Carlos Martínez Moreno
(Colonia del Sacramento, Uruguay, 1917 - México, D.F., 1986)

Martínez Moreno en busca de varias certidumbres
Por
Mario Benedetti
Obras fundamentales
Literatura uruguaya siglo XX (cuarta parte)
Montevideo: La República, 1991



      Hace unos diez años, Carlos Martínez Moreno publicó esta aspiración confesional: “tendido, irrepetible, irreversible, razonablemente elíptico pero no enrarecido, impulsado, mentalmente perseverante, distraído con nobleza del espejismo de los efectos parciales y del efecto demostrativo final —‘indemostrativo’ como un matizado estado mental, en suma: ése es el libro que hoy más me tentaría hacer“ (1).
       Frente a Los días por vivir, que reúne seis cuentos ya publicados entre 1950 y 1959, si bien no puede afirmarse que Carlos Martínez Moreno (2) haya cumplido puntual y absolutamente con esas reglas de su arte poética, cabe tildar en cambio dos comprobaciones. La primera: que cuatro de los relatos incluidos en el volumen (“Los sueños buscan el mayor peligro”, “Los días escolares”, “La última morada” y “El lazo en la aldaba”) tienden inexorablemente al cumplimiento escrito de aquel programa; más aún, “La última morada“ acaso lo realiza por entero. La segunda: los dos cuentos restantes (“El salto del tigre” y “El simulacro”) que significativamente son los más recientes, permiten reconocer que ese emblema ha experimentado, o está en vías de experimentar, importantes variantes y, sobre todo, algunos agregados.
       En aquellas esclarecedoras “Notas al pie“ de 1951, decía también Martínez Moreno: “La equívoca pobreza mental de nuestra literatura se ha disfrazado por demasiado tiempo de estremecimiento, de confesionalismo, de fervor sensible”, y agregaba: “necesitamos, también en literatura, un poco de asepsia antidemagógica; en literatura, lo demagógico es la indiscriminada sensibilidad”. Hay que situarse en ese punto de partida para entender el impulso inicial de esta narrativa. Así como, para comprender la rabiosa anticursilería de la Generación del 45, es útil el previo examen del trauma estilístico que había dejado en esos escritores el empalago de algunos poetas que intercambiaban ditirambos por escrito, y diatribas por la vía oral, así también, para aproximarse a la obra de Martínez Moreno, conviene no perder de vista contra qué empieza combatiendo este escritor. Emir Rodríguez Monegal dejó constancia (3), hace años, de que en sus primeros cuentos sobre temas de infancia, Martínez Moreno era “implacable en su denuncia de lo prestigioso, de lo poético a priori”. Es ese afán, tan demoledor de los falsos valores como encarnizado en su faena, el que sostiene y otorga unidad a los cuatro relatos que agrupo más arriba.
       A mi entender, ello no significa que este escritor odie a sus personajes, diagnóstico superficial que algunos críticos han empezado a trasmitirse de reseña en reseña, con una especie de fervor piel roja. (En todo caso, y si así fuera, no dejaría de tener ilustres antecedentes, cuya nómina podría encabezarse con Dante y culminarse con Faulkner). Lo que ciertamente repugna a Martínez Moreno es la hipocresía de ciertos ejemplares humanos, la máscara mediocre de prejuicios y fingimientos, la sórdida perseverancia con que la miseria prima es manufacturada hasta convertirla en virtud de exportación. Hay que reconocer, no obstante, que ese espectáculo humano -como pasaba con su admirado Flaubert— a la vez que lo aflige, lo fascina: pero también que ese asco opera como obvia demostración de que está creyendo en algo mejor, de que su índice apunta a algo más alto.
       Cuando se señala que este escritor odia a sus personajes, se olvida acaso que el Yo de las narraciones también es personaje. (¿O acaso vamos a caer, a esta civilizada altura del oficio de leer, en la ñoña simplificación de suponer que el relato en primera persona ha de ser inexorablemente autobiográfico?) Obsérvese que, por lo general, ese personaje cuenta con la adhesión del autor, quien pone a su servicio toda su carga de lucidez, toda su disponibilidad de desafío, para abrirle los ojos, para defenderlo frente a las arremetidas de lo falso. Cuando el protagonista es, en sí mismo, un mezquino -como en “La última morada“ o en “El lazo en la aldaba” —el narrador lo vierte en tercera persona, que en este caso particular tal vez signifique no tomar partido por él. Pero cuando el personaje es rescatable, cuando el drama existencial se desarrolla sobre un fondo de inocencia o de salud moral— como en “Los sueños buscan el mayor peligro“ o en “Los días escolares”, y aun en el capítulo II de “El salto del tigre”— entonces el lector se da cuenta de que el autor tiene apoyada su mano protectora en el hombro (que, por cierto, no padece encogimientos) de esos yoes que se debaten, cada uno con sus propios medios, cada uno en su propio mundo.
