Manuel Mujica Lainez
(Buenos Aires, 1910- La Cumbre, Córdoba, 1984)


XVI. Rival (1895)
Aquí vivieron
“Historias de una quinta de San Isidro, 1583-1924”
(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1949, 317 págs.)



      Pepa, la niña muda, pasaba las tardes de verano en el umbral de la cocina haciendo muñecas. En invierno se sentaba junto al fogón en un banquito, y fabricaba los diminutos seres de ojos de vidrio y pelo de estopa. Una vez por semana, la cocinera Rosalía se trasladaba resollando hasta el pueblo de San Isidro, para venderlos. Pepa era muy hábil. Inesperadamente, de sus dedos rojos y lastimados salían los personajes más peregrinos.
       Cuando los vio por primera vez, Diego Ponce de León dijo que la pequeña tenía talento y que quizá fuera una gran escultora. Otro día declaró que sería bueno enviar a Pepa a Buenos Aires a que estudiara en un taller, acaso el de su amigo Lucio Correa Morales. Dijo también que se ocuparía de mandarla, pero de inmediato lo olvidó. Siempre estaba olvidando lo que ofrecía.
       Ya era mucho, en verdad, que hubiera permitido que Pepa permaneciera en la casa. Rosalía recogió a la vagabunda una mañana de hielo, semidesvanecida junto al portón. Contaría entonces unos diez años. Era flaca como un gato abandonado y tenía una naricilla respingada. La implorante suavidad de sus ojos grises conmovió a la cocinera. La cubrió con su chal que olía a fritura y la acostó delante del horno. A poco, la niña reaccionó. Había sido muy friccionada y muy arropada por la salteña. Alrededor, los criados se empinaban, curiosos. La miraban como si fuera un pájaro hallado en la escarcha. Ramón, el hijo del cochero, la tocó con un dedo tímido. Creía que era una muñeca, de tan pálida, de tan frágil, de tan absurda en el revoltijo de trapos. Rosalía le dio un azote con el repasador:
       —Dejála, mal educado, dejá a la pobrecita.
       La chica abrió los ojos.
       —¿Y de dónde venís? —le preguntó la gruesa provinciana.
       Pero enseguida advirtieron, ella y las azaradas mujeres que la rodeaban, que la mendiga no podría responderles. Años más tarde, Rosalía continuaba sosteniendo que su ahijada era muda “por algún susto” (“por algún susto, ¿sabe?, que le han dado a la pobrecita cuando andaba solita mi alma por esos caminos de Dios”).
       En ese instante, Don Diego entró en la cocina. Aparecía por ella como un duende silencioso en los momentos más inoportunos. “Mi casa tiene que brillar como un espejo”, solía decir, y la orden comprendía lo mismo a las cacerolas deslumbrantes que a los marfiles y los bronces de su colección. Aquella mañana su presencia cayó bien.
       —Mire al angelito del Cielo —imploró Rosalía, densa de instintos maternales—, ¿y qué podemos hacer con ella? Si la echamos al camino, Dios nos castigará.
       Ponce de León sonrió levemente, en obsequio a su escepticismo. Levantó los ojos hacia la estampa de la Virgen del Milagro de Salta, aureolada de estrellas de papel dorado, delante de la cual lloraba una vela. Sabía que lo peor era enemistarse con Rosalía mientras preparaba el almuerzo en honor de Don Manuel Ortiz Basualdo, quien vendría especialmente desde su quinta de Flores para tratar la compra de unos toros.
       —Haga lo que quiera, Rosalía, siempre que no me incomode. ¿Qué tal se anuncian las empanadas?
       La cocinera se las mostró, prolijamente alineadas sobre la mesa de mármol. Habría dieciocho personas a almorzar y Rosalía estaba segura de que se chuparían los dedos.
       Después de la siesta la buena mujer salió para el pueblo en el “break” oscilante, el “breque”, como lo llamaban todos. Iban con ella la niña muda, el cochero y su hijo. Se detuvieron delante de la iglesia. Media hora más tarde, el cura Antonio Gutiérrez había bautizado a la pequeña con el nombre de Josefa Rosalía. La cocinera se dio tiempo para encender un cirio frente a la imagen del Santo Patrono y rogarle que devolviera la voz a su “angelito del Cielo”.
       Cuando regresaron, varios de los convidados no habían abandonado la quinta aún. Algunos, a pesar del frío, paseaban entre los talas echados sobre los hombros los gabanes forrados de piel. Don Diego llamó a la salteña con un movimiento del bastón de malaca. El señor Ortiz Basualdo quería felicitarla y pedirle la receta del relleno de sus pasteles.
