Carlos Martínez Moreno
(Santiago, Chile, 1924 - Santiago, Chile, 1996)

El paredón (1964)
(Barcelona: Editorial Seix Barrial, 1962, 292 págs)


PRIMERA PARTE

I

      Durante el día de primavera había llovido; pero al atardecer escampó, si bien duraba aún en la atmósfera una humedad densa y caliente. En las calles mojadas se reflejaban borrosamente las luces, achatadas y confusas, y ni el aire ni el reflejo estaban lavados. Por la avenida 18 de julio, la gente llenaba las aceras y desbordaba sobre la misma calzada, desde que los escrutinios habían empezado a indicar, sin duda alguna, la derrota del gobierno y el triunfo del Partido Nacional. Era el 30 de noviembre de 1958 y también en Montevideo ganaban los blancos. Aislados por la lluvia del día y por los malos caminos, algunos circuitos electorales demoraban aún sus informaciones, pero no había que esperar más para saber que el Partido Colorado había sido batido en todo el país.
       —Esto es grande —había escuchado decir Calodoro, en camino hacia casa de su padre—. ¡Después de noventa y cuatro años!
       Hacía noventa y cuatro años que en aquella democracia tan bien dispuesta los grandes partidos no rotaban en el poder. Y aunque acaso iban ya pareciéndose demasiado uno al otro, la fatiga de aquella larga dominación estaba sintiéndose y acusándose en todos los órdenes.
       Julio Calodoro era, en medio de aquel gentío de ideas encontradas y de entusiasmos tan simples, un ejemplar fuera de serie. Tal vez comenzaban a ser cada día más quienes no querían ya ser llamados —contra una mera propensión de infancia, contra el viejo y descascarado color de hogar— blancos o colorados, tan sólo porque sus mayores lo habían sido, ya vinieran de los orígenes del país o de la inmigración más reciente. Comenzaban a ser cada día más, pero aún parecían mal asimilados por aquella sociedad de opciones dilemáticas: blancos y colorados, Peñarol y Nacional, presidencia y colegiado. Comenzaban a ser más y a pensar que las opciones que importaban surgían de disyuntivas menos fáciles, menos sentimentales, menos arbitrarias. Caminaba en medio de la multitud, una multitud de clase media, civilizada y tranquila, que festejaba cautamente un triunfo que creía ir adivinando y que las últimas cifras podrían después cambiar en los detalles.
       Tenía ahora cuarenta años, y el tiempo se le había ido en viajes, Universidad y periodismo. Había dejado de ir a la Universidad, aspiraba a escribir cada vez menos artículos, notas y editoriales; ambicionaba viajar todas las veces que pudiera, irse y volver para tornar a irse, Vivía solo, si se excluye la compañía intermitente de Matilde; solo pero cercano a la casa de sus padres, en un apartamento céntrico, atiborrado de discos, de cuadros, de libros. Por sus ventanas de un sexto piso podía ver el mar —a veces castaño y revuelto (ese «río de sueñera y de barro», al que habían cantado desde el lado ar gentino), otras veces veteado de azul y verde, con la entrada de la onda oceánica— y también los techos y las chimeneas, el cielo azul y el hollín de la ciudad. No había nacido en Montevideo pero le pertenecía desde sus diez años y Io quería como a ningún lugar en el mundo. A pesar de eso —desasosegado e incierto, conflictual e inseguro— no había hallado aún el rincón en que un hombre pueda retirarse a madurar a solas, expuesto a la sensación del tiempo que lo recorre, lo gasta y lo enriquece. Algunas noches del pequeño habitáculo estaban llenas por el recuerdo de la mujer, otras por el gusto de un libro o de una borrachera. El tiempo pasaba sin heroicidad sobre esos usos que su cuerpo le daba.
       Había dejado ya la redacción donde todos seguían pendientes del nuevo boletín del Ministerio del Interior o del último telegrama de campaña. Había estado en su casa, se había bañado y marchaba ahora a visitar a su padre, zigzagueando entre los automóviles empavesados de banderitas, de números, de carteles, de frases huecas; Ios mismos gallardetes, las mismas cifras, las mismas palabras que habían cebrado el asfalto y constelado las paredes, el plinto de los monumentos, Ios andamios de las obras, las columnas de energía y hasta el muro de los estadios y de los hospitales, en esta capital que había vivido durante tres meses el arrebato vacuo de una fiebre periódica, ese arrechucho que —como los del paludismo— castañetea los dientes del ser en que hace presa y un día súbitamente lo abandona, sin dejarle mejor y tan sólo más neutro, extrañado y ausente, como olvidándolo.
       Este era el estilo de vivir y de agitarse de toda aquella gente, vivir y agitarse como en un parque de diversiones, lejos por igual del peligro, de la salvación y de la muerte.
       Pensaba que todo aquello que a él le rodeaba sin comprometerlo (aquella oleada de jactanciosos que habían apostado y ganado y ahora salían a acreditarse públicamente su perspicacia) estaba en cambio golpeando contra el abrumado desánimo de su padre, royéndole los nervios, postrándole e irritándole a un mismo tiempo. Porque su padre sí que era colorado y debía estar asistiendo a un derrumbe que de algún modo le parecía el propio.
       —Es extraordinario. Esto debe verse una vez cada siglo.
       No sabía si quien acababa de decirlo, a su lado, se asombraba o burlaba, porque la sensación del ridículo individual o colectivo era constante y aguda en aquel pueblo, tan hecho a la calma, a la llaneza de un destino sin accidentes ni sobresaltos, a la absurda idea de su superioridad, que sólo debía a la eliminación inicial de algunos problemas que a otros los punzaban y acosaban.
       Pero no era extraordinario. Era pequeño y común, por detrás de lo aparentemente insólito del resultado. Y era también pequeño y común que estuvieran festejándolo aquellos que cuatro años antes habían celebrado un triunfo diferente, y que dentro de cuatro se lanzarían detrás de otra nueva pista de lo probable, ansiosos de no frustarse por error en la conjetura, anhelantes por saber de antemano quién ganaría y por seguirlo hasta el fin.
       Más allá de sus cuarenta años todavía jóvenes y de su poca historia como individuo —por la admisión de un curioso destino personal, que parecía determinado a amortiguar las virtualidades de su inteligencia—, Tulio Calodoro veía ahora los setenta y siete años de su padre, un médico que había vivido más de cincuenta en la tarea desinteresada de agotar su vocación sin ensalzarla y los últimos veinte en el escrúpulo de la familia y de la reflexión, despidiéndose de un mundo al que seguramente ya no comprendía, y que seguía midiendo y juzgando según sus viejos cánones primarios de hidalguía, virilidad, obstinación y decencia. Para el viejo doctor aquella noche estaba consumándose algún efecto de desmantelamiento interior y de ruptura con el medio, cavándose en pocas horas un foso infranqueable.
       Dejó atrás la calle y los gritos y subió hasta el piso de su padre, a unos veinte metros de altura sobre la misma avenida 18 de Julio. Sentado en su sillón predilecto, la luz baja y el diario sobre las rodillas; escuchaba el murmullo de desgracia progresiva que iban refiriendo los noticieros. Vio y besó aquella cara fláccida y huesuda, buscó los nobles ojos tras los bolsones enrojecidos de aquellas ojeras.
       —¿Has visto? —dijo el padre—. Ganan los blancos.
       No era una pregunta, porque para él era evidente que su hijo ya lo sabía; y tampoco tenía el tono de una lamentación, porque era también evidente que al hijo, inclinado a enjuiciar y a desestimar por igual a los dos grandes partidos, aquéllo no le importaba del mismo modo que a él, desde que se daba a racionalizarlo con otro alcance.
       Julio no dijo nada. Se limitó a sentarse a su lado y a ponerle una mano sobre su rodilla, mientras le quitaba de allí el diario, al que echaba una ojeada y ponía de lado. No podía sentirse igual que su padre, y aquella noche el abatimiento hacía que el viejo irradiara el aire honesto y criollo, enterizo, que tanto le sentaba. El se sentía entonces más complejo e impuro, más impotente. Su padre tenía la perfección de estilo que da el reposo del tiempo, él las angustias y las incertidumbres de no haber encontrado todavía en su mundo el encaje que buscaba.
       Desde aquel año de 1864 en que, a la entrada del Cabildo, habían asesinado a Bernardo P. Berro, los blancos habían desaparecido de las alturas ostensibles del poder. Pero como el civilismo había sustituido hacia cincuenta y tantos años a la crudeza de guerras y pendencias, por debajo de ese largo ostracismo habían vuelto a medias, se habían asemejado a sus adversarios, habían pactado y convivido (convivido y condividido) con ellos, desentendiéndose de sus sinecuras menores tan sólo en la víspera de los comicios, para ofrecer la cara de unas esperanzas distintas. En esos noventa y cuatro años estaban también el asesinato del general Venancio Flores (para vengar el de Berro), la presidencia del General Lorenzo Batlle Latorre, la tiranía de Máximo Santos, el Quebracho, la presidencia de Herrera y Obes, la Revolución del 97 y el asesinato de Idiarte Borda, la dictadura de Cuestas, el surgimiento de Batlle, la revolución de 1904, la muerte campal de Saravia, la era institucionalista y el golpe de Estado de 1933. El tiempo que iba desde lo contado a lo vivido, las jornadas leídas en los libros de texto y las jornadas de las que Julio tenía una directa memoria de adolescencia.
       Y ahora, en ese año 1958 —el año del viaje de Nixon, de la insurgencia beligerante de la Universidad, del Premio Nobel a Boris Pasternak— el largo imperio del Partido Colorado tocaba fondo; y todo podía contribuir a que se creyera en el advenimiento de lo que la propaganda política llamaba la Nueva Era o los Nuevos tiempos. Pero —reflexionaba Calodoro—, ¿podía confiarse en que realmente estaba sucediendo algo?
       Su padre, sentado frente a éI, seguramente lo creía, con pena y con nostalgia, con ese aire de honrada compunción con que la gente desinteresada se despide de lo que nunca pensó aprovechar pero le gustó saber que existía. Julio, en cambio, no podía creerlo. Había estado en Bolivia en 1952 y había visto las huellas, el tatuaje a fuego y el hervor vivo y tumultuoso de una revolución flamante. Había caminado entre los indios armados de Huanuni, Colquiri, Papel Pampa y aun Villa Victoria, a las puertas mismas de La Paz. Había estado presente cuando, en unas estribaciones montuosas, cerca de El Alto, habían desenganchado de unas zarzas —ennegrecido, quemado, andrajoso sobre un huracán mortal de desgarrón y hueso— el cuerpo de un minero que se había batido, con sus cartuchos de dinamita, para cercar aI Regimiento Bolívar. Y había visto flotar en el aire un sentimiento de nación, había visto echarse a andar una dura empresa de liberaciones y de riesgos, empujada por una turba febril y reivindicativa, cuya miseria era inocencia y fraternidad, en el aura incorfortable, deflagrada de pólvora que aún la envolvía. Había estado en Chile y había visto a los mineros de Lota emerger de las minas de carbón y de sus galerías bajo el océano, plegados en dos, engrasados y ennegrecidos y percudidos en la arruga del rostro anegada de polvo de hulla, saliendo —entumecidos y transidos, la lámpara de acetileno muerta sobre la frente, bamboleantes los brazos simiescos inservibles hasta el día de mañana—, hirsutos y otra vez asombrados al reencontrar la superficie de la tierra y de poder echarse a andar hacia sus chozas. Hacia sus chozas ya aplastadas en la noche, a la orilla del Pacífico, hacia sus jergones y hacia los ventanucos donde una andariega luz de vela titilaba y desaparecía; a lavarse con el agua salobre de los pozos excavados junto al océano, a comer un trozo de pescado o un humeante cocido y a tenderse sobre el suelo que el resto del día sólo existiera como un conato de pensamiento imposible sobre sus cabezas. Y ahí mismo, un poco más arriba, dominando la desembocadura del Bío-Bío, volviéndose hacia las mismas aguas cantadas por Ercilla, un palacio italiano de mármoles y un jardín cuyas flores presumían, en pequeños carteles, de ser regadas tan sólo con agua potable, anochecían solos, esperando la quincena estival en que vendrían a habitarlos, lejos de las minas y los dividendos (que el resto del año pasaban a francos circulantes en París) los refinados señores de Cousiño, Ios hijos y los nietos del pionero, los hermanos y los sobrinos de la viejecita virginal y demente vestida de color rosa que, tras muros de color también rosado, se amustiaba, rodeada de sirvientes, en su espaciosa y lóbrega mansión de Plaza Baquedano.
       Conocía esa faz cruda de América, había sentido por igual la voz del ruego, de la fraternidad y de la amenaza, y esta muelle posibilidad de cambio abstracto que se veía ahora y siempre en su Uruguay no podía parecerle importante, no apuntaba en su concepto a nada. Esta era tan sólo una mutación «a la uruguaya», acolchada por el previo concepto de nuestra suficiencia para regir Ios hechos sin que jamás se nos escaparan, para treparnos al carro de los hechos tras haberlo dejado esperar cuanto quisiéramos, seguros de que nunca nos dejaría a pie.
       —Lo que es la ingratitud de la gente —dijo el padre—. Casi todos los que están festejando estas elecciones han de estar debiéndole favores al batllismo.
       Su misma formación liberal hacía que su padre jamás pensara en planos más trascendentes, que jamás concediera espacio a los factores de determinismo social. Todo se resolvía para él en el terreno de las actitudes morales y de las consecuencias cívicas. Ese era también el terreno más trillado por quienes, esa misma noche, perdían junto a él.
       —Y esto —dijo el padre, con tono de aprobación admirativa y no de reproche—, sólo es posible gracias al voto secreto, que el mismo Batlle les concedió.
       Todo lo que había en el país había sido hecho por Batlle, en su concepto, Los autores materiales de las iniciativas, los redactores de las leyes le importaban poco. Batlle era el soporte espiritual y el responsable político. Y todo lo que el doctor había visto en los últimos cincuenta y tantos años estaba lleno —tal era su imagen— del voluntarismo emprendedor y generoso de BatlIe. Nada aparecía a sus ojos arrancado a una disputa, como hostigado producto de una transacción o una conminatoria. Baile lo había dado sin que nadie hubiera estado radicalmente en la condición de exigírselo; tal era su tesis frente a todas las conquistas políticas y sociales que, como batllista, tanto le enorgullecían.
       Mientras piense en la ingratitud, mientras sólo vea la imagen del comité vacío, del que han desertado todos los merodeadores del éxito, mientras tenga obsesivamente ante sus ojos un piso de cuarto secreto lleno de sobres arrugados y de lis- tas coloradas hechas trizas, no comprenderá la culpa de los que han perdido, a pesar del disgusto frecuente que —lejos de los días de elección—, ha podido sufrir por causa de ellos y ha estado dispuesto a olvidar en cuanto llegara la ocasión de votarlos. Batlle les había concedido el voto secreto, la instrucción gratuita, la ley de ocho horas, los servicios públicos nacionalizados, la misma democracia de partidos. ¿Eran esas razones suficientes para ponerse hoy contra su hijo o contra su sobrino?
