Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Las mellizas
Originalmente publicado en Crisis (Buenos Aires), 1973


      Las mellizas habían nacido con media hora de diferencia y siempre discutían en su idioma arrabalero respecto a cuál era la mayor, cuál la menor. Yo había elegido una, la más delgada, la más carente de piedad. No recuerdo, siquiera, el nombre.
       Me habrá asustado, como le dije una noche pasada a mi mujer, quince años después, pensando qué queda en mí de las mellizas o de la mía.
       O repentinamente se me acabó el impulso, el amor a la situación y sus problemas, la alegría indudable que me daba estar metido en el centro mismo de aquella miseria perfecta que parecía, asombrosamente, haber sido inventada para mí y por mí.
       Un tiempo en que todo el mundo podía ser feliz con sólo proponérselo y los que no se lo proponían alcanzaban, aun a su pesar, otro tipo de felicidad, más compleja y disimulada, más profunda y consciente.
       El diario en que yo trabajaba estaba sobre la plaza Libertad y la vida rodeaba la plaza con sus bares y sus quioscos, su frenesí débil y provinciano pero infaltable. Era posible escucharla desde el cierre de la edición en la madrugada hasta el regreso a las ocho de la noche; y siempre había pruebas de que había estado zumbando durante mi ausencia, jubilosa y empecinada, por encima y debajo de los ruidos que hacían los hombres y los motores. Tal vez la vida vibrara allí para todos y acaso todos pudieron escucharla y sonreírle.
       En cuanto a mí, me había prometido por lo menos una sorpresa diaria y el pacto fue cumplido con tanta exactitud como la entrega quincenal del sobre con mi sueldo de corrector. Era en tiempos de la última guerra.
       De modo que la aparición de la Melliza, única para el resto de mi vida, no me conmovió entonces como podría hacerlo hoy. La encontré a las tres de la mañana, en el restaurante Metro, discutiendo con el más viejo de los mozos.
       —No —decía riéndose—, nunca pude tragar la sopa, desde chiquitita y por más que me pegaran. Quiero fiambre con rusa.
       —Tiene que ser sopa de verduras. Alimenta —porfiaba Castro—. Estás muy flaca, y con esta vida.
       Yo me había sentado a la mesa más próxima, a pesar de que el comedor estaba vacío, y esperaba el final del diálogo para pedirle un vaso de caña a Castro deseando que María Esther faltara a la cita, que no apareciera por allí ningún amigo, que a nadie del diario se le ocurriera sentarse a mi mesa para discutir si el discurso de Roosevelt prolongaba o no la entrada de los gringos en la guerra. Movía las hojas del diario recién impreso mientras examinaba la sorpresa que me concedían para iniciar un día o terminarlo.
       Miraba el largo y pesado pelo de la mujer, castaño, recogido y a medias deshecho en la nuca, rodeando una cara infantil y pálida, con una nariz recta y muy corta, con una boca grande y mal pintada que penetraba con cada risa en los huecos hambrientos de las mejillas.
       Le miraba las manos sucias, flacas y largas, la humillación del vestido de verano, no hecho para ella, opaco y mustio por los lavados, demasiado amplio para el pecho chato, con aberturas excesivas para los flacos brazos de muchachita.
       —Paga mi hermana. ¿No me cree? Ahora no más llega. Mi hermana siempre tiene dinero.
       —Si tomás la sopa, sí —dijo Castro furioso.
       Vino a golpear con su servilleta mi mesa de mimbre, un poco más viejo que de costumbre, más serio y cansado. Pedí caña en voz alta y le dije, sin mirar a la muchacha, que si no venía la hermana pagaba yo.
       —Si no viene la hermana —dijo Castro—, pago yo. Más cosas no. Ya estoy bastante harto de esta historia. Ya es demasiado triste y sucio todo esto para que todavía tú agregues. Créeme.
       Castro había nacido en Granada y no necesitaba los ridículos pantalones negros ajustados para recordarlo, ni el pelo blanco aplastado y grasiento sobre una sien. Debe haberse muerto del hígado, de baja presión, del mal del cobre o, simplemente, de España.
       En los tiempos de aquella noche todos los inmigrantes de la península que no habían llegado a dueños de almacenes o bares preferían morirse de España. Hablo de los que estaban en la ciudad mucho antes de la guerra civil. Los recién llegados, ahí están las estadísticas, resultaron inmortales aunque también a ellos España les duela un poco.
       —Y haz el favor de no venirme tú a complicar las cosas. Déjala en paz, que es una pobre infeliz. Quince años, apenas, y haciendo la puta, que no sabe hacerlo, en lugar de estarse con sus muñecas.
       —Caña, hielo y soda —dije.
