Manuel Mujica Lainez
(Buenos Aires, 1910- La Cumbre, Córdoba, 1984)
IX. Prisión de sangre (1810)
Aquí vivieron
“Historias de una quinta de San Isidro, 1583-1924”
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1949, 317 págs.)
Fragmento de las memorias manuscritas de Rodrigo Islas. El resto se ha perdido. Lo hemos retocado algo, despojándolo de la retórica que caracterizó a la época.
… mi padre. Quizá si yo hubiera podido hablar con ellos, el corazón no me pesaría tanto. Algunos días el dolor me sofoca. Siento como si se revolviera bajo mi camisa el zorro que devoró el pecho del joven espartano. Pero ¿cómo hablarles? ¿Cómo revelarles un secreto que calificarían de monstruoso? Y aunque lo hubiera hecho y se esforzaran por comprenderme —conjetura fantástica—, ¿qué consuelo me hubiesen procurado? Ninguno. Debía, por eso, andar solo por la vida: solos yo y secreto.
Advierto que vuelvo a desvariar. Si quiero poner orden en mis ideas y entretener una prisión que durará probablemente lo que mi paso por este mundo miserable, es menester que me atenga estrictamente al relato. Acaso el pobre alivio que busco me sea dado por estas flacas cuartillas. Dicen que confesarse es quitarse un fardo de encima de los hombros. Sé que no podré despojarme de él para siempre, porque está tan atado a mí que se alza sobre mi espalda a modo de una joroba. Tal es su evidencia, que me sorprende que solo ahora la haya notado Sebastián. Con todo, a medida que escribo siento que se aligera mi angustia.
Los primeros síntomas del mal se manifestaron en la primavera de 1804. Para concretar con frases el recuerdo que he guardado de lo que era entonces María habría que ser un gran artista, algo como Rousseau, cuyas obras me prestó mi hermano Gaspar en la época de la Revolución de Mayo. Ni lo intentaré siquiera, aunque tengo tan grabada la gracia y la armonía de su imagen, que no he olvidado el detalle menor: desde cómo le temblaban los rizos sobre la frente, hasta cómo abandonaba las manos en el banco de piedra donde solíamos sentarnos después del almuerzo. En aquel tiempo nos parecíamos extraordinariamente y a veces nos disfrazábamos para confundir a los visitantes. Mi padre, tan duro, tan viril, nos lo había prohibido, de manera que para hacerlo nos escondíamos de él. Cambiábamos nuestros trajes y aparecíamos en el patio de la quinta en momentos en que llegaban los coches. La media claridad del crepúsculo nos ayudaba. Cualquiera hubiera tomado a María por un muchacho, tan escaso de formas era su cuerpo. Los años la modelaron luego, pero creo que hoy la mayor desemejanza finca en que mientras ella ha conservado su intacta frescura, mi rostro se ha oscurecido y torturado como si le hubieran ajustado una máscara.
Una tarde de ese verano, en que vendrían varios vecinos a hacer una partida de tresillo, especialmente mi tía Catalina Romero, cegata y ridícula, resolvimos ensayar con ella la broma. Había —siempre está allí— cerca del rancherío de los peones, una casita de madera, disparatado desván donde hallaban albergue los más extraños. En ella nos encerramos para mudar la ropa, echando de tanto en tanto miradas rápidas por el ventanuco, de miedo de que el carruaje de la tía rodara sobre el camino antes de que estuviéramos prontos.
A la luz de un candil que pusimos sobre una caja, nos desvestimos. María lo hizo tras una despanzurrada alacena que había fondeado en un rincón. Sin imaginar lo que pronto sucedería y que trastornaría el rumbo de mi existencia, yo me fui quitando la ropa al amparo de una arca grande como una barrica. Prestaba oído atento al trotar de las yuntas de la tía Romero y de vez en vez escuchaba la risa ahogada de María y el crujir de sus ropas rebeldes. El perfume de las bolsillas de flores secas que colocaba en su cómoda, entre la ropa blanca, llenaba el cuarto. Su aroma resultaba extravagante en ese curioso aposento donde se habían dado cita los muebles truncos más diversos.
