Miguel Ángel Asturias
(Ciudad de Guatemala, 1899 - Madrid, 1974)

Viento fuerte (1950)
(Buenos Aires: Losada, 1950, 205 págs.)


I

      Ya no era fuerza que dieran signos violentos de alegría. Toda la desvelada multitud estaba inerte, suelta, esparcida, después de haber pasado días y noches trabajando. El terreno en que se hallaban unos sentados, otros acostados, parecía totalmente dominado por ellos. Todo dominado, menos el húmedo, el inmóvil, el cegante calor de la costa. Se impuso la voluntad del hombre. Manos y equipos mecánicos modificaron el terreno. Cambios en el desplazarse natural de los ríos, elevación de estructuras para el paso de caminos de hierro, entre cerros cortados o puentes o rellenos, por donde máquinas voraces consumidoras de árboles reducidos a troncos verdiones, transportaban hombres y cosechas, hambre y alimentos. Caían los árboles, mientras otros amanecían plantados defendiendo del azote del viento sementeras preparadas para ciertos cultivos, y, en los barrancos, como en los intestinos de la pobre bestia fabulosa, domeñada, destrozada y siempre viva, se trabajaba removiendo las rocas, trasladando toneladas de la escasa piedra que por allí se encontraba o bien aprovechando desequilibrios topográficos, para soltar el paso alborozado de corrientes de agua turbia, sucia, menesterosa, que más abajo se limpiaba y fluía por valles de encendido color verde.
       Adelaido Lucero respiró con los pulmones en los cachetes todo el aire de la costa, desnudo hasta la cintura, con un pantalón que más era taparrabo, y, bajo sus ojos ambulantes en la inmensidad, quedó la mínima porción del grupo de gente trabajada que llegó de todas partes con hambre, vestida casi de harapos, huesuda, con el pelo sin cortar, las barbas ensuciándoles la cara rústica, ¡ay, Dios…!
       Sus manos callosas, sudadas, endurecidas por el trabajo, siguieron la faena con garbo de hombre arrecho
[valiente, esforzado, animoso]. Agacharse, levantarse, agacharse, levantarse…, todas las vértebras de la espalda afuera, igual que espinazo de culebra cobriza…, agacharse, levantarse, cerrando y abriendo la bisagra de la cintura para llenar de piedras y piedrones plataformas de ferrocarril que una locomotora con mil años de uso llevaría, desde aquel apartado desvío de la línea, a la trituradora, maquinón que toda la piedra que embuchaba la vomitaba en aguaceros de piedrín.
       El mar, aquí más bravo que en la otra costa, formaba el fondo de todo con el eco de sus turbulencias. Horizonte auditivo que se hacía visible línea de fuego azul, cuando alguien se encaramaba en un cerro a echarle a la divisada, desde muy lejos o de más cerca; los recién llegados, curiosos por saber cómo era el mar Pacífico, se subían a los palos altos y lo encontraban con su color creolina de leche verdosa en la mañana y, por las tardes, igual que un aguacate partido con la pepita roja.
       Prójima peligrosa la costa. La vegetación chaparra, enmarañada, lo cubría todo y, en esa telaraña verde de pelos enredados, la única señal de existencia animal libre eran bandadas de pájaros de matices tan violentos como fragmentos de arco iris en contraste con gavilanes de ébano y zopilotes de azabache, todos destacados en la profundidad de la atmósfera que, con la vegetación, formaban una sola ceguera caliente.
       —¡La calora, vos, Cucho! —dijo Adelaido Lucero a un compañero jiboso, curcucho,
[jiboso, jorobado] que le quedaba cerca, entre los treinta y seis mozos que sacaban la piedra para el rosario de plataformas de un ferrocarril crujiente; el fierro también se queja bajo el peso de las rocas fragmentadas por la dinamita y las almádanas.
       —¡La calora, vos, Lucero!
       Los cuadrilleros pasaban uno tras otro o en grupos de cinco, de diez, con toda clase de herramientas, guiados por el caporal hacia las hondonadas en que el silencio se los tragaba, el silencio y el hervor perceptible de las especies animales ínfimas, invisibles, pero latentes, orquestales, frenéticas, a medida que el sol llegaba sobre hogueras de vegetación inmóvil y vaho de marismas, a la brasa del mediodía.
       El jadeo de los peones que trabajaban con Adelaido, parecía envolver las piedras que se movían del suelo a las plataformas, en una afelpada materia de fatiga humana que mermaba el choque.
       Pero no era eso. Lo que pasaba, bien lo sabía el Cucho, es que llegaban a ensordecer después de horas y horas en aquel agacharse y levantarse y, como el jadeo les quedaba más cerca de los huesos de la cabeza, solo oían el abrirse y cerrarse de su pecho, caer y subir los brazos y las manos, al clavar dedos y uñas en la tierra floja para asir las piedras y lanzarlas a lo alto de cada plataforma, abajo, arriba, abajo, arriba, abriendo y cerrando la bisagra de la cintura.
       Sordos a todo lo que no fuera su propio jadeo, ciegos por el polvo que levantaban, pegajosos de sudor, el silbato del jefe escondido en una caseta improvisada con caña brava y techo de pajón marcaba el alto del almuerzo.
       Las mujeres eran unas crueles embusteras, risa y risa, mientras les vendían tortillas, queso oreado, chorizos, morongas, güisquiles
[fruto de la planta trepadora güisquilar. También se le denomina chayóte y pataste] cocidos, yuca, rellenos de plátano, frijoles parados. Ellos, después de beber agua en un grifo, sin acercar mucho la boca porque el sol lo ponía como punta de asador, se medio lavaban la cara, se pasaban agua fresca por la cabeza y, tras secarse con las hojas que les quedaban cerca, cuidando no fuera a ser chichicaste, volvían la cara ambiciosa a la comida traída por las almuerceras.
