Manuel Mujica Lainez
(Buenos Aires, 1910- La Cumbre, Córdoba, 1984)


X. El espejo desordenado (1643)
Misteriosa Buenos Aires
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1950 [1951], 371 págs.)



      Simón del Rey es judío. Y portugués. Disimula lo segundo como puede, hablando un castellano de eficaces tartamudeos y oportunas pausas. Lo primero lo disfraza con el rosario que lleva siempre enroscado a la muñeca, como una pulsera sonora de medallas y cruces, y con un santiguarse sin motivo. Pero no engaña a nadie. Asimismo es prestamista y esto no lo oculta. Tan holgadamente caminan sus negocios, que sus manejos mueven una correspondencia activa, desde Buenos Aires, con Chile y el Perú. Se ha casado hace dos años con una mujer bonita, a quien le lleva veinte, y que pertenece a una familia de arraigo, parapetada en su hidalguía discutible. La fortuna y la alianza han alentado las ínfulas de Simón, hinchándole, y alguno le ha oído decir que si se llama del Rey por algo será, y que si se diera el trabajo de encargar la búsqueda a un recorredor de sacristías, no es difícil que encontraran un rey en su linaje.
       —Pero no lo haré —comenta, mientras acaricia el rosario—, porque no me importa y porque fose caer en pecado —aquí tartamudea— de vanidad.
       Vive en una casa modesta, como son las de Buenos Aires. La ha adornado con cierto lujo, haciendo venir de España y de Lima muebles, cristales, platerías y hasta un tapiz pequeño, tejido en Flandes, en el cual se ve a Abraham ofreciendo a Melquisedec el pan y el vino.
       —Los judíos —dice cuando lo muestra a un visitante— sólo me gustan en el pa… paño.
       —¿En el qué?
       —En el pa… paño, texidos —y se persigna.
       Tiene celos de su esposa, doña Gracia, cuya juventud provoca el galanteo. Para no perderla de vista, ha instalado la mesa de trabajo tan estratégicamente que, con levantar la cabeza, domina sus hogareñas actividades, más allá del patio donde las negras cumplen sus órdenes de mala gana.
       A doña Gracia le bailan los ojos andaluces. Simón del Rey sospecha que no le ama y de noche, en el lecho matrimonial que parece un altar entre tantos exvotos, reliquias, escapularios y palmatorias, se inclina sobre su bello rostro, con paciencia de pescador, para atrapar lo que murmura en sueños. Alguna vez se escapa de los labios de su mujer un nombre: un nombre y nada más, que se echa a nadar con agilidad de pececillo entre las sábanas, las almohadas y las tablas de devoción. El prestamista lo aprisiona en su tendida red. Al día siguiente, doña Gracia deberá explicar quién es Diego o quién es Gonzalo, y siempre son parientes lejanos o amigos de su hermano mayor, que acudían a su casa cuando era niña. Simón masculla una frase ininteligible y se mete en su aposento, a embolsar las monedas de plata y a calcular cuánto le adeudan su suegro y sus primos políticos.
       Pero hoy está contento por varias razones. Ha conseguido que el caballero que le diera en prenda su estancia, con molino, corrales y tierras de pan llevar, a cambio de una miseria, se resigne a entregársela sin pleitos, pues no puede pagarle. Además está conversando con un emisario recién venido de Chile, portador de buenas noticias. Es un muchacho con cara de tonto, quien se embarulla al informarle del éxito de sus negocios en el otro lado de la cordillera. Le trae un regalo de parte de su socio chileno, León Omes, también judío, también portugués. Le despoja cuidadosamente del lienzo que lo cubría, y el espejo veneciano fulge, como una gran alhaja, en medio de la habitación.
       Simón del Rey lo mira y remira, en pos de rajaduras, pero está intacto. Asombra comprobar que ha cruzado los desfiladeros traidores, balanceado sobre una acémila, sin sufrir daño alguno. Tanto crece su entusiasmo que, distraído el temor, llama a doña Gracia. La señora hace su reverencia, pasmada ante la gloria del espejo, y ojea al muchacho de cara de tonto, que tiene un lunar en la barbilla y el pelo negro y brillante como ciertos géneros ricos.
