Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Montaigne
Originalmente publicado en El País Semanal (Madrid), 1987


      Todos habíamos recibido el mismo mensaje, la misma oferta increíble. Y allí estábamos; éramos seis y, claro, él, porque la reunión era en su departamento. Las invitaciones de Charlie, epistolares o telefónicas, nos decían que el viernes, a las siete de la tarde —no quiero estropearles el domingo— empezaré a suicidarme. Sea maldito el que me falle porque no tendrá oportunidad de enmienda. Hay comida abundante, beberaje.
       Éramos seis los asistentes a lo que creíamos burla exhibicionista. Supe que otros invitados se habían reído de la broma. El tiempo era bueno y húmedo y habrían elegido escapar de la ciudad.
       Yo llegué un poco más tarde, minutos, y saludé con la cabeza y alguna sonrisa. Tal vez haya besado una mejilla de Marta porque era la más hermosa y siempre la había deseado con sosiego. Además, el olor, perfume, que confesaba su escote era una provocación de la que ella es consciente y le divierte.
       Charlie estaba sentado en el diván, con dos mujeres a los costados. Me saludó sonriente, alzando una mano. A sus espaldas, sujeto a la pared, había un gran espejo.
       Los invitados, cuatro muchachas y dos hombres, Brausen y yo, nos acomodamos en cualquier asiento, las dos del diván, dos en curiosas sillas blancas de jardín. Él había amueblado el departamento a su gusto desconcertante. Las distinguí por nombres pero también por colores. Mi tarea, mi actuación eran difíciles y penosas.
       Ninguna pasaba de los treinta años. La del vestido verde y corto construyó una risita casi convincente y dijo:
       —Charlie, ¿a qué viene esta locura? El farsante de siempre.
       —Hace una semana —contestó él— no me llamabas Charlie ni farsante. Aunque sí, a veces, payaso. Fue el sábado ¿verdad? Entonces me estuviste dando otros nombrecitos. Tal vez los mismos que gastaron las otras tres, en tiempos más felices. Nombrecitos que no repito para que no te ruborices.
       La muchacha se ruborizó. María del Carmen, la del vestido azul celeste, se levantó alzando el bolso que había dejado en el suelo, salió lenta del cuarto, cerró la puerta sin ruido.
       Quedaban ahora tres mujeres. Enriqueta, la ruborizada. Isabel, traje sastre color tabaco y corbata. Siempre sospeché. Aurora, con pantalones de obrero, una chaqueta de cuero y el pelo trabajosamente despeinado. Aurora, o su padre, tenía muchos millones pero nunca fueron exhibidos, ni siquiera expuestos. Gente bien.
       Todos éramos amigos desde una excursión y larga visita que hicimos a una casa que tenía Aurora en la playa. Amigos intercambiables pero, lo escribo con tristeza, nadie se enamoró de nadie, aunque Charlie se casó con Natalia, que se había negado a contemplar el lento suicidio prometido.
       Charlie mantuvo la sonrisa un minuto. Estaba contando cuántos éramos. A veces usaba bigote, que afeitaba y volvía, y los cambios afectaban, no demasiado, a la expresión de su cara.
       —De modo —dijo con voz resignada— que Natalí no vino. Siempre dispuesta a cumplir los deberes conyugales. Pero éste definitivo y distinto, no.
       La nombraba con un fuerte acento en la última letra. A mi lado, de pie, Brausen abrió un paquetito de pastillas de menta y se puso una en la boca. Con un leve tartamudeo preguntó:
       —¿Aceptaste, de pronto, que estabas de más en el mundo? O estás, sencillamente, escapando. Suicidarse es recomendable en ciertas situaciones, pero me gustaría saber a qué jeringa le vas a sacar el cuerpo. Si es por enfermedad o por los ojos de alguna cruel y perversa mujer. De todos modos es un apresuramiento. Ya te va a llegar solita de aquí a unos años. Y acaso entonces patalees negándote.
       —Sí, Brau —dijo Charlie—. Siempre con la razón y la joda. Pero si te explico va a pasar este tiempo. Que es mío y, si bien se piensa, es lo único que tengo y puedo manejar. Es cierto que dentro de cien años todos calvos. Les pido perdón por la charla. A todos ustedes los quiero o quise, en grados distintos, claro.
       Isabel simuló un bostezo y se palpó los bolsillos. Buscaba, mostraba que buscaba, un paquete de cigarrillos. Encendí uno de los míos y se lo metí entre los labios.
       —Gracias —dijo, más grosera que yo.
       —Nada. Siento que no sea de tu marca.
       —Pero Charlie querido —insistió Isabel—, ¿a qué viene el espectáculo? ¿Por qué no te pegás un tiro sin ayuda? Tal vez, se me ocurre, lo que estás buscando es que un público de amantes y un hombre y medio te impidan matarte. Te conozco.
