes de
oro, de plumajes de esmeralda. En Las leyendas hay también mucha
personalización de los montes y de los ríos que se transforman en
personas, o de personas que se transforman en estas imágenes mismas
de la naturaleza. En Hombres de maíz, por ejemplo, uno de los
personajes es María Tecún, la tecuna, la mujer que huye siempre.
Hacia el occidente de Guatemala se eleva en una zona altísima una
inmensa piedra, que muy pocas veces se puede ver porque está siempre
cubierta de neblina, a la que llaman María Tecún. Es decir, muchas
veces estas moles reciben nombres de personas o personajes que han
existido en la leyenda y se transforman así en un elemento casi
humano; hay una relación de naturaleza y humanidad. Guatemala es
además un país verde por excelencia, por eso a los indígenas se
les llama quichés, que en indígena quiere decir algo así como país
de árboles verdes. El verde es nuestro color, y hay todos los verdes
todo el tiempo. Sobre este paisaje verde, sobre estos tapices verdes,
sobre estas montañas que tienen todos los colores del verde circulan
por los caminos los indígenas, hombres y mujeres, vestidos con
trajes de vivísimos y distintos colores. Ellos también forman parte
de nuestro paisaje, al que dan con su colorido un carácter especial.
Cada una de las poblaciones tiene un traje típico. Las mujeres de
Aticalán, por ejemplo, usan una enagua roja enrollada al estilo
oriental, un gaipil —como llamamos a la camisa— bastante bordado y
una faja de color azul muy vivo. Lo que más las caracteriza son sus
largas trenzas, que entrelazadas con una inmensa cinta de color rojo
vivo, al atarlas alrededor de la cabeza parecen enormes platos rojos.
Los poblados nuestros también imitaron en sus cúpulas el movimiento
de las montañas, y en cualquiera de nuestras poblaciones, de oriente
o de occidente, se puede ver desde la distancia el juego de esas
cúpulas con las montañas que rodean el lugar. Todo esto le da una
unidad al paisaje que lo hace inconfundible. Es inconfundible por la
luz, por su color verde, por el inmenso número de pájaros y de
flores. Y todo esto es lo que ha influido en mi literatura, por eso
no llega nunca a ser excesivamente agria, excesivamente sanguinaria,
excesivamente fuerte; en nuestra naturaleza esto no se concibe. Esta
naturaleza se refleja en la manera de ser de las personas y por eso
quizá muchos encuentren en mis libros a veces cierta flojera—por
decirlo así— en el carácter de ciertos personajes, pero el
personaje obedece al ambiente, al medio. Si pensamos en la luz
reflejada podemos ver porque circula entre nosotros la leyenda, la
magia, el curanderismo, los brujos y ese mundo y submundo que existe
visible e invisible, y que le sirve a estas pobres gentes sin medios
para ayudarlos a vivir. Ellos se valen no sólo de sus dioses sino de
todo aquello que los rodea, que los mantiene en una especie de
suspenso sonámbulo con los ojos abiertos frente al maravilloso al
paisaje de Guatemala.
¿Cuál es la fuente del humor que
se encuentra en su literatura?
Un crítico francés dijo que en El
señor presidente hay siempre un elemento esencial, que cuando ya
está todo hundido hay un personaje que ve el cielo, ve las
estrellas, ve la luz y uno se ve salir de donde estaba hundido. Creo
que el humor de mis libros se debe un poco a lo que nosotros llamamos
en Guatemala el “humor chapín”; se les llama chapín a los
nacidos en la capital. Es característico en su forma de hablar el
hacer siempre un chiste o una gracia que le dé un color más amable
a un suceso. Esto ha sido muy cultivado y tenemos el caso de un poeta
magnífico, uno de los grandes poetas románticos de los años 1830,
Pepe Batres Montúfar, que a pesar de toda su amargura, de todo su
dolor, en muchos de sus poemas surge en los momentos más difíciles
una frase grata que hace que uno sonría un poco y siga leyendo.
El español de la literatura
hispanoamericana ha ido perdiendo la pureza del español castizo y
adquiriendo características propias, a veces locales. ¿Cuáles son
las causas que han ido determinando este cambio? ¿Está de acuerdo
can esta renovación?
Una característica de la novela
hispanoamericana es en general nuestro español. El que nosotros
hablamos, sobre todo en países como México, Guatemala, Perú,
Bolivia, Ecuador —países con grandes masas de población indígena
en donde todavía se hablan las lenguas indígenas de antes de la
Conquista— es un español que ha ido tomando un carácter muy
personal, muy especial. Se ha olvidado la sintaxis castellana y ha
entrado la forma indígena a unificarse a la forma en como hablamos.
Consciente o inconscientemente, los escritores de Centroamérica, al
menos yo, usamos elementos que los indios emplean en su lenguaje, por
ejemplo, el paralelismo, que es repetir el mismo concepto con
distintas palabras. Enriquece también nuestro idioma toda esa
inmensa cantidad de animales, de piedras preciosas, de elementos
minerales, vegetales, nombres de flores, de sustancias, nombres que
en los diccionarios españoles no existían. Creo que lo que
caracteriza a mis libros es la palabra y no la frase. Por lo general,
en español, sobre todo en el castellano español, se empleaba el
periodo largo. Este periodo largo yo no lo empleo porque en los
idiomas indígenas la frase no tiene tanta importancia, en cambio,
como ya dije, la palabra adquiere un carácter sagrado: “dentro
de la palabra todo, fuera de la palabra nada”. Es decir, por la
palabra los dioses empezaron a crear todos los elementos de la vida y
por la palabra los dioses pudieron relacionarse entre ellos. La
creación del mundo, la creación del hombre, todo lo que implican
las teorías y las fórmulas cosmogónicas de la creación entre los
indígenas maya-quiché, todo esto está basado en el valor de la
palabra. Es de tal importancia la palabra entre ellos que si uno
llega a una población indígena y pregunta cómo se llama una mujer
que va pasando ellos contestan “María”, y todas las
mujeres son María y todos los hombres son Juan. Ellos no dicen el
nombre exacto de la persona porque saberlo es poder apropiarse
mágicamente de ella. Además, ellos no creen en la muerte como
creemos nosotros, ellos creen en la desaparición, por lo tanto, no
dicen “murió” sino “desapareció”, porque el que
deja de vivir inicia un viaje a través de un mundo desconocido. El
desaparecido debe saber —y ellos lo saben— cada una de las
palabras que debe decir en las encrucijadas de los caminos que va a
recorrer después de muerto. Esta es una sabiduría parecida a la de
los osiris egipcios, y así como los osiris ellos deben saber cuándo
llegan al camino blanco, al camino rojo, al camino verde, al camino
negro, cómo contestar con absoluta precisión a las preguntas que
les hacen voces de seres invisibles. Esta sabiduría la mantienen y
la ejercitan, sobre todo los más viejos, para poder salvarse y no
caer en los sitios de la desesperación y de la desolación y poder
así llegar a lugares en que la vida es placentera. El cielo tiene
para ellos trece pisos y sólo algunos alcanzan los cielos de los
pisos superiores, la mayoría van al cielo de los pisos bajos que son
placenteros y donde están todas las fuentes, todas las comidas del
paraíso que ellos se han forjado. Esta es una relación vital,
humana y trascendente de la lengua, del idioma. Por eso en todos mis
libros la palabra adquiere un valor esencial, y es acaso donde está
la dificultad en mi literatura. A veces paso días y noches queriendo
encontrar una palabra dada para un párrafo o frase ya hechos. Si la
palabra que tengo en el texto no me satisface busco entonces la más
adecuada para el sentimiento del personaje, del suceso, del paisaje.
Es decir, la palabra debe ser lo más precisa posible, porque cuanto
más precisa es con más propiedad se apropia uno del objeto o de la
persona. Este uso de las palabras nos aleja muchísimo de la lengua
castellana, decimos que hablamos español, pero es un español que
está “preñado” por todos los idiomas indígenas. Es de
tal naturaleza esta acción del idioma y del mundo indígena que los
primeros españoles venidos a América, después de un tiempo,
escribieron también con una sintaxis distinta. Es el caso de Bernal
Díaz del Castillo que vino con Hernán Cortés a la conquista de
México y después se quedó en Guatemala. A los 80 años, este
viejo, de una memoria asombrosa, escribe Historia verdadera de la
conquista de la Nueva España. Cuando Menéndez y Pelayo lee la obra
dice que es extraño que un soldado castellano haya escrito en esta
lengua, que no tiene nada que ver con el castellano. Lo que pasó es
que Díaz del Castillo había adquirido paulatinamente, por ósmosis,
por oír, por leer y por vivir, una forma distinta de hablar. América
misma, con su aire, con su luz, con sus elementos va transformando la
lengua. No puede hablar el mismo castellano el que vive en Castilla
que el que vive en uno de los montes de Bolivia o en las alturas de
México. Por eso la lengua entre nosotros se ha ido transformando, se
transforma constantemente, se enriquece de diferente manera. Si
examinamos el fenómeno de la Argentina, y más propiamente el de
Buenos Aires, vemos cómo aquí las lenguas europeas han ido a
agregarse al idioma español y han creado un lenguaje que muchos no
llegan a entender, ci pero es una lengua nueva, es una lengua
renovada. Yo no estoy en contra de estos enriquecimientos porque creo
que el español hispanoamericano, que es nuestra lengua —en la
Argentina con lo que llevan los emigrantes y en México o Perú con
todo lo que dejaron los indígenas—, va siendo cada vez más rico.
Es un poco lo que ocurre con la lengua inglesa, que se enriquece
constantemente, y no como el español de España que permanece
estable. Nosotros hemos tenido que hacer uso de nuevas formas de
dicción, de nuevos verbos, de nuevas formas de poner las palabras,
porque somos de mundos completamente distintos. En mi libro Maladrón,
por ejemplo, además de describir el culto al Maladrón según lo
hacían los saduceos, pinto la vida de cinco españoles perdidos en
nuestra selva que paulatinamente van perdiendo su carácter español
y van transformándose en elementos de esa misma naturaleza, de las
hojas, de las flores, de las dormideras, esos árboles misteriosos
que hay en nuestras tierras. Quise también traer a esta novela la
lengua rica de Alfonso Reyes, de Rubén Darío, de Huidobro, de
Neruda y la de muchos de nuestros grandes escritores, una lengua que
se va olvidando. En el Maladrón traté de hacer una especie de
español de lujo, sonoro, recordando un poco el español del siglo
xvi y xvii, pero sin que fuera un español arcaico, sino algo más
moderno, que pudiera ser leído hoy.
¿Qué significan la repetición de
sílabas y palabras en su estilo?
Los indígenas emplean la repetición
de sflabas y palabras para hacer los superlativos. En las lenguas
indígenas, al menos en Guatemala, no hay superlativos. Ellos dicen
blanco, blanco, blanco que es el equivalente de más blanco o
blanquísimo. También repiten las sílabas; por encantador ellos
dirían rerreencantador, poniendo en cada re un énfasis mayor.
Un estilo que no siempre es
accesible al lector corriente.
