Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

La cara de la desgracia
(1960)


Para Dorotea Muhr — Ignorado perro de la dicha.

1

      Al atardecer estuve en mangas de camisa, a pesar de la molestia del viento, apoyado en la baranda del hotel, solo. La luz hacía llegar la sombra de mi cabeza hasta el borde del camino de arena entre los arbustos, que une la carretera y la playa con el caserío.
       La muchacha apareció pedaleando en el camino para perderse en seguida detrás del chalet de techo suizo, vacío, que mantenía el cartel de letras negras, encima del cajón para la correspondencia. Me era imposible no mirar el cartel por lo menos una vez al día; a pesar de su cara castigada por las lluvias, las siestas y el viento del mar, mostraba un brillo perdurable y se hacía ver: Mi descanso.
       Un momento después volvió a surgir la muchacha sobre la franja arenosa rodeada por la maleza. Tenía el cuerpo vertical sobre la montura, movía con fácil lentitud las piernas, con tranquila arrogancia las piernas abrigadas con medias grises, gruesas y peludas, erizadas por las pinochas. Las rodillas eran asombrosamente redondas, terminadas, en relación a la edad que mostraba el cuerpo.
       Frenó la bicicleta justamente al lado de la sombra de mi cabeza y su pie derecho, apartándose de la máquina, se apoyó para guardar equilibrio pisando en el corto pasto muerto, ya castaño, ahora en la sombra de mi cuerpo. En seguida se apartó el pelo de la frente y me miró. Tenía una tricota oscura, y una pollera rosada. Me miró con calma y atención como si la mano tostada que separaba el pelo de las cejas bastara para esconder su examen.
       Calculé que nos separaban veinte metros y menos de treinta años. Descansando en los antebrazos mantuve su mirada, cambié la ubicación de la pipa entre los dientes, continué mirando hacia ella y su pesada bicicleta, los colores de su cuerpo delgado contra el fondo del paisaje de árboles y ovejas que se aplacaba en la tarde.
       Repentinamente triste y enloquecido, miré la sonrisa que la muchacha ofrecía al cansancio, el pelo duro y revuelto, la delgada nariz curva que se movía con la respiración, el ángulo infantil en que habían sido impostados los ojos en la cara —y que ya nada tenía que ver con la edad, que había sido dispuesto de una vez por todas y hasta la muerte—, el excesivo espacio que concedían a la esclerótica. Miré aquella luz del sudor y la fatiga que iba recogiendo el resplandor último o primero del anochecer para cubrirse y destacar como una máscara fosforescente en la oscuridad próxima.
       La muchacha dejó con suavidad la bicicleta sobre los arbustos y volvió a mirarme mientras sus manos tocaban el talle con los pulgares hundidos bajo el cinturón de la falda. No sé si tenía cinturón; aquel verano todas las muchachas usaban cinturones anchos. Después miró alrededor. Estaba ahora de perfil, con las manos juntas en la espalda, siempre sin senos, respirando aún con curiosa fatiga, la cara vuelta hacia el sitio de la tarde donde iba a caer el sol.
       Bruscamente se sentó en el pasto, se quitó las sandalias y las sacudió; uno a uno tuvo los pies desnudos en las manos, refregando los cortos dedos y moviéndolos en el aire. Por encima de sus hombros estrechos le miré agitar los pies sucios y enrojecidos. La vi estirar las piernas, sacar un peine y un espejo del gran bolsillo con monograma colocado sobre el vientre de la pollera. Se peinó descuidada, casi sin mirarme.
       Volvió a calzarse y se levantó, estuvo un rato golpeando el pedal con rápidas patadas. Reiterando un movimiento duro y apresurado, giró hacia mí, todavía solo en la baranda, siempre inmóvil, mirándola. Comenzaba a subir el olor de las madreselvas y la luz del bar del hotel estiró manchas pálidas en el pasto, en los espacios de arena y el camino circular para automóviles que rodeaba la terraza.
       Era como si nos hubiéramos visto antes, como si nos conociéramos, como si nos hubiéramos guardado recuerdos agradables. Me miró con expresión desafiante mientras su cara se iba perdiendo en la luz escasa; me miró con un desafío de todo su cuerpo desdeñoso, del brillo del níquel de la bicicleta, del paisaje con chalet de techo suizo y ligustros y eucaliptos jóvenes de troncos lechosos. Fue así por un segundo; todo lo que la rodeaba era segregado por ella y su actitud absurda. Volvió a montar y pedaleó detrás de las hortensias, detrás de los bancos vacíos pintados de azul, más rápida entre las filas de coches frente al hotel.


2

      Vacié la pipa y estuve mirando la muerte del sol entre los árboles. Sabía ya, y tal vez demasiado, qué era ella. Pero no quería nombrarla. Pensaba en lo que me estaba esperando en la pieza del hotel hasta la hora de la comida. Traté de medir mi pasado y mi culpa con la vara que acababa de descubrir: la muchacha delgada y de perfil hacia el horizonte, su edad corta e imposible, los pies sonrosados que una mano había golpeado y oprimido.
       Junto a la puerta del dormitorio encontré un sobre de la gerencia con la cuenta de la quincena. Al recogerlo me sorprendí a mí mismo agachado, oliendo el perfume de las madreselvas que ya tanteaba en el cuarto, sintiéndome expectante y triste, sin causa nueva que pudiera señalar con el dedo. Me ayudé con un fósforo para releer el Avis aux passagers enmarcado en la puerta y encendí de nuevo la pipa. Estuve muchos minutos lavándome las manos, jugando con el jabón, y me miré en el espejo del lavatorio, casi a oscuras, hasta que pude distinguir la cara delgada y blanca —tal vez la única blanca entre los pasajeros del hotel—, mal afeitada. Era mi cara y los cambios de los últimos meses no tenían verdadera importancia. Alguno pasó por el jardín cantando a media voz. La costumbre de jugar con el jabón, descubrí, había nacido con la muerte de Julián, tal vez en la misma noche del velorio.
       Volví al dormitorio y abrí la valija después de sacarla con el pie de abajo de la cama. Era un rito imbécil, era un rito; pero acaso resultara mejor para todos que yo me atuviera fielmente a esta forma de la locura hasta gastarla o ser gastado. Busqué sin mirar, aparté ropas y dos pequeños libros, obtuve por fin el diario doblado. Conocía la crónica de memoria; era la más justa, la más errónea y respetuosa entre todas las publicadas. Acerqué el sillón a la luz y estuve mirando sin leer el título negro a toda página, que empezaba a desteñir: Se suicida cajero prófugo. Debajo la foto, las manchas grises que formaban la cara de un hombre mirando al mundo con expresión de asombro, la boca casi empezando a sonreír bajo el bigote de puntas caídas. Recordé la esterilidad de haber pensado en la muchacha, minutos antes, como en la posible inicial de alguna frase cualquiera que resonara en un ámbito distinto. Éste, el mío, era un mundo particular, estrecho, insustituible. No cabían allí otra amistad, presencia o diálogo que los que pudieran segregarse de aquel fantasma de bigotes lánguidos. A veces me permitía, él, elegir entre Julián o El Cajero Prófugo.
       Cualquiera acepta que puede influir, o haberlo hecho, en el hermano menor. Pero Julián me llevaba —hace un mes y unos días— algo más de cinco años. Sin embargo, debo escribir sin embargo. Pude haber nacido, y continuar viviendo, para estropear su condición de hijo único; pude haberlo obligado, por medio de mis fantasías, mi displicencia y mi tan escasa responsabilidad, a convertirse en el hombre que llegó a ser: primero en el pobre diablo orgulloso de un ascenso, después en el ladrón. También, claro, en el otro, en el difunto relativamente joven que todos miramos pero que solo yo podía reconocer como hermano.
