Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

El Papa verde (1954)
(Buenos Aires: Losada, 1954, 319 págs.)


Primera parte

I

      Sacó la cara —¿quién iba a reconocer a Geo Maker Thompson?—, lo iluminaba de abajo arriba una luz de luciérnaga húmeda —¿quién iba a reconocerlo tiznado hasta el galillo?—, el sudor en gordas viruelas de cristal sobre la frente mantecosa de grasa de máquina y los grandes cartílagos de sus orejas friéndose en aceite. Por las espinas de la barba subía el débil claror de la lámpara que tenía a sus pies, sin pasar de sus párpados, los ojos en pozos negros, la frente en sombra y la nariz a filo.
       Sacó la cara y fue todo humo su cabello, humo rojizo, humo de carbón con chispas de brasas visibles en la oscuridad de la noche caliente. No vio nada, pero estuvo con las narices fuera del rincón de la caldera hediendo a tablas hechas estropajo, herrumbre de fierro gastado por la sal y tufo de vapor de agua. Respirar… Respirar metiendo las narices en los pulmones del viento que acompañaba a pasto el crecer de las olas, animales de rabos espumosos.
       Al erguirse, quebrado de la cintura, ansioso de respirar, de ver, de sacar la cara, cayó a sus pies la llave maestra, postrer herramienta en la busca del fallón de caldera que llevaban, golpe en el tablero que hizo parpadear la luz que desde abajo le iluminaba la cara impávida, ahora alumbrada por las luces de estribor, lagrimosas, chorreantes, rociadas por el oleaje.
       Asomó la cara momentos ante de estabilizarse el vaporcito, combatido, entre peines de lluvia, por el viento horas y horas, más horas que las que marcaban los relojes de los pasajeros, porque a medida que la noche empezó a negrear sobre el charol enfurecido del Mar Caribe, el tiempo se detuvo en espera de que pasase algo que duraría un parpadear de segundo y que ya no sería de su reino sino de la eternidad, y se detuvo de tal suerte que nadie creía ver amanecer cuando pintó la luz del alba. Sobrevino la claridad de pronto, por sorpresa, por milagro, al entrar el vaporcito en la líquida quietud de la bahía, dejando atrás el cañoneo de las olas en la Punta de Manabique, las montañas de espuma en que estuvieron perdidos como en la cola de un cometa, y enfrentar la herradura de bosques flotantes en la costa dormida.
       Bajo la cáscara de hollín, sudor y aceite, su cara blanca de amplísima frente, alargados ojos castaños, barbas cobrizas de joven lobo de mar, dientes uniformes un poco cortos de encías sanguíneas, recibió el frescor claro del ámbito de muchas leguas de amanecer y mar engolfado, como el primer premio de la lotería, mientras los pasajeros, lívidos, magullados, con el mascón de la noche más terrible de sus pobres vidas en las ropas, iban adivinando a la distancia, ansiedad de llegar, al final de sábanas de níquel manso, las palmeras y los edificios del puerto recortados en celeste sobre fondo de cielo color membrillo.
       ¡Pasajeros!…
       Más parecían náufragos. Siempre terminaba en seminaufragio aquella travesía de una noche que en este viaje se tornó eterna, por la tormenta y la descompostura de la máquina.
       Los treinta hombres que llevaba el vaporcito agonizaron y revivieron muchas veces. El abismo los escupía, ya para tragárselos, asqueado de sus blasfemias, desechos de muchas cosas deshechas en el Canal de Panamá. Sus blasfemias cavaban más hondo el mar.
       La embarcación estallaba en oro, caja de fósforos incendiada a cada relámpago, coincidiendo con el tranquear de la máquina que la hacía perder fuerza y quedar a merced de las olas, barrida océano adentro por la lluvia o devuelta como cáscara hacia la costa retumbante por el tronar de la tempestad.
       El encabritarse de la nave, al mermar el impulso de la máquina, y su zangoloteo al reponerse y normalizar la marcha, alternaban el desesperar y la esperanza de los hombres, bien que su desesperar fuera cada vez mayor porque cada vez quedaba la nave más tiempo expuesta a los elementos desencadenados, enfurecidos, sin otro consuelo de capear el temporal que el timón en manos del práctico, un trujillano que los salvó casi por instinto.
       Los pasajeros, antes de saltar al desembarcadero, obsequiaban monedas y joyas al trujillano, dábanle la mano, le decían mil veces: «¡Gracias! ¡Muchas gracias!», actitud contraria al rencor con que miraban al propietario del vaporcito, Geo Maker Thompson, que al final tuvo que sustituir al maquinista. «Bárbaro —ronroneaban—, bien pudo advertirnos que la caldera andaba mal, o no salir de noche, o detenerse ante el mal tiempo.» Los mareados bajaban a gatas, peor que borrachos, y los otros, en un temblor nervioso que los hacía sentirse en tierra inseguros, hamaqueándose. «¡Gringo más desalmado!»… «¡Yo con ganas le pegaba!»…«¡Ambicioso: exponernos por unos cuantos pesos!»… Sólo la derrota física en que estaban después de aquel viaje-naufragio les detenía para no reclamarle a lo macho, y el temor a un ojal en el pellejo hecho con plomo caliente. Maker Thompson, mientras desembarcaban, manoteaba la mancuerna de pistolas que le acompañaba siempre, una de cada lado para no andar desparejo estando el suelo terso.
       Mandó al trujillano en busca de cierta persona que esperaba encontrar en el puerto y al quedar a solas —el maquinista y los grumetes desertaron sin la paga—, le largó una gran patada a la máquina. No sólo la gente y los animales son llevados por mal, también las máquinas.
       Y tras el puntapié, el mimo: le preguntaba cariñoso qué le dolía, como si entendiera, instándola a que se quejara, al ponerla en marcha, con algo más que ese soplidito de vapor agudo que no decía nada. Ni puntapiés ni mimos: al arrancar se paraba misteriosamente. Ajustó, limpió, sopló, limó… y el mismo pitido. Cansado, tendióse a dormitar. Después de la siesta vendría el turco. Le interesaba el barco. Pero así, descompuesto, ni que estuviera loco lo iba a comprar. Mal negocio venderlo, según el trujillano, pero peor negocio quedarse embarcado —¡ahí sí que embarcado!— en una calabaza descompuesta. Lo dejaría a la suerte. El trujillano debe volver de un momento a otro con la noticia de si encontró a esa persona. Si el turco viene antes y la máquina dispone andar, cierro el trato, y si no anda… Mejor dejarlo a la suerte. Los tiburones rodaban uno sobre otro en el cubilete azul del mar empozado bajo el desembarcadero. ¿Quién jugaba ante sus ojos con aquellos inmensos dados de sombras? Si esa persona viene y se vende el vaporcito, plantador de bananos. Si aquélla no aparece y el turco no cierra el trato, vuelta a piratear al mar.
       Desde el muelle alguien preguntaba cuándo salía de regreso. Contestó que no salía. «La maquinaria anda mal» —dijo, como si hablara con las pilastras alquitranadas que sostenían al interesado en lo alto del muelle, o con los tiburones.