       En el fondo del espejo, como en un agua verde, turbia, asoma su cara fina de mujer del sur de España, un poco árabe. Y detrás se esfuman las facciones aceitunadas de su marido, que divide la acusadora nariz de gancho, y las del emisario de Chile, sonriente.
       —No me veo bien —declara doña Gracia.
       —Es un espejo antiguo —expone el extranjero—; ya me previno mi amo que en eso reside su mérito principal.
       —¡Y claro! —tercia Simón del Rey, que se las da de conocedor de artesanías refinadas—, ¡muy hermoso… e… e muy antigo!
       Lo ha hecho colocar en el aposento donde duermen, frente al lecho, entre las pinturas de santos y de la Virgen María. Es, en verdad, un espejo muy hermoso. Su marco ha sido ejecutado con la misma materia, al modo veneciano, y las talladas hojas y volutas que le forman se destacan sobre su color de vino rojo. La luna es casi verde. Si el prestamista tuviera imaginación y algo más de lectura, todo el hechizo de Venecia le encantaría por la sola virtud de ese espejo singular, en cuyo encuadramiento persiste la delicadeza de los “margaritaios”, los sutiles fabricantes de perlas de esmalte y de vidrio y de pendientes con granates, que Marco Polo hizo enviar a Basora y a los puertos del Asia Menor, del Mar Negro y de Egipto, para que de allí las caravanas los transportaran hasta China, donde decorarían los botones de los mandarines. Y en su luna vería la seducción del agua sensual que frota su lomo tornasolado al rubor de los palacios patricios, aéreos como los cristales que el sol de Murano enciende. Pero aunque nada de eso ve, algo especial, algo secreto encierra este espejo italiano, algo que le perturba, cuando súbitamente se vuelve a buscar en él su imagen, porque se dijera entonces que la luna tarda en reflejarla, en devolvérsela, y es como si su rostro ascendiera sin premura de lo hondo del agua.
       A medida que transcurren los días, Simón del Rey se preocupa. ¿Qué demonios le pasa al espejo? Una vez, observándolo a la distancia, desde el lecho, tuvo la impresión de que, en lugar de copiar su cuarto, otro aposento y otras personas habitaban su marco rojo. Se incorporó vivamente, pero cuando se plantó ante él, su faz cetrina estaba allí, como brindada por una fiel bandeja. Acaso le estaba aguardando, para tranquilizarle.
       Doña Gracia irrumpe una mañana en su pieza de trabajo:
       —El espejo está embrujado —le dice.
       —¿Y por qué?
       —Porque hoy he visto en él algo que no es de hoy, sino de ayer.
       Simón del Rey se enfada. Le irrita que su mujer entre, contraviniendo órdenes, en su despacho. También le irrita que cualquier mala influencia pueda imponerle desprenderse de tan suntuoso obsequio.
       —Vocé está boba —replica, y la manda a ocuparse de lo suyo.
       Luego, de puntillas, se desliza en el cuarto que el espejo preside con su azogue misterioso, el cual se apresura a serenarle, retratándole de inmediato.
       Simón se encoge de hombros. No dispone de tiempo para dedicarlo a femeninas extravagancias. Le solicitan problemas más graves. Y no es el menor, ciertamente, aquel cuya solución le obligará a alejarse de su casa durante diez días. Tendrá que trasladarse a recibir la estancia que es ahora suya y que se agrega a sus otros campos. Habrá que redactar inventarios, firmar papeles: sólo él puede hacerlo. Y lo más sensato será no dejar transcurrir el tiempo, porque para los portugueses soplan vientos de tempestad, y aunque él se ilusione con la idea de que ya le consideran castellano viejo, a veces le roe la duda y le entran unos grandes apuros y un afán de estar bien con todos y de que todos le calmen con unas sonrisas que se traducen así: ¡Pero, Simón del Rey!, ¿portugués, vuesa merced? ¿Vuesa merced, judío? ¿A quién se le ocurre tal dislate?