       De las tortillas de maíz chorreaban salsas de chile verde, frijoles, carnes gordas, papas en amarillo, trozos de aguacates, queso y tortas con bañaduras picantes y mantecosas. En trastos de peltre que fueron tazas se vaciaba de las tinajas leche con café, agua de leche con millares de puntitos negros, como pecas del mismo café molido, y en las tazas llenas hasta los bordes paseaban con todo y dedos, con todo y uñas, los pedazos de tortilla o trozos de pan, para luego llevarlos, ya casi hechos sopas, a la boca, entre mosqueos y bigotes.
       El olor de las mujeres era tan pronunciado que los hombres se les arrimaban con la intención de allí no más tumbarlas y como echar piedra a las plataformas, con la misma voluntad de trabajo en la cintura y el mismo acecido en las narices; pero las mujeres formaban un nudo ciego de comidas, trenzas, chiches
[seno] calientes en las camisas mugrosas, bultos de nalgas, y se les escurrían entre promesas y aceptaciones vagas de presente, pero siempre cumplidas como que muchas de ellas estaban bien embarazadas.
       El pitazo del jefe daba la señal de reanudar la tarea. Aún paladeaban la comida; siempre por bien que comieran se quedaban con hambre; y a seguir en lo que estaban.
       Alguien gritó. Un tetuntón de doscientas libras le había alcanzado la punta del pie. Le cortó casi dos dedos. El jefe vino, después que lo fueron a llamar, con la pipa en la boca, los anteojos cabalgándole hacia la punta de la nariz colorada en la cara blanca, y ordenó que lo llevaran a la galera improvisada cerca y donde se guardaban herramientas, ropas y los canutos de bambú con agua, que en lugar de tecomates
[especie de calabaza de cuello estrecho y corteza dura, de la cual se hacen vasijas] usaban los trabajadores. Y allí lo pusieron sobre una manta, mientras avisaban más lejos.
       El dolor le cerraba los ojos largos ratos largos… Todo lo macho que era, a medida que el dolor lo asfixiaba se le iba convirtiendo en niñez, en infantilidad. Se quejaba como un chiquillo. Pantaleón López. Le remojaron los labios secos. Se adormeció más vencido por el sufrimiento que por el sueño. Los demás temían que se hubiera muerto. Pero no. Se privó con el calorón de la tarde que no llegaba nunca a refrescar del todo.
       —¡Cucho, cuesta domar la tierra!
       Adelaido Lucero sacó la cara a la noche oscurecida por el relente de la tiniebla sin luna, sin estrellas, con una que otra luminaria en los campamentos.
       —¡Vos, ves, hoy jue Pantaleón, mañana será uno de nosotros! ¡Dios guarde…!
       —Si fuéramos a contar, vos, Cucho, sería la de nunca echar la raya para sumar el total. Son tantos que no sé cómo es que uno está vivo y coleando. Cuestión suerte. Quién sabe. Pero de lo que uno se convence en estos trabajos es que al que le toca le toca. Con decirte que yo iba con León Lucio, el chino, cuando lo mató la cascabel. A mí me pasó primero por los pies y no me hizo nada. Él fue el bueno. Pobre. Se infló. Al mister que cuidaba el campamento noté que se le arrugó todo. Aquel pobre viejo de las nalgas chupadas que se volvió loco. Para mí, vos, Cucho, que lo picó la araña que da una fiebre tan fuerte, tan violenta, que en segundos ataca al cerebro. Jobaldo también por poco se muere, después del tuerce que les entró a todos esos que con él llegaron de Jalpatagua. Tres de ellos pararon aplastados por aquellos paredones de arena que se les vinieron sobre la coronilla, mientras estaban haciéndole el cabe a la peña por debajo.
       —Pero que esto sale, sale —dijo Cucho que hablaba donde estaba la brasa de un cigarrillo— pues qué hombres para tener voluntá, para saber lo que están haciendo y para no andarse con chiquitas…
       —Y para tener pisto
[dinero], decí vos, porque sin ese señor doradioso aunque uno quisiera que las cosas salieran, no saldría nada. Voluntá… ¡Mucha podés tener, pero si no tenés brea [dinero en jerga], se te va el esfuerzo en lo poco que podés abarcar!
       —Y saben lo que están haciendo…
       —No te lo niego. Además…
       —Que hacen las cosas en grande, ¿eso ibas a decir? Y es de que solo así se puede, cuando hay que arrebatarle a lo malsano tierras para siembras en que pueda vivir gente.
       De lejos, con el viento llegaban bocanadas de alquitrán, el olor penetrante nada más, y por las vías, a la distancia, pasaban luces de vagones de ferrocarril. No descansaban ni de día ni de noche. La tala devoraba árboles para los hornos de las locomotoras, las trituradoras, las otras máquinas que calentaban con fuego de leña; el trabajo devoraba gente y más gente, herramientas y más herramientas; rocas que se esponjaban en el fuego parejo de los hornos, convertidas en cal pechugona, blanca, y en las construcciones los cimientos y los muros devoraban piedras y más piedras, para rellenos, puentes y diques en que se atajaba el agua que como un sueño profundo seguía moviéndose suavemente hasta precipitarse en las turbinas, para dar nacimiento a la energía eléctrica que en hilos de metal empezó a repartirse por todos lados en forma de luz, de shute
[aguijón de la avispa] de avispa de fuego que entre chisperío y halos azules perforaba rieles, hendía planchas de acero o juntaba cabos de metales en unión eterna.
