Manuel Mujica Lainez
(Buenos Aires, 1910- La Cumbre, Córdoba, 1984)


VI. El libro (1605)
Misteriosa Buenos Aires
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1950 [1951], 371 págs.)



      —¡Un par de pantuflos de terciopelo negro!
       El pulpero los alza, como dos grandes escarabajos, para que el sol destaque su lujo.
       Bajo el alero, los cuatro jugadores miran hacia él. Queda el escribano con el naipe en alto y exclama:
       —Si gano, los compraré.
       Y la hija del pulpero, con su voz melindrosa:
       —Son dignos del pie del señor escribano.
       Éste le guiña un ojo y el juego continúa, porque el flamenco que hace las veces de banquero les llama al orden.
       —¡Doce varas de tela de Holanda! ¡Dos sobrecamas guarnecidas, con sus flocaduras!
       A la sombra del parral, Lope asienta lo que le dictan, dibujando la bella letra redonda.
       Están en el patio de tierra apisonada. A un lado, en torno de una mesa que resguarda el alerillo, cuatro hombres —el molinero flamenco, el escribano, un dominico y un soldado— prueban la suerte al lansquenete, el juego inventado en Alemania en tiempos de Carlos V o antes aun, cuando reinaba su abuelo Maximiliano de Habsburgo, el juego que las tropas llevaron de un extremo al otro de los dominios imperiales. Más acá, cerca de la parra, la hija del pulpero se ha ubicado en una silla de respaldo, entre dos tinajones. Es una muchacha que sería bonita si suprimiera la capa de bermellón y de albayalde con los cuales pretende realzar su encanto. Entre tanta pintura ordinaria, brillan sus ojos húmedos. Viste una falda amplísima, un verdugado, cuyos pliegues alisa con las uñas de ribete negro. Sobre el pecho, bajo la gorguera, tiemblan los vidrios de colores de una joya falsa. Su padre, arremangado, sudoroso, trajina en mitad del patio. Un negro le ayuda a desclavar las barricas y las cajas, de donde va sacando las mercaderías que sigilosamente desembarcaron la noche anterior. Son fardos de contrabando venidos de Porto Bello, en el otro extremo de América. Se los envió Pedro González Refolio, un sevillano. Buenos Aires contrabandea del gobernador abajo, pues es la única forma de que subsista el comercio, así que el tendero apenas recata el tono cuando dicta:
       —¡Arcabuces! ¡Siete arcabuces!
       El soldado gira hacia él. Se le escapan los ojos tras las armas de mecha y las horquillas. Protesta el banquero:
       —¡A jugar, señores!
       Y baraja los naipes cuyo as de oros se envanece con el escudo de Castilla y de León y el águila bicéfala.
       —¡Una alfombra fina, de tres ruedas! ¡Cuatro sábanas de Ruán!
       Lope sigue apuntando en su cuaderno. Ni el pulpero ni su hija saben escribir, de modo que el mocito tiene a su cargo la tarea de cuentas y copias. Se hastía terriblemente. La muchacha lo advierte; abandona por un momento el empaque y, con mil artificios de coquetería, se acerca a él. Le sirve un vaso de vino:
       —Para el escritor.
       El escritor suspira y lo bebe de un golpe. ¡Escritor! Eso quisiera ser él y no un escribiente miserable. La niña le come con los ojos. Se inclina para recoger el vaso y murmura:
       —¿Vendrás esta noche?
       El adolescente no tiene tiempo de responder, pues ya está diciendo el pulpero:
       —Aquí terminamos. Una… dos… tres… cinco varas de raso blanco para casullas…
       Las ha desplegado mientras las medía y ahora emerge, más transpirado y feo que nunca, entre tanta frágil pureza que desborda sobre las barricas.
       —Y esto, ¿qué es?
       Levanta en la diestra un libro que se escondía en lo hondo de la caja. Azárase el mercader:
       —¿Cómo diablos se metió esto entre los géneros?
       Lo abre torpemente y como las letras nada le transmiten, lo lanza por los aires, hacia los jugadores. El escribano lo caza al vuelo. Conserva los naipes en una mano y con la otra lo hojea.
       —Es una obra publicada este año. Miren sus mercedes: Madrid, 1605.
       Se impacienta el banquero, a quien acosan los mosquitos:
       —¿Qué se hace aquí? ¿Se lee o se juega?
       Por su izquierda, hace cortar al dominico la baraja.
       El fraile toma a su vez el libro (no es mucho lo que contiene: algo más de trescientas páginas), y declara, doctoral:
       —Acaso sea un peligroso viajero y convenga someterlo al Santo Oficio.
       —Nada de eso —arguye el dueño de la pulpería—. Luego se meterían en averiguaciones de cómo llegó a mis manos.
       Y el soldado: —No puede ser cosa mala, pues está dedicado al Duque de Béjar.