       Hace menos de dos años, en 1641, fueron condenados a muerte en Buenos Aires los pilotos del navío Nuestra Señora de Oporto y dos lusitanos más, que trajeron al Río de la Plata anuncios de la rebelión del reino portugués. Y ¡qué comunicaciones! Doña Margarita de Saboya, Duquesa de Mantua y gobernadora del reino, había sido detenida; el pueblo se había levantado en masa y coronó al Duque de Braganza bajo el nombre de don Juan IV; ardía la guerra entre España y Portugal. Simón del Rey se tapaba los oídos. No le interesaba… no le interesaba… que le dejaran en paz… él era súbdito de Su Majestad Católica… español… y católico también… tan católico como Su Majestad Catoliquísima…
       Deberá irse hoy mismo. Le duele alejarse de su mujer y multiplica las recomendaciones: que no salga a la calle bajo ningún pretexto; sólo para asistir al oficio religioso se lo permite; que permanezca enclaustrada, como corresponde a una señora de su posición y alcurnia.
       —¡Cómo una monja! —insiste—, ¡cómo una monjiña!
       Se va, muy erguido, después de persignarse y de echar una última mirada a su espejo inquietante, dentro del cual, evidentemente, algo raro pasa, algo que es mejor no analizar de cerca, porque entonces la Inquisición no le daría cuartel con sus interrogatorios; pero que se podría interpretar como una descompostura, como un desorden en el mecanismo reflector de imágenes, que se acelera o se atrasa. Ni aun tales consideraciones y la presunción de que en la fábrica del espejo veneciano —¡hay tanto hechicero en Italia!— intervinieron recursos mágicos, le deciden a separarse de él. Quizá, con el tiempo, se adormezca esa agua revuelta. El procedimiento más cuerdo, por ahora, será no mirarlo mucho, y sobre todo no dejar que se transforme en obsesión. Y no exagerar… no exagerar… para que el Diablo no se frote las palmas candentes.
       Diez días después, Simón del Rey está de vuelta. La operación salió a pedir de boca y la estancia es la más importante que posee. En su casa, doña Gracia le espera vestida con el guardainfante opulento, el gris y rosa, y una lazada de seda azul en el cabello. ¡Qué hermosa es, Dios Todopoderoso! Hermosa como un navío dorado del Infante don Enrique, con sus velas y sus banderines vibrantes en la brisa del mar.
       Simón del Rey la escudriña con los ojitos hebreos, guiñadores bajo la capota de los párpados. No la interroga. Un caballero no pregunta a su dama cómo se condujo en su ausencia. Pero va y viene por la casa, con su señora en pos, olfateando como un perro de jauría, y aguzando unas miradas oblicuas que resbalan sobre los muebles y ascienden como insectos voraces por el tapiz de Abraham y Melquisedec.
       Esa noche, mientras se desviste en el aposento a la luz de una vela —doña Gracia se despereza en el lecho sin cobijas, desnuda— Simón se detiene ante el espejo y ahoga una exclamación.
       Lo que la luna brumosa le ofrece no es su imagen, con el jubón desabrochado y la gorguera abierta bajo la faz expectante, sino —como si en vez de un espejo fuera un cuadro de verdoso barniz— la imagen de su mujer que retrocede hacia el lecho en brazos del emisario de cara de tonto. Y ese cuadro atroz se mueve lentamente, sonambúlicamente, lo que, si por un lado torna irreal el episodio, por el otro detalla y subraya sus aspectos más reales. A poco la escena se enlobreguece, se deshace como si estuviera pintada en velos muy pálidos, hasta que termina por desaparecer, y del abismo del espejo sube su propio rostro descompuesto, con los ojos reventándole en las órbitas.
       El espanto mantiene tieso a Simón del Rey. Más todavía que la definitiva prueba del sortilegio, lo demuda la otra prueba, la de la infidelidad de su señora; porque la primera sobrepasa la razón y no es asunto que un pobre ser humano pueda aclarar, en tanto que la segunda tiene un significado diáfano y, aunque quisiera eludirlo, sólo a él atañe.
       Doña Gracia, en el lecho, le llama con una voz baja que es casi un maullido. De un salto, Simón se arroja en él. Se acurruca en su costado, ante el fingido despecho de la dama, y no responde a sus tentativas insistentes. Minutos después hace como que ronca, para que ella se duerma. Necesita reflexionar sin que le distraigan. No cierra los ojos durante la noche entera. Le quema la sangre. ¿Qué hará? Castigarla, sin duda… pegar, pegar hasta que le duelan las manos que hunde en la almohada… pero no ahora, porque los negros podrían oír sus gritos y presentarse con mucha alharaca; no ahora sino en la estancia, a salvo de todos…
       A lo largo de la noche le acosa la escena que enmarcó el espejo, ese espejo que es como un reloj desordenado, cuyas manecillas dementes se paran donde les place. Al alba, concilia el sueño.
