Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
Juan
Carlos Onetti y la aventura del hombre
Mario Benedetti
Originalmente publicado en
Juan Carlos Onetti.
La Habana: Casa de las Américas.
Reproducido en
Homenaje a Juan Carlos Onetti. Helmy F. Giacoman, Editor.
New York: L. A. Publishing Company, 1974
La atmósfera de las novelas y los
cuentos de Juan Carlos Onetti, dominados y justificados por su carga
subjetiva, estaba anunciada en una de las confesiones finales de El
pozo (su primer libro, publicado en 1939): «Yo soy un hombre
solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea,
se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella.»
Ni Aránzuru (en Tierra de nadie) ni Ossorio (en Para esta
noche) ni Brausen (en La vida breve) ni Larsen (en El
astillero) dejaron de ser ese hombre solitario, cuya obsesión es
contemplar cómo la vida lo rodea, se cumple como un rito y él nada tiene
que ver con ella.
Cada novela de
Onetti es un intento de complicarse, de introducirse de lleno y para
siempre en la vida, y el dramatismo de sus ficciones deriva precisamente
de una reiterada comprobación de la ajenidad, de la forzosa
incomunicación que padece el protagonista y, por ende, el autor. El
mensaje que éste nos inculca, con distintas anécdotas y en diversos
grados de indirecto realismo, es el fracaso esencial de todo vínculo, el
malentendido global de la existencia, el desencuentro del ser con su
destino.
El hombre de
Onetti se propone siempre un mano a mano con la fatalidad. En Para
esta noche, Ossorio no puede convencerse de la posibilidad de su fuga
y es a ese descreimiento que debe su ternura ocasional hacia la hija de
Barcala. Sólo es capaz de una moderada —y equívoca— euforia
sentimental, a plazo fijo, cuando querer hasta la muerte significa lo
mismo que hasta esta noche. En La vida breve llega a tal extremo el
convencimiento de Brausen de que toda escapatoria se halla clausurada, que
al comprobar que otro, un ajeno, ha cometido el crimen que él se había
reservado, protege riesgosamente al homicida mejor aún de lo que suele
protegerse a sí mismo. Para él, Ernesto es un mero ejecutor, pero el
crimen es inexorablemente suyo, es el crimen de Brausen. La única
explicación de su ayuda a Ernesto, es su obstinado deseo de que el crimen
le pertenezca. Lo protege, porque con ello defiende su destino. La vida
breve es, en muchos sentidos, demostrativa de las intenciones de
Onetti. En Para esta noche, en Tierra de nadie, había
planeado su obsesión; en La vida breve, en cambio, intenta darle
alcance. Emir Rodríguez Monegal ha señalado que La vida breve
cierra, en cierto sentido, ese ciclo documental abierto diez años atrás
por El pozo. El ciclo se cierra, efectivamente, pero en una
semiconfesión de impotencia, o más bien de imposibilidad: el ser no
puede confundirse con el mundo, no logra mezclarse con la vida. De esa
carencia arranca paradójicamente otro camino, otra posibilidad: el
protagonista crea un ser imaginario que se confunde con su existencia y en
cuya vida puede confundirse. La solución irreal, ya en el dominio de lo
fantástico, admite la insuficiencia de ese mismo realismo que parecía la
ruta preferida del novelista y traduce el convencimiento de que tal
realismo era, al fin de cuentas, un callejón sin salida.
Sin embargo,
no es en La vida breve donde por primera vez Onetti recurre a este
expediente. Paralelamente a sus novelas, el narrador ha construido otro
ciclo, acaso menos ambicioso, pero igualmente demostrativo de su universo,
de las interrogaciones que desde siempre lo acosan. En dos volúmenes de
relatos: Un sueño realizado y otros cuentos (1951) y El
infierno tan temido (1962), ha desarrollado temas menores dentro de la
estructura y el espacio adecuados. A diferencia de otros narradores
uruguayos, ha hecho cuentos con temas de cuento, y novelas con temas de
novela.
Es en «Un
sueño realizado», el relato más importante del primer volumen, donde
recurre francamente a una solución de índole fantástica, y va en ese
terreno más allá de Coleridge, de Wells y de Borges. Ya no se trata de
una intrusión del sueño en la vigilia, ni de la vulgar pesadilla
premonitoria, sino más bien de forzar a la realidad a seguir los pasos
del sueño. La reconstrucción, en una escena artificiosamente real, de
todos los datos del sueño, provoca también una repetición geométrica
del desenlace. El autor elude expresar el término del sueño; ésta es en
realidad la incógnita que nunca se despeja, pero es posible aclarar
paralelamente al desenlace de la escena. En cierto sentido, el lector se
encuentra algo desacomodado, sobre todo ante el último párrafo, que en
un primer enfrentamiento siempre desorienta. Desde el principio del
cuento, la mujer brinda datos a fin de que Blanes y el narrador consigan
reconstruir el sueño con la mayor fidelidad. Así recurre a la mesa
verde, la verdulería con cajones de tomate, el hombre en un banco de
cocina, el automóvil, la mujer con el jarro de cerveza, la caricia final.
Pero cuando se construye efectivamente la escena, se agrega a estas
circunstancias un hecho último y decisivo: la muerte de la mujer, que no
figuraba en el planteo inicial. El desacomodamiento del lector proviene de
que hasta ese momento la realidad se calcaba del sueño, es decir, que
los pormenores del sueño permitían formular la realidad, y ahora, en
cambio, el último pormenor de la escena permite rehacer el desenlace del
sueño. Es este desenlace —sólo implícito— del sueño, el que
transforma la muerte en suicidio. El lector que ha seguido un ritmo
obligado de asociaciones, halla de pronto que éste se convierte en otro,
diametralmente opuesto al anunciado por la mujer.
No es esta
forzosa huida del realismo, el único ni el principal logro de «Un sueño
realizado». Cuando el narrador presenta a la mujer, confiesa no haber
adivinado, a la primera mirada, lo que había dentro de ella «ni aquella
cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido
desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda
pegada a una herida, de sus años pasados, para venir a fajarme con ella,
como a fina momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio
aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida», y agrega: «La
mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarme
de ella, lo que siento ahora que la recuerdo caminar hacia mí en el
comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera
quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida
pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y
quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso
de los días.» Es decir que ésta también es una rechazada, alguien que
no pudo introducir su soledad en la vida de los otros, pero sin que esto
llegue a serle de ningún modo indiferente; por el contrario, le resulta
de una importancia terrible, sobrecogedora.
