Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Juan Carlos Onetti y la aventura del hombre
Mario Benedetti

Originalmente publicado en
Juan Carlos Onetti.
La Habana: Casa de las Américas.

Reproducido en
Homenaje a Juan Carlos Onetti. Helmy F. Giacoman, Editor.
New York: L. A. Publishing Company, 1974




          La atmósfera de las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onetti, dominados y justificados por su carga subjetiva, estaba anunciada en una de las confesiones finales de El pozo (su primer libro, pu­blicado en 1939): «Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella.» Ni Arán­zuru (en Tierra de nadie) ni Ossorio (en Para esta noche) ni Brausen (en La vida breve) ni Larsen (en El astillero) dejaron de ser ese hombre solitario, cuya obsesión es contemplar cómo la vida lo rodea, se cumple como un rito y él nada tiene que ver con ella.
          Cada novela de Onetti es un intento de complicarse, de intro­ducirse de lleno y para siempre en la vida, y el dramatismo de sus ficciones deriva precisamente de una reiterada comprobación de la ajenidad, de la forzosa incomunicación que padece el prota­gonista y, por ende, el autor. El mensaje que éste nos inculca, con distintas anécdotas y en diversos grados de indirecto realismo, es el fracaso esencial de todo vínculo, el malentendido global de la existencia, el desencuentro del ser con su destino.
          El hombre de Onetti se propone siempre un mano a mano con la fatalidad. En Para esta noche, Ossorio no puede convencerse de la posibilidad de su fuga y es a ese descreimiento que debe su ternura ocasional hacia la hija de Barcala. Sólo es capaz de una moderada —y equívoca— euforia sentimental, a plazo fijo, cuando querer hasta la muerte significa lo mismo que hasta esta noche. En La vida breve llega a tal extremo el convencimiento de Brausen de que toda escapatoria se halla clausurada, que al comprobar que otro, un ajeno, ha cometido el crimen que él se había reservado, protege riesgosamente al homicida mejor aún de lo que suele pro­tegerse a sí mismo. Para él, Ernesto es un mero ejecutor, pero el crimen es inexorablemente suyo, es el crimen de Brausen. La única explicación de su ayuda a Ernesto, es su obstinado deseo de que el crimen le pertenezca. Lo protege, porque con ello defiende su destino. La vida breve es, en muchos sentidos, demostrativa de las intenciones de Onetti. En Para esta noche, en Tierra de nadie, había planeado su obsesión; en La vida breve, en cambio, intenta darle alcance. Emir Rodríguez Monegal ha señalado que La vida breve cierra, en cierto sentido, ese ciclo documental abierto diez años atrás por El pozo. El ciclo se cierra, efectivamente, pero en una semiconfesión de impotencia, o más bien de imposibilidad: el ser no puede confundirse con el mundo, no logra mezclarse con la vida. De esa carencia arranca paradójicamente otro camino, otra posibilidad: el protagonista crea un ser imaginario que se confunde con su existencia y en cuya vida puede confundirse. La solución irreal, ya en el dominio de lo fantástico, admite la insuficiencia de ese mismo realismo que parecía la ruta preferida del novelista y traduce el convencimiento de que tal realismo era, al fin de cuen­tas, un callejón sin salida.
          Sin embargo, no es en La vida breve donde por primera vez Onetti recurre a este expediente. Paralelamente a sus novelas, el narrador ha construido otro ciclo, acaso menos ambicioso, pero igualmente demostrativo de su universo, de las interrogaciones que desde siempre lo acosan. En dos volúmenes de relatos: Un sueño realizado y otros cuentos (1951) y El infierno tan temido (1962), ha desarrollado temas menores dentro de la estructura y el espacio adecuados. A diferencia de otros narradores uruguayos, ha hecho cuentos con temas de cuento, y novelas con temas de novela.
          Es en «Un sueño realizado», el relato más importante del pri­mer volumen, donde recurre francamente a una solución de índole fantástica, y va en ese terreno más allá de Coleridge, de Wells y de Borges. Ya no se trata de una intrusión del sueño en la vigilia, ni de la vulgar pesadilla premonitoria, sino más bien de forzar a la realidad a seguir los pasos del sueño. La reconstrucción, en una escena artificiosamente real, de todos los datos del sueño, provoca también una repetición geométrica del desenlace. El autor elude expresar el término del sueño; ésta es en realidad la incógnita que nunca se despeja, pero es posible aclarar paralelamente al des­enlace de la escena. En cierto sentido, el lector se encuentra algo desacomodado, sobre todo ante el último párrafo, que en un primer enfrentamiento siempre desorienta. Desde el principio del cuento, la mujer brinda datos a fin de que Blanes y el narrador consigan reconstruir el sueño con la mayor fidelidad. Así recurre a la mesa verde, la verdulería con cajones de tomate, el hombre en un banco de cocina, el automóvil, la mujer con el jarro de cerveza, la caricia final. Pero cuando se construye efectivamente la escena, se agrega a estas circunstancias un hecho último y decisivo: la muerte de la mujer, que no figuraba en el planteo inicial. El desacomodamiento del lector proviene de que hasta ese momento la realidad se cal­caba del sueño, es decir, que los pormenores del sueño permitían formular la realidad, y ahora, en cambio, el último pormenor de la escena permite rehacer el desenlace del sueño. Es este desenlace —sólo implícito— del sueño, el que transforma la muerte en sui­cidio. El lector que ha seguido un ritmo obligado de asociaciones, halla de pronto que éste se convierte en otro, diametralmente opuesto al anunciado por la mujer.
          No es esta forzosa huida del realismo, el único ni el principal logro de «Un sueño realizado». Cuando el narrador presenta a la mujer, confiesa no haber adivinado, a la primera mirada, lo que había dentro de ella «ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con sua­ves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, para venir a fajarme con ella, como a fina momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida», y agrega: «La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarme de ella, lo que siento ahora que la recuerdo caminar hacia mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días.» Es decir que ésta también es una rechazada, alguien que no pudo introducir su soledad en la vida de los otros, pero sin que esto llegue a serle de ningún modo indiferente; por el contrario, le resulta de una importancia terri­ble, sobrecogedora.
          Cuando ella le explica a Blanes cómo será la escena, y concluye diciéndole: «Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme», ella sabe efectivamente que alcanzará su edad (la de la chica que debió ser) en ese momento y podrá así quebrarse en silencio, desmoro­narse roída por el trabajo sigiloso de los días. Esa propensión deli­berada hacia la caricia del hombre, ese elegir la muerte como quien elige un ideal, fijan inmejorablemente su ternura fósil, desecada, aunque obstinadamente disponible. Para ella, Blanes no representa a nadie; es sólo una mano que acaricia, es decir, el pasado que acude a rehabilitarse de su egoísmo, de su rechazo torpe, soste­nido. La caricia de Blanes es la última oportunidad de perdonar al mundo. En «un sueño realizado», Onetti aísla cruelmente al ser solitario e indeseable, superior a la tediosa realidad que construye, superior a sus escrúpulos y a su cobardía, pero irremediablemente inferior a su mundo imaginario.