       Pero la hora de la derrota podía llegar a ser una hora de balance. Sosegado, aposentado en la calma de su vejez, él nunca había sido un aprovechador o un arribista. Era del viejo grupo de hombres que habían dado a la política más de lo que le exigía; había arriesgado sus posiciones por seguir sus principios, cuando el cisma había sido entre los mismos colorados, en 1933; y nunca había tenido un desfallecimiento, una irresolución, un cálculo innoble de conveniencia para hablar, para pedir o simplemente para callar.
       —No hemos querido ver lo que no nos gustaba —decía ahora.
       La multitud seguía pasando abajo, entonando estribillos que llegaban por las ventanas abiertas; y entre esa multitud que discurría lentamente, comentando y ocasionalmente gritando, iban los -automóviles a paso de hombre, abriéndose camino con tres toques cortos y casi unidos de bocina, que remedaban las tres letras distintivas del sector blanco al que esa noche se daba por triunfante: u-b-d. De tiempo en tiempo, un cohete estallaba en las más altas placideces de la noche, a la altura del piso en que vivía el padre, y comunicaba una conmoción espasmódica a aquel bullicio aminorante, a aquella teoría de vencedores que se había desplazado bajo la llovizna y ahora bajo el ronco cielo sangrado de luminosas, como acto de afirmación previo al rito de irse a dormir.
       «No hemos querido ver lo que no nos gustaba». En este punto, tácitamente, Julio y él estaban de acuerdo, El hijo pensaba ahora en otra tarde de veinticinco años atrás: en el crepúsculo del 31 de marzo de 1933. Desde la mañana se sabía que Gabriel Terra había derribado a las Cámaras, sin una sola resistencia, y habla proclamado una curiosa revolución, desde las alturas del mismo poder que un año antes recibiera sin drama. Era «la revolución de marzo», como se le había llamado. Su padre, como batllista auténtico —batllista «neto», según se decía en la jerga política de aquel tiempo—, había estado contra Terra y no Io había recatado. La única expectativa de aquel larga día —un día sin liceo, una corta vacación por causa de revoltijo estudiantil—, había estado cifrada en la actitud de Brum. Pequeño, enhiesto, empuñando pistolas en las dos manos, Baltasar Brum —que había sido presidente de la República y amigo de Terra—, personificaba toda la resistencia al golpe de fuerza, de pie a la puerta de su casa, en la céntrica calle Río Branco, rodeado de unos pocos amigos. Era un posible líder del contragolpe bloqueado por cordones policiales, mientras la gente lo miraba desde atrás de esas barreras, o se tomaba —como el joven estudiante Calodoro lo hizo— el tranvía para pasar por la esquina y, desde la plataforma, verlo parcialmente, atisbarlo detrás de los árboles y de los pacíficos e impotentes corrillos de público.
       Brum había esperado todo el día, había aguardado algo, había quizá confiado en alguien. Y ya a media tarde, cuando se había hecho evidente que nadie acudiría hasta él con energía bastante a torcer el curso de los sucesos, había cruzado hasta la mitad de la calle y se había suicidado disparándose un balazo en el corazón.
       Recordaba la llegada del padre a la hora del crepúsculo, su palidez crispada y la frase mínima —«se mató Brum»—, con que les había comunicado el desenlace de toda aquella historia que les hiciera viajar a lo largo de las pesadas horas de aquel día. Se mató Brum. Y su madre, que no se interesaba en los partidos, que no tenía tradición colorada sino blanca, que seguía a distancia, y con una sensatez llena de sabiduría, el espacioso juego de la disputa electoral de los hombres, había roto a llorar. Julio no pudo soportar aquel llanto, el primero que había visto y escuchado en su madre, un llanto digno y quedo. Ella, tan tranquila y dueña de sí, se había puesto a llorar (ante la idea de que la muerte volviera a entrar en política), repartiendo su conmiseración entre la escueta figura de Brum y aquella historia acre de guerrillas, emboscadas y degollatinas de que estaba sembrada su memoria de la infancia en el campo.
       No había podido soportar aquel llanto y había subido a la azotea de la casa, entonces otra y fuera del centro de la ciudad. Había visto el cielo azul tirante de la tarde, su costado truculento de ocaso, la vasta extensión blanquecina de una calera cercana. En ese mundo, igual al de ayer, Brum ya no existía.
       Ese había sido el punto de partida. Para su díscola predisposición de adolescente, la dictadura había sido un coracero apedreado en la esquina de la Universidad, una desenfrenada correría por calles estrechas, la pavorosa sensación de dos bocacalles cortadas por la caballería policial; eso y la inabordable y magnífica Isla de Flores, donde se confinaba a los presos políticos, donde estaba el amigo a quien su padre solía enviar cigarrillos, ropa y libros. Pero habían pasado veinticinco años y ahora era la Isla de Flores la que montaba a caballo, era un antiguo preso de la isla quien lanzaba la cabalgata de la Guardia Republicana contra los estudiantes en huelga y algarada. Y aquel cuarto de siglo medía lo que separaba la bizarría impotente de un partido de su madurez opulenta y mezquina; su rabia, de su engreimiento. La rabia le había permitido volver, el engreimiento estaba condenándolo a irse. Los países sin mayor historia consumen muy rápidamente sus ciclos de credulidad y esperanza, eligen a un hombre y desertan de su alrededor. El Uruguay estaba también ahora probándolo y haciéndolo; pero el estilo de la política que unos y otros habían estado de acuerdo en inventarle, hacía que la esperanza se retrajera y afluyera de orilla a orilla igualmente viejas, igualmente baldías y desérticas.
       —¡Pobre país! —volvía a reflexionar su padre, en voz alta. Y también aquí podían ponerse de acuerdo. Para su padre era el final de una carrera de ciudadano que había empezado en el 904, en los batallones universitarios de Guardias Nacionales, bajo el mando de don Jorge Pacheco, y que había tenido sus arrestos de libre pensamiento en el Club Bilbao y en sus intransigencias de jacobinismo civilista. Con ademán desafiante, un puñado de jóvenes apostrofaba a la Masonería, aunque con el tiempo algunos de ellos llegarían a integrarla. «La masonería domina en el Ejército». «La masonería domina en la Justicia», había oído decir Julio, desde su más temprana infancia; y quería labrarse «un camino de luz, como un tajo entre las tinieblas del oscurantismo», según una ya soterrada y negada frase de su padre, que el hijo había leído una vez en un periódico de la arcaica cruzada. Y aquel hombre, con sus lecturas de Spencer, Augusto Comte y Gabriel Terra, había lamentado ser ya demasiado viejo «para largarse a los montes» en el 33. «Ah, si yo volviera a tener tus años, muchacho» —le decía, y seguramente le habría impedido por todos los medios que se emancipara para alejarse de su lado y acudir a pelear por «la causa de la legalidad», si al confuso estudiante se le hubiera ocurrido intentarlo. A Julio todo aquello le resultaba —con la perspectiva de unos pocos años—, ingenuo, tremendamente ingenuo e inactual, trágicamente expuesto a la confluencia del riesgo y del candor por asumirlo, en el caso de algo que ya no 4o valía. Se veía de quince años, marchando silenciosamente al lado de su padre, mientras la gente llevaba en hombros y a la deriva el ataúd, gritando «¡Brum, Brum, Brum!», un nombre que percutido machaconamente por la multitud tenía algo de trueno y amenaza; pensaba en las coronas y las flores junto a la estatua de Libertad, en aquella militancia por un concepto de libertad con las entrañas vaciadas, de libertad autopsiada por el liberalismo y la burguesía, en el que Julio Calodoro ya no podía creer y al que sus mejores contemporáneos no consentían ahora en tener por sagrado. Pero para su padre, esa Libertad de molde aún importaba y alentaba; y moriría creyendo en ella, en «los buenos y Tos malos» del golpe de marzo, en el bien y el mal de las guerras mundiales, en el ángel y el demonio vueltos a escena en el actual enfrentamiento de los dos grandes poderes que forcejeaban por dominar el mundo.
       Los buenos y los malos, los colorados y los blancos, el an. timarzismo y el marzismo, la democracia y el nazismo, la democracia y el comunismo, los pares conflictuales y eternos a través de los cuales él seguía viendo desplazarse la historia. Y una simpatía anárquica por el magnicidio le había hecho exaltar la figura de Arredondo cuando matara a Idiarte Borda a la salida del Te Deum del 25 de agosto del 97 y a Bernardo García cuando hiririera a Terra en el Hipódromo. De alguna manera, Batlle era el único depositario de poder político en quien él no podría haber concebido nunca la idea de la arbitrariedad, del egoísmo o de la injusticia. «Batlle era demasiado grande para este país» —decía—. «Para este país cuya sigla se ha vuelto una marca de cigarrillos» —replicaba Julio, tan sólo para exasperarlo con su estilo de denuesto cínico y gratuito, haciéndolo retomar el costado de patriotismo que sólo momentáneamente había dejado de lado, para sustituirlo por una pasión civil aún más ardiente.
       De viaje por Europa, años atrás —cuando el doctor aún no era tan viejo, y mantenía una opción posible para reordenar sus conceptos-, Julio le había escrito sobre su clarividencia de ver a escala el conformismo nacional, esa tónica de optimismo y superioridad que estrenara el liberalismo colorado y ahora estaba ya entrañablemente contagiada al conservatismo blanco. «Me reconcilio paradojalmente con mi país —le escribía— al comprobar que no es tan perfecto como creen ustedes los batllistas, al confirmar que al lado de las facilidades de origen están nuestros ombliguismos, nuestra pedantería ateniense y nuestro irrealismo. Europa es una hermosa lección de humildad, viejo. Me gustaría que la hubieses conocido. ¿Y por qué pongo en pasado esta probabilidad?: me gustaría que la conocieras. Uno se da cuenta, aquí, de que descansamos aún sobre muchas facilidades venturosas, ni ganadas ni revisadas. ¡Que nos duren! Y que nuestra superioridad —alardeada sobre gentes en quienes la vida es más dura, más golpeada por la tragedia o más precaria, o más acosada de problemas y más difícil-, es una forma fatua y bobalicona de postular la inocencia por encima de la experiencia. Porque esa vida más difícil de aquí, es también una vida más plena e interior, más rica y más hermosa. Tenía razón el que dijo que si tanto nos enorgullecemos de ser tm país de blancos, sin población india ni mestizaje, y si eso nos da derecho a creernos tan grandes y tan cultos, debiéramos levantarle a Bernabé Rivera, que acabó a trabuco y lanza con los últimos charruás, un monumento por lo menos tan grande como el que le hemos levantado a Artigas. Porque Artigas, en todo caso, es el apóstol de las seguras dificultades y de los posibles progresos que mentalmente hemos resuelto saltarnos».
       El padre se había limitado a contestarle cotejando y averiguando impresiones de viaje, sobre sitios, costumbres, costos, deslumbramientos concretos. Aquella requisitoria del periodista puesto a sociólogo, había quedado arrumbada al fondo del cajón donde guardara las cartas. Y no habían sido reflexiones tan ilustres como para merecer otra suerte.
       La calle bullía abajo. El golpe del 33 los había mezclado, poniéndolos juntos como gubernistas y juntos como opositores, juntos como perseguidos y como perseguidores, entremezclando facciones de uno y otro color en ambos bandos. Pero ahora, al cabo de veinticinco años, habían vuelto a reunirse por el color, superando la memoria de sus agravios y sus tenues diferencias de ideología. Se habían reagrupado por el cintillo, de una manera casi instintiva. Era el resultado irracional en que concluía la evolución de aquella edulcorada democracia; y los blancos estaban celebrando —más que un triunfo— el fracaso del adversario, en aquella tradición de «la redota», que venía desde los días fundacionales de «la patria vieja».
       —Al país le hará bien —se había consolado el padre—. Y al Partido Colorado también. El poder desgasta.
       Era increíble —pensaba Julio—, que pudiera hablar del Partido Colorado como de una categoría del pensamiento, como de una actitud ante la vida.
       Sabían entenderse sobre zonas de misterio y de distanciamiento, sobre el equívoco de palabras que tenían —para uno y otro—, muy distinta carga; podían criticar a Perón uno y otro por los fundamentos exactamente contrarios, el padre en nombre del Barrio Norte, el hijo en nombre de los ideales invocados y falsificados. La vida cubría esos tramos; la vida particular y la relación que los habían unido prevalecían por encima de toda contradicción dialéctica, de la tesis y antítesis generacionales.
       Pensaba ahora, con desleída ternura, en la historia de su primera connivencia, en el episodio que por primera vez lo había hecho sentirse importante, al compartir con su padre un secreto, al haber llegado a tener junto a él la vislumbre de una fugitiva complicidad.
       Vivían entonces en Melo, donde su padre dirigía el hospital. Y era la época del auge legendario de Martín Aquino, homicida y matrero, perseguido por las policías de varios departamentos, solo, feroz e inapresable. Las criadas le contaban admirativamente, para que él se durmiera y también para que tuviese pesadillas, las historias del cuatrero, sus encuentros con guardia civiles y soldados, con partidas fronterizas y con vecindarios armados. De alguna manera, al estilo de un bandido calabrés o siciliano, Martín Aquino estaba aureolado de gallardía, de romanticismo y de enigma sentimental. Como ellos, se batía solo y a pecho descubierto; como ellos, había resuelto exitosamente hasta la penúltima aventura. Pero luego de esos meses de relatos semifantásticos y de expectativa, Martín Aquino había sido delatado, mientras visitaba a una mujer, en un rincón perdido del departamento de Cerro Largo; y una patruHa lo había destrozado a balazos y puñaladas cuando, asediado el rancho, se había lanzado por una de las ventanas, a combatir y a morir. Un mediodía el padre, al regresar del hospital, había traído la noticia: el cadáver de Aquino había sido llevado al hospital, a lomo de caballo, vadeando arroyos y marchando bajo la lluvia y el temporal. «Está hinchadísimo, casi irreconocible» —había agregado el padre.
       El chico de pocos años que era entonces Julio, había sentido la fascinación de aquella proximidad. Su héroe muerto y su padre guardaba la entrada de aquel sitio. A media tarde, sin decírselo a nadie, salió de su casa y, por primera vez en la vida, se arriesgó solo a través del pueblo, en viaje hacia el hospital. Atravesó baldíos que conocía, donde iban a menudo —en la vigilante compañía del padre— a jugar al fútbol o a remontar la portentosa corneta de seda («Le Diable») que le habían mandado como regalo, desde Buenos Aires. Pasó esos campos delimitados por tendederos de ropa y por deterioradas casitas de un vago color ocre o rosa; y se internó luego, más allá de lo conocido, en el trayecto de campos alambrados que separaba aI pueblo del hospital. La sensación de mundo incógnito era, con todo, menos excitante que el fin mismo de la aventura: estar frente a Aquino, confrontarlo con la imagen de tantas noches de fantaseo. Respiró y se sintió más seguro bajo las palmeras que conducían al edificio del hospital, caminó por su sendero de grava roja entre los bordes del pastizal hirsuto, preguntó por el director y se anunció como su hijo. Con una larga túnica blanca, el padre apareció casi despavorido:
       —¿Qué pasa?
       Lo tranquilizó, con una apariencia de cordura que era la mejor forma de validar su insensatez:
       —Nada, papá. Quiero que me dejes ver a Martín Aquino.
       —¿Y te has escapado de casa para eso?
       El niño asintió con la cabeza.
       —¡Qué locura! —reflexionó el padre, y él descubrió un fondo admirativo, de aquiescencia viril en el aparente tono reprobatorio de las dos palabras—. Tu madre va a darte una seria penitencia cuando lo sepa.
       «Tu madre»; él empezaba por excluirse del castigo, y el niño pensó que con aquel deslinde previo cualquier penitencia se le hacía tolerable. Su padre lo comprendía.
       —Sí, ya sé. Pero igual quiero verlo.
       —Estás soñando —le había replicado—. Es imposible.
       Había estado soñando, efectivamente. Pero los sueños imaginarios daban derecho al sueño real, al cotejo desnudo y verdadero.
       —Papá —había rogado el niño—. Sé buenito (y era la expresión que la madre usaba frente al hijo). Déjame verlo y después mamá me pondrá en penitencia.
       El padre había accedido, finalmente.
       —Bueno, te llevaré a echarle un vistazo, aunque sea un disparate. Pero un solo vistazo y nada más.
       Y luego, con un tono ya ganado para la indulgencia:
       —Espérame aquí un minuto, sin moverte. Y habiéndolo hecho sentar en una silla, había desaparecido por un momento. Con los años, le había confesado que en ese instante, sin saber todavía lo que haría, había corrido a telefonear a la madre, para decirle que el chico estaba con él, que no se preocupara.
       Al cabo, habla vuelto más aliviado y condescendiente, y lo había llevado por corredores húmedos y oscuros, hasta la puerta de la morgue.
       Habían entrado a aquella habitación enorme y fría y el padre había encendido la luz, una luz demasiado alta y débil, que daba un toque fantasmal a las cosas y a los rostros, lamiéndolos evasivamente. A un costado, sobre un catre, resaltaba un gran bulto, cubierto por una sábana rotosa, con desgarraduras cuyos bordes tenían un color indefinible que, a aquella luz incierta, podía ser equívocamente cualquier cosa, yodo, tinta o sangre.
       Adelantándosele unos pasos, el padre había echado mano a un frasco depositado en una repisa de cristal y lo había puesto sobre la mesa de pino junto a la cual se detuvieran. Allí había tornado un trozo de algodón y lo había moldeado hasta darle la forma cóncava de un antifaz. Luego había vertido en él unas gotas del líquido, de olor penetrante, que había en el frasco (¿formol, éter?) y le había hecho tomar el algodón como si fuese un pañuelo en el cual sumergir la nariz. El, en cambio, no había creído necesario protegerse. Se había acercado entonces al camastro y había tirado de la sábana hasta descubrir un cuerpo enorme, con el vientre espantosamente inflado, La ropa parecía haber sido descosida, para que no estallara, y se veía que había sido también agujereada por los disparos y las puñaladas. Una mosca habla comenzado a pasearse sobra la venda de lienzo, que fajaba unos intestinos presumiblemente deshechos; el padre la había espantado, hendiendo el aire con la mano, por encima del cuerpo de Aquino. El niño había podido mirar entonces la cara, la cara de ese primer cadáver con el que la vida inauguraba en él su serie. Era una cara de entreabiertos ojos oblicuos, una cara redonda de altos pómulos aindiados. La boca estaba apenas sesgada en un rictus que semejaba una sonrisa desdeñosa, floja, ambigua, como la de una estatuilla de Buda que había visto en casa de sus tíos, en Montevideo. Una mancha creciente en la barbilla casi lampiña, una mancha cianótica aumentaba la similitud con la estatuilla, que presentaba un mentón erosionado, por un bisel de desgaste. Julio tenía ante sí el reposo del «último matrero», de su gran héroe irredimible y mestizo; y no asumía de él una quietud de eterna sumisión sino la serena altivez de una última opción de su libertad: la de haberse escapado de la vida. Lo había seguido mirando, con un empecinamiento posesivo y simpatizante, hasta que su padre, extendiendo de nuevo la sábana sobre el cuerpo de Aquino, había hablado por primera vez en aquella pieza, para decirle «Vámonos». Antes de que dejaran la habitación, le había hecho poner las manos hacia arriba, en cuenco, y le había vertido un chorro del mismo líquido del frasco, haciéndoselas restregar después. Ahora pensaba que no debía haber sido éter o formol sino, simplemente, alcohol eucaliptado. Habían apagado la Iuz, hablan cerrado la puerta y se habían ido.
       Al regreso hacia la casa, de la mano del padre, los campos con sus ligeras protuberancias peladas parecían también ofrecer una yacencia tumefacta y panzona, y alguna colina abocetaba contra el fulgor del crepúsculo la cabeza del bandido, ya anegada en sombra. Pensar que había corrido por esos campos, jugando al fútbol o remontando su corneta, lo hacía convertirse instantáneamente en la mosca que había caminado con sus patitas negras sobre el lienzo. Hizo un esfuerzo por borrar esa imagen.
       —Bueno —dijo el padre—. No vayas a decirle a tu madre que te lo he mostrado, No le gustaría.
       El niño había asentido, en un silencio severo y orgulloso. Aquella era la inolvidable historia de su primera complicidad con el padre, un detalle de la cuestión que ahora esplendía con más fuerza que la visión del matrero en su camastro.
       —Es preferible decir que te dieron ganas de venir a verme y por eso te escapaste.
       —Sí.
       Se hacía la noche alrededor de ellos, pero las luces de Melo ya estaban muy cerca. No sabía hoy, a treinta y tantos años, si todo aquel envite de secreto compartido, de compañerismo, de clandestinidad solidaría había sido o no una estratagema, para evitar que él contara la historia a sus hermanitos menores, a la novelería de las criadas. El padre prefería haberse (o fingirse) desmemoriado de los pormenores; pero contra esa posibilidad de lucidez incompasiva y tardía, él preservaba aún ahora —con una candidez semejante a la que en política descubriría a menudo en su padre—, el gran recuerdo de aquella primera comunión.
       En penitencia, su madre lo había hecho acostarse a oscuras y sin comer, después de fustigar —ante los otros hermanos—, la culpa tremenda (e inevitablemente, la culpa prestigiosa y novelesca) que suponía aquella fuga. Y la penitencia había sido más bien un premio, porque le había dado un estímulo para seguir fantaseando, solo y en el centro de la noche, con la compañía semivisual, semiinventada, de aquel fastuoso y enorme cadáver que aparecía, adoptando las posiciones más inverosímiles, suspendido en el aire, oblicuo, avanzando su cara de ojos chinescos, con una raya de mirada vítrea, sentándose, puesto de pie como un monumento, disolviéndose sonriente en una bruma lechosa y dulzona, con olor a eucalipto, para resurgir en seguida, alusivo, imaginativo, burlón, incesante.
       No sabía si todos los hijos lo piensan de sus padres, pero a él le parecía haber conocido, en esa relación, a uno de los hombres más cabales que el trato de la gente le había deparado.
       Todo era, en aquel hombre que Julio tenía por delante, fiel a un mismo estilo; la actitud del padre, las convicciones del ciudadano, el escrúpulo profesional. A los jóvenes de la generación que él representaba, Batlle les había ofrecido hecha una revolución antes de que hubieran tenido fuerzas para imponérsela. Había hecho accionar las primeras leyes obreras antes de que hubieran existido los sindicatos, había socializado la salud y la enseñanza antes de que se hubieran alzado a pedírselo los médicos y los maestros. Por eso el doctor le llamaba «visionario». Pero por eso mismo, también, conseguida a ese precio de dádiva, la conquista había ido estancándose, amanerándose y corrompiéndose, hasta abrirse —en una dehiscencia tranquila y dulzarrona de fruto en pudrición— en ese día o esa noche de la derrota, que el viejo batllista consideraba ahora con perplejidad, la mano apoyada en la mejilla. «No hemos querido ver lo que no nos gustaba», había dicho; y él mismo había participado de esos tabúes, hasta el extremo de curiosas proscripciones nominalistas: «Ese demagogo que habla por radio» era el circunloquio que usaba para aludir a Nardone. Y ese era la mesnada que los había vencido. «Al partido le hará bien; el poder desgasta». Lo cierto, lo que él rehuía confesarse era que estaba cegada en sus fuentes la virilidad cívica, y que en parte eso se debía a la existencia de un azar de anticipación llamado Batlle, un azar que había servido para abolir la lucha, el sacrificio, la simple fatiga. Y la clase media había hecho de la civilidad la imagen de puro anti-heroísmo, de la adaptación y del conformismo. Esas eran las caras de la convivencia y de la paz; y tenían que acabarse algún día.
       Y luego, el Batlle de 1917 nos había dado el colegiado, para precavernos del caudillismo y del poder personal, él que los había cumplido y tenido más que nadie; y el colegiado había sido otra forma de castración en los orígenes: desdibujando la figura del hombre se desvanecían momentáneamente sus peligros. Quien abriera el camino nos prevenía luego de toda otra fuerza irruptora que la suya, eliminaba la imagen posible de su semejante para el futuro. ¿Por qué? Porque el Batlle de 1917 tenía ya casi sesenta años y la sesentena es la edad más rapaz del hombre, aquella en que una fagocitosis creciente trabaja sobre una inteligencia lúcida, aquella en que el Eróstrato que lleva todo hombre empieza a desear que, en el orden de lo que él más quiere y más ha ambicionado, no se haga ya lo que él no haya hecho, y lo que haya podido hacer quede perpetuamente, sea intangible. Calodoro conocía ahora, en otros hombres que había tenido cerca, esa mezquindad carnal, posesiva y egotista de la madurez; y sabía así por qué el gran hombre amortizado y declinante nos había hecho recelar tan largamente del poder, de la violencia y de las revoluciones, como si las acomodaciones del progreso no precisaran nunca sacudidas, como si el mundo de la burguesía liberal fuera de arcilla y se aviniera a ser moldeado una vez y otra, hasta perder la forma originaria, hasta cambiar enteramente de apariencia y de estructura. Y lo que ahora empezaba a suceder decía a las claras que ese mundo no lo aceptaba y echaba por la borda a los descendientes del visionario, porque los profetas no tienen sucesión directa ni colateral.
       —Entre César y Luis han arruinado el partido.
       Lo mismo que su padre, debía estar pensando ahora todo el país, porque la obcecación de los parientes era curiosamente decisiva en la suerte de esta democracia que, a pesar de su ilusión de cambio, estaba volviéndose cada vez más anquilosada y remisiva. La prueba por el absurdo de las limitaciones de ese régimen había sido, durante años, la alternativa de elegir entre hijo y sobrino. Mientras el mundo, acatando una fama no puesta al día, la exaltaba, esta perfecta organización institucional se comprimía hasta concluir en una opción tan pobre, tan exigua, tan artificiosa. ¿Había tenido su padre que esperar a que ambos fracasaran, para haberlo visto recién esta noche?
       El avestruz parecía haber sido desde años atrás el animal emblemático de la politica nacional: no hemos querido ver lo que no nos gustaba. Pero, aun escamoteando la mirada, había estado delante de todos el espectáculo de los pequeños caudillos, afluentes y tributarios de los otros, acarreando su gente paga en camiones a los actos de barrio, para medir fuerzas ante el gran elector blanco o colorado, ante el árbitro de su porvenir, que se suponía también el árbitro del país. Calodoro había podido ver la apoteosis de tamboriles y demagogia en el Palacio Peñarol. Había visto el estadio cerrado con aquella audiencia que golpeaba en las lonjas, se contoneaba y aullaba, comía, bebía y deliraba, mientras la Doctora —los brazos en alto o allegándolos al corazón en su ademán abarcatorio— decía amarlos y precisar sus votos para la salvación de la patria. Y había visto cómo, al término del acto, dos motos con sirenas abrían paso al desfile de los tamborileros, oscuros y de pie en los camiones, percutiendo una degenerada reminiscencia de la vieja música de esclavos africanos, ebrios de una dudosa felicidad colectiva. En eso estábamos. En eso y en la incongruencia del hijo de Batlle que, viejo de más de setenta años, decía a los electores: «Mi padre quiso crear una república, no una dinastía», y luego de eso se postulaba para presidir el gobierno.
       Todos padecían de aquel quietismo paradisíaco, todos ofrecían el orden, la sensatez, la austeridad, el equilibrio y la cordura. Nadie prometía el progreso; el progreso parecía allí una noción imposible. O conservar Io que había o volver al estado de cosas anterior a los más recientes deterioros; esa era toda la discrepancia entre los políticos, en una sociedad de poco más de cien años de vida. El progreso debía parecerles una noción vetusta y positivista, como si la misma textura del porvenir se sujetara al uso que de la palabra hubieran hecho las doctrinas del pasado, Y entonces —¿cómo no habían podido verlo?— llevaban todas las de perder quienes habían hecho del progreso la bandera en otros días de su historia. Podía creerse más en la responsabilidad, en el buen juicio, en la mente de banqueros de quienes tenían la tradición del Orden. ¿Esa era la revolución que estaba comenzando esta noche, la revolución involutiva?
       Y, sin embargo, era evidente que el pueblo, abrumado de propaganda, tanteaba el posible sentido de un cambio, Cuando, cuatro años atrás, algunos candidatos habían hecho volar días y días un avión sobre Montevideo, para repetir obsesivamente —en un gran zumbido-- «Proteja sus libertades, cuidado con los hombres fuertes», el supuesto hombre fuerte había triunfado. Y cuando ese hombre fuerte, ya trabajado por las circunstancias, había echado a andar, la frase «No haga pruebas con su voto», resplandecía como inevitable que hubiera tentado al público a que precisamente las hiciera.
       Cuide, defienda, proteja eran verbos defensivos, consignas de retracción haciendo las veces de un programa. Los descendientes del único revolucionario se habían hecho conservadores, se dirigían a la pequeña burguesía y excitaban su fijismo, su sentido histórico y visceral del conservatismo. Pero como su antecesor había comenzado por hacer la obra antes del peligro y del precio, antes del sufrimiento y de la lucha, la gente había acabado por creer que la seguridad y la placidez estaban por igual en todas las opciones, y consiguientemente no sentía ningún temor y sí sólo un liviano escozor de cambiar, de sancionar, de probar.
