Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
Justo el treintaiuno
Originalmente publicado en Marcha (Montevideo), 1964
Cuando toda la ciudad supo que
había llegado por fin la medianoche yo estaba, solo y casi a oscuras,
mirando el río y la luz del faro desde la frescura de la ventana mientras
fumaba y volvía a empeñarme en buscar un recuerdo que me emocionara, un
motivo para compadecerme y hacer reproches al mundo, contemplar con algún
odio excitante las luces de la ciudad que avanzaban a mi izquierda.
Había
terminado temprano el dibujo de los dos niños en pijama que se asombraban
matinalmente ante la invasión de caballos, muñecas, autos y monopatines
sobre sus zapatos y la chimenea. De acuerdo con lo convenido, había
copiado las figuras de un aviso publicado en Companion. Lo más difícil
fue la expresión babosa de los padres espiando desde una cortina y
abstenerme de usar el carmín para cruzar el dibujo con letras peludas de
pincel de marta: “Biba la felisidá”.
Pero en cambio
pude dedicar los cuarenta minutos que me separaban del año nuevo, de mi
cumpleaños y del prometido regreso de Frieda pintando en letras verdes un
nuevo cartelito para el cuarto de baño. El viejo estaba desteñido,
salpicado, con manchas de jabón y dentífrico. Además había sido hecho
con letras cursivas y espantosas, con esa caligrafía que se emplea en las
tablitas que cuelgan los cretinos en las paredes: casa chica, corazón
grande, bienvenidos, barco joven capitán viejo.
Había
comprado para Frieda un regalo que la estaba esperando, envuelto en papel
celeste, junto a su vaso, a la botella de caña, al platito con frutas
abrillantadas, turrón y nueces, en el lugar de la mesa que ella
acostumbraba ocupar. También le había comprado un toscano y un paquete
de hojas de afeitar para que se cortara el pelo. Aunque hacía pocos meses
que vivíamos juntos estos regalos eran tradicionales para los
aniversarios que respetábamos o inventábamos. Ella los agradecía con
insultos de obscenidad asombrosa, a veces convincentes, prometía
venganzas, terminaba siempre aceptando mi buena voluntad, mi estima y mi
comprensión descuidada. Sus regalos, en cambio, eran empleos, formas de
ganar poco dinero, artilugios para que yo olvidara que estaba viviendo del
suyo.
Los sábados
de noche, cuando había mucha gente, cuando empezaba a estar borracha,
Frieda iba a sentarse en el inodoro y durante minutos o cuartos de hora,
mientra no fuera nadie a buscarla, se estaba casi inmóvil, con las
bombachas en las rodillas, cortándose con una hojita de afeitar, con
avaricia, el pelo que le cubría la frente, mirando con sus ojos alerta de
pájaro el cartelito clavado entre el botiquín y la pileta, el mismo que
yo estaba renovando para sorprenderla, los versos de Baudelaire que dicen:
“Gracias, Dios mío por no haberme hecho mujer, ni negro ni judío ni
perro ni petizo”. Nadie que usara el inodoro podía alejarse sin
haberlos rezado.
Pero en
aquella víspera de año nuevo habíamos querido —o nos habíamos
envuelto en mentiras hasta comprometernos—estar solos e intentar
sentirnos felices. Ella había jurado dejarlo todo, alumnas de baile,
clientas del taller de vestidos, proposiciones inesperadas, para estar
sola conmigo antes de la medianoche. Yo no tenía muchas cosas que dejar
para corresponder: en la noche de fin de año alguien, alguna, de la tribu
siniestra se dedicaría a contemplar hasta el alba las oscilaciones de la
cabeza del viejo.
No era la
felicidad pero era el menor esfuerzo. Frieda llegaría, pero no llegó,
antes del año nuevo. Comeríamos algo y nos dedicaríamos, expertos,
demorando las cosas para no estropearlas, a emborracharnos: yo haría
preguntas de interés fingido para animarla a repetir el monólogo sobre
su infancia y su adolescencia en Santa María, la historia de su
expulsión, las carrichosas, variables evocaciones del paraíso perdido.
Tal vez, al
final de la noche, hiciéramos el amor en la cama grande, la alfombra del
primer cuarto o en el balcón. A mí me daría lo mismo hacerlo o no; pero
nunca había conocido a una mujer tan capacitada para seguir
sorprendiendo, tan dispuesta a confesarse. Cuando se le ocurría acostarse
conmigo y la borrachera la obligaba a conversar, era como poseer a decenas
de mujeres y saber de ellas. Tal vez, además, aceptara celebrar el año
nuevo colocándose de espaldas al piso o al colchón.