       ¿Qué me queda de él? Una fila de novelas policiales, algún recuerdo de infancia, ropas que no puedo usar porque me ajustan y son cortas. Y la foto en el diario bajo el largo título. Despreciaba su aceptación de la vida; sabía que era un solterón por falta de ímpetu; pasé tantas veces, y casi siempre vagando, frente a la peluquería donde lo afeitaban diariamente. Me irritaba su humildad y me costaba creer en ella. Estaba enterado de que recibía a una mujer, puntualmente, todos los viernes. Era muy afable, incapaz de molestar, y desde los treinta años le salía del chaleco olor a viejo. Olor que no puede definirse, que se ignora de qué proviene. Cuando dudaba, su boca formaba la misma mueca que la de nuestra madre. Libre de él, jamás hubiera llegado a ser mi amigo, jamás lo habría elegido o aceptado para eso. Las palabras son hermosas o intentan serlo cuando tienden a explicar algo. Todas estas palabras son, por nacimiento, disconformes e inútiles. Era mi hermano.
       Arturo silbó en el jardín, trepó la baranda y estuvo en seguida dentro del cuarto, vestido con una salida, sacudiendo arena de la cabeza mientras cruzaba hasta el baño. Lo vi enjuagarse en la ducha y escondí el diario entre la pierna y el respaldo del sillón. Pero lo oí gritar: —Siempre el fantasma.
       No contesté y volví a encender la pipa. Arturo vino silbando desde la bañadera y cerró la puerta que daba sobre la noche. Tirado en una cama, se puso la ropa interior y continuó vistiéndose.
       —Y la barriga sigue creciendo —dijo—. Apenas si almorcé, estuve nadando hasta el espigón. Y el resultado es que la barriga sigue creciendo. Habría apostado cualquier cosa a que, de entre todos los hombres que conozco, a vos no podría pasarte esto. Y te pasa, y te pasa en serio. ¿Hace como un mes, no?
       —Sí. Veintiocho días.
       —Y hasta los tenés contados —siguió Arturo—. Me conocés bien. Lo digo sin desprecio. Veintiocho días que ese infeliz se pegó un tiro y vos, nada menos que vos, jugando al remordimiento. Como una solterona histérica. Porque las hay distintas. Es de no creer.
       Se sentó en el borde de la cama para secarse los pies y ponerse los calcetines.
       —Sí —dije yo—. Si se pegó un tiro era, evidentemente, poco feliz. No tan feliz, por lo menos, como vos en este momento.
       —Hay que embromarse —volvió Arturo—. Como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme... —se detuvo para mirarse en el espejo—, no vuelvas a preguntarme si en algún lugar de diez y siete dimensiones vos resultás el culpable de que tu hermano se haya pegado un tiro.
       Encendió un cigarrillo y se extendió en la cama. Me levanté, puse un almohadón sobre el diario tan rápidamente envejecido y empecé a pasearme por el calor del cuarto.
       —Como te dije, me voy esta noche —dijo Arturo—. ¿Qué pensás hacer?
       —No sé —repuse suavemente, desinteresado—. Por ahora me quedo. Hay verano para tiempo.
       Oí suspirar a Arturo y escuché cómo se transformaba su suspiro en un silbido de impaciencia. Se levantó, tirando el cigarrillo al baño.
       —Sucede que mi deber moral me obliga a darte unas patadas y llevarte conmigo. Sabés que allá es distinto. Cuando estés bien borracho, a la madrugada, bien distraído, todo se acabó.
       Alcé los hombros, solo el izquierdo, y reconocí un movimiento que Julián y yo habíamos heredado sin posibilidad de elección.
       —Te hablo otra vez —dijo Arturo, poniéndose un pañuelo en el bolsillo del pecho—. Te hablo, te repito, con un poco de rabia y con el respeto a que me referí antes. ¿Vos le dijiste al infeliz de tu hermano que se pegara un tiro para escapar de la trampa? ¿Le dijiste que comprara pesos chilenos para cambiarlos por liras y las liras por francos y los francos por coronas bálticas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras por enaguas de seda amarilla? No, no muevas la cabeza. Caín en el fondo de la cueva. Quiero un sí o un no. A pesar de que no necesito respuesta. ¿Le aconsejaste, y es lo único que importa, que robara? Nunca jamás. No sos capaz de eso. Te lo dije muchas veces. Y no vas a descubrir si es un elogio o un reproche. No le dijiste que robara. ¿Y entonces?
       Volví a sentarme en el sillón.
       —Ya hablamos de todo eso y todas las veces. ¿Te vas esta noche?
       —Claro, en el ómnibus de las nueve y nadie sabe cuánto. Me quedan cinco días de licencia y no pienso seguir juntando salud para regalársela a la oficina.
       Arturo eligió una corbata y se puso a anudarla.
       —Es que no tiene sentido —dijo otra vez frente al espejo—. Yo, admito que alguna vez me encerré con un fantasma. La experiencia siempre acabó mal. Pero con tu hermano, como estás haciendo ahora... Un fantasma con bigotes de alambre. Nunca. El fantasma no sale de la nada, claro. En esta ocasión salió de la desgracia. Era tu hermano, ya sabemos. Pero ahora es el fantasma de un cajero de cooperativa con bigotes de general ruso...
       —¿El último momento en serio? —pregunté en voz baja; no lo hice pidiendo nada: solo quería cumplir y hasta hoy no sé con quién o con qué.
       —El último momento —dijo Arturo.
       —Veo bien la causa. No le dije, ni la sombra de una insinuación, que usara el dinero de la cooperativa para el negocio de los cambios. Pero cuando le expliqué una noche, solo por animarlo, o para que su vida fuera menos aburrida, para mostrarle que había cosas que podían ser hechas en el mundo para ganar dinero y gastarlo, aparte de cobrar el sueldo a fin de mes...
       —Conozco —dijo Arturo, sentándose en la cama con un bostezo—. Nadé demasiado, ya no estoy para hazañas. Pero era el último día. Conozco toda la historia. Explicame ahora, y te aviso que se acaba el verano, qué remediás con quedarte encerrado aquí. Explicame qué culpa tenés si el otro hizo un disparate.
       —Tengo una culpa —murmuré con los ojos entornados, la cabeza apoyada en el sillón; pronuncié las palabras tardas y aisladas—. Tengo la culpa de mi entusiasmo, tal vez, de mi mentira. Tengo la culpa de haberle hablado a Julián, por primera vez, de una cosa que no podemos definir y se llama el mundo. Tengo la culpa de haberle hecho sentir —no digo creer— que, si aceptaba los riesgos, eso que llamé el mundo, sería para él.
       —¿Y qué? —dijo Arturo, mirándose desde lejos el peinado en el espejo—. Hermano. Todo eso es una idiotez complicada. Bueno, también la vida es una idiotez complicada. Algún día de estos se te pasará el período; andá entonces a visitarme. Ahora vestite y vamos a tomar unas copas antes de comer. Tengo que irme temprano. Pero, antes que lo olvide, quiero dejarte un último argumento. Tal vez sirva para algo.
       Me tocó un hombro y me buscó los ojos.
       —Escuchame —dijo—. En medio de toda esta complicada, feliz idiotez, ¿Julián, tu hermano, usó correctamente el dinero robado, lo empleó aceptando la exactitud de los disparates que le estuviste diciendo?
       —¿Él? —me levanté con asombro—. Por favor. Cuando vino a verme ya no había nada que hacer. Al principio, estoy casi seguro, compró bien. Pero se asustó en seguida e hizo cosas increíbles. Conozco muy poco de los detalles. Fue algo así como una combinación de títulos con divisas, de rojo y negro con caballos de carrera.
       —¿Ves? —dijo Arturo asintiendo con la cabeza—. Certificado de irresponsabilidad. Te doy cinco minutos para vestirte y meditar. Te espero en el mostrador.