Cuando ella le
explica a Blanes cómo será la escena, y concluye diciéndole:
«Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y
usted se inclina un poco para acariciarme», ella sabe efectivamente que
alcanzará su edad (la de la chica que debió ser) en ese momento y podrá
así quebrarse en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso
de los días. Esa propensión deliberada hacia la caricia del hombre,
ese elegir la muerte como quien elige un ideal, fijan inmejorablemente su
ternura fósil, desecada, aunque obstinadamente disponible. Para ella,
Blanes no representa a nadie; es sólo una mano que acaricia, es decir, el
pasado que acude a rehabilitarse de su egoísmo, de su rechazo torpe,
sostenido. La caricia de Blanes es la última oportunidad de perdonar al
mundo. En «un sueño realizado», Onetti aísla cruelmente al ser
solitario e indeseable, superior a la tediosa realidad que construye,
superior a sus escrúpulos y a su cobardía, pero irremediablemente
inferior a su mundo imaginario.
Los cuentos de
Onetti tienen, no bien se los compara con sus novelas, dos diferencias
notorias: la obligada restricción del planteo, que simplifica,
afirmándolo, su dramatismo, y también el relativo abandono —o el
traslado inconsciente— de la carga subjetiva que en las novelas soporta
el protagonista y que constituye por lo general una limitación, una
insistencia a veces monótona del narrador. La simetría, que en las
novelas parece evidente en La vida breve (el asesinato de la Queca
se halla en el vértice mismo del argumento) y más disimulada en El
astillero (la entrevista de Larsen con el viejo Petrus, que en muchos
sentidos da la clave de la obra, tiene lugar en el centro de la novela),
constituye en los cuentos una modalidad técnica. Siempre hay un
movimiento de ida y otro de vuelta, una mitad preparatoria y otra
definitiva. En la primera parte de «Un sueño realizado» la mujer cuenta
su sueño; en la segunda, se construye la escena. También en «Bienvenido
Bob», el narrador diferencia hábilmente al adolescente del comienzo,
«casi siempre solo, escuchando jaz, la cara soñolienta, dichosa,
pálida», del Roberto final, «de dedos sucios de tabaco», «que lleva
una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con
una gorda mujer a quien nombra ‘miseñora’». En «Esberg, en la
costa», la estafa separa dos zonas bien diferenciadas en las relaciones
de Kirsten y Montes. En «La casa en la arena», la llegada de Molly
transforma el clima y provoca las reacciones siniestras, faulknerianas,
del Colorado.
Ese vuelco
deliberado, que significa en Onetti casi una teoría del cuento, no quita
expectativa a sus ficciones. La mitad preparatoria suele enunciar los
caminos posibles; la final, pormenoriza la elección.
En los cuentos
de Onetti —y, de hecho, también en sus novelas— es poco lo que
ocurre. La trama se construye alrededor de una acción grave, fundamental,
que justifica la tensión creada hasta ese instante y provoca el diluido
testimonio posterior. Con excepción de «Un sueño realizado» —cuya
solución remite a un mero regreso a su desenlace— los otros cuentos del
primer volumen carecen precisamente de solución. Existe una esforzada
insistencia en descubrir el medio (con sus pormenores, sus datos, sus
inanes requisitos) en que el relato se suspende. Existe asimismo el
evidente propósito de fijar las nuevas circunstancias que, a partir del
punto anal, agobiarán al personaje.
Nada culmina
en «Bienvenido Bob», como no sea el increíble desquite, pero en el
último párrafo se establece la cronicidad de un presente que seguirá
girando alrededor de Roberto hasta agotar su voluntad de regreso, su
capacidad de recuperación: «Voy construyendo para él planes, creencias
y mañanas distintos que tienen la luz y el sabor del país de juventud de
donde él llegó hace un tiempo. Y acepta: protesta siempre para que yo
redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear
una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo y las
horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose
sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas
ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando
bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies
inevitables.» Nada culmina tampoco en «Esbjerg, en la costa», pero
Montes «terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla (a
Kirsten), que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está
pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado como en
tantas noches y mediodías (...) se van juntos más allá de Retiro,
caminan por el muelle hasta que el barco se va ( ...) y cuando el barco
comienza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran
hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y
escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la
sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa
cuando nos ponemos a pensar». De modo que la tarde de sábado es también
allí un presente crónico, un incambiable motivo de separación, que
desde ya, corrompe todo el tiempo e invalida toda escapatoria.
En cuanto se
desprende de sus relatos, puede inferirse que el mensaje de Onetti no
incluye, ni pretende incluir, sugerencias constructivas. Sin embargo,
resulta fácil advertir que el hombre de estos cuentos se aferra a una
posibilidad que lentamente se evade de su futuro inmediato. Roberto
tiende, sin esperanza, a recuperar la juventud de Bob; Kirsten no puede
olvidar su Dinamarca, y Montes no puede olvidar la Dinamarca de Kirsten;
sólo la mujer de «Un sueño realizado» consigue su caricia, a costa de
desaparecer.
Lo peculiar de
todo esto es que la actitud de Onetti —como dice Orwell acerca de
Dickens— «ni siquiera es destructiva. No hay ningún indicio de que
desee destruir el orden existente, o de que crea que las cosas serían muy
diferentes si aquél lo fuera». Onetti dice pasivamente su testimonio, su
versión cruel, agriamente resignada, del mundo contra el que se estrella;
pero arrastra consigo un indisimulado convencimiento de que no incumbe
obligadamente a la literatura modificar las condiciones —por
deplorables que resulten— de la realidad, sino expresarlas con elaborado
rigor, con una fidelidad que no sea demasiado servil. Es claro que estos
cuentos no logran transmitir en su integridad el clima oprimente de Onetti
ni todos los matices de su mundo imaginario. Sus novelas resultan
siempre más agobiadoras. Eladio Linacero padece una soledad más
inapreciable y más cruel que la del último Bob; Brausen realiza sueños
más vastos que la mujer acariciada por Blanes; el Díaz Grey de La
vida breve está en varios aspectos más encanallado que su homónimo
de «La casa de la arena»; el Larsen de El astillero está más
seguro en su autoflagelación que el Montes de «Esbjerg, en la costa».
No obstante, esos relatos breves son imprescindibles para apreciar ciertas
gradaciones de su enfoque, de su visión agónica de la existencia, que no
siempre recogen las novelas. Los cuentos parecen asimismo (con excepción
de «El infierno tan temido») menos crueles, menos sombríos. Por
alguna hendidura penetra a veces una disculpa ante el destino, un breve
resplandor de confianza, que los Brausen, los Ossorio, los Aránzuru,
los Linacero, no suelen irradiar ni percibir. Cofianza que, por otra
parte, no es ajena a «la sensación de que cada uno está solo, que
siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar».
Entre el
primero y el segundo de los volúmenes de cuentos publicados por Onetti,
hay otro relato, titulado «Jacob y el otro», que obtuvo la primera de
las menciones en el concurso literario que en 1960 fuera convocado por la
revista norteamericana Life en español. Situado, como la mayor
parte de sus narraciones, en la imaginaria y promedial Santa María,
«Jacob y el otro» abarca un episodio independiente, basado en dos
personajes (el luchador Jacob van Oppen y su representante el Comendador
Orsini) que sólo están de paso. Santa María los recibe, a fin de
presenciar una demostración de lucha y un posible desafío, en el que
estarán en juego 500 pesos. El desafiante es un almacenero turco, joven y
gigantesco, pero su verdadera promotora es la novia («pequeña intrépida
y joven, muy morena y con la corta nariz en gancho los ojos muy claros y
fríos») que precisa como el pan los 500 pesos, ya que está encinta y
necesita el dinero para la obligatoria boda.