       El progreso de la empresa repartía un contento de triunfo entre todos. Grandes y chicos, en la jerarquía del trabajo, participaban de aquel gozo del hombre que vence al enemigo, porque todos se sentían igualmente partícipes en aquella victoria conseguida, como en cualquier lucha guerrera, a costa de muchos sacrificios, de heridos y de muertos, sin contar los mutilados. Y como en todo ejército había los desertores, los que en llegando al campo de batalla volvieron la espalda acobardados, sintiéndose incapaces de sobrevivir físicamente a la epopeya.
       Adelaido Lucero pegado a Cucho, ambos sacudiéndose con un ataque de frío palúdico, indagaban con husmeos de nariz, como perros arrebiatados a dónde los llevaban entre tanto enfermo, hacinados en un vagón en que se echaron sobre el piso unas cuantas pacas de heno para que les sirvieran de colchón.
       Por fin llegaron a una improvisada construcción de madera pintada con albayalde, blanca por fuera, color de madera por dentro, donde se movían unos hombres engabachados que les metieron en la boca unos tubitos de vidrio con sabor a guaro
[aguardiente de caña] —el alcohol con que los limpiaban—; les agarraron la vena del brazo para sacarles sangre, todo esto sin siquiera verlos bien; habían visto a tanto enfermo que qué se iban a andar fijando en uno de ellos, y les dieron, en unas cajitas redondas, unas píldoras que dijeron eran buenas para las calenturas.
       Después de beberse las primeras píldoras, Cucho sintió el remojón de la espalda y Lucero también sintió que le llovía atrás. Curioso mal. Da frío caliente y calor helado. Frescos, sin dolor de cabeza, sin la saltadera de los sentidos, animados, con ganas de levantarse, de hacer algo. Se toparon las caras. A falta de espejo uno a otro se podía contar cómo estaba de pálido, cómo tenía los pómulos salidos de tan flaco, las orejas allá atrás sin sangre, los ojos vidriosos, los labios resecos, delgados, y las encías amarillentas.
       Separaron los caminos. Cucho empezó a toser. No solo él, bastantes, y a todos esos bastantes se los llevaron lejos, a botar a la capital, donde el clima más benigno, les dijeron, tal vez los mejoraba. Adelaido Lucero, ya en carnes, recordaba los brazos huesudos de su compañero cuando lo abrazó para despedirse. Era un muerto que le decía adiós.
       —Cucho, me da remordimiento, porque yo te traje aquí…
       —Brutencias tuyas, yo me vine por mi gusto, acaso era un muchachito chiquitillo para que vos me trujeras fuerza por fuerza, y no me ha pasado mayor cosa, con el clima frío, sin esta calora del diablo, me voy a parar de nuevo, ya vas a ver vos que regreso…, no te desmandés…, cuidate…
       El tren se iba. Un tren que se detuvo frente a una estación que parecía que no estaba puesta en la tierra sino colgada de los madrecacaos, de los guarumos
[árbol de tronco hueco, muy abundante en las costas centroamericanas, con hojas grandes parecidas a las del papayo], de los bejucos, de las ramazones. Todo el piso estaba cubierto de cáscaras y hojas medio secas de eucalipto. Unos disparos de electricidad celeste retumbaron más abajo, hacia la costa. Dos, tres esqueletos de chucho cojearon al correr por los durmientes en que se apoyaban los rieles que se perdían al llegar a la curva, donde un puente vestido de quiebracajetes [enredadera silvestre que crece en las cercas de los solares y da en el otoño flores de diversos colores] corintos, azules y blancos, dejaba pasar el río por debajo, como un ferrocarril de agua que iba más aprisa al acercarse al mar, que era su querencia.
       Adelaido se desperezó todo lo que pudo, se ladeó el sombrero y, sacándose la guarisama
[especie de machete] del cincho, lo llevó colgado de la mano, medio arrastrándolo de punta por el suelo, hasta el pueblecito que se había formado no lejos de la estación.
       Hizo las compritas que le precisaban, las echó en las arganas, se detuvo a envolver un cigarro, lo prendió, y se fue, pues. Ya todo entablado a lo largo de ese nuevo mundo verde en que nada había de arbitrario, con los caminos trazados bajo millares de hojas que desprendidas de troncos carnosos, de escamas con barbas de pescado seco, unos, otros con color de carne de mamón, en la rama larga como un remo parecían perder su sentido de carnosidad que les nacía del tronco y adelgazar sus hojas igual que alas de mariposas. La sensación del remo que está fuera del mar al penetrar en el aire caliente producía cada hoja del bananal sobre la cabeza de Lucero. En una cruzada de caminos, topó a un hombre de pies hinchados, muy hinchados, a quien apodaban el Nigüento. Llevaba los pies envueltos en trapos que más eran costras, mostrando la punta de los dedos como papas podridas. Se le quedó viendo con sus ojos de viejo triste y le preguntó si no había encontrado a una muchacha que se le acababa de ir huida. Una su hija. Lucero le contestó que hasta la estación, no.
       —Pues tal vez, me hace favor, usté, tantito —le dijo el Nigüento—, de buscarla; y si la ve dígale que me morí.
       —Si la veo por ai, le digo, y mejor es que se regrese a su casa, pues es malo que ande aquí tan solo, pues le puede agarrar un mal calambre y para qué quiso más.
