Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Los niños en el bosque
(Tiempo de abrazar y los cuentos de 1933 a 1950, 1974)
Cuentos completos, 2004 (Anexo: Cuentos inéditos y fragmentos)



      Una canción sin palabras, sin más que los juegos de la boca reidora. Había una música rápida y sencilla, trenza de cantos, rondas y carreras que fueron abandonadas otra tarde —otra, aún, más allá del sueño y su país—, cuando los chicos vieron espantados cómo se hacía fijo el ojo bilioso de la iglesia. Guiñó sonriente y maternal la gran esfera del reloj, sobre la fuga chillona de los delantales y las grandes moñas que se iban acariciando el aire. Otra tarde, cuando se extraviaron como perritos friolentos aquellas músicas de niños que hacían ahora el canto sin palabras. Canción.
       Cantaba la chica de la casa con pájaros en la verja negra. Enmarcada en la puerta de esta habitación desnuda donde cerraba la noche, cantaba guiñando los grandes ojos verdes, acompasándose con los requiebros del vestido cálido y rojo. Aleteaban en el repique las anchas cintas de las botas.
       Aunque aristada de aquella tarde del extravío de sus tres músicas —la que daba vueltas; aquella otra que saltaba como una pelota en un chorro de agua de un salón de tiro, yendo y viniendo la tercera: péndulo, cuna, caballo, el cepillo, oloroso de la palabra bosque, de las carpinterías— aunque, triste, era bailarina la canción. Sin palabras, hablaba del anzuelo de plata en el mar; la niña hija del clavel y la rosa; la caja de cristal y oro donde viaja muerto Mambrú entre sus cuatro oficiales, frío y blanco, sordo al pío pío, pío pío pá del pajarillo sobre la tapa. Hija de la tristeza; pero va en rápidos giros, la canción.
       Cantaba y le reía, alzando los finos dedos en garabato hacia el bajo dintel color guindo. Él estaba contra la pared, crucificándose en el sueño empapelado para tomar impulso, una mano en el crepúsculo de la ventana, abierta la otra sobre el yeso roto. Se apoyaba midiendo la distancia entre él y ella, las anchas tablas del piso donde estaba hundido un reflejo de luz.
       Y todo el cuarto que los separaba, el aire encerrado que la ponía a ella meneándose en el umbral y lo recostaba a él contra el empapelado velloso del muro, se espesaba con algo que atravesaba los vidrios y que no podía saber de dónde venía y qué era. Algo sosegado y recóndito, algo para siempre perdido y recluso, como el secreto y la boca de un muerto.
       La canción trepando lenta, aire con sueño; cayendo en vértigo, crepitando en la granizada de las botas.
       La chica que él veía recostarse y sonreírle en el balcón de la casa de la otra cuadra —la casa que tenía un gran pájaro negro tendido y ensartado en los hierros de la puerta—, hería el piso luciente con las extrañas botas de terciopelo y le sonreía entre las palabras sin voz de canto, guiñando los ojos pesados, ofreciéndose y burlándose con el viboreo de la cintura.
       Se apoyó en las manos y saltó, llevándose, con el ostensible deseo, la seguridad del nuevo fracaso. Otra vez, como en las tres intentonas anteriores, estuvo junto a ella, la rodeó, la dobló hasta el suelo y tuvo que levantarse, jadeante y rabioso, porque estaba encima de Coco.
       Siempre con el vestido rojo y bailando en el aire las botas, el muchachito la miraba desde el piso, le sonreía aleteando las largas pestañas, se daba pintarrajeado y cínico en el canto.
       Con un acompasado chisporroteo de grillos, la canción; y otra vez enmarcada en la puerta rojiza, los brazos de la niña retomaban las mallas huidas de su red y —contoneo, oferta y burla— continuaba el baile.

       Había soñado así y no podía comprender —tres veces— el escamoteo de la chica del balcón. Recordaba ahora —semidormido en el calor de la cama lo veía más claro que nunca, con la viruta y gancho del débil rizo negro— el lunar que ella tenía en el cuello, única cosa que le dejaba con su gracia al darse vuelta para reír sin causa con la amiga, o mirar al final de la calle donde nunca había nada digno de que ella mirara.
       Tampoco podía saber por qué era encogida y triste la atmósfera de la habitación soñada; ni —esto nunca, nunca podría saberlo— por qué ella debajo suyo era Coco sonriéndole como una mujer pintada y barata.
       Abrió los ojos y los cerró enseguida, contento de que no hubiera entrado más que el chorro de sol lleno de un polvillo plateado y lento, y el agua estremecida del botellón con una mosca presa. Pensó que era otoño y que este sol debía estar fuera, dormido y amarillento en un limpio cielo de seda. Ocre de los árboles, plazas con viejos y niñeras, un aire palpable y como quieto para siempre. Pero el zumbido de la mosca en la botella iba haciendo, a golpes, dando bruscos pedazos de paisaje, el último verano.
       Era una tarde del verano reciente, en la playa, con un sol abriéndose y cerrándose en abanico, papeles sucios y arrugados, botellas vacías, trenzados macizos de arbustos que hacían la sombra para la pereza de la siesta. Temblaban, combadas, las líneas blancas del oleaje. Blanca, temblorosos los mil triángulos de los gallardetes —fresco y viento—, se balanceaba, subía, bajaba la balsa de la escuela de natación. Al fondo —ochocientos metros desde el espigón de la playa mansa, decían los programas de las carreras—, la sombra oscura de la isla. Árboles aplastados, el punto gris del faro, estilo over, pecho, crawl rítmico y desenfadado de una indígena desnuda en aguas transparentes. Mares del Sur. Y él estaba boca arriba en el rincón desierto de la playa, mintiéndose sueño para poder estar luego contento por haber dormido, sin ropas ni techo, solo, animal sobre aquella arena de color tostado.
       Abandonó de golpe, enfriado, frío el verano por el recuerdo del atardecer con nubes, el regreso costeando el muelle, dando la cara al viento desapacible.
       Estaba despierto. Debían ser ya las diez porque el sol lamía la pata de la mesa. Afianzó las mantas sobre la cabeza y alzó las rodillas; reconocía las tres zonas de olor de su cuerpo: la áspera, la dulzona y la aguda, y se sacudía como un perro mojado, mezclándolas. Estaba, era, solo. Y el olor, única cosa que percibía, era otra vez él mismo limitando, defendiendo su soledad. Mejor que oler a perfume de jabón. No importaba que más allá estuviera la biblioteca, la mesa con tres libros amarillos y el diccionario gordo y azul; la lista de polvo en el estante; las cortinas sujetadas brutalmente contra la puerta por las cabezas negras de las chinches. Y también el padre leyendo el diario en el escritorio, mami pasando y volviendo por motivos incomprensibles y el vestido negro de cuello de encaje, un círculo de círculos. Luego —acaso aún no fueran las diez— la voz de Clara en el patio leyendo el libraco de Derecho.
       Pero no; estaba, era, solo. Y tenía algo en qué pensar, una cosa que había para hoy y que lo haría feliz desde ahora. Acababa de perderla; pero iba a recordar enseguida aquella pequeña, tan dulce felicidad de hoy. Sí; era algo que tenía que ver con un gordo viejo desmelenado y tres iniciales con sus puntitos, tres letras finas, graciosas e inclinadas. Tres, acaso una G y… El viejo de paleto hizo una mueca, un gesto indecente con dos dedos y se fue con las finas letras y la dicha del día. Perdida.
       Ya no tenía fe ni esperanza, frío y rabioso entre las mantas. No tenía fuerzas para suplicar desesperado —como tantas veces al apagar la luz o al despertar— que sus ojos ardientes y húmedos se abrieran ante algo desconocido. Otras cosas, otra gente; aunque fuera en una de las misteriosas piezas altas del conventillo de Lorenzo. Poder una mañana asombrarse ante lo inesperado, entre una cobija acribillada y un colchón endurecido y flaco.
       Atravesó las mantas y el olor, ya borroso, la voz en runrún de Clara desde el patio y el chirrido del sillón. Otra vez, fugaz, pirueteó el viejo de las tres iniciales. Vencido, derrumbados los muros que defendían la soledad en sombra del cuerpo arrollado, alzó un brazo y apartó las frazadas. Se rindió a los ruidos y las imágenes que ellos traían, la casa, la vida de alrededor.
       Se sentó en la cama, bostezando hasta dolerse, rascándose la cabeza con furia. Tembló el agua del botellón. Con la mandíbula apoyada en un puño quedó mirando la mosca hasta que la vio quieta con un brillo de plata en la cabeza y las patitas duras y estiradas. Por qué diablos nunca pude tenerla mientras estaba soñando y se me cambiaba por el Coco. Quedó sin pensar, dormidos los ojos en el retrato de Einstein de la pared de enfrente hasta que golpearon en el vidrio.
       —Las once, Raucho.
       Mami.
       —Sí, voy.
       Se metió entre las cobijas, cara al techo. Un asco, todo. Hasta que no pueda más de rabia —yo o ellos— no me levanto. Golpearon en su rabia, en la tristeza de la soledad impuesta y de la soledad inalcanzable, las campanadas de un reloj. Quiso taparse, saltar de la cama, pensar en otra cosa.