Mis libros no son
fáciles de leer porque hay en ellos, lo que unos alaban y achacan
otros, el barroquismo de nuestro idioma. Pero el barroquismo es quizá
una cosa sustancial con el ladino. Cuando los españoles llegaron a
nuestros países y empezaron a construir sus catedrales emplearon en
los pórticos y en los altares las formas decorativas de las iglesias
y catedrales españolas. Pero los indígenas, que eran los que hacían
este trabajo —los españoles no podrían haber construido tantos
templos y palacios como se construyeron en los cuatro siglos de
dominación sin la mano de obra del indígena—, le van agregando
ala decoración española el pequeño venadito, la plantita, la
pequeña águila estilizada, y vemos entonces cómo la decoración se
va volviendo recargada, y ese recargamiento es el barroco de nuestros
textos. Creo también que en cierto aspecto mi literatura no es fácil
porque está muy ligada a todo lo que corresponde a los libros
primitivos de los mayas, de los quichés, de los aztecas, de los
nahual, y a todo ese mundo literario y artístico que ahora está
renaciendo, y que renace cada vez más y con más fuerza, después de
casi cinco siglos que estuvo oculto. En mis libros, en lo posible,
evito poner palabras indígenas porque lo dejan al lector fuera del
texto; en lugar de la palabra indígena busco un equivalente o la
forma de decirlo en español. Tampoco me gusta mucho usar los
criollismos y todas estas formas que corresponden a la manera
privativa de cada país. Trato de que mi literatura, siendo muy
nuestra, de Guatemala, pueda ser universalmente entendida.
¿Cuál es de sus libros el que más
prefiere?
Uno quiere a los
libros como quiere a los hijos, pero el que yo más quiero es Hombres
de maíz, reconociendo que en El señor presidente hay un libro que
es fundamental para la literatura. Hombres de maíz es un libro más
cerrado, no hay concesiones al lector que no conoce mucho la
literatura, y aunque se puede leer como una novela tiene profundidad;
se podría explicar cada una de las páginas. Yo mismo, cuando vuelvo
a él, encuentro una cantidad de elementos indígenas y vegetales, y
es como si del libro fueran saliendo, mientras uno lo va abriendo,
una serie de fantasmas y de cosas míticas que están encerradas en
el libro mismo. Las vidas de los personajes van formando curvas;
algunos empiezan en fantasmas y terminan en reales y otros empiezan
siendo reales y terminan en fantasmas, es decir, en seres invisibles,
en seres ilusionados, en seres ilusos. Hay también algunas cosas
reales, como las figuras de los alemanes que se vestían de smoking
para tocar por las noches en el poblado de Salamá; eso era exacto
así. En ese lugar que era tan desolado, donde no había más que
paludismo y zancudos, ellos, almaceneros que durante el día estaban
en sus tiendas, de noche se vestían de etiqueta y empezaba su otra
vida, la vida de salón, la vida de la música, la vida de Bach, que
era lo que más tocaban. Además, en Hombres de maíz el español
llega a no parecer español, hay momentos en que parece el canto de
otra lengua.
Su trilogía bananera Viento
fuerte, El papa verde, Los ojos de los enterrados no fue muy bien
aceptada por la crítica y según algunas críticos esas novelas son
más reportajes que literatura.
Puede ser, pero yo
creo que es la parte medular de mis obras. A medida que va pasando el
tiempo voy encontrando que en la “trilogía bananera” hay
elementos realmente vitales de la vida misma de Guatemala. En Viento
fuerte hay personajes que están tan vivos que si usted va a
Guatemala los va a encontrar. La crítica que hago a la sociedad
norteamericana yo lo viví, no está inventado. El papa verde es un
personaje que me interesa mucho. Como es norteamericano yo pensé
hacerlo un hombre odioso, pero a medida que fue haciéndose la novela
él se fue haciendo simpático hasta que al final es un hombre que
todo el mundo quiere y ayuda. Creo que de las tres, la verdadera
novela es Los ojos de los enterrados porque ahí los personajes
tienen una vigencia. Pero puede ser que los críticos tengan razón y
que estos libros tengan algo de reportaje. Cuando fui de Buenos Aires
a Guatemala pasé una larga temporada en la frutera, que ya conocía,
y vi con otra visión, acaso un poco como periodista, toda esa forma
de vida. Puedo decir que la novela la escribí al revés; primero
escribí “El huracán”, y lo iba a publicar como un cuento pero cuando
el poeta y escritor panameño Rogelio Sinán, que estaba de paso por
Guatemala, lo leyó me dijo que era un magnífico principio de
novela. Empecé entonces a pensar y a estudiar y así surgieron los
personajes. También puede ser que tengan algo de reportaje porque me
inspiré mucho en el libro El imperio del banano, escrito por dos
periodistas norteamericanos que hicieron el recorrido de las
plantaciones bananeras. Los alegatos que pongo en los labios de
mister Smith, el millonario que se disfraza para visitar las
plantaciones, lo que él dice a los accionistas está tomado de ese
libro. Pensé que un libro como El imperio del banano, que es un
libro técnico, un informe burocrático, nadie lo iba a leer,
entonces yo pongo en boca de un personaje lo que dicen esos
periodistas.
¿Cree que su
obra ha sido entendida por los críticos?
Debe de haber mucho
de telúrico en lo que uno hace, sobre todo una preconciencia en el
sentido en que después de que se han publicado mis libros he leído
tesis y trabajos que se escriben sobre ellos, y he leído que los
críticos y estudiantes han encontrado constantemente secretos que yo
no había descubierto. Creo que la labor de la crítica con mi obra
ha sido ilustrarme a mí mismo sobre muchas de las cosas que yo
inconscientemente, si usted quiere, he puesto ahí, y que, sin
embargo, juegan un papel que es importante. Creo que la crítica en
general ha entendido mi obra. Debo hablar de un crítico, el gran
escritor y poeta belga Vandercamen, que fue uno de los primeros que
me reveló muchas cosas. Cuando me escribió sobre Week-end en
Guatemala me decía: “Antiguamente los personajes de la novela
europea, indudablemente los personajes de Víctor Hugo y Flaubert, se
paseaban por los caminos, las ciudades y los salones de América,
pero ahora es al revés, los personajes de ustedes empiezan a
recorrer las ciudades europeas y los vamos conociendo, se van
haciendo familiares. Algunos de sus personajes, como Goyo Yic, yo lo
conozco, lo tengo en casa, le hablo y lo saludo”.
¿En dónde fue su obra más leída
y mejor comprendida?
Yo diría más en
Europa que en Latinoamérica. En Francia, Holanda, Alemania y en
Italia hay personas que se dedican exclusivamente a estudiar mi obra.
En mi país se están haciendo ahora los primeros trabajos, se han
publicado dos o tres libros, y en la Argentina se ha publicado
últimamente un libro muy importante del profesor Iber Verdugo, de la
Universidad de Córdoba, La obra de Miguel Angel Asturias en relación
con la literatura hispanoamericana, en donde se analiza cada época
de la literatura hispanoamericana del siglo XIX, que después se
refleja en mi obra.
¿Qué significa para usted la
“literatura de compromiso”?
Sobre la literatura
de compromiso, o literatura engagé, o comprometida se ha hablado y
escrito muchísimo, y sin duda se seguirá discutiendo aún más. El
término engagé fue empleado hace algunos años por la revista L’
Esprit y luego lo tomó Jean Paul Sartre para su estudio de esa
literatura. Muchos emplean el término comprometido para un sentido
político determinado, es decir, al llamar a un autor comprometido se
le pone la etiqueta de autor comunista, procomunista, de izquierda o
izquierdizante. Esta forma velada de llamar así a ciertos autores no
deja ver bien lo que quiere decir literatura comprometida o de
compromiso. Al decir comprometido muchos entienden autor dirigido,
que es algo muy distinto. La literatura dirigida es aquella que está
al servicio de una causa política, de una religión, de una
ideología. El autor dirigido obedece a ciertos cánones, a ciertas
obligaciones, a determinadas finalidades, etc. En cambio, la
literatura comprometida implica una responsabilidad, y nosotros
antes, en América Latina, usábamos el término de “responsable”.
Había escritores responsables y otros que no lo eran frente a ellos
mismos, a su conducta, a sus pueblos, a sus necesidades que los
inundaban. Yo entiendo por literatura comprometida aquella literatura
responsable que responde a las necesidades de un pueblo, que es la
voz de ese pueblo y que al mismo tiempo se convierte en puente para
poder llevar a otros espíritus, a otros hombres, el eco de las
necesidades, de los sufrimientos, y también de las alegrías de su
país a efecto de que puedan tener una repercusión universal. En la
literatura latinoamericana, si se entiende por literatura
comprometida aquella que se ha hecho siempre responsable de los
grandes acontecimientos de nuestros países y también de las
necesidades de las situaciones difíciles de opresión, de tiranía,
de sufrimiento, de falta de medios de vida, de hambre, de falta de
tierra, etc., entonces nuestra literatura ha sido siempre la
literatura comprometida, una literatura responsable. Desde los
primeros libros hasta ahora las grandes obras de nuestros países han
sido las que se escriben respondiendo a una necesidad vital, a una
necesidad del pueblo. Es así que casi toda nuestra literatura
resulta comprometida. Sólo excepcionalmente tenemos autores que se
encierran en sus jaulas de oro, en sus torres de marfil, se aíslan,
no les importa nada de lo que pasa en torno de ellos y son los
autores autistas, de asuntos psicológicos, y de todos los problemas
que corresponden a una personalidad que no tiene contacto con la
realidad ambiente. Tal vez seria más propio llamar a nuestra
literatura, en vez de literatura comprometida, literatura “invadida”,
es decir, invadida por la vida. Nosotros, por ejemplo, estamos
escribiendo una página de una novela y oímos llorar a un niño;
salimos a ver qué pasa, y cuando vemos a ese niño descalzo,
desnudo, con un enorme vientre, nos damos cuenta que es la imagen de
la pobreza, de la miseria física que nos circunda. Sería ilógico,
y hasta falta de sensibilidad, el que siguiéramos nosotros
escribiendo nuestra página pensando en Versalles, en Grecia, o si la
palabra tal puede desdoblarse en tal forma como lo hacía
Shakespeare, cuando tenemos algo más inmediato, cuando nos está
invadiendo la vida con una visión más dura, más real, que nos
obliga de inmediato a tomar nuestra pluma y escribir en forma de
protesta cuál es la situación de esa gente y trasladarlo a un
cuento o capítulo de la novela. La literatura comprometida nos ha
dado una serie de obras muy importantes, podría decir El hijo del
salitre, de Teitelboin; La sangre y la esperanza, de Nicomedes
Guzmán; El río obscuro, de Alfredo Varela; El metal del diablo, de
Augusto Céspedes; Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas; Pedro Páramo,
de Juan Rulfo; Prisión verde, de Amado Amador; Casas muertas y
Oficina número uno, de Otero y Silva; Hijo de hombre, de Roa Bastos
y otras. En la literatura indigenista, que es altamente comprometida,
podemos hablar de Yanakuna, de Jesús Lara; de Ciro Alegría, que
dejó dos novelas muy importantes, Los perras hambrientos y El mundo
es ancho y ajeno; de Huasipungo, de Jorge Icaza, y de José María
Argüedas, que también dejó dos novelas muy importantes: Los ríos
profundos y Todas las sangres. Toda esta es la novelística de
América que se ha abierto camino en Europa, una novelística que sin
preocuparse mucho de ciertas formas, ni de imitar a los europeos,
trajo nuestros problemas a la conciencia del mundo e hizo que los
europeos se fijaran en nuestra literatura. Si bien nuestra literatura
ha entrado a Europa por sus valores estéticos, por su creatividad
lingüística, la masa de lectores se han interesado en nuestros
libros porque es una literatura responsable que habla al hombre
europeo de nuestros problemas, de todo lo humano que llenan nuestras
páginas, de los problemas sociales y de los problemas económicos. A
los europeos les ha interesado saber cómo mueren los peones en las
plantaciones bananeras de Centroamérica, cómo mueren muchos en los
quebrachales en la Argentina, cómo mueren otros en las minas de
Bolivia, cómo sufren los trabajadores del petróleo. Todo esto, este
mundo vivo y humano es el que ha abierto la brecha, y nosotros
debemos entonces decir que esta literatura comprometida, literatura
que la vida invadió, literatura responsable, es la literatura
latinoamericana que ha abierto el camino para que los europeos tomen
en cuenta nuestras letras. Creer que al europeo vamos nosotros
latinoamericanos a enseñarle a reflexionar, a filosofar, a escribir
novelas autistas, o psicológicas, creer que nosotros ya tenemos la
madurez de una sociedad para que surja un Proust, para poseer un
Goethe, eso es estar soñando despiertos, y es engañarse. Estamos en
la época de una literatura creativa pero de batalla, y al mismo
tiempo una literatura que está sembrando para el mañana ese sentido
de la responsabilidad que hará que nuestros futuros autores,
siguiendo el camino de la gran literatura latinoamericana, también
escriban obras responsables. La nueva sociedad que se está creando
en nuestros países —esa sociedad de la industria pequeña o
grande, esa sociedad en la que vemos desplazarse a las clases
adineradas de otrora por nuevas clases burguesas que empiezan a tener
actividades en el comercio y en la gran industria— también tendrá
sus escritores, pero serán escritores responsables, escritores
comprometidos. Además se acusa a algunos escritores de ser
comprometidos cuando se trata sólo de la izquierda, pero también se
puede ser comprometido con la derecha, se puede estar comprometido
con el imperialismo; esos son escritores comprometidos contra sus
pueblos, contra sus países, contra el mundo y el ideal
latinoamericano.
