Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Los amigos
Originalmente publicado en Nueva Estafeta (Madrid), 1979


      Desde que la vio salir con la madre de la iglesia catedral, desapareció de la reunión de los viernes en el Tupi-Nambá. Si hacíamos preguntas a su vecina nos contestaba que no estaba enfermo, que ella lo oía moverse en el sótano que habitaba y que ahora que llegaba la buena estación volvía a salir después de la siesta con el caballete y la caja sucia de colores a buscar callecitas inéditas en el barrio sur.
       Dos veces antes de la última visité el sótano. Era nada más que eso, con una letrina arrinconada y unos barrotes que descansaban a la altura de la vereda, una ventana y un agujero de pedrada en un vidrio y una cortina hecha con una bolsa de arpillera teñida de rojo oscuro, en forma tan despareja que me hacía pensar en un vigoroso, casi imposible vómito horizontal de vino tinto; la cama hundida, un gran cajón como mesa, una lamparilla sucia y desnuda colgando del techo. El resto era todo suyo: el polvo ya convertido en dura mugre por las lluvias que entraron a través del agujero en el vidrio, los cartones pintados o vírgenes, todos curvados por los veranos, las ropas sucias y viejas desparramadas sobre el piso de baldosas que fueron rojas. Y, sobre todo, lo verdaderamente suyo, lo que no podían estafarle en el Salón Nacional ni en el Municipal, el olor agrio, el olor de su cuerpo enfermo y envejecido, el olor repugnante que van formando como capas superpuestas los sudores nunca lavados, la mezcla de axilas y de pies cansados.
       Así y allí vivía Simón. Hasta que un día fui comisionado por los seudoartistas que se reunían conmigo en el café para quebrantar la consigna de la vecina, «No quiere ver a nadie, ni siquiera a mí», y enfrentarlo en el cubículo para exigirle que explicara sus ausencias.
       La noche de la decisión, para aplacar la misoginia del pintor, los poetas melenudos y sin lugar para publicaciones de sonetos, elegías y versolibrismo, los picassos sin salones, resolvimos que era imprescindible reunir dinero y copiar a Zeus con Danae. Los más generosos fueron los autores de plaquetas, que leían con arrebatos y besos sus familias, novias y rodeadores de nuestra mesa del café. Yo entre ellos.
       Hablamos con el encargado de media noche y conseguimos que todos nuestros billetes fueran transformados en monedas de plata, valor cincuenta centésimos. Antes del arribo de la chusma insolente y verduga las monedas eran así, insisto, cincuenta centésimos de plata. Hoy se usan monedas del mismo diámetro de cinco millones, cambio chico, tan grises de plomo como un atardecer lluvioso en un lunes de invierno.
       Cinco cabíamos en mi coche y el resto salió antes y caminando. Gonzalo Ramírez, entre Médanos y Ejido. Cafiani, recuerdo, llevaba y defendía la bolsa de papel con los kilos de argent. Esperamos hasta reunirnos todos; había, allá abajo, una luz de vela. Simón estaría leyendo o había olvidado apagarla. La ventana rota estaba abierta y las manos, los puños llenos de plata podían atravesar los barrotes negros y rasposos.
       Cuando Hernández susurró: ahora, todos metimos los puños entre las rejas y los abrimos. Nos asustamos del ruido desparramado tanto, o casi, como se debe haber asustado Simón, lector o durmiente. Corrimos enseguida hasta Ejido como si acabáramos de robar algo. Y quién sabe.
       Quién sabe, porque cuando dos noches después el tribunal del Tupí decidió que había llegado el momento de exigirle explicaciones por ausencia a Simón, tuve que ir, contestar una grosería a la mujer del «No quiere ver a nadie» y descender apartando con los hombros el hedor hasta el cubículo donde Simón leía un libro a la luz de una lámpara de queroseno de gruesa hojalata abollada. Le llevaba una botella de grapa pero él tenía otra, casi llena, en el piso, junto al brazo endurecido.