Con este
planteamiento y la aprensión de Orsini por la actual miseria física de
su pupilo, Onetti construye un cuento acre y compacto, mediante sucesivos
enfoques desde tres ángulos: el médico, el narrador, el propio Orsini.
Con gran habilidad, el escritor hace entender al lector que quienes
gobiernan el episodio son la novia del turco y Orsini, mientras que Jacob
y el desafiante son meros instrumentos; pero en el desenlace uno de esos
instrumentos se rebela y pasa a actuar por sí mismo. Aunque Onetti
empieza por contar ese desenlace (en la versión del médico que opera al
gigante maltrecho), en realidad el lector ignora de qué luchador se
trata; sólo imagina el nombre, y por lo común imagina mal. Lo que
verdaderamente pasó, sólo se sabrá en las últimas páginas. Es un
relato cruel, despiadado, en que los personajes dejan al aire sus peores
raíces; por tanto, no invita a la adhesión. Pero con personajes
desagradables y hasta crapulosos, puede hacerse buena literatura, y el
cuento de Onetti es una inmejorable demostración de esa antigua ley.
El volumen que
se titula El infierno tan temido, incluye, además del relato que
le da nombre, otros tres: «Historia del caballero de la rosa y de la
virgen encinta que vino de Liliput», «El álbum» y «Mascarada». Este
último es, seguramente, el menos eficaz de todos los cuentos publicados
hasta ahora por Onetti. La anécdota es poco más que una viñeta, pero
soporta una cargazón de símbolos y semisímbolos, que la agobian hasta
frustrarla. No obstante, puede tener cierto interés para la historia de
nuestra narrativa. Se trata de un cuento publicado separadamente hace
varios años, cuando todavía no estaba de moda la novela objetiva. Si se
lee el cuento con atención, se verá que el personaje María Esperanza
está visto (por cierto que muy primitivamente) como objeto, y como tal se
lo describe, sin mayor indagación en su inti—midad. «El álbum»
cuenta, como casi todas las narraciones de Onetti, una aventura sexual.
Pero —también como en casi todasplanea sobre la aventura un reducido
misterio, un arcano de ocasión, que oficia de pretexto, de
justificación para lo sórdido. El muchacho de Santa María que se
vincula a una desconocida, a una extraña que «venía del puerto o de la
ciudad con la valija liviana de avión, envuelta en un abrigo de pieles
que debían sofocarla», juega con ella el juego de la mentira, de los
viajes imaginarios, de la ficción morosamente levantada, palmo a palmo.
Pero cuando la mujer se va y sólo queda su valija, el crédulo se
enfrenta con un álbum donde innumerables fotografías testimonian que los
viajes narrados por la mujer no eran el deslumbrante impulso de su
imaginación, sino algo mucho más ramplón: eran meras verdades. Ese
desprestigio de la verdad está diestramente manejado por Onetti, que no
puede evitar ser corrosivo, pero en esa inevitabilidad funda una suerte de
tensión, de ímprobo patetismo.
En «El
Caballero de la Rosa» el logro es inferior. Hay un buen tema, una bien
dosificada expectativa, tanto en la grotesca vinculación de la acaudalada
doña Mina con una pareja caricatural, como en el proceso que lleva a la
redacción del testamento. Pero la expectativa conduce a poca cosa, y el
agitadísimo final sólo parece un flojo intento de construir un efecto.
Hay buenos momentos de prosa más o menos humorística, pero si se
recuerda la excepcional destreza que Onetti ha puesto otras veces al
servicio de sus temas, este relato pasa a ser de brocha gorda. En
compensación, «El infierno tan temido» es el mejor cuento publicado
hasta hoy por Onetti. En su acepción más obvia, es sólo la historia de
una venganza; pero en su capa más profunda, es algo más que eso. Risso,
el protagonista, se ha separado de su mujer, a consecuencia de una
infidelidad de extraño corte (ella se acostó con otro, pero sólo como
una manera de agregar algo a su amor por Risso). La mujer desaparece, y al
poco tiempo empieza a enviar (a él, y a personas con él relacionadas)
fotos obscenas que, increíblemente, van documentando su propia
degradación. Risso llega a interpretar esa agresiva publicidad, ese
calculado desparramo de la impudicia, como una insólita, , desesperada
prueba de amor. Y quizá (pese al testimonio de alguien que narra en
tercera persona y adjetiva violentamente contra la mujer) tuviera razón.
Lo cierto es que el último envío acierta «en lo que Risso tenía de
veras de vulnerable»; acierta, en el preciso instante en que el hombre
había resuelto volver con ella. Lucien Mercier ha escrito que este cuento
«es una introducción al suicidio». Yo le quitaría la palabra introducción:
es el suicidio liso y llano. La perseverancia con que Risso construye su
interpretación, esa abyección que él transfigura en prueba de amor,
demuestra algo así como una inconsciente voluntad de autodestrucción,
como una honda vocación para ser estafado. En rigor, es él mismo quien
cierra las puertas, clausura sus escapes, crea un remedo de credulidad
para que el golpe lo voltee mejor. De tan mansa que es, de tan mentirla o
tan inexperta, su bondad se vuelve sucia, más sucia acaso que la
metódica, entrenada venganza de que es objeto. Para meterse con tema tan
viscoso, hay que tener coraje literario. Como sólo un Céline pudo
hacerlo, Onetti crea en este cuento la más ardua calidad de obra
artística: la que se levanta a partir de lo desagradable, de lo abyecto.
Es ese tipo de literatura que si no llega a ser una obra maestra, se
convierte automáticamente en inmundicia. La hazaña de Onetti es haber
salvado su tema de este último infierno, tan temido.
«Yo quiero
expresar nada más que la aventura del hombre.» Esta declaración de
intenciones aparentemente mínimas, pertenece a Jun Carlos Onetti y consta
de un reportaje efectuado por Carlos María Gutiérrez. Por más que la
experiencia aconseje no prestar excesivo crédito al arte poética
de los creadores, conviene reconocer que ésta de Onetti, tan cautelosa,
es asimismo lo suficientemente amplia como para albergar no sólo su obra
en particular, sino casi toda la literatura contemporánea. Desde Marcel
Proust a Michel Butor, desde Italo Svevo a Cesare Pavese, desde James
Joyce a Lawrence Durrell, son varios los novelistas de este siglo que
podrían haber refrendado ese propósito de expresar nada más que la
aventura del hombre. Todo es relativo sin embargo; hasta la aventura.
Para Proust,
la aventura consiste en remontar el tiempo hasta ver cómo el pasado
proyecta «esa sombra de sí mismo que nosotros llamamos el porvenir»;
para Pavese, en cambio, la aventura es un destello instantáneo («la
poesía no nace de our life’s work, de la normalidad de nuestras
ocupaciones, sino de los instantes en que levantamos la cabeza y
descubrimos con estupor la vida»); para Butor, en fin, la aventura
consiste en rodear la peripecia de incontables círculos concéntricos,
todos hechos de tiempo. Y así sucesivamente. Ahora bien, ¿cuál será,
para Onetti, la aventura del hombre? Ya que su arte poética no
derrama mucha luz sobre el creador, tratemos de que esta vez sea la
creación la que ilumine el arte poética.
Con 12 libros
publicados en poco menos de treinta años, Onetti representa en nuestro
medio uno de los casos más definidos de vocación, dedicación y
profesión literarias. Desde El pozo hasta Juntacadáveres
este novelista ha logrado crear un mundo de ficción que sólo contiene
algunos datos (y, asimismo, varias parodias de datos) de la maltratada
realidad; lo demás es invención, concentración, deslinde. Pese a que
sus personajes no rehúyen la vulgaridad cotidiana, ni tampoco la
muletilla del coloquialismo vernáculo, por lo general se mueven (a
veces podría decirse que flotan) en un plano que tiene algo de irreal, de
alucinado, y en el que los datos verosímiles son poco más que débiles
hilvanes.
Hay,
evidentemente, como ya lo han señalado otros lectores críticos, una
formulación onírica de la existencia, pero quizá fuera más adecuado
decir insomne en lugar de onírico. En las novelas de Onetti es difícil
encontrar amaneceres luminosos, soles radiantes; sus personajes arrastran
su cansancio de medianoche en medianoche, de madrugada en madrugada. El
mundo parece desfilar frente a la mirada (desalentada, minuciosa,
inválida) de alguien que no puede cerrar los ojos y que, en esa tensión
agotadora, ve las imágenes un poco borrosas, confundiendo dimensiones,
yuxtaponiendo cosas y rostros que se hallan, por ley, naturalmente
alejados entre sí. Como sucede con otros novelistas de la fatalidad
(Kafka, Faulkner, Beckett), la lectura de un libro de Onetti es por lo
general exasperante. El lector pronto adquiere conciencia, y experiencia,
de que los personajes están siempre condenados; sólo resta la
posibilidad —no demasiado fascinante— de hacer conjeturas sobre los
probables términos de la segura condena.
Sin duda,
desde un punto de vista narrativo, este quehacer parece destinado a
arrastrar consigo una insoportable dosis de monotonía. Onetti ha sido el
primero en saberlo. No alcanza, para estar en condiciones de proponer un
mundo de ficción, con estar seguro, como lo está Onetti, del sinsentido
de la vida humana. No alcanza con dominar la técnica y los resortes del
oficio literario. La máxima sabiduría de este autor es haber reconocido,
penetrantemente y desde el comienzo, esa limitación temática que a
través de veintinueve años habría de convertirse en rasgo propio.
Desde El
pozo supo Onetti que su obra iba a ser un renovado, constante trazado
de proposiciones acerca de la misma encerrona, del mismo círculo vicioso
en que el hombre ha sido inexorablemente inscripto. En aquel primer
relato figuraba una reveladora declaración: «El amor es maravilloso y
absurdo, e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase de almas. Pero
la gente absurda y maravillosa no abunda, y las que lo son, es por poco
tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se
pierden.» Virtualmente, todas las novelas que siguieron a El pozo,
son historias de seres que empezaron a aceptar y se perdieron, como si
el autor creyese que en la raíz misma del ser humano estuviera la
inevitabilidad de su autodestrucción, de su propio derrumbe.
Poco después
de ese comienzo, Onetti tal vez haya intuido (o razonado, no importa) que
había dos caminos para convertir su cosmovisión en inobjetable
literatura. El primero: la creación de un trozo de geografía imaginaria,
que, aunque copioso en asideros reales, pudiera surtir de nombres, de
episodios y personajes, a todo su orbe novelístico, con el fin de que el
tronco común y el intercambio de referencias (como sucedáneos de una
más directa sustancia narrativa) sirvieran para estimular el mortecino
núcleo original de sus historias. Una compilación codificada de todas
las novelas de Onetti revelaría que aquí y allá se repiten nombres, se
reanudan gestos, se sobreentienden pretéritos. Ningún lector de esta
morosa saga podrá tener la cifra completa, podrá realizar la indagación
decisiva, esclarecedora, si no recorre todas sus provincias de tiempo y
de lugar, ya que ninguna de tales historias constituye un compartimiento
estanco; siempre hay un nombre que se filtra, un pasado que gotea sin
prisa enranciando el presente, convirtiendo en viscosa la probable
inocencia. Mediante esa correlación, Onetti construye una suerte de enigma
al revés, de misterio preposterado, donde la incógnita —como en su
maestro Faulkner— no es la solución sino el antecedente, no el
desenlace, sino su prehistoria. Esto es más importante de lo que pueda
parecer a simple vista, porque no sólo revela una modalidad. creadora de
Onetti, sino que, en última instancia, también sirve para desemejarlo de
Faulkner, su célebre, obligado precursor.
Es cierto que
el novelista norteamericano (por ejemplo, en Absalom, Absalom!)
perfora el tiempo a partir de una peripecia que se nos da desde el
comienzo; es cierto asimismo que esa novela consiste en una inmersión
en el pasado, gracias a la cual la anécdota se ilumina, adquiere sentido,
recorre su propia fatalidad. Pero también es cierto que cada personaje de
Faulkner posee una fatalidad distinta, particular, propia, mientras que en
Onetti la fatalidad es genérica: siempre ha de conducir a la misma
condena. Todos los personajes de Faulkner —como ha anotado Claude—Edmonde
Magney— han sido hechizados por el destino, pero todos tienen un destino
diferente. De ahí que en Onetti resulte más coadyuvante aún que en
Faulkner (y asimismo más funcional o inevitable) el recurso de desandar
el pasado, de rastrear en él la aparente motivación, porque si el
desenlace preestablecido (no por capricho, sino por legítima convicción
de su autor) es la condena, entonces parece bastante explicable que a
Onetti no le interese saber hacia dónde va el personaje (de todos modos,
él ya lo sabe, y el lector también), sino de dónde viene, porque es en
el pasado donde reside su única raigambre de misterio.
El otro camino
entrevisto desde el comienzo por Onetti para convertir su obsesión en
literatura, es el andamiaje técnico, el bordado estilístico. A medida
que se fue acercando a esa novelaclave que, hasta la aparición de El
astillero, fue considerada como su obra mayor (me refiero a La vida
breve) su oficio literario se fue enrareciendo, fanatizando en el
merodeo del detalle, en una vivisección vocabulista que provisoriamente
lo acercó a algunas de las más influyentes y diseminadas manías de
Jorge Luis Borges. Si las palabras de Jean Génet («la oscuridad es la
cortesía del autor hacia el lector») resultasen verdaderas, de inmediato
Onetti pasaría a ser el más cortés de nuestros literatos.
Paradójicamente,
ese barroquismo de la frase, de la imagen, de la adjetivación, no sirvió
para ocultar los trucos, sino para revelarlos. La vida breve no
es tan sólo importante como novela de gran aliento, como obra ambiciosa
parcialmente lograda, sino también, y principalmente, como medida de un
indudable viraje de su autor, como punto y aparte de su trayectoria.
Después de esa novela, y a partir de Los adioses (1954), Onetti
pudo apearse de la complicación verbal, del puntillismo estilístico.
No se bajó de golpe, claro, y es obvio que durante años ha venido
extrañando el cambio. Ni Los adioses (1954) ni Una tumba sin
nombre (1959) ni La cara de la desgracia (1960), alcanzan para
mostrar a un escritor capaz de transitar la llaneza estilística con la
misma seguridad que antes tuviera para lo complejo. Pero en El
astillero (1961) Onetti se acerca a un equilibrio casi perfecto, a una
economía artística que resulta algo milagrosa si se tiene en cuenta la
ingrata materia humana que maneja, el ejercicio del asco en que prefiere
inscribir su asentada, luctuosa sabiduría.
En apariencia,
El astillero sigue un orden cronológico, una línea de trazado
sinuoso, pero de segura dirección; el barroquismo ha desaparecido casi
totalmente de la adjetivación y el compás metafórico, provocando la
imprevista consecuencia de que las pocas veces en que se hace presente
(«A través de los tablones mal pulidos, groseramente pintados de azul,
Larsen contempló fragmentos rombales de la decadencia de la hora y del
paisaje, vio la sombra que avanzaba como perseguida, el pastizal que se
doblaba sin viento. Un olor húmedo, enfriado y profundo, un olor nocturno
o para ojos cerrados, llegaba del estanque») ocasione un efecto de
contraste, cree un lote de brillantes imágenes que se estaciona al
borde de la sordidez y momentáneamente la reivindica. En El astillero,
Onetti ha reservado la hondura y hasta la complejidad para el sentido
último de la historia, que es, como en sus obras anteriores, la obligada
aceptación de la incomunicación humana. Sólo en El pozo había
usado Onetti un lenguaje tan obediente al interés narrativo, tan poco
encandilado por el aislado destello verbal.
Muchos de los
más exitosos gambitos literarios de Onetti provienen de su habilidad
para trasladar (transformándolo) un procedimiento heredado, para apoyar
una técnica de segunda mano sobre bases de creación personal, por él
inauguradas. Así como ha transformado el fatalismo sureño de Faulkner
mediante el simple expediente de volverlo estático, incambiable; así
como ha trasplantado el regusto de Céline por la bazofia, mediante el
simple recurso de quitarle dinamismo e insuflarle un desaliento tanguero;
así también ha conseguido renovar otros procederes y técnicas,
exprimidos hasta el cansancio por varios lustros de influencias
encadenadas. Por ejemplo: Onetti crea un ámbito fantasmagórico, irreal,
sin recurrir a ninguna de las turtorías de la literatura fantástica;
nada más que valiéndose de convenciones realistas, de diálogos
creíbles, de seres aplastados, de monólogos interiores que sólo
adolecen de la improbabilidad de estar demasiado bien escritos. Que con
ese regodeo en lo vulgar, esa chatura cotidiana, esa impostación de lo
probable, haya podido levantar un mugriento, húmedo, neblinoso, pero
también alucinado alrededor, que a veces parece estar aguardando el
paso de la Carrera Fantasma, debe ser acreditado a la maña concertadora
de este escritor, a su capacidad de sugerir, más allá de los límites de
su mero lenguaje literario.
Pero hay un
traslado todavía más sutil. En El astillero, Onetti emplea una
técnica que hasta ahora había sido monopolizada por los poetas. Un poeta
suele partir de sobreentendidos; suele dar por obvios ciertos episodios
que sólo él y su sombra (en algunos casos, tan sólo su sombra) conocen;
suelen referirse, en las entrelíneas, a esa propiedad privada, como si
fuera vox populi y no vox Dei. Otros novelistas han
precedido a Onetti en la adopción de ese truco, pero —desde Max Frisch
hasta Lawrence Durrelltodos han sido víctimas del prejuicio de
explicarse; siempre concluyen por brindar las claves que al principio
trataron de escamotear. Onetti, en cambio, realizando también en su
obra esa vocación de solitario (y, a veces, de prescindente) que lo ha
mantenido tercamente al margen de grupos, revistas, compromisos y
manifiestos, siempre se guarda algún naipe en la manga, la baraja que
en definitiva no va a ceder a nadie, esa que seguramente romperá en
pedazos, en estricta soledad, ni siquiera frente al espejo. Detrás de los
sobreentendidos, el lector vislumbra la presencia de un creador que no
quiere darse nunca por entero, que cree en esa última inútil reserva,
como si allí pudiera concentrarse y justificarse un magro desquite contra
ese sinsentido de la vida que constituye su obsesión más firme, su
pánico más sereno y sobrecogedor.
En las líneas
generales, en la esfumada superficie, El astillero es
increíblemente simple: sólo la fantasmal empresa de un tal Petrus, sólo
un astillero situado junto a la conocida Santa María, que Brausen había
definido en La vida breve como «una pequeña ciudad colocada entre
un río y una colonia de labradores suizos»; un astillero ruinoso que no
tiene ni trabajo, ni obreros, ni clientes, sólo un Gerente Técnico y un
Gerente Administrativo, que llevan, sin embargo, planillas e improvisan el
cobro extraoficial de sus gajes mediante la malbaratada venta de antiguos
materiales. A ese anexo santamariano llega junta Larsen (el mismo Larsen
que había aparecido en las primeras páginas de Tierra de nadie;
el mismo Junta del penúltimo capítulo de La vida breve), Larsen
el proscripto, el gordo, cínico cincuentón que, junto a sus agrias
composiciones de lugar, todavía conserva una última disponibilidad de
fe, una dosis inédita de entusiasmo, una dulzona, miope ingenuidad.
Está
condenado, claro, porque es de Onetti; admitámoslo de una buena
vez para que no nos siga exasperando. Pero antes de alcanzar su condena,
antes de tragarla como una hostia, como un indigesto espíritu santo,
Larsen deberá recorrer su periplo, deberá sorprenderse frente a Gunz y
Gálvez (los gerentes de biógrafo), besar la frente perdida de Petrus,
rehusar la comunicación con la mujer de Gálvez, intentar la seducción
de la semitarada Angélica Inés, pero deberá también acostarse con
Josefina, la sirvienta, o sea, la mujer genérica, universal, usada.
