Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


Los elementos del desastre
(Buenos Aires: Losada, 1953, 94 págs.)

“204”

I

      Escucha Escucha Escucha
la voz de los hoteles,
de los cuartos aún sin arreglar,
los diálogos en los oscuros pasillos que adorna una
       raída alfombra escarlata,
por donde se apresuran los sirvientes que salen al
       amanecer como espantados murciélagos

       Escucha Escucha Escucha
los murmullos en la escalera; las voces que vienen de
       la cocina, donde se fragua un agrio olor a comida
       que muy pronto estará en todas partes, el ronroneo
       de los ascensores

       Escucha Escucha Escucha
a la hermosa inquilina del “204” que despereza sus
       miembros y se queja y extiende su viuda desnudez
       sobre la cama. De su cuerpo sale un vaho tibio de
       campo recién llovido.

¡Ay qué tránsito el de sus noches tremolantes
       como las banderas en los estadios!

       Escucha Escucha Escucha
el agua que gotea en los lavatorios, en las gradas que
       invade un resbaloso y maloliente verdín. Nada hay
       sino una sombra, una tibia y espesa sombra que
       todo lo cubre.

Sobre esas losas —cuando el mediodía siembre de
       monedas el mugriento piso— su cuerpo inmenso y
       blanco sabrá moverse, dócil para las lides del tálamo
       y conocedor de los más variados caminos.
       El agua lavará la impureza y renovará las fuentes
       del deseo.

       Escucha Escucha Escucha
       la incansable viajera abre las ventanas y aspira el
       aire que viene de la calle. Un desocupado la silba
       desde la acera del frente y ella estremece sus flancos
       en respuesta al incógnito llamado.


II

De la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo a los orinales
de los orinales al río
del río a las amargas algas
de las algas amargas a la ortiga
de la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo al hotel

       Escucha Escucha Escucha
la oración matinal de la inquilina
su grito que recorre los pasillos
y despierta despavoridos a los durmientes,
el grito del “204”:
¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!



Hastío de los peces
Originalmente publicado (primera versión) en Revista de las Indias [Bogotá], 94 (junio de 1947);
otra versión fue publicada en la página “Literarias” del periódico El Heraldo [Barranquilla],
el 24 de agosto de 1949, pág. 5, con ilustraciones de Enrique Grau.



      Desde dónde iniciar nuevamente la historia es cosa que no debe preocuparnos. Partamos, por ejemplo, de cuando era celador de trasatlánticos en un perdido y mísero puerto del Caribe. Qué más da si esto sucedió antes de haber domesticado el rebaño de alces de que os hablaba el otro día, o si fue posterior a mi invención de la máquina para fabricar gardenias absolutas? El caso es que mi nueva profesión, nada insólita y muy aburrida por épocas, me dejaba pingües ganancias en ciertos frutos de cuya nuez salía por las tardes un perfume muy parecido al del poleo.
       Lo que sí puedo asegurar es que la miel de este relato mana de ciertos rincones adonde no puedo llevaros, pese a mi buena voluntad, y donde, de todas maneras, no sería mucho lo que podría verse.
       Los buques han necesitado siempre de un celador. Cuando se quedan solos. Cuando los abandona desde el capitán hasta el último fogonero y los turistas desembarcan para dar una vuelta por el puerto y desentumecer las piernas; en tales ocasiones, necesitan de una persona que permanezca en ellos y cuide de que el aguadulce no se enturbie o el alcohol de los termómetros se tiña de ese color violeta que embriaga al segundo de abordo e ilumina suavemente la gravidez de las mujeres.
       Con plena conciencia de mis responsabilidades, recorría todos los sitios en donde pudiera esconderse el albatros vaticinador del hambre y la pelagra, o la mariposa de oscuras alas lanosas, propiciadora de la más vasta miseria. Los capitanes me confiaban los planos de blancos paquebotes o de esbeltos yates, fáciles a la orgía de ancianos desdentados, y yo interpretaba los signos que en tales cartas indicaban sitios sospechosos o canciones de moda.
       Con la savia de los cocoteros, la arena recogida en la playa a la madrugada, la camisa de un viejo minero muerto de lepra en el Malecón del Sur y otros elementos de igual eficacia y mágico poder, realizaba la limpieza de los ojos de buey, turbios de sal y sacrificio, y de las torres del radio que ostentaban pornográficas banderolas indicadoras de deseos indescifrables.
       Mi jornada nunca sobrepasó las cinco horas y jamás me dejé ver la cara de los turistas que regresaban con hondas ojeras de desgano y empapados de un sudor con acre tufo de trópico.
       Sólo una vez me vi obligado a presenciar la muerte de un coleccionista de caderas, a manos de una anciana vendedora de tabaco. La cabeza le quedó colgando de unas tiras pálidas y le bailaba sobre el pecho como una calabaza iluminada por resplandores de cumbia. Una última sombra le cubrió los ojos y tuve que encargarme de enterrar el cadáver. Lo cubrí con unas algas gigantes y nunca percibí fetidez alguna.
       Para quienes tachen mi relato de inverosímil, tengo una oración que me enseñó el gaviero de la ballenera Garvel, de matrícula holandesa, que dice así:
       Señor, persigue a los adoradores de la blanda serpiente.
       Haz que mis semejantes conciban mi cuerpo como una fuente inagotable de tu infamia.
       ¡Oh, Señor!, recibe las preces de este avizor suplicante y concédele la gracia de morir entre las fauces de un cachalote virgen que no conozca las leyes de la manada.
       No puedo garantizar la eficacia de esta oración, pero su práctica me ha servido de mucho en ocasiones difíciles como la presente.
       Muchos años serví en el puerto a que me vengo refiriendo. Tantos que olvidé los rasgos sobresalientes de las bestias que me acompañaron en mi peregrinaje por las tierras altas donde moran los Conciliadores de Cuarenta Elementos.
       Entre los buques que cuidé con más esmero se cuenta uno con matrícula de Dublín, de sucio aspecto y forma poco esbelta, pero lleno de plantas salutíferas y huellas de hermosísimas mujeres. Varias de ellas me acompañaron en sueños. Jamás pude verificar algunas de sus rotundas formas, pero me consolé pensando en su potente virginidad.
       Mis noches transcurrían en ese ambiente pesado que dejan los fardos de lana o el exceso de alimento en los mineros. Uno que otro sol me halló tendido en la playa. Las estrellas nunca aparecieron por esas latitudes. Siempre me han repugnado los planetas. El arribo de un barco era anunciado al alba por la llegada de enormes cacatúas de párpados soñolientos que gemían desoladas su estéril concupiscencia. Jamás faltaron a su cita estos pájaros portentosos. Mi criado me advertía que el buque acaba de tocar el muelle y yo partía soñoliento, arreglándome las ropas presuroso. Esto lo digo para mi descargo, pues hubo quienes pretendieron acusarme de incumplido, con la manifiesta intención de perjudicar mis labores tan ricas en el conocimiento de criaturas superiores, de seres iluminados por el resplandor submarino que fecunda a las ostras en el Mar de Mármara.
       En otra ocasión relataré mi vergonzosa huída y el subsecuente castigo.