3

      Tomamos unas copas mientras Arturo se empeñaba en encontrar en la billetera la fotografía de una mujer.
       —No está —dijo por fin—. La perdí. La foto, no la mujer. Quería mostrártela porque tiene algo inconfundible que pocos le descubren. Y antes de quedarte loco, vos entendías de esas cosas.
       Y estaban, pensaba yo, los recuerdos de infancia que irían naciendo y aumentando en claridad durante los días futuros, semanas o meses. Estaba también la tramposa, tal vez deliberada, deformación de los recuerdos. Estaría, en el mejor de los casos, la elección no hecha por mí. Tendría que vernos fugazmente o en pesadillas, vestidos con trajes ridículos, jugando en un jardín húmedo o pegándonos en un dormitorio. Él era mayor pero débil. Había sido tolerante y bueno, aceptaba cargar con mis culpas, mentía dulcemente sobre las marcas en la cara que le dejaban mis golpes, sobre una taza rota, sobre una llegada tarde. Era extraño que todo aquello no hubiera empezado aún, durante el mes de vacaciones de otoño en la playa; acaso, sin proponérmelo, yo estuviera deteniendo el torrente con las crónicas periodísticas y la evocación de las dos últimas noches. En una Julián estaba vivo, en la siguiente, muerto. La segunda noche no tenía importancia y todas sus interpretaciones habían sido despistadas.
       Era su velorio, empezaba a colgarle la mandíbula, la venda de la cabeza envejeció y se puso amarilla mucho antes del amanecer. Yo estaba muy ocupado ofreciendo bebidas y comparando la semejanza de las lamentaciones. Con cinco años más que yo, Julián había pasado tiempo atrás de los cuarenta. No había pedido nunca nada importante a la vida; tal vez, sí, que lo dejaran en paz. Iba y venía, como desde niño, pidiendo permiso. Esta permanencia en la tierra, no asombrosa pero sí larga, prolongada por mí, no le había servido, siquiera, para darse a conocer. Todos los susurrantes y lánguidos bebedores de café o whisky coincidían en juzgar y compadecer el suicidio como un error. Porque con un buen abogado, con el precio de un par de años en la cárcel... Y, además, para todos resultaba desproporcionado y grotesco el final, que empezaban a olisquear, en relación al delito. Yo daba las gracias y movía la cabeza; después me paseaba entre el vestíbulo y la cocina, cargando bebidas o copas vacías. Trataba de imaginar, sin dato alguno, la opinión de la mujerzuela barata que visitaba a Julián todos los viernes o todos los lunes, días en que escasean los clientes. Me preguntaba sobre la verdad invisible, nunca exhibida, de sus relaciones. Me preguntaba cuál sería el juicio de ella, atribuyéndole una inteligencia imposible. Qué podría pensar ella, que sobrellevaba la circunstancia de ser prostituta todos los días, de Julián, que aceptó ser ladrón durante pocas semanas pero no pudo, como ella, soportar que los imbéciles que ocupan y forman el mundo, conocieran su falla. Pero no vino en toda la noche o por lo menos no distinguí una cara, una insolencia, un perfume, una humildad que pudieran serle atribuidos.
       Sin moverse del taburete del mostrador, Arturo había conseguido el pasaje y el asiento para el ómnibus. Nueve y cuarenta y cinco.
       —Hay tiempo de sobra. No puedo encontrar la foto. Hoy es inútil seguirte hablando. Otra vuelta, mozo.
       Ya dije que la noche del velorio no tenía importancia. La anterior es mucho más corta y difícil. Julián pudo haberme esperado en el corredor del departamento. Pero ya pensaba en la policía y eligió dar vueltas bajo la lluvia hasta que pudo ver luz en mi ventana. Estaba empapado —era un hombre nacido para usar paraguas y lo había olvidado— y estornudó varias veces, con disculpa, con burla, antes de sentarse cerca de la estufa eléctrica, antes de usar mi casa. Todo Montevideo conocía la historia de la Cooperativa y por lo menos la mitad de los lectores de diarios deseaba, distraídamente, que no se supiera más del cajero.
       Pero Julián no había aguantado una hora y media bajo la lluvia para verme, despedirse con palabras y anunciarme el suicidio. Tomamos unas copas. Él aceptó el alcohol sin alardes, sin oponerse: —Total ahora... —murmuró casi riendo, alzando un hombro.
       Sin embargo, había venido para decirme adiós a su manera. Era inevitable el recuerdo, pensar en nuestros padres, en la casa quinta de la infancia, ahora demolida. Se enjugó los largos bigotes y dijo con preocupación: —Es curioso. Siempre pensé que tú sabías y yo no. Desde chico. Y no creo que se trate de un problema de carácter o de inteligencia. Es otra cosa. Hay gente que se acomoda instintivamente en el mundo. Tú sí y yo no. Siempre me faltó la fe necesaria —se acariciaba las mandíbulas sin afeitar—. Tampoco se trata de que yo haya tenido que ajustar conmigo deformaciones o vicios. No había handicap; por lo menos nunca lo conocí.
       Se detuvo y vació el vaso. Mientras alzaba la cabeza, esa que hoy miro diariamente desde hace un mes en la primera página de un periódico, me mostró los dientes sanos y sucios de tabaco.
       —Pero —siguió mientras se ponía de pie— tu combinación era muy buena. Debiste regalársela a otro. El fracaso no es tuyo.
       —A veces resultan y otras no —dije—. No vas a salir con esta lluvia. Podés quedarte aquí para siempre, todo el tiempo que quieras.
       Se apoyó en el respaldo de un sillón y estuvo burlándose sin mirarme.
       —Con esta lluvia. Para siempre. Todo el tiempo —se me acercó y me tocó un brazo—. Perdón. Habrá molestias. Siempre hay molestias.
       Ya se había ido. Me estuvo diciendo adiós con su presencia siempre acurrucada, con los cuidados bigotes bondadosos, con la alusión a todo lo muerto y disuelto que la sangre, no obstante, era y es capaz de hacer durante un par de minutos.
       Arturo estaba hablando de estafas en las carreras de caballos. Miró el reloj y pidió al barman la última copa.
       —Pero con más gin, por favor —dijo.
       Entonces, sin escuchar, me sorprendí vinculando a mi hermano muerto con la muchacha de la bicicleta. De él no quise recordar la infancia ni la pasiva bondad; sino, absolutamente, nada más que la empobrecida sonrisa, la humilde actitud del cuerpo durante nuestra última entrevista. Si podía darse ese nombre a lo que yo permití que ocurriera entre nosotros cuando vino empapado a mi departamento para decirme adiós de acuerdo a su ceremonial propio.
       Nada sabía yo de la muchacha de la bicicleta. Pero entonces, repentinamente, mientras Arturo hablaba de Ever Perdomo o de la mala explotación del turismo, sentí que me llegaba hasta la garganta una ola de la vieja, injusta casi siempre equivocada piedad. Lo indudable era que yo la quería y deseaba protegerla. No podía adivinar de qué o contra qué. Buscaba, rabioso, cuidarla de ella misma y de cualquier peligro. La había visto insegura y en reto, la había mirado alzar una ensoberbecida cara de desgracia. Esto puede durar pero siempre se paga de modo prematuro, desproporcionado. Mi hermano había pagado su exceso de sencillez. En el caso de la muchacha —que tal vez no volviera nunca a ver— las deudas eran distintas. Pero ambos, por tan diversos caminos, coincidían en una deseada aproximación a la muerte, a la definitiva experiencia. Julián, no siendo; ella, la muchacha de la bicicleta, buscando serlo todo y con prisas.
       —Pero —dijo Arturo—, aunque te demuestren que todas las carreras están arregladas, vos seguís jugando igual. Mirá: ahora que me voy parece que va a llover.
       —Seguro —contesté, y pasamos al comedor. La vi en seguida.