En los países socialistas —por
otra parte— han criticado la vena mitológica de su abra
argumentando que debilitaba la acusación socil y la imagen de la
realidad.
A mí se me ha
llamado “escritor comprometido”, empleando la palabra
“comprometido” para significar que soy un escritor de
izquierda, que responde a ideas izquierdizantes. Otros grupos —gente
que quisiera que uno estuviera en la trinchera de la literatura
disparando palabras y más palabras sin tener un sentido de la
responsabilidad y haciendo una literatura sin raíces— dicen que con
mis obras, al hacer una literatura de mitos, de leyendas y de
creencias, yo falto a mis deberes de escritor comprometido. Todo esto
lo discutí bastante, sobre todo con algunos estudiantes que estaban
preparando sobre Hombres de maíz su tesis para la Universidad de
Moscú. Ellos cuestionaban por qué en esta obra yo empleo tantos
elementos míticos, tanta hechicería, tanta brujería; cosas que son
falsas y desvirtúan la obra. Les decía que no se puede hablar del
pueblo nativo de Guatemala sin hablar de los curanderos, de los
brujos, de los fantasmas, de las leyendas, de los mitos que todavía
están vivos entre ellos; si dejara eso aparte para hacer una novela
de ambiente “social” entonces sí desvirtuaba mi libro y la
imagen que me hago yo de mi sociedad. Se ha dicho que en El señor
presidente yo no doy ninguna solución a la dictadura. No quise poner
un final agradable en esa novela porque yo creo que la dictadura en
América Latina no sólo no termina con la de Estrada Cabrera sino
que ha continuado y continuará por mucho tiempo. No puedo entonces
terminar el libro inventando personajes que hacen una revolución
gloriosa e instalan un gobierno democrático; eso sí sería falso.
Considero que así alegraría a muchos que se quedarían sin el
sufrimiento de saber que la dictadura continúa, pero al mismo tiempo
yo falsearía la realidad. Por otra parte creo que el novelista da
testimonio y puede hacer protesta en sus obras, pero no puede, ni se
le debe exigir, dar soluciones que deben ser dadas por los sociólogos
e historiadores. Además, es muy difícil satisfacer a todo el mundo
con nuestros libros. Un libro es como una carta que se envía a
muchísimas personas, unos responden y otros no. Creo que la base de
mi obra es la base mitológica, es la que tiene relación con las
creencias y demás aspectos de la vida rural, primitiva y mentalmente
infantil del indígena, y avanzando en ese camino entro en los
problemas sociales, que también son problemas que a ellos les
interesan. En Hombres de maíz, que es una novela mitológica,
muestro cómo hay una constante lucha entre el maicero y el indio y
las formas distintas de la vida que van llevando a esta pobre gente
sometida a las autoridades abusivas y a la fatalidad que casi siempre
les persigue. Por eso en mis libros los lectores encontrarán el
compromiso, o la vida que me invade cuando trato de los problemas
sociales, y encontrarán las explicaciones más profundas, las
explicaciones de la vida misma que no puedo aislar. No puedo dejar de
hablar de los mitos como ya dije, ni de las creencias de mi pueblo y
ponerme a escribir una novela que podría ocurrir tanto en Guatemala
como en la Antípoda, en Europa o en Asia.
¿Cuáles fueran las lecturas que
influyeran en su formación literaria?
Las lecturas de los
textos indígenas y los estudios que hice del Popol Vuh, de los
Anales de los Xahil, del Rabinal-Achi, del Chilam-Balan y las
lecturas que hago constantemente han influido mucho en mí.
Actualmente leo de preferencia toda clase de libros que se relacionan
con la cultura maya, muchos libros que no conocía y que me ayudan a
completar mi conocimiento de esta lectura. Hay hoy un renacimiento de
los estudios indigenistas, sobre todo en México, Guatemala y los
Estados Unidos. Son muchos los norteamericanos que vienen ahora a
Guatemala y preparan estudios muy fundamentales sobre la vida de los
indígenas, sobre sus tradiciones, sus creencias, sus conocimientos
del tiempo. En la Universidad de Pennsylvania, por ejemplo, se han
hecho estudios arqueológicos de la ciudad de Tikal, que es uno de
los grandes centros ceremoniales en Petén, en el corazón Cli de
Guatemala. A medida que pasa el tiempo vamos teniendo nuevos aportes
sobre la literatura indígena anterior a la Conquista. La desgracia
fue que los conquistadores y los sacerdotes que vinieron con ellos,
que eran absolutamente bárbaros, creyendo que se trataban de
iluminaciones del demonio quemaron todos los libros importantes de
nuestra cultura. Fue necesario que vinieran después otros monjes,
los que llamamos “monjes sabios”, que dándose menta del
valor que tenían aquellos relatos empezaron a reunir a los más
viejos de cada población para que hablaran, y lo que esta gente
decía en lenguaje indígena ellos copiaban con caracteres latinos;
es por eso que ahora tenemos enormes transcripciones de esa época.
Todo esto ejerce en mí una gran influencia, y por las mañanas,
antes de escribir, me gusta abrir alguno de estos libros indígenas y
leer párrafos o poemas; esto me aligera y me ayuda para seguir mi
trabajo. Además, fui y soy lector de Quevedo y Cervantes. En mi obra
—y muchos lo han señalado— hay mucha cosa quevedesca. También
me influyeron después los grandes europeos como Víctor Hugo, Zola,
Proust e indudablemente Flaubert, que es el maestro de la novela. Yo
aconsejo a todo novelista que para tener una escuela de novela deben
leerlos, también a Pérez Galdós y Eca de Queiroz, dos grandes
maestros. Panait Istrati y las obras de Dostoiewsky, Tolstoi y otros
escritores rusos, que se publicaban en Barcelona antes de la guerra,
también ejercieron una gran influencia en mí; son autores que se
parecen a nuestro mundo, a nuestra literatura. La literatura rusa nos
ha tocado de cerca porque el mujik es un poco como el campesino. De
la literatura anglosajona me entusiasmó Lawrence, sobre todo La
serpiente emplumada, y de los novelistas norteamericanos Faulkner, en
primer lugar, que me parece corresponde un poco a nuestra novela,
sólo que él escribía de los negros en lugar de los indios. Los
grandes escritores norteamericanos han tenido sin duda una gran
influencia en nuestra formación, y diría que la nueva generación
de escritores latinoamericanos están más influenciados por la
literatura norteamericana que por la francesa, y naturalmente por
Joyce.
¿Qué opina de la novelística
europea actual?
En Europa todo es
racional, todo es cartesiano. Los franceses, como el resto de los
europeos, lo someten todo a una lógica precisa, analizan todo. No
hay espontaneidad, no hay creencia, no hay mito, no hay posibilidad
de la imaginación y del sueño, de todo ese mundo que forma parte de
la literatura y que hace de la literatura lo que es fundamentalmente:
un sueño del que hacemos participar al lector. En Europa se acabaron
muchos mitos, pero se crean ahora otros, por ejemplo, el mito de la
velocidad con el que se sacrifican cada semana cientos de vidas en
los caminos. Los mitos anteriores, los mitos telúricos, han
desaparecido, aunque no totalmente; cada tanto leemos en los
periódicos acerca de curanderos y hasta de magos que aparecen por
ahí. La literatura se ha deshecho de los mitos, pero estos mitos han
quedado vivos dentro del espíritu de mucha gente. En Francia, además
del grupo del noveau roman, hay algunos novelistas tan importantes
como Malraux, Aragón, Bosquet, Sabatier, Pierre Gasear. En España
se está empezando a rehacer esta gran corriente novelística que
durante años estuvo muy silenciosa. En Italia, están Moravia,
Pratolini, Elio Vittorini; en alemania, Günter Grass. Pero pienso
que frente a todos ellos la novelística latinoamericana —y no
debemos olvidar la gran novela del Brasil, con Jorge Amado y con
Guimaráes Rosa (desaparecido éste en plena creación)— alcanza un
vigor, una fuerza, una originalidad y tiene sin duda un interés y
una audiencia mayor que mucha novelística europea y aun
norteamericana.
Esto me recuerda que usted,
refiriéndose a Borges, ha dicho que “es uno de los grandes
escritores, pero uno de los grandes escritores europeos”.
Como
americano-indígena, cuando leo a Borges me da la impresión de que
se trata de un autor europeo, de una gran cultura europea, de una
gran preocupación europea, con un constante análisis de su persona,
de su yo. En sus textos hay mucho de la lucubración europea y no le
hallo la raíz americana, la preocupación nuestra, y si usted
quiere, los defectos nuestros. No se le va a mermar que es uno de los
grandes escritores, pero lo que discuto es que no es un
representativo de la literatura latinoamericana.