       Despierta con el sol alto. Doña Gracia abandonó el aposento hace horas y andará trajinando con los servidores. Simón del Rey se frota los ojos y en seguida vuelve a apoderarse de él la evidencia desagradable… Pegar… pegar hasta que las manos le duelan… En la estancia, cerca del molino, hay una choza… Arrastrarla allí y pegar… pero no aquí… aquí hay testigos, parientes… un mundo de parientes orgullosos… y ese gobernador que aprovechará para vejarle, porque le odia… le odia como un caballero odia al judío con quien tuvo tratos por dinero y a quien debió soportar y agasajar y palmear en el hombro… No aquí sino allá, en la estancia, en el fortín extraviado entre talares y lagunas…
       Se levanta, salpica sus mejillas y su nariz palestina con agua y se pone ante el espejo, deseoso y temeroso a un tiempo de que el cuadro que certifica su burla haya regresado a él. Pero en su lugar la luna de Venecia muestra en su retablillo de títeres lamentables otro acto, en el cual él desempeña el papel principal. Asómbrase Simón, pues la escena que se desarrolla —ésa en la cual dos soldados le prenden y se ve al señor alcalde con un gesto torcido— no ha tenido efecto aún, y el prestamista, tras breve vacilación, adivina que el reloj loco, cuyas agujas corren hacia adelante y hacia atrás con movimientos incoherentes, le está exhibiendo algo que un día sucederá y que se reflejará dentro de esa misma luna prodigiosa. Y de inmediato se da cuenta de que le arrestarán por asesino de su mujer; se da cuenta de que aunque su venganza se esconda en la soledad de la llanura, le descubrirán, y comprende que esos vanidosos castellanos que matarían a sus esposas por la sospecha más nimia, no tolerarán que un portugués judío haga lo mismo con una que procede de su altiva casta, no obstante que haya pecado, y deduce que él será quien saldrá perdiendo. Procura apaciguarse. Ya abundarán ocasiones para el desquite.
       Ahora es menester quedarse quieto.
       —¡No, no —se repite, tartamudeando—, no sucederá, no me meterán entre fierros!
       Simón del Rey se dirige a su despacho. Le está aguardando su amigo Juan de Silva, con novedades de bulto: la situación ha hecho crisis; mientras él se hallaba fuera de la ciudad, el gobernador don Jerónimo Luis de Cabrera hizo pregonar un bando por el cual ordena que los moradores de nación portuguesa se inscriban en un registro y entreguen allí sus armas. Han acudido trescientos setenta; más de la cuarta parte de la población porteña es de ese origen. Todos concurrieron, del maestre de campo Manuel Cabral de Alpoin abajo, con arcabuces, con espadas, con dagas, con picas.
       El mal humor del prestamista encuentra desembocadura y se lanza por ella a borbotones, como un torrente. Golpea la mesa con ambos puños y vocifera que él no irá, que no es portugués, que no lo fue nunca, sino un vasallo leal del Rey Felipe; y echa a su compadre.
       Su mujer se arrima, medrosa, porque ha captado el chisporroteo que atiza el peligro.
       —El espejo… —comienza a decir.
       Simón del Rey explota, furioso:
       —¡Não me cuente del espejo… não me lo nombre…!
       La tarde caliente se cuela por la ventana, en la penumbra de la siesta, para atisbarle, empacado delante del cristal veneciano que sin reposo estudia, como si fuera un mapa mural y él un jefe que se apresta a dar una batalla, y que titubea antes de marcar la mudanza de las posiciones. Pero el espejo, quizás alertado por esa vigilancia, ha suspendido la oscilación que trae y lleva las imágenes cuya custodia se le confía, y lo único que le da, a cambio de su presencia avizora, es su propia efigie de medio cuerpo, como un irónico retrato velazqueño, con una mano crispada bajo la gorguera.
