Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


Crónica regia y alabanza del reino
(Madrid: Ediciones Cátedra, 1985, 47 págs.)


Philippus Secundus
Rex quondam Rexque futurus



A Miguel de Ferdinandy

Como un fruto tu reino

Como un fruto tu reino, Señor.
Convergen sus gajos, el zumo
de sus mieles y la nervada autonomía
de su idéntico dibujo
hacia el centro donde rige
un orden que te pertenece
por gracia y designio
del Dios de los ejércitos.
Sólo a ti fue concedido el peso
de tan vasta tarea, sólo en ti
gravita la desolada gestión
de un mundo que te nombra
como el más cierto fiel de su destino.
Como un fruto tu reino. Protegido,
cercado en el límite estricto
de su dorada corteza impenetrable.
Así es tu deseo que se muestre
tu reino: ajeno al infame comercio
con los señalados por el demonio
del examen con su huella de cieno,
con los mancillados por el tributo
al efímero afán de la razón.
Como fruto en plenitud quieres tu reino
en la sazón de sus más puras esencias
destiladas por siglos en la augusta
sangre de tus antepasados,
confiado a tus pálidas manos lusitanas
para que se cumpla, al fin, la promesa
del Apóstol que reposa al amparo
de tu corona tres veces santa.
Por eso tus palabras sin cuartel:
“Prefiero no reinar a reinar sobre herejes”.
Como fruto madurado en milenios
de migraciones y regresos,
de fundaciones y ciegas teogonías,
de luchas entre hermanos,
de hazañas en el océano abismal,
de incendios y masacres
y reyes sin ventura o consumidos
por la fiebre de los santos
o por la minuciosa ruina del saber;
como ese fruto sueñas tu reino
y en ese sueño se consume tu vida
para gloria de Dios y ante la estulta
inquina de tus allegados que, como siempre,
nada han sabido entender de esas empresas.



A un retrato de su Católica Majestad Don Felipe II a los cuarenta y tres años de su edad, pintado por Sánchez Coello

¿Por cuáles caminos ha llegado el tiempo
a trabajar en ese rostro tanta lejanía,
tanto apartado y cortés desdén, retenido
en el gesto de la manos, la derecha apoyada
en el brazo del sillón para dominar un signo
de impaciencia y la izquierda desgranando,
en pausado fervor, un rosario de cuentas ambarinas?
En el marfil cansado del augusto rostro
los ojos de un plúmbeo azul apenas miran ya
las cosas de este mundo. Son los mismos ojos
de sus abuelos lusitanos, retoños
del agostado tronco de la casa de Aviz:
andariegos, navegantes, lunáticos,
guerreros temerarios y especiosos defensores
de su frágil derecho a la corona de Portugal.
Son los ojos que intrigaron a los altivos
cortesanos del Emperador Segismundo
cuando el Infante Don Pedro, el de Alfarrobeira,
visitó Budapest de paso a Tierra Santa.
“Ojos que todo lo ven y todo lo ocultan”
escribió el secretario felón, Antonio Pérez.
Pero no es en ellos donde aparece
con evidencia mayor la regia distancia
de Don Felipe, el abismo de suprema sencillez
cortesana que su alma ha sabido cavar
para preservarse del mundo. Es en su boca,
en la cincelada comisura de los labios,
en la impecable línea de la nariz
cuyas leves aletas presienten
el riesgo de todo ajeno contacto.
La barba rubia, peinada con esmero, enmarca
las mejillas donde la sangre ha huido.
Las cejas, de acicalado trazo femenino,
se alzan, la izquierda sobre todo, traicionando
un leve asombro ante el torpe desorden
y la fugaz necedad de las pasiones.
Los lutos sucesivos, la extensión de sus poderes,
el escrúpulo voraz de su conciencia,
la elegancia de sus maneras de gentilhombre,
su inclinación al secreto, fruto de su temprana
experiencia en la febril veleidad,
en la arisca altivez de sus gobernados,
quedan para siempre en este lienzo
que sólo un español pudo pintar
en comunión inefable con el más grande de sus reyes.



Cuatro nocturnos de El Escorial

I

En la penumbra de un perdido
aposento el turbio azogue
de un espejo conserva,
irrescatables,
gestos de mesurada cortesía:
dedos que acarician
con distraída ansiedad
las joyas de una empuñadura,
un pañuelo entregado
con febril disimulo,
la mano que lo oculta
con incrédulo fervor,
sombras que pasan,
escribanos, embajadores,
gente de armas, doncellas
extraviadas en el vasto
laberinto de recámaras,
salas, pasillos
y helados rincones donde
dormita un centinela.
Lo que el espejo calla,
lo que guarda
en su anónima eternidad,
en su opaca extensión
donde la nada gira
en el sellado vértigo
de las disoluciones,
jamás será dicho.
Ni siquiera la poesía
es bastante para rescatar
del minucioso olvido
lo que calla este espejo
en la tiniebla
de su desamparo.