       Los primeros relatos de Martínez Moreno —de los cuales, sólo dos sobreviven en este volumen— eran algo así como ventanas abiertas al pasado. Al cuento entraba el aire, penetraba el paisaje. Esas incursiones por el esclarecedor mundo de la infancia incluían verdaderos prodigios de metáforas y sirvieron para demostrar que el esteticismo y la sicología no siempre han de estorbarse. En “La última morada”, el narrador parece ansioso por descubrir los matices más sutiles de sus criaturas, por efectuar en ellos algo así como cortes transversales que muestren con abrumadora perfección de estilo, pero también sin compasión, imprevistos estratos de la humana vulgaridad. En esa constante amonestación de lo mediocre, la peripecia, sin llegar a ser la cenicienta del relato, desempeña empero una función aneja. Lo esencial no es el suceso en sí, sino sus condicionantes; no el diálogo, sino los antecedentes de cada frase suelta; no la anécdota desnuda, sino la biografía completa. En esos cuatro cuentos del primer grupo, el diálogo no siempre funciona a la perfección. A menudo el lector siente como si el autor —tan ameno conversador él mismo- se sintiera inhibido para hacer que sus personajes abandonen el buceo interior, para otorgarles también su chance coloquial.
       La aparente variante que significan —como se dijo más arriba— “El salto del tigre” y “El simulacro”, se basa en que estos relatos, decidida y directamente, cuentan algo. Más que la obsesión de lo mediocre, el autor siente aquí la fascinación del acontecer, de la peripecia en estado natural. No más ventanas abiertas al pasado; ventanas y puertas se cierran sobre un hecho, confinan al lector a una intimidad comprometida y comprometedora, a una anécdota única que es desarrollada mediante un ritmo clásico, con un estilo concentrado y tenso, y hasta con un efecto final casi maupassantiano. Sin perjuicio de reconocer que “La última morada” es el mejor relato del volumen, creo francamente que esta segunda manera es el mejor camino para un Martínez Moreno cada vez más urgido, en varios órdenes, por el tiempo y el lugar en que vive. Insistir en su primera etapa de infrangible análisis, de un tenso estilo que a veces descendía a lo hermético y a lo torturado (por más asombrosamente exitosos que hayan sido algunos de esos ejercicios) hubiera significado el estiramiento de una propensión literaria, más allá de toda posibilidad creadora.
       En uno de sus primeros relatos, no incluidos en Los días por vivir, escribió Martínez Moreno:
       Transcurrido el minuto de furor, ese minuto de incomunicación, él oponía a todo aquello un fondo de calma, un convencimiento durable. Estamos aquí y estas son nuestras angustias, una forma de precio”. Para este narrador, el “minuto de incomunicación” (si es que alguna vez existió) ha transcurrido. Queda el fondo de calma, el durable convencimiento. Por una vez, la angustia ha dado buenos dividendos.
       En la confrontación mental de dos recomendaciones ajenas, uno de los personajes de “Cordelia” reconoce “el mismo instinto fundamental del disimulo”. En “El invitado”, frente a un sorpresivo incidente, dos personajes eligen el recurso de suprimirlo (“han hecho voto de abolir el incidente de la sopera, y atenderme por encima de los candelabros; un tic, por supuesto”), “La pareja del Museo del Prado”, es, en sí misma, una viñeta de simulación.
       En cualquiera de las tres narraciones, reunidas en el segundo libro de Martínez Moreno, el autor parece fascinado por la presencia del disimulo, por el despotismo de la apariencia. Es, dentro de su obra, una fascinación antigua, que ya había servido para sostener un relato tan sutil y corrosivo como “La última morada”, o para arreciar la infamia de algún personaje aislado, en otros de sus cuentos.
       En los relatos del segundo libro (y sin olvidar que “Cordelia” data de 1956, mientras que los otros dos son de reciente factura) es reconocible, con respecto a aquellos antecedentes, una diferencia de actitud por parte del creador. Pongamos provisionalmente al margen “La pareja del Museo del Prado”, cuyo acontecer es —en la letra al menos— madrileño, y detengámonos en los otros dos, rodeados de un casi verificable contorno uruguayo. En “Cordelia”, sobre la base de un accidente aéreo (“episodio dado por la realidad” advierte la nota), Martínez Moreno se dedica intermitentemente a los enfoques situacionales: la jeremiada de los deudos frente a los funcionarios de la Compañía Aérea, y también la historia personal de uno de tales deudos, Mario Robledo, un mujeriego viudo que ha perdido en la catástrofe a su única hija.