       —No la tocaré —dice Simón del Rey—; no iré a presidio por culpa de esa perra cristiana… Después… después…
       Y cuando lo está diciendo o pensando, entran en su habitación, sin previo aviso, los dos soldados y el alcalde que vio reflejados allí.
       —Simón del Rey —manifiesta el alcalde solemnemente—, traigo orden de conduciros ante Su Señoría, por no haber cumplido lo que dispuso sobre el desarme de los portugueses.
       Simón se desconcierta. Esto no figuraba en sus planes. ¿Cómo iba a presentirlo, cuando tenía que considerar un asunto tan arduo y de tan distinta condición? ¿Qué pretende don Jerónimo Luis: que se vuelva loco? ¿Por qué no le dejan tranquilo, con su intranquilidad? ¿Cómo va a conjurarla o por lo menos a narcotizarla, si le torturan con estupideces?
       Tartajea: —No soy portugués.
       —Tendréis que acompañarme.
       —No soy… no soy portugués…
       Exasperado, porque la rabia impotente de ser portugués hasta la punta de las uñas y de que por ello invadan su casa se suma ahora a la de saberse engañado, descarga su ira sobre el alcalde, perdido el dominio, y le da un empellón.
       El funcionario se alisa la ropa y dice:
       —Vendréis conmigo a la cárcel, Simón del Rey, por rebelaros contra la autoridad.
       El prestamista se agita como un poseído. En la luna espectral, cópiase exacta la escena que vio esa mañana: los soldados que avanzan y el alcalde del torcido gesto. Ante la sorpresa de los esbirros, rompe a reír. ¿Así que esto era todo? ¿Nada más que esto? ¿No le conducirían al Fuerte para ajusticiarle, sino para una simple declaración? Ríe hasta las lágrimas. ¡Ay —solloza—, ya regresaré, pronto regresaré! Su risa se muda repentinamente en cólera. Como un látigo le hostiga el recuerdo del mal rato que pasó por culpa del espejo. Antes de que los soldados puedan apoderarse de él, exclama:
       —Éste es… éste es o culpable… o maldito… Y alza lo que más cerca encuentra —un Cristo de plata del Alto Perú— y lo estrella contra la luna que, al partirse, arrastra entre sus fragmentos las imágenes rotas. Saltan los fragmentos púrpuras y verdes. Uno se clava en la mejilla izquierda del alcalde y la sangre mana:
       —¡Me habéis herido —gime el funcionario— y voto a Dios que lo pagaréis!
       Los hombres se abalanzan sobre el portugués y le tuercen las muñecas para sujetarle, pero Simón del Rey no cesa de reír. Cruzan el patio, rumbo al zaguán. Doña Gracia aparece, asustada por el estrépito. Al mismo tiempo surge de la calle el muchacho con cara de tonto, que apenas puede murmurar que venía a despedirse, porque ya se llevan a Simón.
       El prestamista cruza maniatado el corro que se amasó frente a la puerta, dentro del cual hay chicos que le gritan judío y negras que le sacan la lengua. Se vuelve para ver a su mujer y al extranjero que permanecen ante su casa y que luego entran en ella, muy juntos, a recoger los restos del espejo veneciano, del espía muerto.
       Huirán a Chile con su pasión desesperada, pero Simón no lo sabrá nunca. Su proceso ambulará por tribunales indiferentes, acumulando papelería, de Buenos Aires a Lima, de Lima a España, hojeado distraídamente por magistrados e inquisidores, que se devolverán la carpeta cada vez más abultada, hasta que nadie entienda cuál es la causa que se debate, ahogada en un mar de sellos y de rúbricas, los que se repiten como si el expediente se hubiera llenado de espejos laberínticos que copian las idénticas fórmulas latinas y los rostros iguales de los jueces. Y Simón del Rey perderá todas sus estancias. Le enviarán de una a otra celda, por tentativa de asesinato en la persona de un representante de Su Majestad; por ocultamiento sedicioso de armas a favor de los enemigos portugueses; y por herético judío, que no vaciló en arrojar un Cristo contra la pared, quebrando un espejo, después de jurar que ese Cristo —que llamó maldito— era el culpable de su desgracia. Y se transformará en un viejecito cuyo temblor hace tintinear su rosario, y que susurra a los carceleros sordos:
       —Le pegaré… la llevaré a la estancia… le pegaré… me dolerán las manos…



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