¿Cuando se refiere a la literatura
representativa se refiere también a la folklórica?
No, al contrario.
Hablo de Facundo, de Sarmiento; de Amalia, de Mármol; de Doña
Bárbara, de Rómulo Gallegos; de La vorágine, de José Eustasio
Rivera; de Huasipungo, de Jorge Icaza; obras que no son folklóricas,
pero que son nuestras. Para mí la literatura folklórica,
regionalista, es una literatura falsa. Nosotros no tenemos un gran
folklore. Pondere tienen Rusia y España; lo que nosotros tenemos en
algunas partes es una tradición indígena, pero que no forma parte
del folklore. La desgracia es que ahora esa tradición se transforma
en folklore para los turistas.
¿Usted cree que se debe mantener al
indio dentro de su cultura y conservar esa tradición indígena, o se
lo debe asimilar a nuestra civilización?
Creo que mi manera
de pensar a este respecto ha cambiado totalmente. En mi tesis
presentada en 1923, El problema social del indio, en que me refiero
al indio guatemalteco, hablaba de la necesidad, o de la urgencia, de
que al indio se le diese la posibilidad de incorporarse a la cultura
occidental. Ahora, pasados los años, me doy cuenta que aquello era
un error y que lo que debemos hacer es procurar desarrollar en el
indígena los elementos culturales que posee, al menos el maya
guatemalteco y el maya quiché. Me he dado cuenta que el indio es
quizá más culto que nosotros —significando por cultura,
profundidad de pensamiento, de sentimientos, de disciplina en manera
de vivir— y que estos elementos culturales del indio heredados de
sus antepasados milenarios son los que se deben desarrollar. El indio
es un artista; lo vemos cuando hace sus vasijas y sus telas. Casi
nunca imita una tela, frente al telar va inventando los colores y las
figuras. Es un creador constante. Cuando tiene el barro en la mano va
inventando las formas que le va dando a sus vasijas, a sus cántaros,
y casi toda la alfarería lleva la figura de un animal, de una flor,
de un dios. Tienen, al mismo tiempo, una sabiduría en cuanto al
aspecto económico que no tenemos nosotros. Por ejemplo, cuando los
indios y los ladinos bajan a trabajar a la costa, en un clima
tórrido, los únicos que regresan son los indios; los ladinos por lo
general mueren en la costa. El indio trabaja pero no compra ni
perfumes ni calcetines de nylon ni bebidas, sino que vuelve a su
montaña con su dinerito para comprar un pequeño terreno o un
ganado. Vive en casas con piso de tierra, pero limpias, y lleva una
vida muy organizada. Generalmente se levanta a las cinco de la
mañana, se baña todos los días y lleva una vida sexual regular. Se
casan y tienen hijos entre ellos, el adulterio casi no existe. Su
gran defecto es la borrachera; se emborracha en la fiesta del patrón
hasta quedarse botado en las calles, pero sólo fuma cuando están
todos reunidos; fuera de eso no es un hombre vicioso. ¿Por qué
entonces no tratamos de desarrollar todo ese mundo que tiene el
indio, todas sus virtudes, todo eso que no queríamos ver, para poder
elevarlo sin sacrificios dentro de sus creencias y de su cultura? Una
vez que haya elevado su nivel cultural él mismo hará la
trasculturalización y será un elemento provechoso para nuestra
cultura. Ahora el peligro es que la pureza de toda esa vida y cultura
indígena está amenazada por el turismo. Vemos en las telas
indígenas que además de los soles, la luna y las figuras
simbólicas, aparecen productos de la técnica, como aviones y
automóviles. Esto demuestra por otra parte cómo el indio es
adaptable a todas las formas de vida con las que está en contacto;
por el turismo ha mejorado su artesanía y también sabe cobrar
bastante. No es un ente; él también despierta a las incitaciones
exteriores. En Guatemala, además, los indígenas, por su capacidad
manual, son preferidos como mano de obra en toda la industria
eléctrica.
¿Cómo han influido en su método
de trabajo los exilios voluntarios e involuntarios y sus múltiples
ocupaciones?
Se dice que cada
artista tiene sus horas claras, que son aquellas en que le es más
fácil escribir, fabular, producir; mis horas claras son de las 5 a
las 8 de la mañana. Cuando escribo una novela, ni bien me despierto,
después de tomar una taza de té me siento a la máquina, muchas
veces sin saber qué es lo que voy a poner, pero recordando el
capítulo o el párrafo anterior del libro que estoy escribiendo
automáticamente continúo como si el cerebro desarrollara una cinta
magnetofónica. Después de esas 2 o 3 horas de trabajo siento como
un tic en mi cabeza, entonces interrumpo y me ocupo de la
correspondencia o de mis otras actividades. Esto se debe a que yo
primero fui profesor en la facultad de Guatemala y tenía que llegar
a las 9 de la mañana a dar mi clase, después fui periodista y
trabajaba todas las mañanas para un diario vespertino y cuando en el
año 47 fui diplomático en Buenos Aires me facilitaba levantarme
temprano para escribir y poder estar a las 10 en punto en la
embajada. Por las tardes y por las noches soy totalmente inútil.
Nunca intento escribir por la noche, y mando lo he hecho al día
siguiente tengo que corregir mucho porque una misma palabra la he
repetido en varios párrafos, como si hubiera un cansancio. Por eso
uno no puede darse un término fijo para terminar un libro; considero
que el trabajo creativo no puede medirse por horas, días, meses y
aun años. Generalmente yo escribo un primer borrador que abarca lo
más importante, capítulo tras capítulo. Este borrador, aunque no
esté terminado, lo guardo por unos dos o tres meses y cuando tengo
la impresión de que este primer intento se ha enfriado lo vuelvo a
leer. Si hay que corregir algo, corto lo que me parece bien y hago un
gran segundo manuscrito de la novela que vuelvo a guardar por dos o
tres meses. Vuelvo a leerlo y a corregirlo haciendo, como se dice en
el cine, “el montaje”. Esta segunda revisión total se la
doy a la mecanógrafa para una copia definitiva. Como creo que mi
literatura es más auditiva que visual, una vez que escribo un
párrafo o una página o un diálogo lo leo en voz alta para saber si
es eufónico; si no logro esa eufonía lo corrijo hasta alcanzarla.
Recuerdo que El señor presidente lo corregí y leí tantas veces
—cuando uno es joven tiene tiempo para todo eso— que conocía de
memoria capítulos enteros. Ultimamente he probado usar la grabadora
para escucharme, pero lo he abandonado porque me di cuenta que aunque
era interesante hacerlo podía volverse una literatura oratoria donde
la frase se va volviendo verbal y pierde cierto peso. Escribir una
novela es más difícil que escribir un cuento o un poema, aunque la
poesía es un género importante, porque el novelista necesita
transformarse en empleado de su novela; es un poco un burocratismo
mental. Uno necesita estar sentado al menos dos horas diarias frente
a su mesa de trabajo, aunque no tenga nada que decir, porque si uno
interrumpe cuesta recuperar el ritmo creativo, y se pierde además un
poco el clima de la novela. El novelista debe exigirse a sí mismo
porque no hay nada más haragán que el espíritu. Un amigo que
llama, un programa de televisión, una compra, cualquier pretexto es
bueno para dejar de escribir; hay que esforzarse para no dejarse
llevar por todas las incitaciones exteriores.
¿Cuál es el proceso de formación
de su novela?
Por lo general
trato de buscar un sujeto que tenga relación con mi realidad, y
sobre todo con mi realidad guatemalteca. Escogido el sujeto, después
de pensar, de mascullar, de encontrar cosas que se acercan, un buen
día principio —a veces a máquina, a veces a mano— a desarrollar
los capítulos. Las 30 primeras páginas son las más difíciles, de
la página 30 a la 70 ya hay una facilidad de camino, pero no sé por
qué en la página 70 u 80 vuelven a presentarse una serie de
dificultades. Siento entonces una especie de desaliento, de desmayo,
pero leo algunas de las cosas que he escrito, aunque casi nunca leo
todo antes de terminar, y viene como un resurgimiento que me permite
continuar. Algunos novelistas se plantean la novela con anterioridad
como si se tratara de un juego de ajedrez en el que van moviendo las
piezas. A mí me pasa lo contrario, empiezo con uno, dos o tres
personajes, pero siempre aparecen y desaparecen otros personajes. Lo
que pasa con ellos —y esto lo decía un crítico italiano— es que
los voy destruyendo a medida que los voy creando, y en lugar de ir
dando elementos positivos voy dando elementos negativos; “presume
Asturias —dice este critico — que el lector tiene ya su personaje
y él trata de irlo destruyendo”. El final de la novela llega de
un modo sorprendente sin que yo lo haya pensado. Creo que uno de los
misterios más interesantes de la creación de la obra poética o de
la prosa de la novela es el por qué un poema o una novela termina en
determinado verso o párrafo. Se podría continuar, pero no, se pone
punto final. ¿Por qué? No se sabe. Además, si bien la creación
literaria es uno de los fenómenos más admirables, y uno se asombra
ante las posibilidades del cerebro, creo que en muchas de las obras
hay mucho de azar, de juego, de suerte. A mí me ha pasado encontrar
un nombre que andaba buscando en un rótulo que vi en la calle.
¿Cuándo y cómo determina el
título?
El título es uno
de los problemas más difíciles. Generalmente mis libros ya han
nacido con el título, por ejemplo, Mulata de tal, Los ajos de los
enterrados (leyenda indígena según la cual los indios están
enterrados con los ojos abiertos en espera del día de la justicia) y
El papa verde. El señor presidente se llamó en un principio Los
mendigos políticos, después, por mucho tiempo y como era gran
lector de Dante, se llamó Malevolge, que es el último círculo del
Infierno de Dante, ese embudo terrible de fuego y llamas. Más tarde,
cuando hacía estudios americanistas, lo llamé Tohil, el dios que le
robó el fuego a las tribus y para devolvérselo les exigió
sacrificios humanos; entre los mayas no existían los sacrificios
humanos, vinieron después con los aztecas. El título final surgió
cuando le conté el tema de la novela a un editor de México que me
dijo: “Entonces es la historia de el señor presidente.”
Inmediatamente lo adopté sintiendo de pronto que ese era el
verdadero nombre de la novela.
La editorial Skira, de Ginebra, los
ha invitado a usted, a Octavio Paz y a otros escritores a colaborar
en una colección de libros sobre el arte de la creación. ¿Podría
adelantar cuál será el título de su libro y cómo encaró el tema?