Oración de Maqroll

Tu as marché par les rues de chair
René Crevel, Babylone


No está aquí completa la oración de Maqroll el Gaviero.
Hemos reunido sólo algunas de sus partes más salientes,
cuyo uso cotidiano recomendamos a nuestros amigos como antídoto
eficaz contra la incredulidad y la dicha inmotivada.
Decía Maqroll el Gaviero:
¡Señor, persigue a los adoradores de la blanda serpiente!
Haz que todos conciban mi cuerpo como una fuente inagotable de tu infamia.
Señor, seca los pozos que hay en mitad del mar donde los peces
copulan sin lograr reproducirse.
Lava los patios de los cuarteles y vigila los negros pecados del
centinela. Engendra, Señor, en los caballos la ira de tus palabras
y el dolor de viejas mujeres sin piedad.
Desarticula las muñecas.
Ilumina el dormitorio del payaso, ¡Oh, Señor!
¿Por qué infundes esa impúdica sonrisa de placer a la
esfinge de trapo que predica en las salas de espera?
¿Por qué quitaste a los ciegos su bastón con el cual
rasgaban la densa felpa de deseo que los acosa y sorprende en las tinieblas?
¿Por qué impides a la selva entrar en los parques y
devorar los caminos de arena transitados por
los incestuosos, los rezagados amantes, en las tardes de fiesta?
Con tu barba de asirio y tus callosas manos, preside
¡Oh, fecundísimo! la bendición de las piscinas públicas
y el subsecuente baño de los adolescentes sin pecado.
¡Oh Señor! recibe las preces de este avizor suplicante
y concédele la gracia de morir envuelto en el polvo de las ciudades,
recostado en las graderías de una casa infame e iluminado
por todas las estrellas del firmamento.
Recuerda Señor que tu siervo ha observado
pacientemente las leyes de la manada. No olvides su rostro.
Amén.



Los elementos del desastre

1

      Una pieza de hotel ocupada por distracción o prisa, cuán pronto nos revela sus proféticos tesoros. El arrogante granadero, “bersagliere” funambulesco, el rey muerto por los terroristas, cuyo cadáver des-pernancado en el coche, se mancha precipitadamente de sangre, el desnudo tentador de senos argivos y caderas 1900, la libreta de apuntes y los dibujos obscenos que olvidara un agente viajero. Una pieza de hotel en tierras de calor y vegetales de tierno tronco y hojas de plateada pelusa, esconde su cosecha siempre renovada tras el pálido orín de las ventanas.

2

      No espera a que estemos completamente despiertos. Entre el ruido de dos camiones que cruzan veloces el pueblo, pasada la medianoche, fluye la música lejana de una humilde vitrola que lenta e insistente nos lleva hasta los años de imprevistos sudores y agrio aliento, al tiempo de los baños de todo el día en el río torrentoso y helado que corre entre el alto muro de los montes. De repente calla la música para dejar únicamente el bordoneo de un grueso y tibio insecto que se debate en su ronca agonía, hasta cuando el alba lo derriba de un golpe traicionero.

