Manuel Mujica Lainez
(Buenos Aires, 1910- La Cumbre, Córdoba, 1984)


XV. El coleccionista (1891)
Aquí vivieron
“Historias de una quinta de San Isidro, 1583-1924”
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1949, 317 págs.)



Carta de Diego Ponce de León al pintor Eduardo Sívori.

San Isidro, 4 de diciembre de 1891.

      Mon cher Sívori:
       No quiero dejar que transcurra una hora sin expresarle el placer que me dio su visita de ayer. Sus compañeros son encantadores, especialmente Graciano Mendilaharzu. Ahora me explico que el doctor Pirovano y Manuel Lainez me hayan hablado tanto de él. Es muy consolador pensar que en Buenos Aires existe actualmente un grupo formado por hombres como Ballerini, Della Valle, Schiaffino, Lucio Correa Morales, Giudici, Rodríguez Etchart, Mendilaharzu y usted. Eso descansa de la conversación sobre revoluciones y finanzas. Por otra parte, demasiado bien sabe usted que esa conversación no me ha atraído nunca, y que si no voy al Círculo es porque no he nacido para la política. Aquí, en esta vieja casa, rodeado de los objetos que desde mi adolescencia he reunido, me parece que vivo en otro mundo. Algunos lo tildarán de egoísmo. Puede ser… pero usted comprenderá que prefiera sentarme delante de mi Fortuny a escuchar las explicaciones sobre el último proyecto del ministro de Hacienda, aunque siempre he admirado a Don Vicente Fidel.
       A propósito del Fortuny, dígale a Schiaffino que se interesó por conocer su origen, que procede de la venta del Príncipe Demidoff, realizada en Florencia, y que hace “pendant” con uno que tiene Rufino Varela y que se titula, según creo, “Una procesión en tiempo de lluvia”.
       Correa Morales me proporcionó un verdadero gusto con su entusiasmo. Siempre he pensado que los coleccionistas trabajan (y perdóneme la insolencia del vocablo) tanto para ellos como para los demás. En nuestro país la tarea no es grata. ¡El arte importa tan poco todavía! Por eso considero suficientemente pagados mis desvelos, cuando veo (como vi ayer) la luz de la emoción auténtica brillando en los ojos de un entendido.
       ¿Qué le ha parecido la quinta después de los arreglos? ¿No está demasiado “suntuosa”? Le prevengo que me han criticado por haber traído aquí las colecciones. Guerrico dice que en Francia no me hubieran perdonado que instalara en un paraje tan húmedo obras de tanto valor, y Juan Cruz Varela insiste en que no se puede decorar un caserón que remonta a la colonia como un palacio de la calle Florida. Pero yo los dejo hablar. Ya tengo 39 años, mi querido Sívori, y puesto que no me he casado aún es casi seguro que estoy condenado a solteronismo perpetuo. Si el destino me ha negado las satisfacciones (que imagino bastante dudosas) de la vida de hogar, por lo menos me ha dejado el privilegio de hacer mi capricho. Y mi capricho ha querido que cuando Buenos Aires vibraba todavía a causa de los cañonazos y de los discursos que derribaron al pobre Juárez, cerrara la casa porteña y me viniera a San Isidro con lo que un pariente llama mi “bibelotaje”.
       No me he arrepentido. El aplauso de sus compañeros artistas me prueba que no me equivoqué. Le confieso que la obra de adaptación no resultó tan extraordinariamente difícil, fuera del tapizado de algunos cuartos. Lo más grave fue cerrar con vidrios la galería, para improvisar una especie de jardín de invierno y colocar en él las estatuas. Varios señores vecinos, que de tarde en tarde me visitan, arguyen que con eso he quitado luz a las habitaciones interiores y he alejado el paisaje del río, pero ¡qué más da! La “marina” de De Martino, que adquirí en su exposición del 89, siempre me ha parecido más real que el verdadero Río de la Plata, y, en cuanto a la iluminación, sostengo que la artificial es muy superior a la del día, cuando se trata de mostrar un cuadro, una porcelana o un mueble.
