Manuel Mujica Lainez
(Buenos Aires, 1910- La Cumbre, Córdoba, 1984)


XXXIX. La escalinata de mármol (1852)
Misteriosa Buenos Aires
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1950 [1951], 371 págs.)



      Ahora va a morir. Casi no puede moverse en el lecho, y sus labios, que tuerce la desesperación, no emiten más que un ronco gemido precursor de la agonía.
       En las sombras del cuarto, su familia solloza bajo las acuarelas románticas de navíos, de puertos, de tormentas, de velámenes henchidos por el vendaval. Vibra en la oscuridad la mancha blanca de los planos y los dibujos encrespados sobre la mesa. De afuera, de la calle de Santa Rosa que luego será Bolívar, viene el pregón de un vendedor de naranjas. Monsieur Pierre Benoit va a morir.
       Y, como otras veces, la escalinata de mármol levanta frente a él la nobleza arquitectónica de sus verdes, sus negros y sus rojos. La escalinata… Hay en lo alto una decoración, un grupo dorado de niños… pero ¿qué sostienen?… a menudo ha tratado de reconstruirlo… Se angustia y tortura su memoria, mientras las mujeres de la familia se deslizan por la habitación, como breves tanagras, con frascos en las manos trémulas…
       De toda su infancia, de todo aquel misterio, lo único que salvó fue la escalinata. Súbitamente, como ahora, se yergue ante él. Arriba está la áurea escultura. ¿A dónde conducen los anchos escalones? ¿Los ha visto? ¿Los ha soñado? Lo único que recuerda es que esa escalinata divide su existencia: por un lado, un mundo mágico; por el otro, la cotidiana realidad; y de este lado, al principio, el terror…
       Las mujeres cuchichean. Monsieur Benoit apenas las distingue. Se borran, se confunden, como los proyectos que le encargó el Departamento Topográfico de Buenos Aires, como sus cuadros de veleros, como su sable de marino que pende junto al lecho, cerca de las miniaturas pintadas por él.
       En cambio la escalinata se perfila con nitidez maravillosa. Alza su orgullo de bronces y balaústres, como si fuera un manto pesado, de pliegues que se quiebran y refulgen con las estrías del verde y del púrpura, color del agua espesa, cargada de herrumbres de follaje, color del agua dormida en los hipnotizados estanques palaciegos. Y allá arriba…
       ¿No es una letra, una inicial, lo que los amores de carcaj sostienen, como si lo presentaran a quienes suben? Monsieur Benoit tiembla y las señoras le arropan bajo la suavidad de las vicuñas. Ha visto, enlazadas, las iniciales del Gran Rey. Quisiera poder decirlo a esas damas de su familia argentina, pero sus labios se niegan. Cierra los ojos, y cuando los reabre hay a su lado una señora de blanca peluca y falda ampulosa. De inmediato, le da un nombre: Madame de Tourzel, Madame la Marquise de Tourzel…
       En la calle estalló un altercado soez entre un aguatero y la negra que vende mazamorra. Sus gritos gangosos atraviesan el patio hasta la cama del moribundo, y las señoras corren las cortinas de damasco rojo, sobre los postigos, para amortiguarlos.
       Allá, los cortinajes eran azules y rosas. Madame de Tourzel… y el niño llevaba un traje celeste, con una faja y un gran moño al costado, como en el retrato… el retrato… aquel en que está con la adolescente rubia junto a un árbol del parque, y ambos juegan con un nido…
       Madame de Tourzel… Madame de Tourzel…
       ¡Ay!, si continúa desvariando, enloquecerá antes de morir. Hay que defenderse de la imaginación, cuando anda suelta y embarulla las estampas. Hay que pensar en cosas graves, porque ahora los minutos valen años.
       Hay que pensar… la vida… su vida…
       Su vida es también como una escalera y Monsieur Benoit la desciende vertiginosamente hacia la niñez, salvando las etapas que son como descansos.
       Primero recorre los últimos tres lustros, los que le inmovilizaron en el lecho, paralizadas las piernas. ¡Cuánto dibujó! ¡Cuántos planos nacieron bajos sus dedos hábiles! Desde que llegó a la Argentina, en 1818, no cesó de dibujar. Dibujó flores y animales extraños para el naturalista Bonpland; dibujó bellas fachadas para el Departamento Topográfico: edificios neoclásicos con frontones y columnatas, proyectos de canales, de muelles, de puentes, un mundo fantástico surgió de su pluma finísima, en la trabazón aérea de las cúpulas, de las torres, de los arcos. Antes, en Francia, había sido marino. Sirvió en las cañoneras del Emperador y en las goletas del Rey. Antes estuvo en muchas partes, en las Antillas, en Oriente, en Inglaterra, en Calais… Antes… antes había una terrible enfermedad, dolores agudos… una neblina que le sofocaba… Por más que se afanara en despejar las sombras que envolvían a su infancia, nada conseguía ver. Sin duda aquella enfermedad esfumó su memoria. Lo único que como un solitario peñón emergía en mitad del lago negro, era la escalinata de mármol.