       “El Invitado” tiene dos partes: en la primera, el narrador cuenta en tercera persona el fin de una velada en casa de los Andueza (Alberto y Celia); en la segunda, el propio Alberto Andueza relata, en primera persona, una cena de jueves en que él y su mujer ya no son los anfitriones sino los invitados de Juanito Stubbs, “un anglo-uruguayo, antiguo discípulo del British”.
       En ambos relatos está denunciada esa hipocresía que desde siempre escuece a Martínez Moreno narrador. No se trata de la hipocresía como plaga universal, sino de la hipocresía que incluye además un rasgo original: no ser reconocida por el hipócrita. Es un juego más bien tosco de las apariencias; tosco y provinciano, pero también espectacular. “¡Dios mío, ayúdalos y a nosotros no nos desampares! ¡Yo te pido mi muerte a cambio de la de ellos!”, dice una madre en las oficinas de la Compañía Aérea, y las admiraciones provocan instantáneamente en el lector una vergüenza: la de ser involuntario testigo de una hipérbole del dolor, de una inflación de intimidades. Eso es, por otra parte, lo que el autor ha buscado: desarbolar el lugar común, aislar premeditadamente los estribillos de la mediocridad, del falso énfasis, a fin de que el lector (un montevideano más) llegue a encontrarse con su saludable, perdida vergüenza.
       Este enjuiciamiento de una realidad, o mejor dicho de aquella de sus parcelas que tiene un estilo frívolo para manejar los más profundos presupuestos, ya era reconocible en “La última morada”, absorbente historia de una mezquindad, sin posible catarsis.
       Pero en “Cordelia” hay un más sensible trabajo en profundidad, una aproximación más entrañable, y menos inconmovible, al protagonista de esta nueva historia de muertes. Quizás se deba a que Robledo no es exactamente un mediocre, sino -más bien- un mediano, pero lo cierto es que en “Cordelia” hay siempre una serena intención de comprender al personaje y hasta una franca piedad hacia su afán postergador de un destino, que es “soledad sin nadie, y una parálisis y una cama para morir, y el cáncer o el síncope nocturno o un feroz y eterno insomnio final de una pieza”.
       El autor no ha caído en la tentación de simplificar a su personaje, de asimilarlo tendenciosamente a la mezquindad. El final de “Cordelia”, con esa presencia mujeril que se hace notar a bocinazos, es apenas un modo de camuflar una comprobación menos rígida, más reveladora; es posible que alguien se rodee de un mundo frívolo, aturdidor, y sienta no obstante cómo sobrevive en sí mismo la titubeante llamita del dolor, éste sí verdadero, éste sí solitario y callado. El autor le hace dudar a un personaje: “Pero no había ningún título suficientemente íntimo para acercarse ahora a Mario y preguntarle si sufría o impostaba la nota del sufrimiento, si tenia credulidad e inocencia y entrega, o culpa y asco de sí mismo y también inocencia, o si sencillamente era un patiquín en el bocadillo mudo, hasta que el telón lo ocultase del público y saliera corriendo para liberarse en el mutis”. También el narrador parece preguntarse si Robledo sufre, o simplemente imposte el sufrimiento. Pero las dos últimas páginas de “Cordelia” trasmiten —como pocas veces lo ha logrado el tenso, casi abrumador estilo de Martínez Moreno— una preferencia por la más decisiva sinceridad, una última invitación a decirnos lo que somos.
       La gran peripecia que subyace en “Cordelia” es la muerte accidental de la hija. La pequeña peripecia que asoma en “El invitado” es una sopera volteada por la sirviente. Si aquella muerte es un motivo, este incidente en cambio es un pretexto. Como todo pretexto narrativo puede dar lugar a un buen ejercicio de estilo, y, en “El invitado”, Martínez Moreno no desperdicia la ocasión.
       La conversación que precede y acompaña la cena, es un ameno repaso de las posibilidades coloquiales del esnobismo doméstico. Sin embargo, es un relato al que parece faltarle decisión, justamente ese tipo de decisión que no sólo salva a “Cordelia” sino que la convierte en una narración estupenda. “El invitado” es un retrato, deliberadamente superficial, de varios superficiales; quiere ser eso y nada más. Pero la presencia final de Ponciano, el enorme perro negro y lustroso, que estornuda y resopla sobre la sopa de espárragos y la porcelana quebrada, está mostrando, a partir de un entreguionado del propio autor (“¡oh querida veracidad!”), la posibilidad mayor y más rica que existía en el relato. Es un tema tocado con pinzas; el lector tiene la impresión de que habría rendido más y mejor si el autor hubiera previamente calentado esas pinzas al rojo blanco.
