Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Emir Rodríguez Monegal:
Prólogo a las Obras Completas de Juan Carlos Onetti
(México: Aguilar, 1970)



          Como Florencio Sánchez y Horacio Quiroga, Juan Carlos Onetti es de aquellos escritores uruguayos cuya obra se proyecta tempranamente sobre ambas márgenes del Río de la Plata. Y no solo por haber vivido Onetti unos quince años en Buenos Aires (los años de su madurez literaria) y haber publicado allí cinco de sus mejores novelas, sino por la muy principal razón de que el mundo que ha recreado en sus narraciones es el de la ciudad rioplatense de este siglo. Llámese Montevideo (como en El pozo) o Buenos Aires (como en Tierra de nadie) o Santa María (como en casi todas las otras novelas), la ciudad que describe Onetti, la ciudad en la que viven y mueren sus personajes, la ciudad con la que él ha estado soñando hasta hacer soñar también a sus lectores, es una ciudad situada a orillas del vasto, barroso, equívoco Río de la Plata. Y es, también, una ciudad de hoy.
           No faltan en ambas márgenes del río quienes han intentado, antes que Onetti, la descripción de esas ciudades de inmigrantes, precipitadamente erguidas sobre “el río de sueñera y de barro”, como dijo Borges en un poema; esas ciudades de indiferentes morales, de seres angustiados y tiernos, víctimas y victimarios confundidos en un solo abrazo. Si José Pedro Bellán, Roberto Arlt o Enrique Amorim, Eduardo Mallea o el mismo Borges, se habían asomado también a esta ciudad que se llama Buenos Aires cuando no se llama Montevideo, si ellos consiguieron apresar muchas de sus esencias, ninguno como Onetti logró convertir la ciudad rioplatense en personaje central de toda su obra.
           Más tarde, otros narradores habrían de aprovechar su descubrimiento (o invención). Escritores brillantes como Leopoldo Marechal o Ernesto Sábato, creadores sutiles como Julio Cortázar, los más destacados novelistas de la generación uruguaya del 45, así como los “parricidas” porteños, habrían de desarrollar esa invención de la ciudad rioplatense, o aportar a ella matices nuevos, muchas veces inesperados, iluminaciones deslumbrantes. Algunos (como Cortázar) reconocerían explícitamente la influencia. Otros la aceptarían implícitamente. Los menos se declararían sus discípulos.
           Sea como fuere, Onetti ya está situado en las letras rioplatenses de este siglo, a la entrada de una etapa decisiva: la del descubrimiento del nuevo mundo de la gran ciudad, de sus hombres, sus proyectos y sus muertes. Pero esa posición central es más importante aún si se la proyecta sobre la ficción latinoamericana de los últimos treinta años. Porque con sus primeras agrias novelas, Onetti marca también el acceso de toda una nueva promoción narrativa a las letras hispanoamericanas. Es la promoción que en Río de la Plata como en México, en el Perú como Chile, en Cuba como en Venezuela, irá descubriendo el nuevo rostro de la América Latina. Si los grandes novelistas de la tierra y la selva (José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes, Ciro Alegría) marcaron la línea central de un telurismo hondamente enraizado en la nostalgia o en la protesta, es con Onetti y sus pares que el nuevo hombre latinoamericano, el hombre que se ve obligado a ingresar casi de golpe en una modernidad caótica, angustiosa, pasa a asumir el primer plano en la ficción.
           Pero el descubrimiento de Onetti no habría tenido la importancia que tiene si se hubiera limitado a modificar el escenario, o solo a tratar de llamar la atención sobre un tipo humano distinto. Lo que le permitió realizar más hondamente aquello que otros habían ya intentado, fue el rigor literario que desde su primera obra manifiestan sus creaciones, su concepción de la novela como un organismo autónomo cuyas leyes narrativas son tan fatales para los seres de ficción como las de la naturaleza para el ser humano real.
           Educado en la escuela de Faulkner y de Céline, Onetti hace ingresar la novela hispanoamericana en la modernidad con mano tan segura como lo habían hecho para la poesía, Borges y Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Octavio Paz. A partir de su obra (imperfecta y agria, a veces, de muy sutiles aciertos otras), son posibles los nuevos novelistas. Es decir: son posibles Carlos Fuentes y José Donoso, Carlos Martínez Moreno y Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Manuel Puig. De alguna manera, lo conozca directamente o no, todos ellos están en una tradición que tiene a Onetti como figura central.