       El trujillano bajó. Se le vieron los pies, las rodillas, el taparrabo, las faldas de la camisa, sus mangas, los hombros, la cabeza en el sombrero de hilama. Traía una carta. No la pudo leer. Le pasó rápidamente los ojos. Ya se oía el vozarrón del turco. Venía acompañado de otros hombres.
       —¿Qué tiene la máquina? —le preguntó en inglés.
       —Exactamente no sé… —contestó Maker Thompson.
       —Es mejor que mis mecánicos la examinen. De todas maneras, es trato hecho. Esta noche le entregaré el dinero. Saldremos de madrugada para el sur.
       —Entonces, trujillano, hay que sacar mis cosas…
       —¡Otro vendrá que de tu barca te sacará! —farfullaba aquél mientras reunía hamacas, escopetas, pieles de venado, valijas con ropas, lámparas, mosquiteros, pipas, mapas, libros, botellas…
       El último sol empezó a regar mostaza de fuego sobre la Bahía de Amatique. La brisa sonaba en las palmeras tostadas como si fueran de brasa y las apagara. Estrellas celestes, faros amarillos, costas de negrura flotante sobre el mar verde. Interminable no acabar de la tarde. Paseantes en el muelle. Negros. Blancos. ¡Qué raros se miran los blancos de noche! Como los negros de día. Negros de Omoa, de Belice, de Livingston, de Nueva Orleáns. Mestizos insignificantes con ojos de pescado, medio indios, medio ladinos; zambos retintos, mulatos licenciosos, asiáticos con trenza y blancos escapados del infierno de Panamá.
       El turco le pagó con sonantes monedas de plata y oro, se firmaron los documentos del traspaso de la nave y en la madrugada, sin pasajeros, volvió al sur, de donde la trajo Geo Maker Thompson, ahora tendido en la hamaca de un rancho, sin sueño, sin calor, sin luz, oyendo venirse el cielo abajo en aguaceros torrenciales, dispuesto a cumplir las instrucciones contenidas en la carta que le entregó el ayudante.
       El aire fresco, sonoro entre las palmeras que en la madrugada bajo la lluvia destilaban como paraguas viejos, suavizaba la salida del sol de fuego blanco que al ir subiendo regaba azogue de espejo sobre la líquida extensión de la bahía, apenas superficial al roce alado de golondrinas, garzas y gaviotas, y profundo al ojo cenital de gavilanes, zopilotes y buitres de cabeza colorada.
       Plantador de bananos era su suerte. Desayunó con mucha hambre huevos de parlama, café hervido y trozaduras soasadas de una fruta con sabor a pan, obsequiosidades del ayudante, el trujillano navegador de mares abiertos en las costas de Centroparaisoamérica, como él llamaba a las costas de la América Central, donde solía comerciar con azúcar, zarzaparrilla, caoba, oro, plata, mujeres, perlas, carey, y el cual, a pesar del contratiempo que para él significaba quedarse a pie, por precio alguno aceptó acompañarlo más allá de la costa.
       No y no. La selva y el pantano apresan, quema la lluvia que, salvo los meses de marzo y abril, cae sin cesar y casi a diario el año entero, y es menos arriesgado ser aprendiz de pirata que adueñarse de tierras que quién sabe si no tienen dueño. El negocio efectivo sería comprar una embarcación de más calado y comerciar con cueros, armas, cacao, chicle, pieles de lagarto, libremente, sin andar haciendo el garrobo en la humedad y la pereza.
       —Para campero mejor si es en mi tierra. Allí hasta los pajuiles me conocen —decía el trujillano—; y el tabaco también es producto… ¿Por qué ha de ser sólo el guineyo?.. De meterme a plantíos, donde yo siembro tabaco, caña…
       Y se llevó al filo de los dientes, manchados de diarrea de nicotina, el habano de calidad que le acababa de brindar Geo Maker Thompson, cuyos ojos castaños navegaban en el humo —también él fumaba—, alargados, sin párpados, fijos en la visión de un mundo en que los fuertes se reparten los suelos y los hombres.
       —Prefiero un pipante que la mejor plantación de guineyo, y pa comenzar por mi cuenta ya tengo en trato unas cincuenta cargas de arroz en granza. Menos mal que el turco no lo supo y que un compañero viene hoy o mañana con un barco de vela. —Y después de un largo rato—: Sí, señor, con un barco de vela.
       El yanqui no dijo nada. Largas lenguas de sudor le lamían la espalda. Le ofreció en oro el valor de las cincuenta cargas de arroz, la escopeta, ropa, repartir las ganancias de las plantaciones de banano, cuando las tuvieran, todo, con tal que el trujillano lo siguiera tierra adentro.
       —¡Juerza de años hace que yo estaría mangoneando plata, mucha plata, si me apego a la tierra; pero dende tierno ando en el mar, y de allí no salgo…, el agua es mi postrimería!
       Acostumbrado Geo Maker Thompson a disponer del trujillano como de su persona, esta separación lo partía en dos. Lo encontró en Puerto Limón y se asociaron. Ambos andaban en el mismo negocio. Proporcionar a los infelices italianos y españoles que trabajaban en la construcción del Canal de Panamá el medio de evadirse, de no dejar sus huesos a lo largo de los caminos de hierro en construcción, ya blancos de esqueletos, ni esperar que los amansaran por hambre, para reducirles los salarios.
       Lo encontró en Puerto Limón. Le hizo gracia verlo fornicar vestido y con el sombrero hasta las orejas; semejaba un espantapájaros sobre la hembra desnuda. El trujillano, al levantar el yanqui la persiana volante que cubría la puerta, no se inmutó —blanco cara de albayalde, a saber quién era y qué buscaba—, cerró los ojos bien duro y le siguió dando a la hembra clavado y cosido, clavado y cosido… Por algo fue aprendiz de zapatero.
       Maker Thompson andaba buscando un hombre de su talla para que lo secundara en el mar y se topó con un verdadero anfibio, tan igual a él, tan identificado con su persona que ahora que se separaban sentía que dejaba algo suyo, su otro yo, la mitad de su cuerpo, una parte de su ser.
       Sí, dejaba en el trujillano lo que de él seguiría libre en el mar, en la pesca de perlas y esponjas por los Cayos de Belice, en el contrabando de armas, dulces al paladar de los libres y rebeldes que merodeaban por esas costas, y en el rescate de los braceros que huían del infierno de Panamá. Dejaba en el sirviente un poco de Jamaica, un poco de Cuba, de las Islas de la Bahía, ron, pólvora, nalgas de mujeres, tambores, banjos, maracas, tetas, tatuajes, bailes… Dejaba en el sirviente, tan seguro como en sus manos, el timón al doblar el Cabo de Tres Puntas y se llevaba tierra adentro la encarnación del Papa Verde, plantador de bananos, señor de cheque y cuchillo, navegador en el sudor humano.
       En el pizarrón cobalto amaneció una nave dibujada con tiza. Su blancura de yeso contrastaba con el muelle oscuro y los negros endomingados de barco. Su línea rompía la criatura de las bodegas, del edificio de la Comandancia, de los ranchos de techo de manaca, distribuidos como insectos gigantes en las tierras bajas, pantanosas, de la población más despoblada de la costa. Entre los pasajeros venía la persona que esperaba Geo Maker Thompson.