       El escribano se limpia los anteojos y resopla:
       —Para mí no hay más duque que el Duque de Lerma.
       Allí se echan todos a discutir. Bastó que se nombrara al favorito para que la tranquilidad del patio se rompiera como si en él hubieran entrado cien avispas. Por instantes el tono desciende y los personajes atisban alrededor. Es que el pulpero, irritado, ha dicho que el señor Felipe III es el esclavo del duque y que ese hombre altivo gobierna España a su antojo. Sobre las voces distintas, crece la del molinero:
       —¿Jugamos? ¿Jugamos, pues?
       La niña palmotea desde su silla dura y aprovecha la confusión para dirigir a Lope miradas de incendio.
       —¡Haya paz, caballeros! —ruega el dominico—. He estado recorriendo el comienzo de este libro y no me parece que merezca tanta alharaca. Es un libro de burlas.
       Menea la cabeza el escribano:
       —¿Adónde iremos a parar con las sandeces que agora se estampan? Déme su merced algo como aquellos libros que leíamos de muchachos y nos deleitaban. Las Sergas de Esplandián
       —Lisuarte de Grecia
       —Palmerín de Oliva
       Los jugadores han quedado en silencio, pues la evocación repentina les ha devuelto a su juventud y a las novelas que les hacían soñar en la España remota, en la quietud de los caseríos distantes, de los aposentos provincianos donde, a la luz de la lumbre, los guerreros fantásticos se aparecían, con una dama en la grupa del caballo, pronunciando maravillosos discursos en el estruendo de las armas de oro.
       Sólo el molinero de Flandes, que nunca ha leído nada, insiste con su protesta:
       —Si no se juega, me voy.
       Sosiéganse los demás.
       —Mejor será que lo demos a Lope —resume el escribano—. A nosotros ya nada nuevo nos puede atraer, pues hemos sido educados en el oficio de las buenas letras. Señores, se pierde la raza. Empieza la época de la estupidez y de la blandura. ¡Ay, don Duardos de Bretaña, don Clarisel, don Lisuarte!
       El pulpero suelta una carcajada gorda y alinea los arcabuces bajo la parra.
       —¡Otra vuelta de vino de Guadalcanal! Y el libro, casi desencuadernado por los tirones, aletea una vez más por el aire, hacia el muchacho meditabundo que afila su pluma.
       Ahora la casa duerme, negra de sombras, blanca de estrellas infinitas. La muchacha, cansada de aguardar a su desganado amante, cruza el patio de puntillas, hacia su habitación. Espía por la puerta y le ve, echado de bruces en el lecho. A la claridad de un velón, está leyendo el libro, el maldito libro de tapas color de manteca. Ríe, ensimismado, a mil leguas de Buenos Aires, del tendero, del olor a frutas y ajos que inunda la casa.
       No lo puede tolerar el orgullo de la hija del pulpero. Entra y le recrimina por lo bajo, con bisbiseo afanoso, de miedo de que su padre la oiga:
       —¡Mala entraña! ¿Por qué no has venido?
       Lope quiere replicarle, pero tampoco se atreve a levantar la voz. Sucédese así un diálogo ahogado, entre la niña cuyos rubores pugnan por aparecer bajo la máscara de bermellón, y el mocito que se defiende con el volumen, como si espantara moscas.
       Por fin, ella le quita el libro, con tal fiereza que deja en sus manos las tapas de pergamino. Y huye con él apretado contra el seno, rabiosa, hacia su cuarto.
       Allí, frente al espejo, la presencia familiar de las alhajas groseras, de los botes de ungüento y de los peines de asta y de concha, la serena un poco, aunque no aplaca la fiebre de su desengaño. Comienza a peinarse el cabello rubio. El libro permanece abandonado entre las vasijas. Habla sola, haciendo muecas, apreciando la gracia de sus hoyuelos, de su perfil. Le enrostra al amante ausente su indiferencia, su desamor. Sus ojos verdes, que enturbian las lágrimas, se posan sobre el libro abandonado, y su cólera renace. Voltea las páginas, nerviosa. Al principio hay algunas en que las líneas no cubren el total del folio. Ignora que son versos. Quisiera saber qué dicen, qué encierran esas misteriosas letras enemigas, tan atrayentes que su seducción pudo más que los encantos de los cuales sólo goza el espejo impasible.
       Entonces, con deliberada lentitud, rasga las hojas al azar, las retuerce, las enrosca en tirabuzón y las anuda en sus rizos dorados. Se acuesta, transformada su cabellera en la de una medusa caricaturesca, entre cuyos bucles absurdos asoman, aquí y allá, los arrancados fragmentos de Don Quijote de la Mancha. Y llora.



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