       También era posible pensar que esa gente cambiaba en las apariencias para conservar en el fondo. «Mi padre quiso crear una república, no una dinastía»; lo decían y la frase llamaba a votar por la república y contra ellos, que eran los dinastas. A votar de ese modo y a confiar la custodia de los bienes a conservar a quienes no habían hecho históricamente mayor cosa para que fueran obtenidos. La decencia, el orden, la permanencia eran también banderas.
       —No haga pruebas con su voto —estaba diciendo ahora Calodoro—, ha sido como decirle a un niño: Cuidado con tu pistola, puede escapársete un tiro y herirte. Para ilusionarse con el juego, el niño tiene que suponer que su pistola pueda dispararse contra otros. Pero nadie habrá de conmoverle previniéndole que no vaya a dispararla contra sí. Porque entonces le demostrará que sabe que la pistola es de juguete.
       Cuando —de tiempo en tiempo— el pueblo sentía la instintiva necesidad de un cambio, los políticos se ponían de acuerdo para convencerlo de que esa ansiedad debía cuajar en otra reforma de la constitución. Era el gran comodín de la dinámica de aquella sociedad, si había de creerse a los políticos. Era «el progreso manuscrito», como alguien había dicho. Pero el hombre de la calle estaba dando muestras de que se desentendía de tales panaceas de papel.
       Julio tenía —en la memoria de los desacuerdos recientes con su padre— una imagen de ese formalismo decoroso y pudibundo. Un día le había dicho aquello de que la sigla del país había servido para la marca de un cigarrillo y para una cadena de cervecerías —Rodelú— y otro, más audazmente, que un amigo suyo llamaba al país República Oriental de Burburay. «¿Por qué Burburay?», había preguntado el padre. «Burburay, de Burbur», había agregado él con intencionada vaguedad. «¿Y qué es Burbur?» «No es una palabra tribal: es simplemente la repetición de la sílaba inicial de nuestras dos realidades fundamentales: burguesía y burocracia». «No tiene gracia —había comentado el padre con irritación apenas contenida—. No tiene gracia y es insolente. Es ese tipo de cinismo el que está haciéndonos tanto mal, destruyéndolo todo».
       Y era que la generación de su padre tenía otro estilo, y ese estilo todavía duraba como el modo oficial del país. Todas las mañanas se enjuagaba la boca con grandes palabras —Libertad, Democracia, Instituciones—, y con el tiempo se había ido convenciendo de que aquellas categorías valían antes que y contra todo cambio; y eran buenas para ser preservadas, con desconfianza de cualquier mutación, Había una estratificación y una complacencia, como si definitivamente se hubiera alcanzado el final del proceso histórico, y se viviera, desde hacía años, en el clima del futuro perfecto, en la mejor perspectiva para juzgar con indulgencia y bondad los cambios de los otros, desde aquel plinto de la sociedad ideal, cuajada e inmutable. Aquello nos daba el derecho a mirar a los vecinos de América Latina con simpatía pero también con distanciamiento, comprensivamente pero sin ánimo de identificación con su destino: ellos estaban atrasados, en función —a veces— de sus mismas potencialidades. En Brasil se suicidaba Vargas, en Argentina habían derribado a Perón, Bolivia vivía su revolución nacional, Paraguay sufría una dictadura atroz; sólo nosotros teníamos el orden irretocable, el civismo sin mácula, el dechado de las instituciones en reposo. Aunque el futuro era de ellos, con su caucho, o su petróleo, o su estaño, o sus maderas, y no nuestro. Un día íbamos a quedarnos solos y últimos. Pero, por ahora, nosotros no teníamos drama. Y eso era lo que contaba. La misma guerra, en menos de treinta años, había sacudido por dos veces al mundo sin tocarnos. Valía por una declaración de principios, por un desafío cyranesco, simbólico e irreal, detrás del que acechaba siempre algún compulsivo simplismo; y en definitiva todo se resolvía en la venturosa posibilidad de vender mejor nuestras carnes y nuestras lanas, agenciándonos un poco más de prosperidad pasajera, en contrapunto con la sangre de otros.
       «Mi padre quiso crear una república, no una dinastía». Mi padre, mi padre, mi padre. Ese fijismo era en algunos intencionado, pero en la gente más vieja tenía ya un sabor inconfundiblemente sectario. Los laicos habían proscrito a Dios y puesto a Batlle en la hornacina vacía.
       Recordaba ahora la tibia jornada de primavera, el 20 de octubre de 1929. «Murió Batlle» era la noticia que corría de boca en boca. El Hospital Italiano estaba a dos cuadras de su casa y él había podido llegar cuando recién la acalambrada sensibilidad pública comenzaba a reaccionar, rodeando silenciosamente el hermoso edificio Renacimiento, con sus arcos, con sus escalinatas de mármol blanco, con sus cipreses sobre un cielo puro. «Murió Batlle», se repetían las gentes con incredulidad, como si ese momento no hubiera tenido que llegarles nunca. El niño había podido verlo una vez, negligente, mente recostado a una cerca, cuando habían pasado en automóvil por su quinta de Piedras Blancas. Era corpulento y vestía de oscuro, con un blando fieltro negro en la cabeza, un sombrero que se había tocado para saludar, en respuesta a la salutación del doctor Calodoro, «Debe estar acostumbrado a que lo saluden al paso, sin que pueda reconocer; pero contesta».
       (El simple hecho de haber retribuido una cortesía parecía valer, en el comentario del padre, como una muestra de llaneza insólita.) Y en la apacible primavera latina que se vivía bajo los arcos del hospital, una gente apesadumbrada iba' y venía, trasmitía silenciosamente y a la distancia una sensación de tiempo definitivo, de gravidez de hechos capitales; detrás de la larga verja, contenida a lo lejos, una muchedumbre recogida y murmuradora esperaba con los ojos velados. Era una muerte ciudadana, la que correspondía al estilo del hombre, como la de Saravia había sido una muerte a campo raso.
       —¿Qué será de este país? —había preguntado el padre, al regresar por la tarde del Hospital Italiano. No pensaba seguramente en el absurdo de que un hombre de setenta años custodiara a toda la república. Y la pregunta había encontrado para él respuesta en marzo del 33. Era de los miles de uruguayos que al fin se decía: «Ah, si Batlle viviera...»
       Los diarios preparaban sus ediciones y el bondadoso comentario público se distraía en detalles de hermosa tolerancia; en sus últimos días —decían—, Batlle había mostrado amistad y simpatía por las religiosas que lo atendían, se había hecho querer par ellas.
       Durante años y años, llevado por el padre, Julio había ido puntualmente —todos los veinte de octubre— a mirar la tumba de Batlle, en el tercer cuerpo del Cementerio Central. Lo hacían muy temprano, antes de la hora de los discursos, pero la tumba —primero visible como una simple, escueta lápida sobre la misma tierra— estaba siempre cubierta de flores; y en esas flores solía haber rocío.
       —¡Pobre Don Pepe! —decía el padre, sacándose el sombrero y pasándose una mano por la cabeza, como en un rito de serena aflicción—. ¿Dónde estaría hoy el país si él hubiera vivido unos cuantos años más?
       De año en año, la inquisición flotante quedaba sin respuesta. Y aun ahora, con más de setenta de edad, el padre seguía proponiéndose cada consideración sobre lo que ocurría mediante el procedimiento de endosar preguntas al futuro. Julio, en cambio, antes de los cuarenta había perdido ya el hábito de preguntarse nada. Sus coetáneos cultivaban una vis de abotagamiento desdeñoso y torvo, que debía pasar por talento. El mundo estaba ahora lleno de un aire de época que permitía posar de inteligente sin serlo, y que rechazaba como suprema candidez cualquier tipo de interrogación dramática abierta sobre el mañana.
       —Y pensar que ha querido que lo enterraran en la tierra. Fíjate alrededor: de todas, la suya es la tumba más sencilla.
       Era cierto. Apenas el apellido de seis letras, aplastado bajo la carga de flores. Ni un monumento, ni una esquela, ni un relieve.
       —Prohibió que lo llevaran al Panteón Nacional, desde que enterraron allí a Julio Herrera y Obes.
       La ferocidad de esa intransigencia doblemente póstuma parecía esplender, a los ojos del padre, como un signo de grandeza espartana. Herrera y Obes había muerto y recibido honras fúnebres en 1912, bajo el segundo gobierno de Batlle y a pesar de su veto; desde aquel día, él se había rehusado a tenerlas iguales.
       Con el tiempo, la tumba más sencilla había sido convertida en un panteón, y un monumento funerario y los postes unidos por flojas cadenas parecían no confiar demasiado en la memoria de una absoluta modestia. Pero la imagen que eI padre tenía de aquel sitio de peregrinación había sido fijada por la tumba originaria, así como eI repertorio de todas las soluciones y providencias aplicables al país había sido clausurado el 20 de octubre de 1929. Políticamente, el reloj de su padre estaba detenido en la hora de aquella muerte, en el minuto eterno de aquel día. El resto del mundo podía olvidarlo; los uruguayos, no.
       Y esta noche de 1958 se cernía sobre el emplazamiento de aquella hora que, desde veintinueve años atrás, anunciaba la inminencia de tales descomposiciones. Herrera, el caudillo blan- co, a quien el doctor consideraba un político contradictorio e infecundo incomprensiblemente allegado (lo reconocía) al corazón de la gente del campo, lograba por fin su desquite. La diferencia entre uno y otro hombre medía aquel descenso consentido por una sociedad; esa diferencia y el estilo actual de la política, con sus comités donde se jugaba al monte, con sus acantonamientos de camiones y de vociferadores pagos, con sus gavillas de facinerosos encargados de pegotear carteles sobre los flamantes carteles del adversario. Ahora sí, en esta otra primavera de veintinueve años después, BatIle parecía haber muerto definitivamente, en el mismo instante en que las bromas de la multitud aludían al funeral político de su sobrino.
       —Está bien —sentenció el padre—. Este es el país. ¿Qué nos creemos?
       Había un subrayado cruel, dado por el tono de las palabras.
       —E1 mismo que pide el Premio Nobel para Juana —añadió Julio.
       Había ido, por secretas razones de humor —y con el pretexto de una reseña periodística—, a una sesión del grupo de poetisas y de lamentables publicistas empeñados en resucitar, sub especie intellectualis, el apogeo de nuestras antiguas glorias del fútbol. Juana —como la llamaban a secas— había prologado los libros de casi todos ellos, los había introducido en una po- lítica de canje y correspondencia gracias a la cual ellos figuraban, en representación del país, en antologías americanas, en actos académicos y en torneos de poemas leídos a la orilla del mar o a la luz de la luna. Coincidían con los partidos tradicionales en el esfuerzo de hacer' pasar una mueca desencajada y mustia por la cara viviente del país, en el afán tramposo por insuflar a otros una credulidad que en ellos ya estaba muerta, pero con cuya propagación podían acaso favorecerse. La poetisa vegetaba al margen de esos partidos y en una situación crepuscular; otros tiempos había hecho su reputación y ahora ni siquiera se la discutía, Estaba simplemente sobreviviéndose. Y en ese grado de momificación espiritual querían imponerle a la apoteosis inverificable del extranjero: exactamente como en eI caso del patrón universal en que aspiraban convertir la democracia uruguaya.
       Herederos de perfecciones yertas, depositarios de mitos en disolución, ellos no eran mejores que sus padres. Eran quizá más lúcidos; pero, ¿de qué servía esa lucidez paralítica, esa cabeza despejada que no transmitía ninguna orden al cuerpo átono, a la voluntad laxa y semidormida? Tenían algunos embaucadores comodines verbales, pero estaban desorientados por debajo de las palabras; y par inercia y abulia habían ido sumergiéndose en el hedonismo, en el arribismo político y mental o en la sombría avidez de la riqueza, en la simulación de des-prejuicio que sirve para encubrir la impotencia o la pederastia.
       Julio se había propuesto muchas veces escribir sobre ellos; escribir sobre ellos y escribirse, relatarse sin embellecimiento ni disculpa. Era un libro cambiante y vago, una suerte de nube que solía descargarse en repentinos chaparrones y tornaba, luego de ellos, a ser tan informe como antes. «Con miedo y con tacha», «La fe de ratas», «Los descastados»: todos esos títulos había tenido el libro antes de cuajar en las primeras páginas. Quería apresarse y apresarlos, exprimir la ocasión hasta el fin, expirar de una vez hasta el último aliento, porque la dejadez y el descreimiento le aconsejaban encerrar entre dos tapas todo aquello que nunca se sabría si habían de ver otras dos.
       Pero esta noche, cuando el libro ya tenía una cincuentena de hojas de apuntes a desarrollar, de pautas a seguir, pensaba con arrepentimiento en la posibilidad de haber empezado por otro: un libro sobre sus padres, sobre la infancia, sobre la vieja casa, sobre todo aquel mundo simple --estólido y honesto—en que se le había criado, sobre aquel estilo de vida, menos subyugante pero más aplomado y noble que el que sentía tener como hombre, haberse construido para sí. Habla una visible diferencia entre la arquitectura sosegada y tradicional que hacía el hogar de su niñez y esta absurda torsión física del estilo de hoy, con su ansia neurótica de originalidad, de singularización y de novelería. Hablaban de sus padres como de ínfimos pequeñoburgueses de un país perdido en el mapa. Pero ellos, ¿dejaban de serlo porque supieran infligirse críticamente esta larga palabra? Mejor era tal vez seguir adelante sin verlo, tratar de encontrar un sentido a la vida en el acto de desfondarla, de pasarle a través, con furia y luz de desgarrón. Mejor era no ver tampoco el resto de América, como esos hacendados que no miran el arrabal sórdido de los pueblos de itinerario, desde la ventanilla del vagón que los lleva a la ciudad.
       Tenía ante sí la imagen de otro concepto de la existencia, un concepto que demasiado tempranamente, y antes de toda reválida del acto de vivir, había reprobado y vejado. Los cuarenta años marcan la hora en que volvemos a nuestros padres, después de haberlos deificado y destronado. Julio tenía ante sí aquel hidalgo derruido, lo veía debatirse en una preocupación incompatible.
       Pero no era necesario estimar esa preocupación para quererlo. De los dos modos se vivía y se moría. Cuando la generación de su padre pensaba en la idea de la muerte, garabateaba al margen la palabra suicidio. Cuando la suya asumía como un horror la idea del fin, bailaban ante sus ojos las seis letras de la abominable palabra cáncer.
       Sintió entonces un acceso de ternura difícilmente expresable; se acercó a la ventana, por la que seguía penetrando el cansado rumor de la multitud, y la cerró sin golpearla. De regreso a su aposento, quedó un instante de pie, a espaldas de la figura de su padre; simulando una distracción de la fatiga, le puso una mano floja sobre el hombro. Y cómplices otra vez, los dos se dejaron estar, prolongando y saboreando la torpe actitud, fingiéndose ensimismados.