       En medio de los enlevitados señores, Pepa cruzó el jardín con los ojos bajos, de la mano de Ramón. Parecía un animalito. La asustó la estatua italiana, la estatua de la diosa desnuda, y el muchacho se echó a reír.


       Durante el primer año de su estada, Rosalía se ingenió por adiestrar a la pequeña para que la ayudara en la cocina. Pero no servía de nada. Súbitamente quedaba como si escuchara una voz oculta que resonaba en su interior. Olvidaba la proporción de las salsas y confundía el azúcar con la sal. La provinciana terminó por instalarla sobre una esterilla de esparto, en el zaguán que sombreaban los laureles rosas.
       —Juegue, m’hijita, que para eso trabaja esta gorda vieja.
       Pepa alzaba los maravillosos ojos grises, dulces como los de una bestezuela doméstica. A los doce años se diseñaba en la vaguedad de un esbozo su belleza futura.
       —Lástima que no consiga hacerla comer más —comentaba Rosalía—; la chica es bonita pero puro hueso.
       Y era en realidad puro hueso, “puro huesito”, como apuntaba el cochero socarrón.
       Pepa cebaba un mate y lo ofrecía. Arqueaba los brazos y la cintura con una gracia natural que contrastaba con los movimientos bruscos de los criados y de los peones. Su mutismo contribuía a nimbarla del prestigio de lo que es en cierto modo inaccesible.
       Solo Ramón no respetaba ese extraño alejamiento. A veces la llevaba a que pescara con él en el río. Volvían con unos bagres horribles, barbudos, pinchones, de pintura japonesa. Un día, cuando chapoteaban el barro entre los juncos, buscando lombrices, el muchacho quiso abrazarla. Ella se desasió con un ademán que no admitía réplicas. Otra mañana, el pícaro la desconcertó desciñéndose las ropas sucias y mostrándole algo cuya existencia no imaginaba la inocente. Pepa escapó hacia la quinta y desde entonces no regresaron al río, por más que Ramón no cesaba de rondarla.
       A los trece años, la niña muda descubrió que podía hacer muñecas y se dedicó a la tarea con el entusiasmo de los que, perdidos en la noche, encuentran una vacilante lucecita. Les fabricaba el cuerpo con madera y alambre y en ocasiones lo rellenaba de aserrín. La salteña y las demás mujeres del servicio le regalaban trozos de género para que las vistiera. Hubo una tan deseosa de serle grata, que cortó con ese objeto la punta del terciopelo de Génova que Don Diego hacía echar como al desgaire sobre el sofá de su salón. Con ella la niña acomodó una caperuza. Don Diego no lo supo jamás. Hubiera sido terrible que lo supiera.
       Las muñecas se amontonaban en un rincón de la pieza que Pepa compartía con la cocinera, en un rancho vecino de la casona. Nunca jugaba con ellas. Ponía horas y horas en dar forma a una, cosiendo, pegando y pintando, y cuando estaba lista la agregaba a las anteriores. El cuarto parecía el interior de un carro de títeres con tantas señoritas de palo.
       —¿Por qué no las vende? —le sugirió una tarde el cochero a Rosalía—. En San Isidro se las comprarían y podría juntar unos pesos para hacerle una ropa a su bolsa de huesitos.
       A Rosalía la idea le interesó. La muchacha no debía andar cubierta de remiendos. Un primer ensayo feliz le hizo comprobar que el cochero no se equivocaba, de manera que una vez por semana partía para el pueblo con su paquete.
       Lo singular es que la niña nunca repetía sus personajes. En el zaguán de los laureles o junto al fogón que rezongaba, urdía unas fisionomías siempre diversas y combinaba unos vestidos de cuento antiguo que nada tenían que ver con la moda. Muy seria, en alto las tijeras o la aguja, miraba al aire como un artista que aguarda su inspiración. En esas oportunidades se la oía emitir un rarísimo sonido gutural, suerte de canturreo sofocado con el cual acompasaba su trabajo sutil.


       Diego Ponce de León había fijado una sola condición para tolerar la presencia de Pepa en su finca: que no entrara jamás en su casa. La imaginaba, nadie sabrá por qué, acaso por un capricho más de su espíritu arbitrario, derribando el gran vaso de Sevres del comedor, o tocando (sobre todo eso: detestaba que “tocaran”) los frascos de cristal de Bohemia que chispeaban en los estantes. La niña muda, a su juicio, debía ser torpe como una niña ciega. Algo fallaría en su mecanismo, cuando menos se esperaba.