3

      Nada ofrece de particular su cuerpo. Ni siquiera la esperanza de una vaga armonía que nos sorprenda cuando llegue la hora de desnudarse. En su cara, su semblante de anchos pómulos, grandes ojos oscuros y acuosos, la boca enorme brotada como la carne de un fruto en descomposición, su melancólico y torpe lenguaje, su frente estrecha limitada por la pelambre salvaje que se desparrama como maldición de soldado. Nada más que su rostro advertido de pronto desde el tren que viaja entre dos estaciones anónimas; cuando bajaba hacia el cafetal para hacer su limpieza matutina.

4

      Los guerreros, hermano, los guerreros cruzan países y climas con el rostro ensangrentado y polvoso y el rígido ademán que los precipita a la muerte. Los guerreros esperados por años y cuya cabalgata furiosa nos arroja a la medianoche del lecho, para divisar a lo lejos el brillo de sus arreos que se pierde allá, más abajo de las estrellas.
       Los guerreros, hermano, los guerreros del sueño que te dije.


5

      El zumbido de una charla de hombres que descansaban sobre los bultos de café y mercancías, su poderosa risa al evocar mujeres poseídas hace años, el recuento minucioso y pausado de extraños accidentes y crímenes memorables, el torpe silencio que se extendía sobre las voces, como un tapete gris de hastío, como un manoseado territorio de aventura… todo ello fue causa de una vigilia inolvidable.

6

      La hiel de los terneros que macula los blancos tendones palpitantes del alba.

7

      Un hidroavión de juguete tallado en blanda y pálida madera sin peso, baja por el ancho río de corriente tranquila, barrosa. Ni se mece siquiera, conservando esa gracia blanca y sólida que adquieren los aviones al llegar a las grandes selvas tropicales. Qué vasto silencio impone su terso navegar sin estela. Va sin miedo a morir entre la marejada rencorosa de un océano de aguas frías y violentas.

8

      Me refiero a los ataúdes, a su penetrante aroma de pino verde trabajado con prisa, a su carga de esencias en blanda y lechosa descomposición, a los estampidos de la madera fresca que sorprenden la noche de las bóvedas como disparos de cazador ebrio.

9

      Cuando el trapiche se detiene y queda únicamente el espeso borboteo de la miel en los fondos, un grillo lanza su chillido desde los pozuelos de agrio guarapo espumoso. Así termina la pesadilla de una siesta sofocante, herida de extraños y urgentes deseos despertados por el calor que rebota sobre el dombo verde y brillante de los cafetales.

10

      Afuera, al vasto mar lo mece el vuelo de un pájaro dormido en la hueca inmensidad del aire.
       Un ave de alas recortadas y seguras, oscuras y augurales,
       el pico cerrado y firme, cuenta los años que vienen como una gris marea pegajosa y violenta.


11

      Por encima de la roja nube que se cierne sobre la ciudad nocturna, por encima del afanoso ruido de quienes buscan su lecho, pasa un pueblo de bestias libres en vuelo silencioso y fácil.
       En sus rosadas gargantas reposa el grito definitivo y certero. El silencio ciego de los que descansan sube hasta tan alto.


12

      Hay que sorprender la reposada energía de los grandes ríos de aguas pardas que reparten su elemento en las cenagosas extensiones de la selva, en donde se crían los peces más voraces y las más blandas y mansas serpientes. Allí se desnuda un pueblo de altas hembras de espalda sedosa y dientes separados y firmes con los cuales muerden la dura roca del día.


Una palabra

Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra
       jamás antes pronunciada,
una densa marca nos recoge en sus brazos y comienza el largo viaje
       entre la magia recién iniciada,
que se levanta como un grito en un inmenso hangar abandonado
donde el musgo cobija las paredes, entre el óxido de olvidadas criaturas
       que habitan un mundo en ruinas, una palabra basta,
una palabra y se inicia la danza pausada que nos lleva
      por entre un espeso polvo de ciudades,
hasta los vitrales de una oscura casa de salud, a patios
       donde florece el hollín y anidan densas sombras,
húmedas sombras, que dan vida a cansadas mujeres.
Ninguna verdad reside en estos rincones y, sin embargo,
      allí sorprende el mudo pavor
que llena la vida con su aliento de vinagre-rancio vinagre
      que corre por la mojada despensa de una humilde casa de placer.
Y tampoco es esto todo.
Hay también las conquistas de calurosas regiones
       donde los insectos vigilan la copulación
      de los guardianes del sembrado
      que pierden la voz entre los cañaduzales sin límite
      surcados por rápidas acequias y opacos reptiles de blanca y rica piel.
¡Oh el desvelo de los vigilantes que golpean sin descanso
      sonoras latas de petróleo
para espantar los acuciosos insectos
       que envía la noche como una promesa de vigilia!
Camino del mar pronto se olvidan estas cosas.
Y si una mujer espera con sus blancos y espesos muslos abiertos
       como las ramas de un florido písamo centenario,
entonces el poema llega a su fin, no tiene ya sentido
       su monótono treno de fuente turbia y siempre renovada
      por el cansado cuerpo de viciosos gimnastas.
Sólo una palabra.
Una palabra y se inicia la danza
de una fértil miseria.