El culto secreto

          Este lugar que hoy se le reconoce a Onetti en la novela latinoamericana, no le ha sido reconocido siempre. Solo muy lentamente, como sin prisa y con desgano, la fama ha empezado a rodear su nombre y a proyectarlo más allá de las pequeñas fronteras del Uruguay. Y, sin embargo, aparentemente se dieron desde 1940 todas las condiciones para que este gran novelista fuese mejor conocido fuera de su país. Durante unos quince años (1941/1955), Onetti vive en Buenos Aires, publica sus novelas en ediciones argentinas de gran circulación hispánica, como Losada, Sur y Sudamericana, gana algunos premios en concursos internacionales. Pero su reputación sigue siendo, a pesar de todo, local y se reduce a cierta zona de la literatura uruguaya hasta bien entrada la década del sesenta. Son muchos los factores que explican esta aparente paradoja y, sin ánimo de agotarlos, conviene repasar ahora algunos, como prólogo a una consideración general de su obra narrativa.
           Hay que empezar por contar qué significaba Onetti para un grupo de escritores uruguayos que tenían entre quince y veinticinco años hacia 1939. El mismo Onetti tenía solo treinta años entonces. (Nació en 1909). La fecha no es arbitraria. En junio de ese año de 1939 se funda en Montevideo el semanario Marcha, que era apenas el órgano periodístico de una pequeña fracción disidente de una fracción mayor de uno de los dos partidos tradicionales del Uruguay: el Partido Blanco, el más conservador, el de los terratenientes y latifundistas. Con el tiempo, ya se sabe, Marcha realizaría un tardío viraje hacia el socialismo. Pero en 1939 es solo un tabloide que se parece demasiado a los franceses de aquel entonces. El director (abogado de renombre, educado en Francia y afrancesado) pagaba así tributo a la cultura de aquel país. En esa fecha, Marcha se ocupa principalmente de política, nacional e internacional, de economía (sobre todo, nacional) y dedicaba muchas páginas a asuntos de arte, de música y de literatura. El secretario de redacción era un joven moreno, alto y sombrío, con una cara alargada que él mismo describiría más tarde como de caballo. A pesar del sesgo italiano de su apellido, habrá de insistir más tarde que es una corrupción de O’Netty, lo que lo haría de origen británico. Ese joven escribe y publica en Marcha curiosos relatos y notas críticas. Algunos textos que elige son seudónimos, otros vienen de las letras europeas y, sobre todo, de las norteamericanas. Pero tienen como autores a nombres que no se esperaban entonces en el Río de la Plata.
           Este joven ya ha descubierto a Louis Ferdinand Céline, cuyo Voyage au bout de la nuit será su Biblia, y a William Faulkner, a través de la versión española de Santuario, publicada en 1934. Ese mismo año de 1939 habrá de ver la luz su primera novela, El pozo, breve e intenso relato que él mismo editará con ayuda de algunos amigos y con falso dibujo de Picasso en la portada (se asegura que es también obra de él, y la cara que muestra se le parece un poco). La edición, pequeña, tardará sus buenas décadas en agotarse a pesar de los esfuerzos denodados de ejércitos de ratas que habitan en los depósitos de libros.
           Sin embargo, ya circulaban por Montevideo algunos muchachos que habían descubierto por sí solos a Onetti. Como esos jóvenes secretos que estaban dispuestos a hacerse matar por un verso de Mallarmé (según le decía al maestro francés su discípulo Paul Valéry), estos primeros descubridores de la enorme terra incógnita que era y sigue siendo Onetti, ya andaban por la principal avenida de Montevideo, entraban en los cafés de estudiantes e intelectuales, se paseaban por los claustros de la sección Preparatorios o por la Facultad de Derecho, con un ejemplar de El pozo bajo el brazo. Llegarían con el tiempo a ser diputados y ministros, abogados o historiadores, narradores y dramaturgos, hasta críticos. Pero entonces solo eran adolescentes y hablaban sin cesar de Onetti, o imitaban sus escritos, sus desplantes personales, su aura.
           Una leyenda que se iba coagulando lenta pero insistentemente a su alrededor: la leyenda del humor sombrío y del acento un poco arrabalero; la leyenda de sus grandes ojos tristes de enormes lentes tras los que asoma la mirada de animal acosado, con la boca sensual y vulnerable; la leyenda de sus mujeres y sus múltiples casamientos; la leyenda de sus infinitas copas y de sus lúcidos discursos en las altas horas de la noche.
           Un día se supo que estaba por irse a Buenos Aires (meta de tanto uruguayo con ambiciones). Otro día, que una novela suya, de la que se había anticipado algún fragmento en revistas, había sido elegida por un jurado uruguayo para competir en un concurso internacional organizado por la editorial Farrar & Rinehart, de Nueva York, que al fin ganó El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Como Onetti no publicó nunca su novela (Tiempo de abrazar, se llamaba), es difícil opinar sobre el acierto o error del jurado. Pero se puede decir que aquí comienza la historia de sus malentendidos con jurados más o menos internacionales. Un segundo concurso, organizado esta vez en Buenos Aires por la Editorial Losada, concede el segundo premio a una novela suya, Tierra de nadie (1941), prefiriendo para el primer puesto una novela de Bernardo Verbitsky, Es difícil empezar a vivir, que nadie recuerda hora. Para esa fecha, Onetti ya estaba instalado en la capital porteña, trabajaba en una agencia de publicidad, mantenía contacto con los fieles uruguayos que iban a visitarlo. Pero seguía siendo el maestro de unos pocos jóvenes secretos del otro lado del río ancho como mar. La situación en Argentina casi no varió en quince años. Onetti vivió en Buenos Aires como había vivido William Blake en el Londres del crepúsculo del siglo XVIII. Era el hombre invisible. Siguió publicando allí sus novelas (Para esta noche, 1943, La vida breve, 1950, Los adioses, 1954); llegó a conocer a algunos escritores y críticos importantes (Mallea, Oliverio Girondo, Borges, Julio E. Payró), pero no fue reconocido allí. Incluso la aparición de La vida breve no mereció más que algunas tibias reseñas críticas. La edición estaba aún sin agotarse quince años después.
           En cambio, en la orilla oriental, el culto de Onetti seguía creciendo, lenta pero firmemente. Su leyenda se veía aumentada por el aura de autor maldito, a quien editores y críticos del oficialismo literario argentino, ignoraban sin pena. Pero en Montevideo, los fieles también crecían y, desde 1950 en adelante, Onetti ya era un autor respetado por los escritores más militantes de la generación del 45. En 1951, la revista Número recoge algunos de sus cuentos con el título de uno de ellos, Un sueño realizado, certificando así la presencia de Onetti en un género del que es también maestro.

Encuentro (y desencuentro) con Borges

          Por los años 1948/49 se sitúa un encuentro en el Buenos Aires peronista entre Borges y Onetti, al que me tocó asistir como moderador. Aunque siempre ha denunciado ciertas exquisiteces borgianas, Onetti es uno de los primeros conocedores uruguayos de la obra del narrador argentino, y en La vida breve ha aprovechado algunos de sus puntos de vista sobre la ficción dentro de la ficción, la pluralidad de perspectivas del narrador, la inserción de un mundo imaginario dentro de otro. En uno de mis viajes a Buenos Aires me pidió que le presentase a Borges, a quien yo conocía a través de una larga admiración y trato personal. En una cervecería de la calle Corrientes, que en sus altos albergaba entonces a una de las más siniestras organizaciones peronistas (fue demolida a cañonazos por los tanques de la Revolución de 1955), llevé a Borges a conocer a Onetti. No sé si la natural timidez de Onetti o la larga espera, provocaron ese aire fúnebre, claramente teñido por la cerveza, con que nos recibió. Estaba hosco, como retraído en sí mismo, y a la defensiva. Sólo salía de su isla para atacar con una virulencia que nunca le había visto. Era obvio que él había leído a Borges y que Borges no lo había leído ni tal vez lo leería nunca. La conversación saltaba sin progresar, hasta que de golpe, Onetti embistió con una frase que se dejaba silabear como un verso de tango:

          —Y ahora que están juntos, díganme, explíquenme ¿qué le ven a Henry James, qué le ven al coso ese?
          Inútil aclarar que también Onetti había leído a James y que era tan capaz como cualquiera de valorar sus méritos. Pero la frase quería decirnos otra cosa. Infortunadamente, tanto Borges como yo la tomamos literalmente y nos pusimos a explicar con gran entusiasmo genuino la obra de James, lo que le veíamos. Hasta desarrollamos pedagógicamente una comparación entre el mundo aparentemente realista pero en realidad abstracto de James y el fantástico pero muy concreto de Kafka. Citamos libros y cuentos, críticas y opiniones. Yo estaba en la gloria. Me sentía como el bueno de Boswell al asistir a un encuentro entre el Dr. Johnson y Reynolds o Garrick. Pero todo era una ilusión óptica: no había ni podía haber contacto entre Onetti y Borges, o solo lo había en mi imaginación crítica, parejamente estimulada por las ficciones de ambos. Cuando ya nos íbamos, y mientras acompañaba a Borges a su apartamento de la calle Maipú, le pregunté un poco inquieto qué le había parecido Onetti. Me contestó con gran cortesía que le había gustado, pero agregó:
           —¿Por qué habla como un compadrito italiano?
          Toda la noche, y sin que mi oído lo hubiera registrado, Onetti estuvo censurando a Borges al arrastrar las sílabas más que de costumbre, deliberadamente, como un acto fonéticamente agresivo y suicida. Comprendí solo entonces que Onetti había sido esa noche una personificación de Roberto Arlt, aquel genial y loco narrador porteño, contemporáneo estricto de Borges (nacieron a solo un año de diferencia) y al que Borges también había ignorado. Ese mismo Roberto Arlt que, antes que Onetti, Marechal, Sábato y Cortázar, había colonizado algunas zonas profundas de la triste Buenos Aires. Ahora comprendo que debimos haber hablado de Roberto Arlt y no de Henry James, aquella noche. Pero de todos modos, aunque la conversación giró en torno del maestro anglosajón, Onetti se las ingenió para que Arlt estuviera también presente.

