Carlos Martínez Moreno
(Colonia del Sacramento, Uruguay, 1917 - México, D.F., 1986)
Tierra en la boca o la tardía lección del dolor
Por
Mario Benedetti
Obras fundamentales
Literatura uruguaya siglo XX (cuarta parte)
(Montevideo: La República, 1991)
Carlos Martínez Moreno (nacido en Uruguay, 1917), cuentista, novelista, critico teatral, abogado y periodista, es uno de los nombres fundamentales de la Generación del 45 (o
generación crítica).
Autor de varias colecciones de cuentos y relatos (Los días por vivir, 1960;
Cordelia, 1961; Los aborígenes, 1964; Los prados de la
conciencia, 1968; De vida o muerte, 1971) y de cinco novelas (El paredón, 1963,
La otra mitad, 1966; Con las primeras luces, 1966; Coca, 1970;
Tierra en la boca, 1974) Carlos Martínez Moreno ha ido evolucionando desde el ejercicio de una vocación crítica, enjuiciadora del disimulo y la hipocresía como formas espurias de la sociedad montevideana, hasta una asunción franca del contexto social, que por cierto no excluye el rigor ni la indagación en profundidad.
Aunque de inserción relativamente tardía en el mundo literario uruguayo —tiene 43 años cuando publica su primer libro,
Los días por vivir— desde sus relatos iniciales Carlos Martínez Moreno irrumpe en la narrativa con un original y depurado manejo del lenguaje, un claro propósito de demoler falsos valores y una exigencia de estilo y de estructura que inmediatamente lo situarán en los primeros planos de la narrativa latinoamericana.
Tierra en la boca es sin duda la obra más lograda de Carlos Martínez Moreno y uno de los títulos ineludibles de la actual narrativa latinoamericana. La historia de un crimen no planificado, llevado a cabo por dos rateros de ínfima categoría, es narrada con admirable sobriedad de lenguaje. El tema, en apariencia vasto y de poca monta, es narrado con precisión e indagado con hondura. La proeza consiste en transformar la prosecución de un sórdido capítulo de crónica policial, en un proceso humano de inusual calidez. Es curioso que el lector de
Tierra en la boca se comunique, y hasta se identifique, con estos oscuros delincuentes, mejor que con otros personajes de Carlos Martínez Moreno, más intelectualizados, o sea, más cercanos a la expresión y las vivencias del propio autor.
Abogado de profesión, dedicado durante largos años a la defensa de oficio y de pobres, Carlos Martínez Moreno adquirió una singular experiencia en lo penal, especialización en la que se le considera una verdadera autoridad. En los últimos años que pasó en Uruguay (a partir de 1977 se vio obligado a expatriarse) defendió a numerosos presos políticos, entre ellos al general Líber Seregni.
Pues bien, de esa vasta experiencia jurídica, y sobre todo de su primera etapa, en la que mantuvo un contacto casi diario con sus defendidos, por lo general delincuentes comunes de poca envergadura, Carlos Martínez Moreno trasladó a su literatura no sólo algunas de tales historias —por ejemplo, la del cuento “El careo”— sino también el clima, el lenguaje, la rutina y hasta la “filosofía” de esos marginales.
En Tierra en la boca resurge esa experiencia, y también comparece un mundo clandestino de rateros, reducidores, estafadores, perdularios en general. No es una fauna de criminales, sino de moderados transgresores. El verdadero interés de la novela reside en que un crimen no es moneda corriente en ese ámbito. De modo que el asesinato imprevisto, desciende sobre los cuatro personajes (el gallego Font, Isabel, Rojas, Lujan) como una repentina maldición. Tenían el ánimo preparado para la etapa posterior al simple robo de una modesta carnicería, pero no para asumir la desgraciada y no calculada presencia del sereno, ese viejo tartamudo que los sorprende y a quien matan, más por susto que por saña. Si la novela hubiera apelado a criminales natos, poco menos que vocacionales, probablemente la historia habría tenido menos interés.
El proceso narrativo está centrado pues en la responsabilidad primaria, en el borroso sentido de culpa que, a partir del crimen, desborda a estos bisoños en caza mayor, a estos mediocres ladrones convertidos casi por azar en asesinos. Un solo hecho, un delito mayúsculo que excede sobradamente lo planeado en minúsculas, empuja de pronto hasta la notoriedad a unos seres oscuros.
Es gracias a esa contradicción elemental que los personajes, vulgares y opacos al comienzo, van adquiriendo de a poco rasgos más depurados y hasta originales, en particular el Gallego (quien desde ya integra la más exigente galería de personajes que la ciudad de Montevideo ha aportado a la literatura) y también Isabel. Es la comparación entre lo efectivamente acaecido y lo que pudo ser evitado, es ese ingrato cotejo lo que va desmoronando paulautinamente al Gallego (cuyo nombre completo es Tomás Bismarck Font Barreiro) y le da una dimensión trágica.
La tremenda sacudida que representa para el Gallego la asunción sicológica del crimen, al obligarle a hacer prolijo inventario de todo lo que va a perder (desde la libertad o la vida, hasta el amor y el cuerpo de Isabel, y aun el hijo que tal vez le sembró en su penúltima angustia) tiene como consecuencia que el conjunto cobre de improviso brillo y valor. Hay asimismo cierta bondad congénita, cierta ternura huraña, en el protagonista, que sólo adquiere vigencia plena cuando comienza a huir, cuando comete error tras error y no consigue que nadie le tienda una mano, sencillamente porque ésta ya no es la del ratero de siempre (al que sí podían ayudar) sino la del tipo que degolló al sereno tartamudo.