II

El aire que recorre estos patios y que palpa
las figuras de reyes y evangelistas, es ajeno
a todas las distancias y regiones del mundo.
Se diría nacido en las columnatas, corredores,
galerías, portales y salas de esta fábrica
sin término. Su misma temperatura mana
de la cantera pulida en la gris rutina
de su reverente superficie. Nace y muere
sin franquear jamás el augusto espacio
que su Católica Majestad prescribió como morada
para conocer y velar los asuntos del Imperio
y acoger las absortas vigilias de su alma sin sosiego.



III

La noche desciende por la sierra,
se abre paso entre pinares y robledos,
con sigilo se establece alrededor del edificio,
se hace más densa, más presente a cada instante,
acumula sus fuerzas, agazapada, preparándose
para la contienda que la espera. Pone cerco
al Palacio Monasterio, por sus grises muros
repta una y otra vez y en vano intenta
tomar posesión del Real Sitio. Exhala entonces
su obstinado bismuto, destila sus alcoholes
funerales, extiende su grasiento sudario
de hollín y siempreviva y apenas logra,
tras porfiar con ciega energía, instalar
su tiniebla en los jardines, demorarse
en la galería de los convalecientes
y resistir por cierto tiempo en los patios,
poca cosa. Entretanto, por obra de la nocturna
brega sin sosiego, ocurre la insólita sorpresa:
los muros, las columnas, las fachadas, los techos,
las torres y las bovédas, la obra toda adquiere
esa leve consistencia, esa alada ligereza
propias de una porosa substancia que despide
una láctea claridad y se sostiene en su ingrávida
mudanza frente a la vencida sitiadora
que cesa en su estéril asalto.
Por breves horas, entonces, el sueño del Rey
y Fundador recobra su prístina eficacia,
su original presencia ante la noche,
contra los ingratos hombres y el olvido.



IV

Este mausoleo en cuyas urnas de oscuro mármol
reposan los restos de monarcas y reinas
de España, avanza por las tinieblas del tiempo
sin tregua, como en la cala de un insomne navío.
Estas cenizas velan en el centro mismo
del edificio, en lo más recóndito y esencial
de su entraña y en la alta noche de los siglos
siguen con terca parsimonia dando fe de su augusta
presencia, de su pálida fiebre de poderes y mudos
desvaríos. De su vida, en fin, de su errancia terrena
lastrada por deberes y agonías, iluminada apenas
por el tenue licor de una incierta esperanza
en el manifiesto destino de su raza, confundido
con la suerte de estas tierras holladas por la planta
del Apóstol. Nadie que se detenga bajo la sobria
bóveda de este espacio donde ciega la muerte
a sus rebaños y les otorga su inapelable permanencia,
podrá decirse ajeno al enigma que aquí celebra
sus instancias y nos concede aun un plazo efímero
para que sepamos en verdad lo que ha sido de nosotros
y lo que a estos despojos le debemos en el orden
que rige nuestra vida y cuya cifra aquí se manifiesta
o para siempre se desvanece y muere.



Regreso a un retrato de la Infanta Catalina Micaela hija del Rey Don Felipe II

Algo hay en los labios de esta joven señora,
algo en el malicioso asombro de sus ojos,
cuyo leve estrabismo nos propone
el absorto estigma de los elegidos,
algo en su resuelto porte entre andaluz y toscano
que me detiene a mitad del camino
y sólo me concede ocasión de alabarla
desde la reverente distancia de estas líneas.
No esconden bien el fuego de sus ensoñaciones,
el altivo porte de su cabeza alerta,
ni el cuello erguido preso en la blanca gorguera,
ni el enlutado traje que se ciñe a su talle.
Tampoco el aire de duelo cortesano
consigue ocultar el rastro de su sangre Valois
mezclado con la turbia savia florentina.
La muerte ha de llevarla cuando
cumpla treinta años. Diez hijos dio a su esposo
el Duque de Saboya. Fue tierna con su padre
y en Turín siguió siendo una reina española.
Torno a mirar el lienzo que pintó Sánchez Coello
cuando la Infanta aún no tenía dieciocho años
y me invade, como siempre que vengo a visitarla
a este rincón del Prado que la guarda
en un casi anónimo recato, un deseo insensato
de sacarla del mudo letargo de los siglos
y llevarla del brazo e invitarla a perdernos
en el falaz laberinto de un verano sin término.