       Ya lo veo recorriendo mi carta, mi estimado maestro, y pensando: Ponce de León está volviéndose “gaga” con sus colecciones. ¿Para qué me escribe tan largo si nada dice en concreto?
       Por eso iré directamente al motivo de estas líneas.
       Ayer, cuando entramos en el billar, sus amigos lo felicitaron (y con razón) por el retrato femenino que le encargué hace unos meses. A propósito, ¿cree usted que la ubicación es la más adecuada, entre el “Baile en Marruecos”, de Villegas, y la “Náyade”, de Bouguereau? Aristóbulo del Valle puso el grito en el cielo cuando lo vio en ese lugar, porque, según él, la diversidad de paletas redunda en desmedro de los tres óleos. No soy de esa opinión y quisiera conocer la suya.
       Para mí, la mujer vestida de lila se halla exactamente en el sitio que le corresponde: primero, por un motivo exclusivamente simbólico: el billar ocupa el centro mismo de la casa y ese retrato debe estar ahí; segundo, porque la decoración árabe de las paredes, las panoplias que compré en El Cairo y los taburetes de nácar y ébano, crean la atmósfera propicia para la personalidad de la modelo.
       Y vamos al grano. Recuerdo que Giudici, Ballerini y los otros le preguntaron casi simultáneamente quién era la mujer que posó para su cuadro. Usted (que no lo sabe) me interrogó entonces con los ojos y yo me limité a bajar los míos, pues no me pareció la ocasión oportuna para explicarlo. Enseguida sirvieron el oporto, Correa Morales jugó una carambola y se olvidó el episodio. Toda la atención había girado hacia la colección de “potiches” japonesas que llena la “étagère”, entre los espejos “Directoire” de mi madre.
       Desde entonces he meditado sobre el asunto. La soledad de esta quinta poblada de fantasmas incita a meditar. Y he llegado a la conclusión de que no es justo que usted, autor de ese retrato, ignore por qué se lo encargué y quién es la mujer que durante doce “séances” se sentó en un canapé de seda amarilla, en su taller, teniendo por fondo mi biombo de Coromandel, para que la fijara en el lienzo.
       Conocí a Rosemonde el año pasado en lo de Juan Cruz Varela. Recuerdo que yo estaba con Lainez, entre las dos grandes vitrinas de los marfiles. En la sala vecina, una “diva” italiana cantaba un aria de Traviata. Súbitamente, Rosemonde alzó la cortina de felpa y se acercó a nosotros, quitándose los guantes. Nadie habló. Ella, que es un poco miope, se inclinó sobre los estantes de vidrio donde reposan los copones, las figurillas y los relieves que tanto le envidio a Juan Cruz. Por detrás, Lainez me hizo un gesto para subrayar su asombro ante la belleza de nuestra imprevista acompañante. ¡Ay!, no necesitaba yo de su comentario mudo… Desde que la vi, Rosemonde me enloqueció. Sus manos muy pálidas, surcadas de venas azules, rivalizaban con los marfiles antiguos. Las hundió en el “manchon” de armiño y giró lentamente hacia la sala. Pero se advertía que no quería abandonar el discreto refugio. Se aproximó al escritorio Luis XV y alzó uno de los pequeños bustos de terracota. Entonces Lainez le cuchicheó algo en francés y ella rio por lo bajo. Yo intervine en la conversación. Sus ojos, maravillosamente violetas, se iluminaban con el resplandor de los esmaltes y de los camafeos, cada vez que se volvía hacia mí.
       Nos enteramos de que era húngara, casada con un periodista rumano. Como este había visitado a Lainez en “El Diario”, el día anterior, la charla se desarrolló fácilmente. Los aplausos del cuarto vecino pronto cubrieron nuestras palabras. Se inundó de gente nuestro salón. Manuel me presentó al periodista, un anciano verboso metido dentro de una levita negra. Dos diplomáticos los arrebataron. El resto de la fiesta no me aparté de Rosemonde. Anduve con ella entre los cuadros, los tapices y las armaduras de Juan Cruz. Todo le interesaba. Enseguida noté que tenía ciertas aficiones de “connaisseur”. “No es extraño —me dijo—, he visto tantas casas hermosas, que es lógico que algo haya aprendido con solo tomar el té en ellas”.