       Puse deliberadamente aparte el último cuento del volumen; “La pareja del Museo del Prado”, de una brevedad inusual en la producción de Martínez Moreno, quien por lo común prefiere aproximar sus relatos a la longitud de la nouvelle. En su pequeña dimensión consigue cuanto se propone y lo logra sin violentar el ritmo conversacional ni hacerle trampas al lector; tiene un final de económica sorpresa, pero ésta engrana perfectamente con la psicología entre ingenua y gastada de la parejita que “paseaba lentamente de una maja a la otra, las manos entrelazadas y con un aire distante y extralúcido”. Ellis, un montevideano que califica los museos europeos según una escala de luces y temperaturas, pero que también recuerda los ventanales del antiguo Tupí sobre la Plaza, es el destinatario de cierta ambigua confesión, obrita maestra del disimulo, pero el disimulo en términos europeos, el disimulo en dimensión creadora. Es obvio que esos adolescentes (no españoles; vagamente nórdicos) tienen, a sus espaldas, siglos de diplomacia, maquiavelismo, sutileza.
       No deja de ser revelador que Martínez Moreno haya unido este excelente y breve relato a sus otras dos narraciones, que, en distinto grado y desigual eficacia, tienden a denunciar la hipocresía vernácula. ¿Estará diciéndonos, con esa aproximación, que nuestro estilo de disimulo carece de la originalidad, la madurez, la tradición y hasta la inocencia que en cambio tiene el Viejo Mundo detrás de las más (y las menos) solemnes de sus fachadas? 
       En una Introducción a Ceremonia secreta y otros cuentos de América Latina premiados en el Concurso Literario de Life en Español uno de los integrantes del Jurado, el novelista venezolano Arturo Uslar Pietri sintetiza así el asunto de “Los aborígenes”, relato de Martínez Moreno que obtuvo el segundo premio: “Un hispanoamericano de raíz indígena formado en los libros europeos confronta en Roma las diferencias atávicas americanas que pugnan en él con las afinidades culturales que puede sentir por Europa”. Me parece una pobre síntesis ya que se conforma con el pretexto de la historia. Más que la confrontación de su atavismo americano con su cultura europea lo que el protagonista Primitivo Cortés coteja desde Roma y desde el presente es —para decirlo en términos semicontables— su destino exigible con su destino fijo.
       Desde su cargo diplomático en Roma, ya sea viendo caer la tarde desde los Orti Farnesiani, ya sea en el salón gris de la embajada, Primitivo Cortés, nacido en un innominado país latinoamericano que -en alguno de sus rasgos- se parece sospechosamente a Bollvia, repasa aquellos capítulos de su vida que dejaron huella en él: las uvas con éter de Ilse, la cena de gala en que conoció a Leonor (hoy su mujer), el estallido de la bomba que transformó el rostro de Leonor en una “mascarilla contraída y dolorosa”, el conocimiento accidental y la posterior amistad con Cándido Lafuente (actual hombre fuerte de su patria), el negociado de los durmientes de ferrocarril que le permitiera financiar el viaje de Leonor a los Estados Unidos y la quirúrgica adquisición de un nuevo rostro “terso y tirante, de sonrisa perenne”.
