Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
El infierno tan temido
Originalmente publicado en Ficción (Buenos Aires), 1957
La primera carta, la primera
fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba
golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y
el tabaco, entregado con famlliar felicidad a la marcha de la frase y a la
aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo “Cabe destacar que
los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco
común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de
la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva”,
cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y
la máquina, ofreciéndole el sobre.
—Ésta es
para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación
de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones
ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué
queres que llene la columna.
El sobre
decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el
par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo
cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento,
casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última
frase: “Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años
ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público
aficionado”. El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la
madura mujer de Sociales se quitaba lentaménte los guantes en su cabina
de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.
Traía una
foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio
y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas
franjas indecisas, como en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara
angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a
ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.
Guardó la
fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras
Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles
en la mano.
—Hola —dijo
ella—, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.
Risso la
miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la
papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las
diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. “Es una
mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las
uñas violentas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y
pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los
tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el
entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser
más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer”.
—Parece una
cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si
siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo afuera. Me dejan el
material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un
epígrafe. Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No
conozco más nombres que el de los contrayentes y gracias a Dios.
Abundancia y mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades
con una brillante recepción en casa de los padres de la novia. Ya nadie
bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo desde la
rambla.
Cuando Risso
se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimimos
los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los
habitantes de Santa María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa
Teatral, desde las paredes hechas vetustas por el final del otoño.
Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas,
por las primeras lluvias otras volvía a medias la cabeza para mirar la
calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de
convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales
que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había
también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida,
cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.
Lo cual estaba
bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con el
resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la
suma de innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado
repitiendo con acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en el
prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del afiche, se
vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo
a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y
móvil del dormitorio del prostíbulo.
Se casaron, y
Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero
dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su
cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las
noches alargadas.
Ella imaginó
en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos
noviazgos —un director, un actor—, tal vez porque para ella el teatro
era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y
conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y
olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las
plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de
adecuación la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia
cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera
mirarla o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su
farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían,
inseparables, signos de la edad.
Cuando llegó
la segunda fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente
distinto Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento
desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin nombre,
que se emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer miedo
del primer hombre sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la
fe.
La segunda
fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los
jueves eran los días en que podía disponer de su hija desde las 10 de la
mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo
guardó y recién en la mañana del jueves mientras su hija lo esperaba en
la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la cartulina,
antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba de
espaldas.
Pero había
mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero
y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error un absurdo
transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una
pesadilla, sonriendo servil y agradecido a las flores de las paredes del
dormitorio.
Estaba tirado
en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.
—Bueno —dijo
en voz alta—, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna
importancia, aunque no lo viera sabría que sucede.
(Al sacar la
fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto
oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable
que ella haya previsto esta reacción de Risso, este desafío, esta
negativa a liberarse en el furor. Había previsto también, o apenas
deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la
evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)
Volvió a
protegerse antes de mirar: “Estoy solo y me estoy muriendo de frío en
una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada,
solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso
como si la hubiera merecido”.
En la
fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un
borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado
por el inevitable primer plano, estaría segura de que no era necesario
mostrar la cara para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía
“Recuerdos de Bahía”.
En la noche
correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la
totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá
de su alcance la deliberación, la persistencia, el organizado frenesí
con que se cumplía la venganza. Midió su desproporción, se sintió
indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.
Cuando Gracia
conoció a Risso pudo suponer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su
soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que
estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería
enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de
la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el
sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que
él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que
estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la
tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la
ciudad, en que la única sabiduría posible era la de resignarse a tiempo.
Tenía veinte años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió
intensidades de la curiosidad, se dijo que solo se vive de veras cuando
cada día rinde su sorpresa.
Durante las
primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones
fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores.
Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los
silencios, de los gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a
la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el
padre. No dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y
ahora tenía ella en el sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su
casa, de su dormitorio, del hombre frenético e indesetructible. No
buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir
que la lujuria descansara y olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba
segura de la infinitud del universo del amor, segura de que cada noche les
ofrecería un asombro distinto y recién creado.
—Todo —insistía
Risso—, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre
contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos
nosotros.
En realidad,
nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le
estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César,
hechura de Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al
pulmón, como el invierno al trigo.
La tercera
foto demoró tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al
diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde
en que él despertaba de un sueño en que le había sido aconsejado
defenderse del pavor y la demencia conservando toda futura fotografía en
la cartera y hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante un
centenar de distraídas miradas diarias.
La mucama
golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tabillas de la
persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire
sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde
la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a la
espera del descuido, del error propicio.
En la tercera
fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una
habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia
atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo
suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera
hecho fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con la más
tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.
Solo tenía
ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los
amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y error de sus
creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del
amor creado por los hombres.
Pero también
rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y
seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a
entenderse y a dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba
a romper las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con
menor remordimiento.
En el plano
mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que
obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la
calle, en el restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al
que podía prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la
exposición frente a la cámara y al disparador, al menos desagradable
entre los que pudieran creerse aquella memorizada argumentación de
viajante de comercio.
—Es que
nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida
en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte.
Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te
extrañe.
Y después de
la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de pensar
para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las
luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso,
evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado,
haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa
inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás
mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no
había comprendido nunca.
Sin exceso de
esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa
habitación de hotel, midiendo distancias y luces, corrigiendo la
posición del cuerpo envarado del hombre. Obligando, con cualquier
recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la
cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba de sonreír y de
tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los recién
nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo la
intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.
Pero como
nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban
o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos
y las convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos,
Risso y Gracia.
Llegó a
permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas
por el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de
la cámara con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia.