       Yo me sentía feliz con mi descubrimiento. Acababa de terminar la instalación de mi “bibelotaje” en San Isidro y ardía en deseos de llevar allí a la seductora extranjera, pero no osaba proponérselo, hasta que el propio Juan Cruz, sin quererlo, me facilitó la oportunidad. Se nos aproximó con una curiosa caja de música de oro, para que la examináramos, y avanzando el perfil árabe hacia Rosemonde declaró: “Tienes que invitarnos a los esposos X y a mí a visitar tu casa vieja. Estoy seguro de que les encantará y yo tengo muchas ganas de ver cómo te ha quedado”.
       Me apresuré a fijar fecha para unos días después. ¡Ah, mon cher Sívori, jamás olvidaré esa espera! Quería que mi casa estuviera bella como nunca, para recibir a la mujer que presidía ya mis sueños. Desde el primer momento se me había ocurrido que entre esa húngara exótica y mis colecciones existía un vínculo singular, algo como una especie de parentesco plástico. Se me antojó que mis lacas serían más perfectas y mis cristales brillarían mejor, cuando Rosemonde los alzara entre sus dedos.
       Llene la casa de flores que hice venir de invernáculos distantes; encendí sahumerios; distribuí candelabros; coloqué copas colmadas de pétalos en las consolas. ¡Qué no hice para dar más relieve a mis objetos!
       En cuanto entraron, imaginé que los cuadros, los bronces y las telas de Oriente, arrojadas sobre los divanes, vivían una vida nueva al paso de Rosemonde. Llevaba el vestido lila con el cual la pintaría usted, una ajustada torera de piel y un sombrero fabuloso, con cuatro plumas de “autruche”. Sus grandes ojos violetas encendieron luces imprevistas en las porcelanas alemanas, en los Sevres, en las miniaturas, en las “chinoiseries”. Felizmente, Varela quería verlo todo, aunque conoce muy bien mi colección. No paraba de hablar, señalando esto y elogiando aquello, repitiendo mil veces que es un crimen que yo haya instalado en un caserón tan disparatado piezas que hubieran hecho las delicias del primo Pons, ¿recuerda usted?: el “Cousin Pons” de Balzac.
       Esa misma semana comí con mis huéspedes en el “Café de París”. Desde entonces salimos juntos diariamente, hasta que el marido se embarcó de regreso para Francia, donde lo reclamaba el director de su periódico. Se embarcó solo. Para prolongar su permanencia en Buenos Aires, Rosemonde alegó que su salud no le permitiría hacer frente a los trastornos del viaje. Mentía y el marido lo adivinaba tanto como yo. Todavía veo, como si fuera hoy, la mirada irónica del viejo, cuando desde el puente del barco nos decía adiós con los guantes amarillos.
       Rosemonde volvió muchas veces a la quinta. Semana a semana, su influjo sobre mí creció. Al revés de lo que supuse al principio, ante ella se esfumaron las cosas; las cosas, mi admirado pintor, a las que yo había consagrado mi vida; las cosas que eran mi vida. Acabó por alojarse en San Isidro, en casa. Cuando llegó el término del plazo establecido para su partida, le rogué que no se fuera. Ella accedió. Nos amábamos desesperadamente, y aunque yo sentía que su dominio sobre mí podía desbaratar toda una existencia mimada y ordenada, la dejaba hacer.
       Entre tanto… ¿cómo explicárselo?… creí descubrir que entre ella y mis objetos fermentaba una hostilidad que iba en aumento. Varias veces la encontré vagando por las salas, hablando en su idioma incomprensible. En una ocasión me trajo los fragmentos de una de las cosas que quiero más, un caballo de cristal de roca. Me dijo que lo había roto al rozarlo con una de sus mangas. Después me di cuenta de que lo había hecho a propósito. Me di cuenta también de que obraba así por celos. Rosemonde tenía celos de esa multitud de seres desprovistos de vida, pero a los cuales yo se la había infundido, en cierto modo, con mi pasión, con mi cuidadosa solicitud.