En ese libro debo
explicar cómo tuve la idea de escribir, cómo he escrito y sobre
todo contar al lector cómo nace la idea de la creación. Fui a
Mallorca, cuyo paisaje me recuerda Guatemala, para trabajar en este
libro que llamé Tres de cuatro soles. El nombre está basado en una
creencia de los mayas, según la cual el mundo ha pasado ya por
cuatro etapas. Cada una de estas grandes etapas o edades cósmicas,
como se les llaman, corresponden a un sol. El primero correspondió a
la época del neolítico, en el momento de formación de la tierra,
en el momento de los grandes glaciales, y este primer sol que a pesar
de toda su fuerza no logró desvestir la tierra totalmente de los
grandes hielos fue devorado por las fieras. Devorado el sol, termina
esa primera edad, viene un inmenso cataclismo, como un cataclismo
apocalíptico, y aparece el sol del viento, que está quieto, pero el
viento empieza a empujarlo y permite el movimiento del sol a través
del espacio; los mayas creían que era el sol que se movía y no la
tierra. Dentro de su creencia mitológica ellos tenían al sol por el
dios más grande, por el ser supremo y naturalmente no podían
concebir, y no concebían, que el sol llegado al centro, al mediodía,
al ojo del grano del maíz, como dicen ellos, descendiera por el
poniente y fuera a morir; era imposible para su forma teológica de
pensamiento aceptar diariamente la muerte del Dios Sol. Imaginaron
entonces que en el poniente el horizonte es un inmenso espejo
cóncavo, el sol regresa a su mansión de la noche, se va reflejando
en el espejo del poniente y es su imagen la que desaparece y muere,
jamás es el sol. El tercer sol es en el que ya empiezan a aparecer
los hombres y las primeras plantas; es la ayuda del sol para la
transformación de los vegetales. Después viene un cuarto sol y
hemos vivido entonces cuatro edades de la tierra. Ahora estamos en el
quinto sol, el sol del movimiento, y según sus creencias en un
momento dado habrá también, como lo hubo en el pasado, un gran
cataclismo y que el quinto sol terminará con ese inmenso hundimiento
del Universo. Algunos escritores europeos, sobre todo los de
literatura fantástica, han imaginado que el final del quinto sol, el
quinto sol tal como lo imaginaron los mayas, será una guerra atómica
en la que ahora sabemos que si se usaran todos los medios de que
disponen las grandes potencias para un choque atómico desaparecería
por completo la vida de la tierra y se produciría una conmoción que
será exacta a la caída del quinto sol.
¿Qué relación tienen estos soles
con su creación?
Mi creación surgió
con motivo del terremoto que destruyó Guatemala el 25 de diciembre
de 1917. Los temblores se iniciaron a las 10 de la noche y al
amanecer la capital entera cayó. Todos salimos a vivir en
campamentos, en casas hechas con sábanas y papel. Ahí se me ocurrió
empezar a escribir en un cuaderno algo como un diario —que después
fueron haciéndose pequeños cuentos— sobre las cosas que veía a
mi alrededor en este gran campamento, uno de los campamentos
centrales. Rafael Alberti, el gran poeta español, me decía alguna
vez que lo peor que le puede ocurrir a un escritor es no tener una
tía; es verdad, porque mis primeros relatos yo se los leía a mi tía
por la noche. Si en esa época me acercaba a mis padres, ellos, que
estaban tan preocupados por las pérdidas de sus propiedades, poco
caso me hubieran hecho. Por eso creo que mi creación surge
precisamente del trauma sufrido por la tierra, por la naturaleza, por
el espíritu, por mí mismo. A partir de ahí explico que además de
escribir empezaba a hacer también figuras de barro. Es decir, hay
además del idioma escrito el idioma primitivo que iba formando con
mis dedos al crear esas figuritas de barro. Mis figuras,
especialmente las de barro, ya en un sol posterior, pierden su
condición de figuras porque las llevo a reflejarse en el agua donde
encuentro un segundo sujeto de creación, un segundo sujeto
literario: la imagen. Es decir, además del elemento plástico
material tenía el elemento imagen que ya correspondía un poco al
sueño, a la comparación con otras formas, todo esto para ir
formando lo que fue después mi lengua.
¿Le interesa el análisis?
Yo creo que lo
importante para mí es la imaginación, “la loca de la casa”,
la imaginería, la cosa eufónica, pero creo que hay muy poco
análisis en mis obras. No tengo ni espíritu analítico ni
científico, tengo un espíritu literario y creativo.
De todas las etapas de la
elaboración novelística, ¿cuál es la que le da mayor
satisfacción?
El momento
eufórico, el momento en que me siento mejor —es como si tomara un
baño de delicias o como si bebiera un elixir misterioso— es en el
que estoy escribiendo porque tiene un poco de infantil y de primitivo
el inventar cosas y reunir palabras. En cambio, el momento que puede
llegar a ser aflictivo es cuando se leen las 200 páginas de un libro
que se está haciendo porque uno se pregunta si eso servirá o no.
Hay momentos de tan tremendo desconsuelo que sólo lo recompensa la
euforia que uno siente mando le gusta algo.
¿Usted cree, como tantos dicen, que
el género de la novela está desapareciendo?
Es un género que
dicen está condenado a desaparecer, ya sea por el cine, por la
televisión, porque la gente ya no tiene tiempo para leer y también
porque la novela se ha transformado en un rompecabezas, en un ensayo
científico. Pero creo que siempre será un género muy apetecido;
cuando uno lee una novela se abstrae, se roba del tiempo, se roba de
la realidad y entra a vivir en un mundo aparte. Por otra parte, el
cine, sobre todo el cine dedicado a las grandes masas, por la imagen
que llega más directamente, puede ser una forma de expresión más
actual que el de la novela.
Hay hoy un florecimiento de la
literatura erótica en todas sus formas. ¿Le interesa esta
literatura?
Creo que la
literatura erótica se ha venido imponiendo últimamente no en forma
aislada sino formando parte de toda una ola de erotismo, sexualidad,
sensualidad que viene abarcando casi todos los países, sobre todo
del mundo Occidental. Es curioso que en países de conducta severa,
de tradición muy cerrada como son los países escandinavos, Gran
Bretaña y los Estados Unidos, sea en donde —a juzgar por las
revistas, libros y películas—se viene desarrollando este género
erótico, que más que erótico es pornográfico. Por mi parte me
siento ajeno a esta clase de literatura, a esta clase de imágenes.
Siempre me preguntaba a qué se debe esa falta de preocupación, ya
que no le doy ningún valor trascendental a pesar de que se ig hacen
tantos estudios. Ultimamente he leído un libro de Aldous Huxley que
se refiere a la visita que hizo hace años a las ruinas de las
ciudades ceremoniales en México y Guatemala. Aquí explica Huxley
que los mayas jamás acudieron en sus obras a nada que fuera
pornográfico, hermafrodítico o que tuviera relación con la
actividad sexual o sensual. Es interesante porque nos demuestra cuán
equivocados están los que creen que el arte maya, las ciudades
mayas, los monumentos, los jeroglíficos tienen una relación íntima
con el Oriente. Si tuviera esta relación sería lógico que en el
arte maya se presentaran esta clase de escenas sensuales, pero en el
arte maya monumental no existe el cuerpo de la mujer, y el hombre,
cuando aparece, está cubierto de aderezos, joyas y petos de plumas.
Es decir, no es una figura que despierte ni los instintos ni la
imaginación. Leyendo este libro pensé que será por mi ascendencia
maya que soy ajeno a todos estos espectáculos y manifestaciones.
Cuando fui miembro del jurado cinematográfico en Cannes, se
ofrecían, además de las películas oficiales, películas eróticas
producidas en Alemania y Dinamarca. No tuve tiempo de verlas, pero
algunas personas jóvenes de diferentes países me decían que aunque
eran interesantes por un corto tiempo, uno sale hastiado. Creo que
estas formas artísticas corresponden un poco a la subversión, a la
contradicción que la juventud tiene hacia las fórmulas viejas y
cerradas de la relación entre el hombre y la mujer, o bien a la
necesidad de gente cansada y gastada que encuentra en estas películas
una forma de excitación.
Usted ha escrita algunos libros de
sonetos y poemas, el último, Clarivigilia primaveral (1965), y obras
de teatro, Soluna (1955) y La audiencia de los confines (1957). ¿Le
siguen interesando esos géneros?
La poesía es como
una lámpara encendida que lo acompaña a uno toda la vida. En la
época juvenil arde con todo el fuego de la sangre joven, y en mi
caso podría decir que se hizo subterránea, en el sentido de correr
bajo los terrenos de mi prosa, en mis novelas. La poesía, mi poesía,
es la respiración del mundo verde que rodea a los personajes de mi
universo novelístico. Con esto no descarto, desde luego, el que en
ocasiones he escrito poemas propiamente dichos. En cuanto al teatro
creo que presenta una serie de problemas y limitaciones que no tiene
el novelista. Hay que buscar director, coreógrafo, artistas; no se
pueden hacer obras de muchos personajes porque cuesta mucho dinero
montarlas. Yo tengo más libertad de trabajo y de acción si puedo
usar todos mis personajes aunque pasen sólo por una o dos páginas.
¿Cómo fue recibida La audiencia de
los confines?
Esta obra está
basada en la vida de fray Bartolomé de las Casas, defensor de los
indios. Después de las “Leyes de Indias” decretada por
Carlos V, Bartolomé de las Casas regresa como obispo a Chiapas, en
Centroamérica, y ordena que no se dé absolución a los españoles
que tenían esclavos. La obra, que fue representada en Guatemala en
1961 por un grupo de jóvenes estudiantes, despertó la misma
polvareda de odio e inquina contra fray Bartolomé y contra mí que
despertó el monje por los años 1500. Es como si hoy existieran
todavía los mismos problemas; pienso que si la voz del monje
resonara ahora como resonó entonces, sería tan atacada como en
aquella época.
En Europa también se han adaptado
al teatro algunas de sus obras.
Sí, acá en París
se hizo últimamente una adaptación al francés de “Torotumbo”,
último de los cuentos de Week-end en Guatemala, que ahora también
están representando los estudiantes de Verona, Italia.
Además de toda su producción
literaria usted ha hecho varios trabajos de traducción que son
importantes.
El más importante
de mis trabajos de traducción fue el que emprendí en la Sorbonne
(1923-1929), en colaboración con el estudioso mexicano J.M. González
de Mendoza. Tradujimos, bajo la dirección del profesor Georges
Raynaud, del francés al español, la biblia maya, el Popol Vuh, que
el profesor Raynaud había traducido, durante cuarenta años de
trabajo, del quiché al francés. Luego hicimos la traducción de Los
anales de los Xahil, de los indios cachiqueles. Con Blanca, mi esposa
y colaboradora, realicé traducciones mando vivíamos en exilio.
Tradujimos la novela L’Herbe, de Claude Simon, una de las mejor
logradas en el nouveau roman. Nos costó mucho esa traducción porque
es una novela sin puntuación y hay frases que ocupan cuatro o cinco
páginas, además Simon emplea una especie de simultaneidad de los
sucesos que va relatando. Tuvimos que trabajar casi un año para
llegar a una traducción satisfactoria. Hicimos también algunas
traducciones de las comedias de Jean Paul Sartre, publicadas por
Losada, y la traducción de una obra teatral de Anouilh. El trabajo
de traducción es muy ingrato y no está lo bien pagado que debería
ser.
La colaboración de Blanca debe
significarle una gran ayuda...