Una suma de malentendidos

          En Buenos Aires, que Onetti abandona hacia 1955, siguen los malentendidos sobre su obra. En un concurso de la Editorial Fabril, su obra maestra, El astillero, solo obtiene una mención frente a novelas que ahora ni es prudente recordar. Cuando por fin la novela se publica en 1961, hay ya una generación de críticos y escritores argentinos que han leído Marcha y Número, y saben que Onetti es un maestro. Pero entonces Argentina ha producido a Marechal, a Sábato y a Cortázar, y es por lo tanto natural que Onetti quede ligeramente desenfocado, que haya que repasar cuidadosamente la cronología para advertir que Adán Buenosayres, de Marechal, se publica en 1948, varios años después que las tres primeras novelas de Onetti; que El túnel, de Sábato, también de 1948, es por lo menos cinco años posterior a Para esta noche; que todo Cortázar es asimismo más reciente. Pero estas precisiones las recuerdan por lo general solo los eruditos o los fanáticos. Onetti ya está situado anacrónicamente, como continuador de muchas cosas que él había iniciado en el Río de la Plata. Ese anacronismo se evidencia también en dos concursos internacionales: el de Life en Español (Nueva York, 1960) y el Premio Rómulo Gallegos (Caracas, 1967). En el primero fue consagrado un cuento largo de Marco Denevi, escritor argentino que se había destacado ya con la novela Rosaura a las diez. El cuento premiado, que se titula Ceremonia secreta y ha dado lugar a un film aún más perverso de Joseph Losey, tiene su interés pero es prescindible, para emplear un adjetivo que Borges puso en circulación hace ya tantos años. El cuento de Onetti, Jacob y el otro, es una pequeña obra maestra. Pero como es también un cuento duro y amargo (presenta la historia de un forzudo de circo que se enfrenta con un forzudo de pueblo, historia vista desde distintos ángulos, a cual más sórdido y/o patético), como es un cuento verdaderamente intransigente, como es un cuento en que la visión negra de Onetti cala hasta el hueso, el jurado lo relegó.
           Algo semejante debe haber pasado en Venezuela con Juntacadáveres (1964). No hay por qué negar el mérito extraordinario de La casa verde, de Mario Vargas Llosa. Al lado de esta gran obra de la actual novela latinoamericana, enorme fresco que maneja con increíble maestría varios mundos a lo largo de cuarenta años de narración, impecable de técnica y humana, la novela de Onetti debe haber parecido un libro menor. Y en muchos sentidos lo es. Esa historia de malevos y prostitutas en un pueblito perdido de la cuenca del Plata puede resultar apenas un melancólico ejercicio en el humor más negro posible: la historia de una ilusión crapulosa, de un paraíso corrompido, de la debilidad de la carne y la leprosa inocencia de ciertos seres. El protagonista, Junta Larsen o Juntacadáveres, es un héroe muy poco épico. Aunque su profesión no dista mucho de la del Fushía de La casa verde, y aunque su burdel pueda tener puntos de contacto con el de Vargas Llosa, la visión del joven peruano de treinta años y la del maduro uruguayo que se acercaba entonces a los sesenta, no pueden ser más distintas. Es comprensible que el jurado haya elegido a Vargas Llosa, como antes otro jurado había elegido a Marco Denevi. Como sería comprensible que se eligiese entre Céline y Roger Martin du Gard, al segundo; o entre Durrell y Beckett, al primero. Porque hay en el fondo una perfecta coherencia y una secreta simetría en que, una vez más, Onetti haya perdido un premio importante. Ya le pasó con Ciro Alegría (que es su estricto coetáneo) y le volvió a pasar con Bernardo Verbitsky (otro coetáneo), y con Marco Denevi en Life y, luego, en el concurso de Fabril con Jorge Masciángioli (un hombre mucho más joven) y ahora con Mario Vargas Llosa, que es un delfín. Así como hay una vocación para el éxito, hay una para el fracaso. EL fracaso de Onetti, aquí está la última paradoja, no es el fracaso de la calidad sino el fracaso de la oportunidad. En 1941, Onetti llega demasiado pronto para arrebatar el premio a Ciro Alegría y peca de anacronismo por ser un adelantado de la nueva novela. En 1967 llega demasiado tarde para poder disputar seriamente el premio a Vargas Llosa, y su anacronismo es el de todo precursor. Descolocado, desplazadísimo, Onetti no está nunca en el escalafón literario. Está, sí, en la literatura, y su puesto (al margen de éxitos o fracasos, de fluctuaciones inevitables de lectores y críticos) aparece ya asegurado por sus grandes novelas y sus sombríos cuentos.
           Ahora que la suma de malentendidos y postergaciones está dando un total de fama (el peor de los malentendidos, según Rilke); ahora que en todos los extremos del continente hispanoamericano los jóvenes secretos se multiplican y salen a proclamarlo, ahora que tantas editoriales de América y España lo editan, o reeditan, la fama de Onetti ha llegado a su sazón, y es un hecho (al fin) incontrovertible.

Los treinta primeros años

          La obra narrativa de Onetti comprende hasta la fecha siete novelas publicadas, de desigual extensión, varias nouvelles y un puñado de cuentos. Hay, además, algunas novelas sumergidas, de las que solo asoman capítulos perdidos en revistas, y algunos cuentos seudónimos que el autor no se ha ocupado en legitimar. Tendida a lo largo de treinta años de continua actividad literaria, esa producción no es excesivamente copiosa pero tampoco es escasa. Es la obra de un creador que ha ido madurando en forma muy sostenida y que ahora está en el colmo de su creación.
           Tres momentos se pueden distinguir en esta obra. En el primero, Onetti explora su camino a través de una novela breve (El pozo), que es cifra de toda su obra posterior; examina la realidad profunda de Buenos Aires en dos novelas (Tierra de nadie, Para esta noche) y deja la mejor prueba de su maestría temprana en un par de cuentos. El mejor de éstos, Un sueño realizado, inspirará a Cortázar uno de los capítulos más logrados de Rayuela: el concierto de Berthe Trépat.
           En la segunda época, Onetti produce su novela más ambiciosa y compleja, La vida breve, que no sólo marca la culminación de un cierto realismo exasperado sino que abre toda una nueva perspectiva. Sin abandonar el realismo, Onetti se compromete cada vez más en la fabricación literaria de un universo totalmente onírico: la Santa María que inventa uno de los personajes de La vida breve y que terminará siendo interpolada en la “realidad” de aquella novela, como suele suceder en algunas ficciones de Borges. La vida breve es, además, uno de los modelos de la nueva narrativa latinoamericana.
           Por la transición de Los adioses (pequeña novela que lleva a la perfección la técnica de la ambigüedad del punto de vista narrativo), así como de relatos breves como La cara de la desgracia, Tan triste como ella y, sobre todo, algunos cuentos como Jacob y el otro, Onetti entra en su tercer etapa: la de las obras de su total madurez: Para una tumba sin nombre, El astillero y Juntacadáveres. El hecho de que estas tres obras, cuyos temas y personajes están muy relacionados, hayan sido publicadas por separado y sin respetar el orden cronológico de la acción, ha impedido que se vean como lo que realmente son: un tríptico barroco que desarrolla, desde ángulos distintos y contradictorios, los temas paralelos de la inocencia y la experiencia, el sueño y al realidad, el amor y la muerte, a través de las figuras antagónicas y complementarias de Junta Larsen y Jorge Malabia.
           Un análisis un poco más detallado de sus principales novelas, y de algunos cuentos, permitirá situar un poco mejor la creación narrativa entera de Onetti.

Una novela clave

           En 1939, escribió Eladio Linacero, protagonista de El pozo: “Lo curioso es que si alguien dijera de mí que soy ‘un soñador’ me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuantos años. También podría ser un plan ir contando un ‘suceso” y un sueño”. El plan así enunciado por Linacero fructificó no solo en las noventa y nueve páginas de El pozo (novela que firmaba J. C. Onetti) sino, diez años más tarde, en una obra de proporciones mayores, La vida breve (esta vez de Juan Carlos Onetti). En esos diez años, el arte lineal del primer memorialista maduró en la compleja estructura de vidas y sueños que recoge en un largo relato Juan María Brausen, legítimo descendiente de Linacero, y otra máscara (persona) del autor.
           Con elogiable economía, Onetti enfrenta desde las primeras páginas de La vida breve, los dos mundos en que va a circular el protagonista:

           “-Mundo loco- dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese.
           “Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito de hielo y fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía.”