       Pero en eso, como en tantas otras cosas, Rosalía le obedeció solo de labios afuera. A fines de 1894 aprovechó un viaje del señor a la capital para introducir a su ahijada, a escondidas, en el caserón vedado. De todos modos, Don Diego quedaría en Buenos Aires cinco días. No había miedo de que regresara por sorpresa.
       —Venga, mi pobrecita —le susurró—, venga que le voy a mostrar las cosas lindas que tiene encerradas el patrón. A ver si saca alguna idea para sus chiches.
       Para Pepa fue aquel un día extraordinario, revelador. Anduvieron durante más de una hora por las salas repletas de objetos delicados. Se detuvieron ante las vitrinas de camafeos, de alhajas y de miniaturas; ante la untuosa platería del comedor, una platería con tritones, con ciervos y con cisnes; ante las estatuas, ante los óleos. La casa estaba colmada de objetos. Trepaban por las paredes, hacia las cornisas, sobre las molduras de yeso. Se entremezclaban en el laberinto de las mesas, de las consolas, de los bargueños, de los caballetes, de los falsos “savonarolas” y de los dudosos fraileros. En medio de ese ambiente tallado, burilado, repujado, forjado, esmaltado, policromado hasta el último rebuscamiento de la torsión, la niña muda iba como las niñas de las leyendas por las selvas encantadas. No faltaban dragones, ni enanos, ni mosqueteros adheridos a los aparadores.
       Rosalía gozaba con la admiración que compartía. Esto era una fiesta para los ojos que el humo de la cocina hacía lagrimear. Se había calado las gafas y no perdía detalle, pegando la nariz chata a los cristales transparentes.
       —Mire acá, Pepa, mire estos guerreros que están peliando como los de Güemes… ¿Y este florero con pajaritos? ¿Y este reloj? ¡Lindo, no más!
       De vez en vez, con autoridad de entendida, pasaba un índice cauteloso sobre el respaldo de las sillas para comprobar la ausencia de polvo.
       —Y todo tan limpio, Pepa…
       En el billar, la cocinera se pasmó delante de los óleos —el Bouguereau, el Villegas, el retrato de Eduardo Sívori— que enmarcaba el duelo de las panoplias. Cuando se volvió para reanudar el monólogo con su protegida, notó que la muchacha había quedado estática frente a uno de los enormes espejos del Directorio que habían sido de la madre de Don Diego Ponce de León.
       Sus catorce años se encendían en la luna borrosa. Se miraba y remiraba, ya sonriente, ya frunciendo el ceño. Cambiaba de actitud, alzaba un poco la falda, enarcaba la cintura. Dijérase que por primera vez tenía conciencia de sus pechos recién nacidos que apuntaban bajo la blusa azul. Sus ojos seguían la línea de su cuerpo, como si lo descubriera. Asistía repentinamente a la inauguración de su cuerpo, a la inauguración de esa estatua velada que hasta entonces había sido su cuerpo. Lo analizaba como si fuera un objeto más, algo armonioso y extranjero, defendido por las esfinges del marco francés. En realidad no se había visto así hasta ese instante, pues en la pieza de Rosalía no disponían más que de un espejito hexagonal, tan escaso que apenas cabía dentro de él una parte del rostro.
       Giró sobre los talones y su mirada abrazó a la ninfa desnuda de Bouguereau, que el artista había pintado con un realismo dulzón, lamiendo con la punta del pincel halagüeño los pies de uñas pulidas, las piernas, las caderas generosas, los pechos redondos y agudos como pequeños cascos.
       Dio un grito ronco que parecía surgir del fondo de grutas lejanas.
       La cocinera se estremeció, irresistiblemente sacudida por la tensión del momento. Le tomó la mano.
       —Venga, m’hija, que se hace tarde.


       Esa noche, Pepa no durmió. El aliento del verano entraba por las ventanas calientes, como si un animal gigantesco rondara el rancho. La niña aprovechó el sueño de Rosalía, entrecortado de suspiros y sofocaciones, para desnudarse por completo y estirarse en la cama estrecha. La luna bañaba su carne dándole un tono plateado, la tonalidad fría y plateada de las sirenas. Sus manos recorrieron lentamente, en doloroso viaje, su cuerpo de valles y colinas. Se conquistó palmo a palmo.
