Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


Intermedio en el Atlántico Sur
La muerte del estratega: narraciones, prosas, y ensayos
[Algunos textos periodísticos]
(México : Fondo de Cultura Económica [Tierra Firme], 1988, 214 págs.)



Para Santiago Mutis D.


      En la pequeña pero confortable cabina del segundo de a bordo del Torrens, un esbelto velero de tres mástiles y 1.134 toneladas, dos hombres dialogan en medio del vasto silencio de una noche estrellada como sólo se ven en el hemisferio sur. El barco, uno de los últimos en hacer el servicio mixto de carga y pasajeros entre Australia y Londres, navega en silencio, con viento favorable, rumbo a la capital del Imperio.
       El segundo de a bordo, que tiene el grado de capitán se ha visto obligado a tomar este trabajo con un salario de 8 libras al mes, debido a la escasez de plazas disponibles para el mando de un navío. Es un hombre de pequeña estatura, ademanes nerviosos y aristocráticos, cabellos negros y ojos del mismo color que se mantienen en una continua y escrutadora movilidad. Extraña mezcla de ademanes casi femeninos, propios para una corte de los imperios centrales y virilidad acerada que emana de los ojos listos para el mando y de la voz timbrada y aguda de quien acostumbra tomar decisiones. Habla un inglés de impecable corrección pero con un premioso acento eslavo que a menudo llega a hacerlo incomprensible. El interlocutor de este lobo de mar con maneras de conde, es un afable joven que luce en su corbata los colores de Cambridge y que, sin proponérselo, deja transparentar en su charla una sólida cultura clásica y una grata familiaridad con los grandes nombres de las letras en ese momento. Ha entrado a la cabina del segundo para devolverle unos manuscritos que este le había prestado para, luego, escuchar la opinión de alguien versado en estos menesteres. Las pequeñas y finas manos del marino sostienen las hojas escritas con una letra menuda, poco legible y de rasgos irregulares y febriles. Tras un largo silencio, el segundo mira fijamente a su interlocutor y le pregunta: “¿Qué tal? ¿Le gustó? ¿Cree usted que vale la pena?”. El otro contesta con la parca convicción propia de un inglés bien educado: “Mucho”. Suena una campana que indica el cambio de guardia. El segundo del Torrens se pone de pie y, colocándose una corta chaqueta de grueso paño marinero, abre la puerta para dejar salir en primer término a su huésped y pasajero. No se pronuncia otra palabra que un corto y cordial: “buenas noches”.
       Después de recibir la guardia, el segundo se recuesta en la barandilla del castillo de proa y mira el oscuro y manso desorden de las aguas.
       “Entonces”, piensa “vale la pena. Esta historia de Almayer, el comerciante holandés devorado por el clima del archipiélago, sometido a la tiranía infantil y caprichosa de su esposa malaya, su lenta caída y sus sórdidas aventuras con el rajá en cuyo territorio está la factoría que le confió Lingard, serán, un día, el asunto de una novela leída por innumerables y anónimos lectores. Curioso destino. Más de veinte años en el mar y, ahora, de repente, piensa en iniciar la carrera de escritor. No es la primera vez que el azar le depara tales encrucijadas. ¿Cuántas otras le esconderá el incierto futuro?”. Al terminar su cuarto de guardia, la determinación está tomada. Llegado a Londres terminará su novela y la enviará a un editor. ¿Cuál? No importa. Cualquiera será bueno.
       Se desviste lentamente mientras la lamparilla de la cabina cabecea haciendo gemir la argolla que la sostiene del techo. Absorto, el marino piensa en qué nombre habrá de usar en su nueva vida: ¿Konrad Korzeniowski? ¿Joseph K. Korzeniowski? La K tiene un matiz rudesco que le molesta. Conrad, mejor. Sí. Joseph Conrad.
       Y esa noche, bajo el dombo iluminado del Atlántico en calma, nace uno de los más grandes, más inquietantes y más originales narradores de su tiempo y de todos los tiempos.



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