Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
Luna llena
Originalmente publicado en Nueva Estafeta (Madrid), 1983
Se llamaba Carmencita y tendría cincuenta años a lo más. Terminó la tercera vuelta en la cama, se quitó la sábana de la cara y supo que no iba a dormir. Aún llegaban los ruidos de la noche sabática de Buenos Aires.
Se acarició los pechos cansados y estuvo un rato pensando en su última menstruación, definitivamente última. El muchacho que la visitaba casi todos los sábados porque no le costaba ni le amenazaba complicaciones, nada sabía de aquel fin. Era un final para ella, exclusivo, y nadie podía sospecharlo porque continuaba delgada y sabía pintarse.
Derrotada, encendió la luz y un cigarrillo. Luego manoteó la cortina de la ventana y casi creyó que su frente golpeaba contra la redonda luna amarilla suspendida en la negrura del cielo como la lonja de un tambor. Recordó:
Otoño amarillea ya su parche
como un viejo tambor de romería.
Pensó varias, muchas veces las palabras del poema, perdido como tantas cosas que estuvieron. También:
Yo tuve, tuve, tenía
y ya no tengo más.
La lengua se movía dentro de la boca repitiendo los versos. Siempre en silencio. Recordó el susto de los trece años, la primera vez. Luego, en cortas instantáneas, las caras y los cuerpos, los movimientos, gestos y, casi, las voces de los hombres, no todos, que habían mezclado sus pieles con la suya. Pero sólo uno se quedó, el más imbécil, un buen proveedor, como supo cuando se casaron. Dos años y medio el hombre leyendo con una sonrisa aprobatoria los poemas, los cuentos que ella escribía. Pero aquello no era del todo serio y cada lectura terminaba con una caricia en la cabeza, en el pelo enredado. Dos años y medio, sesenta meses, y ella se mudó a un piso pequeño y abierto a la luz, en la calle Ayacucho, el mismo en que ahora fumaba triste y rabiosa y veía otras cosas pasadas, el primer libro pagado por ella, sus otros libros, elogiados por sus amigos, los premios con que le pagaron bondades. Y ella siempre sabiendo que todo lo que había escrito podía desaparecer sin que nadie se enterase, sabiendo que todo era mediocre y pretencioso. Sabiendo y odiando a los hombres que usaba y la iban usando. Tantos años.
Se puso a rebuscar, como si el encuentro fuera posible, el momento, la línea que separó juventud de vejez. En todo caso ya había pasado demasiado tiempo del inicio de la desdicha del cuerpo. Porque aunque recordara permanentemente el anillo de arrugas que le marcaban el cuello —siempre cubierto con pañuelos de seda, brillantes, de colores rabiosos y adolescentes—, ella se sentía aún joven, sana, y su cerebro, estaba segura, no había acompañado la desdicha del cuerpo, su espantable, voluntariosa, incontenible, innegable inclinación hacia la decadencia, el encogimiento y la muerte.
También logró —y de esta fuente de venganza vivía— que un periódico casi no leído le permitiera dirigir un cuarto de página para hacer crítica literaria. Y como todos, casi todos los hombres que habían llegado y se habían ido pertenecían a la fauna intelectual y de vez en vez publicaban libros, le era posible descargar allí su bilis y su risa de burla, tan cascada ahora, tan lejos de campanillas y cascabeles.
Oyó la sirena de un coche policial que se alejaba del barrio norte y el golpe de una portezuela de automóvil. Alguna que vuelve de una cama, pensó sin dolor. Recordó su conversación con Mario, el pasado verano en la arena de una playa escondida, casi privada, en Mar del Plata. Era ella hablando mientras la mano de Mario jugaba con la arena. Ella decía qué injusto es Dios o la naturaleza que hace ridícula a una mujer de cincuenta años liada con un muchacho de veinte y si es al revés todo el mundo lo encuentra normal.
Al clarear la madrugada apagó el último cigarrillo y estuvo buscando en los cajones de la mesita hasta encontrar las pastillas anticonceptivas y el tubo de somníferos. Levantó la persiana y tiró hacia la suave luz de la mañana las píldoras tan innecesarias desde tiempo atrás. Tragó los somníferos con la ayuda de jerez tomado de la botella.
Lo que restaba de la noche, la negrura rodeándola, tratando de convencerla de una necesidad de descenso, hundimiento lento y sin tropiezos. Se rebelaba sin fuerzas y lograba verse en el centro de una quermese de pueblo, donde el vino dorado sólo daba alegría y nadie estaba embriagado y el círculo de bailarines giraba entrando en las canciones, envolviéndose con ellas, el que había sido suyo, con un vestido rameado, moviéndose sin cansancio, feliz sin presentimientos de arrugas ni dolores suaves en las articulaciones, tan limpia, tan tensa la piel de su cara rosa ahora por el cansancio feliz, y un clavel en el peinado, un clavel en el pecho, un clavel en la boca. Tan feliz, tan temerosa de dejar de serlo que manoteó en la sombra para atrapar más somníferos, más jerez; y entonces no quiso volver la dicha de su danza sin pausa a la luz de los farolillos, de las velas cubiertas por cilindros arrugados de papeles coloreados, un azul, un verde, un rojo; y la succión de la cama se redobló sabia y sin violencia y dueña y esclava de la negrura aceptó hundirse respirando por última vez el desvaído olor a lavanda de la sábana que le cubría el mentón.
1983
Literatura
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