       Charlie sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y lo puso contra el estornudo. Observé sin mayor envidia que se había vestido muy bien para la ceremonia. Camisa blanca cubierta por un asombroso chaleco de mil colores con cuatro grandes bolsillos. Corbata pintada a mano. Los zapatos demasiado lustrosos. En cuanto al traje, de casimir inglés, me pareció.
       Siempre lo habíamos visto disfrazado de artista. Pantalones viejos, grises, una camisa gruesa estilo canadiense, una pipa colgando de los dientes, pocas veces humeante. En invierno llevaba una casaca de terciopelo, nunca un abrigo, y pañuelo de colorinches en lugar de corbata. Iba descubierto, no usaba boina porque sabía que hubiera sido demasiado bohème. No mostraba los cuadros. «Todavía no», atajaba. En el caballete una tela virgen; los cartones de cara a las paredes.
       Charlie dijo:
       —Tengo gripe. Pero eso no cuenta. No voy a permitirle que intervenga en mi tiempo, el tiempito absolutamente mío que elegí. Pero no quiero ser egoísta. Ustedes también tendrán establecido su tiempo de esta tarde —miró su reloj pulsera—. Como todos saben soy tan rico que tengo dos habitaciones, cocina y baño. En la otra tienen delicatessen y buena bebida. Les pido, como último o penúltimo favor, que vayan, coman, beban, festejen. Prometo esperar. Por razones obvias yo no puedo comer. Desde hace mucho tiempo no lo hago.
       Estiró suspirando las largas piernas en el diván y cerró los ojos. Estaba pálido, insolentemente buen mozo, como siempre.
       Nos fuimos alejando hacia la otra habitación casi en fila india. Pero una de las mujeres se retrasó y pude oírle un responso ya clásico que sonó por primera vez e inútil para los oídos ya muertos de Scott Fitzgerald:
       —Pobre hijo de puta.
       También oí el punto final, el sonido del escupitajo.
       Sin embargo, al revés de la anécdota, Charlie aún estaba vivo.
       Encontramos una mesa muy grande, una de aquellas para familia numerosa, cubierta con una sábana blanquísima que hacía de mantel, con botellas de vino blanco y rosado, whisky Edinburgh de quince años y manjares diversos, capaces de alimentarnos durante una semana.
       Comimos, bebimos y festejamos malos chistes que apenas mantenían su gracia durante un segundo, porque tácitamente acordamos que vivíamos una broma, que Charlie era inmortal y era bueno que estuviera junta casi toda la pandilla. Todos los que habían llegado estaban brazos contra brazos y tan divertidos, haciendo brindis.
       Habíamos sido tan promiscuos, con curiosas variaciones, que las mujeres ya eran viejas camaradas y conversaban sin veneno ni alfilerazos. Brausen me resultaba un poco incómodo moviendo cabeza y ojos para escrutar, furtivo, caras y expresiones.
       De vez en cuando se asomaba una cabeza para espiar a Charlie y todo lo que podía ver era un curioso movimiento de mano yendo del chaleco a la botella. Luego parecía tranquilo y hojeaba su libro. Nadie preguntaba.
       Pero también pasaban nuestros tiempitos y, en un silencio, nos alcanzaron las campanadas de San Cristobalón Desnudo, iglesia enorme y casi en ruinas que dominaba con su altura aquella parte de la ciudad.
       Cuando regresamos, con los estómagos satisfechos por comidas y bebidas pero nerviosos, tratamos de no enfrentar el diván ni el espejo. Una pausa sin palabras hasta que miramos francamente a Charlie. Ahora estaba sentado, había encendido la lámpara de la mesita donde se destacaba otra botella de Edinburgh 15. Simulaba leer un libro y lentamente bebía tragos de una copa de cristal indudable. Y también simuló, durante un rato, no haberse enterado del pequeño tumulto de nuestro regreso.
       Charlie dejó el libro sobre el diván y nos mostró su blanca sonrisa, demasiado abiertos los ojos, tan azules como el vestido de María del Carmen. Yo conocía aquella mirada desde años.
       —Les pido perdón —dijo—. Olvidé alquilar un camarero. No sé a cuánto están. Se cotizan, quiero decir. Se trató de un vulgar sírvase usted mismo. Pero los veo contentos, ¿no?, aunque algo dudosos frente al destino.
       Conocía la cara de Charlie y la recordaba mostrando malhumor, paz y aquel don para la frase irónica, siempre dicha con descuido, creadora de enemigos. Pero ahora veía un rostro sutilmente distinto. Los ojos, candorosos, estaban mirando algo nunca visto por él e invisible para nosotros. De pronto comprendí; lo vi llevar la mano a uno de los cuatro bolsillos del chaleco floreado y volver la mano a la boca y ayudarse con un trago de whisky. Drogas, sin duda.