II

       A veces —como ahora—, Julio cedía a la necesidad sentimental de lanzarse de noche por las calles de la ciudad —una necesidad como la de leer viejas cartas o ver viejas fotos— y recorrerlas posesivamente, con la memoria de los sitios antes frecuentados, de las casas y los rincones a los que había tornado familiares el crimen, la historia o la felicidad.
       Después de todo, la ciudad en que se vive es el único sitio en que uno se resignaría a enfermarse, a llamarse a un silencio definitivo, a ser olvidado de todos, a morir. En sus primeros años de periodismo, Julio había aprendido a caminarla de madrugada, las yemas de los dedos impregnados en la tinta fresca del diario flamante, a lo largo de un desierto de rieles de tranvía, luces, entramado de hilos jugando sus sombras en el asfalto, con el cabeceo de los faroles; el viento cortante de los amaneceres marítimos de Montevideo le había raspado la cara, le había hecho sangrar los labios, en viaje hacia la nave anclada del próximo café, solo y central en la noche, donde podía echarse un trago antes de seguir. Largas conversaciones errabundas sobre el teatro, la novela, el cine, los caminos del arte, se habían ido quedando adheridas a las esquinas, guarecidas en las recovas, enganchadas a los desnudos hierros en los que el sol de la mañana haría hacer toldos de colores. Muerto hoy un amigo, podía evocar los recodos de la madrugada y de la ciudad en los que habían discutido, bebido juntos, recitada quedamente versos ajenos, abierto los brazos a una esperanza tímida de talento, de consagración y de gloria.
       Esta Montevideo, madre cruel —decía Liber Falco, con las palabras de su propio poema. Pero no era realmente cruel, aunque el poeta la recorriera transido y friolento, con su traje delgado de solapas casi crespas de humedad, de desplanchado y de vejez. Llevaba bajo el brazo una muestra de distintos colores de hilo y sedalinas que vendía para ayudarse, en las ho ras en que no trabajaba de corrector de pruebas. Esta Montevideo, madre cruel. Parecían lejanísimos el verano y los baños de mar, que estaban tan sólo dos meses atrás o cuatro meses por delante. Monegui iba con ellos dos y tenía una sola y suficiente sabiduría nocturna: la de saber cuál era el santo y seña —Anita, Rosicler, el Hermano— para pedir, de uno a otro bar, una copa de ajenjo. Uno se liga a una ciudad por las muertes que lo aludieron, por los matrimonios, por las rabonas escolares, por la memoria de los domingos. Julio nunca había podido explicarse qué hacen de sus domingos —sin fútbol, sin playa, sin orilla del mar— los habitantes de las demás ciudades. Los parques públicos llenos de madres empujando cochecitos de niños, la pululación arropada e incierta bajo soles invernales y regateados, todo eso le hacía volver hacia la evidencia de ese error que es cada viaje. Aunque en algún rapto imaginativo hubiera podido pensarse viviendo en París, Madrid, Londres o Roma, él sabía que en definitiva llevaba la marca de la ciudad, y que Montevideo era (con sus antiguos orgullos de luz y limpieza venidos a menos, con su ritmo de multitud venido a más) la fábrica humana que en definitiva le correspondía. Hacía más de cien años Ascasubi había cantado a la Aguada, al Cordón, al Cerro, a la Figurita; y los poetas del asedio debían haber cantado a la Unión y al Cerrito. La ciudad que habitamos desde la adolescencia es asimismo, a la hora de nuestra madurez, la suma de cosas a cuya desaparición podríamos escribir una elegía. He vivido aquí y puedo decirle justamente, sobre su pista sumergida de arena, dónde arrancaba el muelle que iba desde la terraza del Hotel Pocitos hasta el mar. He vivido aquí y puedo indicarle por dónde discurrían los arroyos que hoy están entubados, esos que infiltran de humedad la casa recién hecha, cubren de musgo un lampo de pared en la ciudad que se obstina en sepultarlos.
       Y también está el ángulo, el sitio del horizonte por donde emerge la luna del mar, tendiendo un andarivel rojizo y siniestro sobre las aguas o dibujando un biombo chino para el final de una jornada plácida, Pasado un mes en el clima de montaña, Julio no sabía que pudiera extrañarse de tal modo el olor marítimo, funcionar a tal punto con un pulmón abastecido de salitre y de yodo. Pero fue suficiente que el tren comenzara a acercarse a Valparaíso, en la mañana del mes de febrero, para que una distensión pectoral gigantesca comenzara a inundado de embriaguez, de felicidad, de dulce nostalgia hogareña; el mar había empezado a contar a la altura de aquella nariz que se le entregaba sin remedio.
       Porque ésta era, no sólo su ciudad, sino también la ciudad de sus mayores, trasmitida en los cuentos, viviente en las evocaciones y en el descuido de nombrarla por sus calles de ayer: Arapey, Daymán, Cámaras, Cerro. Era el garito de El Tábano, cerca del Solís, los salones de tango y los lupanares en el Sur, donde hoy pasaba la rambla. Sus cementerios, su cárcel, sus quemadoras de basura, sus prostíbulos habían elegido en otro tiempo la costa, porque Montevideo había crecido de espaldas al mar que la ceñía, erguida hacia sus barrios arbóreos del norte, Hasta que Batlle —decía el padre— había traído a un ingeniero francés y le había pagado tres mil quinientos francos por un paseo en coche y un consejo, en el espacio de recalada de un trasatlántico. Y desde este día, Montevideo se había vuelto para descender hacia la orilla, había empezado a mirarse en su agua. Por esas calles tortuosas y angostas del centro estaba la historia familiar de otro mundo, el mundo de los antiguos políticos, de las celebridades intangibles, sustraídas del deterioro por la congelación de la fama. José Enrique Rodó iba a la Confitería del Telégrafo, en la calle Veinticinco, y se hacía servir coñac en tetera de plata, vertiéndolo en una taza, como si fuera té. Cuando se habla tomado dos o tres tazas, salía muy tieso —con su levitón oscuro, su galera redonda, sus grandes mostachos de morsa, sus anteojos, su aire cegatón, su estatura intacta de célibe y virgen— y caminaba rectamente, con el cuidado escrupuloso de seguir una línea por el trazado de las baldosas, hasta su vieja casa de la calle Treinta y Tres, que aun ahora existe, tal cual era entonces. En el despacho del doctor Calodoro había una foto en la que Rodó aparecía asomado al balcón de esa casa, con el estriado de las celosías al fondo: inclinado hacia un paisaje de toldos, estrecha calle de adoquines y mar al fondo. Por aquellas calles habían pasado los Ramírez, Herrero y Espinosa, Bauza y tantos otros, hacia el edificio colonial del Cabildo, en que funcionaban las Cámaras. La Plaza Matriz, con su fuente de compases masónicos y angelitos, con el atrio de la catedral, cuajaba toda la historia de la ciudad, en unos pocos metros a la redonda. Si se bajaba hacia el mar, por una de las calles laterales, estaba aún el desconchado altillo que Julio Herrera y Reissig bautizara Torre de los Panoramas. «Julio era completamente imbécil —decía tía Clara—. Fue mi condiscípulo en la escuela, se le caían las medias y los mocos. No preciso leer lo que haya escrito: sé muy bien que no puede ser bueno». Lo decía en privado y lo dijo un día a los investigadores que la visitaron, ya octogenaria, para averiguar lo que quedaba de Herrera en la memoria de sus contemporáneos. Quedaba eso.
       Esta ciudad cuyas esquinas volvía ahora, en la tibia noche del comienzo de diciembre, encerraba toda esa carga de sobreentendidos sin posible reválida, toda esa cifra de arbitrarias preferencias, rechazos y admisiones, memorias. Evocaba un patio interior con una escalera de hierro, un cuadro al que no llegaba ese sol que ponía su cresta en lo alto de los muros fronteros. En el pozo de sombra y moho, unos gatos, unos tarros oxidados, una joven cáscara de banana esplendiendo su transitorio amarillo, la veta de herrumbre de vertedero que moría en la pared, un acre olor a tártaro, la cicatriz humosa de un fuego de vagabundos en un rincón, una palabra obscena con letra infantil. En lo alto de ese callejón, en pleno centro, la luz chocaba contra los postigos herméticos de la casa de tía Clara; nadie podía asomarse a aquel fondo de vergüenzas urbanas, incambiable al paso del tiempo como el concepto del niño Julio Herrera.
       No siempre había vivido en Montevideo —pensaba al dejar atrás las calles de la Unión, por donde había empezado a hacerse de esta larga ciudadanía—. También estaban los años en Melo, y ellos solían avanzar con su penacho de alusiones, a veces más fresco y puro que las confusas emociones de los últimos años.
       En tal día de su infancia había llovido y como la tierra estaba húmeda y sería fácil excavarla, los niños se habían decidido por aquel juego ensimismado y fastuoso. Se entregaban a él con una obstinación cerrada, con una voluntad de sufrimiento que era en ellos una forma de ejercicio, de aprendizaje del dolor verdadero.
       Ignoraban que habían tenido con él un contacto precoz; y se infligían voluntariamente esos simulacros en el estilo de una disciplina, de un mal provocado y adelantado sobre la vigilancia de los sentidos, en una hostigada clarividencia.
       La muerte de las botellas era, de todas, la ocurrencia menos vanidosa, más yerma que podía ofrecerles la imaginación. Infinitamente más desolada que la de las muñecas, porque un olvido profundo la conjugaba luego hacia la ausencia, hacia la eterna insumisión —botellas, siempre iguales, brillantes, distintas a todo lo demás bajo la tierra— sin prestarse a nada, sin sumarse a ningún cambio para emerger nuevamente al mundo. Las muñecas nunca eran realmente heridas, sacrificadas a esa suma imposición de la verdad que ara la muerte, la lastimadura abierta, inclemente, no la raya color sangre en el vientre pajizo, la resurrección casi inmediata y la reconquista de los atributos, la perfecta inanidad celestial, fija sobre el vuelco mecánico de los párpados, ignorando la gloria carnal e irracional de la muerte.
       Ir a la vieja leñera y escoger cuatro, seis, diez botellas para formar la línea, era un acto tembloroso y solemne, lento por lo que suponía de irrevocable, cuidadoso como si en el error de esa elección fuese posible la injusticia, discriminativa, angustiosa.
       Caminaban sin rumor, respetando una inocencia que luego ultrajarían; bebían un aire acre, confinado. Pensativamente vueltos hacia la sombra, hacia el reverso oscuro del cinc, hacia la penumbra lechosa de las paredes, se inclinaban sobre el rincón de las botellas. Un huraño enervamiento en la punta de los dedos, como si por allí se aflojara una última piedad que guardaran entumecida, daba a los cuellos fuertemente asidos un tacto polvoriento, una hosca pasividad mineral que no era de este mundo. Sería lo mismo tomar a un gallo embalsamado para hacerle comprender que lo ajusticiarían.
       Un resumido olor ajeno, soez, brotaba de esos cuellos. Olor a vino reseco y a ratones, en una mezcolanza indefinible. Levantaban la primera botella y miraban el sitio circular que había dejado, por si quedaba alguna lombriz expuesta a la sorpresa, al alivio brutal (estaban dispuestos). Después otra y otra, y otra, hasta formar una hilera a lo largo de la franja de resplandor que entraba por la puerta; de donde las irían eligiendo. Prontos. De rodillas sobre el suelo terroso, con las cabezas suspendidas en la oscuridad —de la que afloraban las caras impías—, con las espaldas inocentes en la bochornosa claridad de la siesta, dudaban acerca de las botellas, dudaban sin escrúpulo, con un frío sentido profesional. Iban separando las más parecidas, las de la misma altura o a veces las más limpias o las más espigadas. En tardes como ésta, de sol crudo, las verdes tenían un reflejo espléndido, una luz resentida, y daban mejor la idea de ser llevadas a algo contra su voluntad. Apartaron entonces cuatro botellas verdes, las sacaron a la reverberación enceguecedora del patio. Sumergiéndolas en un balde con agua comenzaron a rasparles las etiquetas, a borrarles cualquier marca. Era necesario que fueran a la muerte sin ninguna señal que hiciera posible distinguirlas, identificarlas, atribuirles alguna individualidad que les diera esperanza de sobrevivir. Eran más muertas que los hombres mismos a causa de esa última falta de personalidad, de apariencia propia, gracias a esa carencia de rostro y de manos que les hacía anónimas, que elevaba de su sacrificio un ejemplo sin nombres, una perfecta idea del fin más allá de las pequeñas y jactanciosas diferencias, de los pormenores endiosados.
       Mojadas ahora, ya no daban la impresión de estar sometidas a un agobio tan intenso; eran más bien ellas las que ofendían con el fulgor compacto, inmóvil, en que se había resuelto la inerte opacidad de antes.
       En la agrura de diciembre, nítidas bajo la lumbre vegetal, se erguían con esa altivez indoblegable: las condenadas, las perdidas. Sus gargantas desamparadas, en la ofrecida sucesión de cuellos a la muerte, contrastaban con la ventruda consistencia con que parecían adherirse a la tierra, negarse con una serenidad ruda. En medio de esa yacencia solar no aguardaban ya ninguna salvación. Tal vez no la deseaban. Su destino avergonzaba a las otras, las enterradas al borde del cantero. Oprimían con su soledad provocativa. Más fácil era vincularlas a las del muro, las que mordían el cielo de la tarde con su dentellada de vidrio destroncado, las que ardían con su agresiva guarnición refulgente. O no, su destino no se asemejaba a nada, ni siquiera a la consunción común de los hombres. Entregadas al olvido sin haber muerto, a la indiferencia antes que al suplicio, reducidas a una condición de silencio, a una suerte sellada, un sosiego humano se apoderaba de sus cuerpos, los invadía, pregonaba la expiación inútil.
       Una feroz justicia muda se cebaba entonces sobre ellas, menos innoble que cualquier excusa. Sería hermoso contemplarlas así, sin tener corazón para acompañarlas. Y asistirse del mismo modo cuando a uno le llegara el día.