       Dam dam dam, estaban los redondos campanazos de la iglesia en el atardecer, haciendo temblar el aire del gran patio de piedras del colegio y del galpón del refectorio abandonado. Afuera, en la sinuosa calle arbolada, era el carnaval, sonaban matracas y músicas. Las graves campanas de la tarde habían abierto sus grandes círculos encima suyo y él estaba encima de la Chonga sobre la larga mesa de patas en A. Cuando ella gemía entre los dientes apretados y él se revolvía furioso, alcanzando lo que siempre debía huir, las campanas mezclaron la tristeza de los cielos oscurecidos y la infinita tristeza de Dios, con la angustia de su ternura y su furia.
       Sonaban acordeones en la esquina del almacén, pasaban ligeros coches de risas y pitos. Y aquello —él, ella— había quedado unido para siempre con los campanazos límpidos y austeros que le golpeaban aún en la cabeza.
       Apretó la cara, revolviendo el trago espeso de las lágrimas.

       Filos de sombras retintas cortaban las grandes lozas del corredor. Miró las piedras del patio donde mujeres gordas y arremangadas lavaban junto a la pileta amarilla. Arriba, los barrotes rojos de la baranda, las puertas manchadas de las habitaciones, camisetas y largos calzoncillos goteando sobre el patio.
       En una de esas piezas vive la madre de Ros. Volvió a sonreír. El doctor Ros. Pensaba en la madre; blanca y arrugada. Debía estar durmiendo en alguno de esos cuartuchos hediondos, cansada de velar sobre la silla enana de atrás de la cancela del prostíbulo.
       Se metió dos dedos en la boca y silbó. Pero ya, riendo, sin cuello y despeinado, venía Lorenzo sobre las manchas de agua gris en las piedras.
       —¿Comiste?
       Se encogió de hombros y continuó riendo.
       —¿Para dónde vas?
       —No sé. Vamos a dar una vuelta. Por ahí.
       Empezaron a caminar por la vereda respirando el sol que lo llenaba todo.
       —Lindo.
       —Sí. ¿Cómo te diste cuenta? Vamos para la vía.
       Pasaban los vehículos llenos, gentes apresuradas; un montón de niños que corrían por la calle. Bajo el follaje ocre de un árbol de enfrente chisporroteaba un jaulón de canarios.
       —¿Y la vieja?
       —¿Cuál vieja?
       —La de Ros.
       —Y… Debe estar durmiendo.
       —Bestia. Si te digo ¿y la vieja? es para que me hables de ella.
       —Ah.
       El negro de la esquina ya estaba borracho. Reían la boca agujereada y los revueltos ojos debajo de la gorra grasienta. Miraba al cielo apuntando con el dedo.
       Raucho insinuó al pasar:
       —¿Por qué no te metés…?
       Doblaron, caminando ligero por la calle en pendiente. Allá abajo, los cuadrados galpones y los rieles ondulantes. Lorenzo sacó cigarrillos. Se entrepararon para encender y Lorenzo dijo:
       —¿Lo viste? Siempre está así. Siempre borracho y contento, riéndose para arriba. El buen cielo de Dios.
       —El buen Dios del cielo.
       —Y el cielo del buen Dios.
       —Sí, ya sé. Me gusta mucho encontrarlo y hasta cuando pienso en él me hace bien.
       —Y en pago le diste ese consejo. Sos un bruto. Hay el dedo del Señor. Pero ése es el dedo roñoso y puro del hombre de buena voluntad que recoge y devuelve la señal.
       Raucho sacudió los hombros mientras miraba rápidamente la punta del cigarrillo que había encendido mal.
       —Bah, ya te lo dije. Pero, para variar, ando rabioso. Y últimamente, todo eso: recoge y devuelve el mensaje… Ya es hora, podríamos no hablar de esas idioteces; ni para hacer bromas.
       Lorenzo volvió a mostrar los dientes en silencio. Cruzaron, entrando en diagonal por el terreno arenoso. Los balcones con grandes F. C. C. en los techos inclinados. Color no había; pero acaso existiera un adjetivo para decir y ayudar a comprender el color del cielo. Alguno que fuera a la vez cristalino, azulado y sedoso, pero también otra cosa más, más cielo, más profunda y pura.
       Caminaban despacio, hundiéndose en la arena gruesa y tibia. Una locomotora, locomotorita, reposaba sobre los desvíos haciendo una sombra tormentosa con las desgarradas formas del humo. Antes de tumbarse rió Lorenzo:
       —¿Qué? ¿La sierva olvidó untar las tostadas para el chocolate?
       Se acostó junto a Raucho despatarrado, balanceando las piernas en el aire.
       —¡Cien azotes en la planta de los pies!
       —Imbécil. Tanto orgullo por vivir en un conventillo. Cierto que es sucio, muy sucio; pero no es para tanto.
       —Sucio y con un olor a letrina. Es inmundo; pero reconozco que no me lo dieron por mis méritos, ni tampoco es tuya la culpa si te ponen colonia en el pañuelo.
       Arriba el cielo con rayas de luz, recién lustrado. Lindo abandonarse en la arena sucia, caliente de sol amarillo. Oblea. Retemblaba la máquina, corriendo hasta meterse en el ladrillo del balcón, regresando con pitos y requiebros en las curvas, como jugando. No lejos, debían gritar niños con perro.
       Cantó uno de los dos, lento, tres o cuatro frases de cualquier cosa. Voz de ojos cerrados, con la luz caliente aplastada en los párpados. Y enseguida no se supo cuál de ellos había cantado; todo se olvidó en una repentina placidez que era como un ancho silencio en cuyos bordes limaban estérilmente los niños y el perro, gentes invisibles y la nerviosa locomotorita.
       Preguntó Raucho en el segundo cigarrillo:
       —¿Leíste el libro?
       —Sí, a pedazos. Crónica de policía. Yo también tengo que matar a alguien, pero como no soy loco, por ninguno de esos líos. Yo tengo que matar… Dos cosas: una, que el otro día vino el tipo, el doctor. Traía plata y empezó a insultar a la vieja por su descansada profesión nocturna en la silla petiza, tejiendo unas pañoletas que nunca se acaban y abriendo y cerrando la puerta de un negocio. Hubo una pelotera de todos los diablos. Un detalle: la otra noche fui; vi que la viejita se hizo un sistema con piolín y resorte para abrir sin molestarse. Cuando un cliente se va, empuja con la zapatilla. Bueno, creí que el convento se venía abajo. Al final lo echó y le gritaba prendida al pasamanos: «Algún día voy a tener plata, mucha plata. Entonces voy a poner el quilombo más grande de la ciudad, con un letrero luminoso: Gran Quilombo Ros, Gran Quilombo Doctor Ros».
       Raucho gustaba, fríamente, como un cuadro, lo que iba contando el otro. Miraba con atención la cara surcada de la vieja, trágica, feroces los ojos, negro el agujero convulso de la boca. Las gastadas manos como rompiéndose en los hierros de la escalera, colgando la mal rellena bata sucia sobre el patio empedrado. Volvía a detenerse en las luces de los ojos, la vieja cara tajeada entre el pelo blanco y flojo con manchas como de nicotina.