El miedo

Bandera de ahorcados, contraseña de barriles, capitana del desespero, bedel de sodomía, oscura sandalia que al caer la tarde llega hasta mi hamaca.
       Es entonces cuando el miedo hace su entrada.
       Paso a paso la noche va enfriando los tejados de cinc, las cascadas, las correas de las máquinas, los fondos agrios de miel empobrecida.
       Todo, en fin, queda bajo su astuto dominio. Hasta la terraza sube el olor marchito del día.
       Enorme pluma que se evade y visita otras comarcas.
       El frío recorre los más recónditos aposentos.
       El miedo inicia su danza. Se oye el lejano y manso zumbido de las lámparas de arco, ronroneo de planetas.
       Un dios olvidado mira crecer la hierba.
       El sentido de algunos recuerdos que me invaden, se me escapa dolorosamente: playas de tibia ceniza, vastos aeródromos a la madrugada, despedidas interminables.
       La sombra levanta ebrias columnas de pavor. Se inquietan los písamos.
       Sólo entiendo algunas voces.
       La del ahorcado de Cocora, la del anciano minero que murió de hambre en la playa cubierto inexplicablemente por brillantes hojas de plátano; la de los huesos de mujer hallados en la cañada de La Osa; la del fantasma que vive en el horno del trapiche.
       Me sigue una columna de humo, árbol espeso de ardientes raíces.
       Vivo ciudades solitarias en donde los sapos mueren de sed.
       Me inicio en misterios sencillos elaborados con palabras transparentes.
       Y giro eternamente alrededor del difunto capitán de cabellos de acero. Mías son todas estas regiones, mías son las agotadas familias del sueño. De la casa de los hombres no sale una voz de ayuda que alivie el dolor de todos mis partidarios.
       Su dolor diseminado como el espeso aroma de los zapotes maduros.
       El despertar viene de repente y sin sentido. El miedo se desliza vertiginosamente para tornar luego con nuevas y abrumadoras energías.
       La vida sufrida a sorbos; amargos tragos que lastiman hondamente, nos toma de nuevo por sorpresa.
       La mañana se llena de voces:
       voces que vienen de los trenes
       de los buses de colegio
       de los tranvías de barriada
       de las tibias frazadas tendidas al sol
       de las goletas
       de los triciclos
       de los muñequeros de vírgenes infames
       del cuarto piso de los seminarios
       de los parques públicos
       de algunas piezas de pensión
       y de otras muchas moradas diurnas del miedo.



El Húsar

A Casimiro Eiger

I

       En las ciudades que conocen su nombre y el felpudo golpe de su caballo
lo llaman arcángel de los trenes,
sostenedor de escaños en los parques,
furia de los sauces.

       Rompe la niebla de su poder —la espesa bruma de su fama de hombre rabioso y rico en deseos—
       el filo de su sable comido de orín y soledad, de su sable sin brillo y humillado en los zaguanes.

       Los dorados adornos de su dolmán rojo cadmio, alegran el polvo del camino por donde transitan carretas y mulos hechizados.
       ¡Oh la gracia fresca de sus espuelas de plata que rasgan la piel centenaria del caballo
       como el pico luminoso de un buitre de sabios ademanes!
       Fina sonrisa del húsar que oculta la luna con su pardo morrión y se baña la cara en las acequias.
       Brilla su sonrisa en el agua que golpea las piedras del río,
las enormes piedras en donde lloró su madre noches de abandono.
       Basta la trama de celestes venas que se evidencia en sus manos y que cerca su profundo ombligo para llenar este canto,
para darle la gota de sabiduría que merece.
       Memoria del húsar trenzada en calurosos mediodías cuando la plaza se abandona a una invasión de sol y moscas metálicas.
       Gloria del húsar disuelta en alcoholes de interminable aroma.
       Fe en su andar cadencioso y grave,
       en el ritmo de sus poderosas piernas forradas en paño azul marino.
       Sus luchas, sus amores, sus duelos antiguos, sus inefables ojos, el golpe certero de sus enormes guantes,
       son el motivo de este poema.
       Alabemos hasta el fin de su vida la doctrina que brota de sus labios ungidos por la ciencia de fecundas maldiciones.

II

      Los rebaños con los ojos irritados por las continuas lluvias, se refugiaron en bosques de amargas hojas.
       La ciudad supo de este viaje y adivinó temerosa las consecuencias que traería un insensato designio del guardián de sus calles y plazas.
       En los prostíbulos, las caras de los santos iluminadas con humildes velas de sebo, bailaban entre un humo fétido que invadía los aposentos interiores.
       No hay fábula en esto que se narra.
       La fábula vino después con su pasión de batalla y el brillo vespertino del acero.
       “En la muerte descansaré como en el trono de un monarca milenario.”
       Esto escribió con su sable en el polvo de la plaza. Los rebaños borraron las letras con sus pezuñas, pero ya el grito circulaba por toda la ciudad.
       El mar llenó sus botas de algas y verdes fucos,
       la arena salinosa oxidó sus espuelas,
       el viento de la mañana empapó su rizada cabellera con la espuma recogida en la extensión del océano.
       Solitario,
       esperaba el paso de los años que derrumbarían su fe,
       el tiempo bárbaro en que su gloria había de comentarse en los hoteles.
       Entre la lluvia se destacaría su silueta y las brillantes hojas de los plátanos se iluminan con la hoguera que consume su historia.
       El templado parche de los tambores arroja la perla que prolonga su ruido en las cañadas y en el alto y vasto cielo de los campos.
       Todo esto —su espera en el mar, la profecía de su prestigio y el fin de su generoso destino— sucedió antes de la feria.
       Una mujer desnuda, enloqueció a los mercaderes…
       Este será el motivo de otro relato. Un relato de las Tierras Bajas.