       La lluvia, el sol, la mañana, la tarde y la noche, todo el cuadrante de la luz sobre un mismo paisaje, todos los camaleónicos colores de una pared al cabo de una jornada. Eso es lo que tenemos de nuestra ciudad, eso lo que ignoramos de las otras. El anuncio que los ojos no ven a menos que falte, la población de lo desvanecido. Un trencito tirado por cuatro ovejas paseaba a los niños en redondo, por la Plaza Cagancha; en sus primeros viajes a Montevideo, Julio anduvo en él. Y con el tiempo, el trencito había encogido su viaje a la mitad, porque la plaza había sido partida en dos y el tránsito que antes la flanqueara irrumpía ahora a través de ella. Aquel itinerario se anticipaba a someterse al destino natural de los espacios de la niñez; achicarse a los ojos del hombre. No verlo ahora era una ventura para el recuerdo, una ventura de ausencia y de ojos cerrados; con ese sentido de la eliminación concreta con que queremos resguardar lo que hechizó nuestra infancia, escamoteándolo en tanto el resto de la escena permanece inmutable. Cuando viajó por segunda vez a Santiago, Julio había perdido toda noticia de Ena. ¿Seguiría estando en su residencial de Huérfanos y Miralores, al lado de la algodonosa flotación nocturna de las luces en el Santa Lucía? ¿Seguiría viviendo allí y almorzando en el Pimpilimpaucha? Subió la escalera con el corazón oprimido, dejando atrás residenciales superpuestos. ¿Vivía en el segundo, en el tercero, en el cuarto? Pudo precisar que en el tercero; y llamó. Una mansa. una beatífica alegría de la desposesión, de la abstracta preservación del amor subió en él cuando supo que Ena ya no vivía allí, que los actuales propietarios no eran Ios de nueve años atrás, que nadie recordaba ese nombre, que en el vasto laberinto de la ciudad o en la estrecha y larga galería del país ella se le había perdido para siempre. Muy a menudo, años antes, paseando por el cerro se detenían al pie de la estatuita en bronce del niño, que custodiaba la entrada de una gruta. La gruta se llamaba La cimarra encantada y, según la leyenda, un escolar había escapado un día a sus obligaciones y entrado a la pequeña caverna, perdiéndose para siempre. Durante años la historia con Ena se llamó La cimarra encantada. Al desencontrarla esta segunda vez, el nombre resultaba insustituible; tanto como la evidencia de que, con o sin ese nombre, ya no retocaría el sitio del episodio en la memoria, por no supliciarlo en las avaricias de la escritura.
       El puerto era el fin de todas esas correrías nocturnas: el puerto a la noche, con sus letreros en inglés y sus luminosos en estrella, en círculo o en forma de ancla. English Spoken, On parle français decían aquellos tugurios, a los que las crónicas policiales solían llamar, con pudoroso eufemismo, «bares de camareras». Decían su registro de idiomas con las mismas palabras de las tiendas elegantes, aunque para un tráfico distinto, que requería tal vez un subsuelo de argot, un torvo detritus de palabras físicas. Por aquella calle Juan Carlos Gómez, que su padre seguía llamando Cámaras, ya no estaba la cervecería «Al Franciscano», con su anuncio del monje tomando un bock de cerveza y sus mesitas de mantel cuadriculado, hasta donde el doctor Calodoro y él llegaban a tomarse un jarro y a comer una gruesa rebanada de jamón (asentada en pan negro, manteca y mostaza; coronada a pickles). Ya no estaba la vieja cervecería de caras encarnadas y honestas, con paisajes del Tirol en las paredes; pero aún estaba, un par de cuadras más abajo, en el trecho empinado que descendía hacia los muelles, «El Ancla», con su dueña francesa y sus mesas ocupadas por marineros y chicas. Una noche de graduación de bachilleres habían llegado allí, semiborrachos en la madrugada, y Sergio Nassetti —que ahora era asesor jurídico y económico del gobierno, y castamente tomaba té en las mejores confiterías o pedía una Tuborg en los mejores restaurantes, para sentirse pasado por Europa— había hablado con la dueña y logrado, a pesar de sus aires de señorito, la opción de sentarse al piano. Con viejas polcas había levitado a la entredormida concurrencia, había conocido una hora de comunicación efervescente junto a los jarros entrechocados y a los abotagados rostros de las tripulaciones. Se le empañaban los anteojos en el aura densa y cálida del bar, volaban gozosas sobre el teclado sus manos pequeñas y regordetas. Mil novecientos treinta y tantos.
       Y ahora, esta misma noche de diciembre y a la orilla del puerto, había encontrado de pronto —a muchos años de distancia y de sorpresa— a Olguita. Era ella quien lo había reconocido. Se teñía el pelo rojo, hacía de su boca de labios finos una horrible ranura de buzón, de comisuras redondas y embreadas, que a la luz de neón parecía negra. Su pecho apuntaba en dos promontorios agresivos y distantes bajo su blusón de falsa Cachemira. Se había hecho adulta y absurdamente otra en esos años, había recorrido un trecho abominable, desde la humildad al desparpajo. Prenda a prenda, su indumentaria no difería —zapatillas ballerinas, medias negras opacas, pollera escocesa, blusón color pizarra, rulos de bronce— de la de tanta estudiante esnob de la Rive Gauche, disfrazada en honor póstumo de Toulouse-Lautrec, Pero él añoraba la adolescente de delantal, lisa, desgreñada y flaca.
       —Olguita —se limitó a decir, mientras medía ese cambio. La cartera cuyas asas se entrelazaban al antebrazo, pendiendo con un vaivén de péndulo, denunciaba la profesión que había asumido. La cartera, el cigarrillo, esos labios cenagosamente embadurnados.
       —Julito —dijo ella, y él recordó que era una de las pocas personas que lo nombraban por el diminutivo.
       —Somos indudablemente los mismos —explicó él con una risa inquieta, seguro de que mentía—. ¿Entramos a tomar algo?
       —No debería hacerlo —aclaró ella—, por más que ya se ve que esta noche es muy floja.
       Seguramente la vigilaban, y aquello acaso la obligara a justificarse. Pero un sentimiento dudoso, venerado y magnificado retrospectivamente es la sal de la vida, en el concepto de mujeres como Olguita. Sentada tras un alto vaso de leche, fumando y mirándolo con una cordialidad divertida que era su comentario implícito sobre el Destino, le contaba a grandes rasgos su vida desde los tiempos del antiguo barrio hasta hoy, una biografía que en nada difería de las historias vulgares que el tango había secularizado y gemido.
       —¿Te había dicho que era pupila del Consejo del Niño y que en casa de los Tabárez estaba por el Consejo?
       Sí, se lo había dicho, en las lejanas y cándidas intimidades de su altillo.
       —Siempre he querido que me dejen ver la carpeta con mi ficha y una foto partida en dos, que dejó mi madre en el Torno. ¿Tú no tendrás influencia?
       Como todo el mundo, ella también manejaba la palabra y el concepto. La absolvía el hecho ingenuo de que buscara influencias tan sólo para indagar sus orígenes.
       Julio alzó los hombros equívocamente, y Olguita estaba ya en otra frase, con su volubilidad para ir apurando un tropel más y más imágenes, antes de lanzarse de nuevo a la caminata nocturna.
       —Te acordarás de todo lo que trepabas para llegar hasta mi pieza...
       Los amoríos con la mucama de dieciséis años escenificaban en el recuerdo de Julio dos pretiles de azoteas vecinas, una pestaña de tejuelas para el agua llovediza, por donde podía llegarse hasta un tubo de ventilación, la redondez del tubo para descolgarse abrazado, un cuadro de baldosas donde caer muellemente y en medias, frente al jaulón que cloqueaba ante aquella cabriola silenciosa que se interponía entre su hedor y la vislumbre de luna; seguían un rascar de uñas en el ventanillo que apenas sobresalía del nivel de la azotea y un deslizamiento por la estrecha abertura, para entrar .de trasero al cuarto de Olguita y caer en la angosta tibieza de su colchón de crin.
       Eso, sus abrazos, sus besos de pachulí y su cuerpo enjuto y joven, firme y sucio y fragante; las manos de Olguita empujándolo de las posaderas para hacerlo remontar hacia la páliida trampa del ventanillo, y otra vez la luna, otra vez las estribaciones de la chimenea, otra vez los pollos, otra vez la noche, un gato fugitivo y la casilla del estudiante en la azotea, el libro abierto y a seguir, el hermoso coraje del amor cumplido, el olor a polvos baratos en la palma de la mano, para aspirarlo a la historia de los caldeos y a la ciudad de Ur; el sueño.
       Midieron veinte pasos, se alistaron y, a una voz, arrojaron las piedras. Dos botellas rodaron, tocada una pero no rota, descabezada la otra. Se acercaron. La seca crispación de la mano sobre el guijarro cedió entonces a la vista del cuello saltado, de la desolladura exangüe. Las dos estaban muertas, según las convenciones del juego. Lo decidieron con una gravedad abstraída, taciturna. Sin embargo, gozaban físicamente en lo más hondo, al imaginar que se inclinaban inermes ante su propia muerte. Sentían esa presencia abrumadora, ese crujido de hoja seca en el pecho.
       Se alzaron de allí desconociéndose los rostros, averiguándose con estupor el objeto de las manos. Sobraba algo, sobraba algo en el mundo desde que las dos botellas habían caído. Una cosa que aún se mantenía en pie tendría que ser arrastrada, abolida sin idea de sustitución.
       Fueron a la despensa y trajeron dos viejas cajas de buen tamaño, vacías, verdinosas. Luego, trepándose a una estribación del muro, arrancaron varias hojas grandes de la higuera, las alisaron con un gesto repetido, ausente. Todo estaba dispuesto. Recogieron las botellas y las colocaron dentro de las cajas, poniendo hasta el fragmento más menudo de la destrozada, Entonces las amortajaron con las hojas, de manera que el envés rugoso, salvaje, acariciara sin tregua —ásperamente y por la eternidad aquella enjuta suavidad del vidrio, aquella lisura que se había vuelto imposible al recorrerla con un pensamiento de muerto.
       Sin velatorio, las condujeron directamente hasta el fondo del corral, junto a la pared, porque allí era donde las gallinas escarbaban y removían siempre el suelo, impidiendo que se formara esa cáscara de tierra endurecida que ni las lluvias alcanzaban a picar, y en la cual la pequeña excavación para las dos cajas hubiera sido una tarea penosa, irritante para la facilidad de aquella muerte.
       Sudaban —cavando el hoyo entre sus rodillas—, trabajaban con una intensidad que, sorprendida por otro, sólo podía dar la idea de una venganza, Era, no obstante, un rito, una forma activa de piedad, de piedad física, a la que tenía que seguir aquella penitencia oficiante, ardiente y breve, devorada por su propio proceso, como una llama.
       Luego bajaron las cajas, depositándolas con una precaución estéril, y las contemplaron en el fondo de las angostas sepulturas, se dejaran ir hacia la rabiosa luz que devolvían las tapas, hacia la claridad metálica que contagiaba de locura las paredes de tos hoyos. Volvieron de allí con unas caras aliviadas y se miraron sin culpa, rejuvenecidos como nadie puede imaginarse que lo estén alguna vez los niños.
       Esa calidad de purificación, esa seguridad de precio pagado sólo entonces podían disfrutarse hasta el fin. «Ahora y en la hora de nuestra muerte». Sólo en ésta de ahora y en su muerte de después podrían hallarlas, porque sólo en ellas se sentirían sujetos, obligados afirmativamente. La muerte ajena, el descargo de los demás tenían una triste condición sustitutiva, procuraban una salvación refleja, a la que uno podía acogerse si quería, sin tomarla a cambio de ningún riesgo, de ninguna participación. Por eso era tan fútil y repentina la muerte a los lados de uno mismo; incurablemente borrosa, como una cara en la que se piensa sin cariño.

       La ciencia de Olguita y sus amigas consistía en saber cuándo llegaba un barco, de dónde procedía, cuántos días continuos de mar había soportado la tripulación.
       —Los mejores de todos son los balleneros —afirmaba—. Vienen del Sur, con esos tipos barbudos, que sólo piensan en copas y mujeres. Pagan Io que se les pida, no conocen la moneda y se quedan dormidos en seguida, con todo lo que han tomado.
       Julio vela el rictus de avidez en aquel rostro prematuramente gastado, la pequeña luz alegre del envilecimiento como deformación profesional. Estaba describiendo su última aventura de balleneros, cuando una mujer alta, con zapatos empinados, entró en el bar. Se saludaron con un gesto de la mano fija, puesta verticalmente, en la que sólo tres dedos se movían. Un saludo aprendido, que no podía ser de aquel medio.
       —Es Elisa —dijo Olguita, como si explicara algo con la sola mención del nombre. Y luego añadió: —Mandó una vez una carta a tu diario y se la publicaron. Aquello, a juicio de Olguita, debía bastar a hacerla famosa, por lo menos en el concepto de un periodista.
       —Hacía una pregunta: «¿Cómo viven los uruguayos?», o algo así. Elisa escribió una carta en que contaba su vida. Y decía que cuando trabajaba en una casa de esas vino a verla varias veces un tipo. Pagaba para estar con ella pero se quedaba mirándola sin tocarla y después se iba, Hasta que una noche le apretó la cabeza con las dos manos y le dijo: «Fuego en el cielo, fuego en el cielo». La luz roja del zaguán le hacía pensar al pobre loco en un fuego en el cielo. Nosotras le decíamos que sería un poeta, pero a ella no le hacía reír. Y escribió a tu diario diciendo que lo esperaba y lo quería, pero que él ya no venía más. Y ustedes le pusieron de título «Quisiera que volviese».
       Elisa estaba ahora riendo a carcajadas, seguramente ante un grosero chiste del barman; y era difícil imaginársela escribiendo para pedir la vuelta de «un poeta».
       «El sol no da en tu recuerdo», como dice Jorge Guillén. La figura de Olguita era una evocación nocturna y, ahora que Julio reanudaba la calle y la soledad, el antiguo rostro joven y sin estuco aludía al calor de otras noches; sonreía sorpresivamente a ese calor y sobre el fondo sucio del roce de la cabeza se dibujaba, en la almohada, la memoria de aquella sonrisa con un diente saltado. Como en una sobreimpresión cinematográfica, el rostro de ahora y los tristes labios embadurnados de payaso sonreían a su vez, para mostrar que el oficio y el tiempo habían repuesto el diente perdido con un postizo de porcelana demasiado luminoso, demasiado falso, demasiado próspero.
       Sol, el pasado también era sol, sol en la vieja cancha de Pocitos, al costado de la estación de tranvías. Sol en las camisas atigradas de su Peñarol, sol y barras negras, sol en el pelo hamacado de luz al paso de Pelegrín Anselmo. «El sol de esta ciudad —le había dicho el alemán archivista del diario—, ¡qué maravilla! ¿Por qué cree usted que no volví más a mi patria?»
       El sol faltaba en esta hora compendiosa, como faltaban tantas de las imágenes que hacían su experiencia de Montevideo, como faltaba la misma cancha de Pocitos con su camino de árboles hasta las boleterías y el confín de pinos tras las tribunas. Por esta misma calle en que iba ya no quedaban ni los rieles del tranvía que antes lo surcaba, luminoso y traqueteante en la noche, como una gran vidriera que se deslizara y se fatigase, con su carga de pasajeros, adormecida y friolenta. Podía subirse ahora a la memoria de ese tranvía con ventanas empañadas, donde la noche reunía a unos cuantos viajeros habituales, que se conocían las caras y sabían la esquina terminal de cada uno, sin conocerse las historias individuales; podía subirse a la memoria del tranvía donde esos desconocidos emparentados por sus costumbres de noctámbulos se hablaban —en nubecitas de vapor respiratorio— de la próxima huelga, del costo de la vida, del partido de aquella misma tarde. Los mismos rieles habían sido sepultados bajo dos trochas de alquitrán, que llenaban las calles de brujones absurdos. Pero a veces el alquitrán se abría, en las contracciones o dilataciones que provocaba la temperatura, y un tramo de riel asomaba al paisaje, muerto y brillante como la porcelana en la dentadura de Olguita.
       Guiado por esos rieles hoy sepultados y en otro tiempo vivos, que trepaban desde la estación de ferrocarril al centro de la ciudad, siguiéndolos como toda posibilidad de orientación y como el fascinante tirón de lo inexplorado, Denis había llegado por primera vez a Dieciocho y a la Plaza Independencia, el día en que su tren lo había dejado en el andén y San José y la angosta maleta de fibra se habían convertido en el pasado y los tranvías imposibles de tomar eran el presente y el futuro, el ánimo de aventura y la lumbre de conquista en ese portentoso Montevideo que constelaba la noche fría. Y al año de llegar ya había publicado un libro de poemas, ya consumía sus noches en los cafés y ya recitaba en aquellas tertulias de un décimo piso, a las que Calodoro --por esa misma época— también había empezado a concurrir.
       Era un apartamiento estrecho, sembrado de grandes sillones y de cuadros de autores recientes. A media reunión —así fuera en invierno—, eI humo y el enrarecimiento del aire forzaban a correr las pesadas cortinas de felpa y a abrir las ventanas, por donde se colaba entonces el viento marino, llegado hasta allí impetuoso y virgen, sin haber chocado con ninguna esquina, sin haberse mellado en ninguna otra fachada. La dueña de casa prodigaba a todos una hospitalidad efusiva y atareada, que consistía en formular las más amables preguntas dejando luego caer en el vacío las respuestas, porque ellas pretendían usurpar el sitio de la pregunta siguiente, hecha a otro invitado.
       —Y su mujer, ¿por qué no viene?
       —Está enferma.
       —¿Enferma? ¿Qué tiene?
       Y cuando el interrogado resolvía no mentir y decía ultrajadamente «Nada», la dueña de casa ya habla sustituido su atención •a la réplica por un gesto automático de llevarse las manos a la cabeza, significando «¡No me digas!», «¡ Qué cosa!», «¡Qué barbaridad!», o algún otro comentario afectuoso por el estilo, acerca de la alarma que el mal de otros le provocaba; en ese gesto iban juntos su urgencia y un compadecimiento más fugitivo que insincero, más apurado que mendaz. Ya no vive —pensaba ahora Julio—, y sólo le debía momentos de una convivencia heterogénea pero bondadosa, porque en aquellos pocos metros cuadrados estaban de algún modo tout Montévideo y tout le monde, una fauna vanidosa y maldiciente, tomadores de vino caliente con canela, de vino caliente con limón, pelmas que se hundían en un diván con un vaso en la mano, y en quienes el pelo hirsuto, el desdén a las convenien cias de la educación, el torvo silencio y las uñas negras hacían las veces del genio.
       —¿Y cómo se llama este instrumento? —decía la señora, ponderando la forma sinuosa y florentina de la madera.
       —Viola de amor —respondía el músico.
       —Fíjense qué poético, oigan lo que ha dicho —exclamaba ella volviéndose a la concurrencia, para celebrar lo que consideraba una metáfora—. ¡Viola de amor, viola de amor!
       —Señora, no lo invento. Así se llama.
       Recordaba a Denis con su cuerpo mohino y escueto, con su cabellera oscura y sus grandes ojos que voluntariamente desenfocaban los ojos de los demás.

En el centro de mis sueños
tus ademanes dormían.
Iba yo con esfuerzo
a ser tierna sangre de mejilla.
Iba yo sin orillas
por cauce de tu mundo herido.
Iba yo con la noche
buscando un mismo amanecer.


       Otras veces lo recitaba exactamente al revés, con el amanecer al principio y el centro de los sueños al final. Tanto daba. Pero más que sus propios poemas, solían pedirle que recitara los de Nicolás Guillén; y entonces su rostro se animaba extrañamente, su cuerpo cimbreaba, todo su ser pasaba a servir de instrumento a aquella cadencia percutiva, enajenada, sobresaltadamente divertida, empecinada y feroz.

¡Yambambó, yambambé!
Repica el congo solongo,
repica el negro bien negro;
Congo solongo del Congo,
baila yambó sobre un pie.


