Juan
Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid,
1994)
Un sueño realizado
Originalmente publicado en el diario La Nación [Buenos Aires]
(6 de julio de 1941, 2ª sección, 3 y 4);
Un sueño realizado, y otros cuentos
Prólogo de Mario Benedetti
(Montevideo: Número, 1951, 66 págs.)
La broma la había inventando
Blanes —venía a mi despacho— en los tiempos en que yo tenía despacho
y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y
parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la
corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y
aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían
sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si
Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y
sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—,
aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared
cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando
la boca:
—Porque
usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí,
ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su
enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé
todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y
actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la
familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo
perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario
que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua
en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce,
aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro.
Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...
Si la primera
vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera
confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede
dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste.
Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi
pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude
vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído,
pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la
cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y
sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que
era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con
caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un
cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y
también W. Shakespeare.
Por eso,
cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que
prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme
bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la
biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un
nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul
oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me
senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el
libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me
vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el
hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar,
fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo
sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar.
.. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había
citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido
disparate que se llamaba, me pareee, Sueño Realizado. En el
reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán
solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no
quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo
escapar a Buenos Aires.
La mujer
había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había
vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia
caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más
fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo
único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la
primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta
encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le
señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia
mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que había adentro de la
mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había
ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda
pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a
fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados
en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero
había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me
era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares
exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta.
Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido
correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una
señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que
hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los
zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba
abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso
inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo
entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y
estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que
pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado
amenazando el estómago.
La mujer
tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en
eIla, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el
comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera
quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida
pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y
quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso
de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente
a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y
muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo
menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso
que los amenazaba.
Todo aquello
estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los
cubiertos al lado del plato y me levanté. "¿Usted es el señor
Langman, el empresario de teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la
invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré
con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí
justamente en el centro donde la voz, un poco española, había
canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De
los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar
nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y
de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso
aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería
verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra
de teatro...
Todo indicaba
que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la
palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las
manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio
comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza,
alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí
el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin
violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que
me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es
una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad?
Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no
tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que
usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El
sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya
sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
—Bien; Un
sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre.
Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro
sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro
nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que
se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso,
señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes
y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi
a suplicarme...
Hasta el mozo
del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde
se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho
raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una
última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le
dije:
—En fin,
señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos
tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos
personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos
Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente
no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con
sainetes y cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora,
que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia
de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que
contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y
había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo
en el cenicero. Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra,
señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son
actos.
— O cuadros.
Se extiende ahora la costumbre de...
—No
tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía
diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré
mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...
Vi que se iba
encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la
sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después
ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo
distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y
allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el
comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es
cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y
dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer
cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza.
No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde
sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a
cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al
principio.
Se calló un
momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería
que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude
escarparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso
y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie
iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo
podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los
movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un
"bock" de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a
ella, junto a usted, señora.
Ella me miró
y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando
se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco
de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada
de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo
vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero
verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay
que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el
favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía
hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a
frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de
cincuenta pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los
primeros gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que
tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero
hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera
llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé
varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el
bolsillo del chaleco.
—Perfectamente,
señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted . . .—Mientras
hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me
gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la
cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos.
. . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor
y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de
acuerdo para que Sueño, Un sueño realtzado...
Acaso fuera
simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella
comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los
cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y
se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en
sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor
para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura
de la siesta que había durado un montón de años y donde había
conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de
deshacerse podrida.
Pude dar con
Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal
cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo
del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y
hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la
mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible
gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se
bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para
tomar un vaso de leche—lo que significaba que había estado borracho el
día anterior—y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se
negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos
restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire
grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire
un poco ese techo!
Era un techo
de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India
que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y
no hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno.
Déle—dijo después.
Le expliqué
lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo
que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había
mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no
tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo
que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en
verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios
quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta
pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo,
por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se
puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido
adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo
que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor
del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la
cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:
—Usted no
escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo
donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el
Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando
vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de
negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con
cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la
sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de
molestarme y solo dijo:
—En fin,
señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha
sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces
pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro;
después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el
asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que
volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y
limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas
del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el
reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la
tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza
y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que
había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensacion de negocio
normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía
que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo
siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos
o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una
taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue
diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y
cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo
que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se
lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba
los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si
contesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo
había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por
ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la
escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una
ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran
ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se
sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa
está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo.
Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una
verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un
automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para
atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero
usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el
momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza
en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un
automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a
pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo
estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un
poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era
fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo
pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de
su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro—me
dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces
Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con
algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que
sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy
contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer pued tener y
que me da ganas de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta,
como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la
otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía
lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la
locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con
qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo
no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me
estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron
ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en
seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando
el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más
que los actores.
Al día
siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y
por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco
los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas
todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches
con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el
hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su
amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el
hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen
que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un
hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel.
Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?
Cuando al rato
llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas
y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido
conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo
alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía
mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con
capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después
alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba
completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había
sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo
de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y
seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho
y canturreando, recorría el escenario se iba colocando en posiciones de
fotógrafo, de
espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el
sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los
lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me
convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a
aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer
los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y
una botella de cerveza.
A todo esto
Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que
tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerea de donde yo
estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el
sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la
escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y
el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos
años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los
hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco
perdí el tiempo—dijo de golpe.
—Sí, me lo
imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se
puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Mé siguió
hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en
el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la
muchacha.
—Anduve
averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo
dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?,
nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no
loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del
triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich...
Hablarle de esto.
—Por lo
menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas.
Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la
boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y
tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.
Él se estuvo
con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y
seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta
que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón,
sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera
cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó
y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que
quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio
otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre
los pies y cubriéndola con las manos.
—Pero yo le
hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto.
Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata
en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y
entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que
tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese
sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que
estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió
tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted.
¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz,
pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo
todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y
también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos
fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había un
cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y
preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía
entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer
llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la
otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella
calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de
la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro
estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho,
fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una
oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien
tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su
jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo
del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo
cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada
que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en
la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era
indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al
verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o
de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto
llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente
al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca
de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a
nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo
que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del
bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé
por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado
vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el
borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era yo
quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y
habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada
a los actores. Pero fue entonees que, sin que yo me diera cuenta de lo que
pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que
estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de
una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos
por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se
pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de
los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche
viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado
en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el
disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la
casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi
gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta
clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que
acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer
la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca
del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo
en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios
entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá
de mí mismo, más alla también de la pared que yo tenía a la espalda.
Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía
matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su
capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de
la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la
jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el
recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin
ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la
calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja
que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y,
mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la
muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a
lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y
una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó
entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la
mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma
por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a
repetir sus caricias.
Bajé del
banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el
escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la
muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán
para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola
palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la
mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la
cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que
la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el
pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado,
Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer
con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los
bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en
el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a
un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó
a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado,
acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil
que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a
él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño
estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise
pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía
un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas,
gritando:
—No se da
cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé
solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el
escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza
y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí
qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado
buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía
buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí
todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para
siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.
1941
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