       —¿Y el viejo?
       —Muy bien —Lorenzo rió una breve risa—. No lo vi pero ahora me acuerdo que pensé en él. Muy bien por haberme preguntado. Hay que fabricarse el viejo impasible, en la cama, tirado, borracho, con los ojos más grandes y la barbita rubia.
       —Al cuerno. Pero no sé qué idiotez querías que te oyera sobre un asesinato. Demasiado conversado, además.
       —Calma, niños… Imaginaos que un honrado seglar…
       —¿Cómo lo imaginabas al honrado seglar?
       —No me acuerdo; o me parece que con galera y como tu padre cuando venía a buscarte.
       —Ah… No, no es vanidad: sos tan sucio y hediondo como tu conventillo. Perdoname, reconozco que no era vanidad.
       —Calma, niños. Bueno, sigo. Eso, el lío de la otra tarde entre la vieja y el doctor, es el punto número uno. Ahora viene el segundo. Yo no veo claro la relación con el otro; pero necesité los dos, como si me apoyara en los dos, para saber por qué tengo que matar a alguno.
       —Ah. Y no te muevas: el Rengo va por el puente con otro.
       —Reviente. Yo iba por la calle y adelante caminaba un gordo. Despacio; y resoplaba porque hacía calor. Sentí que me hervía la sangre y me acordé del coche blindado con la torre de ametralladoras. ¡No tenerlo! Pero el asunto es así: me di cuenta de que el tipo aquel me sacaba el aire, litros de un aire que es mío, ¿entendés? Y todos los bestias que sudaban, arrastrando las patas por la calle, hacían lo mismo: ocupaban mi aire y se lo tragaban, sin pedir permiso, los brutos, roncando.
       Rompieron la luz tres hombres con herramientas al hombro. Vieron, allá en el puente, un montón de niñas de azul con las carteras del colegio. Rozaban los uniformes el cielo, estirando sobre el otro su azul grave y nocturno. Más acá, estrías finas de nubes trepaban cautelosas por la enorme curva serena. Ladró cerca el perro —foxter tiene que ser, y con manchas negras junto al hocico— y oyeron que lo llamaban del lado de la calle.
       —Comprendí que era la cosa más sencilla del mundo. Tengo que matar por asco.
       —El gran animal. Y para eso me hiciste toda la historia del letrero luminoso y el gordito de la calle. Que posiblemente era menos asno que vos.
       Fumaron un rato en silencio, estremecidos por un leve viento frío. Ya vienen a jorobar las nubes.
       —Estuve pensando en la Chonga —murmuró Raucho.
       Iban las chicas para el colegio en su azul de noche. Recordó el olor a cuero y merienda —mandarinas con las pequeñas y retintas hojitas, o pan, dulce y queso— de las grandes carteras colgadas de las manijas. Si me apuro acaso pueda verla, Lorenzo.
       —Agarrar a un tipo del pescuezo…
       Se reía y un poco de aire le jugó apenas en el pelo apoyado en la frente.
       —Estuve pensando…
       Siempre lo mismo: las campanas y no poder saber por qué nunca más quiso.
       —Complican las cosas. Pero en el fondo es el asco y otro instinto de propiedad. Dije propiedad del aire porque es como Dios, todo, está en todo. ¿Pero te das cuenta? Que se guarden el dinero, las casas, los automóviles. Pero las bestias en los libros, los paisajes, las mujeres, calculá cuántos están ensuciando esta mañana, con el sol, las nubecitas, el arco del túnel con el puente, las mocosas que van para el colegio.
       —Debe ser como la una, ya.
       Quería decir que a la una la doble fila azul empieza a entrar en el colegio. Están las hermanas con las manos en el rosario del pecho, junto a la gran puerta ovalada. Nuestra Señora del Perpetuo Socorro entrelaza en lo alto sus dedos de piedra. Hay una de las muchachas que es la única distinta. Uniforme azul, la cartera y la moña y las trenzas. Pero yo sé los ojos que ruedan, conozco la boca hinchada y el suspiro y cómo le chirriaban los dientes.
       Una mano en el pescuezo, porque tiene que ser con una sola mano. Así uno se da cuenta de que no necesita gastar más que la mitad de la fuerza y la mitad del asco. Un poquito más que cuando le tuerce el gañote a un pollo.
       —Hoy empiezan las clases, ¿eh?
       —¿Todavía con eso? Sí, hoy. Tal vez por eso te dio por pensar en la Chonga. Bueno; puedo escuchar otra vez la historia de los campanazos.
       —Siempre pienso. Pero hacía mucho que no me daba tanta rabia.
       —Bueno, esta noche tengo dinero. Voy a tener ocho pesos. Festejamos la rabia.
       —No, gracias.
       Mientras reía alegre, Raucho le vio de costado la gran boca blanca llena de dientes.
       —Hay tiempo hasta la noche. Además, no es yo; es con el otro el asunto.
       —Claro. Y como el otro es más sucio, más fuerte… Pero es distinto. No tiene importancia, aunque esta noche saliera con vos y los ocho pesos. Se trata del yo, de lo que pase ahí.
       —Estás enamorado.
       —No. Si no fuera porque oí campanas… ni me acordaría.
       —Bueno. Pensá entonces, despacito, en la tarde aquella en el galpón del colegio. Despacito. Y dam dam. Las campanas. ¿Está?
       —Andá al diablo.
       Apretaba fuerte los ojos, mordiéndose para sostener las redondas mejillas llameantes, las dos curvas luminosas y húmedas de los ojos de la Chonga debajo suyo.
       —Pensá, bien, que aquella tarde, cuando… Bueno: poesía. Vos, ella y las campanas de la capilla. Pensá cuántas bestias te estarían ensuciando la tarde. Era sábado y los gordos en piyama se sentaban a la puerta con las mujeres y hablaban de las elecciones y del fútbol. Sábado inglés, pensá.
       Atenaceaba el recuerdo del refectorio con grandes planos de sombra y la ondulante mesa. Oruga; ahora sí comprendía la mesa: oruga de patas en A.
       —¡Si es tan fácil! Muy natural imaginar un gordo panzón montado en una silla frente a la puerta. Pelado, el pescuezo con arrugas. Mirale las muñecas peludas, los bigotes cuadrados. A veces revuelve en la garganta y escupe. Escupe tres o cuatro veces porque juega que la escupida tiene que pasar por el cordón de la vereda. La cosa presenta dificultades.
       La risa lo hizo sentarse y toser el humo.
       —¿Me siguen, niños? Y con la escupida número cinco (un poquito más y hubiera llegado) empiezan a sonar las campanas. Vos y la Chonga. Esas campanas son de ustedes. Pero el gordo también las oye y las usa; para cualquier porquería; nadie se lo puede impedir.
       Pero las altas campanas habían mezclado en ellos la tristeza de un paisaje quieto y helado, momento agudo y terrible que era como una mirada fija, clara y muerta. Y también la pureza de las campanas se había rozado con ellos abrazados en la sombra. Pensaba en parajes remotos e indiferentes, caras de la tierra pensativas o impasibles.