       Traje, zapatos y casco, todo blanco, saludó desde el puente de proa con una mano rígida al final de un brazo formado como con piezas de un juguete mecánico, mientras sostenía en la otra una capa, un paraguas y una cartera grande.
       Después de las autoridades, Maker Thompson pudo subir a bordo, al encuentro del pasajero, que adelantóse a tenderle la mano izquierda. En el aparato del brazo derecho sostenía una mano de caucho, bajo el sobaco la cartera, y en el antebrazo, la capa y el paraguas.
       —¿Es el señor Kind?
       —¿Y usted, el señor Maker Thompson?..
       Bajaron seguidos del equipaje —baúles y valijas— a lomo de cargadores de color que reían y andaban a grandes pasos para ir siempre apareados a los señores formando la comitiva. Para los negros, en aquel paraje desierto, más de una persona era comitiva; más de tres, comparsa; más de cuatro, procesión; más de cinco, ejército.
       La vivienda de Maker Thompson, no muy amplia, quedó ocupada por los bultos del viajero, cuya mano de caucho, al dejar en una silla la capa que se la ocultaba, sorprendió tanto a los negros que hubo de amenazarlos para que se fueran. El más atrevido alcanzó a tocársela y se puso a dar vueltas y vueltas como enredado de los pies que se desenreda, y allí estuviera si el zapato de Geo no lo para de un golpe.
       Jinger Kind, el recién llegado, se distinguía por el contraste de ser muy poco físicamente —apenas llenaba la ropa— y representar a la más poderosa empresa bananera del Caribe. El cabello gris, los labios delgados, tufo de un bigotito de anchoa, los ojos color de dados amarillentos de bordes redondos, gastados de tanto rodarlos mostrando siempre los ases de sus pupilas negras y menuditas, enfrentaban los veinticinco años de Geo Maker Thompson, su cabello rubio, abundante, su frente amplia, sus ojos castaños, superficiales, sin profundidad, sus barbas cobrizas y su boca de labios carnosos.
       Sin perder el buen humor, Jinger Kind renunció al afán de enjugarse con el pañuelo el sudor caliente de las sienes, las mejillas, la nuca, el cuello, a punto de hacer saltar los botones de su camisa para secarse el pecho, los hombros, el muñón del brazo, todo. Por momentos, hasta la mano postiza sentía que le sudaba.
       —¿Debo dormir en el suelo? —preguntó en tono jovial—. Porque no veo ninguna cama.
       —No, señor Kind, van a colgar otra hamaca…
       —¿Para mí?
       —Una hamaca como ésta, una hamaca con mosquitero…
       —Si hay posibilidad, yo prefiero un catre. En Nueva Orleáns yo tenía un catre de campaña. No lo traje, porque supuse que aquí se podía encontrar.
       Los ojos se le llenaron de risa y las comisuras de los labios, entre los paréntesis severos de las arrugas, de una espumita de saliva seca. Y agregó:
       —En último caso, que los del barco me dejen una colchoneta. Y a propósito de barco; viene a cargar correspondencia para el sur, y de regreso, además de correspondencia, cargará bananas. Deje dicho a su criado que no cuelgue la hamaca y vamos a almorzar al vapor; yo ya tengo hambre.
       —Si va a dormir en catre habrá que conseguirse un petate —dijo el criado en inglés. Los escuchaba junto a la puerta.
       —¿Qué es petate?
       —Una esterilla de palma —explicó Maker Thompson, molesto por la intervención del criado; éste siempre estaba al acecho de lo que hablaba, de lo que hacía.
       —¿Y para qué sirve? —inquirió Kind.
       —Para refrescar la cama —le contestó el sirviente—, porque de noche, con el calor que hace, la lona del catre se calienta demasiado.
       —Entiendo, muy bien. Un petate, muy bien.
       Al salir a la calle de arena, camino del barco, bajo un cielo de horno, el señor Kind estornudó. Alforzó la piel de su pequeña cara arrugada al sentir la cosquilla en los embutidos de la nariz y la desplegó en el aspaviento del estornudo.
       —Escogimos la peor hora —advirtió Maker Thompson.
       —Por mí, no se preocupe; estornudo siempre así. Parece que me fuera a desaparecer en el estornudo convertido en polvo, y me quedo igual; me quedo como aquel que pasada la explosión de un petardo que le estalla en la cara, se suena, se limpia, y ve reintegrarse todo lo que en el estornudo se le borró. ¡Yo sería un buen zar de Rusia: me arrojarían bombas los terroristas y para mí, como estornudos!
       Ya cambiando de tono, los ojos llenos de risa, las comisuras de los labios con espumita seca, entre los paréntesis severos de las arrugas:
       —¡Qué bueno, Geo Maker Thompson, tenerlo con nosotros, qué bueno! Yo lo recomendé mucho en Chicago, no obstante estar en desacuerdo con sus puntos de vista anexionistas y el uso de la fuerza… Pero ya tendremos tiempo de hablar… ¿Qué persona es el comandante del puerto?
       —No sé ni el nombre.
       —Por lo menos lo conoce…
       —De vista. Es un indio hosco. Apenas habla, según dice Chipó, el sirviente.
       —¿Chipó es de confianza?
       —No. Lo tengo para que asee la casa y haga mandados. Un pobre diablo, pero entiende inglés y lo chapurrea, ese inglés de negros que los ingleses hablan en Belice. Mi hombre de confianza, un trujillano, por nada quiso quedarse conmigo. ¡Lástima! Pocos hombres tan hombres. Le ofrecí… Bueno, ¡qué no le ofrecí!… Pero prefirió seguir navegando…
       Y tras un breve silencio para hacer recuerdo de palabras precisas, Maker Thompson añadió:
       —¡Chistoso el yanquito! Me dijo para despedirse: «quiere superar a los piratas»; y se me rió en las barbas.
       —¿Conocía sus propósitos?
       —No, salvo lo de hacerme plantador de bananos. Lo de pirata me lo dijo porque yo le hablaba de volverme filibustero con el nombre de Papa Verde, ser el Papa de la piratería y dominar estos mares a sangre y fuego siguiendo la tradición de Drake, el Francisco de Asís de los piratas; de Wallace, que le dio nombre a Belice y de aquel mi capitán Smith, para quien Centroamérica resarciría con creces a la corona británica de la pérdida de los Estados Unidos.
       —Leí su correspondencia en Chicago…
       —Pero los piratas, que fueron los señores del Caribe, se quedarán de este tamaño —y mostró su dedo meñique— en cuanto a riqueza, por fabulosos que hayan sido sus botines, pues los nuestros en el futuro superarán en cantidad, y en cuanto a métodos, el hombre no ha cambiado, señor Kind: ellos ensangrentaron el mar, nosotros enrojeceremos la tierra.
       —No creo que en Chicago acepten. La gente de por allá prefiere oír hablar del papel civilizador que nos corresponde en estos países atrasados. Dominar, sí, pero no por la fuerza; por la fuerza, no, vale más el convencimiento. Mostrarles las ventajas que sacarán si les hacemos producir sus tierras incultas.
