Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
Emir
Rodríguez Monegal:
Prólogo a las Obras Completas de Juan Carlos Onetti
(México: Aguilar, 1970)
Como Florencio Sánchez y Horacio
Quiroga, Juan Carlos Onetti es de aquellos escritores uruguayos cuya obra
se proyecta tempranamente sobre ambas márgenes del Río de la Plata. Y no
solo por haber vivido Onetti unos quince años en Buenos Aires (los años
de su madurez literaria) y haber publicado allí cinco de sus mejores
novelas, sino por la muy principal razón de que el mundo que ha recreado
en sus narraciones es el de la ciudad rioplatense de este siglo. Llámese
Montevideo (como en El pozo) o Buenos Aires (como en Tierra de
nadie) o Santa María (como en casi todas las otras novelas), la
ciudad que describe Onetti, la ciudad en la que viven y mueren sus
personajes, la ciudad con la que él ha estado soñando hasta hacer soñar
también a sus lectores, es una ciudad situada a orillas del vasto,
barroso, equívoco Río de la Plata. Y es, también, una ciudad de hoy.
No faltan en
ambas márgenes del río quienes han intentado, antes que Onetti, la
descripción de esas ciudades de inmigrantes, precipitadamente erguidas
sobre “el río de sueñera y de barro”, como dijo Borges en un poema;
esas ciudades de indiferentes morales, de seres angustiados y tiernos,
víctimas y victimarios confundidos en un solo abrazo. Si José Pedro
Bellán, Roberto Arlt o Enrique Amorim, Eduardo Mallea o el mismo Borges,
se habían asomado también a esta ciudad que se llama Buenos Aires cuando
no se llama Montevideo, si ellos consiguieron apresar muchas de sus
esencias, ninguno como Onetti logró convertir la ciudad rioplatense en
personaje central de toda su obra.
Más tarde,
otros narradores habrían de aprovechar su descubrimiento (o invención).
Escritores brillantes como Leopoldo Marechal o Ernesto Sábato, creadores
sutiles como Julio Cortázar, los más destacados novelistas de la
generación uruguaya del 45, así como los “parricidas” porteños,
habrían de desarrollar esa invención de la ciudad rioplatense, o aportar
a ella matices nuevos, muchas veces inesperados, iluminaciones
deslumbrantes. Algunos (como Cortázar) reconocerían explícitamente la
influencia. Otros la aceptarían implícitamente. Los menos se
declararían sus discípulos.
Sea como
fuere, Onetti ya está situado en las letras rioplatenses de este siglo, a
la entrada de una etapa decisiva: la del descubrimiento del nuevo mundo de
la gran ciudad, de sus hombres, sus proyectos y sus muertes. Pero esa
posición central es más importante aún si se la proyecta sobre la
ficción latinoamericana de los últimos treinta años. Porque con sus
primeras agrias novelas, Onetti marca también el acceso de toda una nueva
promoción narrativa a las letras hispanoamericanas. Es la promoción que
en Río de la Plata como en México, en el Perú como Chile, en Cuba como
en Venezuela, irá descubriendo el nuevo rostro de la América Latina. Si
los grandes novelistas de la tierra y la selva (José Eustasio Rivera,
Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes, Ciro Alegría) marcaron la línea
central de un telurismo hondamente enraizado en la nostalgia o en la
protesta, es con Onetti y sus pares que el nuevo hombre latinoamericano,
el hombre que se ve obligado a ingresar casi de golpe en una modernidad
caótica, angustiosa, pasa a asumir el primer plano en la ficción.
Pero el
descubrimiento de Onetti no habría tenido la importancia que tiene si se
hubiera limitado a modificar el escenario, o solo a tratar de llamar la
atención sobre un tipo humano distinto. Lo que le permitió realizar más
hondamente aquello que otros habían ya intentado, fue el rigor literario
que desde su primera obra manifiestan sus creaciones, su concepción de la
novela como un organismo autónomo cuyas leyes narrativas son tan fatales
para los seres de ficción como las de la naturaleza para el ser humano
real.
Educado en la
escuela de Faulkner y de Céline, Onetti hace ingresar la novela
hispanoamericana en la modernidad con mano tan segura como lo habían
hecho para la poesía, Borges y Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Octavio
Paz. A partir de su obra (imperfecta y agria, a veces, de muy sutiles
aciertos otras), son posibles los nuevos novelistas. Es decir: son
posibles Carlos Fuentes y José Donoso, Carlos Martínez Moreno y Mario
Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Manuel Puig. De alguna manera,
lo conozca directamente o no, todos ellos están en una tradición que
tiene a Onetti como figura central.
El culto secreto
Este lugar que
hoy se le reconoce a Onetti en la novela latinoamericana, no le ha sido
reconocido siempre. Solo muy lentamente, como sin prisa y con desgano, la
fama ha empezado a rodear su nombre y a proyectarlo más allá de las
pequeñas fronteras del Uruguay. Y, sin embargo, aparentemente se dieron
desde 1940 todas las condiciones para que este gran novelista fuese mejor
conocido fuera de su país. Durante unos quince años (1941/1955), Onetti
vive en Buenos Aires, publica sus novelas en ediciones argentinas de gran
circulación hispánica, como Losada, Sur y Sudamericana, gana algunos
premios en concursos internacionales. Pero su reputación sigue siendo, a
pesar de todo, local y se reduce a cierta zona de la literatura uruguaya
hasta bien entrada la década del sesenta. Son muchos los factores que
explican esta aparente paradoja y, sin ánimo de agotarlos, conviene
repasar ahora algunos, como prólogo a una consideración general de su
obra narrativa.
Hay que
empezar por contar qué significaba Onetti para un grupo de escritores
uruguayos que tenían entre quince y veinticinco años hacia 1939. El
mismo Onetti tenía solo treinta años entonces. (Nació en 1909). La
fecha no es arbitraria. En junio de ese año de 1939 se funda en
Montevideo el semanario Marcha, que era apenas el órgano
periodístico de una pequeña fracción disidente de una fracción mayor
de uno de los dos partidos tradicionales del Uruguay: el Partido Blanco,
el más conservador, el de los terratenientes y latifundistas. Con el
tiempo, ya se sabe, Marcha realizaría un tardío viraje hacia el
socialismo. Pero en 1939 es solo un tabloide que se parece demasiado a los
franceses de aquel entonces. El director (abogado de renombre, educado en
Francia y afrancesado) pagaba así tributo a la cultura de aquel país. En
esa fecha, Marcha se ocupa principalmente de política, nacional e
internacional, de economía (sobre todo, nacional) y dedicaba muchas
páginas a asuntos de arte, de música y de literatura. El secretario de
redacción era un joven moreno, alto y sombrío, con una cara alargada que
él mismo describiría más tarde como de caballo. A pesar del sesgo
italiano de su apellido, habrá de insistir más tarde que es una
corrupción de O’Netty, lo que lo haría de origen británico. Ese joven
escribe y publica en Marcha curiosos relatos y notas críticas. Algunos
textos que elige son seudónimos, otros vienen de las letras europeas y,
sobre todo, de las norteamericanas. Pero tienen como autores a nombres que
no se esperaban entonces en el Río de la Plata.
Este joven ya
ha descubierto a Louis Ferdinand Céline, cuyo Voyage au bout de la
nuit será su Biblia, y a William Faulkner, a través de la versión
española de Santuario, publicada en 1934. Ese mismo año de 1939
habrá de ver la luz su primera novela, El pozo, breve e intenso
relato que él mismo editará con ayuda de algunos amigos y con falso
dibujo de Picasso en la portada (se asegura que es también obra de él, y
la cara que muestra se le parece un poco). La edición, pequeña, tardará
sus buenas décadas en agotarse a pesar de los esfuerzos denodados de
ejércitos de ratas que habitan en los depósitos de libros.
Sin embargo,
ya circulaban por Montevideo algunos muchachos que habían descubierto por
sí solos a Onetti. Como esos jóvenes secretos que estaban dispuestos a
hacerse matar por un verso de Mallarmé (según le decía al maestro
francés su discípulo Paul Valéry), estos primeros descubridores de la
enorme terra incógnita que era y sigue siendo Onetti, ya andaban por la
principal avenida de Montevideo, entraban en los cafés de estudiantes e
intelectuales, se paseaban por los claustros de la sección Preparatorios
o por la Facultad de Derecho, con un ejemplar de El pozo bajo el
brazo. Llegarían con el tiempo a ser diputados y ministros, abogados o
historiadores, narradores y dramaturgos, hasta críticos. Pero entonces
solo eran adolescentes y hablaban sin cesar de Onetti, o imitaban sus
escritos, sus desplantes personales, su aura.
Una leyenda
que se iba coagulando lenta pero insistentemente a su alrededor: la
leyenda del humor sombrío y del acento un poco arrabalero; la leyenda de
sus grandes ojos tristes de enormes lentes tras los que asoma la mirada de
animal acosado, con la boca sensual y vulnerable; la leyenda de sus
mujeres y sus múltiples casamientos; la leyenda de sus infinitas copas y
de sus lúcidos discursos en las altas horas de la noche.
Un día se
supo que estaba por irse a Buenos Aires (meta de tanto uruguayo con
ambiciones). Otro día, que una novela suya, de la que se había
anticipado algún fragmento en revistas, había sido elegida por un jurado
uruguayo para competir en un concurso internacional organizado por la
editorial Farrar & Rinehart, de Nueva York, que al fin ganó El
mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Como Onetti no publicó
nunca su novela (Tiempo de abrazar, se llamaba), es difícil opinar
sobre el acierto o error del jurado. Pero se puede decir que aquí
comienza la historia de sus malentendidos con jurados más o menos
internacionales. Un segundo concurso, organizado esta vez en Buenos Aires
por la Editorial Losada, concede el segundo premio a una novela suya, Tierra
de nadie (1941), prefiriendo para el primer puesto una novela de
Bernardo Verbitsky, Es difícil empezar a vivir, que nadie recuerda
hora. Para esa fecha, Onetti ya estaba instalado en la capital porteña,
trabajaba en una agencia de publicidad, mantenía contacto con los fieles
uruguayos que iban a visitarlo. Pero seguía siendo el maestro de unos
pocos jóvenes secretos del otro lado del río ancho como mar. La
situación en Argentina casi no varió en quince años. Onetti vivió en
Buenos Aires como había vivido William Blake en el Londres del
crepúsculo del siglo XVIII. Era el hombre invisible. Siguió publicando
allí sus novelas (Para esta noche, 1943, La vida breve,
1950, Los adioses, 1954); llegó a conocer a algunos escritores y
críticos importantes (Mallea, Oliverio Girondo, Borges, Julio E. Payró),
pero no fue reconocido allí. Incluso la aparición de La vida breve
no mereció más que algunas tibias reseñas críticas. La edición estaba
aún sin agotarse quince años después.
En cambio, en
la orilla oriental, el culto de Onetti seguía creciendo, lenta pero
firmemente. Su leyenda se veía aumentada por el aura de autor maldito, a
quien editores y críticos del oficialismo literario argentino, ignoraban
sin pena. Pero en Montevideo, los fieles también crecían y, desde 1950
en adelante, Onetti ya era un autor respetado por los escritores más
militantes de la generación del 45. En 1951, la revista Número
recoge algunos de sus cuentos con el título de uno de ellos, Un sueño
realizado, certificando así la presencia de Onetti en un género del
que es también maestro.
Encuentro (y desencuentro) con
Borges
Por los años
1948/49 se sitúa un encuentro en el Buenos Aires peronista entre Borges y
Onetti, al que me tocó asistir como moderador. Aunque siempre ha
denunciado ciertas exquisiteces borgianas, Onetti es uno de los primeros
conocedores uruguayos de la obra del narrador argentino, y en La vida
breve ha aprovechado algunos de sus puntos de vista sobre la ficción
dentro de la ficción, la pluralidad de perspectivas del narrador, la
inserción de un mundo imaginario dentro de otro. En uno de mis viajes a
Buenos Aires me pidió que le presentase a Borges, a quien yo conocía a
través de una larga admiración y trato personal. En una cervecería de
la calle Corrientes, que en sus altos albergaba entonces a una de las más
siniestras organizaciones peronistas (fue demolida a cañonazos por los
tanques de la Revolución de 1955), llevé a Borges a conocer a Onetti. No
sé si la natural timidez de Onetti o la larga espera, provocaron ese aire
fúnebre, claramente teñido por la cerveza, con que nos recibió. Estaba
hosco, como retraído en sí mismo, y a la defensiva. Sólo salía de su
isla para atacar con una virulencia que nunca le había visto. Era obvio
que él había leído a Borges y que Borges no lo había leído ni tal vez
lo leería nunca. La conversación saltaba sin progresar, hasta que de
golpe, Onetti embistió con una frase que se dejaba silabear como un verso
de tango:
—Y
ahora que están juntos, díganme, explíquenme ¿qué le ven a Henry
James, qué le ven al coso ese?
Inútil
aclarar que también Onetti había leído a James y que era tan capaz como
cualquiera de valorar sus méritos. Pero la frase quería decirnos otra
cosa. Infortunadamente, tanto Borges como yo la tomamos literalmente y nos
pusimos a explicar con gran entusiasmo genuino la obra de James, lo que le
veíamos. Hasta desarrollamos pedagógicamente una comparación entre el
mundo aparentemente realista pero en realidad abstracto de James y el
fantástico pero muy concreto de Kafka. Citamos libros y cuentos,
críticas y opiniones. Yo estaba en la gloria. Me sentía como el bueno de
Boswell al asistir a un encuentro entre el Dr. Johnson y Reynolds o
Garrick. Pero todo era una ilusión óptica: no había ni podía haber
contacto entre Onetti y Borges, o solo lo había en mi imaginación
crítica, parejamente estimulada por las ficciones de ambos. Cuando ya nos
íbamos, y mientras acompañaba a Borges a su apartamento de la calle
Maipú, le pregunté un poco inquieto qué le había parecido Onetti. Me
contestó con gran cortesía que le había gustado, pero agregó:
—¿Por qué habla como un compadrito italiano?
Toda
la noche, y sin que mi oído lo hubiera registrado, Onetti estuvo
censurando a Borges al arrastrar las sílabas más que de costumbre,
deliberadamente, como un acto fonéticamente agresivo y suicida.
Comprendí solo entonces que Onetti había sido esa noche una
personificación de Roberto Arlt, aquel genial y loco narrador porteño,
contemporáneo estricto de Borges (nacieron a solo un año de diferencia)
y al que Borges también había ignorado. Ese mismo Roberto Arlt que,
antes que Onetti, Marechal, Sábato y Cortázar, había colonizado algunas
zonas profundas de la triste Buenos Aires. Ahora comprendo que debimos
haber hablado de Roberto Arlt y no de Henry James, aquella noche. Pero de
todos modos, aunque la conversación giró en torno del maestro
anglosajón, Onetti se las ingenió para que Arlt estuviera también
presente.
Una suma de malentendidos
En Buenos
Aires, que Onetti abandona hacia 1955, siguen los malentendidos sobre su
obra. En un concurso de la Editorial Fabril, su obra maestra, El
astillero, solo obtiene una mención frente a novelas que ahora ni es
prudente recordar. Cuando por fin la novela se publica en 1961, hay ya una
generación de críticos y escritores argentinos que han leído Marcha
y Número, y saben que Onetti es un maestro. Pero entonces
Argentina ha producido a Marechal, a Sábato y a Cortázar, y es por lo
tanto natural que Onetti quede ligeramente desenfocado, que haya que
repasar cuidadosamente la cronología para advertir que Adán
Buenosayres, de Marechal, se publica en 1948, varios años después
que las tres primeras novelas de Onetti; que El túnel, de Sábato,
también de 1948, es por lo menos cinco años posterior a Para esta noche;
que todo Cortázar es asimismo más reciente. Pero estas precisiones las
recuerdan por lo general solo los eruditos o los fanáticos. Onetti ya
está situado anacrónicamente, como continuador de muchas cosas que él
había iniciado en el Río de la Plata. Ese anacronismo se evidencia
también en dos concursos internacionales: el de Life en Español
(Nueva York, 1960) y el Premio Rómulo Gallegos (Caracas, 1967). En el
primero fue consagrado un cuento largo de Marco Denevi, escritor argentino
que se había destacado ya con la novela Rosaura a las diez. El
cuento premiado, que se titula Ceremonia secreta y ha dado lugar a
un film aún más perverso de Joseph Losey, tiene su interés pero es
prescindible, para emplear un adjetivo que Borges puso en circulación
hace ya tantos años. El cuento de Onetti, Jacob y el otro, es una
pequeña obra maestra. Pero como es también un cuento duro y amargo
(presenta la historia de un forzudo de circo que se enfrenta con un
forzudo de pueblo, historia vista desde distintos ángulos, a cual más
sórdido y/o patético), como es un cuento verdaderamente intransigente,
como es un cuento en que la visión negra de Onetti cala hasta el hueso,
el jurado lo relegó.
Algo
semejante debe haber pasado en Venezuela con Juntacadáveres
(1964). No hay por qué negar el mérito extraordinario de La casa
verde, de Mario Vargas Llosa. Al lado de esta gran obra de la actual
novela latinoamericana, enorme fresco que maneja con increíble maestría
varios mundos a lo largo de cuarenta años de narración, impecable de
técnica y humana, la novela de Onetti debe haber parecido un libro menor.
Y en muchos sentidos lo es. Esa historia de malevos y prostitutas en un
pueblito perdido de la cuenca del Plata puede resultar apenas un
melancólico ejercicio en el humor más negro posible: la historia de una
ilusión crapulosa, de un paraíso corrompido, de la debilidad de la carne
y la leprosa inocencia de ciertos seres. El protagonista, Junta Larsen o
Juntacadáveres, es un héroe muy poco épico. Aunque su profesión no
dista mucho de la del Fushía de La casa verde, y aunque su burdel pueda
tener puntos de contacto con el de Vargas Llosa, la visión del joven
peruano de treinta años y la del maduro uruguayo que se acercaba entonces
a los sesenta, no pueden ser más distintas. Es comprensible que el jurado
haya elegido a Vargas Llosa, como antes otro jurado había elegido a Marco
Denevi. Como sería comprensible que se eligiese entre Céline y Roger
Martin du Gard, al segundo; o entre Durrell y Beckett, al primero. Porque
hay en el fondo una perfecta coherencia y una secreta simetría en que,
una vez más, Onetti haya perdido un premio importante. Ya le pasó con
Ciro Alegría (que es su estricto coetáneo) y le volvió a pasar con
Bernardo Verbitsky (otro coetáneo), y con Marco Denevi en Life y,
luego, en el concurso de Fabril con Jorge Masciángioli (un hombre mucho
más joven) y ahora con Mario Vargas Llosa, que es un delfín. Así como
hay una vocación para el éxito, hay una para el fracaso. EL fracaso de
Onetti, aquí está la última paradoja, no es el fracaso de la calidad
sino el fracaso de la oportunidad. En 1941, Onetti llega demasiado pronto
para arrebatar el premio a Ciro Alegría y peca de anacronismo por ser un
adelantado de la nueva novela. En 1967 llega demasiado tarde para poder
disputar seriamente el premio a Vargas Llosa, y su anacronismo es el de
todo precursor. Descolocado, desplazadísimo, Onetti no está nunca en el
escalafón literario. Está, sí, en la literatura, y su puesto (al margen
de éxitos o fracasos, de fluctuaciones inevitables de lectores y
críticos) aparece ya asegurado por sus grandes novelas y sus sombríos
cuentos.
Ahora que la
suma de malentendidos y postergaciones está dando un total de fama (el
peor de los malentendidos, según Rilke); ahora que en todos los extremos
del continente hispanoamericano los jóvenes secretos se multiplican y
salen a proclamarlo, ahora que tantas editoriales de América y España lo
editan, o reeditan, la fama de Onetti ha llegado a su sazón, y es un
hecho (al fin) incontrovertible.
Los treinta primeros años
La obra
narrativa de Onetti comprende hasta la fecha siete novelas publicadas, de
desigual extensión, varias nouvelles y un puñado de cuentos. Hay,
además, algunas novelas sumergidas, de las que solo asoman capítulos
perdidos en revistas, y algunos cuentos seudónimos que el autor no se ha
ocupado en legitimar. Tendida a lo largo de treinta años de continua
actividad literaria, esa producción no es excesivamente copiosa pero
tampoco es escasa. Es la obra de un creador que ha ido madurando en forma
muy sostenida y que ahora está en el colmo de su creación.
Tres momentos
se pueden distinguir en esta obra. En el primero, Onetti explora su camino
a través de una novela breve (El pozo), que es cifra de toda su
obra posterior; examina la realidad profunda de Buenos Aires en dos
novelas (Tierra de nadie, Para esta noche) y deja la mejor
prueba de su maestría temprana en un par de cuentos. El mejor de éstos, Un
sueño realizado, inspirará a Cortázar uno de los capítulos más
logrados de Rayuela: el concierto de Berthe Trépat.
En la segunda
época, Onetti produce su novela más ambiciosa y compleja, La vida
breve, que no sólo marca la culminación de un cierto realismo
exasperado sino que abre toda una nueva perspectiva. Sin abandonar el
realismo, Onetti se compromete cada vez más en la fabricación literaria
de un universo totalmente onírico: la Santa María que inventa uno de los
personajes de La vida breve y que terminará siendo interpolada en la “realidad”
de aquella novela, como suele suceder en algunas ficciones de Borges. La
vida breve es, además, uno de los modelos de la nueva narrativa
latinoamericana.
Por la
transición de Los adioses (pequeña novela que lleva a la perfección la
técnica de la ambigüedad del punto de vista narrativo), así como de
relatos breves como La cara de la desgracia, Tan triste como ella y, sobre
todo, algunos cuentos como Jacob y el otro, Onetti entra en su tercer
etapa: la de las obras de su total madurez: Para una tumba sin nombre, El
astillero y Juntacadáveres. El hecho de que estas tres obras,
cuyos temas y personajes están muy relacionados, hayan sido publicadas
por separado y sin respetar el orden cronológico de la acción, ha
impedido que se vean como lo que realmente son: un tríptico barroco que
desarrolla, desde ángulos distintos y contradictorios, los temas
paralelos de la inocencia y la experiencia, el sueño y al realidad, el
amor y la muerte, a través de las figuras antagónicas y complementarias
de Junta Larsen y Jorge Malabia.
Un análisis
un poco más detallado de sus principales novelas, y de algunos cuentos,
permitirá situar un poco mejor la creación narrativa entera de Onetti.
Una novela clave
En 1939,
escribió Eladio Linacero, protagonista de El pozo: “Lo curioso
es que si alguien dijera de mí que soy ‘un soñador’ me daría
fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero
hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es
porque se me da la gana simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de
troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras
más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la
cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que sucedió en el
mundo de los hechos reales hace unos cuantos años. También podría ser
un plan ir contando un ‘suceso” y un sueño”. El plan así enunciado
por Linacero fructificó no solo en las noventa y nueve páginas de El
pozo (novela que firmaba J. C. Onetti) sino, diez años más tarde, en
una obra de proporciones mayores, La vida breve (esta vez de Juan
Carlos Onetti). En esos diez años, el arte lineal del primer memorialista
maduró en la compleja estructura de vidas y sueños que recoge en un
largo relato Juan María Brausen, legítimo descendiente de Linacero, y
otra máscara (persona) del autor.
Con elogiable
economía, Onetti enfrenta desde las primeras páginas de La vida breve,
los dos mundos en que va a circular el protagonista:
“-Mundo loco- dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo
tradujese.
“Yo la oía
a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito de
hielo y fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que
debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el
desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases
intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía.”
Los
dos mundos que separa la débil, facilitadora pared del departamento,
nunca llegarán a confundirse del todo. Para saltar de uno al otro, será
necesario que Juan María Brausen asuma un nuevo nombre: deje de ser
Brausen y empiece a ser Juan María Arce. En algún momento ambos mundos
llegan a ser tangenciales pero nunca se superponen; están en distintos
planos; distintas leyes lo rigen y el juego del vivir no puede ser el
mismo en ambos.
El mundo de
Juan María Brausen es el mundo de la responsabilidad y la rutina, del
hastío y el sinsentido, del malentendido que llaman amor. En un pasaje de
la novela, el protagonista se define así:
“Entre
tanto, soy este hombre pequeño y tímido, incambiable, casado con la
única mujer que seduje o me sedujo a mí, incapaz, no ya de ser otro,
sino de la misma voluntad de ser otro. El hombrecito que disgusta en la
medida en que impone la lástima, hombrecito confundido en la legión de
hombrecitos a los que fue prometido el reino de los cielos. Asceta, como
se burla Stein, por la imposibilidad de apasionarse y no por el aceptado
absurdo de una convicción eventualmente mutilada. Esto, yo en el
taxímetro, inexistente, mera encarnación de la idea Juan María Brausen,
símbolo bípedo de un puritanismo barato hecho de negativas —no al
alcohol, no al tabaco, un no equivocado para las mujeres—, nadie, en
realidad.”
Mientras la existencia de Brausen se degrada hasta llegar a las heces, la
fascinación del mundo que está del otro lado de la débil pared empieza
a ejercer su energía sobre él. En un primer momento parece obvio su
significado: es un escape, una huida de la mediocre realidad. Pero es
también realidad (como habrá de descubrir Brausen) y hasta impone sus
reglas. Un día, Brausen aprovecha una ausencia de su vecina, la Queca, y
visita el departamento vacío. Desde ese momento, Brausen empieza a
concebir el desquite. No en su propia existencia ratonil, sino en el mundo
de al lado. Al ingresar allí, es como si todos sus valores morales (esos
valores en los que ya no puede creer) cambiaran de signo, aceleraran su
inevitable metamorfosis: él, hombre de una sola mujer, podrá convertirse
en amante de una prostituta, en macró, como se dice en el Río de la
Plata, deformando fonéticamente la palabra del hampa francesa; él,
temeroso siempre de hacer sentir a su mujer legítima la imparidad de sus
pechos, descubrirá el placer de golpear a otra mujer, arderá en deseos
de vengar con el asesinato premeditado de la Queca, “todos los agravios
que me era posible recordar.”
Una fuerte
escena marca el acceso de Brausen al mundo de al lado. En su primera
tentativa de entrar en contacto con la Queca, Brausen (vacilante,
improvisando) es echado a patadas por uno de los amantes de ella, Ernesto.
Mientras se levanta y se limpia la ropa por fin maculada, Brausen
comprende que ha sido aceptado, que ahora empieza a ser también Juan
María Arce. La violencia parece ser la regla de este otro juego. Pero no
da su tónica. Poco a poco, Arce descubre el verdadero sentido de este
mundo, eufóricamente anticipado en la visita al departamento vacío. Este
es un mundo, como el de Lewis Carroll en Through the Looking Glass,
en que las imágenes (los valores) están invertidos. En una segunda
visita, sin la presencia del torvo Ernesto, Brausen consigue a la Queca.
Con ella, la
rutina del sexo se convierte en otra cosa: “Si la olvido [piensa,
mientras la mira caminar por la pieza], podría desearla, obligarla a
quedarse y contagiarme su silenciosa alegría. Aplastar mi cuerpo contra
el suyo, saltar después de la cama para sentirme y mirarme desnudo,
armonioso y brillante como una estatua, efebo por la juventud trasmitida a
través de epidermis y de mucosas, desbordante de mi vigor de tercera mano”.
De estas experiencias de Brausen, emerge un nuevo hombre, no solo un nuevo
nombre. Cuando él acepta irse a Montevideo con la Queca, en viaje
financiado por un viejo amante de ella, la nueva etapa de la degradación
le permite mirarse desde la distancia ilusoria de Brausen y sentirse “irresponsable
de lo que él (Arce) pensara e hiciera”; se ve “descender con lentitud
hasta un total cinismo, hasta un fondo invencible de vileza del que (Arce)
estaría obligado a levantarse para actuar por mí.”
Para poder
ingresar totalmente a este mundo de la otra verdad (el mundo de Arce) el
personaje necesita purificarse matando a la Queca; bastarían entonces
pocos minutos para aliviarse de todo lo que puede ser dicho a una persona,
“para quedarme vacío de todo lo que había tenido que tragarme desde la
adolescencia, de todas las palabras ahogadas por pereza, por falta de fe,
por el sentimiento de la inutilidad de hablar.” Cuando Brausen-Arce
llega al apartamento a matar a la Queca descubre que ésta acaba de ser
asesinada por Ernesto. La realidad de la violencia del mundo de al lado lo
abruma.
Porque
Brausen nunca ha dejado de ser Brausen. Ni aun cuando se libera de
compromisos (el empleo, la mujer, la amistad); ni aun cuando entierra, con
Raquel, la nostalgia de la juventud en Montevideo; ni aun cuando vive,
tantos meses, como Arce. Rechaza, es cierto, las reglas del juego en que
vivía, cambia de mundo, pero subsiste profundamente como Brausen. Su
reacción frente al asesinato de la Queca lo demuestra. Ante la realidad
brutal, no imaginada, del crimen, Arce se desvanece —el nuevo juego (su
juego) exigía que a su vez matara a Ernesto— y es un renovado Brausen
el que decide proteger al asesino, el que intenta salvarlo, creándole una
vida nueva. Quizá ya Brausen sienta que Ernesto ha matado por él, aunque
solo más tarde llegue a formularse este pensamiento, llegue a sentirse
solidario y a escribir: “No es más que una parte mía; él y todos los
demás han perdido su individualidad, son partes mías.” En su
desesperada intentona de evasión, Brausen y Ernesto llegan a Santa María
y acaban por ser detenidos allí. Esta prisión devuelve,
paradójicamente, la libertad a Brausen: “Esto era lo que yo buscaba
desde el principio, desde la muerte del hombre que vivió cinco años con
Gertrudis; ser libre, ser irresponsable ante los demás, conquistarme sin
esfuerzo una verdadera soledad.” Entre tanto, su huida también lo ha
llevado a interpolarse en un tercer mundo, aún más distante que el del
apartamento de al lado y que es tan antiguo como la misma novela.
Antes de que
Brausen supiese que le era posible incorporarse al mundo de la Queca, que
corría vertiginosamente paralelo al suyo, la necesidad de evadirse del
mundo cotidiano le había forzado a la invención de un mundo imaginario.
La primera imagen que viene a su retina es la de un médico cuarentón que
ejerce en una ciudad provinciana, junto al río, y que se llama Santa
María. Poco a poco, y mientras Brausen se esconde de sí mismo en Buenos
Aires y emerge gradualmente como Arce, la historia de Díaz Grey se va
formando en su imaginación como otra vía de escape. El mundo en que
Díaz Grey vive es una transparente estilización de la realidad que
oprime a Brausen, de la misma manera que Santa María es una ciudad
imaginaria, construida sobre pedazos de Buenos Aires (el nombre completo
de esta ciudad, al ser bautizada por Pedro de Mendoza, fue Santa María
del Buen Aire), de Montevideo, de Rosario, de Colonia do Sacramento: todas
ciudades situadas sobre el Río de la Plata o su principal afluente, el
Paraná.
Para la
tercera existencia de Brausen, Onetti abandona (es claro) toda pretensión
de realismo. Si en la historia de la doble vida de Brausen-Arce podía
describirse un eco de aquel relato de Hawthorne, Wakefield, en que un
hombre se esconde de su mujer y se va a vivir bajo otro nombre, cerca de
ella pero invisible, en este nuevo avatar de Brausen, es Borges el modelo
más visible. Aunque la superficie del relato de Onetti sigue siendo de
sórdido, exasperado, naturalismo, las coordenadas de tiempo y espacio,
las identidades de sus personajes, son susceptibles de modificación, y un
retoque de la voluntad, o un capricho del creador, pueden alterar o
petrificar la faz del mundo narrativo, sus valores morales subyacentes.
Así como
Arce, al final de su aventura con Ernesto, se disuelve en Brausen —y el
policía que lo detiene como encubridor de Ernesto lo identifica,
diciéndole: “Usted es el otro... Entonces, usted es Brausen”—,
Díaz Grey, habrá de cerrar a su vez la novela, conquistada ya del todo
su realidad por haberse asimilado a Brausen. La creatura acaba por
subsumir al creador. El mundo de Díaz Grey, inventado por Brausen ante
los ojos del lector, acaba por ser el mundo narrativo “real”, y la
palabra Fin en la página final demuestra que, en efecto, la única “verdad”
de esta novela (como de todas, a pesar de las ilusiones del realismo) es
la verdad de su fábula. Se comprende entonces recién la lealtad de esta
advertencia: “Sentí que despertaba —dice el protagonista— no de
este sueño sino de otro incomparablemente más largo, otro que incluía a
éste y en el que yo había soñado que soñaba este sueño.” Una vez
más, como en el libro de Eladio Linacero, hay aquí una historia y un
sueño.
Otra lectura
de La vida breve parece también posible. En vez de considerar la
novela (como hasta ahora se ha hecho) desde el punto de vista documental,
como testimonio sobre un mundo desvalorizado, el lector puede seguir a
Brausen únicamente en su aventura anterior. Entonces no se trata solo de
escapar de la realidad, vivir la vida breve, o inventarse un cuento para
llevar al cine o escribir sobre él una novela. Se trata de crear otra
realidad entera, competir con la creación misma. Gradualmente, y casi
como sin quererlo, Brausen libera dentro de sí las fuerzas de la
imaginación. Mientras vive su vida de gris rutina, o la más excitante
pero también rutinaria de Arce, o la siempre rectificable de Díaz Grey,
Brausen explora las provincias ilimitadas de la creación.
Toda la
novela adquiere entonces profundidad en el tiempo y en el espacio. En vez
de contar tres historias más o menos novelescas que se yuxtaponen pero
ocurren en universos incomunicados y regidos por sus propias leyes, el
libro ordena en un mismo cuadro espacial y temporal sus varias anécdotas;
ese territorio común de las tres historias es la creación narrativa: el
tema esencial que permite su existencia simultánea. Es obvio que en La
vida breve, Onetti ha querido explorar la creación literaria desde
dos planos simultáneos y hasta inseparables: el teórico y el práctico.
Su novela analiza la creación mientras la crea. Aunque no lo hace (por
cierto) en la forma puramente crítica que será la elegida por Cortázar
en Rayuela (1963) y que refleja la influencia de narradores
europeos como André Gide (con sus Faux-monnayeurs y el Journal
des Faux-monnayeurs), como Aldous Huxley, con su Point Counterpoint.
No. Lo que hace Onetti es mostrar a su personaje inventando primero un
doble y luego un mundo paralelo, al que ingresarán él y su doble. De
aquí la distinción necesaria que esta novela impone entre un autor
(Onetti) y una narrador (Brausen) frente a los demás personajes que son,
ellos sí, criaturas puramente novelescas. Con este recurso, complejo pero
no ilícito, consigue Onetti una mayor profundidad. También logra
despojar un tema ilustre de todo intelectualismo y vacía especulación al
asediarlo con rabia y con pasión, desde un ángulo puramente existencial.
Además, y
esto ya sería mucho, con tal procedimiento consigue dar un contenido más
profundo al evidente mensaje de la obra. No solo es cierto que la
liberación de la rutina y de la desvalorización del alma, llega cuando
nos encontramos con la verdad de nosotros mismos, nos despojamos de
inhibiciones y compromisos, aventamos malentendidos (Brausen al despertar
del sueño después de haberse purificado por intermedio de “Arce”);
también la liberación puede llegarnos por el camino de la creación, por
las fuerzas que desata el creador al rehacer el mundo, al descubrir con
asombro su poder y la riqueza de la vida. Por eso, el protagonista
consigue develar —en uno de sus numerosos ensoñares— la verdadera
ambición de este artista y de esta obra, el último contenido. Dice así:
“A veces escribía y otras imaginaba las aventuras de Díaz Grey,
aproximado a Santa María por el follaje de la plaza y los techos de las
construcciones junto al río, extrañado de la creciente tendencia del
médico a revolcarse una y otra vez en el mismo suceso, a la necesidad
-que me contagiaba- de suprimir palabras y situaciones, de obtener un solo
momento que lo expresara todo: a Díaz Grey y a mí, al mundo entero, en
consecuencia.”
Brausen, de alguna manera simbólica, se ha metamorfoseado también en su
creador, en Juan Carlos Onetti. El personaje, el narrador y el autor
acaban por confundirse en la realidad existencial de esta intensa,
extraña, compleja novela.
Leída en
1950, La vida breve fue sobre todo un experimento audaz, una obra
como no había otras en las letras de la América Latina, a pesar de
Borges, de Arlt, de Marechal, de Agustín Yáñez, de Carpentier, de
Miguel Angel Asturias (hablo, es claro, de los principales narradores).
Pero leída hoy, junto a libros como Rayuela, Cien años de soledad,
Tres tristes tigres, Cambio de piel, Los cantantes, o La traición
de Rita Hayworth, la novela de Onetti corre el riesgo de parecer poco
experimental. No lo es, sin embargo. Porque su rigor para establecer el
deslinde entre los varios mundos imaginarios, la sutileza de su
exploración del problema de la doble personalidad (tema que también
retomará Rayuela), su severa perspectiva de narraciones y su misma
tensión estilística, la convierten en el antecedente más luminoso de la
nueva novela latinoamericana, la obra de que arrancan (lo sepan o no) casi
todas las demás.
El punto de vista narrativo
Aunque La
vida breve distingue muy precisamente entre el punto de vista del
autor (impersonal, omnisciente, atrincherado en la tercera persona) y el
punto de vista del protagonista, es indudable que el autor comparte con el
protagonista la misma actitud básica frente a la creación. Y si Onetti
crea a Brausen, por un acto de imaginación, interpolándolo en el mundo
real a través del expediente de una novela, Brausen crea a Juan María
Arce y, luego, a Díaz Grey por un expediente similar. La única
diferencia (escasamente importante del punto de vista narrativo) es que el
único mundo real para Brausen, como para Arce y Díaz Grey, es el mundo
de la ficción; es decir: el ámbito literario del libro. En tanto que
Onetti (no como autor sino como ser real) tiene otro ámbito también.
En la novela
que publica Onetti cuatro años después de La vida breve y que se
llama Los adioses, no solo entrega otro episodio de lo que poco a
poco irá a ser la Saga de Santa María, sino que intenta una nueva forma
de la narración: el relato en tercera persona que, sin embargo, asume un
único y exclusivo punto de vista. Aquí la perspectiva desde la que se ve
toda la novela, está fijada por un personaje secundario, que equivale a
un testigo y es, realmente, un “narrador”. La distinción entre autor
y narrador es mucho más clara en esta novela que en La vida breve.
Por eso, Los adioses, si bien inferior a otras novelas de Onetti,
es un relato de gran importancia para comprender su visión narrativa.
Al elegir un
único punto de vista para contar esta intensa historia —el punto de
vista de un hombre frustrado, que ve con envidia y obscena malevolencia
cómo un hombre aún joven, pero ya tocado por una enfermedad mortal,
mantiene relaciones con dos mujeres, una mayor y otra todavía adolescente—,
al presentar la historia y su verdadero significado en el orden en que las
revelaciones van ocurriendo para ese par de ojos resentidos, Onetti ha
pagado tributo a la técnica narrativa impuesta, desde el siglo pasado por
lo menos, desde las novelas de Henry James. Como en What Maisie Knew
o The Turn of the Screw, la historia de este hombre y sus dos
mujeres es una historia contada desde la perspectiva de un testigo cuyas
limitaciones (de comprensión, de conocimiento) alteran y pervierten toda
interpretación.
Onetti no ha
tomado este recurso de Henry James, al que declara (enfáticamente) no
entender. Pero lo toma, sí, de unos los narradores contemporáneos que,
directa o indirectamente, ha ido a la escuela de James. Me refiero a
William Faulkner. En muchas de las novelas del gran narrador sureño, uno
o varios testigos permiten al autor ir construyendo la historia gracias a
fragmentos seleccionados y parciales de la narración; el significado
total solo será comprensible (si lo llega a ser alguna vez) cuando todas
las piezas se junten. En Light in August (1933), por ejemplo, hay
toda una historia —contada desde distintos puntos de vista, es cierto—
pero que solo se revela gradualmente, y cuando se revela (porque se
revela), la naturaleza del protagonista, el oscuro, el ambiguo Christmas,
aparece completamente transformada a los ojos del lector. También de Light
in August, toma Onetti uno de esos prototipos femeninos, la
resistente, la inmortal Lena, arquetipo de esas adolescentes del escritor
uruguayo, que sobreviven a la violación y al parto, e imponen su ciega
fuerza biológica, su confianza animal en un destino, hasta a los mismos
hombres que las corrompen y también las necesitan.
Pero no se
crea que Onetti es solo un buen lector de Faulkner. Es un creador que usa
la ambigüedad técnica del punto de vista no porque esté de moda o
porque haya un maestro, o varios, que indiquen el camino. La usa porque su
visión del mundo es también ambigua, porque toda su concepción del
universo descansa en la dualidad de criterios que hace que la mayor
sordidez (para el espectador, el testigo) contenga una carga de irredenta
poesía (para el paciente). La ambigüedad es la clave sobre la que Onetti
edifica su testimonio sobre un mundo corrompido por la pérdida de valores
morales, de seres que se asfixian y manotean como ahogados para
sobrevivir. Sobre ese mundo, levanta el autor (sin ninguna declamación
pero con honda confianza) algunos valores aún rescatables: la ilusión
adolescente, el Amor (no el Sexo), la creación. Con esos valores, este
aparentemente crudo y hasta sádico novelista, libera una ilusión
romántica, una ficción cálida, humana, íntimamente hermosa a pesar de
la terrible superficie que sus obras detallan. En las novelas que siguen a
Los adioses, y sobretodo en El astillero, Onetti llevará a
su máxima complejidad y belleza esta visión trágica.
La obra maestra
Mucho más
plena y redonda es, sin duda, El astillero que todas las novelas
que Onetti había publicado hasta la fecha. Con esta obra, el autor
uruguayo avanza rápidamente hasta ocupar uno de los centros narrativos
más fecundos del ciclo de Santa María: la historia de la decadencia y
muerte de Junta Larsen. Este fragmento de un mundo propio es de capital
importancia para entender la extensión y profundidad de su creación
narrativa entera.
Hay, en El
astillero, un momento de intensa revelación para el protagonista,
revelación que Onetti presenta así: “Sospechó, de golpe, lo que todos
llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre
vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible
y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un
tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la
sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.” Este
momento de revelación sintetiza de modo admirable la soledad, la
imposibilidad de comunicación y el horror de un mundo solipsista que
están en la entraña de la sórdida y desolada novela.
Poco importa
que Junta Larsen se agite de uno a otro extremo de las doscientas
páginas, que recorra varias veces la distancia que va de la morosa ciudad
de Santa María al astillero de Jeremías Petrus, que incursione en un
pasado hecho de humillaciones y de la misma, repetida actividad con alguna
mujer que acaba por ser toda mujer. Poco importa que la sinuosa, elusiva y
compleja trama sea susceptible de un resumen anecdótico —Junta Larsen
regresa a la ciudad de Santa María, de donde fue expulsado hace años por
ejercer alguna actividad ilícita, y quiere reconstruir su vida como
gerente de un astillero en ruinas—, o que la atención del lector sea o
no capaz de encontrar, en sucesivas capas superpuestas, los hilos de una
intriga que también atañe a Petrus y a su hija semiidiota o simplemente
loca, a dos empleados de Petrus, a la mujeres (grotescamente embarazada)
de uno de ellos.
La verdadera
historia corre por dentro y está hecha de los silencios y las pausas, los
hiatos de aquella historia superficial. Es la aventura de una conciencia
solitaria que regresa al pasado, a un mundo en que había sido
sórdidamente feliz y en que también fue humillado, en busca de sus
propias huellas perdidas, de una salvación, también perdida, de un
sentido final para una vida sin sentido. Cuando Larsen regresa a Santa
María, deja a sus espaldas un pasado de macró, una condena y una
expulsión del equívoco paraíso fluvial. Vuelve, más viejo y gastado, a
enredarse en la historia confusa de la liquidación del astillero de
Petrus, en una no menos confusa y morosísima seducción de la hija de
Petrus (acabará conformándose con la sabia criada), en los mediocres
negociados de los empleados de Petrus.
Pero debajo
de esa espesa y oscura capa anecdótica, el lector va descubriendo de a
poco y casi retrospectivamente la otra aventura de Larsen: la historia de
una necesidad de amor y verdadera comunicación que le están negados.
Porque toda su vida lo que Larsen ha conocido es la mentira, el beso
parricida con que corona la testa de Petrus, la mujer (mujeres) a la que
usa con antigua, gastada, sabiduría. Lo que siempre ha soñado Larsen es
creer en algo; mentirse que algo vale realmente la pena, encontrar a
alguien que le pruebe que no es el único ser vivo en un mundo de
cadáveres. Salir de la alienación, como se dice.
Por eso, al
margen de sus actividades mediocres de seducción de la hija de Petrus y
de reorganización del erosionado astillero, Larsen va tanteado, como
ciego en un mundo sin relieve, en busca de una mano de verdad. Esa mano
existe en el libro y Larsen lo sabe: es la mano de la mujer de Gálvez, la
embarazada. Pero esa mujer pertenece a otro, esa mujer de vientre
horriblemente hinchado, no es sin embargo para él. La corteja con el
viejo disimulado cinismo, no para obtenerla sino dejar testimonio viril de
que la reconoce como mujer, a pesar de todo. Y cuando la crisis culmina,
cuando ya está acosado por los invisibles sabuesos de la destrucción,
tiene un último alucinante encuentro con la mujer, ya herida de parto.
Entonces, Larsen huye. Lo que él no soporta se hace claro al fin. Puede
soportar la mentira del sexo, la mentira de las adolescentes en flor, la
mentira de los viejos visionarios con negocios en ruina, la mentira de la
policía venal, de los prohombres honestos y hasta la mentira de los otros
suicidas. Pero cuando se enfrenta con la mujer sangrando y rugiendo,
cuando se enfrenta con la vida misma, huye. Porque este cínico, este
sórdido, este vulgar macró, es un romántico de corazón, una almita
sensible que se cubre de podredumbre y cieno y llanto fingido, para no
aceptar que el mundo viola la inocencia, que las muchachas que queremos
dejan un día de serlo, que la vida irrumpe en el mundo destrozándolo
(recreándolo) todo.
La última
delirante fuga de Larsen por el círculo final de su infierno es una fuga
de la vida misma. Como Eladio Linacero, que huía de su ámbito en El
pozo por la ruta de los sueños que se contaba; como Juan María
Brausen, que sólo escapa de una mediocre realidad suburbana en La vida
breve inventándose otra personalidad y hasta creando un mundo entero
de ficción; este otro protagonista de Onetti, enfrentado con las raíces
mismas de la vida ante esa mujer que pare, huye a refugiarse en la muerte.
Toda la novela tiene así la marca simbólica del regreso al país de los
muertos. Así como Ulises desciende en busca de las sombras, en aquel
famoso canto de la Odisea, y Eneas baja al Averno con la rama
dorada en la mano, y Dante se hunde, terceto tras terceto, en la Ciudad de
Ditte, Junta Larsen regresa a Santa María en El astillero y allí
encuentra no solo su infierno sino la muerte propia.
La saga de Santa María
Por más de
un hilo está vinculada esta admirable novela de Onetti con su ya vasto
cuerpo narrativo. La ciudad de Santa María aparece, ya se sabe, por
primera vez en La vida breve. Fue creada allí por la fantasía de
Juan María Brausen y acabó por interpolarse en su realidad narrativa al
encontrar en ella refugio el mismo Brausen. Entre los seres que crea
Brausen en La vida breve está precisamente el doctor Díaz Grey,
que hace una aparición secundaria en El astillero, como viejo
conocedor de la historia local.
Santa María
está también al fondo de otra aventura de Díaz Grey, de la que queda
como documento un relato titulado La casa en la arena, que
originariamente formaba parte de La vida breve pero luego fue suprimido en
la versión final. (Está en Un sueño realizado y otros cuentos,
1951). Otra novela corta de Onetti, Para una tumba sin nombre
(1959), también ocurre en Santa María, tiene al doctor Díaz Grey como
personaje secundario y hasta menciona al pasar la Villa Petrus. El cuento
con que Onetti participó en el concurso de Life en Español, Jacob
y el otro, está asimismo ambientado en Santa María. Todos estos
textos certifican la creación de un mundo imaginario, una ciudad de
provincias recostada a un gran río y que equivale en la ficción de
Onetti a lo que es Jefferson, en el condado de Yoknapatawpha, en la
ficción de William Faulkner.
A partir de La
vida breve, Onetti ha hecho explícita su intención de componer una
secuencia novelesca que tendría como centro geográfico a esa ciudad
imaginaria y en la que se entrecruzarían las vidas y destinos de muchos
personajes. Esa secuencia es una verdadera Saga de Santa María, para
emplear una expresión tradicional. Pero si La vida breve echa la
piedra fundamental de este mundo, algunos de sus personajes centrales
llegan de otra novela anterior, que puede ser considerada como prólogo a
la Saga. Me refiero a Tierra de nadie (1941), donde ya aparece
Junta Larsen, aunque en papel muy menor. Este personaje irá luego
desplazando en la lenta fabulación posterior de Onetti a Brausen o
incluso a Díaz Grey, que parecían el centro novelesco de La vida breve.
Poco a poco, Junta Larsen se impone en este orbe como Flem Snopes se
impone en la serie que Faulkner dedica a su ascenso en The Hamlet
(1940), The Town (1957) y The Mansion (1960). Por eso no
debe extrañar a nadie que no solo en El astillero, sino en la
novela que Onetti publica después, Juntacadáveres, el
protagonista indiscutido sea Larsen.
También
aparece Larsen en otras obras menores. Pero no es éste el momento de
detallar todos sus avatares. Interesa considerar, en cambio, un curioso
problema literario que ha planteado Onetti a sus lectores. La secuencia de
publicación de su novela oculta y hasta confunde la importancia de
Larsen. Al publicar El astillero, antes Juntacadáveres (que
cuenta un episodio anterior), se hace casi imposible aprovechar las luces
que el segundo libro arroja sobre el primero. En Juntacadáveres se
ve no sólo un Larsen más joven, y lo más alejado posible de toda
destrucción final, sino que se le ve en momentos de su mayor ambición,
cuando el sueño de su vida entera está a punto de realizarse del todo.
Porque lo que siempre ha querido Larsen, y hasta cierto punto ha
conseguido en esa novela, es tener un burdel propio, un burdel regentado
por él y con las tres o cuatro mujeres necesarias, los cadáveres que él
importará de la capital y que le darán el apodo que sirve de título al
libro. Novela irónica y hasta cómica, luminosa a ratos, brillante o
descansada, Juntacadáveres corresponde a una estación de la
aventura de Larsen que es necesariamente anterior a la de El astillero.
Por eso, si el lector ha ido leyendo las novelas en el orden de
publicación, encontrará que el Larsen de Tierra de nadie es
apenas la caricatura de un macró porteño, en tanto que el de El
astillero es un personaje ennoblecido por su larga agonía, un
personaje sobre cuyo pasado no hay sino oscuras vislumbres. Solo al llegar
a Juntacadáveres puede recuperar el lector esa imagen intermedia
de Larsen, el Larsen del burdel fundado y abortado, que no sólo completa
la imagen entera del personaje sino que lo ilumina todo.
Una
complicación adicional a este desajuste entre la secuencia de
publicación y la secuencia de la acción, proviene de otro origen. Porque
Juntacadáveres no es solo la historia de Larsen y su burdel: en
también la historia del joven Jorge Malabia, de sus culpables relaciones
con su joven cuñada viuda, de sus esfuerzos por hacerse cliente del
burdel, de su participación final en la destrucción del mismo. Este
Jorge Malabia es también protagonista de una novela anterior, Para una
tumba sin nombre, en la que se cuenta el resto de su aventura,
verdadera o imaginaria, con una mujer y un chivo. Para restablecer la
cronología de la historia, pues, habría que leer primero
Juntacadáveres, después Para una tumba sin nombre y finalmente El
astillero. Esa lectura tiene, además, la ventaja que permite al
lector irse adentrando, paulatinamente y por la vía más accesible, en el
denso mundo de Onetti.
El
procedimiento que sigue Onetti para la comunicación de su obra narrativa
es bastante complicado, como se ve. Esta complicación no afecta, es
claro, al lector que se interese por cada novela como obra aislada. Para
ese lector, el orden de composición, el orden de publicación y el orden
de la acción general no tienen ninguna importancia. Porque cada novela
es, desde su punto de vista, un orbe completo. No es necesario saber qué
pasó realmente con el burdel de Juntacadáveres para leer, y
apreciar hondamente, tanto Para una tumba sin nombre como El
astillero. Pero si se quiere conocer la aventura particular de un
personaje, sea éste Brausen o Díaz Grey, Larsen o Jorge Malabia,
entonces sí importa seguir, cronológicamente, la secuencia de la acción
y leer los libros en un orden muy distintos del de publicación original.
Lo que nos trae de vuelta a Larsen, cifra y clave del mundo narrativo de
Onetti.
Una doble alegoría
Si Junta
Larsen asoma su perfil de macró en alguna página de Tierra de nadie
(apenas caricatura del personaje que llegará a ser), su retrato externo
aparece entero aunque en escorzo, en un capítulo de La vida breve. Allí
es un hombre “pequeño y grueso, con la boca entreabierta, estremeciendo
el labio inferior al respirar; la luz caía amarilla sobre su cráneo
redondo, casi calvo, hacía brillar la pelusa oscura, el mechón solitario
aplastado contra la ceja”. La misma novela completa este retrato con
otros rasgos similarmente observados: la nariz curva y delgada, el pulgar
de una mano enganchado en el chaleco, las preguntas deliberadamente
leguleyas de su confusa conversación. Pero en esta obra resulta imposible
prever a qué grado de soledad y miseria iba a llegar ese hombre gordo, de
juventud ya perdida pero todavía no ennoblecido por la tragedia.
En Juntacadáveres
el retrato externo se enriquece de aventura, de anécdota, de vislumbres
interiores. Ver a Larsen en esta novela es verlo en el colmo de su
madurez, triunfante y derrotado a la vez, pero aún entero, aún confiando
en una suerte de crapuloso destino, aceptando la cuchilla final pero no
entregado. Su entrada a la ciudad, pastoreando las decrépitas
prostitutas, sus cabildeos para conseguir que el burdel no sea cerrado, la
aceptación de humillaciones e insultos, pero también de un cierto
reconocimiento de su virilidad corrompida, todos esos rasgos de su
historia en esta novela, muestran a Larsen en la luz y sombra de su
personalidad. El pequeño macró se ha convertido en un personaje de tres
dimensiones. La caricatura en retrato.
Pero solo en El
astillero, en el delirio y la derrota y la muerte del personaje, se
alcanzan todas sus dimensiones. Porque al llegar a esta novela, después
de haber recorrido el mundo complejo de las otras, se descubre que Larsen
no es solo un personaje, sino un símbolo, y que ese astillero de Petrus
que él trata de salvar de la ruina es algo más que un astillero. La
novela cede el paso a la alegoría.
Quiero
advertir lealmente al lector que es posible (muy posible) que Onetti no
comparta esta visión de El astillero y de Larsen. Pero en un libro
es lícito leer no sólo lo que el autor puso sino lo que el libro tal vez
pone. Hay en El astillero una dimensión simbólica que convierte
la novela en alegoría de una decadencia no solo ficticia sino real. El
crítico inglés David Gallagher, al comentar en el suplemento
bibliográfico del New York Times, la traducción al inglés de la
novela, señaló que era posible leer en ella una alegoría de la
decadencia del Uruguay. De ser cierta esta interpretación, Onetti ya
habría visto con toda claridad en 1957 (fecha de redacción de la novela)
lo que no era todavía muy claro para todos los uruguayos. Ese astillero y
ese desesperado que trata de salvarlo simbolizarían hondamente una
realidad que es costumbre ver solo en términos políticos y económicos.
La circunstancia de que la novela estuviese dedicada originariamente al
político uruguayo Luis Batlle (amigo personal del autor) parece acentuar
esa interpretación. E incluso hasta autorizaría a ver ciertas relaciones
simbólicas entre el protagonista de la novela y el político mencionado,
aunque en este terreno es prudente no proseguir el paralelo.
Sea como sea,
es evidente que en El astillero, Onetti trabaja en una dimensión
que no es puramente la ficticia. Algo semejante pasaba con otra novela
suya, Para esta noche, publicada en Buenos Aires en las mismas
vísperas de la toma del poder por Perón, y que anticipaba (de manera
casi visionaria) una Argentina dominada por el terror, por la delación,
por la violencia institucionalizada. En esa novela, Buenos Aires era una
ciudad sitiada. El clima que Onetti creaba habría de justificarse en la
realidad algunos pocos años más tarde. No quiero decir con esto que
Onetti sea una Casandra narrativa. No lo es, si su ambición literaria
corre por ese lado. Pero al ser un novelista, al hundir su mirada en la
realidad, al recrearla en términos de ficción total, no puede evitar que
el trazo más profundo de esa realidad, su secreta marca de agua, no quede
revelado en la entraña ardiente de sus novelas.
Otra
interpretación alegórica soporta tal vez El astillero. Ha sido sugerida
por algunos críticos y conviene examinarla aunque no más sea para
enriquecer con una nueva perspectiva la lectura de este libro fascinante.
La circunstancia de que la ciudad se llame Santa María, que Larsen cumpla
en ella un periplo existencial que lo lleva del intento de salvación al
suicidio y la aniquilación final; el hecho de que esta experiencia sea
realizada por un hombre que de alguna manera se redime de un pasado de
crapulonería y asume al fin su condición humana entera; la densidad
alegórica misma del relato (que ya se ha apuntado en otro contexto),
fomentan de alguna manera la búsqueda de símbolos cristianos detrás de
la trama de El astillero. No creo que se pueda llevar la investigación
demasiado lejos por este camino que, me parece, tiene una ventaja: apuntar
de manera enfática a una transformación del personaje, una
espiritualización total de Larsen, uno de los milagros estéticos más
notables de la Saga de Santa María. Haber levantado al macró de Tierra
de nadie hasta la altura trágica (expiación, sacrificio, don ciego de
sí) no es hazaña menor. Como Vautrin, en la Comédie Humaine,
Junta Larsen va creciendo a través de sus distintos avatares hasta
alcanzar al fin una estatura singular. Es una de las creaciones mayores de
las letras latinoamericanas de este siglo.
El lenguaje de un novelista
Entre la
instantánea de Tierra de nadie y el retrato en varias dimensiones
de El astillero, no solo Junta Larsen ha crecido y madurado.
También se ha desarrollado enormemente su autor. En las primeras obras se
advertía ya el don de narrar, el talento para ahondar en personajes y
situaciones, la capacidad cada vez mayor de crear estructuras complejas.
Si El pozo es aún un relato lineal (a pesar de la perspectiva de
racconti que aportan los sueños), ya Tierra de nadie intenta una
estructura paralelística, a la manera de Dos Passos, para mostrar
simultáneamente esa enorme metrópoli incoherente que es Buenos Aires. En
Para esta noche, la estructura compleja pero externa de Dos Passos,
cede lugar a la estructura interna compleja a la manera de Faulkner. A
partir de La vida breve, Onetti inventará sus propias fórmulas,
sin que esto signifique negar la deuda que naturalmente tiene con otros
narradores anteriores.
El principal
defecto de La vida breve, y lo que ha impedido tal vez que esta obra,
verdaderamente pionera, haya tenido la repercusión que merece, es
precisamente de tipo estructural. En dicha novela, el andamiaje narrativo
ha quedado demasiado a la vista. Era como si Onetti hubiera tirado la
piedra sin haber sabido esconder a tiempo la mano. El prestidigitador
hacía admirables trucos pero también los explicaba. El largo aprendizaje
con Céline y Faulkner era todavía demasiado evidente. Las novelas que
escribe y publica más tarde ya empiezan a borrar todas las huellas. Si en
Los adioses es aún demasiado visible la técnica del punto de
vista, en Para una tumba sin nombre, El astillero y Juntacadáveres,
la composición general es de absoluta maestría.
Onetti
compone cada una de estas novelas siguiendo dos y hasta tres hilos
narrativos que corresponden (a veces)a dos o tres tiempos distintos, o a
dos o tres perspectivas diferentes. Impecable, seguro, guiado por un
instinto que solo cabe calificar de poético, entrecruza los testimonios,
orquesta el contrapunto de tiempos, y juega unos personajes contra otros.
El resultado es tres novelas de varias dimensiones que no solo funcionan
admirablemente por separado sino que, leídas sucesivamente y en el orden
de sus historias, abren ilimitadas perspectivas para el lector.
Una
observación complementaria. Aunque Juntacadáveres fue terminada
después de El astillero, su redacción inicial es anterior. Onetti
estaba contando la historia del burdel cuando se le cruzó por el camino
la historia de la última derrota de Larsen. Suspendió entonces Juntacadáveres,
para escribir con todo vigor El astillero, y volvió a aquella
novela después de haber terminado completamente ésta. Tal proceso
explica que en la segunda parte de Juntacadáveres haya un tono
más fúnebre que en la primera; que el humor se haya hecho más agrio,
más negro. Pero también demuestra otra cosa: que estilísticamente, El
astillero es posterior a Juntacadáveres aunque haya sido
escrita antes que la segunda parte de esta novela. Porque al reasumir Juntacadáveres,
Onetti debió volver necesariamente a una perspectiva más luminosa, más
matizada, menos uniformemente gris, que la de El astillero. De este
modo, y por otro camino, se llega a la misma cosa: la necesidad de
restablecer un orden de lectura que corresponda al orden de la historia.
Cuando
escribe El astillero, ya Onetti está en el camino de una madurez
que significa sobre todo despojamiento exterior, elipsis narrativa,
concentración fanática en la peripecia interior. Por eso se ven menos en
esta novela los andamios (aunque algo de ellos sobrevive en los títulos
de los capítulos); por eso, la intensidad de su visión alucinada
envuelve más poderosamente que nunca al lector. Lo que se descubre sobre
todo en esta novela es un progresivo ahondarse en la verdadera materia
narrativa, la creación de un lugar poético que Onetti ha sabido ir
creando por mera insinuación atmosférica, por milagrosa simpatía con el
paisaje y el ser, pero también por el manejo de un lenguaje narrativo que
está hecho no solo de aciertos técnicos, de estructuras complejas y
perspectivas temporales variadas, sino principalmente de una escritura de
enorme tensión y hechizo. En este sentido, su obra maestra (y tantas de
las obras que la preceden o acompañan) es también uno de los más
deslumbrantes modelos de la nueva novela latinoamericana.
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