       —Más calambre que el que tengo en los pies. Siento, desde hace muchos años, los pies dormidos, como si en lugar de pies me hubieran puesto dos tetuntes
[piedras que se ponen junto al fuego]. Vea si me la ve…
       Detrás de un grupo de árboles oyó Lucero un ruido de enaguas y al volver la cabeza se encontró la carita trigueña de una muchacha que le decía que se callara, apoyando sus dedos sobre los labios.
       —Pues si por ai la veo, le doy su recado —recalcó Lucero haciéndose cómplice de la muchacha.
       El Nigüento siguió arrastrando las almohadas de sus pies, queja y queja, entre las hojas de los árboles de sombra o chichiguas
[hembra que está criando]. Adelaido Lucero se dirigió a donde estaba la muchacha escondida.
       —Eso es ser malo —le dijo al acercarse— y con esa cara tan bonita ser tan mala, no está bueno. Porque, según él, es tu tata.
       La flor trigueña bajó los ojos ante el reproche, aunque toda su cara se puso en movimiento con la más graciosa mueca, para significar que poco le importaba la opinión de Lucero. Y echó a andar sin decir palabra, arrastrando los pies, primero, para levantar polvo, y luego ligero, ligero.
       Adelaido la contempló de la cintura a la cabeza con una camisa rosada, y de la cintura a los pies con una enagua amarilla; las trenzas negras sobre la espalda bajo el rebozo, y la dejó ir sin decirle nada. Por estarla viendo se le cayó el machete, y apenas si tuvo tiempo para quitar el pie, que si no se lo trueza.
       —Cualquier cosa, menos que vos te caigás cuando yo no estoy atento, y malo que sos —dijo al machete, ya al tiempo de recogerlo— me querés significar que machete caído, muerto yo.
       Los bananales emboscados por ese lado esperaban una buena limpia, un corte de todo lo seco que se les iba quedando adherido, aunque más parecían plantas enfermas como el Cucho que se fue ya solo orejas, enfermas como el Cucho porque, como él, tosían las hojas a soplo del viento.
       En todo esto se quedó pensando Lucero, mientras la muchacha se perdía. Y allí se queda si no se ladea el sombrero, suelta una escupida y articula, igual que hablando con otra persona.
       —¡Ay, papo, si para luego es tarde, la alcanzo!
       Le salió adelante por un camino bien ancho, propio para que pasaran las máquinas de echarle ácidos dulces y coloreados de azul a los bananales, para que no se enfermaran. Una máquina estaba en su sopor, espolvoreándolos con lluvia adormecida. Mariposas juguetonas se veían, y de rato en rato, en lo más adamado de lo profundo, el canto de los cenzontles divertía el oído.
       —Chicotazos te tocaban conmigo, de ser yo tu tata…
       —De ser —le contestó ella—, pero como no es…
       —Y para onde es que vas…
       —No ve, pues, que para onde llevo la cara; ahora, si quiere, ando sin ver, para atrás… —y se echó a caminar de reculada, mientras le decía con el gesto más feliz del mundo— ¡ahora voy para onde llevo su cara!
       —¡Insolente!
       La muchacha andaba tan aprisa para atrás que se alejaba casi volando. Lucero se le acercaba, sin lograr alcanzarla. Y así recorrieron buen trecho, ella para atrás, para atrás, para atrás, y él siguiéndola.
       —No me vas a decir que no te caería bien un tu buen marido…
       —Pero como nu hay…
       —Bien que hay, para vos hay… —dijo Lucero apurando el paso.
       —Pero como mi tata no quiere que me case…
       —¡Qué sabe tu tata de esas cosas…! —abrió más el paso.
       —¡Para que no, si jue casado con mi nana después de haber sido casado y viudo; dos veces casado, si sabrá!
       —Sabe la parte del hombre, pero no sabe la parte de la mujer, que es la tuya… —iba tan ligero que no se le entendía.
       —Pero mi nana tampoco quiere que me case. Ella sabrá por qué.
       —Pues porque no has encontrado un hombre que te convenga.
       —Ni lo encontraré, porque yo quiero un hombre güeno, y como eso nu hay.
       —¿Quién dice que no hay…?—ya era carrera la que llevaban; un momento después Adelaido se detuvo y ella también, a prudente distancia.
       —¿Cómo se llama usté?
       —Adelaido Lucero, por qué…
       —Por saber; yo me apelo Roselia de León, para servirlo.
       —Eso digo yo, para servirte en todo lo que sea mandado o no, pues quedría servirte al pensamiento… — Adelaido adelantó pasos que ella ganó hacia atrás.
       —¡A todas les debe decir igual!
       —A muchas, pero a vos te lo estoy diciendo ahora.
       —Pues quiero que me sirva de padrino de confirmación, ahora que va a venir el obispo.
       —Padrino… —Había logrado agarrarla de la muñeca y la detuvo para que no siguiera alejándose de espaldas.
       —Suélteme…
       —Si te parás a hablar conmigo…
       —Mejor no hablar, mejor siga su camino…
       La gritería que armó una mujer con cara de lechuza al encontrarlos, cuando él la tenía del brazo y ella forcejaba por escapar, no fue para menos. Y con la mujer cara de lechuza salieron otras gentes, mujeres la mayoría y chiquillos y perros que ladraban. Todos como brotados del suelo. La soltó en el acto, pero de nada le sirvió, porque la vieja y las mujeres seguían gritando y los perros ladrándole.