Con el
abandono del barroquismo, con la consciente sobriedad de esta aventura
de este hombre llamado Larsen, ha quedado en evidencia un Onetti
que hasta ahora sólo había sido intuido, adivinado, a través de
promesas, símbolos, fisuras. En Para esta noche escribió Onetti
unas palabras introductorias que definían aquella novela como un cínico
intento de liberación. El astillero, ¿será algo de eso? En
opinión de Díaz Grey (ese comodín de Onetti que a veces es él mismo,
otras veces es sólo Díaz Grey, y otras más es alguien tan impersonal
que resulta Nadie), Larsen puede ser definido así: «Este hombre que
vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto
mujeres sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una
traición, sin origen, de dureza y coraje; que creyó de una manera y
ahora sigue creyendo de otra, que no nació para morir, sino para ganar
e imponerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como
un territorio infinito y sin tiempo en el que es forzoso avanzar y sacar
ventajas.» Antes, en La vida breve, junta Larsen había tenido
«una nariz delgada y curva y era como si su juventud se hubiera
conservado en ella, en su audacia, en la expresión imperiosa que la
nariz agregaba a la cara». Y más lejos aún, en Tierra de nadie,
Larsen había avanzado, «bajo y redondo, las manos en el sobretodo
oscuro», o había estado esperando, «gordo y cínico». Sí, Larsen fue
desde siempre, desde su origen literario, un cínico, pero cuando llega al
Astillero ya está gastado, maltratado, pobre, tan débil y doblado que se
resigna a la fe, una fe crepuscular, deshilachada («entonces, con
lentitud y prudencia, Larsen comenzó a aceptar que era posible compartir
la ilusoria gerencia de Petrus, Sociedad Anónima, con otras formas de la
mentira que se había propuesto no volver a frecuentar»); es un Larsen
que ha perdido dinamismo y capacidad de menosprecio, que ha perdido sobre
todo la monolítica entereza de lo sórdido, que se ha dejado seducir por
una postrera, tímida confianza, no importa que el pretexto de esa
confianza esté tan sucio y corrompido como el imposible futuro próspero
del Astillero; al igual que esos ateos inverecundos que en el último
abrir de ojos invocan a Dios, Larsen (que no usa seguramente a Dios) en su
última arremetida tiene la flaqueza de alimentar en sí mismo una
esperanza.
Por eso, si
bien El astillero es también, como Para esta noche, un
intento de liberación, no es empero, un cínico intento. Larsen ha sido
tocado por algo parecido a la piedad, ya que el autor no puede esta vez
ocultar una vieja comprensión, una tierna solidaridad hacia este
congénito vencido, hacia este vocacional de la derrota. Pasando por
encima de todos los cínicos, de todos los pelmas, de todos los
miserables, que pueblan el mundo de Onetti novelista, el personaje Larsen
tiende un cabo a su colega Eladio Linacero, que en El pozo había
formulado una profecía con apariencia de deseo: «Me gustaría escribir
la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que
mezclarse, queriendo o no.» Onetti ha ejecutado ahora aquel deseo de una
de sus criaturas. Aquí está escrita la historia del alma Larsen; y
hasta ha sido escrita sin los sucesos (sencillamente porque no hay
sucesos).
También
aparece con mayor claridad (debido tal vez a que, sin barroquismo, todo se
vuelve más claro) que Larsen, más definidamente aún que Linacero, o
que el Aránzuru de Tierra de nadie, o que el Ossorio de Para
esta noche o que el Blanes de «Un sueño realizado», no es una
figura aislada, un individuo, sino El Hombre. En un artículo sobre El
astillero, Ángel Rama señalaba la vertiente simbólica, pero es
posible ampliar el hallazgo. Onetti va de lo particular (Larsen) a lo
general (El Hombre), pero después regresa a lo particular, y El Hombre
pasa a ser además todo hombre, cada hombre, Onetti incluido. En el
castigo que, desde antiguo, Onetti viene infligiendo a sus personajes, hay
algo de sadismo, pero al cerrarse el circuito Larsen-El Hombre-Onetti, el
viento ya ha cambiado la dirección del castigo y éste pasa a llamarse
autoflagelación. Una autoflagelación que también tiene cabida en el
obsesivo tratamiento de la virginidad, de la adolescencia.
Allí ha
estado, para muchos personajes de Onetti, la única posibilidad de
pureza, de última verdad. En El astillero, el creador castiga
triplemente a Larsen: la virgen (Angélica Inés) que a los quince años
«se había desmayado en un almuerzo porque descubrió un gusano en una
pera», tiene alguna anormalidad mental («está loca», dice Díaz Grey,
«pero es muy posible que no llegue a estar más loca que ahora»); la
mujer de Gálvez, que representa para Larsen la única posibilidad de
comunicación, aparece ante sus ojos corrompida, primero por el embarazo,
luego por el alumbramiento, volviéndose por tanto inalcanzable; sólo
Josefina es asequible, pero Josefina es la mujer de siempre, su igual,
hecha de medida no ya para la comunicación, sino para que él tenga
conciencia de que se halla «en el centro de la perfecta soledad». Por
eso es triple el castigo: la virginidad (Angélica Inés) está
desbaratada por la locura, la comprensión (mujer de Gálvez) está
vencida por el alumbramiento, la posesión (Josefina) está arruinada
por la incomunicación.
Entonces uno
se da cuenta de que esta suerte de odio del creador hacia sí mismo (o
quizá sea más adecuado llamarle inconformidad) fue más bien una
constante a través de los 12 libros y los veintinueve años; sólo
que estuvo hábilmente camuflada por un verbalismo agobiador, por una
visión de lupa que al lector le mostraba el poro, aunque le hurtaba el
rostro. Fue necesario llegar a El astillero para encontrar un
Onetti que empuña por primera vez una segunda franqueza (¿brutal?,
¿químicamente pura?), un Onetti que por primera vez supera, al
comprenderlo, al transformarlo en arte, ese sentimiento de
autodestrucción y de castigo, un Onetti que por fin se inclina sobre ese
Larsen que (para él) es todos nosotros, y es también él mismo, a fin de
sentirlo «respirar con lágrimas».
¿Aventura del
hombre? Por supuesto que sí. Pero sobre todo la aventura del hombre
Onetti, que a través de los años y de los libros ha venido afinando
artísticamente su actitud solitaria, corroída, melancólica, deshecha,
hasta convertirla en este sobrio diagnóstico de derrota total que es El
astillero, hasta reivindicarla en una depurada y consciente piedad
hacia ese ser humano, que para Onetti es siempre el derrotado. Ni el
abandonado Astillero sirve ya para reparar barco alguno, ni el abandonado
individuo sirve ya reparar ninguna de las viejas confianzas. Pero en mi
ejemplar de El astillero quedó subrayado, sin embargo, un amago
de escapatoria, un sucedáneo de la esperanza: «Lo único que queda para
hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra,
sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada
acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la
mejor forma posible despreocupado del resultado final de lo que hace. Una
cosa y otra cosa, ajena, sin que importe que salgan bien o mal, sin que no
importe qué quieren decir. Siempre fue así: es mejor que tocar madera o
hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil empieza
a secarse, se desprende y cae.» Ahora que Onetti, con El astillero,
ha cumplido en la mejor forma posible, esperamos que su anuncio
tenga fuerza de ley; esperamos que en la lobreguez de su vasto mundo de
ficción la desgracia se entere de que es inútil, y empiece a secarse, y
se desprenda y caiga.
Después de
leídos y releídos los 12 libros de Onetti, uno tiene la
impresión de que en algún día (o año incompleto, o simple temporada)
del pasado, este autor debe haber concebido no sólo la idea de una Santa
María promedial y semiinventada, sino también la historia total de ese
enquistado mundo, con los respectivos pobladores y el correspondiente
tránsito de anécdotas. Uno tiene la impresión de que únicamente
después de haber creado, distribuido, correlacionado y fichado, ese
universo propio, Onetti pudo empezar calmosamente a escribir su saga.
Sólo a partir de una organización y un orden casi fanáticos, es posible
admitir la increíble capacidad del narrador para hacer que sus novelas
se crucen, se complementen, y hasta recíprocamente se justifiquen.
Sólo a partir de esa trama general, concertada y precisa hasta límites
exasperantes, es posible comprender que la historia narrada en Juntacadáveres
(1964), ya estuviera bosquejada en una novela de 1959, Una tumba sin
nombre (ver páginas 29 a 31); que, El astillero (1961), la
peripecia que luego es desarrollada en Juntacadáveres significa
un mero episodio en el pasado del protagonista; que el cuento «El
álbum», incluido en El infierno tan temido (1962), estuviera
atravesado por varios personajes que reaparecen en la novela más
reciente; y, sobre todo, que en el penúltimo capítulo de La vida
breve (1950) ya apareciera, como un misterioso diálogo marginal, la
misma conversación que, quince años más tarde, sirve de cierre a Juntacadáveres.
Recomiendo al lector un tranquilo cotejo de estos dos diálogos. Se
verá que algunas frases son textualmente reproducidas; otras, en
cambio, reaparecen con una leve variante, como si el autor hubiera querido
dejar constancia de la inevitable erosión, que, de recuerdo en recuerdo,
soportan las palabras.
Antes
destaqué, con referencia al cuento «Mascarada», cierta condición de
adelantado de la novela objetiva que podría ser reclamada por Onetti.
Pero ahora veo más claramente otro rasgo afín. Piénsese que una de las
novedades introducidas por Robbe-Grillet (Le voyeur) o Michen Butor
(L’emploi du temps) fue la omisión de un hecho fundamental
dentro de la minuciosa construcción de una novela. Pues bien, Onetti se
ha pasado omitiendo hechos importantes, pero en vez de confiarlos
eternamente a la vocación remendadora del lector cómplice, con tales
elusiones ha escrito nuevas novelas, en las cuales por supuesto también
hay sectores omitidos (algunos de ellos ya desarrollados en novelas
anteriores; otros, a desarrollar probablemente en novelas futuras).
Presumo que, para algún erudito de 1990, representará una desafiante
tentación el relevamiento de un índice codificado que incluya todos
los personajes onettianos, sus cruces y relaciones, así como las
anécdotas de cada novela que aparecen imbricadas en las demás.
Pese a todos
los presupuestos (mundo único, encerrona del hombre, derrota total) que
el lector de Onetti está dispuesto a admitir y reconocer en su obra, Juntacadáveres
significa un viraje, aun cuando, de una primera y apresurada lectura,
pueda inferirse una confirmación de aquellos presupuestos. Si El
astillero era una historia virtualmente despojada de sucesos, Juntacadáveres
en cambio es una historia con sucesos. Larsen (el personaje que
hiciera, creo, su primera aparición en Tierra de nadie) ahora abre
y regenta un prostíbulo en Santa María, pero la fructuosa empresa es
sólo un pretexto para enfrentar al farmacéutico y concejal Barthé con
el histriónico cura Bergner. Como consecuencia de la despiada pugna, el
único derrotado es Larsen, cuyo apodo Juntacadáveres recaba su origen de
una demostrada capacidad para conseguir que «gordas cincuentonas y viejas
huesosas» trabajen para él. Pero esa historia, primariamente
sórdida, se entrelaza con otra: la de Jorge Malabia (ya incorporado al
mundo de Onetti en Una tumba sin nombre y en «El álbum»)
extrañamente atraído por Julita, la viuda de su hermano, que cada día
inventa una puesta en escena distinta para su obsesión cardinal. La
relación entre tierna y monstruosa, que mantienen el lúcido adolescente
y la cuñada loca, se convierte (no sé si en cumplimiento de la voluntad
del autor, o a pesar de ella) en el centro narrativo de la novela. El
problema del prostíbulo, la consiguiente lucha entre el cura y el
boticario, el malón de tóxicos anónimos que van socavando las paces
conyugales del pueblo, la ambigua intervención de Marcos (hermano de
Julita) en contra y en pro de Larsen, la infaltable presencia del testigo
Díaz Grey, la relación de éste con el fidelísimo Vázquez (otro
conocido de relatos anteriores); todo eso pasa a un plano secundario,
aunque, eso sí, descrito con gran destreza formal y riqueza de lenguaje.
El paseo por
la ciudad, que las prostitutas Nelly e Irene llevan a cabo en su lunes de
asueto; las meditaciones de Díaz Grey sobre la tentación del suicidio y
la teoría del miedo; la descripción del demagógico silencio del cura;
el texto mismo de los anónimos (conviene transcribir esta obrita maestra
de la ponzoña: «Tu novio, Juan Carlos Pintos, estuvo el sábado de noche
en la casa de la costa. Impuro y muy posiblemente ya enfermo fue a
visitarte el domingo, almorzó en tu casa y te llevó a ti y a tu madre,
al cine. ¿Te habrá besado? ¿Habrá tocado la mano de tu madre, el pan
de tu mesa? Tendrás hijos raquíticos, ciegos y cubiertos de llagas, y
tú misma no podrás escapar al contagia de esas horribles enfermedades.
Pero otras desgracias, mucho antes, afligirán a los tuyos, inocentes de
culpa. Piensa en esto y busca la inspiración salvadora en la
oración»), son muestras de un asombroso dominio del oficio, incluidos
los efectos puros y los impuros. No obstante, aun justificado con esa
pericia, el tema del prostíbulo, no puede competir con el episodio del
adolescente y la loca, acaso como decisiva prueba de que los cadáveres
metafóricos juntados por el veterano Larsen, nada tienen que hacer
frente al cadáver de carne, de locura y de hueso, comprendido y querido
por Jorge Malabia, ese neófito del destino que en la última página
pronuncia una obscenidad, como absurda (y, sin embargo, pertinente)
manera de reencontrarse con la dulzura, la piedad, la alegría, y
también como única forma de abroquelarse contra el mundo normal y astuto
que lo está esperando más allá del final. En la obra de Onetti, Julita
puede ser considerada una más de las foras de pureza (un concepto que, en
éste y otros casos, el autor no vacila en asimilar a la locura)
extinguidas, o quizá salvaguardadas, en última instancia por la muerte.