Ella es sobre todo
una crítica muy severa; cuando no le satisface algo lo discutimos, y
del diálogo y de la discusión va surgiendo, mejorado, lo que
escribí de primera intención. También me ayuda a estudiar algunos
pasajes y a buscar datos en los libros. Ha preparado un archivo casi
completo de mi correspondencia literaria, de toda la biografía,
bibliografía, y de los comentarios que han hecho los periódicos
desde 1950.
¿En qué idioma cree están mejor
logradas las traducciones de sus libros?
Creo que han sido
muy bien traducidas al francés. Hay dos formas de traducir, una que
es apegada al texto en español, palabra por palabra, sin darse el
traductor ninguna libertad, y la otra como lo hacía Francis de
Miomandre, gran poeta que dominaba la lengua francesa y le permitía
hacer traducciones maravillosas en las que reconstituía las frases,
las páginas y el libro. El ha sido mi primer traductor. Realizó
obras maestras en Leyendas de Guatemala, Hombres de maíz y El papa
verde. Desgraciadamente murió y no pudo traducir la trilogía
bananera como se lo había propuesto. Pero en francés he tenido
también como traductor a Georges Pillement, y ahora es Claude
Couffon quien ha hecho magníficas traducciones. También he tenido
suerte con algunos traductores italianos. Las traducciones en inglés
y en ruso no puedo juzgarlas porque no conozco esos idiomas; me dicen
que las traducciones rusas son buenas. En Inglaterra se tradujeron
Week-end en Guatemala y El señor presidente, pero tuvieron que
traducirse otra vez en los Estados Unidos porque el inglés americano
es más rico, más popular; se pueden decir con más facilidad que en
el inglés británico las cosas populares que digo en mis libros.
Tengo datos que el profesor Rabassa, de los Estados Unidos, ha
traducido en forma excelente Mulata de tal, que es sumamente difícil
de traducir.
¿Cree que afectaron su labor
literaria los cargos diplomáticos que desempeñó?
Al contrario, me
han favorecido. Como yo no era un hombre de medios no hubiera podido
viajar sino fuera por esos cargos. Cuando Juan José Arévalo,
presidente de Guatemala, me nombró ministro consejero en Buenos
Aires, en 1948, me dijo que ahí podría trabajar como escritor y que
encontraría la repercusión de mi literatura. Durante esos años que
fui ministro escribí los Hombres de maíz, El papa verde, muchos
poemas que se publicaron entonces y Week-end en Guatemala, que se
publicó después. De Buenos Aires me mandaron a París, donde pude
hacer nuevos contactos con amigos escritores y traductores. Estuve
también de embajador en El Salvador de donde pude ver la invasión
de Guatemala en el 54. De El Salvador volvimos en exilio a Buenos
Aires donde escribí casi todos mis libros en un rancho que tenemos
en el Delta del Paraná, que se llama “Shangri-la”. Alli me
encerraba por tres o cuatro meses para escribir.
Por su cargo de embajador en París,
del que se retiró en julio de 1970, muchos escritores
latinoamericanos lo han acusado alegando que representaba un gobierno
de dictadura.
Efectivamente, se
me criticó bastante por haber aceptado el cargo de embajador en
París, pero siempre he aclarado por qué lo acepté. Mientras yo
estaba en Italia empezó la lucha eleccionaria en Guatemala y frente
al único candidato civil, Méndez Montenegro, había cuatro
candidatos militares. El gobierno que había, un gobierno de facto
militar, había preparado una constitución para que fuera un militar
el que llegara al poder, pero el pueblo le dijo “no” a los
militares y llegó Montenegro. Yo había escrito en los periódicos
de Italia sobre toda esta situación y me sentía un poco
comprometido con este gobierno civil, un gobierno que correspondía
un poco a los de la revolución. Al proponérseme el cargo en París
pensé que yo me debía a Guatemala y que era mi obligación como
guatemalteco servir a mi país en un puesto que le iba a dar
renombre. En Francia —donde viví de los años 20 al 30—tenía
amigos en los periódicos, en los ministerios y soy amigo desde
aquella época de André Malraux, ministro de asuntos culturales.
Tomé la embajada y realicé una de las cosas más importantes, el
haber devuelto a Guatemala la parte que le corresponde de la cultura
maya. Siempre que se habla de la cultura maya y se hacen exposiciones
mayas se habla de México, y los mayas son estrictamente
guatemaltecos. Nace en Guatemala, se extiende en Guatemala y después
va a Yucatán y a México. Pensé entonces hacer una exposición de
los mayas de Guatemala, para lo que tuve un absoluto apoyo
desinteresado del ministro Malraux, quien mandó equipos de nadadores
acuáticos para registrar los lagos de Guatemala y es cuando se
encontraron vasijas y demás. En 1968 se celebró la exposición de
420 piezas arqueológicas mayas que ocuparon una superficie de 2.000
metros cuadrados del Gran Palais. Esto, que fue un gran
acontecimiento en París, representó en cierta forma devolverle a
Guatemala su antiguo tesoro arqueológicoartístico y de que el país
fuese conocido. Esta labor, así como otras actividades culturales
—obtuvimos 19 becas de carácter técnico—, se lograron por mi
presencia en la embajada. Terminado este servicio que hice a mi país
pensé que sería conveniente que me retirara. Además, recuerdo que
también se me criticó muchísimo cuando fui embajador de Jacobo
Arbenz en Ecuador, entonces era la derecha que me llamaba “el
embajador del gobierno comunista”. Ahora eran los
izquierdizantes que me criticaban por representar un gobierno que no
había cumplido, que no estaba cumpliendo con las obligaciones,
etc., pero yo cumplí en ambos casos con mi deber de guatemalteco, que
fue lo único que me guió. Estoy muy satisfecho de haber hecho lo
que hice por mi país.
¿Cuáles son sus planes?
Dedicarme a
escribir. Mi edad no me permite ya el lujo de poder perder el tiempo.
Ahora que tengo la suerte de poder hacerlo quisiera dejar escritas
unas dos o tres novelas más, algún poema largo, alguna comedia. A
fin de año pienso regresar a Mallorca y retomar mi nueva novela que
serán dos volúmenes: Viernes de dolores y Dos veces bastardo. Es
una novela de carácter social que podría ser un complemento de la
trilogía bananera. Presento un poco la biografía de mi “generación
del 20”; cuento cómo esa generación que fue brillante, que
tomó conciencia de las realidades guatemaltecas —no sólo fundamos
la Universidad Popular de que ya hablé, sino también escribimos y
propagamos libros y folletos tendientes a ilustrar a nuestra gente
sobre temas de carácter social y sociológico—, pasado el tiempo,
a los 30 o 40 años, se separa y aparecen las famosas pantuflas
calientes. Abogados, médicos e ingenieros que se dedican a sus
profesiones y nos olvidamos todos de las obligaciones contraídas en
la universidad. En esta novela cuento cómo en América Latina, donde
las universidades están mantenidas por el pueblo, preparan todo ese
grupo de profesionales, o profesionistas, que lejos de prestar un
servicio se transforman en explotadores de aquellas gentes que les
han permitido estudiar. Además, cuando estamos en la universidad
todos somos revolucionarios, todos somos marxistas, todos somos
anarquistas, queremos decirlo todo, queremos acabar con todo,
queremos transformar la sociedad, pero cuando ya nos toca actuar en
la vida nos olvidamos de todo aquel pasado, lo consideramos locuras
de juventud, lo dejamos piadosamente atrás y seguimos la vida
rutinaria de nuestros países. Creo, y es lo que defiendo en esta
tesis, que cuando estas camadas de estudiantes llegan a ser
profesionales deben guardar al menos el 70 por ciento de sus ideas,
no digo yo que pidan como cuando eran estudiantes que ahorquen al
Papa, pero al menos que guarden algo de sus ideas para hacer
evolucionar o revolucionar los lugares en que les toca actuar, sea el
poder judicial, sean los hospitales, etc. El fracaso de nuestros
países se debe en cierta forma a que la élite preparada en nuestras
universidades la traiciona; cuando debe actuar en la vida, para
mantener sus ganancias, a veces se liga con las fuerzas de los
grandes trusts norteamericanos transformándose así en ayuda para la
dominación norteamericana en América Latina.
La política de Estados Unidas en
América Latina y los grandes trusts han recibido siempre su más
severa crítica. ¿Quisiera explayarse sobre este tema?
Esta pregunta me
parece sumamente interesante, sobre todo porque este libro se publica
también en inglés y dará a muchos norteamericanos la oportunidad
de saber nuestra postura nuestro pensamiento, al menos el mío. El
libertador Simón Bolívar ya había dicho por el año 1811 que el
Creador había colocado los Estados Unidos en el sitio en que se
encuentra para evitar el progreso, la mejoría y la libertad en los
países de la América Latina. Vemos que esta declaración, que para
muchos podría haber sido una salida falsa, se viene confirmando
desde aquella época. Al hablar de las relaciones de los Estados
Unidos con la América Latina no lo podemos hacer en un bloque, no es
una sola etapa, una sola jornada lo que esto determina. Muchos juzgan
lo inmediato y entonces vemos lo que está ocurriendo ahora, sobre
todo entre la gente joven, las relaciones con Cuba, etc., pero creo
que debemos retrotraemos y pensar en el problema de conjunto. Debemos
ver cómo los Estados Unidos fueron desarrollándose,
engrandeciéndose, y en un momento dado, cuando los países de
América Latina podían o corrían el peligro de que las potencias
europeas se los disputaran y se instalaran en ellos, vino la
"doctrina Monroe" —la llamamos "doctrina"
porque no hay ningún pacto—, que fue la declaración del
presidente Monroe manifestando que la América era para los
americanos y que ningún país de Europa podía poner los pies en
nuestros países. Naturalmente, el pensamiento de Monroe era que
América era para todos nosotros, los americanos, pero muchas veces
se ha tomado esto en el sentido de que América es para los
norteamericanos. Luego tenemos a través de todo el siglo XIX las
constantes intervenciones armadas de los Estados Unidos en nuestros
países: la ig intervención en México cuando la muerte de los niños
héroes; en Nicaragua, en Guatemala, en Venezuela, en Cuba con la
enmienda Platt; en Santo Domingo, en Haití, en Costa Rica, en
Honduras. Luego fue evolucionando la política, el sistema
panamericano empezó a perfeccionarse, y en diversos congresos
panamericanos, desarrollados en Montevideo, en Buenos Aires, en
México, en Washington —donde fue el primer congreso— surge lo
que vamos a llamar el derecho americano, el derecho interamericano,
que va a respaldar y resguardar nuestra vida, nuestra economía,
nuestra independencia. Es curioso recordar que José Martí asiste
como periodista al Primer Congreso Panamericano en Washington, y en
una de sus crónicas La Nación, de Buenos Aires, dice: “Estoy
muy dolido porque en este congreso más que discutir los problemas y
las ideas se ha mantenido constantemente a los delegados visitando
todo lo que se relaciona con las industrias, las fábricas y Wall
Street.” Es decir, a partir de entonces se nos hacía entender
que el panamericanismo iba a significar un medio de penetración
económica en nuestros países, pero cuando llega Franklyn Roosevelt,
con una actitud distinta a la de Teodoro Roosevelt hacia los
problemas de América Latina, se implanta la política de la buena
vecindad. Vemos entonces cómo los Estados Unidos se van esforzando
por encontrar soluciones, no de dólar ni de palo, sino soluciones en
la mesa de conferencia. Esta ha sido una época de gran
entendimiento, los países de América Latina tienen gobiernos
democráticos, se establecen lazos importantes y en una de las
conferencias, que no se llamó panamericana sino interamericana, los
delegados votan por la fórmula de no intervención. Esta política
de no intervención dura hasta la X Conferencia Interamericana en
Caracas, donde Foster bulles acusa a Guatemala de ser un puente rojo
y de estar preparada para atacar con sus cañones —así lo dijo en
la conferencia— el Canal de Panamá al sur o bien los pozos de
petróleo de los Estados Unidos. A partir de ese momento bulles exige
que se intervenga Guatemala. Se rompe ahí la política de no
intervención, que era una concepción muy importante y que ya había
hecho un buen camino. Los Estados Unidos intervienen en Guatemala
disfrazando su crimen de invasión mercenaria con un ex coronel
Castillo Armas, y cosa curiosa, el embajador norteamericano Penrifoy
llevaba siempre el revólver a lo gangster de Chicago. La
intervención se hace brutal, el Presidente de Guatemala, Jacobo
Arbenz, tiene que abandonar el poder y ponen en su lugar a un títere.