       Iba y venía la pequeña locomotora entre alaridos, serpeando. Al detenerse, mientras volteaban indecisos los émbolos preparando la marcha atrás, la chimenea soplaba el humo de vellón en redondos montones. El gran ojo apagado perseguía en el cielo el rebaño cambiante. En la arena tostada sombras cálidas mezclando negros sucios con oros recónditos. Los galpones con el detonante rojo lamido en las chapas de hierro; casas, casitas, chalets de cartón perdidos en un paisaje mal pintado. Giraba el gesto curvo y enladrillado del puente.
       Alegre y sin fatiga resoplaba la pequeña máquina. Disparaba veloz, riendo en el jadeo, ayudándose con los molinetes del émbolo, el ojo grueso y redondo abierto hacia el capricho del humo.

       —Como si la solución estuviera en matar. Yo te digo que no sirve para nada.
       —¡La solución! Por favor: no hay solución. Ya te dije que el genio descubrió que se mata por asco. Ni solución ni problema a solucionar.
       —Además, que el señor ladra demasiado.
       —Delante tuyo; porque el señor no es orgulloso ni egoísta. Pero también voy a morder. Mirá: en cuanto a eso estoy seguro y tranquilo. Fijate en el puente, hacé literatura con la curva y con la piedra. Bueno: así estoy yo.
       —Pero matar… Cualquier bruto mata.
       —Pero no por asco. Y no voy a eso; problema hay siempre y luego de matar sigue. Vos también hablás del yo y el otro, lo puro y la bestia. Te reís todo el día, o mostrás los dientes; sos el hombre aviso de la Dentilina. Pero no estás contento, nunca. ¿Y entonces?
       —Bah. Nadie está contento.
       —Pero es distinto. Nosotros nos damos cuenta; y si no nos volvemos idiotas de golpe, sabremos siempre que tenemos asco y por qué. Éste es el problema. Pensar en todos los años que nos esperan de no estar contentos y de vivir entre los dos mil millones de bestias con olor a oveja.
       —Y a chivo. Pegate un tiro si no te gusta. No hay otro camino; sólo que vos también llegues a oler a oveja, gallinero, perro o señora limpia en zapatillas. Sin tener el alma con alguno de esos olores domesticados no se puede estar contento. Nadie puede.
       —¿Seguro?
       —Nadie.
       —Porque yo, busco, siento que tiene que haber una alegría… Pura, salvaje. Alegría alegre. Algo de animal, pero consciente, y algo de estar solo. ¿Entendés? Y aunque no entiendas. Yo la busco, me mantengo nada más que para seguir buscando.
       —Li te ra tu ra.
       —Y tiene que estar escondida en alguna cosa de la vida. Si no existiera yo no podría buscarla.
       —Literatura, niños. Vas a terminar encontrando cualquier cosa y te vas a quedar contento vos también. Alegría pura, salvaje, animal. Sí, sí. Pero vas a apestar a oveja y no te vas a sentir el olor. Como los otros. La única manera de ser leal y decente es no transigir. No alegrarse, estar siempre asqueado y contra todo. Que vengan los años; voy a andar arrastrando las patas pero siempre alerta; con sólo mirar reconozco la inmundicia de todo. Cuando me quieran engañar escarbo y escarbo. Tengo fe en la inmundicia y escarbo hasta encontrarla. Entonces me quedo tranquilo y muestro los dientes.
       —Dentilina. Si yo estoy en lo mismo. Pero, entonces, ¿para qué? ¿Vas a vivir entre la gente, mostrando la dentadura, descubriendo dos mil motivos por los que tenés que matar? Podrías escribir un libro sobre eso. Dos mil motivos. Descargo, liberación; y te ahorrás la sangre y la sombra.
       —Bueno, sí. Pegate un tiro. La carne es triste y leíste todos los libros. Te ponés anteojos gruesos, te castrás y te pegás un tirito. Pero yo pienso seguir riéndome. Y voy a hacer todo el mal que pueda; que es otra solución.
       —El otro día pensaba: ¿no se podría estar contento dedicándose nada más que a uno mismo? Uno, y alguna cosa linda para hacer.
       —Cuentos. Eso es masturbarse. ¡Masturbarse, niños!, como gritaba el cura Puig. Y no se puede.
       —¿Masturbarse, decís?
       —El cura. Yo digo la santísima. Escuchá: cuando hay una revolución cualquiera; ¿cuántos tipos la aprovecharán para eso? Matar, incendiar, acostarse a la fuerza con mujeres que se bañan todos los días y se perfuman con Murray entre las piernas. Para hacer mal, nada más. Romper y ensuciar.
       El cielo extendido y la derramada luz sonriendo a la fuga de nubes. Sentía Raucho la oportunidad de abandonarse al sol, flotar, hundirse en sí mismo hasta tocar —lento, blando— su ternura intacta y ahora como soleada. Tibieza. Pero en otro cielo desapacible y nuboso, entre masas de una luz fría y hosca que gesticulaba pausada, estaba su pensamiento fijo y terco. Sucio, tedioso, disgustante. Pero era su pensamiento. Preguntó con una lisa voz:
       —Vos no te masturbás, ya…
       —Decí la santísima; es mejor. No, no puedo. ¿Y el señor?
       —Yo sí. Y no por eso; no por gozar.
       —Entiendo. Lo hacés para perfeccionamiento del alma. Seguí contando que yo miro al hermanito sol y la hermanita nube. ¿Leíste San Francisco?
       —Un día se lo dije a mi hermana.
       —Linda, Clara.
       —Linda. Hubo un tiempo en que jugábamos y era de veras mi hermana.
       Calló un momento, sabiendo que hablar era como desnudarse para ojos chispeantes y maliciosos; que iba a estar luego rabioso y arrepentido, odiando a Lorenzo por haber escuchado. Pero tenía un contento amargo viendo cómo la sucia imagen se removía perversamente en el cielo nublado y agrio; y era necesario que él la hostigara con palabras exactas y frías; necesario que soportara sin parpadeo la forma grosera revolviéndose sin vergüenza. Necesario aceptar y mostrar todo lo que fuera suyo.
       —La otra noche estuvimos hablando. Estaba alegre y buena; me pareció que era como antes, que me iba a entender. Charlamos de muchas cosas y se lo dije. Se puso colorada: Sos un degenerado y si seguís lo llamo a papá.
       —Apoyado y aplausos. ¿Pero qué, cómo le dijiste? Qué habrá hecho Caín… ¿Nunca pensaste, si Abel hubiera sido mujer…?
       —Estuvo hablando de arte y de sexualidad. Esa historia de la sublimación. Claro que repetía las burradas que le dijo el profesor. Pero estaba alegre, y me miraba y me decía Rauchito como cuando éramos amigos. Un momento, sí: tenía una pulsera corrida contra la mano y la hacía sonar a veces en una copa. Me acuerdo. Yo me engañé y le dije, así: la masturbación es el momento más grande de mi vida. Intelectualmente, se entiende. Entonces me insultó.
       —Aplausos. ¿Pero qué es eso de momento más grande?
       —Sí. Nunca gozo. Pero pienso en algo y entonces lo veo más claro que nunca; me doy cuenta de cosas que en frío se me escapan. Soy más inteligente.
       —Estás loco como una liebre, hijo mío. ¿Te imaginás una academia, resolviendo problemas con tus métodos?
       Un viento suave, leve y frío se corrió por el silencio. Oyeron que se había ido la locomotora. Raucho estiró los brazos.
       —¿Vamos?
       Se levantaron en el paisaje abandonado. Entornó los ojos, casi sonriendo. La arena, los rieles retintos, las nubes se desflecan lejos del sol y miró en mediodía un cielo de una dulzura como sólo con luna he visto.
       Subían, inclinados, el barranco con matas de arbustos. Vieron el sol en la calle, largo, echado, estrellándose en el sifón azul que cargaba una muchacha de piernas desnudas.

       Volteó el brazo con el libro, rayando el gris de siesta de la pieza. Desde el rincón de la gran cama tintineante, se puso a mirar el rojo de las baldosas aún húmedas, el papel azul y nuevo que forraba la mesa con el bronce del calentador. Miraba. Y, mientras, sentía que su cara era redonda, que le crecían los pómulos y la fuga oblicua y brusca de los ojos hacia las sienes. La raya de luz de la puerta entornada se abría y cortaba en el lavatorio de hierro con el disco aquietado del agua. Él estaba ante su cara y el paisaje diario del cuarto en siesta, atento como frente a revelaciones imprevistas: la gran boca extendía la sombra dulce y fresca, los puntos de luz en los vidrios estiraban la raya de los ojos.
       El hombre del libro es un pobre hombre.
       Abrió la mano y la trajo sobre el pecho. Entonces escuchó de golpe, como si recién comenzaran todos juntos, los ruidos. Sonrió. Si alguno lleva la batuta: ¡qué alma llagada y leprosa!
       Chapoteaban las manos rojas de las mujeres en la pileta; un pájaro, pájaros redoblaban aleteando los alambres; temblaba el aire arriba, a la voz profunda y maldiciente y la otra, aflautada, quejosa y puteadora. Marrón y verde agrio, las dos voces sin pausa, mezcladas, destrozándose en la disputa. Al fondo, el inverosímil gramófono con la trompeta de campánula.

Todos me piden que cante
y mi canto es un llorar.

       Cantaba la Blackie con voz abierta en un disco alisado por el roce. Debajo del mueble, la carpeta ensuciada de moscas. Y el hombre, grueso, envuelto en el guardapolvo, mateando, escondida su alma toda su vida tras los anteojos ahumados.
       Volvía el agua, la ropa y los cuentos sucios de las lavanderas. Se agitaba arriba, tormentoso, el trenzado de las voces de odio (cómo erizaba el serrucho de la voz limón en la otra, enorme tronco sepia).
       Y en medio de todo, tendido en la cama que era el centro de todo, él reía alto por su secreto de abril una risa entre toda inmundicia. Y porque había pensado —sintiendo su callada risa— en una flor blanca, lirio retorcido y curso, alzando su curva allí, en mitad de los sucios ruidos.
       Si será leproso y llagado, el demonio de la batuta.
       Y venía, flotando arriba de todo aquello y viboreando, hundiéndose, el pito desolado de alguna locomotora. Lejos, lejos, lejos.
       Dejó la risa y se sentó en la cama. Miró hacia el tic-tac del reloj en la repisa de la Virgen. Ella se fue y cerró la puerta despacio porque yo me hacía el dormido. Tenía un vestido negro y lustroso.
       Parado, miraba el reloj y la Virgen. Zumbaba alrededor del silencio oscurecido de la pieza la tarde soleada del conventillo. La Virgen doblada contra el niño en faldellín, el despertador abollado y redondo. Todo es una porquería. Pero si alguno, por equivocación, le dijera señora…
       La cara afilada de la madre, los puros ojos tocando al niño. Si alguno la viera con el vestido negro, redonda, el pelo canoso. Que le dijera buenas tardes, señora; perdón, señora; pase usted señora.
       Serio, acompañaba las frases imaginadas con cortas reverencias.
       Cerró despacio, como si también para él alguien se hiciera el dormido en la gran cama del rincón.