       —En Chicago prefieren oír hablar de dividendos…
       —Pero es que tampoco es eso… Dividendos… —Kind se bajó el ala del sombrero sobre la nuca con el brazo postizo para defenderse del sol que ampollaba, un gracioso movimiento de muñeco—. Se trata de civilizar pueblos, de sustituir el egoísmo y la violencia de los europeos por una política de tutela del más capacitado.
       —¡Música celestial, señor Kind! ¡Domina el más fuerte! ¿Y para qué domina?.. Para repartirse tierras y hombres!
       Subían por la pasarela del barco, a la sombra de un piadoso toldo naranja ribeteado de flecos blancos.
       —¿La fuerza?.. —exclamó el manco, antes de encararse a su joven compatriota—. A ese paso, ¿por qué no invocar, como Tolomeo, la influencia de las constelaciones para sojuzgar a los pueblos, dividiendo a los hombres en aptos para la servidumbre y aptos para la libertad? Y entonces, ni qué hablar de éstos que están al lado del Trópico de Cáncer, ni qué hablar: ¡salvajes, condenados a ser siervos siempre!
       Y con los ojos llenos de risa y las comisuras de los labios ensalivadas, saliva seca, saliva de calor, añadió:
       —Por fortuna, ya hemos superado la mentalidad del Cuatripartito y superaremos la concepción aristotélica de la fuerza, siempre que personas como usted acepten el término medio, lo que se ha dado en llamar el «altruismo agresivo», que ya se experimentó en Manila.
       Y cambiando el tono vivo de su voz, dijo quejoso:
       —Me molesta este aparato. No es cómodo ser manco en ningún clima y menos en el infierno… ¡Qué calor!
       —La mano le disimula bastante.
       —No sé. La uso porque algo es algo y porque después de los cinco primeros whiskys nadie podría convencerme de que es postiza: la empuño, golpeo; es mi mano.
       El comandante del puerto almorzaba en el comedor del barco acompañado de una joven morena con aire de veraneante, tez pálida, dorada, naranja, ojos negros. Un chorro de bucles sueltos sobre su nuca y dos aretes sangrantes de rubíes se agitaron cuando, más coqueta que curiosa, volvióse para ver quiénes entraban.
       Kind saludó con la cabeza, contestó el comandante, y seguido por Maker Thompson ocuparon dos sillas en una mesa vecina.
       —Consommé frío, beefsteak y fruta —ordenó Kind sin mirar la lista; con la mano zurda sacudía la servilleta para extenderla sobre sus rodillas de hombre menudo.
       —Sopa de tomate, pescado a la manteca y ensalada de frutas —pidió Maker Thompson.
       —¿Cerveza? —interrogó el criado.
       —Para mí, sí —dijo Kind.
       —Sí, traiga cerveza —añadió su compañero.
       La proximidad de las mesas molestó un poco al militar por la jodarria de oír hablar gringo. Puso la mirada en faro para ver el mar espumoso, lleno de carneros, sin por eso perderles gesto con el rabo del ojo, mientras su compañera se restregaba en el asiento, recogía y dejaba caer la servilleta, se abanicaba, se pasaba el pañuelo por la nariz, jugaba con los cubiertos, alzaba los ojos de pupilas de ébano, juntaba y separaba los pies bajo la mesa, rodaba la cabeza buscando el aire de los ventiladores.
       Kind se dio cuenta. Los ademanes de su mano postiza, tan parecidos a los de una tenaza de cangrejo, hacían remolinarse a la cimbrante carne morena apenas cubierta por una tela vaporosa en forma de vestido, presa de la risa más irresistible. Y ya no podía más, ya no podía, entre los dientes le castañeteaba la carcajada apenas contenida con sus movimientos.
       Una pirueta de Kind, ademán de fantoche, desgranó el racimo de cascabeles sonando, reír que se contagió a todos, pues hasta el jefe militar enseñó los dientes de oro.
       —Los señores deben saber si el vapor se va hoy —dijo ella dirigiéndose un poco al comandante, pero tratando de remendar la burla con aquella media atención hacia el míster impedido.
       —Supongo que a medianoche —se apresuró Kind a contestar, deseoso de establecer lo antes posible el puente necesario entre su figura casi implume y la geológica existencia de la suprema autoridad del puerto.
       —¿Y siguen viaje? —inquirió ella.
       —Por ahora, no; mi compañero, el señor Maker Thompson, ya estaba aquí; sólo yo vine en el barco de Nueva Orleáns.
       —Sí, el caballero hace días que anda por aquí —intervino el comandante, amabilidad que no suavizó su voz autoritaria—. Como que vive donde Chipó.
       —Exactamente…
       —¿Y el vaporcito se lo compró el turco?
       —Se lo vendí; la maquinaria no andaba bien.
       —Sólo con el trujillano no hubo cacha —retuvo la palabra el militar, acumulando datos para que vieran aquellos hijos de… el Onde Sam que no se mamaba el dedo, que estaba muy enterado de lo que hacían.
       —Efectivamente, le ofrecí dinero, ropa, mi escopeta de cacería…
       —¡Salvaje! —interrumpió el comandante, al tiempo de limpiarse los bigotes, listo para apurar el vino que le quedaba en la copa; y tras saborear el líquido ambarino, remató—: ¡Esta gente, esta gente es el puro salvajismo en marcha! ¿Qué quieren ustedes?
       —¡En marcha para atrás! —exclamó el viejo Kind, los ojos llenos de risa, espuma en las comisuras de los labios.
       —Me disculpan ustedes si defiendo al trujillano —levantó la voz sonora Maker Thompson—, pero no tenía nada de salvaje. Lo que pasa es que los costeños aman la libertad y temen perderla tierra adentro; prefieren por eso las penalidades, la pobreza…
       —¡El atraso! —le quitó la palabra el comandante—. ¡Gente enemiga del progreso, gente que no le gusta mejorar, no me va a decir usted que no es salvaje!
       —Sí, tiene razón, tiene razón —Maker Thompson hablaba con los ojos puestos en la guapa morena pensativa, que le sonreía y se abanicaba—, siempre que no se les ofrezca el progreso a cambio de lo que ellos no están dispuestos a perder: la libertad. Y por eso no creo en las tutelas civilizadoras. A los hombres se les somete por la fuerza o se les deja en paz.
       —¡Bravo! —exclamó el militar.
       Kind arrojó los dos ases de sus pupilas mínimas muy negras a la cara juvenil de su compatriota, escandalizado de oírlo hablar en forma tan poco velada de la fuerza a emplear sólo como último recurso en países que era mejor someterlos con el señuelo de los adelantos modernos.
       Los sirvientes negros del comedor no daban otra señal de vida que su presencia obsequiosa y los movimientos rítmicos de sus brazos. Una mecánica de astros oscuros acompañaba el cambio silencioso de platos, cubiertos, fuentes, botellas, y cuando callaban los comensales, sólo se oía el zumbar de los ventiladores, el cacarear de las cadenas de la carga y descarga y la palpitación honda de la bahía.