Los Estados Unidos se apartan de la regla de no intervención y a
continuación intervienen en la forma más brutal y tremenda en Santo
Domingo. Nosotros, de espectadores aquí en Europa, nos sorprende
cuando los europeos arman el gran escándalo porque Rusia interviene
en Hungría o Checoslovaquia y mucho silencio se tiene cuando vemos
la intervención de los Estados Unidos en Santo Domingo, que fue
brutal y sanguinaria. He dicho esto para que se vea que no ha habido
una política coherente hacia nuestras repúblicas y porque los
latinoamericanos tenemos que estar contra el Departamento de Estado.
Nosotros aspiramos a que vuelvan a crearse con los Estados Unidos los
lazos de no intervención, y que los Estados Unidos ni políticamente,
ni militarmente, ni económicamente intervengan o impongan gobiernos
en nuestras grandes o pequeñas repúblicas; que del respeto de ellos
hacia nuestra forma de vida nazca el que nosotros podamos respetar la
forma de vida norteamericana. Creo que en la actualidad, los que
hemos sido siempre antiimperialistas, hemos llegado a esclarecer que
no es el pueblo de los Estados Unidos el que nos oprime, el que nos
explota así directamente, sino que son sus grandes trusts. Estos
trusts de grandes capitales internacionales —ya sea la Compañía
frutera en Centroamérica, las compañías petroleras de Venezuela,
las del cobre en Chile y Perú, o las del estaño en
Bolivia—representan indudablemente la imagen más terrible y
desastrosa de los Estados Unidos ante nuestros ojos. No nos oponemos
a que la Compañía Frutera actúe en Centroamérica siempre que
respete las leyes de cada una de nuestras repúblicas, pero en
Guatemala, por ejemplo, no respetaban nuestras leyes, ella misma se
hacía sus leyes. En el territorio de la compañía en Tiquísate o
en la Bananera no se enarbolaba la bandera guatemalteca, no se
hablaba español, no corría nuestro peso quetzal; corría el dólar,
se enarbolaba la bandera de los Estados Unidos y se hablaba en
inglés. Estas cosas tienen que saberlas los ciudadanos de los
Estados Unidos porque si a ellos les pasara lo mismo sentirían la
misma indignación que sentimos nosotros. No es, pues, un odio y un
enojo gratuito y falso sino basado en hechos diarios, en hechos g
concomitantes, en relaciones políticassociales-culturales que nos
hacen ver en los Estados Unidos enemigos y no amigos, que es lo que
quisiéramos.
¿Ve la posibilidad de un mayor
entendimiento?
Es muy importante
lo que está ocurriendo en las universidades de los Estados Unidos.
Los estudiantes universitarios han empezado a viajar por nuestros
países, han empezado a tener contacto con escritores y estudiantes
de la América Latina y esto creo que abrirá una gran posibilidad.
También creo que los Estados Unidos se han dado cuenta de la
posibilidad que hay de crear en la América Latina un sistema que
permita repartir las riquezas que ahora están en manos de muy pocos.
En ese sentido se puede rendir un homenaje, en su visión de reformas
para la América Latina, al presidente John Kennedy, que en su tesis
de la Alianza para el Progreso insinuó la posibilidad que se
hicieran reformas agrarias y de que se repartiera más la riqueza. El
veía, y lo vemos todos —con excepción de las clases dominantes de
nuestros países que no lo ven—, que es necesario repartir las
riquezas, si no mañana, indudablemente, cuando el hambre sea mucha,
se entrará a degüello y entonces los ricos le echarán la culpa al
anarquismo. No hay anarquismo, lo que hay es hambre de un pueblo que
se siente explotado y sin esperanzas, y que un buen día se lanza a
la calle contra los que pudieron haber evitado esa revolución
sangrienta repartiendo lógicamente algunas de sus tierras y dando
medios de trabajo a los que no lo a tienen.
¿Es usted partidario de la
violencia?
La violencia hay
que verla según las distintas situaciones. Yo asistí a la llamada
revolución de los estudiantes de París en 1968 y me di cuenta que
los estudiantes en el principio de su lucha traían reivindicaciones
de carácter universitario que eran absolutamente coherentes y
defendibles. Entre estas reivindicaciones había la de exigir a los
poderes públicos, y sobre todo a los de la universidad, que se
eligieran estudiantes para formar parte de las juntas directivas de
la Universidad de París y de las otras universidades. Esto en la
América Latina ya es cuento viejo. En 1917 el manifiesto de Córdoba,
Argentina, tenía también como punto principal el que los
estudiantes figuraran, por elección entre los mismos estudiantes, en
las juntas directivas de las universidades. En la teoría, en casi
todos nuestros países hay estudiantes en esas juntas directivas,
pero en Europa esto no existe todavía; pocos lo conciben y pocos lo
aceptan. La primera exigencia estudiantil era participar en el
gobierno de las universidades, y la segunda se refería a la falta de
aulas —en aulas con capacidad para 500 personas asistían de 1.000
a 1.500—. En estas condiciones el reclamo de los estudiantes era
absolutamente justo. También hubo otros reclamos universitarios; los
estudiantes se negaban, se niegan a ser preparados como cuadros,
cuadros que después van a formar parte de las grandes industrias,
industrias que explotan a los trabajadores. Reclamaban un cambio en
las estructuras sociales, sobre todo en la explotación de la mano de
obra. A este aspecto únicamente universitario se agregó en un
momento dado el aspecto político. En nuestro tiempo es muy difícil
separar la reivindicación política de la reivindicación, ya sea
universitaria, femenina o de la Iglesia. Es decir, los estudiantes
ampliaron sus ambiciones y vino la violencia, violencia que en
América Latina toma características mucho más graves. En Francia,
durante la revolución de mayo, sólo se pudo contar un muerto, pero
en cambio usted sabe que nuestras calles de América Latina están
regadas de sangre de estudiantes. Ahí la violencia tiene un carácter
muy fuerte y el choque con la fuerza de la policía y del ejército
es tremendo; terminan con la vida de muchos de estos jóvenes cuyas
muertes tanto lamentamos. Creo que la violencia es un arma que como
todas las armas se debe emplear a tiempo. La discusión que se tiene
siempre con los estudiantes y con la juventud de América Latina es
la siguiente: nosotros decimos que es necesario preparar al pueblo,
politizarlo, hacerle conocer sus derechos y sus deberes, en cambio,
los estudiantes creen que esto significaría el que pasara una década
o dos décadas más. Ellos prefieren la lucha inmediata, la violencia
aplicada, pero entonces ocurre que el pueblo —los obreros y los
campesinos— no participan porque no han sido inoculados de las
ideologías sociales que están en marcha. Por eso creo yo que la
violencia puede emplearse como arma de último momento cuando se han
agotado las armas legales, las armas democráticas, g las armas de la
propaganda y la gran posibilidad informativa que existe actualmente.
Estos son los medios para luchar sin necesidad de la violencia en la
transformación de nuestras sociedades. Es lo que estamos esperando
que pueda ocurrir —tengo muchas esperanzas que ocurrirá— en
Chile, donde sin necesidad de la violencia y dentro de la
constitución y la legalidad se puede realizar una reforma social muy
importante. Pienso que Chile es el país más preparado en América
Latina para esta transformación porque es un país profundamente
politizado y donde siempre ha habido una gran libertad de
pensamiento.
¿Cuáles son sus deseos para las
próximas décadas?
Quisiera que surjan
en América Latina muchos nuevos artistas, novelistas, poetas...Creo
que hemos llegado a un punto importante de nuestra literatura con
figuras bastante buenas que deben tener sus continuadores. Quisiera
que se afirmara totalmente la literatura latinoamericana en el mundo,
en la conciencia universal de las letras y que se sigan teniendo en
cuenta a nuestros poetas y escritores que son de primera fila y que
no tienen nada que envidiar a los escritores de otros países. Mi
consejo para los escritores de América Latina es que trabajen,
porque como alguien dijo “el genio es trabajo”. Creo mucho
en esta juventud, sobre todo si se encauza por todo lo que se
relaciona con nuestros medios vivos, nuestros elementos, nuestras
ambiciones. Siempre lo digo, la juventud tendrá que escribir sobre
las guerrillas, sobre las luchas intestinas de nuestros países,
sobre el desangramiento de nuestros países que abre un nuevo
capítulo que nosotros no tuvimos y que ellos ahora tienen en las
manos. Si escritores de mi edad quisiéramos escribir una novela de
guerrillas falsearíamos todo. Pienso también que debería haber una
gran cantidad de gente joven que anduviera por los campos con
grabadoras para oír todo lo que nuestra gente tiene que contar y con
ese material decirle a los europeos: “Amigos nuestros,
siéntense, porque somos nosotros ahora los que vamos a empezar a
contar, y les vamos a contar interminablemente todo lo que ustedes
nos han contado, pero en otros términos.”
Por su parte, Gabriel García
Márquez opina —según declaró en una entrevista— que “la
novela comprometida condena al lector a una visión parcial del mundo
y de la vida..., los escritores latinoamericanos, creo yo, no
necesitan que se les siga contando su propio drama de opresión y de
injusticia, porque ya lo conocen de sobra en su vida cotidiana y lo
que esperan de una novela es que les revele algo nuevo”.