       En el relato siempre está presente una connotación simbólica, desde el nombre mismo del protagonista hasta el accidente de la bomba. El propio narrador explica: “Ese Primitivo Cortés había quedado como la cifra de sus contradicciones: su achaparrada figura de indio, su alquitarada deferencia doctoral”. Es “hijo de Primitivo Cortés, —médico, profesor, diputado y ministro—, nieto de Serapio Morillo, con estatua en una de las plazas de su ciudad natal (como mártir, protomártir o lo que fuera)”. Pero las sucesivas instantáneas de su vida servirán para demostrar que, en su caso, “lo Cortés” le quita lo valiente. El narrador no ha querido, sin embargo (y éste es uno de los más claros aciertos del relato), caer en las simplificaciones políticas que tienden a dividir el mundo en villanos y mártires, en inmolados y verdugos. Aun el soborno, aun la traición, aun el cinismo declarado, suelen ser, vistos desde el alcor de la conciencia, superficies irregulares, complejas, escabrosas. Así, en Primitivo Cortés lo venal despunta contemporáneamente con lo piadoso. El negociado del ferrocarril presiona sobre sus escrúpulos con el argumento de la dispendiosa posibilidad de una nueva cara para Leonor. Es cierto que, de todos modos, sus escrúpulos no tenían pasta de inconmovibles, pero ¿quién puede asegurar cuántos de los más publicitados honestos habrían de sucumbir ante la primera tentación que importe? Los filósofos de café suelen sostener que “la cosa es dar con el precio”. Para Primitivo Cortés, el precio fue la lástima, pero eso no significa que no hubiese otros precios posibles. De cualquier manera, el estallido de la bomba tiene también un valor simbólico. En primer lugar, para Primitivo: “El también tenía un rostro Después de-la-Bomba, ¡qué diablos! Cara a cara, ahora era posible gozar una fortuna de lúgubre alivio: el de que se sintieran aislados en el corazón de lo cierto, el de que pudieran mirarse sin necesidad de mentirse, conscientes de la cruda fealdad de la vida”, y, en segundo término, para su país. Todo estallido cambia el rostro de un país y a veces permite que sus problemas se instalen “en el corazón de lo cierto”. Nadie sabe, ni siquiera el lector, la filiación del hombre que tiró la bomba (“¿un indio, un anarquista, un mestizo?, se había preguntado después la gente, como si el anarquismo fuera una raza y excluyera toda otra posible filiación”), pero de todos modos ríe alguien con fe, un voluntario del sacrificio, alguien que estaba resignado a ser eliminado por la guardia, una suerte de austral Rigoberto López.
       Aunque, en cierto modo, “Los aborígenes” represente una excepción en la producción de Martínez Moreno (es virtualmente la primera vez que sale al exterior para buscar su tema), el relato tiene, en materia de estructura narrativa, mucho de común con algunos de sus títulos anteriores. Esa revisión del pasado, llevada a cabo desde un presente inmóvil, ya la había empleado Martínez Moreno en cuentos como “La última morada” y “Cordelia”, que precisamente figuran entre sus más logrados. Es evidente que este narrador se siente particularmente a gusto en el empleo de un recurso narrativo que le permite rodear los hitos pretéritos con la amarga y a la vez nostálgica- sabiduría de lo actual. Es claro que, con ese expediente, la anécdota pierde inmediatez, directa comunicabilidad, empuje pasional. Pero es imposible tenerlo todo. Antes de escribir, el narrador debe decidirse: su testimonio llegará desde la entraña misma de la anécdota, o desde una distante y sabia pericia. En “Los aborígenes”, Martínez Moreno ha elegido esta última actitud, que por otra parte se corresponde admirablemente con el ritmo lento, cansino, de las sucesivas evocaciones. Cuando en la última línea aflora a la voz de Primitivo el español gutural, “ligeramente cantarín, que había oído hablar desde su infancia y estaba enterrado bajo pesadas capas de peregrinaje y cultura”, y desvalidamente dice: “Pues sí, linda ¿qué va a ser de nosotros hoy día?”, pesan en ese desamparo las decisivas claudicaciones, las inermes debilidades y las tentativas de conciencia, que han ido formando el auténtico pasado, ese que deja arrugas en el rostro, pero también deja trazas en el alma.
       El relato empieza, se desarrolla y termina, en el mismo ritmo de tranquilo desaliento, de amarga lucidez, que emplea el diplomático de sesenta y dos años para efectuar el tardío balance de su vida. Pero no se llame a engaño el lector frente a tanta apariencia de serenidad: así como Primitivo Cortés cierta vez empezó a escribir un libro llamado “Los aborígenes” (“algún crítico del futuro tal vez descubriera que había querido escribir una encarnizada tentativa de autobiografía étnica, una forma de disolución del propio ser de la raza”), así también este relato, titulado asimismo “Los aborígenes” y efectivamente escrito por Martínez Moreno, puede ser reconocido por algún crítico del presente como una encarnizada tentativa de desfogar la preocupación personal, el compromiso político de su autor, y hasta como una forma de disolución del ser uruguayo, en el ser de América Latina. En tal sentido (méritos literarios aparte), bienvenido sea.