       —Sí, señores, estamos muy, muy atrasados —creyó oportuno recapitular el comandante—, muy atrasados…
       —Exacto —contestó Kind a boca de jarro.
       El militar lo midió con el gesto; que lo dijera él, pasaba, para eso tenía grado en el ejército, charpa, galones, mando, y era del país; pero que un recién llegado cochino manco hijo de… gringa, lo ratificara con tan poco miramiento y tal franqueza, cambiaba de aspecto.
       —¡Exacto! —enfatizó Kind, después de un silencio difícil—. Atrasados es la palabra y no salvajes, como antes oí decir. Sólo por ignorancia se designa a los países poco desarrollados con los términos de salvajes o bárbaros. En el siglo Veinte decimos pueblos adelantados y pueblos atrasados, y los pueblos adelantados tienen la obligación de ayudar a progresar a los países atrasados.
       —¿Y qué será necesario para que los pueblos atrasados, como los llama usted, progresen? —intervino la que no pasaba de testigo, fijando sus ojos de ébano negro en los ojillos de Kind.
       —Sí, porque alguna vez habrá que civilizarse —dijo el jefe militar, esgrimiendo un palillo de dientes.
       Kind reflexionó un momento, pausa que hizo más valiosa su contestación.
       —Nada del otro mundo, un simple trueque. Cambiar riqueza por civilización. Si ustedes lo que necesitan es progresar, nosotros les damos el progreso a cambio de los productos de su suelo. Siempre, cuando se hace este trueque, el país más adelantado administra la riqueza del menos desarrollado, hasta que éste alcanza su mayoría de edad. A cambio de riqueza, progreso…
       —Por el progreso puede sacrificarse eso y más… Yo, como militar que se respeta, no creo en Dios, pero si me exigieran adorar a alguien, no dudaría en declarar que mi Dios es el Progreso.
       —¡Muy bien! —Kind estaba entusiasmado—; ¡muy bien! Y como el movimiento, señor comandante, se demuestra andando, nuestros barcos han comenzado a traer y llevar correspondencia. Un barco por semana, para empezar. Correspondencia, mercaderías, pasajeros…
       —Yo, como mujer, bendigo el progreso. Algo tan frágil como es una carta, soplo del corazón…, soplo del alma…
       No continuó porque el comandante señalaba la importancia que para el movimiento del puerto tenía la llegada de un barco cada siete días. Hablaba con la taza de café a la altura de los bigotes, ya para dar el trago.
       Kind insistió:
       —Romper el aislamiento del país y dar vida a su principal puerto en el Atlántico, son señales inequívocas de progreso. Veremos ahora qué nos dan ustedes. Por de pronto, necesitamos bananas; ya estamos comprando a los mejores precios; pero creo que tendremos que sembrar por nuestra cuenta y riesgo, porque los plantadores nacionales producen poco, y cada vez será más insuficiente, dado que en los mercados aumenta la demanda, y prefieren la fruta de ustedes.
       —Pues, amigos —dijo el comandante—, ¡adentro que está sin tranca!… Allí está la tierra. ¿Qué esperan?
       —A eso venimos con el señor Maker Thompson, a reforzar la producción. Los consumos aumentan y se desacreditan ustedes y nos desacreditamos nosotros, si no hay suficiente fruta en los mercados. Está en juego el buen nombre del país, su crédito. Vamos a producir en gran escala, no fruta, sino riqueza. ¡Riqueza! ¡Riqueza! Las aldeas se convertirán en ciudades, las ciudades en urbes, todo comunicado con ferrocarriles, carreteras, teléfonos, telégrafo… No más aislamiento, no más miseria, no más abandono, no más enfermedad, no más pobreza… Bananales, cortes de madera, extracción de minerales… Aquí cerca, sin ir muy lejos, hay lavaderos de oro, minas de hulla, islas de perlas… ¡Un emporio! ¡Un emporio de civilización y de progreso!
       —Amigos —se levantó el comandante—, no sólo estamos haciendo la siesta despiertos, sino soñando…
       Kind se adelantó a darle la mano izquierda, seguido de Geo Maker Thompson, al tiempo de cambiar los nombres en la presentación, lo que después hicieron con la guapa costeña pálida de ojos de ébano dormidos en las pestañas y que dijo llamarse Mayarí.
       —Vamos a seguir esta conversación con los cocos menos calientes —lo de cocos por cabezas lo dijo el militar en son de gracia—. Y para esto tenemos que esperar hasta la noche. ¿Ustedes vienen a comer al barco?
       —Desde luego —contestó Kind, y dirigiéndose a la que dio el puente cristalino de su risa para entablar aquella conversación—, siempre que usted prometa no burlarse de este pobre manco…
       —¡No ha empezado el truco y yo soy una salvaje!
       —¡Malo, malo eso que ha dicho!
       —¡Trueque quise decir, no truco!
       —¡No por eso, sino porque no hay salvajes! ¡Ya hemos convenido que no hay salvajes, y que vamos a cambiar riqueza por civilización!
       —¡Qué callado el señor Maker Thompson! ¿No habla? —buscó ella, para evadir la respuesta a las palabras de Kind, el arrimo del joven norteamericano hermoso, atlético, rubio, tostado por el sol del trópico, de espaciosa frente, barba cobriza, ojos castaños.
       —Con el permiso de las autoridades y si el tiempo no se opone —rió pensando en una Carmen para una plaza de toros—, digo que usted no sólo es bella, sino encantadora.
       Jinger Kind siguió con la vista la espalda del comandante —casi no tenía cuello, la espalda y la cabeza juntas— y Maker Thompson el andar mecido del cuerpo de Mayarí.
       «Por mí puede empezar ya el trueque», iba a decir Maker Thompson, «siempre que me toque Mayarí». Pero cambió de pensamiento y exclamó:
       —Después de todo, ha jugado usted muy bien, señor Kind… —detrás de su voz había una risa que no salía más allá de su gesto.
       Y mientras les servían el café, al sentarse a la mesa nuevamente, Kind se le acercó:
       —A que jamás había visto a un gato manco jugar con un ratón uniformado…
       —Jugar hasta donde el gato manco no cree también en el progreso…
       —No voy a negar que creo en el progreso. ¿Fuma usted?
       —Prefiero uno de los míos, gracias.
       —Creo que estos países pueden llegar a ser verdaderos emporios. El emporio del banano… No el «imperio», como quieren algunos.
       La amplísima frente del joven gigante se iluminó con las centellas que fulgían en sus ojos castaños al coronar de risa lo que decía:
       —¡Emporialistas en lugar de imperialistas!
       —Las dos cosas. Emporialistas con los que nos secunden en nuestro papel de civilizadores, y con los que no muerdan el anzuelo dorado, sencillamente imperialistas.
       —De regreso a la teoría de la fuerza, señor Kind.
       —Falta el «altruismo agresivo».
       —Con lealtad debo decirle que aprendí muchas cosas al oírle hablar del emporio, muchas cosas…
       —Sin burlas, ¿eh?