       Una tarde entró por sorpresa en la galería de las esculturas. Yo estaba abstraído, contemplando la reproducción de la Venus de Capua.
       —¿Por qué no la acaricias? —me dijo rencorosamente—. Estoy segura de que lo prefieres a acariciarme a mí.
       Y antes de que yo lo evitara se arrancó el largo botón de encajes hasta quedar como la diosa, descubierto el torso y los pliegues revueltos en la cadera.
       Así nos enloquecíamos. Así me enloquecía.
       Ese día le prometí cuanto me exigió. Cerraríamos la casa. Nos iríamos a Italia juntos. Viviríamos el uno para el otro, sin testigos. Llamaba “testigos” a mis objetos. Sollozaba como una histérica: “Tous ces témoins, tous ces témoins…”.
       La suerte quiso que topara con usted, cuando andaba por Buenos Aires arreglando mis asuntos para el viaje. Usted me salvó. Por eso le escribo hoy esta larga carta. Me han gustado sus cuadros desde que vi los primeros en París, en el taller de Jean-Paul Laurens. Pensé que pocos podrían interpretar como usted el “charme” extraño, novelesco, de Rosemonde. Se me ocurría que le daría a mi amiga un placer grande si hiciera pintar su retrato. Ella aceptó encantada. Sería —me dijo— su desquite sobre los objetos.
       El retrato llegó a la quinta cuando faltaban cuatro días para que embarcáramos. En ese momento, por casualidad, yo estaba solo. Eso contribuyó también a salvarme. Tenga en cuenta, para comprenderme, que yo vivía como un sonámbulo, Sívori, como un pobre sonámbulo. Rosemonde me había arrebatado violentamente de mi mundo, que es el mundo de lo inmóvil y de lo obediente, para arrastrarme en un torbellino del cual parecía imposible huir.
       Colgaron el retrato en el billar, en el corazón de la casa, entre el Bouguereau y el Villegas. Cuando lo iluminé, fue como si se hubiera roto un embrujo por obra de otro más potente. Me sacudió un estremecimiento que conmovió mis fibras más íntimas. ¿No ha oído contar que las hechiceras antiguas solían fabricar figuras, imitando la traza de las personas sobre quienes deseaban ejercer su fascinación? Para mí su retrato tuvo el valor de una de esas figuras misteriosas. Transformada en objeto, reducida a mi escala, prisionera de mi mundo, la bella húngara perdió su poder de repente, como lo había obtenido. Recuerde, para penetrar lo que puede haber de oscuro en mi reacción, lo que le he dicho al empezar esta carta, o sea que una “marina” de De Martino encierra más vida, para mi sensibilidad, que el Río de la Plata.
       Por primera vez la vi como algo mío, estático, con mi biombo de Coromandel por fondo, en el pintado canapé. Entre ella y las cosas que la rodeaban —las armas, los taburetes, los otros cuadros— se estableció enseguida una amistad sutil, ese parentesco que yo imaginé cuando vino a la quinta con su marido y Juan Cruz, y que en realidad no era tal, sino por el contrario rivalidad de enemigos. Del óleo descendía, como una claridad, una paz que yo no sentía hacía meses y que se comunicaba a los objetos. Todo estaba en su sitio por fin.
       Le ahorraré detalles. Rosemonde regresó sola a Europa, a Francia, donde se reunió con su esposo. Yo he conservado aquí, en mi casa de San Isidro, su efigie, que para mí no es tal sino ella misma, lo más “vivo” —para mí— de ella misma.
       No muestre esta carta, Sívori. Quienes la lean me tacharán de demente, de enfermo de quién sabe qué enfermedad literaria. Los más benévolos cargarán el saldo en la cuenta de mi egoísmo.
       He recobrado la tranquilidad. Rosemonde es mía como debe serlo, como mejor debe serlo: no solo mía sino nuestra, de mis tapices, de mis porcelanas de mis esmaltes. Ahora la comprendo serenamente, como antes no hubiera podido comprenderla. Y la amo (¡sonríase, maestro!), la amamos.

Diego Ponce de León.


Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar