Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
El posible Baldi
Originalmente publicado en La Nación (Buenos Aires), 1936
Baldi se detuvo en la isla de
cemento que sorteaban veloces los vehículos, esperando la pitada del
agente, mancha oscura sobre la alta garita blanca. Sonrió pensando en sí
mismo, barbudo, el sombrero hacia atrás, las manos en los bolsillos del
pantalón, una cerrando los dedos contra los honorarios de «Antonio
Vergara — Samuel Freider». Decía tener un aire jovial y tranquilo,
balanceando el cuerpo sobre las piernas abiertas, mirando plácido el
cielo, los árboles del Congreso, los colores de los «colectivos».
Seguro frente al problema de la noche, ya resuelto por medio de la
peluquería, la comida, la función de cinematógrafo con Nené. Y lleno
de confianza en su poder, la mano apretando los billetes porque una mujer
rubia y extraña, parada a su lado, lo rozaba de vez en vez con sus claros
ojos. Y si él quisiera...
Se detuvieron
los coches y cruzó, llegando hasta la Plaza. Siguió andando, siempre
calmoso. Una canasta con flores le recordó la verja de Palermo, el beso
entre jazmines de la última noche. La cabeza despeinada de la mujer caía
en su brazo. Luego el beso rápido en la esquina, la ternura en la boca,
la ternura e la boca, la interminable mirada brillante. Y esta noche,
también esta noche. Sintió de improviso que era feliz; tan claramente,
que casi se detuvo, como si su felicidad estuviera pasándole al lado, y
él pudiera verla, ágil y fina, cruzando la plaza con veloces pasos.
Sonrió al
agua temblorosa de la fuente. Junto a la gran chiquilla dormida en piedra,
alcanzó una moneda al hombre andrajoso que aún no se la había pedido.
Ahora le hubiera gustado una cabeza de niño para acariciar al paso. Pero
los chicos jugaban más allá, corriendo en el rectángulo de pedregullo
rojizo. Sólo pudo volcarse hincando los músculos del pecho, pisando
fuerte en la rejilla que colaba el viento cálido del subterráneo.
Siguió,
pensando en la caricia agradecida de los dedos de Nené en su brazo cuando
le contara aquel golpe de dicha venido de ella, y en que se necesita un
cierto adiestramiento para poder envasar la felicidad. Iban a lanzarse en
la fundación de la Academia de la Dicha, un proyecto que adivinaba
magnífico, con un audaz edificio de cristal saltando de una ciudad
enjardinada, llena de «bares», columnas de níquel, orquestas junto a
playas de oro, y miles de «affiches» color rosa, desde donde sonreían
mujeres de ojos borrachos, cuando notó que la mujer extraña y rubia de
un momento antes caminaba a su lado, apenas unos metros a la derecha.
Dobló la cabeza, mirándola.
Pequeña, con
un largo impermeable verde oliva atado en la cintura como quebrándola,
las manos en los bolsillos, un cuello de camisa de «tennis», la moña
roja de la corbata cubriéndole el pecho. Caminaba lenta, golpeando las
rodillas en la tela del abrigo con un débil ruido de toldo que sacude el
viento. Dos puñados de pelo rojizo salían del sombrero sin alas. El
perfil afinado y todas las luces espejeándole en los ojos. Pero el
secreto de la pequeña figura estaba en los tacones demasiado altos, que
la obligaban a caminar con lenta majestad, hiriendo el suero en un ritmo
invariable de relojería. Y rápido como si sacudiera pensamientos
tristes, la cabeza giraba hacia la izquierda chorreando una mirada a Baldi
y volvía a mirar hacia adelante. Dos, Cuatro, seis veces, la ojeaba
fugaz.
De pronto, un
hombre bajo y gordo, con largos bigotes retintos. Sujeto por la torcida
boca a la oreja semioculta de la mujer, siguiéndola tenaz y murmurante en
las direcciones sesgadas que ella tomaba para separarlo.
Baldi sonrió
y alzó los ojos a lo alto del edificio. Ya las ocho y cuarto. La brocha
sedosa en el salón de la peluquería, el traje azul sobre la cama, el
salón del restaurante. En todo caso, a las nueve y media podría estar en
Palermo. Se abrochó rápidamente el saco y caminó hasta ponerse junto a
la pareja. Tenía la cara ennegrecida de barba y el pecho lleno de aire,
un poco inclinado hacia adelante como si lo desequilibrara el peso de los
puños. El hombre de los largos bigotes hizo girar los ojos en rápida
inspección; luego los detuvo con aire de profundo interés, en la esquina
lejana de la plaza. Se apartó en silencio, a pasos menudos y fue a
sentarse en un banco de piedra, con un suspiro de satisfecho des canso.
Baldi lo oyó silbar, alegre y distraído, una musiquita infantil.
Pero ya
estaba la mujer, adherida a su rostro con los grandes ojos azules, la
sonrisa nerviosa e inquieta, los vagos gracias, gracias, señor... Algo de
subyugado y seducido que se delataba en ella, lo impulsó a no
descubrirse, a oprimir los labios, mientras la mano rozaba el ala del
sombrero.
—No hay por
qué —y alzó los hombros, como acostumbrado a poner en fuga a hombres
molestos y bigotudos.
—¿Porqué
lo hizo? Yo, desde que lo vi...
Se
interrumpió turbada; pero ya estaban caminando juntos. Hasta cruzar la
plaza, se dijo Baldi.
—No me
llame señor. ¿Qué decía? Desde que me vio...
Notó que las
manos que la mujer movía en el aire en gesto de exprimir limones, eran
blancas y finas. Manos de dama con esa ropa, con ese impermeable en noche
de luna.
—¡Oh!
Usted va a reírse.
Pero era ella
¡a que reía, entrecortada, temblándole la cabeza, Comprendió, por las
r suaves y las s silbantes, que la mujer era extranjera. Alemana, tal vez.
Sin saber por qué, esto le pareció fastidioso y quiso cortar.
—Me alegro
mucho, señorita, de haber podido...
—Sí, no
importa que se ría. Yo, desde que lo vi esperando para cruzar la calle,
comprendí que usted no era un hombre como todos. Hay algo raro en usted,
tanta fuerza, algo quemante... Y esa barba, que lo hace tan orgulloso...
Histérica y
literata, suspiró Baldi. Debiera haberme afeitado esta tarde. Pero
sentía viva la admiración de la mujer; la miró de costado, con fríos
ojos de examen.
—¿Por qué
piensa eso? ¿Es que me conoce, acaso?
—No sé,
cosas que se sienten. Los hombres, la manera de llevar el sombrero... no
sé. Algo. Le pedí a Dios
que hiciera que
usted me hablara.
Siguieron
caminando en una pausa durante la cual Baldi pensé en todas las etapas
que aún debla vencer para llegar a tiempo a Palermo. Se hablan hecho
escasos los automóviles, y los paseantes. Llegaban los ruidos de la
avenida, los gritos aislados, y ya sin convicción de los vendedores de
diarios.
Se detuvieron
en la esquina. Baldi buscaba la frase de adiós en los letreros, los focos
y el cielo con luna nueva. Ella rompió la pausa con cortos ruidos de risa
filtrados por la nariz. Risa de ternura, casi de llanto, como si se
apretara contra un niño. Luego alzó una mi. rada temerosa. .
—Tan
distinto a los otros... Empleados, señores, jefes de las oficinas... —las
manos exprimían rápidas mientras agregaba—: Si usted fuera tan bueno
de estarse unos minutos. Si quisiera hablarme de su vida... ¡Yo sé que
es todo tan extraordinario!
Baldi volvió
a acariciar los billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider. Sin
saber si era por vanidad o lástima, se resolvió. Tomó el brazo de la
mujer, y hosco, sin mirarla, sintiendo impasible los maravillados y
agradecidos ojos azules apoyados en su cara, la fue llevando hacia la
esquina de Victoria, donde la noche era más fuerte.
Unos faroles
rojos clavados en el aire obscurecidos. Estaban arreglando la calle. Una
verja de madera rodeando máquinas, ladrillos, pilas de bolsas. Se acodó
en la empalizada. La mujer se detuvo indecisa, dio unos pasos cortos, las
manos en los bolsillos del perramus, mirando con atención la cara
endurecida que Baldi inclinaba sobre el empedrado roto. Luego se acercó,
recostada a él, mirando con forzado interés las herramientas abandonadas
bajo el toldo de lona.
Evidente que
la empalizada rodeaba el Fuerte Coronel Rich, sobre el Colorado, a equis
millas de la frontera de Nevada. Pero él ¿era Wenonga, el de la pluma
solitaria sobre el cráneo aceitado, o Mano Sangrienta, o Caballo Blanco,
jefe de los sioux? Porque si estuviera del otro lado de los listones con
punta flordelisada, ¿qué cara pondría la mujer si él saltara sobre las
madera si estuviera rodeado por la valla, sería un blanco defensor del
fuerte, Buffalo Bill de altas botas, guantes de mosquetero y mostachos
desafiantes. Claro que no servía, que no pensaba asustar a la mujer con
historias para niños. Pero estaba lanzado y apretó la boca en seguridad
y fuerza.
Se apartó
bruscamente. Otra vez, sin mirarla, fijos los ojos en el final de la calle
como en la otra punta del mundo:
—Vamos.
Y en seguida,
en cuanto vio que la mujer lo obedecía dócil —y esperando:
—¿Conoce
Sud Africa?
—¿Africa
... ?
—Sí.
Africa del Sur. Colonia del Cabo. El Transvaal.
—No.
¿Es... muy lejos, verdad?
—¡Lejos
...! ¡Oh, sí, unos cuantos días de aquí!
—¿Ingleses,
allí?
—Si,
principalmente ingleses. Pero hay de todo.
—¿Y usted
estuvo?
—¡Si
estuve! —La cara se le balanceaba sopesando los recuerdos—.
—El
Transvaal... Sí, casi dos años.
—Then, do
you know english?
—Very
little and very bad. Se puede decir que lo olvidé por completo.
—¿Y qué
hacía allí?
—Un oficio
extraño. Verdaderamente, no necesitaba saber idiomas para desempeñarme.
Ella caminaba
moviendo la cabeza hacia Baldi y hacia adelante, como quien está por
decir algo y vacila; pero no decía nada, limitándose a mover
nerviosamente los hombros aceituna. Baldi la miró de costado, son. riendo
a su oficio sudafricano. Ya debían ser las ocho y media. Sintió tan
fuerte la urgencia del tiempo que era como si ya estuviera extendido en el
sillón de la peluquería oliendo el aire perfumado, cerrados los ojos,
mientras la espuma tibia se le va engrosando en la cara. Pero ya estaba la
solución; ahora la mujer tendría que irse. Abiertos los ojos espantados,
alejándose rápido, sin palabras. Conque hombres extraordinarios,
¿eh...?
Se detuvo
frente a ella y se arqueó para acercarle el rostro.
—No
necesitaba saber inglés, porque las balas hablan una lengua universal. En
Transvaal, Africa del Sur, me dedicaba a cazar negros.
No había
comprendido, porque sonrió parpadeando:
—¿A cazar
negros? ¿Hombres negros?
El sintió
que la bota que avanzaba en Transvaal se hundía en ridículo. Pero los
dilatados ojos azules seguían pidiendo con tan anhelante humildad, que
quiso seguir como despenándose.
—¡Sí, un
puesto de responsabilidad. Guardián en las minas de diamantes. Es un
lugar solitario. Mandan el relevo cada seis meses. Pero es un puesto
conveniente; pagan en libras. Y, a pesar de la soledad, no siempre
aburrido. A veces hay negros que quieren escapar con diamantes, piedras
sucias, bolsitas con polvo. Estaban los alambres electrizados. Pero
también estaba yo, con ganas de distraerme volteando negros ladrones. Muy
divertido, le aseguro. Pam, pam y el negro termina su carrera con una
voltereta.
Ahora la
mujer arrugaba el entrecejo, haciendo que sus ojos pasaran frente al pecho
de Baldi sin tocarlo.
—¿Y usted
mataba negros? ¿Así, con un fusil?
—¿Fusil?
Oh, no. Los negros ladrones se cazan con ametralladoras, Marca Schneider.
Doscientos cincuenta tiros por minuto.
—¿Y
usted...?
—¡Claro
que yo! Y con mucho gusto.
Ahora sí. La
mujer se había apartado y miraba alrededor, entreabierta la boca,
respirando agitada. Divertido si llamara un vigilante. Pero se volvió con
timidez al cazador de negros, pidiendo:
—Si
quisiera... Podríamos sentamos un momento en la placita.
—Vamos.
Mientras
cruzaban hizo un último intento:
—¿No
siente un poco de repugnancia? ¿Por mí, por lo que he contado? —con un
tono burlón que suponía irritante.
Ella sacudió
la cabeza, enérgica
—Oh, no. Yo
pienso que tendrá usted que haber sufrido mucho.
—No me
conoce. ¿Yo, sufrir por los negros?
—Antes,
quiero decir. Para haber sido capaz de eso, de aceptar ese puesto.
Todavía era
capaz de extenderle una mano encima de la cabeza, murmurando la
absolución. Vamos a ver hasta dónde aguanta la sensibilidad de una
institutriz alemana.
—En la
casita tenía aparato telegráfico para avisar cuando un negro moría por
imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no avisaba.
Descomponía el aparato para justificar la tardanza si venia la
inspección y tomaba el cuerpo del negro como compañero.
Dos o tres
días lo veía pudrirse, hacerse gris, hincharse. Me llevaba hasta él un
libro, la pipa, y leía; en ocasiones, cuando encontraba un párrafo
interesante, leía en voz alta. Hasta que mi compañero comenzaba a oler
de una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el
accidente y me iba a pasear al otro lado de la casita.
Ella no
sufría suspirando por el pobre negro descomponiéndose al sol. Sacudía
la triste cabeza inclinada para decir:
—Pobre
amigo. ¡Qué vida! Siempre tan solo... , ya sentado en un banco oscuro de
la plazoleta, renunció a la noche y le tomó gusto al juego.
Rápidamente, con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi
de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible. De
la mansa atención de ella, estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi
que gastaba en aguardiente, en una taberna de marinos en tricota —Marsella
o El Havre— el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que
fingían las nubes en el cielo gris, el Baldi que se embarcó un mediodía
en el Santa Cecilia con diez dólares y un revólver. Del leve viento que
hacía bailar el polvo de una casa en construcción, el gran aire arenoso
del desierto, el Baldi enrolado en la Legión Extranjera que regresaba a
las poblaciones con una trágica cabeza de moro ensartada en la bayoneta.
Así, hasta
que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en él como en un conocido.
Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó tenaz. Un pensamiento lo
aflojó en desconsuelo, junto al perramus dé la mujer ya olvidada.
Comparaba al
mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que
contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía
una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el
rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de
pesos. Una lenta vida idiota, como todo el mundo. Fumaba rápidamente,
lleno de amargura, los ojos fijos en el cuadrilátero de un cantero. Sordo
a las vacilantes palabras de la mujer, que terminó callando, doblando el
cuerpo para empequeñecerse.
Porque el Dr.
Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza,
pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la
vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de
mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y
estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.
Tiró el
cigarrillo y se levantó. Sacó el dinero y puso un billete sobre las
rodillas de la mujer.
—Tomá.
¿Querés más?
Agregó un
billete más grande, sintiendo que la odiaba, que hubiera dado cualquier
cosa por no haberla encontrado. Ella sujetó los billetes con la mano para
defenderlos del viento. —Pero. Yo no le he dicho... Yo no sé... —inclinándose
hacia él, más azules que nunca los grandes ojos, desilusionada la boca—.
¿Se va?
—Sí, tengo
que hacer. Chau.
Volvió a
saludar con la Mano, con el gesto seco que hubiera usado el posible Baldi,
y se fue. Pero volvió a los pocos pasos y acercó el rostro barbudo a la
mímica esperanzada de la mujer, que sostenía en alto los dos billetes,
haciendo girar la muñeca. Habló con la cara ensombrecida, haciendo sonar
las palabras como insultos.
—Ese dinero
que te di lo gano haciendo contrabando de cocaína. En el Norte.
1936
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