       Cuando la puerta cerrada suprimía el mundo familiar, la casa donde había Papá, Mami, Clarita, la sirvienta y el gato barcino que roncaba fingidas asmas en un sillón.
       Avanzaba lento y ladino hasta el muro gris, la mancha única de la foto desmelenada. Albert Einstein, en rápido autógrafo negro cuyo desconcertante análisis no daba el genio. Vuelta la cara de ojos duros y luminosos, como en sorpresa. Ninfa del Congo, huía por la izquierda el anca lustrosa del violín.
       Encendía un cigarrillo y comenzaba el extraño rito. Se acercaba hasta lograr el ceñido vis a vis del verdugo al reo. Entre pausados cortes de manga:
       —Te voy a hundir, gatito. Voy a ser más grande que vos, más grande. Dentro de cien años no queda teoría ni violín ni melena de algodón. Dentro de cien años, micifuz, pobre gatito, yo, yo, yo… Yo, gatito.
       Antes de la cama, la calle o el regreso al libro, murmuraba dos o tres perro judío. Estaba contento de tener la nariz corva y grandes orejas audaces. Sólo que encontraba en perro judío una fonética sonora, una imposición de mascullarlo hinchando la boca como si aprontara el brutal salivazo.
       Casas trazadas con un carbón de pulso inseguro se vienen corriendo hacia la esquina. Sobre el filo mellado de la piedra, curva el farol su cuerpo en danza, víbora de hierro plegada para el salto. Dos casas nuevas aplastan el muro desconchado donde negrea la puerta enana y se abaten gajos de limón. Enfrente, se llena de moscas la vidriera empapelada del almacén. Apunta al cielo con nubes y hojarasca el negro en curda; sonríe baboso, aniñado y en éxtasis. El dedo alzado sobrenada la burla de los vagos melancólicos que entran y salen, más tristes y amargos, del Bar, Café y Billares.
       Lentos, van llegando los dueños de la esquina. Se apoyan perezosos en el muro, el árbol torcido, se sientan con aire de perros, con sueño, enfilados en el cordón de la vereda. Saca una silla de enea la vieja vecina de la frutería. Cruza las manos; y los ojos celestes, siempre con una llamita por morir, parpadean curiosos hacia los portales y la pareja del balcón. Las persianas del conservatorio asoman una nariz afilada que huele afanosa hasta la noche.
       La población de la esquina se espesa; entre las voces, la tarde forma una constelación de puntas de cigarros, el vigilante de los mil nombres llega y se pasea, lento, torciendo la cara desconfiada. Salta de improviso la carrera chillona de la mujer doblada que vende diarios. La gente acampada en la esquina se insulta entre risas, con palabras que atizan la rabia del vigilante.
       —Bigotes de alambre.
       —Pata de catre.
       —Siete cabezas.
       Indiferente, la tarde desentinta y baja sobre la visión del negro borracho, las formas amontonadas en la esquina, el vigilante bigotudo que se aleja despacio, tendida la oreja hacia atrás.
       La viejecita recién peinada que sonríe en la silla y el farol retorcido y ciego coinciden mirando la callejuela en diagonal. La ven irse, tortuosa y amarilla de plátanos, desempedrada y sucia, hasta estrellarse con su carga de barracones sórdidos y conventillos broncosos en la gran pared encalada del asilo.
       —Ganas de hablar, los babosos. Si el domingo con diez hombres le hicimos tres goles. Qué quieren. Adónde van con esa murga.
       —Y claro. Y eso que el referí…
       —Si con el referí y todo le hicimos tres goles.
       —Y claro…
       Desde el suelo, dándose las manos contra las rodillas, vio Raucho la carrera de Coco entre el tranvía y el coche. Y yo que iba a irme, a dejarlo solo con estas bestias.
       Se plantó jadeante, riendo alegre y suave:
       —Hola. Me escapé raspando.
       Raucho alzó los ojos hacia la cara sonrosada, el pelo húmedo con la ancha raya que le dibujara la madre. El Rengo escupió de costado mientras rebuscaba fósforos.
       —Sos loco. Un día te agarra un camión y te come la cabeza.
       Rezongó algo la jeta torcida de Tarzán. Algo, brutal y masticado entre la voz gangosa, que pareció inoportuno al Rengo:
       —Shs… No asustés las pásulas.
       El Coco —«yo no tengo miedo»— seguía riendo, las manos hundidas en los pequeños pantalones, yendo y volviendo, con saltos y fantásticos pasos de danza de marionetas.
       Voy a saber por qué soñé con él anoche en el suelo, de rojo, pataleando con las botas.
       —Y el domingo que se lleven bolsas para traerse los goles. Y no les va a valer referí, ¿eh? Que no se hagan los vivos, mejor.
       —Y claro. Nos llevamos la barra en tres camiones.
       Miraba fijamente el óvalo rosa y afinado, buscando en él la cabeza orgullosa y larga de la muchacha del balcón. Nada. Acaso la nariz, corta y abierta, apenas vuelta hacia arriba. Tampoco. Sólo que la relación consistiera en algo que no es ella ni el Coco, la estela que dejan en el aire al moverse, esa angustia fina de la cabeza a un lado, la luz en los ojos de miel.
       Lorenzo estaba sentado en el cordón de la vereda. Y de pronto fueron sus ojos los que Raucho vio, centelleando en el alerta, señalando hacia el filo de la esquina. Hizo que sí con la cabeza y miró.
       Cuchicheaba el Rengo junto a la gorra azul de Tarzán; se oía el susurrar ronco y saltaba el cigarro en la punta de la boca.
       —Y… decile —terminó el negro, separándose.
       Indolente, siempre riendo, Lorenzo se acercó a la pared. Lo atajó Raucho desde el suelo:
       —¿Estás seguro?
       Inclinado, Lorenzo deshacía y ataba la moña del zapato. No contestó; pero Raucho sintió la afirmación en el repentino aplomo que maduraba el cuerpo. Como si fuera un hombre y pesara más, ancho, endurecido por aquella súbita energía. En cuanto a él, estaba tranquilo y frío, sin miedo ni entusiasmo, dispuesto a todo y deseando que pasara cuanto antes. Me voy a ensuciar las manos.
       Una mano se alejó del zapato de Lorenzo y se corrió entre Raucho y la pared.
       El Rengo caminó unos pasos, bordeando la vereda, mirando al cielo como si su cabezota rapada pudiera entender algo del fin de la tarde. Luego encaró a Coco desde arriba:
       —¿Querés que vamos a la Academia? Hay pelea.
       Parpadeó alegre, dudando:
       —¿Hoy? —Miraba alrededor, buscando apoyo en los otros.
       —Si te digo que hay…
       Tarzán abombaba el pecho hacia las figuras abandonadas en la piedra. Los ojos duros retaban su quietud y su silencio.
       Como para rascarse, silbando, Raucho llevó la mano a la espalda; las uñas chocaron en la pared, las baldosas y al fin las yemas situaron el mango oblongo de la navaja.
       —Si hay pelea, voy.
       Se acercó al muchacho sentado:
       —¿Venís, Raucho?
       Recostado en el árbol, rezongó breve el Rengo:
       —No; ni Lorenzo. Tienen que hacer.
       Como llamado por una voz dulce, Lorenzo sacudió la cabeza haciendo saltar el mechón de la frente. Levantándose, Raucho le vio la risa llena de dientes apretados, los ojos mansos y brillantes. Vio cómo extendía el brazo con el cortaplumas abierto. Entonces saltó rápido, tomando al Coco del hombro, atrayendo su gesto espantado, el cuerpo tembloroso, hasta ponerlo entre el brillo corto de las hojas.
       —Al primero que lo toque…
       Tuvo la sensación incómoda de haberse excedido; Lorenzo reía:
       —¿Vamos a que no vaya ninguno? Es mejor.
       El Rengo giró rápido, espiando la soledad. Con el cuerpo encogido se acercaba el negro.
       —Mocosos de una gran…
       Susurró la risa de Lorenzo; los grandes ojos imploraban con las palabras:
       —¿Te animás, macaco? Vení. Te abro un pozo en las tripas.
       Se detuvo el otro hinchando la trompa en desprecio. Miró con rápida invitación al Rengo. Pero lo vio tranquilo, las manos en los bolsillos, siguiendo la marcha de los dos hombres por la vereda de enfrente. Insinuante, volvió a rogar Lorenzo:
       —¿Y? ¿Vamos o no vamos?
       Bruscamente, Tarzán golpeó las espaldas en la pared.
       —¡Guarda!
       No se dieron vuelta. Venía desde la esquina el paso lento del caballo.
       —La cana.
       Raucho guardó la navaja y empujó al Coco. Cruzaron los tres, despacio y tranquilos, mientras sonaban los cascos de la bestia en el empedrado. Una voz ronca les dijo adiós desde la esquina:
       —Cuidado con ellos…
       Doblaron. Calle abajo, Raucho soltó al Coco y se guardó la mano con una rara vergüenza.
       —¿Querés la navaja?
       —Tenela. Me gustaría que el negro trompa se hubiera acercado —sonreía mirando el aire quieto y azuloso—. Le hubiera revuelto el brazo en la barriga.
       Miraba a Raucho con los abiertos ojos dulces de pregunta. El chico, erguido, se contoneaba adelante.
       —¿No te parece que podía haber pasado como legítima defensa? Dicen que el amor y la fortuna… Tal vez haya sido ésa la oportunidad.
       —Bah. Con volver a la esquina…
       —¿Vamos?
       Raucho se detuvo y se acercó a la sonrisa del otro, a las cejas en ángulo que sostenían el convite. Los ojos le ardían de un llanto rabioso. Aproximó, lento, el pecho y la cara contraída.
       —Mirame. Me Conocés, sabés que no tengo miedo. Pero si vuelvo ahora a esa mugre, me muero de asco. O los degüello a todos; y a esa porquería que ni siquiera pregunta.
       Lorenzo miró de costado y movió los hombros.
       —Y sí…
       En la otra esquina se detuvieron. Rodaba la tarde por la calle en pendiente, empozando desteñidas sombras, planos de luz amarilla, un hervor frío de perros y grillos.
       —No vayas derecho a tu casa. Nos van a buscar cortados. Podrías acompañarlo al Coco y volver tarde. ¿Se habrá dado cuenta?
       Raucho miró al chico que trepaba al cordón de la vereda para saltar enseguida a la calle con los pies juntos. Tenía las nalgas desbordando del pantalón y una huella oscura, profunda y dulce señalaba la nuca.
       —No sé. Es raro que no haya dicho nada. ¿Y si le hubiéramos estropeado la tarde?
       De golpe Lorenzo se hizo hacia atrás en la risa. Entornaba los ojos, midiendo a Raucho y al Coco. «Sería estupendo» y «el salvador». Raucho lo veía reconquistar la risa, curvarse en las carcajadas, junto a la vidriera del bazar que acababan de iluminar. Se acercó, recto, golpeándole el pecho.
       —¿Qué hay? No quiero que te rías; no te vas a reír.
       Luego, Lorenzo se decidió por una fina sonrisa, por unos tiernos ojos humedecidos que alzó. Fue hundiendo la mano en el bolsillo del cortaplumas. Raucho lo miraba, triste y rabioso. Este hijo de puta tiene ojos de gacela. Aguantó inmóvil otra carcajada de la cabeza redonda y oscilante. Hubo una voz contenida que preguntaba, solicitud o desafío. Pensó que la luz de las nubes ceniza era desánimo que le llovía. Entornó los ojos. Triste. Algo tiene que pasar; algo como morirme o pisarle la cara a Lorenzo. Entonces volvió a encontrar los ojos, tan abiertos y fraternales, apiadados ya por lo que pudiera hacer la mano de la navaja. Comprobó que estaba una misma desesperación en los dos y dijo:
       —No. Nada.
       Lorenzo se fue, andando rápido junto a los portales. El Coco saltaba junto al árbol, ciñéndole el tronco con formas ágiles y extrañas.
       —¿Qué hacemos ahora, Rauchito?
       También él se lo preguntaba, mirando irse a Lorenzo; un dedo rozando la pared, la cabeza gacha, abandonados el cuerpo y los movimientos como si se creyera solo y en la noche.