       Estaba cerca de una ventana, respirando el aire tormentoso de la noche, con un montón de pelo oscuro y recio movido por el viento sobre la frente y los ojos; con zonas de pecas débiles —ahora, bajo el tubo de luz insoportable del comedor— en las mejillas y la nariz, mientras los ojos infantiles y acuosos miraban distraídos la sombra del cielo o las bocas de sus compañeros de mesa; con los flacos y fuertes brazos desnudos frente a lo que podía aceptarse como un traje de noche amarillo, cada hombro protegido por una mano.
       Un hombre viejo estaba sentado junto a ella y conversaba con la mujer que tenía enfrente, joven, de espalda blanca y carnosa vuelta hacia nosotros, con una rosa silvestre en el peinado, sobre la oreja. Y al moverse, el pequeño círculo blanco de la flor entraba y salía del perfil distraído de la muchacha. Cuando la mujer reía, echando la cabeza hacia atrás, brillante la piel de la espalda, la cara de la muchacha quedaba abandonada contra la noche.
       Hablando con Arturo, miraba la mesa, traté de adivinar de dónde provenía su secreto, su sensación de cosa extraordinaria. Deseaba quedarme para siempre en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida. La vi fumar con el café, los ojos clavados ahora en la boca lenta del hombre viejo. De pronto me miró como antes en el sendero, con los mismos ojos calmos y desafiantes, acostumbrados a contemplar o suponer el desdén. Con una desesperación inexplicable estuve soportando los ojos de la muchacha, revolviendo los míos contra la cabeza juvenil, larga y noble; escapando del inaprehensible secreto para escarbar en la tormenta nocturna, para conquistar la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que me observaba inmóvil e inexpresivo. El rostro que dejaba fluir, sin propósito, sin saberlo, contra mi cara seria y gastada de hombre, la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas violáceas y pecosas.
       Arturo sonreía fumando un cigarrillo.
       —¿Tú también, Bruto? —preguntó.
       —¿Yo también qué?
       —La niña de la bicicleta, la niña de la ventana. Si no tuviera que irme ahora mismo...
       —No entiendo.
       —Esa, la del vestido amarillo. ¿No la habías visto antes?
       —Una vez. Esta tarde, desde la baranda. Antes que volvieras de la playa.
       —El amor a primera vista —asintió Arturo—. Y la juventud intacta, la experiencia cubierta de cicatrices. Es una linda historia. Pero, lo confieso, hay uno que la cuenta mejor. Esperá.
       El mozo se acercó para recoger los platos y la frutera.
       —¿Café? —preguntó. Era pequeño, con una oscura cara de mono.
       —Bueno —sonrió Arturo—; eso que llaman café. También le dicen señorita a la muchacha de amarillo junto a la ventana. Mi amigo está muy curioso; quiere saber algo sobre las excursiones nocturnas de la nena.
       Me desabroché el saco y busqué los ojos de la muchacha. Pero ya su cabeza se había vuelto a un lado y la manga negra del hombre anciano cortaba en diagonal el vestido amarillo. En seguida el peinado con flor de la mujer se inclinó, cubriendo la cara pecosa. Solo quedó de la muchacha algo del pelo retinto, metálico en la cresta que recibía la luz. Yo recordaba la magia de los labios y la mirada; magia es una palabra que no puedo explicar, pero que escribo ahora sin remedio, sin posibilidad de sustituirla.
       —Nada malo —proseguía Arturo con el mozo—. El señor, mi amigo, se interesa por el ciclismo. Decime. ¿Qué sucede de noche cuando papi y mami, si son, duermen?
       El mozo se balanceaba sonriendo, la frutera vacía a la altura de un hombro.
       —Y nada —dijo por fin—. Es sabido. A medianoche la señorita sale en bicicleta; a veces va al bosque, otras a las dunas —había logrado ponerse serio y repetía sin malicia—: Qué le voy a decir. No sé nada más, aunque se diga. Nunca estuve mirando. Que vuelve despeinada y sin pintura. Que una noche me tocaba guardia y la encontré y me puso diez pesos en la mano. Los muchachos ingleses que están en el<1> Atlantic hablan mucho. Pero yo no digo nada porque no vi.
       Arturo se rió, golpeando una pierna del mozo.
       —Ahí tenés —dijo, como si se tratara de una victoria.
       —Perdone —pregunté al mozo—. ¿Qué edad puede tener?
       —¿La señorita?
       —A veces, esta tarde, me hacía pensar en una criatura; ahora parece mayor.
       —De eso sé con seguridad, señor —dijo el mozo—. Por los libros tiene quince, los cumplió aquí hace unos días. Entonces, ¿dos cafés? —se inclinó antes de marcharse.
       Yo trataba de sonreír bajo la mirada alegre de Arturo; la mano con la pipa me temblaba en la esquina del mantel.
       —En todo caso —dijo Arturo—, resulte o no resulte, es un plan de vida más interesante que vivir encerrado con un fantasma bigotudo.
       Al dejar la mesa, la muchacha volvió a mirarme, desde su altura ahora, una mano todavía enredada en la servilleta, fugazmente, mientras el aire de la ventana le agitaba los pelos rígidos de la frente y yo dejaba de creer en lo que había contado el mozo y Arturo aceptaba.
       En la galería, con la valija y el abrigo en el brazo, Arturo me golpeó el hombro.
       —Una semana y nos vemos. Caigo por el Jauja y te encuentro en una mesa saboreando la flor de la sabiduría. Bueno, largos paseos en bicicleta.
       Saltó al jardín y fue hacia el grupo de coches estacionados frente a la terraza. Cuando Arturo cruzó las luces encendí la pipa, me apoyé en la baranda y olí el aire. La tormenta parecía lejana. Volví al dormitorio y estuve tirado en la cama, escuchando la música que llegaba interrumpida desde el comedor del hotel, donde tal vez hubieran empezado ya a bailar. Encerré en la mano el calor de la pipa y fui resbalando en un lento sueño, en un mundo engrasado y sin aire, donde había sido condenado a avanzar, con enorme esfuerzo y sin deseos, boquiabierto, hacia la salida donde dormía la intensa luz indiferente de la mañana, inalcanzable.
       Desperté sudando y fui a sentarme nuevamente en el sillón. Ni Julián ni los recuerdos infantiles habían aparecido en la pesadilla. Dejé el sueño olvidado en la cama, respiré el aire de tormenta que entraba por la ventana, con el olor a mujer, lerdo y caliente. Casi sin moverme arranqué el papel de abajo de mi cuerpo y miré el título, la desteñida foto de Julián. Dejé caer el diario, me puse un impermeable, apagué la luz del dormitorio y salté desde la baranda hasta la tierra blanda del jardín. El viento formaba eses gruesas y me rodeaba la cintura. Elegí cruzar el césped hasta pisar el pedazo de arena donde había estado sentada la muchacha en la tarde. Las medias grises acribilladas por las pinochas, luego los pies desnudos en las manos, las escasas nalgas achatadas contra el suelo. El bosque estaba a mi izquierda, los médanos a la derecha; todo negro y el viento golpeándome ahora la cara. Escuché pasos y vi en seguida la luminosa sonrisa del mozo, la cara de mono junto a mi hombro.
       —Mala suerte —dijo el mozo—. La dejó.
       Quería golpearlo, pero sosegué en seguida las manos que arañaban dentro de los bolsillos del impermeable y estuve jadeando hacia el ruido del mar, inmóvil, los ojos entornados, resuelto y con lástima por mí mismo.
       —Debe hacer diez minutos que salió —continuó el mozo. Sin mirarlo, supe que había dejado de sonreír y torcía su cabeza hacia la izquierda—. Lo que puede hacer ahora es esperarla a la vuelta. Si le da un buen susto...