       Lo acusaron entre la vieja lechuza y el Nigüento, que llegó sobre sus almohadones, sin hacer ruido al andar, igual que nadando, de todo, con su hija. ¡Menor de edad! ¡Menor de edad! ¡Menor de edad!, gritaban los viejos, babeando algo así como saliva que era más bien agua de rabia.
       El machete fue lo primero que le quitaron los soldados que a los gritos bajaron alarmados de la comandancia. Lucero fue por bien. Atrás armaban nueva dificultad los padres de la muchacha, quienes se oponían a que la patrulla cargara con ella a declarar al juzgado. No hubo manera. Detrás de la muchacha, el Nigüento renqueando y la vieja lechuza despidiendo olor a caca y sebo, subieron hasta un pequeño collado, donde, entre palmeras, estaba la comandancia y el juzgado.
       El que fungía de juez de paz, suprema autoridad en aquel lugar, liquidó el asunto en seguida.
       —Adelaido Lucero, recibís como mujer a la que fuerceaste, o te vas a la cárcel toda tu vida.
       —No le hice nada, que lo diga ella si la tenté siquiera —se defendía Lucero.
       —No le hice nada… —respingaba la vieja—, y la arruinó.
       —¡Sinvergüenza! ¡Bandidote! —acercaba el tizón de su furia, el Nigüento— supo que yo la andaba buscando, le encargué que la hallara y al encontrarla la, la, la… —de los ojos perdidos en arrugas y pelos de barbas y cejas, brotaba un llanto de padre ultrajado. La vieja lechuza también se contentaba con llorar a gritos.
       Roselia de León, bajo el peso de la vergüenza, había perdido volumen, era una pequeña bestiecita con ojos de gente, seca la boca, la lengua como si le hubiera picado un alacrán. Sin poder juntar dos lágrimas, por más que parpadeaba y volvía a ver a todos lados, apenas si con las manos rompió el rebozo de tanto retorcerlo y de querer como abrirle agujeros.
       —Pues mineada antes o después, os encontráis en los momentos más solemnes de vuestra vida, cual es aquel en que celebráis nuestro matrimonio. —El funcionario hacía de cuenta que era él el que se casaba.
       —…Nadie sabe. Yo salí a despedir a un mi amigo que iba malo para la capital y al día siguiente desperté con la Roselia —contaba años después Adelaido Lucero, cuando se hablaba de casamientos. De sus amigos, lo cierto es que casi todos se casaron con la voluntad del guaro—. A mí, al menos cuando me jodieron, estaba en mi juicio.
       La construcción de Adelaido Lucero avanzaba a fuerza de ladrillo, fila sobre fila, mezcla y mezcla y cuchara, todos los domingos y feriados y ratos sin mucho sopor, algo así a la entrada de la tarde en que hacía de albañil. Buen cimiento y las paredes con su peso a plomo. El techo fue más trabajoso. Pero se hizo. Un buen día los ojos de la Roselia no toparon el descampado encima de la casa, sino lo oscuro de las tejas sobre las vigas madres y los travesaños. Era aquella tiniebla como si la casa tuviera trenzas y se le vieran por dentro. Trenzas olorosas a madera recién cortada, a tierra mojada, a repollo fresco.
       Lucero batuqueaba la pintura en unos botes de lata, para pintar la casa. Explicó a su mujer: lo de arriba de la pared rosado, y el zócalo, amarillo. Ella le replicó que así quedaría feo. Y él le daba la razón de lo feo.
       —¡Es que así ibas vestida Roselia de León el día en que te vide por primera vez!
       Cuánta ternura puso entonces en los brochazos que lamían la sed de las paredes hasta quedar de bonito color parejo. Se bendijo. A falta de cura, alguien echó el agua bendita. Por allí no fácilmente había padre. Se bendijo con una media fiestecita. Los amigos. Se adornó con cadenas de papel de china, color azul y verde; se pusieron en los pilares manojos de cañas bravas amarradas con bejucos floreados; se regó pino en los pisos de ladrillo nuevo y la Roselia, para completar la fiesta, resultó vestida con la enagua amarilla y la blusa rosada, solo que ya no le venían, había que darles de adelante, porque estaba preñada.

II

      De todos los tecolotes [búho], de todas las lechuzas, de todas las aves nocturnas sacó su fealdad de vieja la que era su suegra. Así lo consideraba Lucero el día de la fiesta de la echada del agua bendita a la casa y se le hacía cuesta arriba que aquella señora fuera la madre de su preciosa costilla, a quien los meses de merecer, lejos de perjudicarla en el físico, resultaron mejorándola.
       Al irse los invitados, al quedarse solos, ella se acercó a su esposo, y no porque se hubiera tomado dos copas de vino generoso, casi de consagrar, sino porque lo sentía nacido del hijo que llevaba en su vientre, le pasó el brazo por la espalda, mientras Lucero, sentado en una banca alta jugueteaba con los pies como un chiquillo para quien, concluida la casa, había terminado el juguete.
       La tierra que por la costa, es pura vida se le pegaba a la planta de los pies a la mujer, como una lengua ardiente al cielo de esas bocas que los pies tienen abajo, y le lamía lentamente hasta comunicarla una especie de cosquilla por todo el cuerpo, cosquilla que solo se le apaciguaba cuando Adelaido le pasaba la mano por encima de los pechos, por el vientre, por las piernas, como si no hubiera peligro de muerte en el paso que le esperaba… ¡Ah, sí…! Como si no anduviera la muerte desperdigada en la atmósfera de la costa a la par de la vida, y se hiciera presente al menor descuido del indefenso ser humano que, en aquel marco de gran naturaleza, era tan pequeño, tan insignificante que no pasaba de ser una de las miríadas de hojas que al caer muertas otras sustituyen.