          Los cuentos de Onetti tienen, no bien se los compara con sus novelas, dos diferencias notorias: la obligada restricción del planteo, que simplifica, afirmándolo, su dramatismo, y también el relativo abandono —o el traslado inconsciente— de la carga subjetiva que en las novelas soporta el protagonista y que constituye por lo ge­neral una limitación, una insistencia a veces monótona del narrador. La simetría, que en las novelas parece evidente en La vida breve (el asesinato de la Queca se halla en el vértice mismo del argu­mento) y más disimulada en El astillero (la entrevista de Larsen con el viejo Petrus, que en muchos sentidos da la clave de la obra, tiene lugar en el centro de la novela), constituye en los cuentos una modalidad técnica. Siempre hay un movimiento de ida y otro de vuelta, una mitad preparatoria y otra definitiva. En la primera parte de «Un sueño realizado» la mujer cuenta su sueño; en la segunda, se construye la escena. También en «Bienvenido Bob», el narrador diferencia hábilmente al adolescente del comienzo, «casi siempre solo, escuchando jaz, la cara soñolienta, dichosa, pálida», del Roberto final, «de dedos sucios de tabaco», «que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una gorda mujer a quien nombra ‘miseñora’». En «Esberg, en la costa», la estafa separa dos zonas bien diferenciadas en las rela­ciones de Kirsten y Montes. En «La casa en la arena», la llegada de Molly transforma el clima y provoca las reacciones siniestras, faulknerianas, del Colorado.
          Ese vuelco deliberado, que significa en Onetti casi una teoría del cuento, no quita expectativa a sus ficciones. La mitad prepa­ratoria suele enunciar los caminos posibles; la final, pormenoriza la elección.
          En los cuentos de Onetti —y, de hecho, también en sus no­velas— es poco lo que ocurre. La trama se construye alrededor de una acción grave, fundamental, que justifica la tensión creada hasta ese instante y provoca el diluido testimonio posterior. Con excepción de «Un sueño realizado» —cuya solución remite a un mero regreso a su desenlace— los otros cuentos del primer volumen carecen precisamente de solución. Existe una esforzada insistencia en descubrir el medio (con sus pormenores, sus datos, sus inanes requisitos) en que el relato se suspende. Existe asimismo el evidente propósito de fijar las nuevas circunstancias que, a partir del punto anal, agobiarán al personaje.
          Nada culmina en «Bienvenido Bob», como no sea el increíble desquite, pero en el último párrafo se establece la cronicidad de un presente que seguirá girando alrededor de Roberto hasta agotar su voluntad de regreso, su capacidad de recuperación: «Voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen la luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y acepta: protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo y las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, mo­viéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.» Nada culmina tampoco en «Esbjerg, en la costa», pero Montes «terminó por convencerse de que tiene el deber de acompañarla (a Kirsten), que así paga en cuotas la deuda que tiene con ella, como está pagando la que tiene conmigo; y ahora, en esta tarde de sábado como en tantas noches y mediodías (...) se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va ( ...) y cuando el barco comienza a mo­verse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asom­brosa cuando nos ponemos a pensar». De modo que la tarde de sábado es también allí un presente crónico, un incambiable motivo de separación, que desde ya, corrompe todo el tiempo e invalida toda escapatoria.
          En cuanto se desprende de sus relatos, puede inferirse que el mensaje de Onetti no incluye, ni pretende incluir, sugerencias cons­tructivas. Sin embargo, resulta fácil advertir que el hombre de estos cuentos se aferra a una posibilidad que lentamente se evade de su futuro inmediato. Roberto tiende, sin esperanza, a recuperar la juventud de Bob; Kirsten no puede olvidar su Dinamarca, y Montes no puede olvidar la Dinamarca de Kirsten; sólo la mujer de «Un sueño realizado» consigue su caricia, a costa de desaparecer.
          Lo peculiar de todo esto es que la actitud de Onetti —como dice Orwell acerca de Dickens— «ni siquiera es destructiva. No hay ningún indicio de que desee destruir el orden existente, o de que crea que las cosas serían muy diferentes si aquél lo fuera». Onetti dice pasivamente su testimonio, su versión cruel, agriamente resignada, del mundo contra el que se estrella; pero arrastra con­sigo un indisimulado convencimiento de que no incumbe obligada­mente a la literatura modificar las condiciones —por deplorables que resulten— de la realidad, sino expresarlas con elaborado rigor, con una fidelidad que no sea demasiado servil. Es claro que estos cuentos no logran transmitir en su integridad el clima oprimente de Onetti ni todos los matices de su mundo imaginario. Sus no­velas resultan siempre más agobiadoras. Eladio Linacero padece una soledad más inapreciable y más cruel que la del último Bob; Brausen realiza sueños más vastos que la mujer acariciada por Blanes; el Díaz Grey de La vida breve está en varios aspectos más encanallado que su homónimo de «La casa de la arena»; el Larsen de El astillero está más seguro en su autoflagelación que el Montes de «Esbjerg, en la costa». No obstante, esos relatos breves son imprescindibles para apreciar ciertas gradaciones de su enfoque, de su visión agónica de la existencia, que no siempre recogen las novelas. Los cuentos parecen asimismo (con excepción de «El in­fierno tan temido») menos crueles, menos sombríos. Por alguna hendidura penetra a veces una disculpa ante el destino, un breve resplandor de confianza, que los Brausen, los Ossorio, los Arán­zuru, los Linacero, no suelen irradiar ni percibir. Cofianza que, por otra parte, no es ajena a «la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar».
          Entre el primero y el segundo de los volúmenes de cuentos publicados por Onetti, hay otro relato, titulado «Jacob y el otro», que obtuvo la primera de las menciones en el concurso literario que en 1960 fuera convocado por la revista norteamericana Life en español. Situado, como la mayor parte de sus narraciones, en la imaginaria y promedial Santa María, «Jacob y el otro» abarca un episodio independiente, basado en dos personajes (el luchador Jacob van Oppen y su representante el Comendador Orsini) que sólo están de paso. Santa María los recibe, a fin de presenciar una demostración de lucha y un posible desafío, en el que estarán en juego 500 pesos. El desafiante es un almacenero turco, joven y gigantesco, pero su verdadera promotora es la novia («pequeña intrépida y joven, muy morena y con la corta nariz en gancho los ojos muy claros y fríos») que precisa como el pan los 500 pesos, ya que está encinta y necesita el dinero para la obligato­ria boda.