       Volví la cara hacia la muchacha y le sonreí. Ella contestaba a todas las sonrisas, vinieran de los hombres o de las cosas, de las dificultades o de los cortos recuerdos.
       —No soy cliente, Castro. Si tiene hambre, esta noche puedo pagarle una comida. Además es muy joven, está muy flaca. No me gustan así.
       Lo cierto era que había empezado a gustarme así. No la muchacha larga y desnutrida, no su cara pequeña e inocente, ni siquiera su candorosa y desafiante manera de fumar cigarrillos baratos del paquete arrugado. Sino ella —podía imaginarle con exactitud la emocionante separación de los muslos descarnados sobre la paja del asiento, la colgante escasez del vello—, ella y su contraste con las calles nocturnas, con las astucias de la prostitución, con las técnicas y los regateos en el desamparo de las amuebladas.
       No mentía para impedir que Castro me separara de ella, de mi sorpresa cotidiana; mentía para evitar que tratara de deformarla hablándome en voz alta de la F. A. I., del pobre Blum y de la no discutible inmundicia del mundo en que estábamos metidos los tres. Mentía por el miedo de que me la transformaran en una mujer, una persona, en síntoma de cualquier cosa.
       Ella estaba de espaldas a la ventana abierta y en el fin de la noche de verano el viento arremolinaba papeles y tierra en la plaza, entre las ruedas de los enormes ómnibus blancos que acababan de llegar o estaban por irse.
       Antes de llevarme el vaso y el diario a su mesa le estuve inventando con errores un pasado y un futuro; estuve imaginando los detalles de flacura de su cuerpo, las huellas de los cansancios recientes y antiguos, mi necesidad de ayudarla.
       Y aunque todo esto resultó cierto, aunque fui comprobando con superstición, orgullo y miedo —como cuando uno juega a un número, y el número sale, y se siente que acaba de establecerse una relación precaria con la suerte, un tartamudeado código para dar y recibir órdenes— que todo lo que yo había estado presintiendo mientras la miraba a ella y al aire de hechizo, de fracaso y de injusticia que la rodeaba, a los gruesos bordes que la unían y apartaban del mundo, más notables en las sienes, en el cuello y en los hombros resueltamente caídos, mientras le miraba la sonrisa sin causa que me estaba mostrando sin enterarse que era, para empezar, lo más mío de la sorpresa que la vida me estaba pagando; aunque todo aquello resultó cierto de una manera servil y acaso excesiva, nunca oí antes certezas de la clase de las que estuvo contando la segunda Melliza, recién pintada y con sueño, a las cuatro de la mañana, con una voz lenta y práctica persistente en moralizar, aceptando y cumpliendo deberes pedagógicos, bajo la furia refrenada de la cabeza de Castro, que continuó trayéndonos caña hasta el primer desvanecimiento de la noche en el hueco de la plaza.
       La Melliza segunda —había nacido, ya dije, unos minutos antes que su hermana— era una réplica dudosa de la otra: más baja y ancha, más rubia y desenvuelta, llena de seguridad, sabia y protectora, casi con pechos y caderas. Yo les llevaba diez años y las miraba crecer, les oía el balbuceo con que trataban de aprender a manejar las palabras y viejas comprobaciones, con que trataban de ir creando las vulgaridades y los lugares comunes indispensables para poblar, dar formas y paredes al mundo inédito, gastado, sucio de marcas que iban construyendo irremediablemente, a medida que actuaban y aceptaban respirar.
       —Porque con ésta no valen consejos y a veces he pensado en dejarla y que se arregle sola —dijo la segunda Melliza ante la sonrisa avergonzada, burlona de la otra—. Usted no va a creerme si le digo que hay noches en que trabaja más que yo, tiene más suerte o con sólo verla se dan cuenta, y, sin embargo, tres míos contra cinco de ella, yo traigo mis treinta pesos en la cartera y ella nada. Y es más alta; más flaca pero más linda. Y sabe que desde que nos pusimos a vivir independientes hay que trabajar pero también cobrar.
       —Yo trabajo —dijo desafiante y enfurruñada la verdadera Melliza, y enseguida me sonrió como un niño, pidiéndome apoyo—. Nos comprometimos las dos a trabajar y yo trabajo y acabás de decir que a veces más que vos.
       —¿No ve? —me dijo con resignación y lástima la segunda Melliza—. Lo que acabo de decir. Trabajar y cobrar. Porque el señor sabe que uno no vive de lo que trabaja sino de lo que cobra. Es un negocio, una cosa por otra, y si uno lo hiciera gratis entonces sí es inmoral.
       —Y yo no tengo la culpa.