Apuntes para un funeral

I

Ni la pesada carreta del sueño que anda por los caminos
triturando países donde la cal silenciosa del paisaje
agrieta la piel y escalda los ojos,
ni la mansa bestia que al agonizar rompe con sus cascos
las baldosas de amplios y desolados aposentos,
ni la mugrienta cortina que cubre el lecho empolvado
de años sin misericordia ni edad,
ni tanto elemento disperso que su memoria ha dejado
entre los hombres campanillas de hoteles de miseria,
viejos navíos cuyos costados de luciente metal
carcome el salitre, escarcha de los cazadores,
lejanos disparos a la madrugada, humo de los carboneros,
pozo helado de las minas toda cosa, en fin,
que nos agobia con su paso imborrable y profético;
nada tiene ya esa tristeza de pálido fruto estéril
que hizo de su semblante un voraz devorador de lacerias,
nada conserva ya la frágil armazón de su cuerpo
de brazos delicados, tan ajeno a las armas
y a la cópula ansiosa de sus batalladores abuelos.
Alabemos el olvido que avanza a través de las piedras
selladas por el calicanto como lengua poderosa
y magnífica de estirpe, como un lebrel de siglos
que despierta a los hombres y los arroja
de sus lechos para pegarlos a los vastos
ventanales del alba, a la mañana amarga en la boca,
sin orgullo, dura en el tiempo, ávida por siempre
de insanas alegrías que han de brotar más tarde
como los flancos de mujeres enriquecidas en batallas
a orillas de un mar gris, agrio y pobre de peces.
Por última vez hagamos memoria de sus hechos,
cantemos sus lástimas de monarca encerrado
en la mansión eficaz y tranquila que lentamente
bebe su sangre de reptil indefenso y creyente.
Cuánta astrosa soledad cobija sus rezos interminables,
sus vanas súplicas, su interés por la hembra
tuerta y ardiente que consumió unas breves noches
de su pasado, pagadas con años de remordida vigilia.



II

Batallas batallas batallas
que recorren la tierra con prisa de animales sedientos
o semillas estériles de instantánea belleza.
Trapos que el viento baraja
oliva blanco cobalto púrpura
savia confusa de la guerra, de la humana conquista
de territorios bajo un cielo antiguo
protector de legiones corazas al viento de la tarde,
rígidas estatuas de violencia sumergidas en alcoholes bárbaros
batallas sin voz, batallas a medianoche
en rutas anegadas, entre carros atascados
en un espeso barro de milenios.



III

Reseña: muestra que se hace de la gente de guerra.

Incluyamos también a estos que perpetúan
como pueden la desvirtuada magia de sus vidas:
al insomne que trasiega días y noches
y oye confesiones y no cede,
al que volvió por su mujer y se perdió
para siempre en la selva y gritó hasta
apagar el rumor de manadas voraces,
al vestido de gualda y sangre
que encendía hogueras en los caminos
para quemar sus arreos y sandalias,
al que dio muerte al rijoso sacristán
y puso a secar sus ropas
en los tejados de la cárcel,
al que volvió de Italia con las manos tersas
y un andar afelpado de muchacha,
al tratante de bestias de carga
que llenaba de tristeza y de luto
la feria con sus lacras y lamentos,
a la sostenedora de la fe, la insaciable
y antigua predicadora de doctrinas
entre los quejidos de su catre desvencijado,
al Relator de Desastres, mentiroso
servil de infames bodas,
al guardián desencajado de las pesebreras
que gimen de pavor y de frío bajo la llovizna.
Todos sus súbditos, vasto pueblo rendido
oscuramente entre aguas de verdad
e historia grasienta como uniforme
de prendería o pez de naufragio.



IV

Dice un antiguo soldado de los tercios de Flandes:
“No importa lo que venga después.
Firme en la cera de mis años,
deduzco de las espesas nubes de insectos
que giran sobre los desperdicios del mercado,
el incendio voraz de cosechas y pueblos,
los ritos y la ceremonia final
de tres días con sus noches
celebrada con motivo de la muerte del Rey,
un hombre serio y pesaroso
padre de pálidos infantes sin malicia ni pena.
Nada gané, nada perdí.
Allí estuve. Eso fue todo”.



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