          Con este planteamiento y la aprensión de Orsini por la actual miseria física de su pupilo, Onetti construye un cuento acre y compacto, mediante sucesivos enfoques desde tres ángulos: el mé­dico, el narrador, el propio Orsini. Con gran habilidad, el escritor hace entender al lector que quienes gobiernan el episodio son la novia del turco y Orsini, mientras que Jacob y el desafiante son meros instrumentos; pero en el desenlace uno de esos instrumentos se rebela y pasa a actuar por sí mismo. Aunque Onetti empieza por contar ese desenlace (en la versión del médico que opera al gigante maltrecho), en realidad el lector ignora de qué luchador se trata; sólo imagina el nombre, y por lo común imagina mal. Lo que verdaderamente pasó, sólo se sabrá en las últimas páginas. Es un relato cruel, despiadado, en que los personajes dejan al aire sus peores raíces; por tanto, no invita a la adhesión. Pero con personajes desagradables y hasta crapulosos, puede hacerse buena literatura, y el cuento de Onetti es una inmejorable demostración de esa antigua ley.
          El volumen que se titula El infierno tan temido, incluye, ade­más del relato que le da nombre, otros tres: «Historia del caba­llero de la rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput», «El álbum» y «Mascarada». Este último es, seguramente, el menos eficaz de todos los cuentos publicados hasta ahora por Onetti. La anécdota es poco más que una viñeta, pero soporta una cargazón de símbolos y semisímbolos, que la agobian hasta frustrarla. No obstante, puede tener cierto interés para la historia de nuestra narrativa. Se trata de un cuento publicado separadamente hace varios años, cuando todavía no estaba de moda la novela objetiva. Si se lee el cuento con atención, se verá que el personaje María Esperanza está visto (por cierto que muy primitivamente) como objeto, y como tal se lo describe, sin mayor indagación en su inti—midad. «El álbum» cuenta, como casi todas las narraciones de Onetti, una aventura sexual. Pero —también como en casi todas­planea sobre la aventura un reducido misterio, un arcano de oca­sión, que oficia de pretexto, de justificación para lo sórdido. El muchacho de Santa María que se vincula a una desconocida, a una extraña que «venía del puerto o de la ciudad con la valija liviana de avión, envuelta en un abrigo de pieles que debían sofocarla», juega con ella el juego de la mentira, de los viajes imaginarios, de la ficción morosamente levantada, palmo a palmo. Pero cuando la mujer se va y sólo queda su valija, el crédulo se enfrenta con un álbum donde innumerables fotografías testimonian que los viajes narrados por la mujer no eran el deslumbrante impulso de su ima­ginación, sino algo mucho más ramplón: eran meras verdades. Ese desprestigio de la verdad está diestramente manejado por Onetti, que no puede evitar ser corrosivo, pero en esa inevitabilidad funda una suerte de tensión, de ímprobo patetismo.
          En «El Caballero de la Rosa» el logro es inferior. Hay un buen tema, una bien dosificada expectativa, tanto en la grotesca vinculación de la acaudalada doña Mina con una pareja caricatural, como en el proceso que lleva a la redacción del testamento. Pero la expectativa conduce a poca cosa, y el agitadísimo final sólo parece un flojo intento de construir un efecto. Hay buenos mo­mentos de prosa más o menos humorística, pero si se recuerda la excepcional destreza que Onetti ha puesto otras veces al servicio de sus temas, este relato pasa a ser de brocha gorda. En compen­sación, «El infierno tan temido» es el mejor cuento publicado hasta hoy por Onetti. En su acepción más obvia, es sólo la historia de una venganza; pero en su capa más profunda, es algo más que eso. Risso, el protagonista, se ha separado de su mujer, a conse­cuencia de una infidelidad de extraño corte (ella se acostó con otro, pero sólo como una manera de agregar algo a su amor por Risso). La mujer desaparece, y al poco tiempo empieza a enviar (a él, y a personas con él relacionadas) fotos obscenas que, increí­blemente, van documentando su propia degradación. Risso llega a interpretar esa agresiva publicidad, ese calculado desparramo de la impudicia, como una insólita, , desesperada prueba de amor. Y quizá (pese al testimonio de alguien que narra en tercera persona y adjetiva violentamente contra la mujer) tuviera razón. Lo cierto es que el último envío acierta «en lo que Risso tenía de veras de vulnerable»; acierta, en el preciso instante en que el hombre había resuelto volver con ella. Lucien Mercier ha escrito que este cuento «es una introducción al suicidio». Yo le quitaría la palabra intro­ducción: es el suicidio liso y llano. La perseverancia con que Risso construye su interpretación, esa abyección que él transfigura en prueba de amor, demuestra algo así como una inconsciente volun­tad de autodestrucción, como una honda vocación para ser estafado. En rigor, es él mismo quien cierra las puertas, clausura sus escapes, crea un remedo de credulidad para que el golpe lo voltee mejor. De tan mansa que es, de tan mentirla o tan inexperta, su bondad se vuelve sucia, más sucia acaso que la metódica, entrenada venganza de que es objeto. Para meterse con tema tan viscoso, hay que tener coraje literario. Como sólo un Céline pudo hacerlo, Onetti crea en este cuento la más ardua calidad de obra artística: la que se levanta a partir de lo desagradable, de lo abyecto. Es ese tipo de literatura que si no llega a ser una obra maestra, se convierte automáticamente en inmundicia. La hazaña de Onetti es haber salvado su tema de este último infierno, tan temido.
          «Yo quiero expresar nada más que la aventura del hombre.» Esta declaración de intenciones aparentemente mínimas, pertenece a Jun Carlos Onetti y consta de un reportaje efectuado por Carlos María Gutiérrez. Por más que la experiencia aconseje no prestar excesivo crédito al arte poética de los creadores, conviene reconocer que ésta de Onetti, tan cautelosa, es asimismo lo suficientemente amplia como para albergar no sólo su obra en particular, sino casi toda la literatura contemporánea. Desde Marcel Proust a Michel Butor, desde Italo Svevo a Cesare Pavese, desde James Joyce a Lawrence Durrell, son varios los novelistas de este siglo que po­drían haber refrendado ese propósito de expresar nada más que la aventura del hombre. Todo es relativo sin embargo; hasta la aventura.