Estaba fumando
y bebiendo con mucha agua, en la ventana, cuando empezaron a sonar las
bocinas y los tiros. Me era imposible ocuparme de mí; de modo que pensé
en María Eugenia y en Seoane mi hijo, me esforcé en sufrir y en
acusarme, recordé anécdotas que nada lograban significar.
Todo,
simplemente, había sido o era así, de tal manera, aunque acaso fuera de
otra, aunque cada persona imaginable pudiera dar una versión distinta. Y
yo, definitivamente, no sólo no podía ser compadecido sino que ni
siquiera resultaba creíble. Los demás existían y yo los miraba vivir, y
el amor que les dedicaba no era más que la aplicación de mi amor por la
vida.
Ya se habían
olvidado en Montevideo de la medianoehe. Las luces del lado de Ramírez
comenzaban a ralear y ya estarían las parejas del baile en el Parque
Hotel yendo y viniendo de la arena, cuando empezó de veras el ao nuevo.
Algún tamboril de negro volvió a sonar, profundo, solitario, no vencido,
en las proximidades del cuartel, e hizo confusas las palabras.
Pero
reconocía la voz de Frieda, insegura, entregándose. perdiendo la
energía. Gritó “Himmel” y yo crucé el departamento, bajé sin ruido
unos peldaños de la escalera de ladrillos, a oscuras, que llevaba al
jardín y a la entrada.
Allí no
había más luz que la que llegaba, diluida, del Proa. Pero pude verla,
bien plantada entre dos canteros secos, atlética, balanceando su vigor,
mientras un aborto de padres tuberculosos, negruzco y con polleras, con la
cabeza fantásticamente agrandada por una iornada de trabajo de un
peluquero barato, le decía: “porque a mí, guacha, porque si te
creíste que me vas a tomar para la farra. Porque si andás conmigo no
andás con nadie más”. Le golpeaba la cara con la mano y Frieda se
dejaba; luego empezó a pegarle con la cartera, metódica y sin descanso.
Me senté en
un peldaño y encendí un cigarrillo. “Frieda puede aplastarla con solo
mover un brazo —pensé—. Frieda puede hacerla llegar al río con solo
una patada”.
Pero Frieda
había elegido empezar así el año: con las manos en las nalgas,
exagerando la anchura de los hombros del traje sastre, dejándose pegar y
gozándolo, contestando a los carterazos con sus roncos “Himmel” que
parecían sonar para pedir más golpes.
Cuando la
inmundicia se cansó de pegar, lloraron las dos y salieron del jardín a
la calle. Las vi detenerse, jadeantes, y caminar después abrazadas.
Entonces subí para prender todas las luces y ofrecerle a Frieda una buena
recepción de año nuevo.
La tuve bajo
el lujo de la lámpara de pie, o solo ella estuvo allí, en el sillón,
con su pelo rubio, tapándole la frente, la boca torcida en vicio y
amargura, la ceja derecha alzada como siempre y curvándose ahora sobre un
ojo amoratado. Con los labios partidos y sangrantes que no quiso curarse,
me obligó a entrar en el año nuevo hablando de Santa María. Su familia
la había echado de allí y le giraba dinero todos los meses porque desde
los catorce años ella se había dedicado a emborracharse y a practicar el
escándalo y el amor con todos los sexos previstos por la sabiduría
divina.
Digo esto en
homenaje a ella, que se mostraba más católica cada domingo y que me
llenaba cada sábado, cada madrugada de sábado, el departamento—pagado
por ella— de mujeres cada vez más viejas, asombrosas y abyectas. Habló
de su infancia provinciana y de su familia de junkers, absolutamente
culpable de que ahora, en Montevideo, ella no tuviera más camino que
emborracharse y reiterar el escándalo y el crapuloso amor. Habló hasta
la madrugada de ese primero de enero, de desencuentros y culpas ajenas,
borracha desde antes de llegar, acariciándose el ojo casi cerrado del
todo, disfrutando del dolor de los labios partidos e hinchados.
—Me pareció—dijo.
sonriendo—no vas a creerme, me pareció que estaba Seoane en la esquina.