Pero ésta es acaso la primera vez en que semejante rescate por
distorsión no deja como secuela la fatalizada actitud del «hombre sin
fe ni interés por su destino». En este libro, Onetti pone en boca de
Jorge Malabia la misma palabrota que pronunciara Eladio Linacero en la
primera de sus novelas. Sin embargo, y pese a la persistente influencia de
Pierre Cambronne, hay una visible distancia entre una y otra actitud. El
antiguo protagonista, después del exabrupto, seguía diciendo: «y ahora
estamos ciegos en la noche, atentos y sin comprender». Jorge
Malabia, en cambio, inmediatamente después de haberlo pronunciado, se
baja del insulto cosmoclasta para acceder a la comprensión, a la cifra de
un mundo por fin aprendido.
La verdad es
que, de todos modos, para el lector y el crítico de Onetti, Juntacadáveres
cumple una función despistadora. Por lo pronto me atrevería a decir que
esta novela es mucho más entretenida que cualquiera anteriores. Presumo
que el lector se estará preguntando si esto es elogio o es diatriba. La
verdad es que frecuentemente se confunde fluidez narrativa con
frivolidad, y viceversa; no falta quien considere el tedio estilístico
como casi sinónimo de la hondura. Juntacadáveres es entretenida
y no me parece justo reprocharle esa cualidad. Claro que no se trata del
magistral despojo, de la impecable concepción de El astillero;
seguramente Juntacadáveres no llega al nivel de esa obra mayor.
Conviene recordar, sin embargo, que El astillero es la
culminación de un largo recorrido, y por tanto Onetti pudo volcar en ese
libro lo más depurado de su oficio, los más insobornables de sus
descreimientos, lo más profundo de su corroída y corrosiva sapiencia.
Pero Juntacadáveres es otra cosa, otro camino, tal vez otra
actitud.
Ángel Rama ha
señalado con razón que «no es casual que la mayoría de las obras de
Onetti transcurran en lugares cerrados y en horas nocturnas, ni es
extraño que sean escasas las referencias al paisaje natural, el cual
tiende a manifestarse surrealísticamente, en estado de descomposición
alucinatoria». Pero, ¿se ha fijado alguien en el paisaje, en el aire
libre de esta nueva novela? Compárese el alucinado, pero también
neblinoso y sucio alrededor, de El astillero, con esta descripción
insólitamente aireada, incluida en la nueva novela: «El olor de los
jazmines invadió a Santa María con su excitación sin objeto, con sus
evocaciones apócrifas; fue llegando diariamente como una baja y larga ola
blanca...», y luego: «Noviembre se llenó de asombros triviales por el
exceso de jazmines y en su mitad fue un noviembre normal, reconocible, con
precios y cifras de las cosechas, con renovadas discusiones sobre puentes,
caminos y tarifas de transportes, con noticias de casamientos y muertes.»
Tengo la impresión de que tanto la cualidad amena como el enriquecimiento
del alrededor, responden a un cambio sustancial en la actitud de Onetti.
Una transformación que no es tan visible, porque el tema elegido (la
instalación del prostíbulo, frente al plúmbeo puritanismo, frente a la
hipocresía provinciana) lleva implícitas connotaciones tan sórdidas,
que el lector ingresa en la novela esperando la agotada cosmovisión de
siempre. No la halla, al menos como gesto totalizador, y el chasco puede
automáticamente convertirse en desconfianza, como si la (todavía
tímida) vitalidad que respira la novela fuera una suerte de traición a
la ya veterana complicidad del lector, a su demostrada baquía en los
meandros del mundo onettiano. Reconozco que Juntacadáveres es una
novela desigual, que aquí y allá deja personajes y cabos sueltos, con
zonas varias de decaimiento literario; pese a ello, no puedo avalar el
diagnóstico negativo emitido por otros críticos. Después de El
astillero y su veta gloriosamente agotada, la última novela me
parece una nueva apertura que puede deparar formidables sorpresas. Hasta El
astillero inclusive, tuve la impresión de asistir, como lector, a un
proceso (notablemente descrito) de deterioro. Ahora, frente a Juntacadáveres,
me parece reconocer un Onetti renovado. Como si después de la madurez, no
fueran obligatorios el desgaste, la corrosión. Todo pronóstico parece
aún prematuro, pero Juntacadáveres, con su entrenada y
prometedora inmadurez, podría ser también un punto de partida, el
comienzo de un buen talante creador. Sin abandonar los temas y los
ambientes que desde siempre lo obseden, sin reconciliarse con el absurdo
llamado destino, sin exiliarse de sus viejos pánicos, Onetti parece haber
trazado dos rayas sobrias y conclusivas debajo de la suma de sus
consternaciones, para abrir de inmediato una cuenta nueva, una revisada
disposición de ánimo. En Juntacadáveres hay, como siempre, seres
fatigados, prostituidos, deshechos; pero lo nuevo es cierta tensión
vital, cierta capacidad de recuperación, cierto impulso hacia adelante y
hacia arriba. No es mucho, pero acaso Juntacadáveres sea el primer
desprendimiento de la desgracia. Por algo vuelven al diálogo los temas
políticos, las nomenclaturas sociales, que no aparecían desde las
novelas de la primera época.
La recorrida
curiosa, ingenua, bien dispuesta, de Nelly e Irene; la sólida capacidad
de comunicación de María Bonita; el duro aprendizaje del amor que
realiza Jorge Malabia; la plebeya lucidez de Rita; sirven para verificar
que Onetti ha escapado, o está escapando, a la tentación del circular
y obsesivo regodeo en la fatalidad. «Volvió a sentir», dice el autor
refiriéndose a Díaz Grey, «con tanta intensidad como cinco años
atrás, pero con una cariñosa curiosidad que no había conocido
antes, la tentación del suicidio». Esa puede ser también la actitud del
actual Onetti, ya no frente al suicidio, sino frente a lo fatal: una
cariñosa curiosidad. Pero la curiosidad y el cariño no forman parte de
la muerte, sino de la vida. Y eso se nota. Santa María y sus hechos no
han variado en su aspecto exterior. No obstante, cabe recordar, como fue
dicho en El pozo (hace casi treinta años), que «los hechos son
siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que
los llene». Eso es lo que ha variado: el sentimiento. Y es de esperar
que el cambio ayude a Onetti a convertir su vieja derrota metafísica en
una nueva victoria de su arte.
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