          Para Proust, la aventura consiste en remontar el tiempo hasta ver cómo el pasado proyecta «esa sombra de sí mismo que nosotros llamamos el porvenir»; para Pavese, en cambio, la aventura es un destello instantáneo («la poesía no nace de our life’s work, de la normalidad de nuestras ocupaciones, sino de los instantes en que levantamos la cabeza y descubrimos con estupor la vida»); para Butor, en fin, la aventura consiste en rodear la peripecia de incon­tables círculos concéntricos, todos hechos de tiempo. Y así suce­sivamente. Ahora bien, ¿cuál será, para Onetti, la aventura del hombre? Ya que su arte poética no derrama mucha luz sobre el creador, tratemos de que esta vez sea la creación la que ilumine el arte poética.
          Con 12 libros publicados en poco menos de treinta años, Onetti representa en nuestro medio uno de los casos más defini­dos de vocación, dedicación y profesión literarias. Desde El pozo hasta Juntacadáveres este novelista ha logrado crear un mundo de ficción que sólo contiene algunos datos (y, asimismo, varias paro­dias de datos) de la maltratada realidad; lo demás es invención, concentración, deslinde. Pese a que sus personajes no rehúyen la vulgaridad cotidiana, ni tampoco la muletilla del coloquialismo ver­náculo, por lo general se mueven (a veces podría decirse que flotan) en un plano que tiene algo de irreal, de alucinado, y en el que los datos verosímiles son poco más que débiles hilvanes.
          Hay, evidentemente, como ya lo han señalado otros lectores críticos, una formulación onírica de la existencia, pero quizá fuera más adecuado decir insomne en lugar de onírico. En las novelas de Onetti es difícil encontrar amaneceres luminosos, soles radiantes; sus personajes arrastran su cansancio de medianoche en mediano­che, de madrugada en madrugada. El mundo parece desfilar frente a la mirada (desalentada, minuciosa, inválida) de alguien que no puede cerrar los ojos y que, en esa tensión agotadora, ve las imá­genes un poco borrosas, confundiendo dimensiones, yuxtaponiendo cosas y rostros que se hallan, por ley, naturalmente alejados entre sí. Como sucede con otros novelistas de la fatalidad (Kafka, Faulk­ner, Beckett), la lectura de un libro de Onetti es por lo general exasperante. El lector pronto adquiere conciencia, y experiencia, de que los personajes están siempre condenados; sólo resta la posibi­lidad —no demasiado fascinante— de hacer conjeturas sobre los probables términos de la segura condena.
          Sin duda, desde un punto de vista narrativo, este quehacer parece destinado a arrastrar consigo una insoportable dosis de monotonía. Onetti ha sido el primero en saberlo. No alcanza, para estar en condiciones de proponer un mundo de ficción, con estar seguro, como lo está Onetti, del sinsentido de la vida humana. No alcanza con dominar la técnica y los resortes del oficio literario. La máxima sabiduría de este autor es haber reconocido, penetrante­mente y desde el comienzo, esa limitación temática que a través de veintinueve años habría de convertirse en rasgo propio.
          Desde El pozo supo Onetti que su obra iba a ser un renovado, constante trazado de proposiciones acerca de la misma encerrona, del mismo círculo vicioso en que el hombre ha sido inexorable­mente inscripto. En aquel primer relato figuraba una reveladora declaración: «El amor es maravilloso y absurdo, e, incomprensible­mente, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda, y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden.» Virtualmente, todas las novelas que siguieron a El pozo, son his­torias de seres que empezaron a aceptar y se perdieron, como si el autor creyese que en la raíz misma del ser humano estuviera la inevitabilidad de su autodestrucción, de su propio derrumbe.
          Poco después de ese comienzo, Onetti tal vez haya intuido (o razonado, no importa) que había dos caminos para convertir su cosmovisión en inobjetable literatura. El primero: la creación de un trozo de geografía imaginaria, que, aunque copioso en asideros reales, pudiera surtir de nombres, de episodios y personajes, a todo su orbe novelístico, con el fin de que el tronco común y el intercambio de referencias (como sucedáneos de una más directa sustancia narrativa) sirvieran para estimular el mortecino núcleo original de sus historias. Una compilación codificada de todas las novelas de Onetti revelaría que aquí y allá se repiten nombres, se reanudan gestos, se sobreentienden pretéritos. Ningún lector de esta morosa saga podrá tener la cifra completa, podrá realizar la indagación decisiva, esclarecedora, si no recorre todas sus provin­cias de tiempo y de lugar, ya que ninguna de tales historias cons­tituye un compartimiento estanco; siempre hay un nombre que se filtra, un pasado que gotea sin prisa enranciando el presente, con­virtiendo en viscosa la probable inocencia. Mediante esa correla­ción, Onetti construye una suerte de enigma al revés, de misterio preposterado, donde la incógnita —como en su maestro Faulkner— no es la solución sino el antecedente, no el desenlace, sino su pre­historia. Esto es más importante de lo que pueda parecer a simple vista, porque no sólo revela una modalidad. creadora de Onetti, sino que, en última instancia, también sirve para desemejarlo de Faulkner, su célebre, obligado precursor.
          Es cierto que el novelista norteamericano (por ejemplo, en Absalom, Absalom!) perfora el tiempo a partir de una peripecia que se nos da desde el comienzo; es cierto asimismo que esa no­vela consiste en una inmersión en el pasado, gracias a la cual la anécdota se ilumina, adquiere sentido, recorre su propia fatalidad. Pero también es cierto que cada personaje de Faulkner posee una fatalidad distinta, particular, propia, mientras que en Onetti la fatalidad es genérica: siempre ha de conducir a la misma condena. Todos los personajes de Faulkner —como ha anotado Claude—Ed­monde Magney— han sido hechizados por el destino, pero todos tienen un destino diferente. De ahí que en Onetti resulte más coadyuvante aún que en Faulkner (y asimismo más funcional o in­evitable) el recurso de desandar el pasado, de rastrear en él la aparente motivación, porque si el desenlace preestablecido (no por capricho, sino por legítima convicción de su autor) es la condena, entonces parece bastante explicable que a Onetti no le interese saber hacia dónde va el personaje (de todos modos, él ya lo sabe, y el lector también), sino de dónde viene, porque es en el pasado donde reside su única raigambre de misterio.
          El otro camino entrevisto desde el comienzo por Onetti para convertir su obsesión en literatura, es el andamiaje técnico, el bordado estilístico. A medida que se fue acercando a esa novela­clave que, hasta la aparición de El astillero, fue considerada como su obra mayor (me refiero a La vida breve) su oficio literario se fue enrareciendo, fanatizando en el merodeo del detalle, en una vivisección vocabulista que provisoriamente lo acercó a algunas de las más influyentes y diseminadas manías de Jorge Luis Borges. Si las palabras de Jean Génet («la oscuridad es la cortesía del autor hacia el lector») resultasen verdaderas, de inmediato Onetti pasaría a ser el más cortés de nuestros literatos.
