Carlos Martínez Moreno
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)

Coca (1970)
(Caracas: Monte Avila, 1970, 222 págs)


El Abogado

      Los veo, de pie ante mí aunque sin dirigirme sus miradas. Acaban de firmar y no saben qué hacer de sus manos, de sus manos que vienen de condenarlos, de sus manos que han legitimado las confesiones, de sus manos que me han elegido en un papel, de sus manos que ya parecen haberse resignado a la cárcel.
       Los veo, ambos de pie. El Capitán (como ella misma le llama, como el Juez le llama, como yo le llamo) la cabeza ligeramente depuesta hacia el hombro izquierdo, la noble ensenada de su calvicie precoz despidiendo un reflejo mate bajo la única haz que cuelga del techo, Boliviano, militar, casado, de treinta y dos años, adscripto al agregado militar de la Embajada de Bolivia en la Argentina: así se ha presentado en las generales de la ley, y casi no parece serlo, envuelto en su gabán color castaño, sostenido con la mano izquierda en una esquina de la mesa, apoyando allí el dominado desequilibrio que le causa su pierna coja; la martingala del gabán se afloja hacia ese lado, marca la incurvación y el vencimiento del cuerpo. Hay sueño en los ojos del Capitán: están allí la noche última, la conducta temerosa, desentendida o tránsfuga de su Embajador en Montevideo, los largos interrogatorios en la División de Investigaciones. Pero entre los pozos de ese sueño aborigen, de ese sueño traído de otro sitio, el Capitán la mira.
       Marie-Louise Marquet, Malou dans son enfatice à Perpignan, francesa, soltera, de veintinueve años, nacida en el sur de Francia y residente en Buenos Aires, con sólo tres días de permanencia en Montevideo, es más alta que él, con su tirante pelo de un rubio blanquecino, con su escueto y hermoso perfil facial de moneda romana, con la gallardía encogida de un cuerpo flexible y casi denegado bajo el abrigo de piel de camello. La mano larguísima que ha firmado, la mano increíblemente blanca y exangüe que ha consentido, empieza a crecer desde la bocamanga leonada y abruma más todavía, al posarse sobre él, el hombro caído del Capitán. Lo mira entonces como si estuviese obligada a juzgarlo y a juzgarse con imparcialidad, sin una sonrisa, sin una condescendencia, adjudicándose la misión de decirle “Aqui estamos”, o acaso, con una pequeña ternura reprimida, “De todos modos y aunque sea así y aunque nos toquen esos años y la prisión vaya a separarnos de nuevo, en este instante estamos los dos juntos”.
       El Juez ya ha levantado la incomunicación, les ha dicho que pueden hablarse y hablar conmigo. Yo también me juzgo y me encuentro torpe por lo que acabo de decir, culpable de ese gesto de la mano de la mujer en el hombro del Capitán, que yo he venido a provocar con la lectura del Código. El libro está abierto ante mi, estoy sentado tras la mesita en que la máquina Remington acaba de correr y cantar y golpear por las declaraciones, de brotar desde su vientre Bolivia, de brotar desde su vientre Francia, de brotar desde su vientre Río, de brotar desde su vientre Santiago, de dibujar y martillar con sus teclas todas las letras de la historia, el padre del Capitán muerto en su fundo cercano a Cochabamba, en lucha con los indios o sorprendido y asesinado por ellos, la pierna del Capitán acribillada por una ráfaga de ametralladora el 9 o el 10 de abril de 1952 —no puede precisarlo bien, fueron tan absurdamente revueltos los días de la Revolución Nacional en La Paz— el ciático seccionado, las doce operaciones, el encuentro entre Marie-Louise y Marcel en un avión de Air Bleu, en travesía de Argel al mediodía de Francia, el amor, una piscina en Olivos, otra vez y con otro el amor, el largo Impala color marfil del Capitán, la mujer del Capitán y el hijo del Capitán en la pensión alemana de Palermo, el Bazar de las Liberaciones, instalado bajo la supervisión del General Ichazo en el departa mento de la calle Galileo, el proyecto de la salita de té, el encuentro con Lucha de Sánchez, un caso de indemnización o gratificación sentimentales que se convierte en cosa de un Juzgado.
       Entonces, después de todo eso, con su voz suave, con su voz Malou à Perpignan, ella me ha dicho:
       —Soyez gentil, Maître: ¿para cuánto tenemos?
       Y yo, el libro abierto y cabalgando sobre las teclas recién acalladas, sobre la Remigton que el funcionario acababa de abandonar al irse tras el Juez, no he encontrado nada más imaginativo o consolador o simpatizante que leerles el 223, sin ningún comentario. Ésta es la ley, yo no la he hecho, así que ya saben. Y el caviloso civilizado comentario de mi agresión es esa mano que se acartucha y aprieta en el hombro del Capitán, esa mano tan vacilante y entumecida como el cuerpo, tan sabia como él, tan concisa.