III

      Bajo la verde y nutrida cúpula de un cafeto y sobre el húmedo piso acolchado de insectos, supo de las delicias de un amor brindado por una mujer de las Tierras Bajas.
       Una lavandera a quien amó después en amargo silencio, cuando ya había olvidado su nombre.
       Sentado en las graderías del museo, con el morrión entre las piernas, bajó hasta sus entrañas la angustia de las horas perdidas y con súbito ademán rechazó aquel recuerdo que quería conservar intacto para las horas de prueba.
       Para las difíciles horas que agotan con la espera de un tiempo que restituya el hollín de la refriega.
       Entretanto era menester custodiar la reputación de las reinas.
       Un enorme cangrejo salió de la fuente para predicar una doctrina de piedad hacia las mujeres que orinaron sobre su caparazón charolado. Nadie le prestó atención y los muchachos del pueblo lo crucificaron por la tarde en la puerta de una taberna.
       El castigo no se hizo esperar y en el remolino de miseria que barrió con todo, el húsar se confundió con el nombre de los pueblos, los árboles y las canciones que habían alabado el sacrificio.
       Difícil se hace seguir sus huellas y únicamente en algunas estaciones suburbanas se conserva indeleble su recuerdo:
       la fina piel de nutria que lo resguardaba de la escarcha en la víspera de las grandes batallas
       y el humillado golpe de sus tacones en el enlosado de viejas catedrales.
       ¡Cantemos la Corona de Hierro que oprime sus sienes y el ungüento que corre por sus caderas para siempre inmóviles!


IV

      Vino la plaga.
       Sus arreos fueron hallados en la pieza de una posada.
       Más adelante, a la orilla de una carretera, estaba el morrión comido por las hormigas.
       Después se descubrieron más rastros de sus pasos:
       Arlequines de tiza y siempreviva,
       ojos rapaces y pálida garganta.
       El mosto del centenario vino que se encharca en las bodegas.
       El poderío de su brazo y su sombra de bronce.
       El vitral que relata sus amores y rememora su última batalla, se oscurece día a día con el humo de las lámparas que alimenta un aceite maligno.
       Como el grito de una sirena que anuncia a los barcos un cardumen de peces escarlata, así el lamento de la que más lo amara,
       la que dejó su casa a cambio de dormir con su sable bajo la almohada y besar su tenso vientre de soldado.
       Como se extienden o aflojan las velas de un navío, como al amanecer despega la niebla que cobija los aeródromos, como la travesía de un hombre descalzo por entre un bosque en silencio, así se difundió la noticia de su muerte,
       el dolor de sus heridas abiertas al sol de la tarde, sin pestilencia, pero con la notoria máscara de un espontáneo desleimiento.
       Y no cabe la verdad en esto que se relata. No queda en las palabras todo el ebrio tumbo de su vida, el paso sonoro de sus mejores días que motivaron el canto, su figura ejemplar, sus pecados como valiosas monedas, sus armas eficaces y hermosas.


V
Las batallas

      Cese ya el elogio y el recuento de sus virtudes y el canto de sus hechos. Lejana la época de su dominio, perdidos los años que pasaron sumergidos en el torbellino de su ansiosa belleza, hagamos el último intento de reconstruir sus batallas, para jamás volver a ocuparnos de él, para disolver su recuerdo como la tinta del pulpo en el vasto océano tranquilo.

1

      La decisión de vencer lo lleva sereno en medio de sus enemigos, que huyen como ratas al sol y antes de perderse para siempre vuelven la cabeza para admirar esa figura que se yergue en su oscuro caballo y de cuya boca salen las palabras más obscenas y antiguas.

2

      Huyó a la molicie de las Tierras Bajas. Hacia las hondas cañadas de agua verde, lenta con el peso de las hojas de carboneros y cámbulos —negra sustancia fermentada. Allí, tendido, se dejó crecer la barba y padeció fuertes calambres de tanto comer frutas verdes y soñar incómodos deseos.

3

      Un mostrador de zinc gastado y húmedo retrató su rostro ebrio y descompuesto. La revuelta cabeza de cabellos sucios de barro y sangre golpeó varias veces las desconchadas paredes de la estancia hasta descansar, por una corta noche, en el regazo de una paciente y olvidada mujerzuela.