       Y ahora la escalinata vuelve a apoderarse de su delirio, a colmar todo su campo visual, como si sólo ella fuera real y el resto no existiera. En el centro de la habitación, redondea sus ángulos multicolores, gira sobre sí misma, como una dama que hace una reverencia en la espiral del vestido de larga cola, y se alza, coronada por el oro de los capiteles empenachados.
       Pero esta vez hay algo más. Esta vez Monsieur Benoit ha descifrado el enigma de las iniciales de Luis XIV, y sabe que la mujer que junto a él está se llama Madame de Tourzel.
       Haciendo un esfuerzo, se incorpora. Del cuarto vecino entra una ráfaga de la conversación de los hombres que discuten el Acuerdo de San Nicolás, firmado hace tres meses y cuyos artículos irritan a la opinión del país.
       —Aceptar a Urquiza —dice uno— es volver a Rosas.
       Monsieur Benoit no piensa ni en Rosas, ni en Urquiza, ni en Buenos Aires. Su voluntad se aferra a la escalinata del Gran Rey. Si no la sube ahora, antes de morir, no conocerá el reposo. Grada a grada, como los niños muy pequeños, inicia la ascensión. Su sombra infantil le precede sobre los peldaños. A su lado va la Marquesa de Tourzel.
       ¡La Marquesa de Tourzel, gobernanta de los hijos del Rey de Francia!
       Es como si dos alas diminutas le hubieran crecido en los pies. Echa a correr hacia arriba, y detrás oye el jadeo del aya bonachona.
       La distribución del palacio se presenta a su recuerdo con sus detalles menores, como si fuera un plano de los que le encargó el señor Rivadavia para su Departamento de Ingenieros. Corriendo, corriendo, flotante la faja celeste, cruza la Sala de Guardias, la Antecámara, el Salón del Oeil-de-Boeuf, e irrumpe en la inmensa galería donde el sol incendia los espejos infinitos, bajo los techos cubiertos de escenas mitológicas.
       Es tal la excitación de Monsieur Benoit que los caballeros le rodean, en el lecho donde no puede hablar y donde sus uñas arañan los almohadones.
       ¡La Reina! ¡María Antonieta le tiende los brazos! Ahora reconoce a todo el mundo, a la Condesa Diane de Polignac, la fea, a la Duquesa Jules de Polignac, la hermosa, al Príncipe de Ligne, a la Princesa de Lamballe… Cada espejo es una hoguera quieta. En el parque se oculta un ejército de estatuas.
       Todo, lo ha reconquistado todo: la ventura y la desventura, la risa de su madre cuando jugaba con él en Trianon; la pachorra de su padre, que forjaba llaves bonitas como flores; las aclamaciones al paso de la carroza, en las calles de París; y el odio, el miedo, los insultos rabiosos; el populacho con hoces y cuchillos; las cabezas cortadas, chorreando sangre en las puntas de las picas; la prisión del Temple; la fuga en un canasto de ropa; la enfermedad, Inglaterra, el silencio sagaz de los fieles… Todo… todo le esperaba en lo alto de la escalinata que sólo hoy pudo subir…
       Una negra apareció en su cuarto y empezó a encender las velas en los fanales. En el patio, cantan los canarios de la pajarera.
       Monsieur Benoit mueve los labios penosamente. Figuras llorosas se inclinan en torno. El moribundo se ahoga. ¡Tiene tanto que decir! Y de repente recobra la voz, firme, lúcida.
       Pero entre las siluetas familiares apiñadas alrededor, asoman unos perfiles arcaicos, transparentes, de seres de flacura gótica, con espadas, coronas y cetros, unos seres rígidos y grises como estatuas de sepulcros. Uno le pone sobre la boca la mano abierta, que es como un ala de cristal.
       —No digas nada —le murmura al oído.
       Y en el aposento de Buenos Aires cuyas cortinas diluyen el pregón del naranjero, ondula el coro doloroso de los viejos reyes que vienen del fondo de los siglos, con su carga abrumadora de pesares, de ambiciones, de secretos, de crímenes:
       —No digas nada, no digas nada… Ven a reinar…
       Luis XVII no dice nada. Tira hacia él la cobija, como un manto, cierra los ojos azules y baja solo la escalinata que se interna en el parque espectral, el parque donde los lebreles del Delfín ladran a la luna de hielo y donde los monarcas temblorosos se cuentan sus desilusiones.



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