       Antes de irse y dejarlos conmigo —o librados a ellos mismos— el Juez les ha inquirido si hay alguna necesidad a la que el Juzgado pueda proveer (y no dice que la guardia escoltar), algo que él pueda ofrecerles, incluso su propio despacho para conversar allí. Se los ha propuesto con un acento de bondad o de compasión que escapa de su rutina profesional, de su don judicial de infundir confianza para canjearla por datos.
       Han agradecido, no han querido aceptar. El Juez ha saludado con una imperceptible inclinación de cabeza, se ha ido con la escolta que él usa a su Vez, la de su mecanógrafo de confianza. Y entonces Marie-Louise Marquet se ha dirigido a mí y su pregunta ha soltado desde mis labios la máquina de estupidez que dice El que fuera de las circunstancias previstas reglamentariamente ejerciere el comercio de sustancias estupefacientes y anuncia una pena.
       Aquello podría haberlos agraviado. Sólo ha tenido la virtud de liberar una mano, de empujar un hombro, de perfilar el encuentro de dos rostros. Entonces me sumerjo en el legajo y lo cotejo con el Código, como si fueran dos piezas a periciar en la semejanza, como si alguna línea de alguno de esos textos pudiera haber saltado al otro y hubiese que restituirla a su sitio.
       Los rostros —al margen de mi intromisión, no de mi espionaje— se aproximan (lentes de leer, lentes de foco cercano y distancias borrosas), creo que no se besan. El Capitán acaba por deponer —eso lo atisbo sobre el montante del anteojo, eso está claro— su sien izquierda en el hombro de la mujer, la mano derecha de ella le sostiene la nuca, la otra baja para verificar si esa amada pieza del juego está también intacta; y la mano baja con titubeos, se ahueca en el omoplato derecho del Capitán, resbala sin prisa por el cauce central de la espalda, termina colgándose de la martingala, quedándose perezosa o ateridamente allí. Los brazos del hombre acaban en los bolsillos aplicados del gabán, rematan seguramente en dos puños flojos y semicrispados, dan la imagen de esa indecisión que ella ha declarado que fue —por contraste con la hosquedad de Marcel, con su torva dura historia de réxiste, por diferencia con su engreimiento sombrío de mitrailleur, de cruzado anticomunista en Rusia, de condenado a muerte en rebeldía, de contrabandista en diamantes y relojes—lo que en el Capitán, hijo de Cochabamba y tan triste, hijo de una patria áspera y él tan suave, hecho a los oficios de la guerra y tan débil, más la sedujo.
       No llega a ser un abrazo, los puños de él seguramente lo rehúsan, los labios de ella seguramente están muy fríos y despintados y hasta corroídos por una noche del carcelaje femenino, mejor que el de los hombres —cambian detalles—mejor que el de los hombres pero horroroso, de todas maneras.
       Es el momento en que me pongo a hablar. Tengo doce años de abogado y he defendido a presos que matan, a presos que violan, a presos que matan y violan, a resentidos que saquean una casa y luego desparraman por el suelo los libros y caudalosamente los orinan, he defendido a la hija histérica que mata al padre, al hermano borracho que asesina al hermano, al marido parásito que ajusticia a la mujer adúltera, a la proxeneta que catequiza jovencitas con la historia del secretariado. He defendido a decenas, a cientos de presos. Pero esta pareja tallada así en silencio, en un bloque de silencio insular delante de mí me devuelve a los días de la graduación y la incertidumbre. Y entonces me pongo a hablar. Sin decirlo, mi discurso se dirige al Capitán y refiere la entrevista de la noche antes con el Embajador, cuando me suplicó (digo que me suplicó, quiero exagerar su interés por la suerte del Capitán) que tomara el caso.
       Ofrezco cigarrillos, me aceptan.
       —Prefiero no hablar de mi Embajador... mi Embajador que no hizo valer mis inmunidades diplomáticas y se prestó a los engaños y me entregó a la Policía. Esto tal vez usted no lo sabe...
       Una errante banda de humo sale comprimida de la doble fila de dientes apretados, esos dientes que el Capitán, como buen boliviano, no separa al hablar.
       Si, lo sé y no lo juzgo. He visto en la cara abotagada del Embajador la historia de su comodidad y de su inercia, La gente nos atribuye cualquier cosa, que importamos heladeras llenas de medias para señoras, la historia de su comodidad y de su exilio político apenas disimulado, nos becan para que hablemos mal de nuestro gobierno y eso mismo nos obliga a elogiarlo, la historia de sus bebidas, de sus tabacos y sus comidas y sus colecciones de antigüedades recién adquiridas y su Jaguar rojo que padece el error de lucro de no llamarse Mercedes-Benz en esta plaza. El embajador me lo ha pedido, me ha dicho que la Embajada corre con los honorarios y con los gastos, me ha solicitado sin súplica que defienda a Ese pobre desgraciado de buena familia que ha caído en las redes de una aventurera francesa. No me atrevo a repetírselo, no me atrevo siquiera a corregir, ahora y ante ellos, el error de ese juicio a priori, porque la Señora Señorita Marquet, larga mujer de dos hombres tan distintos, ex tísica de Río curada en Santiago enamorada en Olivos, no parece una aventurera, no se comporta con el talante de las aventureras, tropieza en sus gestos y en sus palabras con un fondo de timidez violada y aún presente, que es lo primero que las aventureras matan o ahogan dentro de ellas cuando deciden ser.