       —Entrevi una posible táctica a seguir. A los dirigentes —por malo que sea un hombre siempre aspira a lo mejor para su país— hay que hacerles creer que los contratos que suscriban con nosotros traerán como consecuencia un inmediato cambio en favor de las condiciones de vida de estos pueblos… El emporio…
       —¡Es que lo traerán, Maker Thompson, lo traerán!
       —Eso es lo que no creo y donde usted se engaña, señor Kind, no sé si a sabiendas. ¿Cree usted que nosotros nos proponemos el mejoramiento de estos pobres diablos? ¿Se le ha pasado por la cabeza siquiera que vamos a tender ferrocarriles para que ellos viajen y transporten sus porquerías? ¿Muelles para que ellos embarquen sus productos? ¿Vapores para llevar a los mercados artículos que nos hagan competencia? ¿Cree usted que vamos a sanear estas zonas para que no se mueran? ¡Que se mueran! Lo más que podemos hacer es curarlos para que no se mueran pronto y trabajen para nosotros.
       —Lo que no entiendo es por qué no se pueden dar en el mismo árbol la riqueza para nosotros y el bienestar para ellos.
       —Porque en Chicago se piensa simple y llanamente en la extracción de la riqueza y nada más, haciéndoles ver desde luego que ferrocarriles, muelles, instalaciones agrícolas, hospitales, comisariatos, altos jornales se destinan a que algún día ellos lleguen a ser como nosotros. Eso no sucederá nunca, pero habrá que hacerlo creer a los dirigentes que no caigan en la tentación del poder o del dinero. Reelecciones para los presidentes, cheques para los diputados, y para los patriotas, el humito del progreso, divinidad que en lugar de manos tiene yunques, en lugar de ojos faros gigantescos, en lugar de pelo humo de chimeneas, y músculos de acero, y nervios eléctricos, y barcos que circulan por los mares como glóbulos por la sangre…
       —Sí, el progreso —dijo Kind—: el progreso, como elixir para adormecer la sensibilidad patriótica de los idealistas, de los soñadores…
       —Y aun para los que siendo prácticos quieran encubrir su complicidad con nuestros planes llamando progreso a lo que ellos saben que si existe no es para pueblos inferiores, pueblos a los que sólo corresponde el papel de trabajar para nosotros. Y venga esa mano, señor Kind, ya entendí muchas cosas.
       —No, ésta no… —excusó Kind su mano de caucho.
       —¡Esta, ésta, la postiza, la mano del progreso falso, del progreso que les vamos a dar a ellos, porque la verdadera mano derecha la guardaremos para la llave de la caja y el gatillo de la pistola!
       Todo el cuerpo de Kind, en el momento en que aquél le apretaba la mano de caucho, se le quedó como paralizado, y Maker Thompson tuvo la idea de que si le daba un puntapié y lo echaba al mar, la supresión del soñador apenas sería el naufragio de un muñeco.

II

      Por ese lado de la bahía quedaban los islotes. Un viento color de fuego soplaba de la tierra candente al horizonte en ascuas de la tarde. Mayarí tomó la delantera al solo salir de la playa, en la angosta garganta de arena, riendo, risa de sus dientes y risa de su pelo en negra carcajada por el viento, para dejar sin respuesta a Geo Maker Thompson que la seguía si quejoso por su poca seriedad, no menos ardiente en la porfía de pedirle que cumpliera la promesa de contestarle ese día en el islote por donde ella, después de trepar a los peñascales, saltaba a lo largo de las piedras sumergidas en que nace y muere, muere y nace la babeante soledad de la marea.
       El no parar del viento, del soplar del viento, del soplar y soplar del viento, embriagaba a la pareja que había perdido el habla y seguía adelante por donde el islote ya no era islote, sino adivinado espinazo de lagarto petrificado, un pie tras otro pie, Mayarí con los brazos abiertos en cruz para guardar el equilibrio, mínima garza morena con las alas extendidas, y él con mudez de hipnotizado, gigante tímido al penetrar en el mundo desconocido de un espejo que formaba en el aire el reflejo del agua. Peces tontos y bocudos, aletas y burbujas, otros ojizarcos y llagados de rubíes entre sesgadas lluvias de pececillos negros, se materializaban en la coagulada y cristalina profundidad del mar quieto como la atmósfera en que de ellos dos sólo quedaba la imagen, habían perdido el cuerpo, ella adelante en su encontrar y no encontrar las piedras bajo los pies desnudos y él a la zaga sin poder darle alcance, encendido su cabello de pirata.
       Geo Maker Thompson hendía el misterio de esas soledades indivisibles, infinitas, con su pecho de hércules blanco, la camisa abierta, en los brazos recogida hasta los codos. ¿Adonde iba? ¿A quién buscaba? ¿Qué lo llevaba? Una profunda respiración de animal triste le anunciaba que todo lo que él había hecho antes con todas las mujeres que fueron suyas nada tenía que ver con aquel amor imposible. No se explicaba, no se explicaba por qué le parecía imposible alcanzar aquella criatura en su vertiginosa fuga de estrella que se suelta del cielo y desaparece. Materialmente era fácil atraparla, pero una vez que la atrapara, una vez que la apresara en sus brazos, seguiría ella, ella sola, elástica y silente como ahora iba.
       De pronto, donde del islote ya sólo quedaban islillas de piedras bajo el pelaje flotante de las algas, la imagen de Mayarí se detuvo y volvióse para mirarlo, como si le hiciera falta antes de dar un paso más, contestarle que «Sí» con la mirada, si la acompañaba un paso más hacia donde sólo el amor acude y de donde sólo el amor vuelve.
       La alcanzó. Pero fue como no alcanzarla, porque apenas estuvo junto a ella, la imagen fugitiva de Mayarí siguió adelante balanceando su cuerpo codiciable.
       ¡Mayarí!…
       Pensó llamarla, pero luego se dijo:
       —No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame. No la llamo. La sigo. Esta punta de tierra se va a cortar y caerá al agua, sin que yo la llame, sin que yo me dé por vencido. Tiempo habrá para nadar y rescatarla.
       Acortó el paso para ver si ella dejaba de avanzar. Pero fue en vano. Iba con el agua a las rodillas y seguía, seguía, seguía terrible, voluntariosa, en toda la plenitud de su belleza de madera naranja, la turbulenta noche de su pelo y sus ojos de pupilas negras como brasas apagadas con llanto.
       —No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame, que me dé por vencido.
       La imagen empezó a hacerse borrosa. Lo que emergía de Mayarí de la superficie del agua, su torso de sirena, empezaba a ser confuso. El oscurecer distante se acercaba desenvolviendo sus alfombras en oleajes sombríos. Del mar viene la noche que exige al viento que la levante para caer en chubascos blancos.
       Un grito de hombre de mar que rompe la mudez del ámbito, de filibustero rubio que chapotea por atrapar un tesoro que va a caer al fondo del mar, rompió su garganta, un grito gutural, estremecido y anhelante, ya no la veía, estaba perdido, por buen nadador que fuera dónde encontrarla. El viento arreciaba, el soplar del viento, el soplar y soplar del viento. Una máscara salobre frente al infinito con la voz mínima que quién oía. Nadie.