       Desabroché lentamente el impermeable, sin volverme; saqué un billete del bolsillo del pantalón y se lo pasé al mozo. Esperé hasta no oír los pasos del mozo que iban hacia el hotel. Luego incliné la cabeza, los pies afirmados en la tierra elástica y el pasto donde había estado ella, envasado en aquel recuerdo, el cuerpo de la muchacha y sus movimientos en la remota tarde, protegido de mí mismo y de mi pasado por una ya imperecedera atmósfera de creencia y esperanza sin destino, respirando en el aire caliente donde todo estaba olvidado.


4

      La vi de pronto, bajo la exagerada luna de otoño. Iba sola por la orilla, sorteando las rocas y los charcos brillantes y crecientes, empujando la bicicleta, ahora sin el cómico vestido amarillo, con pantalones ajustados y una chaqueta de marinero. Nunca la había visto con esas ropas y su cuerpo y sus pasos no habían tenido tiempo de hacérseme familiares. Pero la reconocí en seguida y crucé la playa casi en línea recta hacia ella.
       —Noches —dije.
       Un rato después se volvió para mirarme la cara; se detuvo e hizo girar la bicicleta hacia el agua. Me miró un tiempo con atención y ya tenía algo solitario y desamparado cuando volví a saludarla. Ahora me contestó. En la playa desierta la voz le chillaba como un pájaro. Era una voz desapacible y ajena, tan separada de ella, de la hermosa cara triste y flaca; era como si acabara de aprender un idioma, un tema de conversación en lengua extranjera. Alargué un brazo para sostener la bicicleta. Ahora yo estaba mirando la luna y ella protegida por la sombra.
       —¿Para dónde iba? —dije y agregué—: Criatura.
       —Para ningún lado —sonó trabajosa la voz extraña—. Siempre me gusta pasear de noche por la playa.
       Pensé en el mozo, en los muchachos ingleses del<1> Atlantic; pensé en todo lo que había perdido para siempre, sin culpa mía, sin ser consultado.
       —Dicen... —dije. El tiempo había cambiado: ni frío ni viento. Ayudando a la muchacha a sostener la bicicleta en la arena al borde del ruido del mar, tuve una sensación de soledad que nadie me había permitido antes; soledad, paz y confianza.
       —Si usted no tiene otra cosa que hacer, dicen que hay, muy cerca, un barco convertido en bar y restaurante.
       La voz dura repitió con alegría inexplicable: —Dicen que hay muy cerca un barco convertido en bar y restaurante.
       La oí respirar con fatiga; después agregó: —No, no tengo nada que hacer. ¿Es una invitación? ¿Y así, con esta ropa?
       —Es. Con esa ropa.
       Cuando dejó de mirarme le vi la sonrisa; no se burlaba, parecía feliz y poco acostumbrada a la felicidad.
       —Usted estaba en la mesa de al lado con su amigo. Su amigo se fue esta noche. Pero se me pinchó una goma en cuanto salí del hotel.
       Me irritó que se acordara de Arturo; le quité el manubrio de las manos y nos pusimos a caminar junto a la orilla, hacia el barco.
       Dos o tres veces dije una frase muerta; pero ella no contestaba. Volvían a crecer el calor y el aire de tormenta. Sentí que la chica entristecía a mi lado; espié sus pasos tenaces, la decidida verticalidad del cuerpo, las nalgas de muchacho que apretaba el pantalón ordinario.
       El barco estaba allí, embicado y sin luces.
       —No hay barco, no hay fiesta —dije—. Le pido perdón por haberla hecho caminar tanto y para nada.
       Ella se había detenido para mirar el carguero ladeado bajo la luna. Estuvo un rato así, las manos en la espalda como sola, como si se hubiera olvidado de mí y de la bicicleta. La luna bajaba hacia el horizonte de agua o ascendía de allí. De pronto la muchacha se dio vuelta y vino hacia mí; no dejé caer la bicicleta. Me tomó la cara entre las manos ásperas y la fue moviendo hasta colocarla en la luz.
       —Qué —roncó—. Hablaste. Otra vez.
       Casi no podía verla pero la recordaba. Recordaba muchas otras cosas a las que ella, sin esfuerzo, servía de símbolo. Había empezado a quererla y la tristeza comenzaba a salir de ella y derramarse sobre mí.
       —Nada —dije— No hay barco, no hay fiesta.
       —No hay fiesta— dijo otra vez; ahora columbré la sonrisa en la sombra, blanca y corta como la espuma de las pequeñas olas que llegaban hasta pocos metros de la orilla. Me besó de golpe; sabía besar y le sentí la cara caliente, húmeda de lágrimas. Pero no solté la bicicleta.
       —No hay fiesta —dijo otra vez, ahora con la cabeza inclinada, oliéndome el pecho. La voz era más confusa, casi gutural—. Tenía que verte la cara —de nuevo me la alzó contra la luna—. Tenía que saber que no estaba equivocada. ¿Se entiende?
       —Sí —mentí; y entonces ella me sacó la bicicleta de las manos, montó e hizo un gran círculo sobre la arena húmeda.
       Cuando estuvo a mi lado se apoyó con una mano en mi nuca y volvimos hacia el hotel. Nos apartamos de las rocas y desviamos hacia el bosque. No lo hizo ella ni lo hice yo. Se detuvo junto a los primeros pinos y dejó caer la bicicleta.
       —La cara. Otra vez. No quiero que te enojes —suplicó.
       Dócilmente miré hacia la luna, hacia las primeras nubes que aparecían en el cielo.
       —Algo —dijo con su extraña voz—. Quiero que digas algo. Cualquier cosa.
       Me puso una mano en el pecho y se empinó para acercar los ojos de niña a mi boca.
       —Te quiero. Y no sirve. Y es otra manera de la desgracia —dije después de un rato, hablando casi con la misma lentitud que ella.
       Entonces la muchacha murmuró “pobrecito” como si fuera mi madre, con su rara voz, ahora tierna y vindicativa, y empezamos a enfurecer y besarnos. Nos ayudamos a desnudarla en lo imprescindible y tuve de pronto dos cosas que no había merecido nunca: su cara doblegada por el llanto y la felicidad bajo la luna, la certeza desconcertante de que no habían entrado antes en ella.
       Nos sentamos cerca del hotel sobre la humedad de las rocas. La luna estaba cubierta. Ella se puso a tirar piedritas; a veces caían en el agua con un ruido exagerado; otras, apenas se apartaban de sus pies. No parecía notarlo.
       Mi historia era grave y definitiva. Yo la contaba con una seria voz masculina, resuelto con furia a decir la verdad, despreocupado de que ella creyera o no.
       Todos los hechos acababan de perder su sentido y solo podrían tener, en adelante, el sentido que ella quisiera darles. Hablé, claro, de mi hermano muerto; pero ahora, desde aquella noche, la muchacha se había convertido —retrocediendo para clavarse como una larga aguja en los días pasados— en el tema principal de mi cuento. De vez en cuando la oía moverse y decirme que sí con su curiosa voz mal formada. También era forzoso aludir a los años que nos separaban, apenarse con exceso, fingir una desolada creencia en el poder de la palabra imposible, mostrar un discreto desánimo ante las luchas inevitables. No quise hacerle preguntas y las afirmaciones de ella, no colocadas siempre en la pausa exacta, tampoco pedían confesiones. Era indudable que la muchacha me había liberado de Julián, y de muchas otras ruinas y escorias que la muerte de Julián representaba y había traído a la superficie; era indudable que yo, desde una media hora atrás, la necesitaba y continuaría necesitándola.
       La acompañé hasta cerca de la puerta del hotel y nos separamos sin decirnos nuestros nombres. Mientras se alejaba creí ver que las dos cubiertas de la bicicleta estaban llenas de aire. Acaso me hubiera mentido en aquello pero ya nada tenía importancia. Ni siquiera la vi entrar en el hotel y yo mismo pasé en la sombra, de largo, frente a la galería que comunicaba con mi habitación; seguí trabajosamente hacia los médanos, deseando no pensar en nada, por fin, y esperar la tormenta.