Súbitamente creí oír el rumor de los cascos y las ruedas y me asomé a la ventana. No era el coche de tía Catalina sino una carreta que regresaba al quintón. Me volví para decírselo a María y quedé como embrujado. Detrás de la alacena erguíase un enorme espejo que había pertenecido a una de las dueñas anteriores de la propiedad, Doña Leonor Montalvo o Doña Rosario Bermúdez. En él se reflejaba la desnudez de María, quien, inconsciente de cómo se brindaba a mis ojos, aguardaba que yo arrojara mi traje por encima del mueble.
María tenía entonces trece años y yo uno más. Nunca se me había ocurrido, hasta ese momento, considerarla como a una mujer. Vivíamos juntos, compartíamos los juegos, reñíamos, casi no nos separábamos. Aislados del resto del mundo en la quinta de San Isidro, donde mi padre no toleraba que tratáramos familiarmente a los esclavos, y Gaspar, el mayor, metido entre sus libros, ni siquiera nos atendía, ambulábamos por una atmósfera irreal, más allá de la diferencia de los sexos. Para nuestra ingenuidad no existía tal diferencia. Jamás me había detenido yo a mirar a ninguna mujer. Era, a los catorce años, un tonto, un estúpido, lo que se quiera, pero era así. Hasta que en la pequeña habitación agobiada de trastos inútiles, densa de un olor que conocía tan bien pero que ahora lograba una intensidad enloquecedora, María me reveló sin querer el secreto de la carne. ¡Ay, si digo que permanecí como hechizado, digo mal! He ahí una prueba de mi dificultad para expresarme. Sentía, es cierto, como si me agarrotaran cadenas invisibles, pero debajo de su trabazón dos fuerzas se pusieron a luchar; dos fuerzas que tenían por campo a mi desgraciado cuerpo y cuyos golpes repercutían sobre él: una era el terror, la urgencia de huir de allí hacia el refugio de las cosas sabidas, ordenadas, seguras; la otra, indefinible, lanzaba sucesivas puntas de fuego en mis venas. Así estaba yo, como una roca, o no, más bien como el casco de un barco podrido, abandonado en la playa, y embestido por olas ya heladas ya ardientes.
Mientras se desarrollaba el combate, mis ojos no se apartaban de María. Su rara blancura, realzada aquí y allá con ligeros toques de sombra, iluminaba el ángulo del cuarto en el cual, ausente de lo que acontecía, seguía esperando mis ropas. Alzó el cabello sobre la nuca, para acomodarlo según la moda masculina, y la luz del candil lamió sus pechos breves, su vientre hundido, en cuya caja se marcaban los huesos filosos de la adolescencia.
No sé cómo me vestí, ni entiendo cómo tuve ánimos para tomar la mano de María y correr sonámbulo tras el carruaje de la tía Romero.
—¿Qué te pasa? —me preguntaba riendo en el aire de primavera. Ella era ahora un jovencito, con mi corta chupa y mis calzones ceñidos, abotonados bajo la rodilla: pero yo sabía qué se ocultaba en el estuche de lino y terciopelo y, mentalmente, no la veía saltar entre los dogos, en la polvareda del coche, sino tendida en el fondo obsesionante del espejo como en un gran lecho verde, dibujándole los codos dos ángulos sobre la nuca.
Desde ese día no viví. Desde ese día no vivo. Toda mi existencia de mocito despreocupado, de tranquilo estudiante de latines, se trocó en la del furtivo cazador siempre en acecho. Mi razón de ser ha sido acechar a María. He aprendido, con el andar de los años, las astucias más sutiles, para que ni ella, ni mi hermano, ni mi padre, adivinaran lo que pasaba por mí.