       —¡Mayarííííí…! ¡Mayarííííí!…
       Ni un segundo había pasado, pero para él fue una eternidad. Volvió a gritar:
       —¡Mayaríííííí…! ¡Mayaríííííí!…
       Estaba entre sus brazos y no lo creía. La tenía entre sus brazos y no lo creía. La apretaba entre sus brazos y no lo creía.
       —¡Mayarí!… ¡Mayarí!… —la palpó, palpó lo que era el bulto de una imagen que se fue de su lado, que se fugó de su vecindad amante. Tenía el bulto, pero no la imagen.
       El vasto anfiteatro con miles de astros encendidos, la, desolación del viento fuera de la bahía. Ella le acercó la nariz a la cara. El la besó. El traje mojado sobre la carne palpitante y el temor, el temor ilímite de estar juntos, cada vez más juntos.
       —¡Mi pirata adorado!
       —¡Mayarí!
       —¡Geo!
       —Hay que volver…
       —Volvamos pronto…
       Y los dos presentían que volver no era sólo regresar por el afilado lomo del islote que la marea empezaba a cubrir con su melena leonada, lechosa, sino arrancarse de un espejo de sueño en que el amor hace transparente la muerte y se ve del otro lado de la vida la posibilidad de seguir viviendo de ese amor y de ese sueño.
       Estaban vivos. ¡Qué maravilloso es estar vivo! Haber llegado a un paso de la muerte y estar vivos. Qué más podían pedir. Una plena sensación de grandeza nacida de ellos y ya en peligro mayor por las olas que los expulsaban, con todos los sonidos de la cólera divina, espadas gigantescas de los ciegos ángeles del mar, de lo que fue un paraíso, fragmento del edén en un espejo…
       El último paso en el islote y el primero en la playa y un sollozo de mujer, un sollozo de prisionera atada. El llanto le goteaba las pestañas.
       —Geo…
       —Mayarí…
       Sus pobres nombres.
       —El mejor paseo —murmuró, mientras Geo la abrazaba— es aquel del que se puede no regresar… Si no me llamas hubiera seguido hasta desaparecer…
       —Hablas como si hablaras dormida…
       —¿Y para qué despertar?
       —No me parece cuerda una persona que está siempre soñando…
       —Los de tu raza, Geo, están despiertos siempre, pero nosotros, no; de día y de noche soñamos. Un sueño me parece el que nos hayamos encontrado. Si hubiéramos estado despiertos no nos encontramos. Y esa vez hablaste poco. Yo te miraba. ¿No te fijaste? Mudo, perdido en tus pensamientos, te veía con un contento extraño, mientras Kind predicaba que el progreso aquí, que el progreso allá… Otro sueño… Pero vamos andando, que se nos hace tarde…
       Y tras los primeros pasos, agregó:
       —Cierra los ojos, Geo; no pienses, siente. Es horrible estar junto a una máquina de calcular. Cierra los ojos, sueña…
       —No tengo tiempo…
       —Pero si el que sueña vive siglos. Ustedes son como niños, porque no se envejecen por dentro. Por fuera se envejecen, son adultos siempre, adultos aniñados. Hace falta soñar para envejecer la sangre.
       —La pesadilla de perderte, de que perdieras el equilibrio y te arrastraran las olas… A eso le llamas tú soñar…
       —¡Bobito; yo muchas veces, sola, con Chipo Chipó hice antes el recorrido, y te traje para vencer tu orgullo, para oírme llamar desde tu corazón!
       —A un hombre como yo…
       —Y gritaste, Geo; me llamaste como no habrás llamado a nadie…
       —A un hombre como yo no le está permitido salirse de la realidad. Nada fuera de los hechos.
       —Materialistas, en una palabra…
       —Nosotros, business; fantasía, ustedes… Por eso vamos a encontrarnos siempre en polos opuestos. Mientras nosotros nos volvemos cada vez más concretos, más positivos, ustedes se van volviendo ausentes y negativos, inservibles…
       —Pues, Geo, no les envidio las ganancias…
       —¿Por qué?
       —Porque debe ser horrible vivir en perpetua realidad…, tener los pies grandes… —Y entre seria y sonriente, con los ojos llenos de picardía—: Mientras a nosotros se nos achican los pies, a ustedes les van creciendo… Nosotros no estamos en la tierra. ¿Para qué queremos pies? Y ustedes están cada vez más sobre el planeta y para eso hay que tener pies grandes, muy grandes…
       Chipo Chipó vino en busca de ellos. Cruzaban la playa algodonosa de sombra, humedad y espuma, silencio alunado, rumor de palmeras.
       —Llegó una locomotora nuevecita —le explicó Chipó—, y diz que soltó buen golpe y le hizo al freno. La imponen como a cualquier animal. Traiba jalón de carros, con gente y fruta. Vino su mamá.
       —¿Dónde la dejaste, Chipó?
       —En mi casa…
       —Extraño que no se apeó donde mis padrinos.
       —Llegó con el comandante y se quedaron mermando el silencio con míster Kind. Por un poco lo agarran sin el brazo. No lo tenía puesto. Yo se lo tuve que alcanzar. ¡Pobre! Con el calor se lo quita. Le molesta. Le molesta y es mucho fastidio. ¿Por qué no, mejor, se deja la manga vacía? Así digo yo. Menos carga. Si uno pudiera quitarse un brazo, una pierna y los huesos que más pesan, andaría aliviado. Es mucho esqueleto el que cargamos y cansa.
       —Vas a conocer a mi señora mamá… Es mucho más joven que yo… ¿No lo crees?.. ¡Qué hombre!… Ni sueña ni cree… Voy a casa a cambiarme de ropa… ¡Dios libre mamá me fuera a ver destilando agua!…
       Doña Flora —a ella le gustaba que le dijeran Florona, al diminutivo no contestaba, igual que sorda, y cuando alguien de confianza la llamaba Florita, respondía: «¡Tu florita aquí te la tengo escondida», señalándose por el ombligo—. Doña Flora, después de la presentación de Geo Maker Thompson, abrazó a su hija temblando. Siempre que la volvía a ver la abrazaba presa de aquella sensación inexplicable. Cuando, durante sus estudios, después de largos siete meses volvía del internado del colegio, en la capital, y cuando como ahora, tras quince o veinte días de tenerla de temporada en el puerto donde sus compadres Aceituno, se encontraban, doña Flora temblaba, porque a fuerza de ser su hija tan diferente a ella, mujer práctica, le parecía abrazar a una persona ausente, a un habitante de la luna.
       Maker Thompson quiso halagar a doña Flora, confesando que la encontraba primaveral como su hija, pero la joven señora, otoño y primavera, sin dar oídos a lisonjas que sobraban en el terreno de los negocios, continuó hablando:
       —Como dice el comandante, señor Kind…
       —Sí, sí; yo digo que los particulares venden a ojos cerrados si se les paga buen precio. Son tierras que no valen mayor cosa: pantano, monte, mucha culebra, plaga, calentura; pero habrá que ofrecerles bonito, más de lo que les cuestan, porque para ellos significan el pedazo en que nacieron, lo que heredaron de sus padres y del que no van a querer salir si no se les alucina con el montón de «pisto» por delante.