       Uno de los previsibles malentendidos que puede originar, desde su título y su sobrecubierta, la primera novela de Carlos Martínez Moreno, El paredón, es que se trata de un libro sobre Cuba. Por supuesto, éste es el tema extremo y tangible. Sin embargo, el propio autor, en el curso de una conferencia de prensa convocada por el distribuidor montevideano, llegó a afirmar que, aunque más de la mitad del relato transcurriera en La Habana, en realidad el tema de la novela era siempre el Uruguay. Además, en un reportaje, Martínez Moreno reconoció haber querido “dar salida a una explicitación vital de nuestra ubicación en un país con el que no estamos conformes y con una realidad americana que vemos adulterar o falsificar a nuestro alrededor, de un modo que no puede gozar del consentimiento de nuestro silencio”(4).
       En esta época de casi inevitables prejuicios y simplificaciones (más de un probable consumidor entró en librerías con la pregunta: “¿Es pro o es contra?”) la primera sorpresa para el lector desprevenido será no encontrarse con un libro panfletario, aunque sí humanamente comprometido. El novelista utiliza la eclosión y hasta el espectáculo revolucionarios como elementos catalizadores de una realidad uruguaya (ese “dechado de instituciones en reposo”), como provocación irreversible, consumada, para tratar de comprender lo propio, de valorar un panorama como el nuestro, sin trágicos contrastes pero con una esparcida zona gris, color de frustración. Antes (págs. 7-102) y después (págs. 263-286) del episodio cubano, el protagonista (Julio Calodoro) enfrenta el instante uruguayo en base a dos acontecimientos claves: las elecciones que el 30 de noviembre de 1958 ganaron los blancos y la noticia de que su padre tiene cáncer. O sea que asiste al repentino acabamiento de dos mitos: uno nacional (la invencibilidad de un partido que estuvo casi cien años en el poder) y otro personal (esa inevitable aura de inmortalidad con que los hijos, en una clandestina postergación del tema de la muerte, suelen rodear la presencia de los padres). Si a ello se agrega la aventura habanera, que además del impacto político, incluye una conmoción sentimental, se verá que toda la novela es la historia de cuatro sacudidas, que sin embargo no alcanzan para alterar “el orden irretocable”, la casi folklórica desgana (tanto más inhibitoria cuanto más lúcida) del muy uruguayo protagonista, cuyo último pensamiento trascripto es, sintomáticamente, el extremo quietista de una publicitada alternativa electorera: “que todo siga como está”.
       El mejor hallazgo de El paredón es previo a la novela, y en lo fundamental depende de haber visto la ocasión de enriquecimiento narrativo que podía surgir de la mera confrontación de una situación estallante con otra enviciadamente estática. Vale la pena comparar una cita de la pág. 24. (Todos padecían de aquel quietismo paradisíaco, todos ofrecían el orden, la sensatez, la austeridad, el equilibrio y la cordura. Nadie prometía el progreso; el progreso parecía allí una noción imposible”) con otra, de la pág. 268, acrecida de cercanos recuerdos y referida a una “clarividencia impotente” (“Era nada más que inercia, irrealismo, falta de pasión, y, en resumidas cuentas, una credulidad ilusa y desentendida, que apostaba a que el derrumbe del orden social es algo que no nos conviene individualmente, algo que milagrosamente nos excluirá de sus efectos si tenemos la coartada mental, la precaución inteligente de darlo por supuesto, la contraseña que nos permita probar —llegado el día— que ya lo sabíamos, que estábamos esperándolo, que incluso lo deseábamos”), La experiencia vital, el contacto con una urgencia de justicia que olvida matices y razones formales, la perturbación que significa haber asistido como testigo a crepitaciones irremediables, todo ello marca la distancia que va desde la displicente comprobación intelectual de la primera cita, al dramático sentido de culpa que impregna la segunda.