Argüirán los austeros que en vez de seguir la turbia corriente acariciadora debí pelear contra ella. ¡Qué fácil es moralizar desde el reparo de la costa! Hundido en el torrente, sus remolinos me arrastraron. Ya que me confieso, apuntaré que por más que quise persuadirme del horror y la anomalía de mis sentimientos, para que la repugnancia me proporcionara las armas de que carecía, nunca lo conseguí. Mi pasión será reprobable para el mundo, pero no puedo condenarla. Jamás he sentido ni sentiré otra. Es el impulso que me mueve naturalmente desde que abrí los ojos a la realidad.
Como no quiero alargar esta relación con referencias que no le atañen, apenas insinuaré los efectos que sobre mi régimen de vida provocó el cambio brutal. Nada me atrajo ya, ni los libros, ni las plantas. Mi intimidad con María se resintió, como es lógico. Estaba cohibido ante ella, cuidando que ningún indicio me delatara. Si lo hacía no es porque pensara que mi amor no podía ser compartido por culpable, puesto que ella podía sentir por mí lo que yo sentía por ella, sino de angustia de que me rechazara definitivamente; de espanto de ver pintada en su rostro la repulsión; de pavor de perderla para siempre. De entonces arranca, y quizá por razones que no son extrañas a mi descubrimiento, la disminución paulatina de nuestra semejanza. María siguió siendo la misma. Yo fui otro, hasta en la cara, hasta en las manos trémulas.
Solo una vez en el tiempo tuve un movimiento de flaqueza. Fue dos años más tarde. Las tropas de Liniers, desembarcadas en Las Conchas, habíanse detenido en San Isidro, en su avance sobre Buenos Aires, a causa de las lluvias. Recuerdo que los oficiales rodeaban a mi padre bajo las bujías de la sala principal. Mi hermano Gaspar partiría con ellos, orgulloso de reconquistar la ciudad fundada por nuestro antepasado. Yo contaba solo dieciséis años y por eso quedaría en la finca, con las mujeres y algunos negros. ¡Ay! ¿Mancharé más mi autorretrato si declaro que la grave situación de las provincias no lograba conmoverme? Ansiaba, sí, que todo se enderezara y retornara al cauce normal, pero si para ello hubiera sido menester que abandonara a María, allá dejara yo que las cosas siguieran su tortuoso camino. Así me tenía ligado mi pasión. No pensaba en otro asunto. Día y noche, su idea me alimentaba y me consumía. Esmirriado, taciturno, todo ojos y esqueleto, me acurrucaba, como un animalito enfermo junto al hogar, al abrigo de mi amor.
Mi padre llamó a María para que brindara una bebida a los capitanes. Avanzó entre ellos, leve, volandera, tendiendo la bandeja de refrescos. Tiene un curioso modo de caminar, como si se deslizara por tapices silenciosos. Era tal su delgadez a la sazón que evocaba los ángeles adolescentes de las estampas. Llevaba un vestido azul, con el talle muy alto, a la moda de la corte del Emperador de los Franceses, y los oficiales se inclinaban a su paso. Uno de ellos —el que luego sería su marido— no paraba de mirarla. Yo iba detrás como un bobo, presentando las copas y los mates de plata antigua. Percibí el peligro, aguijado por mi instinto de cazador, y, no bien reanudaron los señores su discusión sobre planos y proclamas, la saqué de allí. Sebastián la acompañó hasta la puerta. Me pareció un fatuo, feliz con sus alamares. ¡Cómo odié a mi padre, ese segundo, al notar que a la distancia le hacía una señal amistosa, levantando el mate! Lo recuerdo como si en este momento le viera. Brillaba el granate de su anillo.