Me parece que la
declaración de García Márquez es realmente una fórmula disimulada
de evitar que nuestra novela se ocupe de nuestros problemas. Me
indigna esa declaración de García Márquez porque con ella está
invitando a que nuestros futuros escritores escondan nuestra
tragedia. Si es verdad que nosotros la contamos y que América Latina
ya está fastidiada de oír su mismo drama y su mismo dolor, que lo
siga oyendo, porque mientras lo oiga podrá tener remedio, pero no
tendrá remedio si como él dice vamos a esconder nuestras tragedias
y vamos a contar lo que no es nuestro, lo que no nos corresponde, por
hacer literatura, por hacer cosas bellas recalentando argumentos
tomados no sólo de una realidad ajena a lo nuestro, sino
directamente de libros europeos. Por ejemplo, el caso de Gabriel
García Márquez en Cien años de soledad es flagrante. García
Márquez trasladó a las páginas de su novela el tema y los
personajes de La recherche de l’absolu, de Balzac. Nosotros no
hacemos literatura ni para divertir ni para entretener a la gente, lo
hacemos para luchar por una América que tiene derecho a un puesto
que le debe corresponder entre las naciones. Mientras suframos,
mientras sufra el indio guatemalteco, mientras sufra el negro en los
países donde hay negros, mientras sufra la mujer, mientras yo vea
que los niños no sólo no van a la escuela sino que sufren hambre,
mientras que yo vea que hay dictaduras y que hay compañías que
apoyan a estos dictadores yo escribiré, e invito a los jóvenes a
seguir escribiendo, nuestra novela candente, fuerte y llameante, y a
no aceptar consejos que los aparten de los caminos de nuestra novela,
que es la novela del compás vital y angustioso en que viven nuestros
pueblos.
¿A qué atribuye el reconocimiento
que está teniendo la literatura latinoamericana?
En los últimos
meses, y sobre todo en España, he notado que se cree que la novela
latinoamericana ha surgido como por milagro con esto que llaman el
“boom” de la nueva novela. Todos los españoles se admiran,
y con razón, de nuestra novelística; creen que es ahora, con los
nuevos novelistas, cuando surge. No es así. La novela
latinoamericana ha recorrido un camino largo para llegarse a imponer
en Europa. Este camino largo lo inician los peruanos Ventura García
Calderón y Francisco García Calderón, que vivieron y murieron en
París, Rubén Darío, Amado Nervo y Enrique Gómez Carrillo. Estos
escritores que vivían en París lo inician en el siglo pasado y al
comienzo de este siglo. Es verdad que en ese momento no se prestaba
mucha atención a nuestra literatura, es verdad que en ese momento la
hacían los escritores diplomáticos para regalarla a los amigos,
pero ya a partir de Gabriela Mistral, cuando obtiene el Premio Nobel,
de la peruana Clorinda Matto de Turner y de otros escritores
mexicanos se empieza a poner alguna atención a nuestra novela, pero
que sin embargo no pasa de los ambientes diplomáticos y cultos. Pero
hay un momento en que traductores franceses como Francis de
Miomandre, gran traductor de todos los latinoamericanos, Georges
Pillement y muchos otros van traduciendo los libros latinoamericanos
y se va creando un cierto interés por nuestra literatura, aunque
todavía muy académico, muy universitario. Cuando termina la guerra
los editores empiezan a buscar libros y textos nuevos y se traducen y
publican La vorágine, Don Segundo Sombra, El río oscuro, Los de
abajo, Doña Bárbara, Huasipungo. Además de eso existía en las
universidades de Francia e Italia la cátedra de literatura española
a la que se agregaba como apéndice la enseñanza de la literatura
hispanoamericana. A partir de 1963, estudiantes que se habían
preparado en las universidades francesas, empiezan a hacer tesis
sobre los textos latinoamericanos. Por mi parte yo recorro todas las
universidades francesas e italianas —desde Nápoles hasta Cagliari,
desde Roma hasta Génova— dando una serie de cinco conferencias
sobre la literatura hispanoamericana, y en las que los temas son:
visión general de sus orígenes; el uso de la palabra; cómo
usábamos el paisaje; conflictos de nuestra novelística en el
sentido de sus relaciones con los problemas sociales y la novela de
protesta; y el uso de nuestros textos para estudios sociológicos. A
esto se agregan traducciones de obras muy importantes y el Premio
Nobel, que me fue otorgado en 1967 y que es una manera de certificar
la existencia universal de nuestra literatura. Hoy, en Alemania, con
la labor de Rafael Gutiérrez Girardot, en la Universidad de Bonn,
como en casi todas las universidades europeas, el curso de literatura
hispanoamericana es independiente del de literatura española. Todo
esto es coadyuvante y nos permite decir que el “boom” no es
un milagro sino un resultado lógico del trabajo de muchos a lo largo
de 20 años.
¿Aceptará las invitaciones que ha
recibido de varias universidades norteamericanas?
No acepté por
razones de salud, pero quizá después que se publiquen mis otros
libros vaya a los Estados Unidos y repita el trabajo que he hecho en
las universidades europeas. Es muy importante el contacto y el
diálogo con los estudiantes de esas universidades; ellos están
preocupados por nuestros problemas y pueden ayudarnos a resolverlos.
Lo que nosotros queremos es resolverlos y dialogar con los que puedan
y quieran hacerlo.
La historia de su vida es una
sucesión de momentos y etapas trascendentales. ¿Cuáles son los que
han dejado un recuerda más profundo?
Podría citar a lo
largo de mi vida momentos muy importantes...Ese 14 de julio cuando
llegué a París por primera vez. Recuerdo cómo se bailaba en las
calles y cómo me impresionó el mundo loco del París de esa época.
También me conmovió muchísimo el nacimiento de mis hijos; esa
emoción, esa mezcla de ternura, de tristeza, de muchas cosas, no se
puede transmitir. La impresión más absoluta de mi vida fue la
destrucción de Guatemala en 1917. Este terremoto ayudó a cambiar mi
sensibilidad y a cambiarme del muchacho de 18 años, encerrado en
ciertas formas de pensar, dentro de ciertas creencias, de ciertas
costumbres, en alguien listo a salir a un mundo más de
batalla...Pero pienso que la vida está hecha en forma ingrata, es al
final del juego que llegan las buenas cartas, ciertos honores y
beneficios que se obtienen deberían llegar antes de pasar los 50
años porque uno podría usarlos mejor; pasados los 50 años ya todos
estos homenajes parecen un preparativo para la desaparición. Fue
también momento estelar para mí cuando conocí a la que ahora es mi
esposa, Blanca Mora y Araujo, en Buenos Aires, en casa del poeta
Oliverio Lirondo y Nora Langue de Girondo; encuentro que fue decisivo
en mi vida y su vida. Ella preparaba una tesis sobre El señor
presidente, en la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos
Aires y no creía, al verme, que fuera un autor vivo. De esa noche,
de ese encuentro, de esa chispa nació mi nueva vida. Y en un soneto
digo: “la que cantó canciones de su voz nacida para bañar la
cara de este ciego, que abrió los ojos y creyó en la vida”.
Por ella volví a creer en la vida, es decir, renací, ya siendo
otro.
¿Qué significó para usted el
Premio Nobel 1967 y en qué forma cree pudo haberlo influido de
recibirlo antes?
Recibirlo antes
hubiese sido como darle un fuetazo a un caballo de carrera, pero
nunca pensé que recibiría el Premio, aunque año tras año venía
corriendo mi nombre. Pensé que podían habérselo dado a Rómulos
Gallegos, quien efectivamente lo merecía. En un movimiento que hubo
en América y en Europa solicitándoselo a la Academia yo fui de los
que firmé. Además creía que ciertas fuerzas capitalistas tenían
gran repercusión en el comité de Estocolmo y que lógicamente se
opondrían a un autor que como yo había escrito esas cosas en la
trilogía; sin embargo, paradójicamente, se me lo otorgó por mi
preocupación por los trabajadores en las plantaciones bananeras.
Desde el primer momento tuve la impresión que el Premio se me daba a
mí como representante de esa América Latina que tiene tanta
importancia dentro de la literatura universal. Habían pasado 35 años
de cuando dieron el anterior a Gabriela Mistral. En el momento en que
se leyó el discurso sobre mi obra y me entregaron el Premio tuve una
sensación de angustia y de alegría porque hubiese querido que
estuvieran vivos mis padres, vivos los que yo he querido y que
estuviesen ahí mis amigos. Es esa sensación de orfandad que uno
experimenta en los momentos de mayor felicidad.
Creo que también significaron mucho
para usted el Premio Lenin de la Paz (1966)y la Legión de Honor
(1970)
Cuando se me dio el
Premio Lenin estaba en Génova. Al enterarme envié un cable al
encargado del Premio agradeciéndole, pero al mismo tiempo le
solicitaba que se revieran los procesos que se hicieron a los
escritores rusos para que ellos pudieran defenderse. De mi parte,
como escritor que había sido perseguido, creía que era mi deber
hacer esta demanda para que se les dejara en libertad. En manto a la
Legión de Honor sabía al terminar mi misión de embajador que se me
lo daría como a otros embajadores, pero nunca imaginé que sería al
grado de grand officer, que es el de jefe de estado. En los años en
que De Gaulle hizo su llamamiento desde Londres yo dirigía un diario
en Guatemala y contribuimos con nuestro apoyo y una gran propaganda a
la causa de Francia libre. El ministro Schuman manifestó en su
discurso que por mi contribución se me daba ese grado; él tenía en
sus manos un gran legajo que era todo lo que yo había escrito y
dicho apoyando esa causa. Ha sido para mí sumamente gp satisfactorio
pues estimo a Francia por muchos conceptos y la considero un poco mi
patria espiritual.
El escritor brasileño Guimaráes
Rosa, en una entrevista otorgada al crítico alemán Günter Lorenz,
dijo: “Quiero a Asturias porque se me parece tan poco. Este
hombre es un volcán, una excepción, sigue sus propias leyes...,
vive de un modo que entraña peligro: piensa ideológicamente...,
pero su ideología...tiene algo del distanciamiento incorruptible de
un sumo sacerdote: cada vez enuncia Diez mandamientos... Asturias es
la voz del juicio final.”
Creo que este
comentario es muy propio de Guimaráes. El mantenía esa forma
ingenua y maravillosa de decir las cosas. Así, como está dicho ahí,
siempre que me encontraba me hacía esa clase de salutación,
parecían esas famosas frases de elogio que acostumbrábamos a
decirnos en los bailes. Guimaráes Rosa y Juan Rulfo son los
escritores que más me han conmovido, que me han tocado más de
cerca. Con Guimaráes nos unía, según la crítica, que él en
portugués y yo en español inventábamos un lenguaje. El sertáo es
un invento de su lenguaje y Hombres de maíz es un lenguaje mío.
Creo que tendrá que ser estudiado, y a medida que pase el tiempo
será uno de los escritores más respetados y queridos. Además de
ser inventor de una lengua y de traer todo el mundo del sertáo a la
literatura novelística brasilera, Guimaráes era un hombre, que como
él mismo decía: “No escribo literatura comprometida porque yo
soy comprometido, formo parte del sertáo, formo parte de los
campesinos, formo parte de los que llevan sus carretas y sus bueyes,
y lo único que hago es traducir lo que esa masa de gente me va
dejando en los oídos y en mi sensibilidad.” La muerte de
Guimaráes Rosa es una pérdida enorme para la literatura brasilera y
para nuestra literatura latinoamericana.
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