       Marido y mujer se paladeaban el sueño que les enturbiaba los ojos como un descanso en medio del calor, como si durante el sueño salieran de la costa y fueran de paseo al buen clima de la montaña; y eso que donde Lucero construyó su casa, en Semírames, soplaba medio fresco toda la noche. Más abajo, hacia el mar, el dormir era ahogarse con todos los sufrimientos del asmático, en espera de la aurora en que el calor seguía igual. De los catres de tijera, al amanecer colgaba el brazo de ella, se quejaba dormida, y la cabeza de Lucero con el pelo en la cara.
       La suegra los sacó del sueño. Se aplanchaba las ropas, dormía vestida, se pasaba las manos por el pelo como si se hubiera traído el relleno del colchón pegado en la cabeza. Semírames no le quedaba cerca, pero como desde el alba se fue su marido, tuvo tiempo de llegar a casa de Lucero, antes que los esposos despertaran.
       ¡Y esta vieja…!, se dijo el yerno, tomando conciencia de la realidad que empezaba a teñirse de rosado en la luz del día, entre el canto de los gallos salteado y los ecos distantes de motores que empezaban a sacar la tarea.
       —¡Ay, nana! —se quejó ella, molesta por la imprudencia.
       —¡Qué temprano empieza a fregar la pita!
[fregar la pita; vale por molestar] —articuló aquel, resmolido, restregando la espalda sudorosa en el catre caliente y como arenoso.
       —No he querido decirles antes nada, pero ahora decidí, por todo, que era mejor que lo supieran. Por todo. Tu tata —se dirigió a Roselia que apoyada sobre un brazo había levantado la cabeza—, tu tata agarró el tren, porque dice que le van a dar trabajo en el Hospital de San Juan de Dios.
       —;Dónde eso, nana?
       —El Hospital General, es que también se llama de San Juan de Dios.
       —Y trabajo de qué… —preguntó Lucero, mientras se metía los pantalones ante la suegra deshonestamente. Con la rabia que le tenía como para que fuera honesto.
       —Trabajo de enfermo.
       —¿De enfermo se va a ir a trabajar mi tata?
       —Solo de eso puede trabajar… —indicó Lucero, ya en pie, buscando una palangana para lavarse la cara.
       —Pero mi nana querrá decir de enfermero, no de enfermo —dijo Roselia mientras sacaba las pechugas del pecho de una sábana jaspeada, medio bostezando.
       —De enfermo… —repitió la suegra, venturosa de tenerlos ya despiertos.
       Lucero se lavó bien la cara, se echó bastante agua en el pelo, hasta los hombros se empapó, luego con una toalla estuvo frotándose la frente, los cachetes, la nuca, las orejas, el pecho y debajo de los brazos.
       —Déjelo estar, ya va ir regresando, son cosas de él, de necesidá se desespera con el mal de sus pies…
       —Pues el mal de los pies, quien creyera, es lo que le va a dar el que comer. Así me dijo antes de irse. Hay un médico que quiere demostrar que lo que tu tata tiene, no es lepra de la mala, sino lepra menor, producida por las once mil niguas
[insecto mínimo, que se incrusta en los pies] que se le metieron. Por estar siempre borracho no se las sacó ni dejó que yo se las sacara y se le pusieron los pies como se le pusieron. ¡Güevero de niguas!
       —De las niguas y el aguardiente da entonces esa lepra, ¿y qué, sanará o seguirá renqueando, andando que parece que anda con los talones, tuco-tuco-tuco, como si en lugar de pies tuviera plátanos nanachos
[gemelo].
       —Pues no sé si por fin se aliente. Te voy a decir, Adelaido, que es un mal raro, porque no le hiede mucho ni le llora; se le descascara, como decir, escama de pescado, ceniza con mugre.
       —Pero lo cierto es que le van a pagar por el demuestre de que no es pura lepra; y que aproveche, qué diablos, en los circos se paga por ver a los deformes, y con él la cosa es más seria.
       —Ese mi tata tiene unas ocurrencias, que no sé, la verdad, no sé… —Roselia se había recogido el pelo con una peineta y corría de un lado a otro preparando el desayuno; se detuvo y dijo a su nana: —Ahora se queda a desayunar con nosotros.
       —Tomé soda purgante y me voy a ir, porque si no allá se puede perder algo, con el ladronicio que se ha desatado desde que corrió la voz que por aquí se gana bien, y solo vienen a enfermarse, y a ver qué hallan por ahí mal puesto, para clavarle las uñas.
       Los trenes carroceaban montones de hombres que iban a los trabajos agrícolas, desteñidas las caras bajo los sombreros amarillos de sol, silenciosos. Fumando algunos, otros estáticos, sin ojos ante el pasar interminable de los millares de troncos de bananales, que alzaban las hojas de sus machetes verdes, como ejércitos armados de guarisamas para cerrarle el paso al mar.
       Con ellos, detrás de ellos, al compás de ellos, avanzaron el aguardiente, la cerveza, la prostituida, el fonógrafo de trompeta, la victrola de lujo, las bebidas gaseosas, los chinos vendedores de ropa, las farmacias, la guarnición de soldados tristes, el telegrafista enamorado, hasta formar el pueblo en un terreno que cedió la Tropical Platanera S. A., donde troncos de árboles acabados de cortar, para abrir campo a las edificaciones, alternaban con zanjas y zarzales.