Salimos a la galería que refrescaba la lluvia. Sebastián apareció detrás de nosotros. Sin contenerme, así a María por el brazo y eché a correr bajo el aguacero. La empujé dentro de la casita que había servido de escenario a su revelación, hacía dos años. De inmediato la colmó su perfume, mareándome. Me puse a hablar a borbotones con la misma incoherencia de esa lluvia que repiqueteaba sobre el techo y cuyos latigazos se deshacían en gemidos. Ella me observaba atónita. Ciego de celos, pues no había querido entrever hasta ese instante la posibilidad de que me la quitaran, continué rezongando. A pesar de que palpaba la injusticia del cargo, le enrostré su actitud, le grité que aprovechaba la primera ocasión para insinuarse entre los hombres, ofreciéndose. En mi ofuscamiento, alcé los ojos y vi la tristeza de los suyos. Desesperado la abracé. Juro que fue un abrazo arrepentido, sin segundos propósitos. Pero su contacto, que había eludido hasta entonces, me estremeció.
Me aparté hacia la ventana, y a poco sentí su mano serena, leal, sobre mi hombro. Todavía hoy —y han transcurrido varios años— ignoro si en ese instante único me comprendió, si su intuición afinada la empujó a asomarse al abismo.
Miramos afuera. La lluvia y la noche todo lo cubrían. A corta distancia, más allá del timbó, vacilaba una luz. La arrojaba un brasero colocado sobre las baldosas del corredor, en el rancho de Montiel. Junto a él yacían un hombre y una mujer, el uno en brazos del otro. Reconocí a Petra, la mujer del gaucho, y a uno de los marineros franceses del corsario Mordeille.
Es singular que el destino haya dispuesto que en la misma habitación colmada de despojos se realizaran mis dos iniciaciones fundamentales en el conocimiento de la vida. Quizás entre esos despojos subsistan los fantasmas de mi inocencia.
Detrás del postigo, María y yo espiamos a la pareja, sin entender qué hacían, al comienzo. Veíamos sus cuerpos anudados en el fulgor rabioso de los carbones, y aunque el trueno y el tableteo del agua no nos dejaban oírles, yo leía en sus labios convulsos sus palabras entrecortadas de balbuceos, las palabras que tantas veces, en mis sueños, había murmurado a María.
Repentinamente, como si solo entonces hubiera sentido el temblor de mis nervios bajo sus dedos, ella quitó la mano que había aferrado a mi hombro y que, bajo la casaca, me hacía sentir las uñas. Quise retenerla con perversa alegría, quise —¡desventurado de mí!— forzarla a seguir contemplando el espectáculo de pasión violenta, como si él pudiera establecer entre nosotros una nueva corriente vital. Se libró de mi presión y escapó de la casilla. La vi cruzar en el relampagueo verde y amarillo, azotada por la lluvia. Su cabellera, suelta sobre la espalda, bailaba detrás.
Nunca hablamos de esa experiencia compartida.
En 1809 María casó con Sebastián Montalvo, remoto pariente de los primitivos dueños de nuestra finca. Mucho antes me había resignado ante lo imposible. Al principio di alas a la esperanza de que no sería de nadie, mas las asiduidades de Sebastián vencieron mis confusas tentativas de aislamiento.
Después de un viaje a la estancia de los Montalvos en Córdoba, se instalaron en la casa grande. Yo había resuelto que por lo menos me alimentaría de las sobras de su festín de amor, calmando mi sed mortal con la visión de María. Si me despojaran de ese nimio socorro no podría soportarlo y me apagaría como una lámpara privada de aceite.
Durante los dos primeros años, nuestra existencia se desenvolvió con aparente tranquilidad. Mi padre, cada vez más débil, apenas dejaba su alcoba, donde estudiaba hasta tarde la “Historia” del jesuita Mariana. Gaspar, obsesionado como siempre por la política, hacía constantes viajes a Buenos Aires. Sebastián y María compartían una vida deliciosa. Planeaban obras importantes en la quinta. En esa época se construyeron los salones largos, frente al río, y el mirador.