          Paradójicamente, ese barroquismo de la frase, de la imagen, de la adjetivación, no sirvió para ocultar los trucos, sino para revelar­los. La vida breve no es tan sólo importante como novela de gran aliento, como obra ambiciosa parcialmente lograda, sino también, y principalmente, como medida de un indudable viraje de su autor, como punto y aparte de su trayectoria. Después de esa novela, y a partir de Los adioses (1954), Onetti pudo apearse de la compli­cación verbal, del puntillismo estilístico. No se bajó de golpe, claro, y es obvio que durante años ha venido extrañando el cambio. Ni Los adioses (1954) ni Una tumba sin nombre (1959) ni La cara de la desgracia (1960), alcanzan para mostrar a un escritor capaz de transitar la llaneza estilística con la misma seguridad que antes tuviera para lo complejo. Pero en El astillero (1961) Onetti se acerca a un equilibrio casi perfecto, a una economía artística que resulta algo milagrosa si se tiene en cuenta la ingrata materia hu­mana que maneja, el ejercicio del asco en que prefiere inscribir su asentada, luctuosa sabiduría.
          En apariencia, El astillero sigue un orden cronológico, una línea de trazado sinuoso, pero de segura dirección; el barroquismo ha desaparecido casi totalmente de la adjetivación y el compás meta­fórico, provocando la imprevista consecuencia de que las pocas ve­ces en que se hace presente («A través de los tablones mal pulidos, groseramente pintados de azul, Larsen contempló fragmentos rom­bales de la decadencia de la hora y del paisaje, vio la sombra que avanzaba como perseguida, el pastizal que se doblaba sin viento. Un olor húmedo, enfriado y profundo, un olor nocturno o para ojos cerrados, llegaba del estanque») ocasione un efecto de con­traste, cree un lote de brillantes imágenes que se estaciona al borde de la sordidez y momentáneamente la reivindica. En El astillero, Onetti ha reservado la hondura y hasta la complejidad para el sentido último de la historia, que es, como en sus obras anteriores, la obligada aceptación de la incomunicación humana. Sólo en El pozo había usado Onetti un lenguaje tan obediente al interés na­rrativo, tan poco encandilado por el aislado destello verbal.
          Muchos de los más exitosos gambitos literarios de Onetti pro­vienen de su habilidad para trasladar (transformándolo) un proce­dimiento heredado, para apoyar una técnica de segunda mano sobre bases de creación personal, por él inauguradas. Así como ha trans­formado el fatalismo sureño de Faulkner mediante el simple expe­diente de volverlo estático, incambiable; así como ha trasplantado el regusto de Céline por la bazofia, mediante el simple recurso de quitarle dinamismo e insuflarle un desaliento tanguero; así tam­bién ha conseguido renovar otros procederes y técnicas, exprimidos hasta el cansancio por varios lustros de influencias encadenadas. Por ejemplo: Onetti crea un ámbito fantasmagórico, irreal, sin re­currir a ninguna de las turtorías de la literatura fantástica; nada más que valiéndose de convenciones realistas, de diálogos creíbles, de seres aplastados, de monólogos interiores que sólo adolecen de la improbabilidad de estar demasiado bien escritos. Que con ese regodeo en lo vulgar, esa chatura cotidiana, esa impostación de lo probable, haya podido levantar un mugriento, húmedo, neblinoso, pero también alucinado alrededor, que a veces parece estar aguar­dando el paso de la Carrera Fantasma, debe ser acreditado a la maña concertadora de este escritor, a su capacidad de sugerir, más allá de los límites de su mero lenguaje literario.
          Pero hay un traslado todavía más sutil. En El astillero, Onetti emplea una técnica que hasta ahora había sido monopolizada por los poetas. Un poeta suele partir de sobreentendidos; suele dar por obvios ciertos episodios que sólo él y su sombra (en algunos casos, tan sólo su sombra) conocen; suelen referirse, en las entre­líneas, a esa propiedad privada, como si fuera vox populi y no vox Dei. Otros novelistas han precedido a Onetti en la adopción de ese truco, pero —desde Max Frisch hasta Lawrence Durrell­todos han sido víctimas del prejuicio de explicarse; siempre con­cluyen por brindar las claves que al principio trataron de escamo­tear. Onetti, en cambio, realizando también en su obra esa voca­ción de solitario (y, a veces, de prescindente) que lo ha mantenido tercamente al margen de grupos, revistas, compromisos y manifies­tos, siempre se guarda algún naipe en la manga, la baraja que en definitiva no va a ceder a nadie, esa que seguramente romperá en pedazos, en estricta soledad, ni siquiera frente al espejo. Detrás de los sobreentendidos, el lector vislumbra la presencia de un crea­dor que no quiere darse nunca por entero, que cree en esa última inútil reserva, como si allí pudiera concentrarse y justificarse un magro desquite contra ese sinsentido de la vida que constituye su obsesión más firme, su pánico más sereno y sobrecogedor.
          En las líneas generales, en la esfumada superficie, El astillero es increíblemente simple: sólo la fantasmal empresa de un tal Petrus, sólo un astillero situado junto a la conocida Santa María, que Brausen había definido en La vida breve como «una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos»; un astillero ruinoso que no tiene ni trabajo, ni obreros, ni clientes, sólo un Gerente Técnico y un Gerente Administrativo, que llevan, sin embargo, planillas e improvisan el cobro extraoficial de sus gajes mediante la malbaratada venta de antiguos materiales. A ese anexo santamariano llega junta Larsen (el mismo Larsen que había aparecido en las primeras páginas de Tierra de nadie; el mismo Junta del penúltimo capítulo de La vida breve), Larsen el pros­cripto, el gordo, cínico cincuentón que, junto a sus agrias compo­siciones de lugar, todavía conserva una última disponibilidad de fe, una dosis inédita de entusiasmo, una dulzona, miope ingenuidad.
          Está condenado, claro, porque es de Onetti; admitámoslo de una buena vez para que no nos siga exasperando. Pero antes de al­canzar su condena, antes de tragarla como una hostia, como un indigesto espíritu santo, Larsen deberá recorrer su periplo, deberá sorprenderse frente a Gunz y Gálvez (los gerentes de biógrafo), besar la frente perdida de Petrus, rehusar la comunicación con la mujer de Gálvez, intentar la seducción de la semitarada Angélica Inés, pero deberá también acostarse con Josefina, la sirvienta, o sea, la mujer genérica, universal, usada.
