Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


Intermedio en Constantinopla
La muerte del estratega: narraciones, prosas, y ensayos
[Algunos textos periodísticos]
(México : Fondo de Cultura Económica, 1988, 214 págs.);
Los rostros del estratega
(México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1997, 77 págs.)



Para Rodrigo García Barcha


      En la tibia mañana del 29 de mayo del año del Cristo de 1453 los turcos inician su último asalto contra los muros de Constantinopla, la Muy Santa, la Muy Bendita y para siempre Gloriosa capital del Imperio de Oriente, la antigua Bizancio de los helenos. El sultán Mahomet II, ebrio de ambición y en el vigor de sus años, está a punto de cumplir un viejo sueño de las huestes del Profeta, reinar desde la dorada capital de Constantino el Grande. A la cabeza de doscientos mil hombres con un cuerpo de jenízaros como vanguardia, el joven sultán penetra por las varias brechas que sus soldados han logrado abrir en los seculares muros de la ciudad de los Basileus. La puerta principal ha sido derruida. El condotiero genovés Gustiniani, contratado por el emperador para defender su capital, ha sido alcanzado por una piedra disparada por los sitiadores. Los genoveses huyen despavoridos. Los griegos se encuentran a merced de los infieles. Una atroz degollina comienza a teñir de sangre el enlosado pavimento de las calles, las escaleras de los templos, el recinto tres veces santo de Hagia Sophía, en donde recibe la unción del Autocrátor. El sol de un imperio que hacía poco celebrara el primer milenio de su fundación, está a punto de ocultarse. La que hubiera sido avanzada de la cristiandad en Oriente la que abriera las puertas a la riqueza y al saber de la otra mitad del mundo depositaria celosa de la fecunda y siempre nueva tradición de la Hélade, la más grande y más gloriosa capital cristiana después de Roma, se consumía pasto de las llamas y entraba a formar parte del mundo cerrado, asfixiante, fanático que mide su vida según los terribles preceptos del Corán y ha declarado la guerra a muerte a Occidente.
       Una era se cierra para siempre. Con Bizancio se pierde la última oportunidad del mundo romano de reinar en Oriente. Los turcos llegarán un día hasta Viena y serán, hasta el fin de los tiempos, una constante amenaza para esa delicada trama de saber, de tradición humanista y de fe irrestricta en los valores del hombre como persona y como creador de verdad y belleza inmutables, que constituye la especie misma del Occidente cristiano. Treinta y nueve años después de ese día aciago y augural, el pendón de los Reyes Católicos abrirá un nuevo mundo, buscado para reemplazar la herencia bizantina. Vano intento. El hombre no volverá a tener ocasión de cumplir el más alto destino que recuerda su paso por la Tierra.
       Al pie del palacio de las Vlaquernas, el joven emperador Constantino IX, de la dinastía de los Paleólogos, vestido con la blanca túnica de los Basileus, se defiende de una nube de infieles que lo acosan contra la pared de la fortaleza. Un puñado de guardias que tratan de ponerlo a salvo comienza a ser sacrificado por los alfanjes sin sosiego. El alto monarca, con los ojos oscuros cegados por la ira y el dolor ataca y se defiende como un león. Por sus mejillas de adolescente corren las lágrimas del despecho y del coraje. De repente alza la voz y grita esta última súplica que resume toda la vastedad de la tragedia «¿No hay un alma piadosa que me dé muerte?». Días después, entre los escombros, sólo se hallaron sus doradas sandalias de ungido por la Theotokos, la santa patrona de los griegos.



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