       —En los ejidos se puede empezar a plantar para no perder tiempo —intervino doña Flora—, y empezar a comprar a los que vendan tan con tan, pagando el precio que pidan.
       —En eso no hay problema —dijo Kind—; el problema está en los que no quieran vender. ¿Qué se hace, qué hacemos con los que por ningún precio quieran vender sus tierras?
       —Allí —suspiró doña Flora— ya entra mi señor comandante. Acabado don Dinero, empieza don Fusilo.
       —¿Y ustedes creen que no les podría fusilar? —se atizó los bigotes carbonosos la primera autoridad—; si la patria necesita del progreso y ellos con su negativa cerrera lo obstaculizan, lógico es que la traicionan.
       —Eso— acentuó doña Flora encarándose al comandante, dejando en paz el abanico— es lo que usted les tiene que hacer ver: venden o se hacen de delito.
       —Lo malo —reflexionó Kind antes de hablar— es que según nuestros informes, los vecinos en ese caso recurrirán a las municipalidades, y las municipalidades pondrán el grito en el cielo.
       —Dos municipalidades —precisó el jefe militar, masa blanca por el uniforme de lino en la oscuridad del rancho, tratando inútilmente de juntar sus piernas de gordo, al tiempo de tomar espacio hacia atrás en el espaldar de la butaca.
       —Bueno, pero son muchos; dos municipalidades son muchos para fusilarlos a todos…
       —Fusilar, no, señor Kind, pero «pistearlos» sí… «Pistearlos»… Se mata de muchas maneras… Hay muchos fusilados con balas de oro…
       —¡Muy bien, doña Morona, muy bien!… Aunque no sería del todo malo hacer también un escarmiento con bala de plomo…
       —Los dos son metales, comandante, pero todos preferimos las balas de oro…
       —Pues ya va a ver que no —reaccionó el comandante atizándose a dedazos los bigotes—; habrá los que por ningún precio se dejarán sacar de sus tierras. ¡Ah, los hay! Y entonces tendremos que proceder. El progreso exige que desalojen las tierras para que los señores las hagan producir al máximo; y saliendito o dejandito el pellejo. Bala de plomo o bala de oro, sin titubeos; mano dura, sin contemplaciones; y el llamado para eso, según mi opinión, es el señor Maker Thompson, partidario de la fuerza, como le oí decir el otro día en el comedor. Se me grabaron sus palabras: a los hombres se les domina por la fuerza o se les deja en paz. Se les domina para hacerlos progresar, ¿eh?, se entiende, para hacerlos progresar, como a los niños que se les castiga para su bien, para su progreso.
       Mayarí levantó las pupilas de ébano para interrogar a Geo con aquellas dos astillas de madera preciosa; pero ya éste, entusiasmado por la alusión, afirmaba a toda voz la necesidad de seguir una política de avasallamiento en la conquista de aquellas tierras, necesarias en su totalidad, no en fragmentos, pues así y sólo así serían útiles al progreso de la región, donde se proponían realizar gigantescas plantaciones de bananos…, millares de plantas…, millones de racimos…
       Sin pensarlo dos veces, doña Flora apoyó al comandante en lo que les proponía. El señor Kind, más diplomático, debía marchar a la capital a entrevistarse con las autoridades superiores y obtener las órdenes del caso; y el señor Maker Thompson, hombre de los que entran a la vida mandando, como dijo la misma doña Florona, impresionada por el físico y el modo de pensar de aquel mu-chachón gigante, debía internarse en la selva.
       —En la capital —sugería el jefe militar—, el señor Kind debe lograr que el ministro de Gobernación llame a los alcaldes en el término de la distancia y les haga sentir que el gobierno tiene interés en que los vecinos vendan sus tierras, estén o no estén cultivadas, por ser indispensables al adelanto del país. Nadie negará que vale más el progreso de la nación que el que unos pinches costeños se aferren a lo malsano en plantíos que apenas les producen.
       —¡Y como se les van a pagar, no es robo, es compra! —exclamó doña Florona.
       —Y el joven Geo, Geo, como le dice Mayarí… —¿Qué insinuaba el comandante? Que vieran, que vieran que no se mamaba el dedo; miraditas, suspiros, arrumacos, más de parte de ella, porque lo que era él, como muñeco de palo—. Y el joven Geo a la selva. En su finca, doña Flora, puede este caballero hacer su cuartel general, sembrar lo que se pueda; hay mucha tierra en las márgenes del río a propósito para guineo; comprar a los que venden y ver qué medida se toma con los reacios al progreso… —Y ya de pie, golpeando amistosamente la espalda a Maker Thompson—: Porque agallas no le faltan al Papa Verde. Le luce el nombre.
       —Buena la hace el comandante —se oyó la voz de doña Florona—; ni calor ni zancudos para el señor Kind… ¡Quién fuera diplomático!… La capital…, sus días tibios…, sus noches que ni soñadas… Aquí en la costa soy la mujer práctica, pero cuando estoy allá me entra la sueñera y divago horas enteras, como si en los ojos me cayera del cielo polvo de mundos dormidos. Y la conversación está muy buena, pero yo tengo muchas cosas pendientes. Vamos, Mayarí…
       Y al salir a la puerta que daba a la calle, donde apenas se veía nada que no fuera la inmensa noche caliente —las estrellas picaban los ojos como polvo de chile de oro—, doña Flora soltó un grito al dar con un bulto, para luego exclamar:
       —¡Y este Chipó oyendo lo que se habla! ¡Cuidado vas a repetir lo que has oído, vos, Chipó, porque son cosas muy delicadas!
       El comandante, de dos pasos, se puso frente al sorprendido Chipó para castigarle. Su cara indefensa, temerosa, vacía como las caras de los indios, mientras le amenazaba de muerte si repetía media palabra de lo que acababa de escuchar, se contrajo dolorosamente, como si allí la piel fuera más viva, al primer fuetazo.
       —¡Amarrado te vas a ir a la capital, indio abusivo, y no vas a llegar vivo, media palabra que yo sepa que repetiste de lo que se habló hoy aquí!
       Kind adelantóse para intervenir. Nunca había visto que se le pegara a un hombre como no se le pegaba a un animal, en la cara; pero se interpuso el brazo fuerte de Maker Thompson.
       —¡Usted me ha dicho que es partidario de la política de no intervención!
       —¡Pero le está pegando!
       —¡Con mayor razón, pues si hemos de intervenir, siempre será en favor de los que pegan!
       La sirena de un barco cuajó su sonido en la distancia. El manco no dijo nada, pero cuando estuvo en la nave blanca que había entrado a cargar correspondencia, comunicó a Geo su decisión de volver a Nueva Orleáns. Ya su equipaje estaba a bordo, y al despedirse, sacando la voz sobre el barullo del cadenaje que levantaba el ancla, gritó en inglés:
       —¡Somos el hampa, el hampa!… —Ya no le oían, sólo se veía su mano de muñeco—. ¡El hampa de una nación de las más nobles tradiciones!



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