          Los dos mundos que separa la débil, facilitadora pared del departamento, nunca llegarán a confundirse del todo. Para saltar de uno al otro, será necesario que Juan María Brausen asuma un nuevo nombre: deje de ser Brausen y empiece a ser Juan María Arce. En algún momento ambos mundos llegan a ser tangenciales pero nunca se superponen; están en distintos planos; distintas leyes lo rigen y el juego del vivir no puede ser el mismo en ambos.
           El mundo de Juan María Brausen es el mundo de la responsabilidad y la rutina, del hastío y el sinsentido, del malentendido que llaman amor. En un pasaje de la novela, el protagonista se define así:


          “Entre tanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro, sino de la misma voluntad de ser otro. El hombrecito que disgusta en la medida en que impone la lástima, hombrecito confundido en la legión de hombrecitos a los que fue prometido el reino de los cielos. Asceta, como se burla Stein, por la imposibilidad de apasionarse y no por el aceptado absurdo de una convicción eventualmente mutilada. Esto, yo en el taxímetro, inexistente, mera encarnación de la idea Juan María Brausen, símbolo bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas —no al alcohol, no al tabaco, un no equivocado para las mujeres—, nadie, en realidad.”

           Mientras la existencia de Brausen se degrada hasta llegar a las heces, la fascinación del mundo que está del otro lado de la débil pared empieza a ejercer su energía sobre él. En un primer momento parece obvio su significado: es un escape, una huida de la mediocre realidad. Pero es también realidad (como habrá de descubrir Brausen) y hasta impone sus reglas. Un día, Brausen aprovecha una ausencia de su vecina, la Queca, y visita el departamento vacío. Desde ese momento, Brausen empieza a concebir el desquite. No en su propia existencia ratonil, sino en el mundo de al lado. Al ingresar allí, es como si todos sus valores morales (esos valores en los que ya no puede creer) cambiaran de signo, aceleraran su inevitable metamorfosis: él, hombre de una sola mujer, podrá convertirse en amante de una prostituta, en macró, como se dice en el Río de la Plata, deformando fonéticamente la palabra del hampa francesa; él, temeroso siempre de hacer sentir a su mujer legítima la imparidad de sus pechos, descubrirá el placer de golpear a otra mujer, arderá en deseos de vengar con el asesinato premeditado de la Queca, “todos los agravios que me era posible recordar.”
          Una fuerte escena marca el acceso de Brausen al mundo de al lado. En su primera tentativa de entrar en contacto con la Queca, Brausen (vacilante, improvisando) es echado a patadas por uno de los amantes de ella, Ernesto. Mientras se levanta y se limpia la ropa por fin maculada, Brausen comprende que ha sido aceptado, que ahora empieza a ser también Juan María Arce. La violencia parece ser la regla de este otro juego. Pero no da su tónica. Poco a poco, Arce descubre el verdadero sentido de este mundo, eufóricamente anticipado en la visita al departamento vacío. Este es un mundo, como el de Lewis Carroll en Through the Looking Glass, en que las imágenes (los valores) están invertidos. En una segunda visita, sin la presencia del torvo Ernesto, Brausen consigue a la Queca.
           Con ella, la rutina del sexo se convierte en otra cosa: “Si la olvido [piensa, mientras la mira caminar por la pieza], podría desearla, obligarla a quedarse y contagiarme su silenciosa alegría. Aplastar mi cuerpo contra el suyo, saltar después de la cama para sentirme y mirarme desnudo, armonioso y brillante como una estatua, efebo por la juventud trasmitida a través de epidermis y de mucosas, desbordante de mi vigor de tercera mano”. De estas experiencias de Brausen, emerge un nuevo hombre, no solo un nuevo nombre. Cuando él acepta irse a Montevideo con la Queca, en viaje financiado por un viejo amante de ella, la nueva etapa de la degradación le permite mirarse desde la distancia ilusoria de Brausen y sentirse “irresponsable de lo que él (Arce) pensara e hiciera”; se ve “descender con lentitud hasta un total cinismo, hasta un fondo invencible de vileza del que (Arce) estaría obligado a levantarse para actuar por mí.”
           Para poder ingresar totalmente a este mundo de la otra verdad (el mundo de Arce) el personaje necesita purificarse matando a la Queca; bastarían entonces pocos minutos para aliviarse de todo lo que puede ser dicho a una persona, “para quedarme vacío de todo lo que había tenido que tragarme desde la adolescencia, de todas las palabras ahogadas por pereza, por falta de fe, por el sentimiento de la inutilidad de hablar.” Cuando Brausen-Arce llega al apartamento a matar a la Queca descubre que ésta acaba de ser asesinada por Ernesto. La realidad de la violencia del mundo de al lado lo abruma.
           Porque Brausen nunca ha dejado de ser Brausen. Ni aun cuando se libera de compromisos (el empleo, la mujer, la amistad); ni aun cuando entierra, con Raquel, la nostalgia de la juventud en Montevideo; ni aun cuando vive, tantos meses, como Arce. Rechaza, es cierto, las reglas del juego en que vivía, cambia de mundo, pero subsiste profundamente como Brausen. Su reacción frente al asesinato de la Queca lo demuestra. Ante la realidad brutal, no imaginada, del crimen, Arce se desvanece —el nuevo juego (su juego) exigía que a su vez matara a Ernesto— y es un renovado Brausen el que decide proteger al asesino, el que intenta salvarlo, creándole una vida nueva. Quizá ya Brausen sienta que Ernesto ha matado por él, aunque solo más tarde llegue a formularse este pensamiento, llegue a sentirse solidario y a escribir: “No es más que una parte mía; él y todos los demás han perdido su individualidad, son partes mías.” En su desesperada intentona de evasión, Brausen y Ernesto llegan a Santa María y acaban por ser detenidos allí. Esta prisión devuelve, paradójicamente, la libertad a Brausen: “Esto era lo que yo buscaba desde el principio, desde la muerte del hombre que vivió cinco años con Gertrudis; ser libre, ser irresponsable ante los demás, conquistarme sin esfuerzo una verdadera soledad.” Entre tanto, su huida también lo ha llevado a interpolarse en un tercer mundo, aún más distante que el del apartamento de al lado y que es tan antiguo como la misma novela.
           Antes de que Brausen supiese que le era posible incorporarse al mundo de la Queca, que corría vertiginosamente paralelo al suyo, la necesidad de evadirse del mundo cotidiano le había forzado a la invención de un mundo imaginario. La primera imagen que viene a su retina es la de un médico cuarentón que ejerce en una ciudad provinciana, junto al río, y que se llama Santa María. Poco a poco, y mientras Brausen se esconde de sí mismo en Buenos Aires y emerge gradualmente como Arce, la historia de Díaz Grey se va formando en su imaginación como otra vía de escape. El mundo en que Díaz Grey vive es una transparente estilización de la realidad que oprime a Brausen, de la misma manera que Santa María es una ciudad imaginaria, construida sobre pedazos de Buenos Aires (el nombre completo de esta ciudad, al ser bautizada por Pedro de Mendoza, fue Santa María del Buen Aire), de Montevideo, de Rosario, de Colonia do Sacramento: todas ciudades situadas sobre el Río de la Plata o su principal afluente, el Paraná.
           Para la tercera existencia de Brausen, Onetti abandona (es claro) toda pretensión de realismo. Si en la historia de la doble vida de Brausen-Arce podía describirse un eco de aquel relato de Hawthorne, Wakefield, en que un hombre se esconde de su mujer y se va a vivir bajo otro nombre, cerca de ella pero invisible, en este nuevo avatar de Brausen, es Borges el modelo más visible. Aunque la superficie del relato de Onetti sigue siendo de sórdido, exasperado, naturalismo, las coordenadas de tiempo y espacio, las identidades de sus personajes, son susceptibles de modificación, y un retoque de la voluntad, o un capricho del creador, pueden alterar o petrificar la faz del mundo narrativo, sus valores morales subyacentes.
           Así como Arce, al final de su aventura con Ernesto, se disuelve en Brausen —y el policía que lo detiene como encubridor de Ernesto lo identifica, diciéndole: “Usted es el otro... Entonces, usted es Brausen”—, Díaz Grey, habrá de cerrar a su vez la novela, conquistada ya del todo su realidad por haberse asimilado a Brausen. La creatura acaba por subsumir al creador. El mundo de Díaz Grey, inventado por Brausen ante los ojos del lector, acaba por ser el mundo narrativo “real”, y la palabra Fin en la página final demuestra que, en efecto, la única “verdad” de esta novela (como de todas, a pesar de las ilusiones del realismo) es la verdad de su fábula. Se comprende entonces recién la lealtad de esta advertencia: “Sentí que despertaba —dice el protagonista— no de este sueño sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía a éste y en el que yo había soñado que soñaba este sueño.” Una vez más, como en el libro de Eladio Linacero, hay aquí una historia y un sueño.
           Otra lectura de La vida breve parece también posible. En vez de considerar la novela (como hasta ahora se ha hecho) desde el punto de vista documental, como testimonio sobre un mundo desvalorizado, el lector puede seguir a Brausen únicamente en su aventura anterior. Entonces no se trata solo de escapar de la realidad, vivir la vida breve, o inventarse un cuento para llevar al cine o escribir sobre él una novela. Se trata de crear otra realidad entera, competir con la creación misma. Gradualmente, y casi como sin quererlo, Brausen libera dentro de sí las fuerzas de la imaginación. Mientras vive su vida de gris rutina, o la más excitante pero también rutinaria de Arce, o la siempre rectificable de Díaz Grey, Brausen explora las provincias ilimitadas de la creación.
           Toda la novela adquiere entonces profundidad en el tiempo y en el espacio. En vez de contar tres historias más o menos novelescas que se yuxtaponen pero ocurren en universos incomunicados y regidos por sus propias leyes, el libro ordena en un mismo cuadro espacial y temporal sus varias anécdotas; ese territorio común de las tres historias es la creación narrativa: el tema esencial que permite su existencia simultánea. Es obvio que en La vida breve, Onetti ha querido explorar la creación literaria desde dos planos simultáneos y hasta inseparables: el teórico y el práctico. Su novela analiza la creación mientras la crea. Aunque no lo hace (por cierto) en la forma puramente crítica que será la elegida por Cortázar en Rayuela (1963) y que refleja la influencia de narradores europeos como André Gide (con sus Faux-monnayeurs y el Journal des Faux-monnayeurs), como Aldous Huxley, con su Point Counterpoint. No. Lo que hace Onetti es mostrar a su personaje inventando primero un doble y luego un mundo paralelo, al que ingresarán él y su doble. De aquí la distinción necesaria que esta novela impone entre un autor (Onetti) y una narrador (Brausen) frente a los demás personajes que son, ellos sí, criaturas puramente novelescas. Con este recurso, complejo pero no ilícito, consigue Onetti una mayor profundidad. También logra despojar un tema ilustre de todo intelectualismo y vacía especulación al asediarlo con rabia y con pasión, desde un ángulo puramente existencial.
           Además, y esto ya sería mucho, con tal procedimiento consigue dar un contenido más profundo al evidente mensaje de la obra. No solo es cierto que la liberación de la rutina y de la desvalorización del alma, llega cuando nos encontramos con la verdad de nosotros mismos, nos despojamos de inhibiciones y compromisos, aventamos malentendidos (Brausen al despertar del sueño después de haberse purificado por intermedio de “Arce”); también la liberación puede llegarnos por el camino de la creación, por las fuerzas que desata el creador al rehacer el mundo, al descubrir con asombro su poder y la riqueza de la vida. Por eso, el protagonista consigue develar —en uno de sus numerosos ensoñares— la verdadera ambición de este artista y de esta obra, el último contenido. Dice así:

           “A veces escribía y otras imaginaba las aventuras de Díaz Grey, aproximado a Santa María por el follaje de la plaza y los techos de las construcciones junto al río, extrañado de la creciente tendencia del médico a revolcarse una y otra vez en el mismo suceso, a la necesidad -que me contagiaba- de suprimir palabras y situaciones, de obtener un solo momento que lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en consecuencia.”
           Brausen, de alguna manera simbólica, se ha metamorfoseado también en su creador, en Juan Carlos Onetti. El personaje, el narrador y el autor acaban por confundirse en la realidad existencial de esta intensa, extraña, compleja novela.
           Leída en 1950, La vida breve fue sobre todo un experimento audaz, una obra como no había otras en las letras de la América Latina, a pesar de Borges, de Arlt, de Marechal, de Agustín Yáñez, de Carpentier, de Miguel Angel Asturias (hablo, es claro, de los principales narradores). Pero leída hoy, junto a libros como Rayuela, Cien años de soledad, Tres tristes tigres, Cambio de piel, Los cantantes, o La traición de Rita Hayworth, la novela de Onetti corre el riesgo de parecer poco experimental. No lo es, sin embargo. Porque su rigor para establecer el deslinde entre los varios mundos imaginarios, la sutileza de su exploración del problema de la doble personalidad (tema que también retomará Rayuela), su severa perspectiva de narraciones y su misma tensión estilística, la convierten en el antecedente más luminoso de la nueva novela latinoamericana, la obra de que arrancan (lo sepan o no) casi todas las demás.

El punto de vista narrativo

           Aunque La vida breve distingue muy precisamente entre el punto de vista del autor (impersonal, omnisciente, atrincherado en la tercera persona) y el punto de vista del protagonista, es indudable que el autor comparte con el protagonista la misma actitud básica frente a la creación. Y si Onetti crea a Brausen, por un acto de imaginación, interpolándolo en el mundo real a través del expediente de una novela, Brausen crea a Juan María Arce y, luego, a Díaz Grey por un expediente similar. La única diferencia (escasamente importante del punto de vista narrativo) es que el único mundo real para Brausen, como para Arce y Díaz Grey, es el mundo de la ficción; es decir: el ámbito literario del libro. En tanto que Onetti (no como autor sino como ser real) tiene otro ámbito también.
           En la novela que publica Onetti cuatro años después de La vida breve y que se llama Los adioses, no solo entrega otro episodio de lo que poco a poco irá a ser la Saga de Santa María, sino que intenta una nueva forma de la narración: el relato en tercera persona que, sin embargo, asume un único y exclusivo punto de vista. Aquí la perspectiva desde la que se ve toda la novela, está fijada por un personaje secundario, que equivale a un testigo y es, realmente, un “narrador”. La distinción entre autor y narrador es mucho más clara en esta novela que en La vida breve. Por eso, Los adioses, si bien inferior a otras novelas de Onetti, es un relato de gran importancia para comprender su visión narrativa.
           Al elegir un único punto de vista para contar esta intensa historia —el punto de vista de un hombre frustrado, que ve con envidia y obscena malevolencia cómo un hombre aún joven, pero ya tocado por una enfermedad mortal, mantiene relaciones con dos mujeres, una mayor y otra todavía adolescente—, al presentar la historia y su verdadero significado en el orden en que las revelaciones van ocurriendo para ese par de ojos resentidos, Onetti ha pagado tributo a la técnica narrativa impuesta, desde el siglo pasado por lo menos, desde las novelas de Henry James. Como en What Maisie Knew o The Turn of the Screw, la historia de este hombre y sus dos mujeres es una historia contada desde la perspectiva de un testigo cuyas limitaciones (de comprensión, de conocimiento) alteran y pervierten toda interpretación.
           Onetti no ha tomado este recurso de Henry James, al que declara (enfáticamente) no entender. Pero lo toma, sí, de unos los narradores contemporáneos que, directa o indirectamente, ha ido a la escuela de James. Me refiero a William Faulkner. En muchas de las novelas del gran narrador sureño, uno o varios testigos permiten al autor ir construyendo la historia gracias a fragmentos seleccionados y parciales de la narración; el significado total solo será comprensible (si lo llega a ser alguna vez) cuando todas las piezas se junten. En Light in August (1933), por ejemplo, hay toda una historia —contada desde distintos puntos de vista, es cierto— pero que solo se revela gradualmente, y cuando se revela (porque se revela), la naturaleza del protagonista, el oscuro, el ambiguo Christmas, aparece completamente transformada a los ojos del lector. También de Light in August, toma Onetti uno de esos prototipos femeninos, la resistente, la inmortal Lena, arquetipo de esas adolescentes del escritor uruguayo, que sobreviven a la violación y al parto, e imponen su ciega fuerza biológica, su confianza animal en un destino, hasta a los mismos hombres que las corrompen y también las necesitan.
           Pero no se crea que Onetti es solo un buen lector de Faulkner. Es un creador que usa la ambigüedad técnica del punto de vista no porque esté de moda o porque haya un maestro, o varios, que indiquen el camino. La usa porque su visión del mundo es también ambigua, porque toda su concepción del universo descansa en la dualidad de criterios que hace que la mayor sordidez (para el espectador, el testigo) contenga una carga de irredenta poesía (para el paciente). La ambigüedad es la clave sobre la que Onetti edifica su testimonio sobre un mundo corrompido por la pérdida de valores morales, de seres que se asfixian y manotean como ahogados para sobrevivir. Sobre ese mundo, levanta el autor (sin ninguna declamación pero con honda confianza) algunos valores aún rescatables: la ilusión adolescente, el Amor (no el Sexo), la creación. Con esos valores, este aparentemente crudo y hasta sádico novelista, libera una ilusión romántica, una ficción cálida, humana, íntimamente hermosa a pesar de la terrible superficie que sus obras detallan. En las novelas que siguen a Los adioses, y sobretodo en El astillero, Onetti llevará a su máxima complejidad y belleza esta visión trágica.

La obra maestra

           Mucho más plena y redonda es, sin duda, El astillero que todas las novelas que Onetti había publicado hasta la fecha. Con esta obra, el autor uruguayo avanza rápidamente hasta ocupar uno de los centros narrativos más fecundos del ciclo de Santa María: la historia de la decadencia y muerte de Junta Larsen. Este fragmento de un mundo propio es de capital importancia para entender la extensión y profundidad de su creación narrativa entera.
           Hay, en El astillero, un momento de intensa revelación para el protagonista, revelación que Onetti presenta así: “Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.” Este momento de revelación sintetiza de modo admirable la soledad, la imposibilidad de comunicación y el horror de un mundo solipsista que están en la entraña de la sórdida y desolada novela.
           Poco importa que Junta Larsen se agite de uno a otro extremo de las doscientas páginas, que recorra varias veces la distancia que va de la morosa ciudad de Santa María al astillero de Jeremías Petrus, que incursione en un pasado hecho de humillaciones y de la misma, repetida actividad con alguna mujer que acaba por ser toda mujer. Poco importa que la sinuosa, elusiva y compleja trama sea susceptible de un resumen anecdótico —Junta Larsen regresa a la ciudad de Santa María, de donde fue expulsado hace años por ejercer alguna actividad ilícita, y quiere reconstruir su vida como gerente de un astillero en ruinas—, o que la atención del lector sea o no capaz de encontrar, en sucesivas capas superpuestas, los hilos de una intriga que también atañe a Petrus y a su hija semiidiota o simplemente loca, a dos empleados de Petrus, a la mujeres (grotescamente embarazada) de uno de ellos.
           La verdadera historia corre por dentro y está hecha de los silencios y las pausas, los hiatos de aquella historia superficial. Es la aventura de una conciencia solitaria que regresa al pasado, a un mundo en que había sido sórdidamente feliz y en que también fue humillado, en busca de sus propias huellas perdidas, de una salvación, también perdida, de un sentido final para una vida sin sentido. Cuando Larsen regresa a Santa María, deja a sus espaldas un pasado de macró, una condena y una expulsión del equívoco paraíso fluvial. Vuelve, más viejo y gastado, a enredarse en la historia confusa de la liquidación del astillero de Petrus, en una no menos confusa y morosísima seducción de la hija de Petrus (acabará conformándose con la sabia criada), en los mediocres negociados de los empleados de Petrus.
           Pero debajo de esa espesa y oscura capa anecdótica, el lector va descubriendo de a poco y casi retrospectivamente la otra aventura de Larsen: la historia de una necesidad de amor y verdadera comunicación que le están negados. Porque toda su vida lo que Larsen ha conocido es la mentira, el beso parricida con que corona la testa de Petrus, la mujer (mujeres) a la que usa con antigua, gastada, sabiduría. Lo que siempre ha soñado Larsen es creer en algo; mentirse que algo vale realmente la pena, encontrar a alguien que le pruebe que no es el único ser vivo en un mundo de cadáveres. Salir de la alienación, como se dice.
           Por eso, al margen de sus actividades mediocres de seducción de la hija de Petrus y de reorganización del erosionado astillero, Larsen va tanteado, como ciego en un mundo sin relieve, en busca de una mano de verdad. Esa mano existe en el libro y Larsen lo sabe: es la mano de la mujer de Gálvez, la embarazada. Pero esa mujer pertenece a otro, esa mujer de vientre horriblemente hinchado, no es sin embargo para él. La corteja con el viejo disimulado cinismo, no para obtenerla sino dejar testimonio viril de que la reconoce como mujer, a pesar de todo. Y cuando la crisis culmina, cuando ya está acosado por los invisibles sabuesos de la destrucción, tiene un último alucinante encuentro con la mujer, ya herida de parto. Entonces, Larsen huye. Lo que él no soporta se hace claro al fin. Puede soportar la mentira del sexo, la mentira de las adolescentes en flor, la mentira de los viejos visionarios con negocios en ruina, la mentira de la policía venal, de los prohombres honestos y hasta la mentira de los otros suicidas. Pero cuando se enfrenta con la mujer sangrando y rugiendo, cuando se enfrenta con la vida misma, huye. Porque este cínico, este sórdido, este vulgar macró, es un romántico de corazón, una almita sensible que se cubre de podredumbre y cieno y llanto fingido, para no aceptar que el mundo viola la inocencia, que las muchachas que queremos dejan un día de serlo, que la vida irrumpe en el mundo destrozándolo (recreándolo) todo.
           La última delirante fuga de Larsen por el círculo final de su infierno es una fuga de la vida misma. Como Eladio Linacero, que huía de su ámbito en El pozo por la ruta de los sueños que se contaba; como Juan María Brausen, que sólo escapa de una mediocre realidad suburbana en La vida breve inventándose otra personalidad y hasta creando un mundo entero de ficción; este otro protagonista de Onetti, enfrentado con las raíces mismas de la vida ante esa mujer que pare, huye a refugiarse en la muerte. Toda la novela tiene así la marca simbólica del regreso al país de los muertos. Así como Ulises desciende en busca de las sombras, en aquel famoso canto de la Odisea, y Eneas baja al Averno con la rama dorada en la mano, y Dante se hunde, terceto tras terceto, en la Ciudad de Ditte, Junta Larsen regresa a Santa María en El astillero y allí encuentra no solo su infierno sino la muerte propia.

La saga de Santa María

           Por más de un hilo está vinculada esta admirable novela de Onetti con su ya vasto cuerpo narrativo. La ciudad de Santa María aparece, ya se sabe, por primera vez en La vida breve. Fue creada allí por la fantasía de Juan María Brausen y acabó por interpolarse en su realidad narrativa al encontrar en ella refugio el mismo Brausen. Entre los seres que crea Brausen en La vida breve está precisamente el doctor Díaz Grey, que hace una aparición secundaria en El astillero, como viejo conocedor de la historia local.
           Santa María está también al fondo de otra aventura de Díaz Grey, de la que queda como documento un relato titulado La casa en la arena, que originariamente formaba parte de La vida breve pero luego fue suprimido en la versión final. (Está en Un sueño realizado y otros cuentos, 1951). Otra novela corta de Onetti, Para una tumba sin nombre (1959), también ocurre en Santa María, tiene al doctor Díaz Grey como personaje secundario y hasta menciona al pasar la Villa Petrus. El cuento con que Onetti participó en el concurso de Life en Español, Jacob y el otro, está asimismo ambientado en Santa María. Todos estos textos certifican la creación de un mundo imaginario, una ciudad de provincias recostada a un gran río y que equivale en la ficción de Onetti a lo que es Jefferson, en el condado de Yoknapatawpha, en la ficción de William Faulkner.
           A partir de La vida breve, Onetti ha hecho explícita su intención de componer una secuencia novelesca que tendría como centro geográfico a esa ciudad imaginaria y en la que se entrecruzarían las vidas y destinos de muchos personajes. Esa secuencia es una verdadera Saga de Santa María, para emplear una expresión tradicional. Pero si La vida breve echa la piedra fundamental de este mundo, algunos de sus personajes centrales llegan de otra novela anterior, que puede ser considerada como prólogo a la Saga. Me refiero a Tierra de nadie (1941), donde ya aparece Junta Larsen, aunque en papel muy menor. Este personaje irá luego desplazando en la lenta fabulación posterior de Onetti a Brausen o incluso a Díaz Grey, que parecían el centro novelesco de La vida breve. Poco a poco, Junta Larsen se impone en este orbe como Flem Snopes se impone en la serie que Faulkner dedica a su ascenso en The Hamlet (1940), The Town (1957) y The Mansion (1960). Por eso no debe extrañar a nadie que no solo en El astillero, sino en la novela que Onetti publica después, Juntacadáveres, el protagonista indiscutido sea Larsen.
           También aparece Larsen en otras obras menores. Pero no es éste el momento de detallar todos sus avatares. Interesa considerar, en cambio, un curioso problema literario que ha planteado Onetti a sus lectores. La secuencia de publicación de su novela oculta y hasta confunde la importancia de Larsen. Al publicar El astillero, antes Juntacadáveres (que cuenta un episodio anterior), se hace casi imposible aprovechar las luces que el segundo libro arroja sobre el primero. En Juntacadáveres se ve no sólo un Larsen más joven, y lo más alejado posible de toda destrucción final, sino que se le ve en momentos de su mayor ambición, cuando el sueño de su vida entera está a punto de realizarse del todo. Porque lo que siempre ha querido Larsen, y hasta cierto punto ha conseguido en esa novela, es tener un burdel propio, un burdel regentado por él y con las tres o cuatro mujeres necesarias, los cadáveres que él importará de la capital y que le darán el apodo que sirve de título al libro. Novela irónica y hasta cómica, luminosa a ratos, brillante o descansada, Juntacadáveres corresponde a una estación de la aventura de Larsen que es necesariamente anterior a la de El astillero. Por eso, si el lector ha ido leyendo las novelas en el orden de publicación, encontrará que el Larsen de Tierra de nadie es apenas la caricatura de un macró porteño, en tanto que el de El astillero es un personaje ennoblecido por su larga agonía, un personaje sobre cuyo pasado no hay sino oscuras vislumbres. Solo al llegar a Juntacadáveres puede recuperar el lector esa imagen intermedia de Larsen, el Larsen del burdel fundado y abortado, que no sólo completa la imagen entera del personaje sino que lo ilumina todo.
           Una complicación adicional a este desajuste entre la secuencia de publicación y la secuencia de la acción, proviene de otro origen. Porque Juntacadáveres no es solo la historia de Larsen y su burdel: en también la historia del joven Jorge Malabia, de sus culpables relaciones con su joven cuñada viuda, de sus esfuerzos por hacerse cliente del burdel, de su participación final en la destrucción del mismo. Este Jorge Malabia es también protagonista de una novela anterior, Para una tumba sin nombre, en la que se cuenta el resto de su aventura, verdadera o imaginaria, con una mujer y un chivo. Para restablecer la cronología de la historia, pues, habría que leer primero Juntacadáveres, después Para una tumba sin nombre y finalmente El astillero. Esa lectura tiene, además, la ventaja que permite al lector irse adentrando, paulatinamente y por la vía más accesible, en el denso mundo de Onetti.
           El procedimiento que sigue Onetti para la comunicación de su obra narrativa es bastante complicado, como se ve. Esta complicación no afecta, es claro, al lector que se interese por cada novela como obra aislada. Para ese lector, el orden de composición, el orden de publicación y el orden de la acción general no tienen ninguna importancia. Porque cada novela es, desde su punto de vista, un orbe completo. No es necesario saber qué pasó realmente con el burdel de Juntacadáveres para leer, y apreciar hondamente, tanto Para una tumba sin nombre como El astillero. Pero si se quiere conocer la aventura particular de un personaje, sea éste Brausen o Díaz Grey, Larsen o Jorge Malabia, entonces sí importa seguir, cronológicamente, la secuencia de la acción y leer los libros en un orden muy distintos del de publicación original. Lo que nos trae de vuelta a Larsen, cifra y clave del mundo narrativo de Onetti.