4

      El nombre de los navíos, la humedad de las minas, el viento de los páramos, la sequedad de la madera, la sombra gris en la piedra de afilar, la tortura de los insectos aprisionados en los vagones por reparar, el hastío de las horas anteriores al mediodía cuando aún no se sabe qué sabor intenso prepara la tarde, en fin, todas las materias que lo llevaron a olvidar a los hombres, a desconfiar de las bestias y a entregarse por entero a mujeres de ademanes amorosos y piernas de anamita; todos estos elementos lo vencieron definitivamente, lo sepultaron en la gruesa marea de poderes ajenos a su estirpe maravillosa y enérgica.

Nocturno

La fiebre atrae el canto de un pájaro andrógino
y abre caminos a un placer insaciable
que se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.
¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las islas
donde las mujeres ofrecen al viajero
la fresca balanza de sus senos
y una extensión de terror en las caderas!
La piel pálida y tersa del día
cae como la cáscara de un fruto infame.
La fiebre atrae el canto de los resumideros
donde el agua atropella los desperdicios.



Trilogía

De la ciudad

¿Quién ve a la entrada de la ciudad
la sangre vertida por antiguos guerreros?
¿Quién oye el golpe de las armas
y el chapoteo nocturno de las bestias?
¿Quién guía la columna de humo y dolor
que dejan las batallas al caer la tarde?
Ni el más miserable, ni el más vicioso
ni el más débil y olvidado de los habitantes
recuerda algo de esta historia.
Hoy, cuando al amanecer crece en los parques
el olor de los pinos recién cortados,
ese aroma resinoso y brillante
como el recuerdo vago de una hembra magnífica
o como el dolor de una bestia indefensa,
hoy, la ciudad se entrega de lleno
a su niebla sucia y a sus ruidos cotidianos.
Y sin embargo el mito está presente,
subsiste en los rincones donde los mendigos
inventan una temblorosa cadena de placer,
en los altares que muerde la polilla
y cubre el polvo con manso y terso olvido,
en las puertas que se abren de repente
para mostrar al sol un opulento torso
de mujer que despierta entre naranjos
—blanda fruta muerta, aire vano de alcoba—.
En la paz del mediodía, en las horas del alba,
en los trenes soñolientos cargados de animales
que lloran la ausencia de sus crías,
allí está el mito perdido, irrescatable, estéril.



Del campo

Al paso de los ladrones nocturnos
oponen la invasión de grandes olas de temperatura.
Al golpe de las barcas en el muelle
la pavura de un lejano sonido de corneta.
A la tibia luz del mediodía que levanta vaho en los patios
el grito sonoro de las aves que se debaten en sus jaulas.
A la sombra acogedora de los cafetales
el murmullo de los anzuelos en el fondo del río turbulento.
Nada cambia esa serena batalla de los elementos mientras el tiempo
devora la carne de los hombres y los acerca miserablemente a la muerte como bestias ebrias.
Si el río crece y arranca los árboles
y los hace viajar majestuosamente por su lomo,
si en el trapiche el fogonero copula con su mujer mientras la miel
borbotea como un oro vegetal y magnífico,
si con un gran alarido pueden los mineros
parar la carrera del viento,
si estas y tantas otras cosas suceden por encima de las palabras,
por encima de la pobre piel que cubre el poema,
si toda una vida puede sostenerse con tan vagos elementos,
¿qué afán nos empuja a decirlo, a gritarlo vanamente?
¿en dónde está el secreto de esta lucha estéril que nos agota
y lleva mansamente a la tumba?



De las montañas

      Una serpiente de luz se despereza y salta y remonta las cascadas con su verde brillo de mediodía pleno y transparente.
       Un inmenso caballo se encabrita en el cielo y tapa de pronto el sol. La sombra recorre vertiginosamente la tierra y opaca las carreteras por donde transitan camiones cargados de café y especias y lanas y animales.
       Torna la luz con renovadas energías y el reptil comienza su ascensión por aguas privilegiadas. La voz de los hombres, sus mezquinos deseos, las más oscuras habitaciones, participan generosamente de la opulenta claridad.
       La sombra no tiene ya más refugio que las solitarias graderías de los estadios o las vastas salas de los hospitales de caridad o el torpe gesto de los inválidos.
       Un pájaro que viene de lo más alto del cielo es el primer mensajero de la desesperanza. Un ojo gigantesco se abre para vigilar el paso de los hombres y ya la luz no es sino un manto obediente que esconde la miseria de las cosas.
       En los patios se encienden hogueras con hojas secas y grises desperdicios.
       El humo reparte en la tierra un olor a hombre vencido y taciturno que seca con su muerte la gracia luminosa de las aguas que vienen de lo más oscuro de las montañas.



La orquesta

1

       La primera luz se enciende en el segundo piso de un café. Un sirviente sube a cambiarse de ropas. Su voz gasta los tejados y en su grasiento delantal trae la noche fría y estrellada.

2

      Aparte en un tarro de especias vacío, guarda un mechón de pelo. Un espeso y oscuro cadejo de color indefinido como el humo de los trenes cuando se pierde entre los eucaliptos.

3

       Vestido de amianto y terciopelo, recorrió la ciudad. Era el pavor disfrazado de tendero suburbano. Cuántas historias se tejieron alrededor de sus palabras con un sabor de antaño como las nieves del poeta.