Es así que la noche (de amor y sexo, pero sobre todo de amor) que viven el Gallego e Isabel sobre las tablas flojas de una pobre vivienda ajena, adquiere un significado que excede esa miseria y se vuelve casi poético. El crimen, con su presencia infamante, con su sombra ya inevitable, sirve no obstante para destacar las modestas lumbres de esas vidas marginales. El crimen es un colmo, un extremo, y por eso origina una tensión máxima, durante la cual cada uno de los cuatro personajes se transforma, es otro, o por lo menos vislumbra otra posibilidad, aunque se trate de una posibilidad para siempre perdida.
Isabel, por ejemplo, no habría sabido nunca qué coraje elemental existia potencialmente en su hombre sin este absurdo crimen que los cerca, los arrincona, los estremece, los destruye. El capítulo en que la pareja indefensa y condenada, se sienta en un terraplén junto a las vías del ferrocarril, para discutir y finalmente admitir el suicidio de él y la entrega de ella a la policía, es sin duda el más eficaz. Ambos personajes hablan allí con una franqueza conmovedora y, ejerciendo una angustiosa ecuanimidad, elaboran la doble decisión. Todas sus vidas, con su desclasada rutina, desfilan en ese coloquio signado por la muerte; sus modestos calvarios comparecen en sus palabras y en sus silencios, en sus gestos y en sus malentendidos.
La otra pareja, compuesta por Ramos y Luján, no convoca el mismo interés. Podría decirse que de alguna manera cumple el papel de
partenaire frente al dúo protagonista. Son dos seres grises, vulgares, sin impulso para la tragedia; de todos modos, y desde el punto de vista narrativo, cumplen con su función al completar el cuadro, al provocar las reacciones y los exabruptos del Gallego, las confidencias y frustraciones de Isabel.
Hay además dos elementos de extraordinaria importancia en esta obra de Carlos Martínez Moreno. Uno tiene que ver con el medio social; otro, con el lenguaje. La atmósfera de los barrios marginales, esos suburbios de miseria, delincuencia y promiscuidad, del que suelen despreocuparse los ministros del ramo, como si tuvieran el derecho de mantener una higiénica distancia con respecto a viejas culpas y antcgonismos, de prolijas mezquindades y larguezas menesterosas, aparece en la novela con una verosimilitud nada chocante. En ese aspecto, y como bien ha señalado Avenir Rosell, “esta novela de Martínez Moreno es documento de excepción; no conozco, por lo menos, otro por el estilo —ni aun en menor dimensión— salido de pluma uruguaya.”
Basada al parecer en un hecho efectivamente acaecido, la trama es realista, de eso no cabe duda, pero el autor salva hábilmente cualquier riesgo de chata o excesiva lealtad a los hechos, y se rescata mediante el uso (creador, imaginativo) del lenguaje. En este aspecto hay en la novela una mezcla curiosa: por un lado, la fiel reconstrucción verbal, especialmente atenta al habla que propone el submundo delictivo, y por otro, el manejo altamente imaginativo de una terminología tan particular y en apariencia tan limitada. A partir de esa franja sobresaturada de vulgarismos, que a veces lindan con lo soez, lo trillado y lo ramplón, Carlos Martínez Moreno acomete con éxito la empresa de reinvindicar poéticamente el diálogo, los monólogos, el torrente de pensamientos y palabras. Manejando con cómoda solvencia la libre estructura de la nueva novela latinoamericana, y sin que su realismo crítico haga la menor concesión al lector o al exégeta. Carlos Martínez Moreno suelta su lenguaje, lo conduce por atajos que de paso inaugura, y pone toda su imaginación al servicio de un proceso en que el habla del pueblo busca salidas, formas nuevas para decir sus deleites y penas de siempre.
En Tierra en la boca, es evidente que el dolor alfabetiza a estos seres primarios. Aprenden cuando ya es tarde, adquieren (como el Gallego) verdadero gusto por la vida cuando no tienen otra escapatoria que el suicidio; aun Isabel teme y a la vez confía que el Gallego haya dejado un hijo en su vientre, pero a la vez sabe que ese hijo nacerá en la cárcel o en la frustración. El sobrecogedor mensaje -si es que la novela tiene alguno, o si de todas maneras existe al margen de las intenciones de su autor- es que a estos pobres la lección del dolor les llega tarde. Los conmueve, los estremece, les permite hallar en si mismos reservas de amor que ignoraban poseer; los sacude y educa, pero en realidad los sacude para la muerte o los educa para la cárcel. El sistema es cruel.
Señalemos, por último, y ya no como valor literario, que la objetividad de la obra sirve para enjuiciar indirectamente a este sistema, que si bien no es todavía (en la novela) la aberrante dictadura, ya lleva en sí mismo su pretexto y su germen.
Tierra en la boca testimonia un derrumbe, y en ese sentido adicional, extraliterario, también constituye un aporte invalorable a la interpretación social de un período, particularmente crítico, del Uruguay contemporáneo.
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