       Y ahora, otra vez también fue suya la belleza del sueño de ojos abiertos, el presente y el futuro del cuento increíble, nacido de la esclerosis y de las difuntas botellas que acordonaban el sótano.
       El cuento, dicho por él desde la conservada mugre de la cama, desparramada en un almohadón perforado su melena gris y endurecida por antipatía al jabón, levantando de vez en cuando con torpeza la botella ladera, me pareció una montaña rusa que comenzaba por la imagen de él mismo renqueando por la rambla entre las ruinas desiertas de la fábrica de gas y la forma pesada del templo inglés. Él mismo arrastrando la pierna enferma para siempre, el atril, la caja de madera, la curiosidad inquieta y a veces burlona de los niños de diversos colores que malvivían en el barrio sur. Así lo vi muchas veces y es la forma que prefiero para recordarlo.
       «Yo —dijo con la lengua trabada—, yo dejé de ir a emborracharme con ustedes en el Tupí porque una borrachera en el café me resultaba muy cara y yo necesitaba ahorrar dinero de los ochenta pesos miserables que me da Bellas Artes como pensión y como si lo hicieran por lástima después de todos los años que me deben, años de enseñar dibujo y pintura a muchachos porfiados que nunca van a saber, porque los que importan no necesitan maestros para descubrir cómo son y qué quieren hacer. Claro que yo nací en Italia y pude ver muchas cosas antes de venirme a la América. Necesitaba ahorrar dinero y me salía mucho más barato comprar botellas y emborracharme solito en el sótano para poder pagar el ramo de flores que le mando cada fin de mes, cuando cobro la pensión. Amor. Nadie, ni vos que andás de una a otra, nadie puede comprender. Te agarra a traición, como algunas muertes. Y ya no hay nada que hacer, ni patalear ni querer destruir. Porque no se sabe si es una cosa que te golpeó desde afuera o si ya la llevabas como dormida y a veces creíste que estaba muerta para siempre. Y qué pasa entonces. Que la llevabas adentro y sin aviso alguno en un minuto salta y se te derrama por todo el cuerpo y hay que aceptar y todavía peor, hay que alimentarla y hacer que cada día aumente las fuerzas, obligarla a que te haga sufrir más. Y no hace ningún caso cuando decís que es imposible porque ella te contesta que puede ser que sí pero que estás obligado a no perder ese dolor y seguir esperando, y más y más cuando sabés que la esperanza es inútil. Y todo así y muchas veces, cuando estás sborniato, uno llora y es como si se inclinara sobre la cama para tener compasión de uno mismo, tan viejo y enfermo y pobre. Y después te viene la vergüenza. La vi en la catedral. Pero antes ella había estado en una exposición de mis cuadros y eligió uno que los padres no le dejaron comprar, aunque tienen millones que podrían tirar para que Dios les perdone haber engendrado ese perfil, ese pelo, ese cuerpo. Pero tuvo que dejar el nombre y la dirección y así pude, rastreando, encontrarla. Yo les agradezco el dinero que tiraron como granizo fuerte porque ahora voy a guardar para el casamiento».

       Yo pensaba en sus cuadros, en la geometría de tonos apagados como un recuerdo y aquellas casitas en ruina de tan enemigos colores y que sólo se mantenían en pie por la voluntad de óleos y espátulas.
       «Hasta que un día salió de la iglesia sin la madre y cruzando la llovizna le dije: “Las flores”; y siguió sin oírme y se dio vuelta y preguntó sin mirarme o mirándome con asco: “¿Y usted cómo sabe?”. Yo sólo supe decirle: “Yo, y acaso haya comprendido”, y desde entonces es como si fuéramos amigos».
       Cafiani lo había visto muchas noches claras o de lluvia, rígido, un poco metido en la sombra, frente a las luces de la casa de la muchacha. El rostro, torcido e inmóvil, siempre como plateado por el agua o la luna, y nos decía en el café: «Así como la estatua en zinc de su desgracia». Cafiani escribía poemas.


1979





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