       En distintos rincones de una misma habitación estrecha estaban a veces diciéndose dos o tres poemas a un mismo tiempo; del aposento vecino venía un rasgueo de guitarra, que distraía del sentido de las palabras, que proponía una querencia más dulce para el sentido.
       —Y usted.,. ¿por qué no nos dice aquello tan hermoso —postulaba una señora de edad, agitándose debajo de la enorme pechera de raso y pedrería— de un leopardo escondido, aquello que se parece al Dante?
       El poeta alzaba los hombros sin responder, pero el discípulo cercano corregía:

Subterráneo, un león
parecido al verano
un huracán afila
muy cerca de mi cuello...


       —¿No será eso?
       —Sí. Eso mismo. Exactamente. Es magnífico.
       El viejo diminuto y de lentes, con cara de búho y pronunciación agresivamente española, cuya mujer estaba enferma de «Nada», acorralaba ahora a un interlocutor ocasional, y lo comprimía con sus paradojas, que debían parecerle enigmáticamente profundas.
       —Me enferma ver humo en el mar —decía con una exaltación desajustada al asunto. (¿Quería probar una sensibilidad irritable de artista?)
       —Sí, empaña el paisaje —concedía mediocremente el otro, sintiéndose ya contrincante a pesar suyo.
       —¡No, no! —y el viejo empinaba su corta estatura y su furiosa entonación castiza dominaba toda la habitación—. ¡Es que no admito ver humo en el mar! ¡Me mata ver humo en el mar!
       Hacia el final de los años treinta desapareció aquella tertulia semanal, cuyo divo permutable era el director de orquesta que pasaba por el Auditorio, el pintor que exponía, la inverificable cantante uruguaya que volvía al país, cualquiera que hiciese las veces de celebridad y de pretexto.
       Como todo lo que había sucedido antes de la guerra, aquellas veladas pudieron parecer remotísimas a los pocos años de desaparecidas. También en esta ciudad que había seguido viviendo en paz, los órdenes de la existencia cambiaban; una remoción secreta e insidiosa estaba operándose: los más jóvenes comenzaban a proclamar, con tono de desplante, su derecho a enterrar a los viejos, a aventar las momias, a ganar para ellos «el centro del ring». En la medida en que nunca habían realmente vivido, los viejos lograron sobrenadar algún tiempo, pelear su derecho a la inanidad, ya que por tantos años ella los había hecho parecer respetables, imprescindibles e inocentes como las estatuas de mayólica para los perros.
       Julio refería a una fecha cierta ese cambio. Había empeza do en el Teatro 1S de Julio, hoy convertido en cine. Ese día había llegado la noticia de la caída de París y esa noche se estrenaba una obra nacional. Se llamaba «Yo te amo», del mismo modo que una comedia de Guitry.
       Lola Membrives cantaría en ella un tango, rememorando su mítico pasado de cupletista.
       Menárquez, que por entonces ya no era crítico teatral y estaba a punto de irse a Londres, llegó con un aire insolente que ocultaba su pena. Había llorado toda la tarde —supo en seguida Julio—, y al sentarse a su lado pudo ver los ojos hinchados y una magulladura cruel, de dientes hundidos sobre un labio, en el compungimiento violento que había dedicado a la caída de París. Había sufrido con íntima ostentación, ante mí mismo como espectador; había llorado como si asistiera a un espasmo, al modo de aquella noche bonaerense en el barandal de peluche roja del palco del Odeón, cuando le habían vociferado con una saña andrógina, sombría y pesada, «René, René, vous avez le coeur capitonné!» Pero tras haber llorado había decidido ir al teatro y se había recompuesto con dandysmo, «dans ma nzanière outrée», como él mismo decía. Vestía un estrecho traje gris a cuadritos, con solapas de transilla negra; un clavel rojo tachonaba la angosta solapa izquierda, un bombín negro tocaba aquella cabeza pavoneada y altísima, unas polainas y unos guantes color crema completaban la indumentaria llamativa, desenvuelta, dirigida a desafiar como única forma de vencer toda impublicable timidez.
       —Veamos esta genialidad —había dicho al llegar al teatro—. Es la última obra que se estrena. —Y con una ferocidad clownesca, que era puro masoquismo y puro exhibicionismo, había añadido a gritos en el foyer—: ¡Porque este estreno genial no se suspende ni porque haya caído París, ni siquiera porque vaya a acabarse el mundo! ¡Adelante!
       En medio de un público adicto y ligeramente afligido, las carcajadas de Menárquez, sus aplausos fofos de guante puesto estallaban con un aire de ofensa deliberada, con ese tipo de coraje wildeano que en Montevideo no se iba a perdonar sino bajo la forma del olvido, cuando ya Europa y la persecución del éxito no lo hubieran engullido por años sin mayor noticia. Una risa sonora, unos aplausos acolchados y un ¡ bravo! resonaron cuando el caballero de la obra se atrevió a decir: «Mi cinismo es un botón en el ojal de mi indiferencia». Eso era lo que el autor había aprendido en el París que desde hoy era nazi, comentaba Menárquez. Ese era el mejor réquiem que hoy podía decirse por la vacuidad de las grandes ciudades, por la madurez delicuescente que produce sus caídas, por la carga de perversión que les impide caer muriendo.
       Pero cuando Lola Membrives se había puesto a cantar aquel tango imposible, de letra presuntuosa y música amanerada y pirata, Menárquez había sentido —enclavado en una platea llena de gente— un motivo de tristeza más íntimo e indefinible que el de aquella tarde. Él, que había descrito con sadismo y fastuosa verba el instante en que a Cécile Sorel, septuagenaria, haciendo La Dame aux Camélias, se le cayera un seno de caoutchouc (había escrito la palabra en francés) y había seguido la trayectoria del postizo, rebotando y saltando como una obscena pelota oscura sobre la tablazón del palco escénico; él, que había irritado o extasiado con esa delectación a sus lectores, no podía, en cambio, gritar ni aplaudir ni soltar su risotada salaz ante la actriz que llenaba de espléndidos recuerdos su juventud y hoy aceptaba cantar —sentada en un sofá de brocado a rayas— aquel tango espurio y soso, entregando sus restos de gusto y de voz a aquella claudicante melodía.
       Pero pudo vengarse del autor mismo, en cuanto cayó el telón.
       —¡El autogor, el autogor! —gritaba con un énfasis elaborado de tontería, como si tuviera piedras en la boca.
       ¡El autogor! ¡Que salga el autogor! ¡Cayó París, se acabó el mundo!
       Y cuando —pálido, peinado y planchado— el autor salió mirando pudorosamente hacia abajo, de la mano de la Membrives, y sus amigos le tributaran un aplauso frío, consternado y cortés, Menárquez volvió a saltar sobre la urbana aprobación de compromiso, descollando en voz como en estatura, de pie en medio de la platea:
       —¡F-formidable, Mario! —ladró con divertido encarnizamiento—. ¡Yo también te amo! Preciosa obrita, llena de delirios orínicos. ¡Bravo!
       En la fría mañana de otoño no hubo otra cosa que la muerte, el soldado que acababa de ahogarse y su caballo, y sobre todo el agua, la laguna con sus bordes a pico y su abrupta profundidad. Había sido a la madrugada, en los fondos de aquella casa abiertos al campo, a un largo campo que corría sin interrupción hasta las lejanas cuadras del cuartel, Unos hombres lentos se pasaban en las cuadras, echados en el suelo o acariciando desganadamente las grupas de las caballos, oscureciendo sobre la tierra entre un dominante olor a polvo, a piso de caballeriza recién regado, jugando con la mano cobriza en la insolente esplendidez animal de aquellos pelos, sonriendo a veces con una blancura sin sentido en medio de sus caras atezadas. Allí había caballos y gallos de riña del coronel, gallos que el coronel tenía para darse «el único placer de mirarlos».
       De esas cuadras, en la madrugada de abril, el caballo disparó y el soldado salió persiguiéndolo. El caballo galopó por el campo, en dirección a la laguna. En medio del verdor, a ras de tierra, el agua se había trazado un borde quieto, una apariencia inocente. Apenas rebasaba esa margen lustrosa que algún dia de viento humedecía sus tréboles. Y, sin embargo, de allí se deslizaba de golpe hacia una hondura.
       El caballo siguió hacia el oeste y se detuvo a la orilla del agua, oliendo el pasto. Fue entonces que el soldado se acercó, los arreos en la mano, jadeante, con los ojos nublados por el esfuerzo. El caballo caracoleó de pronto hacia el agua y el soldado tuvo que dar un paso sobre el borde, de espaldas a la laguna. Resbaló entonces sobre el verde mojado, cayó con un ruido grumoso.
       El caballo entró resoplando en el patio de la casa. Resonaba el rumor de sus cascos en el sitio estrechado por los galpones, por la galería de madera casi deshecha. Una vieja desmechada salió a ver y se puso a dar gritos hacia la galería. Apareció un hombre en mangas de camisa, somnoliento. Don Nieves. Ahora sería un viejo, pero había lidiado siempre con .caballos; no tenía por qué perder la calma. Fue al galope, trajo una larga cuerda, y, doblándola para que le sirviera de látigo, echó el caballo hacia el campo, Asomándose, vio entonces los arreos flotando en la laguna y luego, en el momento en que daba una pesada vuelta en el agua, algo parecido a la chaqueta de un soldado. Regresó a su casa y despertó a uno de sus hijos, para que fuera a dar aviso al cuartel. Aquel acto simple, ajeno, lo devolvía a su paz, a su remisiva conciencia de las cosas.

       Y luego, cuando Menárquez y él se separaron, eran ya más de las doce de la noche y podía haber algún alivio en referir la frase de la caída de París al día de ayer. Es cierto que en París serían entonces las cuatro de la mañana y estaría alzándose la luz del primer día total de cautiverio.
       Caminó sin sentido por las calles, en el helado tiempo de junio. «Allá es primavera, casi verano», Pensó en la única criatura francesa a quien pudiera aproximarse a esta hora de la noche, se dejó ir hacia ella. Manen. La veía ahora cerrando el ropero, yendo y viniendo por la pieza mientras él se vestía lentamente, descolgando la ropa que parecía haber envejecido en diez minutos sobre la silla, aquella silla que —al cabo de la noche— se ponía furtivamente diez o doce trajes distintos.
       Manon no había querido sentimentalizarse por París ni por Francia. «Querido, llevo tantos años aquí y antes pasé más de diez en Brasil, figúrate». ¿Qué edad podía tener? Era flaca, menuda y musculosa, y tenía un aire de cansando indefinible, que impedía por igual regalarle juventud o atribuirle vejez. Silbaba entre dientes, tras haber encendido un cigarrillo, y destapó la caldera esmaltada. Virtió cuidadosamente un poco de agua en la palangana, sostenida sobre un soporte de pie, a muy poca altura del piso. Se agachó entonces y la camisa celeste se escurrió entre sus piernas, marcando el agobio de la espalda, el hundimiento y la estrechez del pecho.
       Al verla así, en cuclillas, absorta como si atendiera al humo que tal vez cuajaba en gotitas en el interior de sus muslos, al ver la toalla rosada y desteñida que había sacado de algún sitio para colgar provisionalmente en su pescuezo (y que ahora tiraba con una mano hasta hacerla bajar sobre el vientre), al leer el desleído saludo que se abría en desganado abanico sobre la tela turca— «Bon dia», dicho en portugués a aquella madrugada remota —pensó en que el tiempo de los demás, el tiempo de Menárquez llorando sobre la suerte de París y de él mismo ansioso por los boletines radiales, no regía dentro de aquella pieza de balcón clausurado, dentro de aquella casa. En ese mundo de la noche, París no existía y Montevideo tampoco. Ya habría podido intuirlo, con una sensación de vergonzosa desgana, sin sentido y estupidez desenroscándose en él como enredaderas o serpientes que dejaran un árbol, en el momento mismo en que esperaba junto a la mesita, en el patio, en el aire de distraída sordidez que estampillaban pesadamente las cortinitas de macramé y los tapetes, cabeceando al soplo de un viento frío que corría desde el fondo, envileciéndose con los olores que salían a recibirlo y a plegársela desde cada puerta entornada, desde la penumbra en que creían y se apagaban respiraciones, aromas marchitos a azahar y a colonia, rancio tufo de comidas clandestinas. Sobre uno de aquellos tapetes —sobre el dibujo atormentado del filtiré, depositario de esta imaginación que las prostitutas libran solamente a sus manos— estaban los dos elefantes de porcelana verde, topándose, uniéndose por las trompas bajas entre las cuales no existía el libro para el que habían sido aplastadas. Julio recordaba el borrón de luz en los vidrios opacos y la cabeza de la vieja que había aparecido para decirle, con toda la delicadeza que le era posible fingir en medio de la irredimible grosería de sus rasgos: «Ah, si quiere ver a Manan el señor va a tener que esperar un poquito». ¿Para qué estaba allí, qué tenían que ver aquel sitio, sus encajes y sus potiches con las cansadas emociones del día, con esa desencajada vejez que las pasiones vividas a lo largo de una jornada cobran de súbito —hasta hacerse mentiras fantasmales— en el codo de la noche siguiente? Ola la voz del hombre, la voz inconfundible del tipo que anda por placer, rufianismo o inmencionable amistad (y a veces por negocio de drogas) estas casas por la noche, seguía las frases pobres de un cuento sucio con el que el hombre pretendía divertir a la regente. La última frase del cuento había dado con un pozo de silencio y no de risa, con un fondo de silencio desapacible en medio del que la vieja miraba tal vez al tipo, mortlficándolo, y fumaba para verlo mejor (a través del humo), en un halo de cretinismo; en ese hueco al que parecía haber caído toda la vida de rumores forcejeantes de la casa. Julio tomó uno de los elefantes de porcelana verde, el elefante que estaba sentado sobre las patas traseras, en una posición torpe. ¿Qué estoy haciendo aquí, por qué he venido? Como si fuese una réplica interior, brotaba de su pregunta, oyó que cuajaba fuera de él la voz del hombre, percibió claramente su caudal disminuido y vejado, su acento de animación fracasada: «Bueno, yo voy a irme». Pensó en asumir la voz como un conejo, y ya al despedirse de él para ganar la puerta inclinó un poco el elefante, queriendo averiguar el secreto de su peso. Entonces, por el agujerito de junto a la cola, que había perdido el corcho, salió un chorro de arena, fino y casi volador, que cayó sobre la alfombra de lana, dejándolo a solas con esa inocencia pueril que se reprochaba. Al fondo de la confusión y del conato de fuga pasó luego sin ruido —sin tocar la memoria del crujido de arena bajo el paso que volvió el elefante a su sitio— el hombre que había estado con Manan y se alisaba al irse el ala del sombrero. La cara de la vieja apareció para cortarle la retirada, invocándolo afectuosamente: «Señor...»
       Ahora la mujer se había levantado, había vuelto a poner la caldera sobre el calentador; caminó hacia la cama, y mientras miraba a Julio como si fuera a sonreír («Hace tantos años que me vine de Francia») arrolló lentamente la toalla a una de las perillas de bronce abollado. Fue la noche en que él volvió a su habitación y, casi desnudo ante su velador, tomó un papel y escribió presuntuosamente: «A Francia, en este día», como el primero de una serie de renglones apareados (hoy no se animaría a seguirle llamando poema).
       A las diez de la mañana la gente seguía pasando frente a la puerta, deteniéndose a mirar lo imposible, sabiendo ya que no lo vería. Era una curiosidad sin esperanzas, dispuesta a cualquier transacción, La vieja, que se había peinado y recompuesto como para una ceremonia, salió entonces a ser el objeto de esa suplantación, el descanso de la avidez. Era una mujer ordinaria, y aquel era quizá su modo de entender la gloria. Tenia un rostro ajado y petulante, una firmeza vulgar que la hacía insufrible. Se apoyaba en el balcón ofreciendo un busto enorme y fláccido, saludaba a todos, conversaba a distancias que se le rehuían, tenía el empeño de que su presencia fuera ostensible. La miraban como a una culpable, le reprochaban silenciosamente no haber cercado su terreno, y en el fondo le envidiaban esa apariencia triunfal en medio de su vergüenza, que los hacía dudar de si realmente sería una vergüenza. Hablaban de una empalizada, de desecar la laguna. El niño que era entonces Julio tenía la secreta preocupación de pensar en el hombre: si lo habrían recogido, si lo habrían sacado enganchándolo con un garfio o enlazándolo por el brazo que a veces aparecía y giraba en la superficie, o si todavía estaría sumergido, sumergido en este momento en que la vieja lo miraba y le sonreía con una simpatía inadmisible.
       Lo fastidiaba la efusiva obstinación de las gentes en prevenir otras desgracias en vez de ocuparse de la, que había ocurrido, ese sistema de escapatoria y de pretextos con el que cada uno quería simular que estaba tan herido que se destrozaría si siguiera planteándose la misma cuestión, la sola cuestión de aquella muerte, de aquel mulato ahogado, aquel suceso, aquella violencia y resentida presencia que se quedaría para siempre mereciendo más palabras, una aflicción sin causa de afecto, la ciega atribución de una culpa. Era necesario.
       Julio sabía bien que su odio tenía un principio más escondido, una silenciosa veta mantenida y ensanchada en el tiempo: el motivo de aquella niña blanduzca que miraba con unos ojos grises de borde enrojecido, sin pestañas, y que hacía a veces unas apariciones crueles desde la idiotez; el motivo de aquella vieja, de su mortificante abundancia; el motivo del niño arriesgado y sin corazón que era su hijo, el de la desafiante vulgaridad que los hacía parecerse unos a otros, con un sentido de unidad agresiva que él había experimentado siempre.
       Vela a aquel pequeño desalmado, la corneta destrozada a sus pies, y comprendía que su padre estaba arrepentido, acusándose de su generosidad.