       En la segunda parte, los recuerdos uruguayos se proyectan sobre la realidad cubana; en la tercera, los recuerdos cubanos se proyectan sobre la realidad uruguaya. Por eso la primera parte es la más neutra, la más opaca en lo vital, la más barroca en el estilo; es simplemente, el Uruguay descarnado, cotidiano, inhibido, a través de la versión inteligente y ombliguista (en págs. 32-33 es excelente la glosa nostálgica de un conocido verso de Líber Falco) de ese intelectual sin sentido de lo inmediato que es Julio Calodoro antes del viaje. Creo sin embargo, que esas cien páginas de apertura son el verdadero soporte de la novela y las que mejor demuestran la madurez narrativa a que ha llegado Martínez Moreno. De ahí parte el sentido de todas las comparaciones, de todos los cotejos, de todas las vislumbres que vendrán después. Es cierto que esa primera parte no alcanza —ni aspira— a ser un gran fresco de nuestra realidad, y es probable que al lector extranjero, que necesariamente ha de permanecer ajeno al cándido enigma doméstico de ciertas imágenes y evocaciones, sólo llegue a parecerle una colección de postales sociológicas. Pero, ¿acaso nuestra realidad liliputiense (entiendo por tal no sólo la minimización de méritos y deméritos sino también la falta de osadía y a veces hasta de coraje cívico) no está más cerca de las postales que del fresco? No creo que las limitaciones de esa primera parte encierren un mensaje, pero sí estoy convencido de que incluyen un juicio. Y la figura de Menárquez, ese pintoresco uruguayo de extramuros, que es casi como decir de extraparedones, ese exquisito cultor de la hipérbole y la pornografía, ese vociferante conmovedor, ese tenaz histrión de repentinas y sinceras timideces, cumple idealmente en la novela su misión de exagerado vocacional. Con este personaje (que, “por debajo de esas formas de extrañamiento y rebuscamiento para decir, es todavía uruguayo en el buen sentido de sus nostalgias, de sus lucideces y de sus preocupaciones, en el mal sentido de lo complejo, lo suntuario y lo sofisticado de sus alarmas de muerte personal”) parece decirnos Martínez Moreno: “A esto está destinado todo uruguayo que se salga de su postal para ingresar al fresco”. Y, comprensiblemente, sus preferencias parecen indecisas entre ambos extremos.
       Ahora, con El paredón a la vista, es más fácil distinguir un probable defecto de los relatos breves de Martínez Moreno, quien parecía tener demasiadas cosas para decir sobre cada tema. Se trataba a veces de una opulencia de significados laterales que, paradojalmente, llegaba a empobrecer el sentido o la clave de la peripecia central. En El paredón sobrevive esa abundancia (las dos primeras partes, sobre todo, son constantemente atravesadas por evocaciones y cotejos), pero la dimensión novelesca permite que cada tema lateral se disuelva normalmente en la narración e incluso la enriquezca. Tanto el estilo como la complejidad de enfoques, tan característicos en Martínez Moreno, venían requiriendo indudablemente la distensión verbal e intelectual, la libertad de estructura y hasta de montaje, que sólo la novela puede proporcionar. La diferencia se hace evidente sobre todo en los diálogos, que si en los cuentos no disimulan una tensión intelectual, casi un inconsciente prejuicio hacia lo coloquial, ahora en cambio se desarrollan (particularmente en la segunda parte) con impecable fluidez.
       En el transito de una realidad a otra, el autor no ha olvidado la funcionalidad del lenguaje. En la primera parte, el estilo todavía se demora en exquisiteces, en descubrir palabras, en reivindicar las situaciones opacas mediante giros brillantes. El autor parece recordarnos que el stock uruguayo de osadías es simplemente verbal (alguna vez exagera, como en pág. 38: “ya no retocaría el sitio del episodio en la memoria, por no supliciarlo en las avaricias de la escritura“). Pero luego, en la segunda parte, especialmente en el notable relato testimonial del Juicio a Sosa Blanco, el estilo se contagia de la urgencia de la realidad, y se vuelve directo, ágil, aliviado de exquisiteces. En la tercera, obediente otra vez a los comandos creadores, el estilo no tiene inconveniente en opacarse, ya que la nueva visión de la realidad recuperada no dependerá de destellos verbales sino de una recién estrenada madurez.
       En El paredón hay una eficaz integración entre el testimonio político y el conflicto humano, entre la visión documental y la trama novelesca. Si bien, además de su obvio sentido, la palabra paredón representa en la novela un símbolo de la incomunicación entre dos realidades latinoamericanas, la actitud del novelista es en sí misma un tremendo esfuerzo de comprensión, de inminente liquidación de prejuicios. En otras palabras: un sincero esfuerzo por que la comunicación (no la de los slogan inevitablemente epidérmicos, sino la que deriva de una común raíz de idioma, subdesarrollo y mediatización) sea restablecida. Por eso es tan importante en la novela la difusión osmótica de ciertos elementos de una realidad en los de la otra. Aunque el lector pueda no percibirlo en una primera lectura, siempre habrá un vinculo subliminal entre el recuerdo infantil de un ajusticiamiento de botellas (“volvieron de allí con unas caras aliviadas y se miraron sin culpa, rejuvenecidos como nadie puede imaginarse que lo estén alguna vez los niños”), narrado en las primeras páginas, y la “porfiada, discutida, regateada” ejecución, magistralmente contada casi al final del libro. Ahí la comprensión viene de lejos, de un impulso propio empotrado para siempre en la memoria de una precoz experiencia de rejuvenecimiento.