          Con el abandono del barroquismo, con la consciente sobriedad de esta aventura de este hombre llamado Larsen, ha quedado en evidencia un Onetti que hasta ahora sólo había sido intuido, adi­vinado, a través de promesas, símbolos, fisuras. En Para esta noche escribió Onetti unas palabras introductorias que definían aquella novela como un cínico intento de liberación. El astillero, ¿será algo de eso? En opinión de Díaz Grey (ese comodín de Onetti que a veces es él mismo, otras veces es sólo Díaz Grey, y otras más es alguien tan impersonal que resulta Nadie), Larsen puede ser defi­nido así: «Este hombre que vivió los últimos treinta años del dinero sucio que le daban con gusto mujeres sucias, que atinó a defenderse de la vida sustituyéndola por una traición, sin origen, de dureza y coraje; que creyó de una manera y ahora sigue cre­yendo de otra, que no nació para morir, sino para ganar e impo­nerse, que en este mismo momento se está imaginando la vida como un territorio infinito y sin tiempo en el que es forzoso avan­zar y sacar ventajas.» Antes, en La vida breve, junta Larsen había tenido «una nariz delgada y curva y era como si su juventud se hubiera conservado en ella, en su audacia, en la expresión impe­riosa que la nariz agregaba a la cara». Y más lejos aún, en Tierra de nadie, Larsen había avanzado, «bajo y redondo, las manos en el sobretodo oscuro», o había estado esperando, «gordo y cínico». Sí, Larsen fue desde siempre, desde su origen literario, un cínico, pero cuando llega al Astillero ya está gastado, maltratado, pobre, tan débil y doblado que se resigna a la fe, una fe crepuscular, des­hilachada («entonces, con lentitud y prudencia, Larsen comenzó a aceptar que era posible compartir la ilusoria gerencia de Petrus, Sociedad Anónima, con otras formas de la mentira que se había propuesto no volver a frecuentar»); es un Larsen que ha perdido dinamismo y capacidad de menosprecio, que ha perdido sobre todo la monolítica entereza de lo sórdido, que se ha dejado seducir por una postrera, tímida confianza, no importa que el pretexto de esa confianza esté tan sucio y corrompido como el imposible futuro próspero del Astillero; al igual que esos ateos inverecundos que en el último abrir de ojos invocan a Dios, Larsen (que no usa seguramente a Dios) en su última arremetida tiene la flaqueza de alimentar en sí mismo una esperanza.
          Por eso, si bien El astillero es también, como Para esta noche, un intento de liberación, no es empero, un cínico intento. Larsen ha sido tocado por algo parecido a la piedad, ya que el autor no puede esta vez ocultar una vieja comprensión, una tierna solida­ridad hacia este congénito vencido, hacia este vocacional de la derrota. Pasando por encima de todos los cínicos, de todos los pelmas, de todos los miserables, que pueblan el mundo de Onetti novelista, el personaje Larsen tiende un cabo a su colega Eladio Linacero, que en El pozo había formulado una profecía con apa­riencia de deseo: «Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no.» Onetti ha ejecutado ahora aquel deseo de una de sus cria­turas. Aquí está escrita la historia del alma Larsen; y hasta ha sido escrita sin los sucesos (sencillamente porque no hay sucesos).
          También aparece con mayor claridad (debido tal vez a que, sin barroquismo, todo se vuelve más claro) que Larsen, más defi­nidamente aún que Linacero, o que el Aránzuru de Tierra de nadie, o que el Ossorio de Para esta noche o que el Blanes de «Un sueño realizado», no es una figura aislada, un individuo, sino El Hombre. En un artículo sobre El astillero, Ángel Rama señalaba la vertiente simbólica, pero es posible ampliar el hallazgo. Onetti va de lo par­ticular (Larsen) a lo general (El Hombre), pero después regresa a lo particular, y El Hombre pasa a ser además todo hombre, cada hombre, Onetti incluido. En el castigo que, desde antiguo, Onetti viene infligiendo a sus personajes, hay algo de sadismo, pero al cerrarse el circuito Larsen-El Hombre-Onetti, el viento ya ha cam­biado la dirección del castigo y éste pasa a llamarse autoflagelación. Una autoflagelación que también tiene cabida en el obsesivo trata­miento de la virginidad, de la adolescencia.
          Allí ha estado, para muchos personajes de Onetti, la única po­sibilidad de pureza, de última verdad. En El astillero, el creador castiga triplemente a Larsen: la virgen (Angélica Inés) que a los quince años «se había desmayado en un almuerzo porque descubrió un gusano en una pera», tiene alguna anormalidad mental («está loca», dice Díaz Grey, «pero es muy posible que no llegue a estar más loca que ahora»); la mujer de Gálvez, que representa para Larsen la única posibilidad de comunicación, aparece ante sus ojos corrompida, primero por el embarazo, luego por el alumbramiento, volviéndose por tanto inalcanzable; sólo Josefina es asequible, pero Josefina es la mujer de siempre, su igual, hecha de medida no ya para la comunicación, sino para que él tenga conciencia de que se halla «en el centro de la perfecta soledad». Por eso es triple el castigo: la virginidad (Angélica Inés) está desbaratada por la locura, la comprensión (mujer de Gálvez) está vencida por el alum­bramiento, la posesión (Josefina) está arruinada por la incomuni­cación.
          Entonces uno se da cuenta de que esta suerte de odio del creador hacia sí mismo (o quizá sea más adecuado llamarle incon­formidad) fue más bien una constante a través de los 12 libros y los veintinueve años; sólo que estuvo hábilmente camuflada por un verbalismo agobiador, por una visión de lupa que al lector le mostraba el poro, aunque le hurtaba el rostro. Fue necesario llegar a El astillero para encontrar un Onetti que empuña por primera vez una segunda franqueza (¿brutal?, ¿químicamente pura?), un Onetti que por primera vez supera, al comprenderlo, al transfor­marlo en arte, ese sentimiento de autodestrucción y de castigo, un Onetti que por fin se inclina sobre ese Larsen que (para él) es todos nosotros, y es también él mismo, a fin de sentirlo «respirar con lágrimas».
          ¿Aventura del hombre? Por supuesto que sí. Pero sobre todo la aventura del hombre Onetti, que a través de los años y de los libros ha venido afinando artísticamente su actitud solitaria, corroí­da, melancólica, deshecha, hasta convertirla en este sobrio diagnós­tico de derrota total que es El astillero, hasta reivindicarla en una depurada y consciente piedad hacia ese ser humano, que para Onetti es siempre el derrotado. Ni el abandonado Astillero sirve ya para reparar barco alguno, ni el abandonado individuo sirve ya reparar ninguna de las viejas confianzas. Pero en mi ejemplar de El asti­llero quedó subrayado, sin embargo, un amago de escapatoria, un sucedáneo de la esperanza: «Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cum­plir en la mejor forma posible despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra cosa, ajena, sin que importe que salgan bien o mal, sin que no importe qué quieren decir. Siempre fue así: es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil empieza a secarse, se des­prende y cae.» Ahora que Onetti, con El astillero, ha cumplido en la mejor forma posible, esperamos que su anuncio tenga fuerza de ley; esperamos que en la lobreguez de su vasto mundo de ficción la desgracia se entere de que es inútil, y empiece a secarse, y se desprenda y caiga.
          Después de leídos y releídos los 12 libros de Onetti, uno tiene la impresión de que en algún día (o año incompleto, o simple temporada) del pasado, este autor debe haber concebido no sólo la idea de una Santa María promedial y semiinventada, sino tam­bién la historia total de ese enquistado mundo, con los respectivos pobladores y el correspondiente tránsito de anécdotas. Uno tiene la impresión de que únicamente después de haber creado, distri­buido, correlacionado y fichado, ese universo propio, Onetti pudo empezar calmosamente a escribir su saga. Sólo a partir de una organización y un orden casi fanáticos, es posible admitir la in­creíble capacidad del narrador para hacer que sus novelas se cru­cen, se complementen, y hasta recíprocamente se justifiquen. Sólo a partir de esa trama general, concertada y precisa hasta límites exasperantes, es posible comprender que la historia narrada en Juntacadáveres (1964), ya estuviera bosquejada en una novela de 1959, Una tumba sin nombre (ver páginas 29 a 31); que, El as­tillero (1961), la peripecia que luego es desarrollada en Juntacadá­veres significa un mero episodio en el pasado del protagonista; que el cuento «El álbum», incluido en El infierno tan temido (1962), estuviera atravesado por varios personajes que reaparecen en la novela más reciente; y, sobre todo, que en el penúltimo capítulo de La vida breve (1950) ya apareciera, como un misterioso diálogo marginal, la misma conversación que, quince años más tarde, sirve de cierre a Juntacadáveres. Recomiendo al lector un tranquilo co­tejo de estos dos diálogos. Se verá que algunas frases son textual­mente reproducidas; otras, en cambio, reaparecen con una leve variante, como si el autor hubiera querido dejar constancia de la inevitable erosión, que, de recuerdo en recuerdo, soportan las pa­labras.
          Antes destaqué, con referencia al cuento «Mascarada», cierta condición de adelantado de la novela objetiva que podría ser recla­mada por Onetti. Pero ahora veo más claramente otro rasgo afín. Piénsese que una de las novedades introducidas por Robbe-Grillet (Le voyeur) o Michen Butor (L’emploi du temps) fue la omisión de un hecho fundamental dentro de la minuciosa construcción de una novela. Pues bien, Onetti se ha pasado omitiendo hechos im­portantes, pero en vez de confiarlos eternamente a la vocación remendadora del lector cómplice, con tales elusiones ha escrito nuevas novelas, en las cuales por supuesto también hay sectores omitidos (algunos de ellos ya desarrollados en novelas anteriores; otros, a desarrollar probablemente en novelas futuras). Presumo que, para algún erudito de 1990, representará una desafiante tentación el re­levamiento de un índice codificado que incluya todos los personajes onettianos, sus cruces y relaciones, así como las anécdotas de cada novela que aparecen imbricadas en las demás.
          Pese a todos los presupuestos (mundo único, encerrona del hombre, derrota total) que el lector de Onetti está dispuesto a admitir y reconocer en su obra, Juntacadáveres significa un viraje, aun cuando, de una primera y apresurada lectura, pueda inferirse una confirmación de aquellos presupuestos. Si El astillero era una historia virtualmente despojada de sucesos, Juntacadáveres en cam­bio es una historia con sucesos. Larsen (el personaje que hiciera, creo, su primera aparición en Tierra de nadie) ahora abre y regen­ta un prostíbulo en Santa María, pero la fructuosa empresa es sólo un pretexto para enfrentar al farmacéutico y concejal Barthé con el histriónico cura Bergner. Como consecuencia de la despiada pugna, el único derrotado es Larsen, cuyo apodo Juntacadáveres recaba su origen de una demostrada capacidad para conseguir que «gordas cincuentonas y viejas huesosas» trabajen para él. Pero esa historia, primariamente sórdida, se entrelaza con otra: la de Jorge Malabia (ya incorporado al mundo de Onetti en Una tumba sin nombre y en «El álbum») extrañamente atraído por Julita, la viuda de su hermano, que cada día inventa una puesta en escena distinta para su obsesión cardinal. La relación entre tierna y monstruosa, que mantienen el lúcido adolescente y la cuñada loca, se convierte (no sé si en cumplimiento de la voluntad del autor, o a pesar de ella) en el centro narrativo de la novela. El problema del pros­tíbulo, la consiguiente lucha entre el cura y el boticario, el malón de tóxicos anónimos que van socavando las paces conyugales del pueblo, la ambigua intervención de Marcos (hermano de Julita) en contra y en pro de Larsen, la infaltable presencia del testigo Díaz Grey, la relación de éste con el fidelísimo Vázquez (otro conocido de relatos anteriores); todo eso pasa a un plano secundario, aunque, eso sí, descrito con gran destreza formal y riqueza de lenguaje.
          El paseo por la ciudad, que las prostitutas Nelly e Irene llevan a cabo en su lunes de asueto; las meditaciones de Díaz Grey sobre la tentación del suicidio y la teoría del miedo; la descripción del demagógico silencio del cura; el texto mismo de los anónimos (conviene transcribir esta obrita maestra de la ponzoña: «Tu novio, Juan Carlos Pintos, estuvo el sábado de noche en la casa de la costa. Impuro y muy posiblemente ya enfermo fue a visitarte el domingo, almorzó en tu casa y te llevó a ti y a tu madre, al cine. ¿Te habrá besado? ¿Habrá tocado la mano de tu madre, el pan de tu mesa? Tendrás hijos raquíticos, ciegos y cubiertos de llagas, y tú misma no podrás escapar al contagia de esas horribles enfer­medades. Pero otras desgracias, mucho antes, afligirán a los tuyos, inocentes de culpa. Piensa en esto y busca la inspiración salva­dora en la oración»), son muestras de un asombroso dominio del oficio, incluidos los efectos puros y los impuros. No obstante, aun justificado con esa pericia, el tema del prostíbulo, no puede competir con el episodio del adolescente y la loca, acaso como de­cisiva prueba de que los cadáveres metafóricos juntados por el vete­rano Larsen, nada tienen que hacer frente al cadáver de carne, de locura y de hueso, comprendido y querido por Jorge Malabia, ese neófito del destino que en la última página pronuncia una obsce­nidad, como absurda (y, sin embargo, pertinente) manera de reen­contrarse con la dulzura, la piedad, la alegría, y también como única forma de abroquelarse contra el mundo normal y astuto que lo está esperando más allá del final. En la obra de Onetti, Julita puede ser considerada una más de las foras de pureza (un concepto que, en éste y otros casos, el autor no vacila en asimilar a la locura) extinguidas, o quizá salvaguardadas, en última instancia por la muerte. Pero ésta es acaso la primera vez en que semejante rescate por distorsión no deja como secuela la fatalizada actitud del «hom­bre sin fe ni interés por su destino». En este libro, Onetti pone en boca de Jorge Malabia la misma palabrota que pronunciara Ela­dio Linacero en la primera de sus novelas. Sin embargo, y pese a la persistente influencia de Pierre Cambronne, hay una visible distancia entre una y otra actitud. El antiguo protagonista, después del exabrupto, seguía diciendo: «y ahora estamos ciegos en la noche, atentos y sin comprender». Jorge Malabia, en cambio, in­mediatamente después de haberlo pronunciado, se baja del insulto cosmoclasta para acceder a la comprensión, a la cifra de un mundo por fin aprendido.