       El Capitán reprocha a su Embajador que no haya querido recibirlo, que no haya sabido evitar las emboscadas de la Policía, la revisión de las maletas en el hotel, las vejaciones inútiles; por un momento, quita el cigarrillo de su boca y comenta, con una risita corta y amarga, que alude a su condición de preso:
       —Usted dirá, doctor, ¿de qué puede quejarse un traficante de coca?... ¿a qué puede tener derecho?
       ...será castigado con seis meses de prisión a cinco años de penitenciaría, les he leído unos minutos antes. No necesito responder, y también fumo.
       —Yo no conozco a este señor Embajador, y espero que tenga el buen gusto de no visitarme en la cárcel. Dígaselo usted, doctor, que es su amigo. Y eso sí... (vuelta a la risita) que no olvide de telefonárselo al Embajador en Buenos Aires, así lo saben de una vez el General Ichazo y mi mujer...
       “Mi mujer”: Marie-Louise ni siquiera lo toma en cuenta. Es una simple fórmula, debe estar pensando, porque esa su mujer en lo que importa es ella, y él se lo confirma mirándola. La mujer legítima en la pensión alemana de Palermo, recibiendo la noticia, abrazando a su hijo sin lágrimas, haciendo a conciencia su estampa de honra española. Para algo se es patricia de Tarija ... El General Ichazo, en cambio, tendrá otro tema para afligirse: el emporio de las liberaciones por vender.
       Ahora el Capitán se dirige a Marie-Louise y no a mí:
       —¿Trajiste de Buenos Aires el otro juego de llaves?... Oh, el pobre general se va a desesperar de veras. No tiene cómo entrar...
       “El pobre general” habrá expuesto su cuero en el Chaco, todo lo que quiera, y habrá sobrevivido a la Revolución Nacional que devastó a tantos de sus camaradas de armas, pero ahora va a quedarse tieso delante de una puerta cerrada, separado infranqueablemente de sus tesoros de caviar y porcelana, de sus cuchillerías, de sus mantelerías y de sus cristales. Un general muerto de miedo por el negocio turbio que ellos concluían por él —adscrito al agregado militar, por algo al Capitán se le llamaba así— abandonado en el campo del honor sin un anuncio de retirada, separado de su vanguardia de lacas y botellas finas, cortado de la retaguardia de explicaciones oficiales a la Cancillería. El pobre gordo general Ichazo, veterano del Boquerón, Comendador de la Orden del Cóndor' de los Andes.
       —¡Qué dirá mi general!, insiste el Capitán, sin advertir que ella reprueba todas estas minucias, aunque ya estén en la copiosa y especiosa y despaciosa declaración escrita del Capitán. —¡Ya habían nombrado en mi lugar al Capitán Libera, está llegando en estos días a Buenos Aires!...
       Hay que imaginarse al general Ichazo en la tribulación del cambio, en la taimada y escabrosa emergencia de transferir su bazar clandestino de ventas... ¿a quién? ¿A la persona, al cargo, al rostro, al mando, a la confianza individual, a la honesta reserva, al flanco protector de discreción europea de otra mujer como la aventurera francesa, tal cual en el caso del Capitán ocurrió?...
       —No es el momento de pensar en él sino en nosotros —acota Marie-Louise, buscando mi apoyo.
       Y claro que lo obtiene, y claro que esa simple frase nos devuelve a la consideración de las menudencias tangibles y presentes que a los tres nos conciernen. Les pregunto entonces si quieren comer algo o tomar un trago antes de que el coche celular vuelva por ellos; e inesperadamente aceptan. Llamo al conserje que vive a los fondos del Juzgado y le pido cerveza, cerveza y sandwichs, y le doy el dinero (ellos no tienen, la alcaidía de la cárcel no se los ha restituido) y el hombre parte.
       —Van a estar los fotógrafos, como a la entrada —dice Marie-Louise—. Comamos algo para hacerles frente...
       Vuelvo a las páginas del expediente, para darles y darme otra tregua; ellos van hacia el rincón opuesto de la pieza, buscando alguna zona de imposible penumbra en esta triste habitación desnuda, de luz pareja y amarilla y mortecina, irreal. El Capitán allega ahora una silla, ella se sienta, él se inclina, conversan. Vuelvo a las hojas del expediente, donde toda esta historia ya sabida y escrita da lentas, lentas vueltas, como en un vientre mitológico de ballena. Siento que sobro y que sólo me retiene el equívoco de mi invitación y la cortesía; ¿los aburro?, me aburro.