       Voy a la esquina porque en casa me ahogo. Tengo que ir. A los tipos de la esquina puedo odiarlos. Papá, Mami, Clarita. Si el viejo fuera pistolero, Mami alcahueta, por lo menos, y la Clara saliera a pasear, despacito, todos los días a una hora como ésta. Si pudiera odiarlos, y no me tuvieran preso y mudo porque son tan buenos y me quieren. Si pudiera dejarles una carta sucia y enconada. En una carta dejaba toda la suciedad y el rencor, en la mesita de Mami, tapada la mitad del sobre con las flores de la carpeta verde. O si uno de ellos —¡Dios!— amaneciera enloquecido, dedicado a cosas absurdas y secretas. Yo lo miraba sonriendo al loco y nos entenderíamos, siempre juntos en los rincones oscuros de la casa, felices, riéndonos y riéndonos, del escándalo de los otros dos y la familia y las viejas empaquetadas que llegan de visita.
       Cuando el Coco le golpeó en el brazo recordó que lo había olvidado, que lo obligaba casi a correr para resistir la velocidad de sus zancadas.
       —¿Entramos a ver el banco del muerto?
       Miró los hierros negros y combados en la puerta del parque. Iba el camino rojizo angostándose hasta clavarse en la arboleda ocre. En el cielo gris, gruesas curvas de nubes rosa; y en el zanjón de agua quieta, entre hojas y las barras de los cañaverales.
       —¿Qué muerto?
       —¿No sabías? El que encontraron esta mañana. Se mató en un banco al lado de las rosas. ¿Viste al loco barbudo que anda con los perros? Lo vio esta mañana temprano y se creía que estaba dormido. Yo lo oí cuando estaba contando en el café de la estación. El hombre se había tapado con el sombrero. ¿Puede ser de vergüenza?
       —¿Vergüenza de qué?
       —El loco, decía. De la familia. Y entonces dice que un perrito negro que tiene el loco se puso a oler la sangre y el loco salió corriendo. De veras, te digo. ¿No creés?
       —Y a mí qué me importa. Y qué vamos a ver, si ya se lo llevaron.
       —El banco. Esta tarde habían venido todos los chicos, pero a mí ni me dejaron. ¿Sí?
       Fueron entrando, yendo sobre las hojas secas que bordeaban la zanja. El Coco se adelantaba corriendo, escarbando entre los pastos de la orilla, alargando el cuerpo para arrancar las costras que se desprendían de los troncos. Volvía al trote, riendo.
       —¿Por qué fue eso con Tarzán y el Rengo?
       ¡Ah! No sabés palomita…
       El otro negaba, los labios finos, encogido el cuerpo, haciendo bailar los ojos huidizos.
       —No sabés, ¿eh?
       —Y… íbamos a ir a la Academia…
       Qué ganas feroces de romperlo a patadas. Y a lo mejor algún día tengo un hijo así. Encendió un cigarrillo. La sombra empalidecía al niño; agravaba la boca fruncida, el arco delgado de las cejas. Tosió y se puso a mirar otra cosa.
       —Mirá. Te hablo claro.
       Rodaron campanas, lejos. Alzaba el cuerpo como para salir de la estatura del Coco y aventajar las cosas de que hablaba.
       —¿Te acordás del rubio de los ingleses, aquel carnaval en el baile?
       —Era… marica, ¿no?
       —Sí, una porquería. Bueno; que te iba a pasar lo mismo.
       —¿A mí? Esos asquerosos…
       Alzó los hombros, coqueto y petulante. Siguieron en silencio por un repentino olor de flores. Madreselvas o jazmines.
       Pero Raucho los cambiaba en una vieja blancura lunar nunca vista, oída en una música cuyo nombre no sabía. Limpia y serena, con una tristeza desgarrada de gran noche de diciembre; e iba alguno, solo y lento, caminando por callejuelas desiertas donde tomaban vuelo los violines, saliendo de la sombra de los viejos muros para tocar la orilla y adentrarse en la zona misteriosa del blanco reflejo, los callados espacios de claror donde golpeaban los pianos severos, lentos, engolados por un terco pie en los pedales.
       —¿Y qué te importaba?
       —¿Cómo?
       —Claro; si yo hubiera querido. También vos; anduviste con el rubio de los ingleses y Juan José.
       Deteniéndose, olisqueó el perfume ya remoto y miró alrededor, los pedazos de cielo y nube entre las ramas. Rió, breve. Sí; me había olvidado —iba por la calle la noche con luna— que soy un sucio cochino.
       —Pero mirá: no sé si entendés. El rubio y Juan José ya eran así. Vos no; sos mi amigo. Además… ¡Pero, animal! ¿No sentís que el Rengo y el otro son una inmundicia, que con sólo mirarte…?
       El Coco disparó, saliendo de los árboles.
       —El banco.
       Se acercaron, entre una sombra lila y como mojada.
       —¿No ves? No hay nada. Un banco cualquiera.
       Era de mármol, sucio y sin respaldo. El Coco lo rodeaba lento y alerta.
       —No hay sangre, ¿no?
       Con cara de miedo se agachaba, arrastrando un dedo por los bordes gastados. Raucho rió alto y falso.
       —¿Qué te pasa? Es un banco. Uno se sienta, cruza una pierna y fuma, tan tranquilo.
       El chico miraba nervioso, las manos juntas, con miradas cortas y temerosas. Se sentó junto a él y volvió a reír.
       —Te creíste que tenía miedo.
       Por el sendero se iba una mujer con un atado de ropa y una niña colgada que trotaba con la cabeza vuelta, revolviendo en el bolsillo de la falda celeste. En la calle, alta, un tranvía encendió las luces y se fue.
       Viernes, sábado. Cuatro días y el lunes empiezan las clases. Estoy en el parque, empieza la noche, aquí se mató un hombre. Esto y todo suda un misterio que yo —sólo— comprendo. Otra vida rodeando la vida. Magia, embrujo, espanto, hechicería. Sobrevida donde me muevo mejor que acá; y sólo yo, porque de eso no se puede hablar con nadie.
       —¿Me darías un cigarro, Rauchito?
       —No hay.
       Lo oía rezongar enfurruñado. Si me habla otra vez así lo tiro al agua. Y el lunes empiezan las clases. Los delicados conflictos de los avenegras, los almaceneros y los dueños de casa. Procedimientos en lo civil. La sobrevida y una chapa de bronce tornillada en la puerta.
       —¿Y si fuéramos al monte?
       Son de bronce las cadenas de reloj de los hombres que se matan en los parques. Se visten de negro, la cadena les brilla en el estómago y tienen un diario de la tarde doblado en el bolsillo.
       —¿Y cómo dijo el loco de los perros que se había matado?
       —¿Éste? Un tiro en el corazón. Sí. Tenía un revólver chiquito, chiquito como de juguete. Después vino el loco con un vigilante.
       —Bueno.
       Siguió con el revólver pequeño, mango de nácar, de un gracioso modelo para carteras. Pero con una cadena de bronce no es posible morirse de amor. Pero sin la cadena, aunque no se le pueda sacar… Tiró lejos el cigarrillo y se retrepó en el banco. No porque el juez no quiera; me río del juez. No se puede porque el hombre está vestido de negro, con la cadena y el diario doblado. No se puede tocar. Lo llevan, lo destripan y lo entierran; pero ya nunca alcanzan a tocarlo. Y cuando ella va a la comisaría le muestran el revólver y se pone a llorar sin ruido, doblada en un banco de madera que está esperando en el patio de las comisarías. La mira un vigilante moreno hasta que ella revienta de angustia y las dos almas se abrazan en los ángeles, mundo sin cadenas de bronce ni revolveritos.
       Era el más allá. Más allá de la Cruz del Sur y la Santísima que los tiró. El lunes soy un buen chico y empiezo a estudiar.
       —Decía el loco que estaba acostado como dormido.
       —A ver; levantate. ¿Acostado así? Estirado y sin moverse.
       —Pero no tenés la cara tapada.
       Reía el niño, divertido, mirando el cuerpo grande e inmóvil. Llovía el silencio, grave, herido con los insectos de la zanja.
       —No estás vestido de negro. Arriba, en la calle, rodó un carricoche con erres temblorosas. Disputaron voces recias en el otro lado del parque. Después todo se puso a morir, brasas en el agua, en el rincón de sombra violeta donde estaban el banco quieto y el cuerpo gris y quieto.
       —No. Y no tenés revólver.
       Se acercó, mirando los ojos blancos, el filo de los dientes asomados. Temblaba en las copas un revuelo de pájaros.
       —No…
       El chico comenzó a golpear furiosamente la cara sin gestos.
       —No, no… Levantate.
       —¿Estás loco? Si se estaba bien. Cuando tenga un traje negro me voy a venir una noche.
       —¿Y te matás? ¿Y yo le aviso al loco de los perros?
       Reía, ya tranquilo, golpeándolo todavía en juego.
       —¿Tenías miedo?
       —Vamos al monte, ¿sí?
       —Bueno. Pero antes decime: ¿tenías miedo de que me hubiera muerto?
       —Si yo sabía. Mirá: si hubiera traído la honda, volteaba unos pájaros.
       —Otro día. Vamos, que debe ser tarde.
       Pero Coco se le acercó al pecho, arreglándole la corbata.
       —No seas malo. No es tarde.
       Lo separó, tomándolo de los hombros, clavándole los ojos malos y desconfiados.
       —¿Por qué me hablás así, eh? ¿Por qué hablás de esa manera?
       —Si yo no hablo de ninguna manera.
       Tenía una voz abierta, lenta y distraída. Volvió a la corbata, el cuello, los brazos. Raucho miró el cielo y a la cabeza negra y lustrosa. Ya estaba la noche. La piel suave y el olor de la blusa lo hacían bueno y tierno. Rápidamente, como crecía la sombra, lo iba llenando el cariño y una desesperada necesidad de proteger.
       —Oíme. No te dabas cuenta. Pero hace meses que con Lorenzo te andábamos cuidando de aquellos bestias. No queríamos dejarte nunca solo. Me acuerdo de una noche que llovía y no comimos porque habías ido al cine con tu hermano y me vinieron a decir que el Rengo los estaba esperando en la esquina. Y otra vez, cuando jugamos contra el Liceo…
       Se detuvo, frío, otra vez sucio, como aferrado por el espanto. Había hablado; y sus palabras y los recuerdos que ellas hacían aumentaron su mansa alegría. Se estaba salvando en aquella única cosa limpia de su vida: su tarea de apartar al Coco de los hombres inmundos de la esquina. Y mientras se refrescaba en aquello, casi reconciliado con todo y con él mismo, orgulloso del gramo de pureza que había defendido tenaz, como una llama entre las palmas curvadas, el Coco aventuraba una mano hacia su cuerpo, en la sombra.
       Él se alzó pesadamente, temblando de la rabia y el asco. Separó un puño, lento, midiendo con los ojos entornados la cara del Coco, la pequeña nariz remangada que iba a golpear.
       Si lo mato me salvo. Si le hundo la cara y me voy corriendo.
       El Coco, sin comprender, continuaba cerca, brillándole los ojos en la cara empurpurada, respirando afanoso por la nariz ofrecida y tan semejante a la de la chica reidora del balcón.
       Un golpe seco y escapo. Endurecía el brazo, la cara, el alma. Tiene que ser enseguida. Inclinó el torso, afirmándose en las piernas, apretando los ojos achicados. Los que querían irse de allí, enredados en el viboreo de un cuerpo rojo, una muchacha que golpeaba con botas rojas el piso luciente del sueño de anoche. Toda mi fuerza, todo yo para mi golpe. Tengo que irme corriendo. Corría desde la pared desnuda hasta la oferta de la boca con risa y canción de la muchacha de la casa con pájaro. Mordió una ola de llanto, rabioso. Caía, blando, el brazo. Se estuvo un momento inmóvil, separado de todo, sin pensamientos. Luego, suavemente, sonrió en la sombra.
       El agua verde y podrida de la zanja lo llenaba todo; agua cenagosa eran el cielo, la arboleda, el aire fresco y silencioso que lo rodeaba. En medio del agua viscosa se inclinaba por fin sobre la niña roja y bailadora.