4

      Así a primera vista, no ofrecía belleza alguna. Pero detrás de un cuerpo temblaba una llama azul que arrastraba el deseo, como arrastran ciertos ríos metales imaginarios.

5

      Otra luz vino a sumarse a la primera. Una voz agria la apagó como se mata un insecto. A dos pasos de allí, el viento golpeaba ciegas hojas contra ciegas estatuas. Paz del estanque... luz opalina de los gimnasios.

6

      Sordo peso del corazón. Tenue gemido de un árbol. Ojos llorosos limpiados furtivamente en el lavaplatos, mientras el patrón atiende a los clientes con la sonrisa sucia de todos los días.
       Penas de mujer.


7

      En las aceras, el musgo dócil y las piernas con manchas aceitosas de barro milenario. En las aceras, la fe perdida como una moneda o como una colilla. Mercancías. Cáscara débil del hollín.

8

      Polvo suave en la oreja donde brilla una argolla de pirata. Sed y miel de las telas. Los maniquíes calculan la edad de los viandantes y un hondo, innominado deseo surge de sus pechos de cartón. Mugido clangoroso de una calle vacía. Rocío.

9

      Como un loco planeta de liquen, anhela la firme baranda del colegio con su campana y el fresco olor de los laboratorios. Ruido de las duchas contra las espaldas dormidas.
       Una mujer pasa y deja su perfume de cebra y poleo. Los jefes de la tribu se congregaron después de la última clase y celebran el sacrificio.


10

      Una vida perdida en vanos intentos por hallar un olor o una casa. Un vendedor ambulante que insiste hasta cuando oye el último tranvía. Un cuerpo ofrecido en gesto furtivo y ansioso. Y el fin, después, cuando comienza a edificarse la morada o se entibia el lecho de ásperas cobijas.


El festín de Baltasar

En la sombra de las altas salas de casta piedra,
murmura aún la bestia del banquete su rezo interminable.
Un quieto polvo reunido por los años, apaga la música de los amargos cobres que anunciaron las últimas palabras.
Descansa su débil materia en el perfil de las bestias detenidas en el amplio gesto del león que se debate contra las duras lanzas del día, contra las aguas de la muerte.
Sus fauces dicen aún de la violenta grandeza del pasado,
cuando los mulos de dura carne coceaban indefensos en los patios interiores y los sirvientes salían
a contemplarlos en los intermedios obligados del festín.
En la vasta oquedad de los aposentos, un ruido seco y extendido
de madera con madera, de agua con hollín en los vertederos del puerto,
despierta los ciegos insectos y ondea las telarañas
como banderas en la niebla de una emboscada matutina.
Son sus pasos que perduran, el ruido de sus armas,
el crujir de sus ágiles huesos de guerrero,
el parpadeo febril de sus ojos,
su tacto seguro sobre las cosas cotidianas,
ese moverse suyo sobre la tierra, como quien llega para dar una orden y parte de nuevo.
No le bastaron las violentas y espumosas torrenteras,
a donde iban a morir los peces contra las lisas piedras marcadas con su paso de cinco hermosos dedos de hábil cazador.
No bastaron a su desordenada condición de príncipe,
los bosques sombríos en donde las hojas metálicas de los árboles
murmuraban la plegaria de un otoño inminente.
Nada hubo para el sosiego de su ira
como zarza que arde en ronco duelo.
Ni los continuos viajes al reino de las reposadas soberanas
cuyo sexo regía un balanceo intermitente y solar de las caderas,
ni menos aún su peregrinación por las playas expósitas,
anchas como la hoja del banano
y visitadas por un mar en extremo frío.
—Ceniza diluida en los blancos manteles del alba—
Cuando el cansancio le cerró todos los caminos,
surgió la idea del banquete.
Las cosas sagradas acumularon su hastío
y prepararon el lecho de su último día.
Lo de los vasos no tenía importancia.
Otros antes que él los habían profanado
con intenciones aún más oscuras.
Ellos mismos, embrutecidos por la contemplación
de su Dios cauteloso y artero,
habían, en ocasiones, pecado con los vasos,
haciendo rodar por el suelo los pesados candelabros del templo
y rasgado los grises velos del altar.
Tampoco la bulliciosa presencia de las rameras
fue la causa de la ira. Su país era un país de mujeres.
Frías a menudo y descuidadas de su placer,
pero en ocasiones viciosas y crueles, ávidas e insaciables
como las rojizas arenas en viaje
que cubren ciudades y penetran largamente en el mar.
La ira vino por más escondidos caminos,
por fuentes aún más secretas
que manaban de la soledad de su mandato,
como la herida que libera sus duelos
o como se oxida el metal de las quillas.
La fecha señalada se acercaba por entre semanas de sopor y
       fastidio.
Días y días de creciente quietud y de notorio silencio,
precedieron al pausado desfile de los elegidos.
Una gran tristeza se hizo en el reino.
El plazo se acercaba y la tranquilidad del monarca
se extendió como un oscuro manto de lluvia tibia y menuda
que golpea en el seco polvo de la espera.
¿Cómo decir de este tiempo durante el cual se prepararon tantos
       hechos?
¿Cómo compararlo en su curso al parecer tan manso
y sin embargo cargado de tan arduas y terribles
       especies?
Tal vez a un cable que veloz se desenrolla dividiendo el hastío.
O, mejor, al sueño de caballos indómitos
que detiene la noche en mitad de su furia.
Las sombras en las paredes, humo sin alma de las antorchas,
huyeron con la llegada de los invitados.
Unos acudían con un ave en el hombro y perfil de moneda.
Otros, untuosos y con razones de especiosa prudencia.
Muchos con la gris sencillez del guerrero
y algunos, los menos, observaban desconfiados
sabiendo con certeza lo que más tarde vendría,
pues llegaban de muy lejos y esto los hacía agudos y sabios.
Del rojizo brillo de las armas
que amontonaron en un rincón del recinto, partió la orden.
Los humildes, los oscuros servidores,
contemplaban la tierra vagamente,
como si buscaran en su pasado
la hora del sosiego o la parda raíz de su duelo.
Adentro, todos los hombres de pie, los soberbios invitados,
alzan el brazo y proclaman su presencia en altas voces.
Y así comenzó el monótono treno del festín.
Así se inició el pesado oleaje de palabras y gestos que marca el vino con la blanca señal de su paso,
con su corona de doble filo.
De lo demás, ya se sabe.
Es una antigua secuencia de trajinada memoria.
Después de las tres palabras, cuando la mano que las había
       escrito
se disolvió en la sombra del techo de cedro,
el reino supo de su fin, de la consumación de su gloria.
La gestión del desorden se hizo a la madrugada,
el cuerpo rígido esperaba en imponente extensión, con los ojos fijos ya para siempre en la tranquila guarida
que buscara con tanto empeño.
Vidrios azules de la noche, astros en ruta.
Fija rueda sin dientes con la lisa huella del desastre. Viento destronado del alba
que pasa sin tocar las más altas copas de los árboles, sin barrer las terrazas del mercado, sin sombra siquiera.
La mansa tierra de su reino apaciguado, sostiene sus despojos,
en espera del funeral de olvido que se prepara en el fondo de sus ojos,
como la llegada de una nube antigua
nacida en medio del mar que mece el sol del mediodía.



Los trabajos perdidos

Por un oscuro túnel en donde se mezclan ciudades,
olores, tapetes, iras y ríos crece la planta del poema.
Una seca y amarilla hoja prensada en las páginas de
un libro olvidado, es el vano fruto que se ofrece.

La poesía substituye
la palabra substituye
el hombre substituye
los vientos y las aguas substituyen
la derrota se repite a través de los tiempos
¡ay, sin remedio!

Si matar a los leones y alimentar las cebras, perseguir
a los indios y acariciar mujeres en mugrientos solares
olvidar las comidas y dormir sobre las piedras... es la
poesía, entonces ya está hecho el milagro y sobran las
palabras.

Pero si acaso el poema viene de otras regiones,
si su música predica la evidencia de futuras miserias,
entonces los dioses hacen el poema. No hay hombres
para esta faena.

Pasar el desierto cantando, con la arena triturada en los dientes y las uñas con sangre de monarcas, es el destino de los mejores, de los puros en el sueño y la vigilia.

Los días partidos por el pálido cuchillo de las horas,
los días delgados como el manantial que brota de las
minas, los días del poema.....Cuánta vana y frágil materia preparan para las noches que cobija una lluvia insistente sobre el cinc de los trópicos. Hierbas del dolor.

Todo aquí muere lentamente, evidentemente, sin vergüenza: hasta los rieles del tren se entregan al óxido y marcan la tierra con infinita ira paralela y dorada.

La gracia de una danza que rigen escondidos instrumentos.
La voz perdida en las pisadas, las pisadas perdidas en el polvo, el polvo perdido en la vasta noche de cálidas extensiones..... o solamente la gracia de la fresca madrugada que todo lo olvida.
El puente del alba con sus dientes y sombras de agria leche.

Poesía: moneda inútil que paga pecados ajenos con falsas intenciones de dar a los hombres la esperanza. Comercio milenario de los prostíbulos.

Esperar el tiempo del poema es matar el deseo, aniquilar las ansias, entregarse a la estéril angustia.....y además las palabras nos cubren de tal modo que no podemos ver lo mejor de la batalla cuando la bandera florece en los sangrientos muñones del príncipe.
¡Eternizad ese instante!

El metal blando y certero que equilibra los pechos de incógnitas mujeres es el poema
El amargo nudo que ahoga a los ladrones de ganado cuando se acerca el alba es el poema
El tibio y dulce hedor que inaugura los muertos es el poema
La duda entre las palabras vulgares , para decir pasiones innombrables y esconder la vergüenza es el poema
El cadáver hinchado y gris del sapo lapidado por los escolares es el poema
La caspa luminosa de los chacales es el poema

De nada vale que el poeta lo diga.....el poema está hecho desde siempre. Viento solitario. Garra disecada y quebradiza de un ave poderosa y tranquila, vieja en edad y valerosa en su trance.



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