          La verdad es que, de todos modos, para el lector y el crítico de Onetti, Juntacadáveres cumple una función despistadora. Por lo pronto me atrevería a decir que esta novela es mucho más entre­tenida que cualquiera anteriores. Presumo que el lector se estará preguntando si esto es elogio o es diatriba. La verdad es que fre­cuentemente se confunde fluidez narrativa con frivolidad, y vice­versa; no falta quien considere el tedio estilístico como casi sinó­nimo de la hondura. Juntacadáveres es entretenida y no me parece justo reprocharle esa cualidad. Claro que no se trata del magistral despojo, de la impecable concepción de El astillero; seguramente Juntacadáveres no llega al nivel de esa obra mayor. Conviene re­cordar, sin embargo, que El astillero es la culminación de un largo recorrido, y por tanto Onetti pudo volcar en ese libro lo más depurado de su oficio, los más insobornables de sus descreimientos, lo más profundo de su corroída y corrosiva sapiencia. Pero Junta­cadáveres es otra cosa, otro camino, tal vez otra actitud.
          Ángel Rama ha señalado con razón que «no es casual que la mayoría de las obras de Onetti transcurran en lugares cerrados y en horas nocturnas, ni es extraño que sean escasas las referencias al paisaje natural, el cual tiende a manifestarse surrealísticamente, en estado de descomposición alucinatoria». Pero, ¿se ha fijado alguien en el paisaje, en el aire libre de esta nueva novela? Compá­rese el alucinado, pero también neblinoso y sucio alrededor, de El astillero, con esta descripción insólitamente aireada, incluida en la nueva novela: «El olor de los jazmines invadió a Santa María con su excitación sin objeto, con sus evocaciones apócrifas; fue llegando diariamente como una baja y larga ola blanca...», y luego: «Noviembre se llenó de asombros triviales por el exceso de jazmines y en su mitad fue un noviembre normal, reconocible, con precios y cifras de las cosechas, con renovadas discusiones sobre puentes, caminos y tarifas de transportes, con noticias de casamientos y muertes.» Tengo la impresión de que tanto la cualidad amena como el enriquecimiento del alrededor, responden a un cambio sustancial en la actitud de Onetti. Una transformación que no es tan visible, porque el tema elegido (la instalación del prostíbulo, frente al plúmbeo puritanismo, frente a la hipocresía provinciana) lleva im­plícitas connotaciones tan sórdidas, que el lector ingresa en la no­vela esperando la agotada cosmovisión de siempre. No la halla, al menos como gesto totalizador, y el chasco puede automáticamente convertirse en desconfianza, como si la (todavía tímida) vitalidad que respira la novela fuera una suerte de traición a la ya veterana complicidad del lector, a su demostrada baquía en los meandros del mundo onettiano. Reconozco que Juntacadáveres es una novela des­igual, que aquí y allá deja personajes y cabos sueltos, con zonas varias de decaimiento literario; pese a ello, no puedo avalar el diagnóstico negativo emitido por otros críticos. Después de El as­tillero y su veta gloriosamente agotada, la última novela me parece una nueva apertura que puede deparar formidables sorpresas. Hasta El astillero inclusive, tuve la impresión de asistir, como lector, a un proceso (notablemente descrito) de deterioro. Ahora, frente a Juntacadáveres, me parece reconocer un Onetti renovado. Como si después de la madurez, no fueran obligatorios el desgaste, la corro­sión. Todo pronóstico parece aún prematuro, pero Juntacadáveres, con su entrenada y prometedora inmadurez, podría ser también un punto de partida, el comienzo de un buen talante creador. Sin aban­donar los temas y los ambientes que desde siempre lo obseden, sin reconciliarse con el absurdo llamado destino, sin exiliarse de sus viejos pánicos, Onetti parece haber trazado dos rayas sobrias y con­clusivas debajo de la suma de sus consternaciones, para abrir de inmediato una cuenta nueva, una revisada disposición de ánimo. En Juntacadáveres hay, como siempre, seres fatigados, prostituidos, deshechos; pero lo nuevo es cierta tensión vital, cierta capacidad de recuperación, cierto impulso hacia adelante y hacia arriba. No es mucho, pero acaso Juntacadáveres sea el primer desprendimiento de la desgracia. Por algo vuelven al diálogo los temas políticos, las nomenclaturas sociales, que no aparecían desde las novelas de la primera época.
          La recorrida curiosa, ingenua, bien dispuesta, de Nelly e Irene; la sólida capacidad de comunicación de María Bonita; el duro aprendizaje del amor que realiza Jorge Malabia; la plebeya lucidez de Rita; sirven para verificar que Onetti ha escapado, o está esca­pando, a la tentación del circular y obsesivo regodeo en la fatalidad. «Volvió a sentir», dice el autor refiriéndose a Díaz Grey, «con tanta intensidad como cinco años atrás, pero con una cariñosa cu­riosidad que no había conocido antes, la tentación del suicidio». Esa puede ser también la actitud del actual Onetti, ya no frente al suicidio, sino frente a lo fatal: una cariñosa curiosidad. Pero la curiosidad y el cariño no forman parte de la muerte, sino de la vida. Y eso se nota. Santa María y sus hechos no han variado en su aspecto exterior. No obstante, cabe recordar, como fue dicho en El pozo (hace casi treinta años), que «los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene». Eso es lo que ha variado: el sentimiento. Y es de es­perar que el cambio ayude a Onetti a convertir su vieja derrota metafísica en una nueva victoria de su arte.





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