       Iban, costeando el zanjón. La noche, posada en los árboles, los hacía negros y gigantes.
       Aplastaba hojas, cañas, papeles desgarrados. Blando, un sapo lo golpeó dos veces y alargó, en fuga, su trazo oscuro entre los pastos. Lejos, enfrente, sonaban los tranvías ocultos por el terraplén; lejos, allá en los bordes del gran círculo que lo rodeaba, ululaban perros en las quintas. Pasaban plateándose lentas nubes oscuras frente a la luna cornuda. Y allí, a la derecha, con un brazo tocando la entraña de la noche, se alargaba, lento y repetido, el metal de las ranas.
       No pensar, pensaba.
       Se abrazaba terco a la indiferencia, amargo, frío, pero ya no triste. Un absoluto cochino; sucio y puerco. Eso; pero ahora del todo y para siempre. Ya no hay, no tengo llama que abrigar.
       Caminaba rápido, buscando alcanzar la calle. Siluetas oscuras iban por el sendero arenoso, se delataban crujiendo sobre las hojas muertas en la otra orilla. No pensar, pensaba.
       Y: no hay yo ni el otro, se lo tengo que decir a Lorenzo, terminaron las luchas y voy rápido, sin cansarme, seco y frío. Una bocina de automóvil, frenos, silbatos. Otra vez la platería de la zanja. Un perro vagabundo se alargaba para beber, giró y disparó hacia los árboles. Y me parece haber perdido mi otra vida mágica. Pienso en la música; y en la callejuela, alero, rejas y hornacina, es sólo una lámina, grabado a tinta, que se sabe muerta y por donde no es posible pasearse, ni desenroscar el agudo de los violines ni saltar al misterio de la luna. Todo perdido. Frío y seco, caminar con largos pasos iguales, buscando cansarse, sabiendo que no será posible cansarse ni aun caminando hasta el alba.
       Escuchó el ruido sordo de los pasos aplastando los yuyos. Miró una sombra rodando entre la suya y la más oscura de la zanja. Luego al Coco, casi sorprendido de veras. Lo vio pequeño y redondo, afanado por no quedarse atrás, estrechos los hombros, cortando con breves carreras el balanceo cadencioso del cuerpo. Recordó la próxima blancura en el monte oscuro. Sin alterar casi la marcha se fue acercando. No pensar, también esto tiene que ser sin pensar. Ni venganza, ni odio, ni nada. Frío. Rápido, se inclinó; de una pechada brutal lo mandó doblado, con un tijereteo de las piernas desnudas y abiertas, cabeza abajo por el metro de orilla en declive que tocaba las aguas. Oyó que gritaba, el chapoteo y luego un llanto fácil y desconsolado, llorar de criatura que cierra los ojos cuadriculando una enorme boca negra.
       Continuó con los grandes pasos regulares. No hay agua para ahogarse. Caminar, ir, irse de lo que estaba atrás. Perdió el angustioso llanto en a. Caminar.
       Lo paró un pito de tren largo y sinuoso. No pensar. No… Continuó y volvió a detenerse. Pero cómo hacer para que no entrara la angustia, la ansiedad desesperada. Vibraba entrecortado el pito de la máquina. Siguió, más despacio. No pensar, pensaba.
       Pensaba en su error de hace un momento. No: no estaba perdida la sobrevida, el aura misteriosa que bordaba todo. Podría quedar vacío de todas las cosas menos de aquello; acaso estuvieran allí su expiación y su castigo. Tendría que seguir viviendo la otra vida marginal y fantástica, temblando a la fina angustia de los trenes lejanos, atravesado por los mensajes inefables de los seres y las cosas, los graves secretos de la tierra y el cielo.
       Una bocina se alzó tensa a la izquierda, más allá del parque. Lo detuvo el terror.
       —La noche.
       Miraba en torno, pequeño, bestia acorralada. Otra y otra y otra. Saltaba un bosque de sirenas aullantes, a su izquierda, bajo el cielo encendido de la ciudad. Blando, quedó sentado en la sombra, floja la cabeza en las rodillas. Murmuró para oírse…
       —Guerra… O se habrá muerto el rey.
       Luego, apretándose los ojos, hizo la noche negra, total. Raucho estaba doblado, abrazándose, ancha la espalda bajo la lerda tiniebla y el llano de la ciudad.
       Noche total y negra cuando empezaron a saltar reflectores en lo oscuro. Haces de un rojo sangriento corriéndose en abanico por un cielo color de hígado que ellos mismos van trazando. Entre la sombra y el aire, espesos y cálidos, las gentes de los altos pisos se acercan cautelosas a las ventanas. Sudan boquiabiertas, silenciadas por la angustia que no dicen. Esperan el regreso de la luz; la enloquecida tormenta; algo que viene de más allá de todo, de lo que conocen y de aquello en que es posible pensar.
       Y de pronto, en el silencio tremendo, en el pesado aire negro donde rascan filosos los reflectores, salta una bocina. Solitaria, lejana para todos, subiendo en cortos temblores de lloro escondido. Unánimes, al borde de las desgarradas ventanas inútiles, arracimados, ansiosas las bocas de peces, hombres y mujeres piensan en el lloro de la mujer vieja y enlutada. Una mujer de pelo de lluvia, volteada, aúlla interminable y estremecida.
       Hasta que suben otras vecinas y otras, una selva de mástiles desesperados en busca del cielo invisible. Lloran, lentas, tenaces. Como otro viento cálido, un miedo corre y jadea por la ciudad. Espanto de una muerte; alguno que fue como Dios y ahora se alarga duro y frío, largo en una desierta plaza del mundo oscuro.
       Y salen los carros de incendio a correr desbocados por las calles ciegas, entrelazando campanas al grito de los trenes de carga. Aúllan figuras encaramadas en las tapias. El terror y la locura revientan su tormenta en el aire tenso. La primera, una sombra se despega de la última fila de ventanas de un rascacielos. Los brazos abiertos, derrumba su cuerpo y su grito. Gritos y cuerpo llueven, chillando su miedo o ablandándose callados y pavorosos. Caen, se aplastan, la boca en las rodillas, volviendo los ojos inmensos y desbordados. Caen, se amontonan en la noche sin término, comprendiendo al fin el grito feroz de las bocinas, avizorando la visión del cuerpo largo y frío, las manos rígidas sobre el pecho, el insoportable resplandor de peste que envuelve los pies del gran muerto, flacos, amarillos de luz de cirio.