       Viene el conserje, dispone las botellas de cerveza y un par de bandejas de cartón. Los insto a que se acerquen: el conserje ha traído tres vasos y la ocasión me incluye. El Capitán se adelanta, sirve, ceremoniosa y pausadamente convida. Aquellas ocho de la tarde en mayo sobre los fondos del juzgado, hacia la noche fría y sin luna que cuadricula la claraboya cuando el conserje deja abierta la puerta al patio, donde en lo oscuro aguarda y cuchichea o dormita la guardia que los devolverá al coche y a las celdas, tiene también algo de tiempo voltejeante y aletargado, algo de la sustancia oleaginosa del vientre de otra ballena inverosímil y allí nosotros, momentáneamente de pie en la navegación que no progresa, momentáneamente de pie y bebiendo juntos y en silencio un vaso de cerveza no lo bastante helada. Una cerveza que no es Taquiña ni Centenario ni La Paz, le digo, y el Capitán siente pasar por su garganta opaca, terrígena, sin sed, la memoria de las cervezas del altiplano y sonríe desdeñosa y agradecidamente, apenas, sonríe como en un duelo, como forma de acusar una nostalgia o una simpatía pudorosa o el sentimiento vago de vecindad y compañía que en su situación actual le agencia el hecho de que yo conozca pedazos de su patria, nombres de sus brebajes, y prefiera ante él ese estilo menos pomposo de evocarla que la mención expresa de sus fastos, de sus guerras, de sus efemérides, que el inventario de sus socavones, de sus matanzas de mineros, que el recuento perdido de la sangre mestiza, de las razas, de los valles y cúspides de tierra.
       —Maître —se anima a preguntar ella, el vaso a medio tomar instilando un pequeño brillo tubular en la mano de tiza—. ¿Usted no podría pedir al Juez que retirasen a esos fotógrafos?...
       —Es la calle, señora —de pronto está resuelto el punto de cómo tratarla— y el Juez ya debe haberse ido. Los abrigos de ustedes dos tienen cuellos bien anchos. Échenselos sobre los ojos, al salir.
       El Capitán alza todo el gabán hasta lo alto de su crisma, queda un instante espiando por el oblongo ventanillo que abre en los bordes, entre dos prendeduras.
       —¿Así?
       —Bueno, ni tanto. Pero así está muy bien.
       Eso los tranquiliza. Beben cerveza y, sobre todo, trituran acompasadamente los sandwichs. Yo a ratos bebo, como forma de estar con ellos; y también porque me gusta la cerveza, sea como sea, esté como esté.
       —El hambre, Maître, tiene que ser una de las exigencias más nobles de la especie. No nos abandona en ninguna circunstancia. Jamás.
       —Él es la vida y la naturaleza —recito.
       El conserje viene a anunciarlo: está el coche celular a la puerta. Hay sólo dos fotógrafos, los demás ya se han ido.
       El Capitán y Marie-Louise, de todos modos, ya han aprendido a encapucharse en sus ropas.
       —Maître, muchas gracias —de todo corazón— por la asistencia y la merienda. A bientôt.
       —¿Usted volverá a vernos... cuándo? —tantea el Capitán, a quien la posibilidad de que yo los olvide debe resucitarle miedos de infancia—. Me parece que tenemos todavía tanto por hablar...
       —Voy mañana, mañana o pasado, les digo. Ahora descansen y sobre todo duerman: nadie les preguntará nada más, nadie los querrá para nada. Al menos, hasta que aparezcan los otros...
       —...Y entonces tendremos que volver aquí —avanza temerosamente el Capitán.
       —Sí, pero todo será en adelante más fácil —miento—. Para la Policía, ustedes han perdido todo interés desde el momento en que el Juez los ha procesado. No se envanezcan.
       —Sólo nos siguen siendo fieles los dos fotógrafos —dice Marie-Louise.


El Capitán

       El padre se llamaba Arquímedes y en tiempos en que trabajó en maderas y jangadas, cerca de la frontera con Brasil, sus peones le llamaban Seu Archimede, nombre que a todos hacía reír y era apenas más absurdo que el verdadero.
       Se llamaba Arquímedes pero no había descubierto ningún principio famoso. Decía a veces no tenerlos, porque el dinero era crudamente su meta. Y se reía, con blancos dientes grandes de mestizo.
       Pero, si no principio, tuvo a los cuarenta y tantos años un abrupto fin, en su fundo de las afueras de Cochabamba, al lado mismo de la población del fundo. Por una diferencia sobre tierras de labrantío y sobre el pongueaje en qué tierras, los indios se enardecieron y se aglomeraron -súbitamente, en maniobra pensada?— alrededor de las casas. Arquímedes los había convencido siempre. ¿Por qué no los convencería una vez más? Era la media tarde soleada y fría, salió en mangas de camisa bajo los soportales, pretendió hablarles, incluso conocía su idioma. Por un instante, pareció que su presencia había dominado y hecho retroceder a los más revoltosos. Pero en ese momento, un indio del montón —el más desdentado, el más flaco, el más desgraciado— se abrió paso entre todos y le disparó un pistoletazo en pleno pecho, casi a quemarropa. Los indios se desbandaron a los gritos y Arquímedes fue sentado en una silla, rodeado de sus siervos, domésticos y capataces, que seguían siéndole adictos, Y así, sentado en la silla, mirando con los ojos ya turbios a lo abierto de esos campos que le pertenecían, Arquímedes murió.