—¿A estas
horas? Además, hubiera subido a verme.
—A lo mejor
no vino para verte.
—Sí,
querida—dije.
—No para
visitarte. Tal vez para espiar la casa por si salías o entrabas.
—Puede ser—asentí,
porque no me gustaba hablar de Seoane con Frieda y tal vez con nadie.
Hablaba, como
todas las mujeres, de una Frieda ideal, se admiraba del triunfo incesante
de la injusticia y la incomprensión, buscaba, ofrecía culpables sin
odiarlos.
No dijo nada
de la repugnancia inexplicable que le había estado golpeando la cara con
la cartera. Yo ya estaba acostumbrado a su necesidad de traerse amantes
cada vez más sucias y baratas. Como el tiempo carece de importancia, como
la simultaneidad es un detalle que depende de los caprichos de la memoria,
me era fácil evocar noches en que el departamento donde Frieda me
permitía vivir estaba poblado por numerosas mujeres que ella se había
traído de la calle, de bares del puerto, del Victoria Plaza. Las hubo
hermosas y bien vestidas, con pocas joyas, con ajorcas, con trajes oscuros
completados por perlas.
Pero en los
últimos tiempos abundaron las mestizas insolentes y sucias, las malas
palabras, los cigarrillos quemándose colgados de la boca. Con frecuencia,
los diálogos enconados me impedían dormir y saltaba de la cama y
recorría el departamento mordiendo un cigarrillo como una ramita de
olivo, desplazándome con trabajo entre las mujeres en cuclillas, sentadas
sobre la mesa, abiertas en el diván, arrodilladas en la cocina,
cambiándose en el cuarto de baño, recibiendo el sol o la luna en las
baldosas coloradas del balcón.
—Herrera
pagó —dijo Frieda—. Hizo bien, así empieza mejor el año y tal vez
le traiga suerte.
Los billetes
habían caído de mi pecho a la mesa. Los levanté sin aflojar la goma que
los rodeaba; eran de cien pesos.
—¿Pagó
todo? —pregunté.
Frieda se puso
a reír y después se chupó el labio partido.
—Dame un
trago y un pucho. Esa pobre atorranta. Pero es tan lindo dejar y dejar,
que te hagan lo que quieran, que ni sospechan siquiera quien sos vos.
Dejar hasta que de pronto a alguien se le ocurre que se acabó y entonces
uno deja de soportar y de tener placer en dejarse y hace con todas las
ganas y la felicidad del mundo la barbaridad más grande. En revancha; y
no por orgullo ni por ganas de desquitarse, sino porque de pronto el
placer consiste en pegar y no en dejarse golpear. ¿Si?
—Entiendo—dije.
La escuchaba haciendo bailar sobre mi mano el cilindro de billetes.
—¿Me vas a
ayudar? Cuando llegue el momento, digo, si llega.
—Claro. Me
guardé el dinero en el bolsillo del pantalón, llené un vaso de caña y
se lo di, le puse un cigarrillo en la boca y le acerqué un fósforo. —Cuando
quieras. ¿Pagó o no? Quiero decir, ¿pagó todo y para siempre?
Frieda se
incorporó con un ataque de risa y se dejó caer de costado salpicando el
piso con la baba.
—Creo que
esa sucia...—se apretó las costillas y puso después una cara infantil
para escuchar lo que iba quedando de la noche—. Que esa perra inmunda me
dio un rodillazo en el vientre. No es nada. Sí, pagó todo. Yo le dije
que era la última cuota. No sé si es cierto, no sé si dentro de una
semana, cuando esté jugando con los hijos y los regalos de Reyes no me
aparezco para pedirle más dinero. Y no me importa el dinero de Herrera.
Ya ves, ya te lo guardaste. Me importa joderlo, esa es mi relación con
él y tendrá que seguir así.
—Frieda—dije
en voz muy alta. Se removió en el sillón y terminó por levantar la
cabeza. Estaba borracha, tenía la sonrisa de niña, empezaban a caerle
las lágrimas. Puse el dinero sobre la mesa, cuidando que no rodara. Está
mal. Hay que dar por terminado el asunto de Herrera.
Se encogió de
hombros y me estuvo mirando como si me quisiera, con una sonrisa tan
triste y asombrada, mientras movía perezosa la lengua para tocarse las
lágrimas.
—Como
quieras—dijo—. Dame otro trago, vamos a festejar el año.
1964
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