Yo me mostraba lo menos posible. Rondaba por el jardín, pretextando aficiones botánicas. En verdad, como antes, como hoy, buscaba las ocasiones de ver a María sin ser visto por ella, o permanecía las horas cavilando al amparo de algún viejo tronco. ¡Ay!, en cada página de este cuaderno debiera inscribir la misma frase dolorosa: María lo es todo para mí; María lo es todo para mí.
En 1810, mi hermano y Sebastián me propusieron que les acompañara en las conspiraciones de los revolucionarios. Me invitaron a concurrir a la jabonaría de Don Hipólito Vieytes y a la quinta de Don Nicolás Rodríguez Peña, el que después fue miembro del Triunvirato. Volvían a San Isidro caldeados por las discusiones, con paquetes de libros traducidos del francés atados a las sillas de montar. ¿Cómo no advertían que nada de eso podía tentarme? Al reflexionar me doy cuenta de que si lo hacían no era tanto por la hipotética eficacia de mi ayuda como por sacudirme de una vez, por arrancarme de lo que calificaban de daño de la mente sin percibir que su gusano me roía la raíz del corazón.
Mi padre, a pesar de ser nacido en el Río de la Plata, no quiso participar de los cabildeos que depusieron al virrey. Ahincadamente español, orgulloso de su sangre, no toleraba que el asunto se debatiera en su presencia.
El 25 de mayo, María y yo cenamos con él, pues Sebastián y Gaspar habían pasado la noche en Buenos Aires. A pesar de la llovizna, los ventanales de la galería estaban abiertos. Comíamos ensimismados. El silencio se rompió con el eco de pasos en el corredor sombrío. Un gaucho asomó la crencha detrás de una de las rejas bajas. Tomándola reciamente, como si quisiera sacudirla, nos gritó:
—¡Tenemos Junta! ¡Viva el coronel Saavedra! ¡Mueran los vendidos al tirano Napoleón! —Y revoleó el sombrero en el que chispeaban las cintas blancas y azules.
Uno de los tres mulatos que nos servían, olvidando la etiqueta, soltó sobre la mesa la fuente y respondió:
—¡Vivan los criollos libres!
Mi padre se puso de pie, intensamente pálido.
—Echen a ese gaucho ebrio —dijo apretando los dientes. Y, volviéndose hacia el esclavo—: Tú recibirás veinte azotes.
Luego abandonó el aposento, erguida la cabeza señoril, y me pareció que la vieja España se iba con él, dejándonos solos entre los negros azorados. Todavía escuchamos durante unos minutos las exclamaciones del paisano que galopaba hacia la carretera.
Una hora más tarde, cuando vagaba como un espectro por el jardín, me encontré con mi padre. Habíase sentado en un banco de mármol. Dos surcos de lágrimas le mojaban la faz. Sentí nacer por él una piedad infinita y por vez primera advertí cuánto me había separado mi pasión de quienes me rodeaban. Cuando intenté consolarle me cortó la palabra alzando la diestra seca:
—Su deber —me dijo— es reunirse con sus hermanos en Buenos Aires. No hay nada tan culpable en estos días como la indiferencia. Vaya a la ciudad y tome partido. Si piensa como yo, se lo agradeceré; si se suma a mis hijos, no podré odiarle. Lo que no permitiré es que se quede aquí como una mujer, mientras se juega la suerte de la colonia. Ensille su caballo y váyase a Buenos Aires.
¡Qué ciego estaba yo! ¡Cómo titubeaba en un laberinto de sentimientos! Calculé enseguida que lo que mi padre perseguía era separarme de la que amaba. No miraba más allá. María lo era todo para mí, y por eso todo lograba sentido en relación con ella. ¡Qué me importaba el señor Saavedra! ¡Qué me importaría el señor Moreno! ¡Qué me habían importado antes el señor Liniers y el señor Álzaga! También tenía yo mis luchas, mi reconquista, mis conspiraciones, y el tiempo no me alcanzaba para dos empresas.