       El Capitán era entonces un niño, un niño de cinco años que no supo ni entendió nada, cuando a toda prisa lo sacaron en carruaje hacia Cochabamba y lo depositaron en casa de la abuela materna. Simplemente, no vio más a su padre, dejó de ver por un tiempo a su blanquísima madre, a sus hermanos mayores. Del rostro de Arquímedes fue olvidándose poco a poco, refiriéndolo a fotografías mal tomadas, a instantáneas borrosas, a una pose de novios en que ni él ni la madre eran ya seguramente reconocibles y el trance tieso que aparecían viviendo sí lo era. Por abstracción y simplificación, al cabo de los años pudo llegar a olvidarse de haber tenido nunca un padre, de haberlo conocido, de haber estado alguna vez en sus rodillas, unas rodillas más hechas a la silla del caballo que a la silla en que murió, más dadas a volear una pierna sobre la montura que a sostener a un hijo.
       La madre asumió imponderablemente los dos sitios, el propio y el de Arquímedes, y el niño fue a un internado de religiosos en Cochabamba y salió de allí, a los años, para ingresar al Colegio Militar, bajo el padrinazgo del tío abuelo materno, el General Recacochea, gran amigo y compadre del General Quintanilla, de quien había sido camarada de armas en la guerra del Chaco.
       Tenía quince años, y no estaba aún en el Colegio Militar, cuando ocurrió la matanza de Catavi. Arquímedes había tenido andanzas entre los mineros, había trabajado una mina a pirquín, y alguien pretendía —sin decírselo jamás' a la familia del difunto— que había salido curiosamente bien de la experiencia, él con fortuna y sus socios con un gran quebranto.
       En Cochabamba las minas no están tan lejos, pero el joven que estaba destinado a abrazar la carrera militar vivía más en el mundo de los jesuitas que en la Bolivia verdadera de aquellos días, distrayéndose en lisos libros de historia que se detenían antes de Saavedra o de Montes, de Siles o de Salamanca, porque aquello era en cierto modo el presente, algunos de los actores principales o secundarios podrían seguir vivos y los jesuitas no querían ingerirse en la honra política de las mismas familias entre las cuales reclutaban su influencia y sus discípulos.
       En los mismos días en que los hechos sucedieron, hacia fines de diciembre de 1942, no supo nada. El año siguiente, ya en el Colegio Militar, algún compañero que lo aventajaba en interés por la realidad contemporánea de Bolivia le dio a leer informes —fuera del Colegio, en los regresos a la ciudad natal y a la familia— y el joven y tierno aspirante a soldado se sintió sobrecogido de que tan cerca de él y de todos los suyos, envolviéndolos sin que se dieran cuenta, ocurriesen hechos que merecieran frases tan impresionantes como “La multitud desenfrenada llevaba cartuchos de dinamita, tratando de alcanzar con ellos a los soldados, que hacían fuego para impedir que la muchedumbre avanzara”; o sentencias tan sencillamente horrorosas como la que informaba sobre el destino de los mineros asesinados: “Todos los muertos fueron enterrados en los ataúdes proporcionados por la Empresa”.
       ¿De modo que el país se dividía trágicamente en dos partes, los que debían matar y los que debían morir? ¿Hasta cuándo? Y él, el hijo del confiado Arquímedes, asesinado por los indios, ¿se alistaría entre los que debían matar, entre los que tendrían que tirar contra los mineros y acaso empujar luego los cadáveres, hasta incrustarlos en las cajas suministradas por la minería?
       En su casa de familia, entre desabridos hermanos mayores y mujeres silenciosas, aclimatadas al desaliento de provincia, rara vez se hablaba de política. El Capitán tenía catorce años cuando sobrevino la muerte de Germán Busch y quince cuando ocurrió la matanza de Catavi y dieciséis cuando, ya en el Colegio Militar, Peñaranda fue derrocado por militares más jóvenes y accedió al gobierno el Mayor Villarroel, “el geómetra Villarroel”, como le llamaba con inquina el viejo y desafectado General Recacochea. Pero nada de eso parecía tocarlo, ni estar en el Colegio Militar era hallarse demasiado enterado de nada, fuera de los estudios y las marchas y las prácticas de tiro. En julio de 1946, el geómetra de ojos claros fue rodeado en el Palacio Quemado, acribillado a balazos, arrojado desde uno de los balcones y en definitiva, cadáver ya, colgado en un farol de la Plaza Murillo, colgado entre cadáveres de colgados que habían sido sus edecanes.
       El joven Alférez que era entonces (¿o que iba a ser en poco tiempo?) el Capitán, no vio a Villarroel colgado pero eso sí lo supo, no participó ni estuvo pero tampoco se sustrajo. Estaba destacado en Oruro, y sus inciertas opiniones iban desde la aprobación indocta y en grueso de los hechos hasta la salvedad de los detalles, la reserva y la reticencia ante tamañas crueldades, el escozor de escuchar que al cadáver arrojado por el balcón del Palacio Quemado, ensangrentado, roto, irreconocible, los anónimos justicieros hubieran tenido que alzarle un párpado para verificar el color verde de los ojos y, sobre esa certidumbre, colgarlo muerto, casi desnudo, involuntariamente impúdico, sólo en andrajos chamuscados y huracanados, colgarlo para que la turba vindicativa lo apreciase balanceándose en el aire de la noche y un exaltado impune le clavase un formón de carpintería en las entrañas heladas.