       Caminé hacia las dunas y luego, ya lejos, volví en dirección al monte de eucaliptos. Anduve lentamente entre los árboles, entre el viento retorcido y su lamento, bajo los truenos que amenazaban elevarse del horizonte invisible, cerrando los ojos para defenderlos de los picotazos de la arena en la cara. Todo estaba oscuro y —como tuve que contarlo varias veces después— no divisé un farol de bicicleta, suponiendo que alguien los usara en la playa, ni siquiera el punto de brasa de un cigarrillo de alguien que caminara o descansase sentado en la arena, sobre las hojas secas, apoyado en un tronco, con las piernas recogidas, cansado, húmedo, contento. Ese había sido yo; y aunque no sabía rezar, anduve dando las gracias, negándome a la aceptación, incrédulo.
       Estaba ahora al final de los árboles, a cien metros del mar y frente a las dunas. Sentía heridas las manos y me detuve para chuparlas. Caminé hacia el ruido del mar hasta pisar la arena húmeda de la orilla. No vi, repito, ninguna luz, ningún movimiento, en la sombra; no escuché ninguna voz que partiera o deformara el viento.
       Abandoné la orilla y empecé a subir y bajar las dunas, resbalando en la arena fría que me entraba chisporroteante en los zapatos, apartando con las piernas los arbustos, corriendo casi, rabioso y con una alegría que me había perseguido durante años y ahora me daba alcance, excitado como si no pudiera detenerme nunca, riendo en el interior de la noche ventosa, subiendo y bajando a la carrera las diminutas montañas, cayendo de rodillas y aflojando el cuerpo hasta poder respirar sin dolor, la cara doblada hacia la tormenta que venía del agua. Después fue como si también me dieran caza todos los desánimos y las renuncias; busqué durante horas, sin entusiasmo, el camino de regreso al hotel. Entonces me encontré con el mozo y repetí el acto de no hablarle, de ponerle diez pesos en la mano. El hombre sonrió y yo estaba lo bastante cansado como para creer que había entendido, que todo el mundo entendía y para siempre.
       Volví a dormir medio vestido en la cama como en la arena, escuchando la tormenta que se había resuelto por fin, golpeado por los truenos, hundiéndome sediento en el ruido colérico de la lluvia.


5

       Había terminado de afeitarme cuando escuché en el vidrio de la puerta que daba a la baranda el golpe de los dedos. Era muy temprano; supe que las uñas de los dedos eran largas y estaban pintadas con ardor. Sin dejar la toalla, abrí la puerta; era fatal, allí estaba.
       Tenía el pelo teñido de rubio y acaso a los veinte años hubiera sido rubia; llevaba un traje sastre de cheviot que los días y los planchados le habían apretado contra el cuerpo y un paraguas verde, con mango de marfil, tal vez nunca abierto. De las tres cosas, dos le había adivinado yo —o supuesto sin error— a lo largo de la vida, y en el velorio de mi hermano.
       —Betty —dijo al volverse, con la mejor sonrisa que podía mostrar.
       Fingí no haberla visto nunca, no saber quién era. Se trataba, apenas, de una manera del piropo, de una forma retorcida de la delicadeza que ya no me interesaba.
       “Ésta era —pensé—, ya no volverá a serlo, la mujer que yo distinguía borrosa detrás de los vidrios sucios de un café de arrabal, tocándole los dedos a Julián en los largos prólogos de los viernes o los lunes.”
       —Perdón —dijo— por venir de tan lejos a molestarlo y a esta hora. Sobre todo en estos momentos en que usted, como el mejor de los hermanos de Julián... Hasta ahora mismo, le juro, no puedo aceptar que esté muerto.
       La luz de la mañana la avejentaba y debió parecer otra cosa en el departamento de Julián, incluso en el café. Yo había sido, hasta el fin, el único hermano de Julián; ni mejor ni peor. Estaba vieja y parecía fácil aplacarla. Tampoco yo, a pesar de todo lo visto y oído, a pesar del recuerdo de la noche anterior en la playa, aceptaba del todo la muerte de Julián. Solo cuando incliné la cabeza y la invité con un brazo a entrar en mi habitación descubrí que usaba sombrero y lo adornaba con violetas frescas, rodeadas de hojas de hiedra.
       —Llámeme Betty —dijo, y eligió para sentarse el sillón que escondía el diario, la foto, el título, la crónica indecisamente crapulosa—. Pero era cuestión de vida o muerte.
       No quedaban rastros de la tormenta y la noche podía no haber sucedido. Miré el sol en la ventana, la mancha amarillenta que empezaba a buscar la alfombra. Sin embargo, era indudable que yo me sentía distinto, que respiraba el aire con avidez; que tenía ganas de caminar y sonreír, que la indiferencia —y también la crueldad— se me aparecían como formas posibles de la virtud. Pero todo esto era confuso y solo pude comprenderlo un rato después.
       Me acerqué al sillón y ofrecí mis excusas a la mujer, a aquella desusada manera de la suciedad y la desdicha. Extraje el diario, gasté algunos fósforos y lo hice bailar encendido por encima de la baranda.
       —El pobre Julián —dijo ella a mis espaldas.
       Volví al centro de la habitación, encendí la pipa y me senté en la cama. Descubrí repentinamente que era feliz y traté de calcular cuántos años me separaban de mi última sensación de felicidad. El humo de la pipa me molestaba los ojos. La bajé hasta las rodillas y estuve mirando con alegría aquella basura en el sillón, aquella maltratada inmundicia que se recostaba, inconsciente, sobre la mañana apenas nacida.
       —Pobre Julián —repetí—. Lo dije muchas veces en el velorio y después. Ya me cansé, todo llega. La estuve esperando en el velorio y usted no vino. Pero, entiéndame, gracias a este trabajo de esperarla yo sabía cómo era usted, podía encontrarla en la calle y reconocerla.
       Me examinó con desconcierto y volvió a sonreír.
       —Sí, creo comprender —dijo.
       No era muy vieja, estaba aún lejos de mi edad y de la de Julián. Pero nuestras vidas habían sido muy distintas y lo que me ofrecía desde el sillón no era más que gordura, una arrugada cara de beba, el sufrimiento y el rencor disimulado, la pringue de la vida pegada para siempre a sus mejillas, a los ángulos de la boca, a las ojeras rodeadas de surcos. Tenía ganas de golpearla y echarla. Pero me mantuve quieto, volví a fumar y le hablé con voz dulce: —Betty. Usted me dio permiso para llamarla Betty. Usted dijo que se trataba de un asunto de vida o muerte. Julián está muerto, fuera del problema. ¿Qué más entonces, quién más?
       Se retrepó entonces en el sillón de cretona descolorida, sobre el forro de grandes flores bárbaras y me estuvo mirando como a un posible cliente: con el inevitable odio y con cálculo.
       —¿Quién muere ahora? —insistí—. ¿Usted o yo?
       Aflojó el cuerpo y estuvo preparando una cara emocionante. La miré, admití que podía convencer; y no solo a Julián. Detrás de ella se estiraba la mañana de otoño, sin nubes, la pequeña gloria ofrecida a los hombres. La mujer, Betty, torció la cabeza y fue haciendo crecer una sonrisa de amargura.
       —¿Quién? —dijo hacia el placard—. Usted y yo.
       —No crea, el asunto recién empieza. Hay pagarés con su firma, sin fondos dicen, que aparecen ahora en el juzgado. Y está la hipoteca sobre mi casa, lo único que tengo. Julián me aseguró que no era más que una oferta; pero la casa, la casita, está hipotecada. Y hay que pagar en seguida. Si queremos salvar algo del naufragio. O si queremos salvarnos.