       —A mí me pasó lo mismo, pero no más de un par de veces, al principio. Pero no necesité más para cobrar antes y si no venían primero los diez pesos, nada. Hasta de la misma puerta me di vuelta.
       —Yo no tengo la culpa. Yo trabajo, y más que vos porque me aburren o me dan asco y no me quedo como ésta conversando horas cuando se me sientan en la mesa del café. A veces me pongo a reír y no me puedo callar; pero no hago conversación. Yo no tengo la culpa si me dicen «después», si me miran como si fuera yo la que anda buscando estafarlos. Y si después me hago la enérgica cuando se están vistiendo, son ellos los que se ríen. No puedo reclamar a nadie, y también yo me río. ¿Tengo la culpa?
       Todos los días, durante un momento de duración variable, la ciudad retrocede cien años y le cae un aire aldeano y encogido, se deja atravesar por colores gastados. A la espalda de todos los ruidos se percibe el eco de una inclinación de árboles, de mugidos y gallineros, de piedras pisadas lerdamente en la siesta. Aquel día el momento llegó en la madrugada y paralizó el paisaje de la plaza detrás de la Melliza verdadera mientras yo miraba la boca en movimiento de su hermana, la cara redondeada y serena que nos iba explicando, paciente y convencida, cómo es el mundo, cómo estamos condenados a ser.
       Ya habíamos aprendido, su hermana y yo, que la dura y sabia ley es la del dinero, la del trato honrado, y que quien no paga por lo que toma, humilla; habíamos empezado a escuchar un sermón sobre la importancia de la dignidad, sobre el deber de no transigir, sobre las imprevisibles consecuencias de un acto aislado de concesión y tolerancia, cuando una cara con sombrero apareció y se detuvo a pocos metros de la ventana. La segunda Melliza se interrumpió e hizo una sonrisa a la penumbra de la plaza.
       —No sé si voy a volver a tiempo para tomar el último ómnibus —dijo—. A lo mejor voy en taxi, a lo mejor mañana.
       De modo que yo me quedé solo con la verdadera Melliza y ella me estuvo hablando, con las sonrisas con que rogaba a todos los demás que no se burlaran de ella, de su amor por Josesito, de su odio por el padrastro, de lo hermoso y divertido que resultaba pintarse y recorrer las calles del centro con tacos altos.
       Por aquel tiempo, recuerdo, yo no pensaba en Dios ni como posibilidad ni como desafío; no sabía a quién agradecer la sorpresa cotidiana que continuó emborrachándose y riendo durante noches hasta que el último 141 entró en la estación y apagó las luces.
       Y en aquel mismo momento, la primera vez, comprendimos, la verdadera Melliza y yo, que ella no podía volver ahora a su casa, que la última copa sólo podíamos tomarla en el club político de arriba del Tupí, que una menor no puede quedarse a dormir en un hotel. Tomamos la copa y nos fuimos a dormir a una amueblada sucia, de habitaciones enormes y techos de yeso en relieve que imponían la soledad particular, que nos hacían inermes y exhibidos, que proclamaban con prolongados ecos porosos toda tentativa de confesión e intimidad.
       Era flaca y gorda, como las fotografías de los niños indígenas desnutridos. Le acaricié la cabeza hasta sentirla dormida, la oí hablar de Josesito, que tenía quince años y la quería ya más que a la madre, una vecina. Me empeñé en cerrarme al mundo que ella representaba, soñolienta y tartamuda, sin propósito ni orgullo.
       Un mundo, una flaca pero tenaz corriente migratoria, una repetida historia de plantadores de papas y de domadores envejecidos que bajan de cualquier lado a la capital. Primero hacia la changa y la prostitución, después veremos. La Melliza estaba en la primera etapa, estaba desnuda, desnutrida y sin uso en la ancha cama de barrotes dorados de la enorme habitación de amueblada antigua. Estaba dormida y borracha, contemplando cejijunta sus sueños, con gotas de saliva en las puntas de la boca grande y gruesa. Y antes de que fuera día y viniera el mallorquino a echarnos, tuvo tiempo para despertarse tres veces y abrazarme gritando: «La poli, viene y me llevan. La poli».
       Yo la alzaba semidormida hasta mi desvelo luchando contra la marea, la fofa hinchazón del absurdo.
       Tres veces por noche, todas las noches, perseguidos como insectos entre la suciedad, las sombras, el sórdido escándalo de las amuebladas portuarias donde no pedían documentos, ella gritando «la poli» o murmurando ternuras a un Josesito desconocido, matando reiterada mis esperanzas, mi necesidad de sueño hasta que la piedad deriva en la resolución, casi desconocida dentro del insomnio infinito, de taparle la boca, la cara, el pasado y el nunca con la almohada más gruesa que pudiera manotear.


1973





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