Consideró necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la
fotografía hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos
impávidos descendieran desde la nada del más allá de la foto para
integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica,
las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa
María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de los sobres.
La primera
separación, a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y
exageradamente angustiosa. El Sótano—ahora Teatro Municipal de Santa
María—subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego
alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en
el escenario. El público se emocionaba, aplaudía o no se dejaba
arrastrar. Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la gente
aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de lo
que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando con cierta
desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones,
decorados, parlamentos y tramas.
De modo que el
juego, el remedo, alternativamente melancólico y embriagador, que ella
iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fjord,
estremeciéndose y murmurando para toda la sala: “Tal vez... pero yo
también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás”,
también era aceptado en El Rosario; Siempre caían naipes en respuesta al
que ella arrojaba, el juego se formalizaba y ya era imposible distraerse y
mirarlo de afuera.
La primera
separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de
copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los
seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al mismo
restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y
soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las
anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca
imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de
ambiciones irrealizables.
Eran diez o
doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por
vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera
del invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para
saber que la locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de
carecer de futuro, de no ser medio para nada.
En cuanto a
ella, había creído que Risso daba un lema al amor común cuando
susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:
—Todo puede
suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.
Ya la frase no
era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada e
impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos
hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni
alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y
todo estaba condenado a servir de alimento.
Creyó que
fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un mundo desprovisto
de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin
valor.
Así que solo
pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la
puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se
fue quitando la ropa.
Era la última
semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las
cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez
nada tenía que ver con ellos; porque ella había actuado como un animal
curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con cierto desdén
por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso. Y cuando
volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una víspera de jueves—porque
los jueves Risso no iba al diario—, hasta una noche sin tiempo, hasta
una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.
Lo empezó a
contar antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber
inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas
de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le
pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre
la alfombra y casi sin desplazarse de frente y de perfil, dándole la
espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra.
A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado
apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a
veces solo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el
relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que
había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro
olvidado, junto a nadie, junto a Risso.
—Bueno;
ahora te vestís otra vez —dijo él, con la misma voz asombrada y ronca
que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.
Ella le
examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato
estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el
cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de
vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el
doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse
por anticipado de las entrevistas de reconciliación.
Hubo después
un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y
odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro.
Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes.
Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar
cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que
fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni
siquiera con su silencio.
Volvió a
dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de
predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de
Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer
desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos;
como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares, que le
estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el
primer encuentro.
Casi un mes
después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones
contradictorias y se fue de Santa María.
—No se
preocupe —dijo Guiñazú—. Conozco bien a las mujeres y algo así
estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la
acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que
está evidenciando la sinrazón de la parte demandada.
Era aquél un
comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del
diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento
como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e
increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida
a recordarlos con desesperada codicia.
Risso había
destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para
siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su
madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores
en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la muerte y de la idea
de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado,
agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el
agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se
vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y
elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había
planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes,
caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a
este hombre que ganaba un sueldo escaso y que solo podía ofrecer a las
mujeres una asombrada, leal, incomprensión.
Había
empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas
cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que
procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las
fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado
respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la
muerte, está condenado a perseguir —para él y para ella—la
destrucción, la paz definitiva de la nada.
Pensaba en la
muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la
rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida
que inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del
Barbero que coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un
segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar su
expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente
la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a
él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella
era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo
y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima,
Santiago y Buenos Aires.
Por qué no,
llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa
preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la
misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.
La próxima
fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y
no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la
renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos
estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo.
Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado
sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba
en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no
quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las
noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba
impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.
—De hombre a
hombre —dijo Lanza con resignación—. O de viejo que no tiene más
felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a
usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos
hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el
tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo
vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por
la redacción una pierna enferma y la arterioesclerosis, me acuerdo de
España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta
noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién la
mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al dorso dice:
“Para ser donada a la colección Risso”, o cosa parecida. Me llegó el
sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que
lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes
y tal vez a usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted
enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin
mostrársela.
Risso dijo que
sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle
en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza
era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también
mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al
dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.
La cuarta
fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija,
el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba
nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo,
atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas
letras en tinta azul.
—Comprenderás
que después de esto... —tartamudeó la abuela. Revolvía el café y
miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la
universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de
tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas—.
Comprenderas—repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.
Pero no sabía
qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se
esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un
ángulo apoyado en el borde del plato.
Afuera la
noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al
misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres sus
afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a
comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprension
ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía,
simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las
lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión
sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que
comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la
alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la
ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la
muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres
habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo
pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de
la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir.
Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la
niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza
inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y
darle protección mañana y en los días siguientes.
Estuvo
conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido
inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la
soledad. Y cuando despertó a mediodía cuando se aflojó la corbata y el
cinturón y el reioj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido
olor a tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal
cariño hacia los hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y
construido. Había resuelto averiguar la dirección de Gracia, llamarla o
irse a vivir con ella.
Aquella noche
en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién
nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores
que es común perdonar a un forastero. La gran noticia era la
imposibilidad de que Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en
condiciones de informar que el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy
manifestando dolencias en uno de los remos delanteros, evidenciando
inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del mal
que lo aqueja.
—Recordando
que él hacía Hípicas —contó Lanza—, uno intenta explicar aquel
desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato
que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio
caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes
motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de
somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo
mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento
y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado seguro y a
salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error
de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó
yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda
la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía,
insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua—en cueros y
alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas
ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal—, la
posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado,
y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La
culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque
ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era
inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y
hablaba frìamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara.
Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le
mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez
pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el
sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez
de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.
1957
Literatura
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