Una doble alegoría

           Si Junta Larsen asoma su perfil de macró en alguna página de Tierra de nadie (apenas caricatura del personaje que llegará a ser), su retrato externo aparece entero aunque en escorzo, en un capítulo de La vida breve. Allí es un hombre “pequeño y grueso, con la boca entreabierta, estremeciendo el labio inferior al respirar; la luz caía amarilla sobre su cráneo redondo, casi calvo, hacía brillar la pelusa oscura, el mechón solitario aplastado contra la ceja”. La misma novela completa este retrato con otros rasgos similarmente observados: la nariz curva y delgada, el pulgar de una mano enganchado en el chaleco, las preguntas deliberadamente leguleyas de su confusa conversación. Pero en esta obra resulta imposible prever a qué grado de soledad y miseria iba a llegar ese hombre gordo, de juventud ya perdida pero todavía no ennoblecido por la tragedia.
           En Juntacadáveres el retrato externo se enriquece de aventura, de anécdota, de vislumbres interiores. Ver a Larsen en esta novela es verlo en el colmo de su madurez, triunfante y derrotado a la vez, pero aún entero, aún confiando en una suerte de crapuloso destino, aceptando la cuchilla final pero no entregado. Su entrada a la ciudad, pastoreando las decrépitas prostitutas, sus cabildeos para conseguir que el burdel no sea cerrado, la aceptación de humillaciones e insultos, pero también de un cierto reconocimiento de su virilidad corrompida, todos esos rasgos de su historia en esta novela, muestran a Larsen en la luz y sombra de su personalidad. El pequeño macró se ha convertido en un personaje de tres dimensiones. La caricatura en retrato.
           Pero solo en El astillero, en el delirio y la derrota y la muerte del personaje, se alcanzan todas sus dimensiones. Porque al llegar a esta novela, después de haber recorrido el mundo complejo de las otras, se descubre que Larsen no es solo un personaje, sino un símbolo, y que ese astillero de Petrus que él trata de salvar de la ruina es algo más que un astillero. La novela cede el paso a la alegoría.
           Quiero advertir lealmente al lector que es posible (muy posible) que Onetti no comparta esta visión de El astillero y de Larsen. Pero en un libro es lícito leer no sólo lo que el autor puso sino lo que el libro tal vez pone. Hay en El astillero una dimensión simbólica que convierte la novela en alegoría de una decadencia no solo ficticia sino real. El crítico inglés David Gallagher, al comentar en el suplemento bibliográfico del New York Times, la traducción al inglés de la novela, señaló que era posible leer en ella una alegoría de la decadencia del Uruguay. De ser cierta esta interpretación, Onetti ya habría visto con toda claridad en 1957 (fecha de redacción de la novela) lo que no era todavía muy claro para todos los uruguayos. Ese astillero y ese desesperado que trata de salvarlo simbolizarían hondamente una realidad que es costumbre ver solo en términos políticos y económicos. La circunstancia de que la novela estuviese dedicada originariamente al político uruguayo Luis Batlle (amigo personal del autor) parece acentuar esa interpretación. E incluso hasta autorizaría a ver ciertas relaciones simbólicas entre el protagonista de la novela y el político mencionado, aunque en este terreno es prudente no proseguir el paralelo.
           Sea como sea, es evidente que en El astillero, Onetti trabaja en una dimensión que no es puramente la ficticia. Algo semejante pasaba con otra novela suya, Para esta noche, publicada en Buenos Aires en las mismas vísperas de la toma del poder por Perón, y que anticipaba (de manera casi visionaria) una Argentina dominada por el terror, por la delación, por la violencia institucionalizada. En esa novela, Buenos Aires era una ciudad sitiada. El clima que Onetti creaba habría de justificarse en la realidad algunos pocos años más tarde. No quiero decir con esto que Onetti sea una Casandra narrativa. No lo es, si su ambición literaria corre por ese lado. Pero al ser un novelista, al hundir su mirada en la realidad, al recrearla en términos de ficción total, no puede evitar que el trazo más profundo de esa realidad, su secreta marca de agua, no quede revelado en la entraña ardiente de sus novelas.
           Otra interpretación alegórica soporta tal vez El astillero. Ha sido sugerida por algunos críticos y conviene examinarla aunque no más sea para enriquecer con una nueva perspectiva la lectura de este libro fascinante. La circunstancia de que la ciudad se llame Santa María, que Larsen cumpla en ella un periplo existencial que lo lleva del intento de salvación al suicidio y la aniquilación final; el hecho de que esta experiencia sea realizada por un hombre que de alguna manera se redime de un pasado de crapulonería y asume al fin su condición humana entera; la densidad alegórica misma del relato (que ya se ha apuntado en otro contexto), fomentan de alguna manera la búsqueda de símbolos cristianos detrás de la trama de El astillero. No creo que se pueda llevar la investigación demasiado lejos por este camino que, me parece, tiene una ventaja: apuntar de manera enfática a una transformación del personaje, una espiritualización total de Larsen, uno de los milagros estéticos más notables de la Saga de Santa María. Haber levantado al macró de Tierra de nadie hasta la altura trágica (expiación, sacrificio, don ciego de sí) no es hazaña menor. Como Vautrin, en la Comédie Humaine, Junta Larsen va creciendo a través de sus distintos avatares hasta alcanzar al fin una estatura singular. Es una de las creaciones mayores de las letras latinoamericanas de este siglo.

El lenguaje de un novelista
           Entre la instantánea de Tierra de nadie y el retrato en varias dimensiones de El astillero, no solo Junta Larsen ha crecido y madurado. También se ha desarrollado enormemente su autor. En las primeras obras se advertía ya el don de narrar, el talento para ahondar en personajes y situaciones, la capacidad cada vez mayor de crear estructuras complejas. Si El pozo es aún un relato lineal (a pesar de la perspectiva de racconti que aportan los sueños), ya Tierra de nadie intenta una estructura paralelística, a la manera de Dos Passos, para mostrar simultáneamente esa enorme metrópoli incoherente que es Buenos Aires. En Para esta noche, la estructura compleja pero externa de Dos Passos, cede lugar a la estructura interna compleja a la manera de Faulkner. A partir de La vida breve, Onetti inventará sus propias fórmulas, sin que esto signifique negar la deuda que naturalmente tiene con otros narradores anteriores.
           El principal defecto de La vida breve, y lo que ha impedido tal vez que esta obra, verdaderamente pionera, haya tenido la repercusión que merece, es precisamente de tipo estructural. En dicha novela, el andamiaje narrativo ha quedado demasiado a la vista. Era como si Onetti hubiera tirado la piedra sin haber sabido esconder a tiempo la mano. El prestidigitador hacía admirables trucos pero también los explicaba. El largo aprendizaje con Céline y Faulkner era todavía demasiado evidente. Las novelas que escribe y publica más tarde ya empiezan a borrar todas las huellas. Si en Los adioses es aún demasiado visible la técnica del punto de vista, en Para una tumba sin nombre, El astillero y Juntacadáveres, la composición general es de absoluta maestría.
           Onetti compone cada una de estas novelas siguiendo dos y hasta tres hilos narrativos que corresponden (a veces)a dos o tres tiempos distintos, o a dos o tres perspectivas diferentes. Impecable, seguro, guiado por un instinto que solo cabe calificar de poético, entrecruza los testimonios, orquesta el contrapunto de tiempos, y juega unos personajes contra otros. El resultado es tres novelas de varias dimensiones que no solo funcionan admirablemente por separado sino que, leídas sucesivamente y en el orden de sus historias, abren ilimitadas perspectivas para el lector.
           Una observación complementaria. Aunque Juntacadáveres fue terminada después de El astillero, su redacción inicial es anterior. Onetti estaba contando la historia del burdel cuando se le cruzó por el camino la historia de la última derrota de Larsen. Suspendió entonces Juntacadáveres, para escribir con todo vigor El astillero, y volvió a aquella novela después de haber terminado completamente ésta. Tal proceso explica que en la segunda parte de Juntacadáveres haya un tono más fúnebre que en la primera; que el humor se haya hecho más agrio, más negro. Pero también demuestra otra cosa: que estilísticamente, El astillero es posterior a Juntacadáveres aunque haya sido escrita antes que la segunda parte de esta novela. Porque al reasumir Juntacadáveres, Onetti debió volver necesariamente a una perspectiva más luminosa, más matizada, menos uniformemente gris, que la de El astillero. De este modo, y por otro camino, se llega a la misma cosa: la necesidad de restablecer un orden de lectura que corresponda al orden de la historia.
           Cuando escribe El astillero, ya Onetti está en el camino de una madurez que significa sobre todo despojamiento exterior, elipsis narrativa, concentración fanática en la peripecia interior. Por eso se ven menos en esta novela los andamios (aunque algo de ellos sobrevive en los títulos de los capítulos); por eso, la intensidad de su visión alucinada envuelve más poderosamente que nunca al lector. Lo que se descubre sobre todo en esta novela es un progresivo ahondarse en la verdadera materia narrativa, la creación de un lugar poético que Onetti ha sabido ir creando por mera insinuación atmosférica, por milagrosa simpatía con el paisaje y el ser, pero también por el manejo de un lenguaje narrativo que está hecho no solo de aciertos técnicos, de estructuras complejas y perspectivas temporales variadas, sino principalmente de una escritura de enorme tensión y hechizo. En este sentido, su obra maestra (y tantas de las obras que la preceden o acompañan) es también uno de los más deslumbrantes modelos de la nueva novela latinoamericana.





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