       Y todos aquellos hombres despiertos por el calor después del día y cegados por la oscuridad de la noche quemante, se movían en la población rudimentaria sin ver bien dónde tropezaban, ayudándose de las manos por andar vagando. Todos aquellos hombres caían más noche en el sopor, maltrechos de cansancio, malolientes de fatiga,
       porque la fatiga hiede cuando es mucha, hiede a eso, a fatiga, a carne molida, a sufrimiento, a espalda adolorida de estar pegada al suelo, sin tuja
[poncho] abajo, con el sombrero en la cara, y la chaqueta abierta sobre el pecho, a la altura del hombro, como si alguien boca abajo, sobre ellos, los abrazara sin brazos con solo las mangas, mientras dormían.
       Lejos, en la tiniebla, todo se ve tan lejos, algún candil señalaba la tienda del chino, un hachón de ocote
[pino rojo y madera del mismo, muy resinosa, que arde fácilmente. Sirve para encender el fuego y, en forma de hachones, para alumbrarse], alguna venta de chuchos, café con pan, chorizos, chicharrones viejos; y allí se arrimaban uno tras otro o en grupo dando las buenas noches a la vendedora y pidiendo algo de comer. Se les servía y se agachaban con los platos y los pocilios de café, para arreglarse la mesa en el suelo oscuro, todos en cuclillas. Los que ya tenían días de estar en la costa con los ojos vidriosos hasta de noche. Las primeras fiebres confundidas con la calara. Los recién llegados, más en salud, más enteros, chacoteando, recordando, ganosos de ir a pagar una buena mujer por allá atrás. Allí, en la oscuridad compacta, en los marcos de las puertas, como fantasmas con dientes de oro, manoteaban algunas mujeres a los que pasaban, llamándolos, instándolos a que entraran: ¡Ilusión…! ¡Precioso…! ¡Rico…!
       Todo callaba, pero no en silencio, porque materialmente se oía el brotar de las hojas en las ramas, de las ramas en los troncos brotones, de los troncos que se iban separando de las raíces al asomar sobre el terreno, crecer con ruido de chorro de agua que va subiendo y subiendo hasta tener alto de arbusto o de árbol; y también se oía el pasearse de los animales que aprovechaban la tiniebla para ir y venir sigilosamente en busca de sustento o de escondite.
       Adelaido Lucero, mandadero de la finca La Maroma, desayunó al salir su suegra, que fue diciendo aquello de que se iba y se fue, temerosa de que se le entraran los ladrones a la casa, aprovechando que su esposo no estaba; de algo servía el Nigüento, de estarse allí para que no se llevaran nada, y salió Lucero con la consabida maña, gracia o caricia de ponerle a su mujer un momento el sombrero en la cabeza para que en su ausencia no lo olvidara.
       Pantalón de montar, polainas de campo, guayabera flecona y el aludo para defenderse del sol. Pronto estuvo en su primer quehacer. Rueda le formaron los caporales. Riesgo por riesgo, a los cuernos. Refería uno de todos. Me lo eché al suelo. No era hombre pa mí. El Mascarón Zaldívar se apartó con Lucero, para hablarle de algo más importante. Iba a venir el corte y sus cuadrilleros no estaban completos. Los que iban a mandar de El Jute, nunca llegaron todos. Tres, ingrimos. Si no se disponía de gente, que no le echaran la culpa. El negro Sologaistoa, otro de sus caporales, también lo entretuvo con lo mismo. Estaban escasos de brazos. Y el corte es “frenético”. El negro Sologaistoa usaba las palabras, como él mismo decía, a la ‘destampida Y efectivamente, el corte de la fruta tenía algo de frenesí de bestezuelas separando los racimos de una verdura gigante, con las tenazas de sus ganchos. Los movimientos de la cuadrilla de corte, al pie del bananal, que semejaba un árbol de la cruz verde, eran como judíos con escaleras y lanzas tratando de apear a un Cristo verde convertido en racimo, el cual descendía entre brazos y cuerdas y era recibido con todo cuidado como si se tratara de un ser suprasensible, y transportado en pequeños carros, para recibir los baños sacramentales y ser enfundado en un bolso que llevaba por dentro acolchamientos especiales.
       El agua silabeaba titubeante al ir por una nueva toma abierta al riego, entre montes que mantenían el terreno húmedo. Bajo los bananales el terreno respiraba la humedad candente de la costa y de ese respirar con agua se alimentaba el mundo vegetal que pasaba de semilla a flor en un instante. Una lacustre vegetación de árboles que formaban grandes y extensas manchas verdes, seguía hacia la infinidad del mar. Filas y filas de bananales. Por todos lados. Por todas partes, hasta perderse en el horizonte. Millares de plantas que parecían multiplicarse en sucesivos espejos. Tan semejantes y simétricamente plantadas que parecían las mismas plantas, a la misma distancia, del mismo alto, del mismo color casi, del mismo florecimiento pasajero y eterno. Los troncos bruñidos, pulimento metálico, y las ramas formando abanicos en arcos, encerraban la visión en una luz vegetal, células de futuras esmeraldas.
       —Tierra para tragar gente… —acotaba Lucero; y él sí lo había visto, fue de los que llegaron cuando todo estaba por hacer; y la que seguirá tragando, pensaba, mientras discutía con los caporales la forma de conseguir braceros, porque si no la cosa iba a estar más que fregada. Ya el año que pasó se la vieron a palitos causa de eso. Si la fruta se madura muy rápidamente, como hay que cortarla verdeona, pues sencillamente se pierde por falta de suficientes brazos para el corte. Y unos mil o dos mil o tres mil o cinco mil o diez mil racimitos que se pierdan… Así eran las cuentas en las pérdidas como en las ganancias en la Tropicaltanera, como llamaban a la Tropical Platanera S. A. El jocicón Torres fue el último caporal. Y con la misma vino. Gente. Saliera de donde saliera. Porque si no las consecuencias. Con la que estaba, imposible dar cumplimiento.
