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Álvaro
Mutis Para Diego García Elío Los imperiales han acampado en las afueras de la ciudad. El César Carlos V se retira después de haber intentado privar a su rival, Francisco I, de las hermosas tierras de Provenza. El Emperador está en su tienda, a la caída de la tarde y despacha algunos asuntos con los enviados que han llegado de tierras alemanas con noticias sobre la sorda conspiración de los electores escuchados con todo el interés que el asunto demandaba. El César tiene su espíritu en otra parte. Piensa en esa pequeña fortaleza de Muey en donde
cincuenta arcabuceros resisten denodadamente el asedio de los imperiales. No
quiere dejar tras de sí ni la más leve señal de resistencia. Buena parte de sus
ejércitos deben pasar por allí en la retirada. Envió a dos de sus más probados
y cercanos caballeros para terminar con el sitio: don Francisco de Borja, marqués de Lombay, futuro duque de Gandía, que subirá a los altares como uno de
los más preclaros santos de la iglesia, y Garcilaso de la Vega, espejo de
caballeros, que ha escrito ya algunos de los poemas más hermosos de la lengua
de Castilla. La preocupación de Carlos V va en aumento. Dejan sobre su mesa de
campaña despachos que llegan de Portugal y de Flandes. Ni siquiera se acerca
para hojearlos. Medita con melancolía, esa melancolía que le viene de su sangre
portuguesa, en el triste destino de quien dispone de las vidas ajenas y nada
puede hacer para que el dictado de sus afectos desvíe la fatal trayectoria que
le impone su destino de monarca. Tiene treinta y seis años y ya la vida ha
comenzado a pesarle. A su lucidez sin sosiego aúna un alma de caballero
andante, soñador de quimeras inasibles. El sol de otoño deja sobre las telas y
los paños con las insignias imperiales un halo cobrizo y tibio que les da un
aire intemporal y señero. Una mano en la empuñadura de la espada y la otra
acariciando distraídamente el Toisón de Oro que perteneció a su abuelo el
Temerario, Carlos de Europa se pierde en la ansiedad de sus dudas y en el
aciago laberinto de sus certezas. Hay un ruido de pasos, un tintineo de armas y
el César mira fijamente al marqués de Lombay que se acerca con las ropas
manchadas de sangre y en el rostro un gesto de dolor insondable. Informa sobre
lo sucedido: Muey cayó, finalmente, pero en sus muros dejó la vida Garcilaso de
la Vega, quien expiró en brazos del marqués sin haber recobrado el
conocimiento. Varios caballeros se acercan a escuchar el relato. Carlos
permanece en una extraña rigidez, en una inmovilidad de bestia acosada. Su
labio inferior tiembla ligeramente. Por fin, alza la mano derecha; se la lleva
a la frente, luego al hombro izquierdo, luego al derecho y la deja un instante
sobre el corazón. Los presentes imitan el gesto del monarca. Carlos pronuncia
con su voz en tonos bajos, que tratan de disimular la emoción, estas palabras
de cristiano y de amigo: “Dios guarde a su vera tan buen caballero”.
Cumplido adiós para el más alto poeta de España. Literatura
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