       El hombre del bostezo en el diván se quedó con los ojos en la ventana, claros, mojados y llenos de sonrisa. Fumando, habló y también reía con la boca. Le llamaron los ojos el silencio del otro y entonces dio vuelta la cabeza.
       Lo vio de pie, en camisa, empuñando el mentón para mejor mirar y pensar el cuadro que brillaba inconcluso. La mano libre remojaba distraída los pinceles en el cacharro de aguarrás.
       Dijo el hombre desde su pereza estirada:
       —¿Y?
       Sin dejar el cuadro, la cabeza inclinada para darse la luz conveniente, fue contestando:
       —Pensaba en el cuadro y en la mentira; la mentira cínica y visible. ¿Usted qué dice de la mentira?
       —¿La mentira, así, en general?
       Pero el hombre de los pinceles no le dio tiempo. Alzó uno y apuntó a la tela. La luz de la mañana temblaba en la lágrima que fue alargándose en la punta.
       —Ahí, la derecha, hay algo malo; algo que salta a los ojos como un gato. Malo en todo el cuadro, desequilibrio. Necesito mentir una mancha oscura, completamente mentirosa. Sí; hay otro remedio. Fíjese: miento en ese ángulo de la derecha para poder decir la verdad con el cuadro.
       Entornando los párpados enjugaba maquinalmente los pelos sedosos del pincel. Miraba con disgusto la tela, el abanico de luz royendo figuras y los trabajados contornos vegetales. Sí: un tono oscuro, hora indecisa, algo recóndito y misterioso. Completamente falso. Negro de noche en calleja. Buscaba en la paleta recuerdos de penumbra, negros callados y pensativos vistos en cielos y mujeres.
       De nuevo en la ventana, murmuró el otro:
       —Red dogs! ¿Se acuerda de los perros rojos de la inglesa de Gauguin?

       Después de la campanilla y los grandes letreros del cine, plateadas y altas mujeres girando en la vidriera. Lorenzo se detuvo. En idéntica actitud —invitación amable, asombro levemente idiota— sostenían los trajes de seda. Verde, rosa, verde Nilo, negro. También en la vidriera —diáfano y escurridizo, fantasma que vaporizaba el reflejo— se vio sin corbata, el mechón de pelo en un ojo. Sonrió pero el pequeño Lorenzo borroso no alcanzó a mostrarle los dientes. Sintió entonces, impetuoso, el cansancio de las cuadras andadas. Empezó a compadecerse en el espectro de vidrio: piedad por ser desmelenado y débil, cansado, triste y sin corbata. Ahora sí: liberado del fondo verdoso de una falda que se iba en silencio, la imagen mostró los dientes blancos, abierta la boca en la sonrisa enconada. Vamos a decir porquerías a las mujeres. El otro aceptó, saliéndose del vidrio.
       Se detuvo bajo la muestra de la esquina, las manos colgando del cinturón, un taco enganchado en la pared. Todas las mujeres pasaron altas y distantes; y él no podía jalonar el desfile con las palabrotas ya dispuestas en orden. Las dejaba irse, satisfecho y triste porque no lo miraban, observándolas con una sonrisa pequeña y arrinconada como él.
       Largos coches oscuros, ómnibus, las dos alas de multitud. Iban encendiendo los faroles sobre la calle, rosas en lo azul. Y allí en la esquina, en la zona que abría su humildad repentina, en la atmósfera que hacía su encogimiento y que él mismo examinaba curioso, entraban y salían, pasaban las mujeres. Rusa, veloz, enorme peinado macizo. Más lenta, amarilla, flaca, rubia, una sonrisa agriada en los amarillos colmillos, la mano anillada se alzó para mirar la pulsera. Alguien me espera impaciente, a mí, en el Richmond, a mí. Verde, nariz en gancho, también ajenjo en los ojos.





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