       El pedido de los caporales a los mandadores y de estos a los jefes y de los jefes a las oficinas centrales movilizó una serie de resortes secretos en la oficina del telégrafo. Aquellas maquinitas minúsculas en medio de la selva tropical, del desconcertante concierto de una creación que en su esfuerzo de superarse casi al nacer toca la muerte, vive tan rápidamente, recibían del dedo del operador los signos de llamada a otras centrales, para comunicar el pedido de “más hombres”, “más hombres”, y “más hombres”.
       Los trenes pasaban cargados de gente. A trabajar a la costa. A trabajar a la costa. Otros bajaban a pie, a trabajar a la costa. Otros bajaban en camiones a trabajar a la costa. Sin familia. Para qué la iban a andar llevando. Sin más que las tujas y unos reales para el camino. Por si al caso, el machete. Por si al caso, la reliquia del Señor de Esquípulas, nuevecita en el pecho lampiño del muchachón o en el pecho tarugo del adulto. Pronto aquella preciosidad bendita sería un gusanito de hilo sudado, hasta desmerecer.
       El tren los botaba ya hastiados y dormidos del cuerpo en la estación más próxima a las plantaciones. De allí agarraban camino en formación militar. No faltaban los ventajosos que siempre quieren ir adelante a la descubierta. Otros, los conformes, donde les tocara. Y otros, los más haraganes, atrás, en la cola. Todos llegarían al mismo tiempo, como en el cupo. Solo que en el cupo se llegaba triste al cuartel y aquí se oían animosos y alegres, porque la paga ofrecida doblaba sus ambiciones. Con unos meses de trabajo se levantaba cabeza. Regresar con algo de qué disponer. El calor los esponjaba. Las carnes de cecinas fría de los montañeses cedían bajo el sinapismo del bochorno. Empezaban por quitarse las ropas, despegándoselas del pellejo mieloso, como algo que les quemara, exasperados, proponiéndose irse al solo ganar los primeros pesos. Todos, al final, todos soportaban y se quedaban. A unos les entraba la dormidera y a otros, la de no poder dormir. Y una basquita. Siempre la sed y la basquita. Gente hubo. Había en más y en más. Pero cada vez pedían más gente por exigirlo las siembras. Peor si como dicen empiezan a trabajar allá por Río Hondo. Ya empezaron. Los teodolitos. Los hombres con sombrero de corcho. La desmontada, entrándole al huatal a fuego o a machete. La surconeada. La siembra de las hijuelas. Las plantas al crecer, después de pegarse en la tierra. Las plantas, al ir alteando. Las plantas, ya adultas, con hijos al pie. Los bananales de agua. Los magníficos bananales de espada. Y el ver que todo lo que brilla es oro, porque agua, sol, luna, estrellas, concurren a que se produzca el racimo que se vende por lo que pesa a precio de oro.
       Peones, caporales, mandaderos, administradores, hasta los administradores llegaba la organización humana, se puede decir, porque a partir de allí con otros hombres empezaba la maquinaria ciega, implacable, que todo lo convertía a cifras en sus libros, inalterable, cronométrica, precisa.
       Uno de estos otros hombres, mister)ohn Pyle, consciente de su rol de piececilla de un mecanismo sin corazón, lo hacía ver a su esposa, Leland Foster, llegada de vacaciones de Dakota, mostrándole la casa de Lucero, el mandador más antiguo de las plantaciones. Tiestos con flores, enredaderas, una guacamaya. Eso era bastante para darle sabor a la casa. Trasladados a la región de los otros hombres, donde vivían los empleados jerárquicos, la guacamaya y las flores, se volverían cosas artificiales.
       —Lo artificioso de nuestro vivir fuera de ese mundo mágico de flores y aves —decía mister Pyle— nos hace sentirnos aquí siempre sobrepuestos, como en el intemado de un colegio o en el servicio militar. No sabemos qué hacer más allá de las horas de trabajo, que serían las horas de clase, de las comidas en los comedores en que siempre estamos reunidos en las mesas con las mismas personas, como reclutas. En cambio, Leland, esta otra gente vive —repitió—, vive, y si es buena, es buena y si es cruel, es cruel. Nosotros no somos ni buenos ni malos, simplemente máquinas.
       Los ojos azules de John Pyle se jugaban tras sus lentes vivos de tan limpios y gruesos, contento de hacerle ver a su esposa, sobre el terreno, la inferioridad de los hombres que, como él, trabajaban en compañías poderosas.
       —Somos autómatas —decía Pyle— a quienes la vida como aventura les está negada, porque si somos empleados subalternos el más pequeño cambio en la rutina del oficio nos haría perder la reputación y el puesto, y si fuéramos jefes principales, el dinero suprime la posibilidad del riesgo, y sin riesgo no hay aventura vital.
       Pyle se frotaba las manos esperando ver el efecto que sus palabras causaban en su esposa. Ella le contradecía. Las grandes empresas, para Leland, eran siempre la aventura de muchas vidas.
       —¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —repetía él, saltando como un chiquitín—; pero los hombres de la aventura en esta empresa no son los que están ahora, aquellos perecieron en la aventura misma, devorados por los climas o la vida, y sustituidos, sustituidos por nosotros que no somos ni buenos ni malos, ni alegres ni tristes, simplemente máquinas.



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