       Pudo pensar entonces en su extrañeza a ese país, a sus gentes, a su misma profesión; y más aún lo sintió cuando supo que Villarroel había rehúsado prácticamente defenderse, había prohibido tirar contra esa multitud azuzada para asesinarlo, se había negado a huir cuando aún era tiempo, se había suicidado sin mover un dedo. ¿Entonces Villarroel no era el asesino que le habían dicho?...
       La violencia, la sangre, las pasiones agitadas y truculentas, todo lo que venía corriendo como un río soterrado, al lado suyo (¿o dentro de él mismo?) desde la muerte de su padre a manos de los indios, ¿qué tenía que ver con él, con su natural dulce y tranquilo y pacífico y casi inerte? Arquímedes muerto boquiabierto sentado en su silla, Villarroel muerto a tiros y bayonetazos y colgando desnudo de un farol de plaza, todo parecía igualmente aludir —sin fascinación, con horror— a un país que él nunca había llegado a conocer bien, excepto en los beatos libros escolares de Historia donde seguía trotando el caballo de Melgarejo. Y así había elegido —o dejado que madre y tío eligieran por él— precisamente la carrera de las armas, el oficio de la guerra en aquel lugar donde la violencia estaba ahogando en sangre y enviciando en la sangre a los mismos civiles.
       El Capitán que nadaba en la piscina de Olivos para flexibilizar su pierna corta y coja, el hombre de treinta y un años herido a los veintisiete sin estar convencido de que debiera haber dado el cuerpo ni la vida por nada o por nadie, el hombre que braceaba el largo de una piscina a cuyo margen, echada en la tumbona, se asoleaba una larga y casi albina francesa, ése era el verdadero, el que tenía por dentro otra historia que aquélla que narraban los hechos del país y aún sus propios hechos personales, un hombre muy poco parecido a las peripecias que le ocurrían; y ese hombre había sido dejado allí por algo, por un azar que debería tener algún sentido, cautivo en el agua de Olivos como en la casa de su niñez en Cochabamba, no consultado acerca de si quería u odiaba lo que estaba una vez más por imponérselo avasalladoramente desde afuera, por venírsele encima sin remedio.
       En 1952, el año mismo de la Revolución Nacional, un par de meses antes de los días de abril, se había casado con Ana María, después de un corto y recoleto noviazgo colonial, de ésos que las paredes de la misma sala ya habían prohijado en el gazmoño siglo XIX de Bolivia y flotaban desde entonces entre los cortinados, los atriles, los sofás, el piano de cola, las alfombras, los jarrones de alabastro, los resquebrajados óleos de familia. ¿La había amado, había cedido a una composición de las conveniencias?
       Ya no sabría responderlo nunca; era una pregunta de hoy que había perdido todas sus respuestas en el pasado. Los sentimientos de aquellos años vividos y transcurridos tenían que merecerle desconfianza o, mejor aún, un dubitativo juicio de ajenidad. Llegaban a no parecerle sus propios sentimientos sino los de alguien, los de otro que hubiera estado temporariamente dentro de él, mandando bajo su piel. Las cartas arrebatadas o convencionales (¿quién sabría lo justo?) se convertían en declamaciones inverosímiles que sólo se identificaban con él por los rasgos de su escritura. Las conversaciones y los votos y los besos que habían ocurrido en una sala paceña, entre un joven invariablemente vestido de militar que había nacido en Cochabamba y una rígida niña de gran familia que había nacido en Tarija, parecían en la memoria un largo minué que alguien le hubiera descrito y él estuviera viendo con la imaginación, sin haberlo animado con el cuerpo. Todo lo hablado y prometido y besado en el remoto tiempo de los veinticinco años se disolvía en actos por los cuales el Capitán de ahora, el adulto de treinta y uno y treinta y dos años, no podría ni debía ser llamado a cuentas. Había algo de patética discontinuidad en su vida, como en la vida del país que lo alumbrara: sus gestos de ayer, insolidarios y enemigos de sus gestos de hoy.
       Y Ana María había quedado fija —hiérática como siempre, estucada de oro mate en su tiempo virreinal de Tarija— quieta en esa edad que al Capitán le era tan hostil. Esto lo pensaba en 1958, en 1959. Pero... ¿qué había pensado en abril de 1952, recién casado de dos meses, cuando una ráfaga de ametralladora le había acribillado la pierna izquierda? Y ése sí que era un hecho pegado para siempre a su vida, un hecho del que iban saliendo, a lo largo del tiempo, todos los demás: sin la pierna coja, jamás se le habría destinado a la diplomacia, como financiación vergonzante de las clínicas quirúrgicas de Buenos Aires; sin la convalecencia de las operaciones, jamás se habría lanzado a una piscina; sin la frecuentación del club de Olivos, jamás habría conocido a Marie-Louise.