       La misma circunstancia que el Poema a Francia convocaba había muerto, muerto y pasado como el ambiente de boudoir del Cotillón, donde Germán tocaba música francesa y más frecuentemente jazz e improvisaciones sobre jazz; muerto y pasado como la novedad flamante de muchas noches de estrenos nacionales, con los autores imponentes, soberbios o nerviosos, y ese estigma de filatelia cultural de que hablara Menárquez. «Somos nosotros y estamos enterados de todo». Jazz, Cine-clubs, Tango de la Guardia Vieja y Tango de la Guardia Nueva, teatros independientes, fanatismos sin una intransferible raigambre montevideana, pasiones que no tenían necesariamente por qué drenarse aquí y sólo aquí. Pero era el cogollito humano el que precisaba desfogarse en la exhibición, en la afirmación y en la facción, por más que esas parcialidades no dijeran nada específicamente alusivo al país, a la ciudad que habitaban. Era posible pensar ahora que esa vehemencia en falso, que esa sofisticación del amor sin la virilidad nacieran de un relativo encerramiento, de un ostracismo espiritual, de un fervor de catecúmenos que se saben (y se precisan de saberse) en minoría. Toda esa gente que Julio había conocido y frecuentado en otras madrugadas, más allá del diario y de sus proyectos sobre «Los descastados», tenia algo del orgulloso vicio de aislamiento que envuelve a las minorías radicales, fanáticas en el culto de algo conflictual y contemporáneo, para recubrirlas de un aceite protector, que las preserve de la indiferencia de nuestras grandes y prematuras capitales americanas.
       Julio habla conocido a Olimpia en una de esas ruedas de café; y Olimpia le había propuesto, casi en seguida, que le diera clase de inglés. «Tengo necesidad de aprenderlo», había dicho ella, con un rostro tirante y esnob. Julio había aceptado, creyendo que aquel comienzo de relación podía derivar en aventura. Era en los días de la liberación de París, agosto de mil novecientos cincuenta y cuatro. En una de las calles de esta ciudad vieja, gastada de pisadas de banqueros y de rufianes (día y noche) estaba el apartamiento, de tercer piso por escalera, a que le había citado Olimpia. Cuando llegó, aún demasiado jadeante para decirle nada y dispuesto a encontrarla sola, Olimpia le presentó al doctor. Era un hombre otoñal, de manos pulidas y ademanes cuidadosamente distinguidos. «Un poco quedado en Anatole France», le diría después Olimpia; y aunque ella no lo había leído, le desprestigiaba corno meta. «Pero con una interesante cultura de época». No era preciso mencionar la relación que los ligaba. Los libros de Olimpia, las pulseras de Olimpia, los cigarrillos turcos de Olimpia, parecían venir flotando en un río que arrancaba del bufete del doctor. Y un ramal podría empezar a abrirse paso hacia donde estaba Julio, porque el doctor quería recibir asimismo lecciones de inglés, con el indeclinable escrúpulo de pagarlas. A las dos o tres sesiones, se supo que también con el escrúpulo de aprenderlas. Porque mientras limpia se insensibilizaba y dormitaba fumando, sin haber podido descubrir por qué le obligaban a decir «ai-jav», «iu-jav» y después «ji-jas», el doctor establecía parentescos, correspondencias y divergencias de sintaxis entre el inglés y el francés, aludía a raíces comunes, apelaba a su viejo conocimiento de las declinaciones en latín. Julio comenzó a sospechar que había sido el doctor quien había inventado la variante de la lección de inglés, como un modo de airear un poco su relación con esa planta espesa y adormilada, de truculentas hojas aprehensoras que, en la intimidad, empezaba a revelarse Olimpia, Descotada, semi-vestida, desganada y carnalmente acechante, su presencia parecía mucho más estúpida que en la rueda de su conjunto teatral, que en sus noches de apuntadora o de utilera. El doctor, en cambio, aprendía y divagaba espiritualmente, para no ser confundido por aquella pura lasitud, por aquel denso clima de jungla sexual que rodeaba a Olimpia: «Lo hermoso del posesivo sajón —decía, por ejemplo— es que pone el énfasis sobre la persona; nosotros lo ponemos sobre la cosa, y la persona accede al objeto».
       Una tarde, el doctor no estaba, Julio pensó que Olimpia preferiría diferir la clase, cambiarla por un principio de entendimiento más concreto, Desdeñosa, fríamente ella lo disuadió, sin posible insistencia. «Si el doctor lo supiera, con lo que piensa de ti...» Lo abochornaba con la imagen de la caballerosidad del doctor, con la tácita reprimenda de haber sido lo bastante plebeyo para no saber respetar aquella guardia de honor en rebeldía. Luego le ofreció un vaso de Jerez —la bebida predilecta del doctor, seguramente—. mientras ella se vestía. «Para que me olvide de lo que has pretendido, acompáñame a casa de mamá. Queda en Maroñas, y no me gusta ir sola a estas horas». Volvía a darse el lujo de andar semidesnuda al lado de él, amonestándolo por su primitivismo escandaloso, por su absurda falta de evolución. Pero le tenía miedo a la oscuridad de la calle Sainz Rosas, Subieron a un tranvía y ella habló todo el tiempo. El doctor era su amigo desde que ella tenla diecisiete años. Era una gran persona, y había sido ministro de Batlle, siendo todavía muy joven. «De Batlle y de otro presidente después, no sé si Brum o Serrato». Sentado entre ellos dos, en el asiento pajizo del tranvía, el doctor podía haber disfrutado de aquella beatificación cívica y sentimental. «Tiene sesenta y cuatro años, pero es un hombre estupendamente joven para una mujer». Ministro de Batlle, ministro de Brum. Julio sonreía al recordar su innoble venganza. Olimpia adoraba a su hermanito, pero su hermanito había traído esa tarde la libreta de calificaciones liceales, y las notas no eran muy buenas. «No tiene importancia, es el primer trimestre. ¿No te parece?» —había propuesto ansiosamente Olimpia, sentados en la salita cursi de muebles blancos y columnitas con búcaros, ellos dos y la madre, tiesa al borde de su sillón. Se hizo alcanzar las notas y movió la cabeza desaprobatoriamente, mientras las leía. «¿No ves? —dijo la madre—. Al señor tampoco le gustan.» «¡No me gustan nada! —corroboró Julio—. Por la nota de matemáticas, se ve que eI chico debe ser inteligente» (la madre asentía). «¡Pero hace falta un poco de rigor!» La cara desconsolada de Olimpia, que despertaba de su abotagamiento corporal para entender turbiamente el sentido de aquella vindicta oblicua y sutil, y el rostro sonriente del niño en el retrato de la comunión, dominaban todavía en la memoria de aquella escena. El ministro de Batlle (y tal vez de Brum) cortó las lecciones esa misma semana. Y Olimpia se suicidó con gas, en el mismo apartamiento de la calle Misiones, un par de años después. Con gas y un frasco entero de barbitúricos, a cuenta de mayor seguridad.
       La corneta era de seda amarilla, tendida sobre una armazón de cañas de bambú; planeando en el aire, a una altitud a la que ninguna otra llegaba, rígida, cabeceando suavemente en inedia de su gran suspensión, parecía un murciélago, un animal escapado de su color oscuro. Era enorme y magnífico, con sus brazos abiertos y una inscripción en letras negras corriendo de uno a otro extremo de sus brazos: «Le Diable». Tenía una calidad delicada, señorial y oferente, por encima de las cometas de papel que cerraban un color macizo, unas franjas impuras contra el cielo. Daba una idea de paz con su pecho desplegado, ron su estructura, de cañas brillando al sol, con su ingrávida docilidad. «Le Diable». Podía ser amada. Julio la había amado echado de espaldas en el campo, sintiendo junto a su cabeza el terrón y el jugo del pasto, teniendo apenas el cordel en la mano, oyendo el flameo de la seda en el viento. Ninguna otra permitía ese éxtasis. Sin embargo, al decidirse el viaje a Montevideo había sido sacrificada. Y su padre la regaló a aquella criatura sin agradecimiento. Recordaba el gesto de animalito obstinado con que probó a tirones la resistencia de la tela, y luego sus correrías por los terrenos, sus saltos sobre las zanjas, arrastrándola por los charcos y la tierra, hiriéndola en las zarzas, haciéndola girar a la altura de su cabeza y arrojándola contra los demás, como una flecha. «Le Diable» planeaba pesadamente y caía a los pocos pasos en el polvo. Entonces aquel idiota se entristecía, la encontraba inservible.
       Iban ahora hacia la estación y lo habían visto, trepado a una cerca, sucio y sudoroso como estaba siempre, con la corneta colgada de la mano. El sostén de cañas de uno de los brazos estaba quebrado y el género pendía flojamente sobre el centro, ocultando las últimas letras del nombre.
       Julio se replegó al fondo del coche para no verlo, sabiendo que lo odiaría siempre, que en medio de muchos éste seria su recuerdo más árido. Su hermano, en cambio, tuvo el impulso de sobreponerse, ya que era una despedida y la idea de un distanciamiento borraba momentáneamente las ofensas. Sacó entonces una mano por la ventanilla, se asomó para saludarlo. El otro lo advirtió en ese instante, y encaramándose más en la cerca, frenético, empezó a gritarle un apodo desagradable. El chico volvió la cara, y una ira intensa apretaba la boca.

       Por más que anduviera por el mundo, nunca tendría bajo sus ojos, ni al alcance de su entendimiento, un personaje tan vivo como el montevideano. No pensaba en ningún ser humano en particular, en alguien a quien hubiera conocido y querido en la ciudad, sino en la caracterización carnal que se elevaba de cuanto sabía de años y años en Montevideo, una suerte de heraldo que resumía andanzas por el teatro, la política, los burdeles, el amor y el deporte.
       Y también conocía la faz pintoresca y la faz miserable de su ciudad, la quería más —pensaba en esta caminata nocturna al soplo tibio de la madrugada de diciembre— precisamente por haber descubierto esos rostros posibles debajo del rostro oficial, sonriente y proclamado. Unos meses antes había escrito para el diario una nota sensacional, que se llamara «La imaginación de la miseria». Casi en los mismos días, dos episodios policiales distintos pero afines se la habían inspirado. Al flanco de uno de los cementerios, se estaban construyendo unas viviendas económicas. Y el arquitecto habla permitido a los vecinos que hurgaran en los pozos de excavación de la obra, en la represión ensayada para la cancha de cal, y se llevaran los metales inservibles —desechos del viejo cementerio— que encontraran allí. Pero eI estrecho venero de chatarra se había agotado en seguida. Y por el portillo abierto por los obreros en el muro del cementerio, el barrio todo —con palas, con picos, con azadas— había entrado al recinto de los panteones y de las sepulturas hechas en tierra, había removido, escarbado, desbaratado, arrancado las asas de los ataúdes, las argollas de los panteones, todo lo que fuera de metal. Como en el cuento de Chesterton sobre el honor de Israel Gow, pretendían sentirse escudados por la palabra del arquitecto, así hubiera brazos de esqueleto, trozos de cuerpos aún no enteramente descarnados que afloraban ahora a la superficie, rondados y sacudidos por los perros. El otro episodio había ocurrido en el camino de La Tablada. El vecindario veía pasar día a día los arreos de tropa, los ganados exhaustos, abrumados por la sed, por el sol, por la fatiga del largo viaje. En tiempos pasados, cuando alguno de esos animales caía quedaba para el famélico rancherío, y los reseros solamente se hacían con la piel, para acreditar la baja. Pero con el encarecimiento de vacas y novillos, la orden había sido cambiada. Había que custodiar y hacer llevar al animal perdido. La crónica narraba el caso de un novillo moribundo, al que la gente —mujeres y niños por delante, hombres cerrando filas tras ellos— había tumbado a pedradas. La lucha entre los troperos y aquella turba de cuchillos en ristre había sido breve y concreta. En menos de cinco minutos, mientras la pedrea arrinconaba a los reseros contra las alambradas, y los reducía a luchar con sus mismos caballos despavoridos, la pululación de los ranchos, danzando vertiginosamente en torno del novillo caído, lo había mondado hasta la osamenta. Varias decenas de presos en los juzgados, varias decenas de testigos de ese subsuelo miserable de la ciudad, eran los agonistas de aquella suerte de ballet siniestro de azadas, picos y cuchillos, de cuervos sobre la carnaza fría y caliente. Y eso era también —el director del diario no lo había aprobado desde el principio, pero habla acabado por reconocerlo— Montevideo, esta Montevideo madre cruel, esta ciudad holgada de los rotundos burgueses, esta ciudad novelera del tesoro garibaldino arañado bajo el mausoleo de los héroes, esta ciudad-calcomanía de bañistas bruñidos de agua y sol, esta ciudad trampeada de las angostas y oscuras canteras de mugre, esponjadas en busca de cucharillas de plata, de alambres y de papeles ardidos.
       Era Montevideo, pensaba rodeándola en el gran abrazo de la caminata nocturna. La ciudad donde quería morir, el cuentagotas por donde para él había pasado el mundo. En ella se había librado la guerra de España, en ella había caído París y en ella había sido reconquistada, en ella habían arrojado la bomba atómica, frente a ella se había hundido el «Graf Spee». Y en ella, a esta hora, todavía sesgaban los últimos borrachos, vivando roncamente al Partido Nacional. ¿Para qué?



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