Manuel Mujica Lainez
(Buenos Aires, 1910- La Cumbre, Córdoba, 1984)
XIX. El patio iluminado (1725)
Misteriosa Buenos Aires
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1950 [1951], 371 págs.)
Todo ha terminado ya. Benjamín se arrebuja en su capa y cruza el primer patio sin ver los jazmines en flor que desbordan de los tinajones, sin escuchar a los pájaros que desde sus jaulas despiden a la tarde. Apenas tendrá tiempo de asegurar las alforjas sobre el caballo y desaparecer por la salida del huerto, rumbo a Córdoba o a Santa Fe. Antes de la noche surgirá por allí algún regidor o quizás uno de los alcaldes, con soldados del Fuerte, para prender al contrabandista. Detrás del negro fiel que llegó de Mendoza, tartamudeando las malas nuevas, habrán llegado a la ciudad sus acusadores. La fortuna tan velozmente amasada se le escapará entre los dedos. Abre las manos, como si sintiera fluir la plata que no le pertenece. Pálido de miedo y de cólera, tortura su imaginación en pos de quién le habrá delatado. Pero eso no importa. Lo que importa es salvarse, poner leguas entre él y sus enemigos.
En el segundo patio se detiene. La inesperada claridad le deslumbra. Nunca lo ha visto así. Parece un altar mayor en misa de Gloria. No ha quedado rincón sin iluminar. Faroles con velas de sebo o velones de grasa de potro chisporrotean bajo la higuera tenebrosa. Entre ellos se mueve doña Concepción, menudita, esmirriada. Corre con agilidad ratonil, llevando y trayendo macetas de geranios, avivando aquí un pabilo, enderezando allá un taburete. Los muebles del estrado han sido trasladados al corredor de alero, por la mulata que la sigue como una sombra bailarina. A la luz de tanta llama trémula, se multiplican los desgarrones de damasco y el punteado de las polillas sobre las maderas del Paraguay.
Benjamín se pasa la mano por la frente. Había olvidado la fiesta de su madre. Durante diez días, la loca no paró con las invitaciones. Del brigadier don Bruno Mauricio de Zabala abajo, no había que olvidar a nadie. Para algo se guarda en los cofres de la casa tanto dinero. El obispo Fray Pedro de Fajardo, los señores del Cabildo, los vecinos de fuste… Colmó papeles y papeles como si en verdad supiera escribir, como si en verdad fuera a realizarse el sarao. Benjamín encerró los garabatos y los borrones en el mismo bargueño donde están sus cuentas secretas de los negros, los cueros y frutos que subrepticiamente ha enviado a Mendoza y por culpa de los cuales vendrán a arrestarle.
Doña Concepción se le acerca, radiante, brillándole los ojos extraviados:
—Vete a vestir —le dice—; ponte la chupa morada. Pronto estará aquí el gobernador.
Y sin detenerse regresa a su tarea. Benjamín advierte que se ha colocado unas plumas rojas, desflecadas, en los cabellos. Ya no parece un ratón, sino un ave extraña que camina entre las velas a saltitos, aleteando, picoteando. Detrás va la esclava, mostrando los dientes.
—Aquí —ordena la señora—, la silla para don Bruno.
La mulata carga con el sillón de Arequipa. Cuando lo alza fulgen los clavos en el respaldo de vaqueta.
El contrabandista no sabe cómo proceder para quebrar la ilusión de la demente. Por fin se decide:
—Madre, no podré estar en la fiesta. Tengo que partir en seguida para el norte.
¿El norte? ¿Partir para el norte el día mismo en que habrá que agasajar a la flor de Buenos Aires? No, no, su hijo bromea. Ríe doña Concepción con su risa rota y habla a un tiempo con su hijo y con los jilgueros.
—Madre, tiene usted que comprenderme, debo irme ahora sin perder un segundo.
¿Le dirá también que no habrá tal fiesta, que nadie acudirá al patio luminoso? Tan ocupado estuvo los últimos días que tarde a tarde fue postergando la explicación, el pretexto. Ahora no vale la pena. Lo que urge es abandonar la casa y su peligro. Pero no contó con la desesperación de la señora. Le besa, angustiada. Se le cuelga del cuello y le ciega con las plumas rojas.
—¡No te puedes ir hoy, Benjamín! ¡No te vayas, hijo!
El hombre desanuda los brazos nerviosos que le oprimen.
—Me voy, madre, me voy.
Se mete en su aposento y arroja las alforjas sobre la cama.
Doña Concepción gimotea. Junto a ella, dijérase que la mulata ha enloquecido también. Giran alrededor del contrabandista, como dos pajarracos. Benjamín las empuja hacia la puerta y desliza el pasador por las argollas.
La señora queda balanceándose un momento, en mitad del patio, como si el menor soplo de brisa la fuera a derribar entre las plantas.
—No se irá —murmura—, no se irá.
Sus ojos encendidos buscan en torno.
—Ven, movamos la silla.
Entre las dos apoyan el pesado sillón de Arequipa contra la puerta, afianzándolo en el cerrojo de tal manera que traba la salida.
La mulata se pone a cantar. Benjamín, furioso, arremete contra las hojas de cedro, pero los duros cuarterones resisten. Cuantos más esfuerzos hace, más se afirma en los hierros el respaldo.
—¡Madre, déjeme usted salir! ¡Déjeme usted salir! ¡Madre, que vendrán a prenderme! ¡Madre!
Doña Concepción no le escucha. Riega los tiestos olorosos, sacude una alfombrilla, aguza el oído hacia el zaguán donde arde una lámpara bajo la imagen de la Virgen de la Merced. De la huerta, solemne, avanza el mugir de la vaca entrecortado de graznidos y cloqueos.
—¡Madre, madre, que nadie vendrá, que no habrá fiesta ni nada!
La loca yergue la cabeza orgullosa y fulgura su plumaje temblón. ¿Nadie acudirá a la fiesta, a su fiesta? Su hijo desvaría.
En el patio entró ya el primer convidado. Es el alcalde de segundo voto. Trae el bastón en la diestra y lo escoltan cuatro soldados del Fuerte.
Doña Concepción sonríe, paladeando su triunfo. Se echa a parlotear, frenética, revolviendo los brazos huesudos en el rumor de las piedras y de los dijes de plata. Con ayuda de la esclava quita el sillón de la puerta para que Benjamín acoja al huésped.
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