       Y el mismo espesor de ese tiempo del herido, del anestesiado, del masajeado, del ultravioleta, del transferido, había cuajado un muro para que Ana María se quedase detrás. Ana María había estado algunas veces de pie junto a su cama, en el hospital de La Paz; había aparecido otras veces, vestida de calle, como traída por el viento de la gran ciudad hasta la clínica de Buenos Aires; se había asomado alguna tarde, poseída de la importancia, de su hermano más que de las inexistentes ocupaciones de su marido, a los despachos de la embajada. Pero no había estado íntimamente en ninguno de esos sitios. El desentendimiento creciente del Capitán así lo creía, así lo quería. Era absurdo que, entre unas y otras intervenciones, hubiesen engendrado un hijo. Un hijo que ella quiso tener en La Paz, mientras el Capitán se reponía en la pensión alemana de Palermo. Sólo tenían trescientos dólares para todo —vivir, operarse, parir— porque la Revolución sostenía al Capitán a regañadientes, como baldado de guerra y por su alianza política con el clan tarijeño. El clan financiaría el viaje y el parto, se apoderaría del niño; limitando los derechos del padre a un breve y placentero, venial mérito histórico de semental humano.
       Todo salía de la pierna coja, como en una pesadilla de Goya o del Bosco o de William Blake. Era su cornucopia sangrante: el traslado al extranjero, un desamor, operaciones, un hijo; y al fin una mujer de lino, una mujer resplandeciente contra los fondos de la piscina.
       Era el hecho central y genital de su vida, el hecho que engendraba los otros hechos, y sin embargo estaban perdiéndosele sus contornos, el color de su luz, su misma fecha. ¿Había sido el 9, había sido el 10? La Paz hervía de soldados, de carabineros, de camiones, de pueblo. Los nombres de Pura Pura, de Villa Victoria, de Miraflores, de El Alto, de San Jorge, de Sopocachi, de Tembladerani, de Obrajes, se mezclaban con los nombres de Hernán Siles, de Seleme, de Torres Ortiz, de Israel Téllez, La Revolución estaba perdida, la Revolución estaba ganando. Seleme se refugiaba en una embajada, Siles se reunía con sus comandos estudiantiles en la Universidad, Torres Ortiz intimaba la rendición con volantes arrojados desde aviones. Seleme salía de su refugio, Si-les dictaba condiciones, Torres Ortiz estaba vencido. Todo eso en medio a disparos, tableteos, juramentos, corridas de gente, camiones pintarrajeados con las letras del MNR, armas repartidas como juguetes, noticias de Oruro, de Viacha, regimientos que llegaban, descuelgues desde El Alto a La Paz. ¿Fue el 9, fue el 10? El Capitán había sido edecán del general Ballivián pero, al tiempo de su matrimonio, buscando zonas de menor ajetreo, había gestionado que se le restituyera a sus antiguos cuadros de la artillería. Y ahora, en medio a la confusión, en medio al estupor, en medio a la pólvora, su suerte estaba en el mismo saco que la suerte de su Regimiento Bolívar. ¿Fue el 9, fue el 10? Lo destinaron a un enlace con el Colegio Militar, partió en un jeep esquivando los centros de fuego; pasó por San Jorge, hizo un rodeo por Miraflores, iba hacia el Gallo de Oro. Allí había cadetes. Vio a uno de ellos, saltó del jeep. ¿Lo confundieron? Nunca pudo saber algo más grave que el día en que había sucedido; nunca pudo saber si lo habían herido los suyos por confusión, el enemigo por sorpresa. Poco importaba, en definitiva, una vez que el enemigo había triunfado y (no se sabía bien con qué' voluntad) había cargado con su cura.
       ¿Fue el 9, fue el 10? Se despertó en el lampo de última tarde, un reflejo de sol rojizo en el almidonado birrete de una enfermera que sonreía; unos vidrios blanquecinos, una pared blanca, una cama blanca, una colcha blanca. Había posibilidades de conservar la pierna, le dijeron. Luego, en su sueño... ¿alguien había discutido sobre la alternativa de amputársela?
       Así ingresó yaciendo al tiempo de los otros. La Revolución Nacional había triunfado, él era algo así como su cautivo entre edredones, su prisionero consentido y preservado. La Revolución Nacional había triunfado, regresaba Paz Estenssoro en el avión de Walter Lem; La Paz estallaba en petardos que ceñían la cama del hospital de sangre, pintando un resplandor lechoso en sus vidrios taponados de color sucio, de color enfermo, de color asilo, de color clausura.
       La Revolución Nacional había triunfado, los hermanos de Ana María simpatizaban con el nuevo régimen, por un acto de reflexión intelectual que estaba contradicho por sus palacios, por sus fundos, por su dinero; Ana María se erguía intacta a los pies de la cama, alzaba una mano enguantada, decía su condición distante de visita. No había ninguna huella de sufrimiento en su gesto, su rostro era el mismo rostro impávido de siempre. ¿Hubo acaso algunas horas, horas sin rastro en que se dio por viuda, en que lo dio por muerto? Jamás se sabría.