       Tal vez, más o menos rápido que yo, alguien comprendió. Ese alguien, con un coro confuso a sus espaldas, casi gritó, con ruego y rabia:
       —¡Pero Charlie, estás loco!
       La ya indudable lesbiana dominaba con caricias los hombros de la sabida ninfómana. Tal vez aquel momento fuera el principio de una amistad tan íntima como extraña.
       —Todos ustedes locos —dijo Charlie, tropezando levemente con las consonantes—. Se olvidan de mi amigo, de la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos. No para mí, me van a quemar. Pero de las muchachas, tan amigas, pienso que alguna vez recitaron, digo que recitó el soneto en la Asociación Cultural de Villa Mongo. No hagan caso. Miento —otra pastilla, otro trago—. Ninguna de ustedes. Pero sí se creen que no podía alquilar un camarero. Todos locos y se olvidan de que los están esperando los fúnebres ramos. Cada vez más cansado pero con fuerzas todavía. Podría pagar muchos camareros, uno para cada uno. Ahora que me voy es cuando me hice rico.
       En el grupo flotaban y herían la lástima y la repugnancia. A veces juntas y otras reñidas.
       Otra pastilla y trago y Charlie dijo, ya muy demorado:
       —Rico y me muero. Porque los invité a verme morir. Pero los ricos como yo no tendrían que suicidarse. Pero ustedes, que a veces me acompañaron en felicidad. Corrijo: felicidades, porque la otra, la de verdad, nunca hay —trago y pastilla y yo esperando—. Porque cobré al fin los terrenos de mi padre allá en el sur. Soy rico y todo para Natalí, sin testamento —píldora, tragó y cayó en el diván para siempre con los ojos grandes, azules, sorprendidos, mirando y viendo—. No por amor ni cenizas de amor —ahora balbuceaba, buceaba persiguiendo cada palabra, una por una—. Porque ella supo respetarme y estuvo a mi lado en momentos malos que ya nunca se pueden repetir. ¿Entendieron? —preguntó indiferente y débil.
       Moviendo con torpeza los brazos como si fueran brazos ajenos, conquistó un puñado de pastillas del ostentoso chaleco y bebió de la botella. Se estiró, tan largo, en el diván, cerró los párpados y comenzó a respirar audible hasta llegar a un ronquido que le fue abriendo la boca. Un chorrito de saliva resbalaba lento por el lado derecho de la cara, que iba ausentándose, la que había besado y sido besada tantas veces en aquel mismo diván, fortalecidas su furia animal, sus lentas caricias por las imágenes que agregaba el espejo.
       Me acerqué a él para observar el proceso. Mis espaldas me separaban del grupo y escuché los gritos, palabras presentidas e inevitables: ambulancia, médico, policía, lavado, tal vez.
       Tomé el pulso a nuestro Charlie. Muy débil, muy espaciado.
       —Queridos amigos —les dije—, este corazón se para en dos minutos. Debe ser por la última dosis de pastillas. Fue algo brutal. Personalmente, me voy. La sirvienta no llega hasta el lunes. Si nos quedamos, volveremos a reunirnos en la comisaría respondiendo a preguntas estúpidas quién sabe hasta cuándo.
       —Pero ¿lo vamos a dejar así?
       —Ya está dejado —dije—. Adiós. Hagan lo que quieran. Sólo les pido que olviden que yo también estuve aquí.
       Bajé en el mismo ascensor que había usado María del Carmen. El edificio donde había vivido Charlie estaba en el barrio sur, que comenzaba a revivir conservando por suerte grandes casonas con patios andaluces. El café era confortable, sin luces fluorescentes, y desde mi mesa podía espiar y contarlos tranquilamente mientras se iban yendo o en fuga. Brausen fue el último en salir y me pareció que movía las manos buscando un taxi.
       Esperé durante un whisky repugnante, industria nacional, y dos cigarrillos fumados sin prisa, larga ceniza. Pagué al mozo y salí. Tenía las dos llaves, de modo que subí en el temblor de la máquina y entré en el departamento. Charlie se estaba enfriando y la boca, sin buena mujer que le acomodara una mentonera, seguía abierta y grotesca.
       Tampoco hubo buen hombre. Natalia me había dicho en la cama durante la siesta de aquella tarde que Charlie le dejaba el dinero de los campos paternos entre las páginas del segundo tomo de los Essais de Montaigne, entreverado en la biblioteca. Era un sobre grande y pesado lleno de billetes también grandes que me costó acomodar en el bolsillo.
       Antes de irme no tuve ya más curiosidad por el difunto. Pero sí me agaché para dar vuelta a uno de los cartones apoyados contra la pared. Era un cuadro para mi gusto muy malo, donde los colores violentos parecían pelearse entre sí. Es probable que Charlie hubiera pensado lo mismo que yo.


1987





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