       Pero al otro día no resistió a la tentación de verse en el espejo del billar. Le faltaba esa etapa para cumplir el viaje desconcertante que se hace con la boca seca y los ojos encendidos. Al recogerse todos, guardó en el seno la llave del antecomedor, y no bien se durmió Rosalía la niña muda se introdujo sin ruido en la casa. Llevaba solo un vestido leve sobre la piel morena.
       ¡Con qué temores atravesó los aposentos oscuros! En su diestra goteaba una vela cuyo oscilante chisporroteo despertaba en los rincones, bajo las colgaduras de felpa, entre los bufetes, fantasmas de mármol y de laca y de porcelana, crueles chinos y reyes impasibles como los reyes de los naipes.
       Llegó al billar, dejó que el vestido se deslizara a lo largo de su torso y de sus piernas, conmoviéndola con su ligera caricia, alzó la bujía, y en el espejo de las esfinges creció, como un vapor primero, luego como una forma concreta, rosa y celeste su cuerpo afilado y recortado, niño todavía pero modelado ya, resuelto.
       En su marco, la ninfa de Bouguereau la observaba sacudiendo los racimos de uvas trenzados en sus bucles de señora de fines del siglo XIX.
       A la mañana siguiente Don Diego regresó de Buenos Aires y la quinta recobró su ritmo habitual.
       Transcurrió un mes perezoso, el mes de enero que hace fulgurar la sangre y las piedras. Pepa tornó a hacer sus muñecas de ojos de vidrio y pelo de estopa, reconcentrada, arisca, como si temiera que el rozamiento menor le sacara chispas de la carne trémula. Por la tarde desaparecía. Rosalía, inquieta, la buscaba en vano. Terminaba por encogerse de hombros y por convencerse de que había ido a pescar con Ramón. Sus cejas vigilantes se encrespaban. Algún mensaje le traía a la salteña el aire de bochorno.
       La niña había construido su obra a escondidas. Era una muñeca absurda, grande como ella, con una masa de crines negras por cabellera, los labios escarlatas y los ojos grises. La guardaba en un repliegue de la barranca, detrás de un espinillo, donde una cueva abría su boca. Descendía hasta el refugio cuidando que no la espiaran. Pasaba las horas con su muñeca, hablándole con su canturreo ahogado, sensual como un estertor amoroso. La abrazaba locamente; le ceñía con los pechos firmes los pechos de aserrín; rodaba con ella sobre la tierra húmeda, desnuda como las indias que poblaron ese mismo paraje hace quinientos años.
       Ramón, que vivía en acecho, las descubrió por fin, en mitad de febrero, cuando más quemaban los calores y chirriaban las cigarras, pero fue tal su asombro que nada dijo.
       Un día, después de la siesta, cuando Pepa se dirigía a su abrigo, la aguardó emboscado entre los talas. Salto sobre ella, brutalmente, enardecido por el recuerdo. El cuerpo ansiado se le escurrió de las manos ásperas. Forcejearon. La muchacha le mordió un brazo y huyó.
       Esa noche, el hijo del cochero bajó hasta la cueva del espinillo. Allí estaba, sobre un lecho de hojas, el monigote. Ramón titubeó un segundo, asustado por supersticiones viejas. Luego, con el cuchillo que usaba para quitar la corteza de las ramas al preparar sus instrumentos de pesca, le dio una, dos, diez puñaladas salvajes; le arrancó los nervios de lana y los senos apretados; le cegó los ojos grises, grises como los de Pepa, que parecían mofarse; le hendió la boca despintada por los besos de la mujer que quería; dejó a la muñeca, asesinada, macabra, repulsiva, asomado el mango de la daga allí donde debía tener el corazón.
       A la madrugada, arrastró a la niña a la cueva y se burló de su horror, de su desconsuelo. Después, aprovechando que había quedado como inerte, de tan desesperada, la hizo suya sobre el lecho de hojas de eucalipto. Bebió sus lágrimas amargas, la devoró de besos, usó de los pobres artificios que conocía, para provocar el canturreo gutural que trastornaba sus sentidos y recobrar a la mujer exhausta que ayer, ayer no más, rodaba sobre esa tierra fría en brazos del monstruo. Ella se dejaba hacer, ausente. Nada sentía, sino el asco de una respiración jadeante y de un sudor que le empapaba las mejillas. Su mano tanteaba en la sombra, buscando la mano quebrada de su amante muerta.



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