       Las operaciones siguieron a las operaciones. El hospital no bastaba y fue sustituido por la clínica de Sopocachi. Ana María apareció apenas con mayor frecuencia. Los osteólogos, los traumatólogos, los cirujanos aconsejaron nombres de especialistas argentinos. El sueldo de Capitán de Artillería, que la Revolución había seguido pasándole, no alcanzaba para cambiar de país y de médicos. El clan de Tarija, que podría haberlo pagado, prefirió usar sus influencias, Y el Capitán fue designado Adscripto al Agregado Militar, en la embajada de Bolivia en Buenos Aires. La Revolución asistía a sus rivales.
       Con tres operaciones ya hechas, unas muletas acolchadas en las axilas —porque su bisoñería de rengo le había desollado los sobacos— y Ana María despidiéndolo en El Alto, el Capitán trepó al avión de Braniff. El general Ichazo no estaba en Ezeiza, pero había enviado a su chofer y el chofer —investido de una de esas delegaciones descendentes, que hacen el secreto alivio de la diplomacia— lo saludó en nombre del general Ichazo. Ana María llegó días después, lo trasfirió desde el hotel a la pensión, desde la pensión a la clínica. Y a los cinco meses de estar con él, de acercarse sin amor visible a su yacencia casi desgobernada, le anunció que iban a tener un hijo. Un hijo que ella quería alumbrar junto a su familia.
       El Capitán jamás se había opuesto. Desde los días del hospital de La Paz, la sentía indeciblemente lejana. ¿Cómo sus cuerpos podrían haber dicho otra cosa? Para la época en que ella se fuera, acaso él ya pudiera estar en pie. Había encargado su coche, en la esperanza de que la pierna lo dejaría conducir; era un modelo de cambios automáticos, por lo demás, y la pierna izquierda no tendría trabajo.
       Trescientos dólares, la pensión alemana, los sanatorios, el automóvil que, encima de los catálogos, habían elegido de color marfil: la pobreza paseada de los diplomáticos menores, la pobreza en auto, la pobreza de whisky, una pobreza con los suficientes bienestares para sentirse culpable por inutilidad. El general Ichazo lo visitaba en la clínica, sin aceptar nunca la silla que le brindaban. Avanzaba su poderoso vientre sobre los barrotes de la cama, prometía que el enfermo iba a marchar cada vez mejor, reía a carcajadas ante cualquier presunción de invalidez permanente; y cuando había creado el aire de la gran cordialidad, sacaba de su bolsillo algunos papeles y los acercaba al Capitán, agenciándole también la estilográfica. Eran las liberaciones a que el Capitán tenía derecho, confundibles y emparentables con las liberaciones del General. Bolivia estaba más allá, aquello —la pierna estirada con un sistema de pesas, el papel que alineaba manjares y vajillas— era la vida presente, la vida compensatoria, la vida con sus contrastes, la vida inmediata, El Capitán firmaba.
       Con Ana María en la pensión de Palermo, Ana María tan rígida y casi tan delgada en la gravidez como en la soltería, Ana María pariendo en La Paz y cablegrafiando el sexo y el nombre de la criatura, el sexo creado por ellos dos, el nombre familiar Federico repetido y elegido por el gran clan; con el general Ichazo trayendo semana a semana chismes de embajada, promesas de vida frutescente para después, más papeles para el hoy urgente, fueron en total doce operaciones, de penosa secuela. Porque la ráfaga de ametralladora le había seccionado el ciático y habían debido cortarle tres centímetros y medio del fémur izquierdo. Para los dolores que sobrevenían al desaparecer los efectos de la anestesia raquídea, novalgina, espalmagina y alguna vez morfina, “No, no me hice adicto, si eso es lo que quiere saber” —había dicho el Capitán al Comisario de Policía y luego al Juez, ante un mecánico alzamiento de cejas que era muy fácil descifrar como la previsible pregunta—. “Me han quedado dolores intermitentes, más agudos en los días húmedos. Pero sólo tomo aspirina para calmarlos”. (Y esa escondida fuerza de voluntad que aquel ser débil ponía en un detalle de pequeño heroísmo físico, era la que —más allá de todos los envoltorios azules—daba una especial credibilidad a sus palabras. Era posible descubrir los surcos de ese sufrimiento aposentado en su vida, seguirlos como el encavado borde inferior de sus pómulos en torno a la nariz aplastada y bajo el brillo vencido e indulgente de los ojos oscuros.)
       Las inyecciones que calmaban el dolor de la pierna le infectaron los brazos y hubo que hacerle otras dos operaciones en los brazos. “Sí, también me duelen a veces esas cicatrices, pero incomparablemente menos que la pierna coja”.
       Y después —oh, mediterráneo— después nadar. Nadar para flexibilizar la pierna, para recobrar los músculos. Ya existía el Impala color marfil y el general Ichazo le recomendó el Club de Olivos, con su hermosa piscina de losas verdes. En el mediodía ocioso de entresemana en el Club, estaban Marie-Louise y Marcel. Y para ellos dos una pierna coja era Europa y la Guerra, no Bolivia y La Paz. Se acercaron.



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