       Por las violetas en el sombrero y por el sudor de la cara, yo había presentido que era inevitable escuchar, más o menos tarde en la mañana de sol, alguna frase semejante.
       —Sí —dije—, parece que tiene razón, que tenemos que unirnos y hacer algo.
       Desde muchos años atrás no había sacado tanto placer de la mentira, de la farsa y la maldad. Pero había vuelto a ser joven y ni siquiera a mí mismo tenía que dar explicaciones.
       —No sé —dije sin cautela— cuánto conoce usted de mi culpa, de mi intervención en la muerte de Julián. En todo caso, puedo asegurarle que nunca le aconsejé que hipotecara su casa, su casita. Pero le voy a contar todo. Hace unos tres meses estuve con Julián. Un hermano comiendo en un restaurante con su hermano mayor. Y se trataba de hermanos que no se veían más de una vez por año. Creo que era el cumpleaños de alguien; de él, de nuestra madre muerta. No recuerdo y no tiene importancia. La fecha, cualquiera que sea, parecía desanimarlo. Le hablé de un negocio de cambios de monedas; pero nunca le dije que robara plata a la Cooperativa.
       Ella dejó pasar un tiempo ayudándose con un suspiro y estiró los largos tacos hasta el cuadrilátero de sol en la alfombra. Esperó a que la mirara y volvió a sonreírme; ahora se parecía a cualquier aniversario, al de Julián o al de mi madre. Era la ternura y la paciencia, quería guiarme sin tropiezos.
       —¡Botija! —murmuró, la cabeza sobre un hombro, la sonrisa contra el límite de la tolerancia—. ¿Hace tres meses? —resopló mientras alzaba los hombros—. ¡Botija, Julián robaba de la Cooperativa desde hace cinco años! O cuatro. Me acuerdo. Le hablaste, m’hijito, de una combinación, con dólares, ¿no? No sé quién cumplía años aquella noche. Y no falto al respeto. Pero Julián me lo contó todo y yo no le podía parar los ataques de risa. Ni siquiera pensó en el plan de los dólares, si estaba bien o mal. Él robaba y jugaba a los caballos. Le iba bien y le iba mal. Desde hacía cinco años, desde antes de que yo lo conociera.
       —¡Cinco años! —repetí mascando la pipa. Me levanté y fui hasta la ventana. Quedaban restos de agua en los yuyos y en la arena. El aire fresco no tenía nada que ver con nosotros, con nadie.
       En alguna habitación del hotel, encima de mí, estaría durmiendo en paz la muchacha, despatarrada, empezando a moverse entre la insistente desesperación de los sueños y las sábanas calientes. Yo la imaginaba y seguía queriéndola, amaba su respiración, sus olores, las supuestas alusiones al recuerdo nocturno, a mí, que pudieran caber en su estupor matinal. Volví con pesadez de la ventana y estuve mirando sin asco ni lástima lo que el destino había colocado en el sillón del dormitorio del hotel. Se acomodaba las solapas del traje sastre que, a fin de cuentas, tal vez no fuera de cheviot; sonreía al aire, esperaba mi regreso, mi voz. Me sentí viejo y ya con pocas fuerzas. Tal vez el ignorado perro de la dicha me estuviera lamiendo las rodillas, las manos; tal vez solo se tratara de lo otro; que estaba viejo y cansado. Pero, en todo caso, me vi obligado a dejar pasar el tiempo, a encender de nuevo la pipa, a jugar con la llama del fósforo, con su ronquido.
       —Para mí —dije— todo está perfecto. Es seguro que Julián no usó un revólver para hacerle firmar la hipoteca. Y yo nunca firmé un pagaré. Si falsificó la firma y pudo vivir así cinco años —creo que usted dijo cinco—, bastante tuvo, bastante tuvieron los dos —la miro, la pienso, y nada me importa que le saquen la casa o la entierren en la cárcel—. Yo no firmé nunca un pagaré para Julián. Desgraciadamente para usted, Betty, y el nombre me parece inadecuado, siento que ya no le queda bien, no hay peligros ni amenazas que funcionen. No podemos ser socios en nada; y eso es siempre una tristeza. Creo que es más triste para las mujeres. Voy a la galería a fumar y mirar cómo crece la mañana. Le quedaré muy agradecido si se va enseguida, si no hace mucho escándalo, Betty.
       Salí afuera y me dediqué a insultarme en voz baja, a buscar defectos en la prodigiosa mañana de otoño. Oí, muy lejana, la indolente puteada que hizo sonar a mis espaldas. Escuché, casi en seguida, el portazo. Un Ford pintado de azul apareció cerca del caserío.
       Yo era pequeño y aquello me pareció inmerecido, organizado por la pobre, incierta imaginación de un niño. Yo había mostrado siempre desde la adolescencia mis defectos, tenía razón siempre, estaba dispuesto a conversar y discutir, sin reservas ni silencios. Julián, en cambio —y empecé a tenerle simpatía y otra forma muy distinta de la lástima— nos había engañado a todos durante muchos años. Este Julián que solo había podido conocer muerto, se reía de mí, levemente, desde que empezó a confesar la verdad, a levantar sus bigotes y su sonrisa, en el ataúd. Tal vez continuara riéndose de todos nosotros a un mes de su muerte. Pero para nada me servía inventarme el rencor o el desencanto.
       Sobre todo, me irritaba el recuerdo de nuestra última entrevista, la gratuidad de sus mentiras, no llegar a entender por qué me había ido a visitar, con riesgos, para mentir por última vez. Porque Betty solo me servía para la lástima o el desprecio; pero yo estaba creyendo en su historia, me sentía seguro de la incesante suciedad de la vida.
       Un Ford pintado de azul roncaba subiendo la cuesta, detrás del chalet de techo rojo, salió al camino y cruzó delante de la baranda siguiendo hasta la puerta del hotel. Vi bajar a un policía con su desteñido uniforme de verano, a un hombre extraordinariamente alto y flaco con traje de anchas rayas y un joven vestido de gris, rubio, sin sombrero, al que veía sonreír a cada frase, sosteniendo el cigarrillo con dos dedos alargados frente a la boca.
       El gerente del hotel bajó con lentitud la escalera y se acercó a ellos mientras el mozo de la noche anterior salía de atrás de una columna de la escalinata, en mangas de camisa, haciendo brillar su cabeza retinta. Todos hablaban con pocos gestos, sin casi cambiar el lugar, el lugar donde tenían apoyados los pies, y el gerente sacaba un pañuelo del bolsillo interior del saco, se lo pasaba por los labios y volvía a guardarlo profundamente para, a los pocos segundos, extraerlo con un movimiento rápido y aplastarlo y moverlo sobre su boca. Entré para comprobar que la mujer se había ido; y al salir nuevamente a la galería, al darme cuenta de mis propios movimientos, de la morosidad con que deseaba vivir y ejecutar cada actitud como si buscara acariciar con las manos lo que éstas habían hecho, sentí que era feliz en la mañana, que podía haber otros días esperándome en cualquier parte.
       Vi que el mozo miraba hacia el suelo y los otros cuatro hombres alzaban la cabeza, y me dirigían caras de observación distraída. El joven rubio tiró el cigarrillo lejos; entonces comencé a separar los labios hasta sonreír y saludé, moviendo la cabeza, al gerente, y en seguida, antes de que pudiera contestar, antes de que se inclinara, mirando siempre hacia la galería, golpeándose la boca con el pañuelo, alcé una mano y repetí mi saludo. Volví al cuarto para terminar de vestirme.