Las frases de mi padre helaron mi gesto de ternura. Me acosté y esa noche urdí el plan.
Lo único que podía salvarme, era fingirme loco. Un insano tendría que permanecer en la quinta siempre…
Así lo impondría el orgullo familiar.
Al día siguiente representé la escena de mi demencia y me encerraron. Nadie se sorprendió. En cierto modo, esa salida era el coronamiento lógico de los últimos años de mi existencia. Mi padre, Gaspar, Sebastián y hasta María se explicaron los unos a los otros mis rarezas encadenadas desde la infancia, como síntomas del daño que hacía crisis.
A poco, ante mi pasividad, me dejaron bajar al jardín, a gozar del sol entre los ralas de la barranca. Yo sería desde entonces algo menos que un loco manso, una suerte de extraviado melancólico a quien la gente no se acercaba mucho pero que no incomodaba. Respondía con monosílabos a las preguntas. Tan habituado estaba a callar, a vivir dentro de mí mismo como un ermitaño en su cueva, con la imagen de María por dios, que no me costó mayor esfuerzo acomodarme al nuevo ritmo.
María crecía entre tanto en hermosura y en gracia. Yo espiaba su paso, disimulándome entre los arbustos, y ella permitía que la acompañara en sus perezosas caminatas por el quintón. ¡Cómo tuve que dominarme para no confesarle que ella, exclusivamente ella, era la causa de mi estado, y que mi enfermedad no era lo que parecía sino una vesania maniática, un delirio permanente que me obligaba a morderme las uñas para no saltar sobre ella y apretar sus labios bajo los míos!
Mi padre falleció en 1812 y Gaspar se incorporó a las tropas del general Belgrano. Murió como un héroe en la derrota de Vilcapugio. A fines del mismo año nació Francisco Montalvo, el hijo de María.
Días después del bautismo, andaba por la galería, frente a su cuarto, cuando oí voces. María hablaba con su pequeño en voz casi imperceptible, como suelen hacerlo las madres. Sebastián se hallaba en el extremo más distante de la chacra, calculando el estrago de las langostas en los frutales, y no resistí la tentación de entrar.
En el gran lecho de columnas ahusadas, María daba el seno a su niño. Me detuve en el umbral. Jamás había estado tan bella. Su pecho redondo surgía entre los encajes como dentro de una corola. Creí que iba a desfallecer, como cuando la vi desnuda en el espejo del desván. Su perfume se atardaba sobre las sábanas suntuosas.
—María —susurré—, María…
Ella levantó los ojos y lanzó un grito, mientras se cubría precipitadamente. Solo en ese momento tuve la seguridad de que mi secreto ya no era mío. ¿Cuándo, cómo lo había penetrado? ¿Qué estremecimiento de la comisura de mi boca se lo entregó? Todavía no lo sé. En la soledad que me rodea, he consagrado horas y horas a buscar ese instante, en el recuerdo, sin encontrarlo.
Di un paso hacia la cama. Detrás, en el corredor, se levantó el timbre metálico de Sebastián:
—Si te acercas, te mato.
Me encerraron con llave en el aposento del mirador. Sé que Sebastián contó a los vecinos que no había tenido más remedio que proceder así, pues mi locura se tornaba peligrosa.
Aquí transcurren mis días y mis noches. Desde la mañana, en primavera, en verano, en otoño, en invierno, estoy apostado junto a la ventana, esperando el paseo de María por el jardín. Nunca mira hacia arriba y no me atrevo a llamarla, porque Sebastián sería capaz de mandar construir un muro en torno de mi habitación. Pero la aguardo. Mi destino es acecharla. Mi destino es acechar la sombra esbelta de mi hermana entre las magnolias y los jazmines. A veces pienso que si…
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