       Pero la confrontación está siempre al alcance del lector. Una reunión de intelectuales y esnobs montevideanos tiene su contrapartida en una fiesta de sus equivalentes cubanos, donde las diferencias se basan sobre todo en la temperatura, en lo que se come o se bebe; es decir, se basan mucho más en esos detalles exteriores que en una distancia dada por la fe o la militancia. “La raza universal de los esnobs —reflexiona Calodoro— una raza intacta y resistente, que podía pasar a través de las revoluciones como la salamandra, sin quemarse ni purificarse”. Pero si los esnobs son aquí y allá aproximadamente los mismos, la muerte y el amor se dan en cambio, para el estupor de Calodoro, en distintos, inéditos niveles, y el lector adivina que la percusión de una y de otro constituirá, aun después del adecuado regreso a la moderación y a las concesiones, un perpetuo latido en el laxo vivir del protagonista, un latido que acaso pueda ser identificado con la vieja inquietud de la conciencia. La muerte, constante presencia en el libro, cambia también de color y de lenguaje: allá se muere de violencia, aquí de cáncer. Pero aun así, aun con esas diferencias de estilo, la muerte es el agua lustral en que se igualan y purifican dos modos de vida tan extremos.
       No obstante, el elemento que mejor sirve (en lo humano, en lo individual) para establecer y calibrar la distancia entre los dos mundos en juego, es nada menos que el amor. La vertiginosa y condenada relación amorosa entre Julio y Raquel no es un comodín literario, acercado por el narrador para convertir en novela algo que sólo era testimonio. En ese amor de dos seres adultos que “conlleva un sentido neutro de compañerismo”, el novelista hace rebotar el momento revolucionario a que asiste (ese “picnic de la emoción colectiva”), pero también hace rebotar todo su pasado de conformismo, de timideces, de frustraciones, incluso de inmaculado civismo. La sombra de Matilde —la mujer que lo espera en Montevideo, la mujer cuyo principal y apodíctico mérito es la rutina compartida— se inclina, segura de su triunfo final, sobre las primicias y las angustias de ese idilio imposible. Matilde es “el pan con manteca”; Raquel, en cambio, es algo tan sensual, singular e incanjeable como el “consentimiento pleno”. En cualquier otra novela, la desganada, casi inexplicable preferencia final de Julio por Matilde (ni siquiera tiene con ella obligaciones conyugales) podría parecer una gratitud narrativa, o por lo menos una caprichosa hostilidad hacia el happy end. Pero en esta novela de esencia tan uruguaya, aquella aparente gratuidad adquiere de pronto una conmovedora verosimilitud y pasa a convertirse en una alegoría de nuestra irresolución, de nuestras cortedades, de nuestras mañas civilizadamente fallutas, de nuestra fanática sumisión al confort y, paralelamente, de nuestra oscura conciencia de que el coraje es siempre inconfortable. De ahí que la elección final del protagonista (“que todo siga como está”) pueda ser entendida como el emblema de una frustración colectiva, pero también como el alerta de un despertador. Sentido de conservación mediante, será preferible elegir esta última acepción. Es decir: será preferible, siempre y cuando, además, nos despertemos.

Notas

(1) “Notas al pie”, en revista Número, Nº. 13-14. Montevideo, marzo-junio 1951.

(2) En 1963, este autor había publicado dos volúmenes de relatos: Los días por vivir (Montevideo. 1960, Ediciones Asir) y Cordelia (Montevideo. 1961, Editorial Alfa), y una novela: El paredón (Barcelona. 1963, Seix Barral), que fue finalista del Concurso Biblioteca Breve 1962. Su importante relato “Los aborígenes“ apareció, además, integrando el volumen Ceremonia secreta y otros cuentos de América Latina premiados en el Concurso Literario de Life en Español (Nueva York. 1961, Ediciones ínter-americanas, Doubleday & Company, inc). Sólo a esos títulos me refiero en esta aproximación a la obra narrativa de Martínez Moreno. Con posterioridad a 1963, este autor (fallecido en México, 1986) publicó tres colecciones de cuentos: Los aborígenes (1964), Los prados de la conciencia (1968), De vida o muerte (1971), y cinco novelas: La otra mitad (1966), Con las primeras luces (1966), Coca (1970), Tierra en la boca (1974) y El color que el Infierno me escondiera (1981).

(3) En “Otra forma del rigor: Las ficciones de Carlos Martínez Moreno”, en revista Número. Nros. 15-16-17,julio-diciembre 1951.

(4) En La Mañana. 3/5/63: “Siete preguntas a Carlos Martínez Moreno”.



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