       Estuve un momento en el comedor, mirando desayunar a los pasajeros y después decidí tomar una ginebra, nada más que una, junto al mostrador del bar, compré cigarrillos y bajé hasta el grupo que esperaba al pie de la escalera. El gerente volvió a saludarme y noté que la mandíbula le temblaba, apenas, rápidamente. Dije algunas palabras y oí que hablaban; el joven rubio vino a mi lado y me tocó un brazo. Todos estaban en silencio y el rubio y yo nos miramos y sonreímos. Le ofrecí un cigarrillo y él lo encendió sin apartar los ojos de mi cara; después dio tres pasos retrocediendo y volvió a mirarme. Tal vez nunca hubiera visto la cara de un hombre feliz; a mí me pasaba lo mismo. Me dio la espalda, caminó hasta el primer árbol del jardín y se apoyó allí con un hombre. Todo aquello tenía un sentido y, sin comprenderlo, supe que estaba de acuerdo y moví la cabeza asintiendo. Entonces el hombre altísimo dijo: —¿Vamos hasta la playa en el coche?
       Me adelanté y fui a instalarme junto al asiento del chófer. El hombre alto y el rubio se sentaron atrás. El policía llegó sin apuro al volante y puso en marcha el coche. En seguida rodamos velozmente en la calmosa mañana; yo sentía el olor del cigarrillo que estaba fumando el muchacho, sentía el silencio y la quietud del otro hombre, la voluntad rellenando ese silencio y esa quietud. Cuando llegamos a la playa el coche atracó junto a un montón de piedras grises que separaban el camino de la arena. Bajamos, pasamos alzando las piernas por encima de las piedras y caminamos hacia el mar. Yo iba junto al muchacho rubio.
       Nos detuvimos en la orilla. Estábamos los cuatro en silencio, con las corbatas sacudidas por el viento. Volvimos a encender cigarrillos.
       —No está seguro el tiempo —dije.
       —¿Vamos? —contestó el joven rubio.
       El hombre alto del traje a rayas estiró un brazo hasta tocar al muchacho en el pecho y dijo con voz gruesa: —Fíjese. Desde aquí a las dunas. Dos cuadras. No mucho más ni menos.
       El otro asintió en silencio, alzando los hombros como si aquello no tuviera importancia. Volvió a sonreír y me miró.
       —Vamos —dije, y me puse a caminar hasta el automóvil. Cuando iba a subir, el hombre alto me detuvo.
       —No —dijo—. Es ahí, cruzando.
       En frente había un galpón de ladrillos manchados de humedad. Tenía techo de zinc y letras oscuras pintadas arriba de la puerta. Esperamos mientras el policía volvía con una llave. Me di vuelta para mirar el mediodía cercano sobre la playa; el policía separó el candado abierto y entramos todos en la sombra y el inesperado frío. Las vigas brillaban negras, suavemente untadas de alquitrán, y colgaban pedazos de arpillera del techo. Mientras caminábamos en la penumbra gris sentí crecer el galpón, más grande a cada paso, alejándome de la mesa larga formada con caballetes que estaba en el centro. Miré la forma estirada pensando quién enseña a los muertos la actitud de la muerte. Había un charco estrecho de agua en el suelo y goteaba desde una esquina de la mesa. Un hombre descalzo, con la camisa abierta sobre el pecho colorado, se acercó carraspeando y puso una mano en una punta de la mesa de tablones, dejando que su corto índice se cubriera en seguida, brillante, del agua que no acababa de chorrear. El hombre alto estiró un brazo y destapó la cara sobre las tablas dando un tirón a la lona. Miré el aire, el brazo rayado del hombre que había quedado estirado contra la luz de la puerta sosteniendo el borde con anillas de la lona. Volví a mirar al rubio sin sombrero e hice una mueca triste.
       —Mire aquí —dijo el hombre alto.
       Fui viendo que la cara de la muchacha estaba torcida hacia atrás y parecía que la cabeza, morada, con manchas de un morado rojizo sobre un delicado, anterior morado azuloso, tendría que rodar desprendida de un momento a otro si alguno hablaba fuerte, si alguno golpeaba el suelo con los zapatos, simplemente si el tiempo pasaba.
       Desde el fondo, invisible para mí, alguien empezó a recitar con voz ronca y ordinaria, como si hablara conmigo. ¿Con quién otro?
       —Las manos y los pies, cuya epidermis está ligeramente blanqueada y doblegada en la extremidad de los dedos, presentan además, en la ranura de las uñas, una pequeña cantidad de arena y limo. No hay herida, ni escoriación en las manos. En los brazos, y particularmente en su parte anterior, encima de la muñeca, se encuentran varias equimosis superpuestas, dirigidas transversalmente y resultantes de una presión violenta ejercida en los miembros superiores.
       No sabía quién era, no deseaba hacer preguntas. Solo tenía, me lo estaba repitiendo, como única defensa, el silencio. El silencio por nosotros. Me acerqué un poco más a la mesa y estuve palpando la terquedad de los huesos de la frente. Tal vez los cinco hombres esperaran algo más; y yo estaba dispuesto a todo. La bestia, siempre en el fondo del galpón, enumeraba ahora con su voz vulgar: —La faz está manchada por un líquido azulado y sanguinolento que ha fluido por la boca y la nariz. Después de haberla lavado cuidadosamente, reconocemos en torno de la boca extensa escoriación con equimosis, y la impresión de las uñas hincadas en las carnes. Dos señales análogas existen debajo del ojo derecho, cuyo párpado inferior está fuertemente contuso. A más de las huellas de la violencia que han sido ejecutadas manifiestamente durante la vida, nótanse en el rostro numerosos desgarros, puntuados, sin rojez, sin equimosis, con simple desecamiento de la epidermis y producidos por el roce del cuerpo contra la arena. Vese una infiltración de sangre coagulada, a cada lado de la laringe. Los tegumentos están invadidos por la putrefacción y pueden distinguirse en ellos vestigios de contusiones o equimosis. El interior de la tráquea y de los bronquios contiene una pequeña cantidad de un líquido turbio, oscuro, no espumoso, mezclado con arena.
       Era un buen responso, todo estaba perdido. Me incliné para besarle la frente y después, por piedad y amor, el líquido rojizo que le hacía burbujas entre los labios.
       Pero la cabeza con su pelo endurecido, la nariz achatada, la boca oscura, alargada en forma de hoz con las puntas hacia abajo, lacias, goteantes, permanecía inmóvil, invariable su volumen en el aire sombrío que olía a sentina, más dura a cada paso de mis ojos por los pómulos y la frente y el mentón que no se resolvía a colgar. Me hablaban uno tras otro, el hombre alto y el rubio, como si realizaran un juego, golpeando alternativamente la misma pregunta. Luego el hombre alto soltó la lona, dio un salto y me sacudió de las solapas. Pero no creía en lo que estaba haciendo, bastaba mirarle los ojos redondos, y en cuanto le sonreí con fatiga, me mostró rápidamente los dientes, con odio y abrió la mano.
       —Comprendo, adivino, usted tiene una hija. No se preocupen: firmaré lo que quieran, sin leerlo. Lo divertido es que están equivocados. Pero no tiene importancia. Nada, ni siquiera esto, tiene de veras importancia.
       Antes de la luz violenta del sol me detuve y le pregunté con voz adecuada al hombre alto: —Seré curioso y pido perdón: ¿Usted cree en Dios?
       —Le voy a contestar, claro —dijo el gigante—; pero antes, si quiere, no es útil para el sumario, es, como en su caso, pura curiosidad... ¿Usted sabía que la muchacha era sorda?
       Nos habíamos detenido exactamente entre el renovado calor del verano y la sombra fresca del galpón.
       —¿Sorda? —pregunté—. No, solo estuve con ella anoche. Nunca me pareció sorda. Pero ya no se trata de eso. Yo le hice una pregunta; usted prometió contestarla.
       Los labios eran muy delgados para llamar sonrisa a la mueca que hizo el gigante. Volvió a mirarme sin desprecio, con triste asombro, y se persignó.


(1960)





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