Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Tan triste como ella
(1963)


Para M. C.


    Querida Tantriste:
     Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de veras; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. Intento excusarme —solo para nosotros, claro— invocando la dificultad que impone navegar entre dos aguas durante X páginas. Acepto también, como merecidos, los momentos dichosos. En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía.

J.C.O.        

      Años atrás, que podían ser muchos o mezclarse con el ayer en los escasos momentos de felicidad, ella había estado en la habitación del hombre. Un dormitorio imaginable, un cuarto de baño en ruinas y desaseado, un ascensor trémulo; solo eso recordaba de la casa. Fue antes del matrimonio, pocos meses antes.
       Quería ir, deseaba que ocurriera cualquier cosa —la más brutal, la más anémica y decepcionante—, cualquier cosa útil para su soledad y su ignorancia. No pensaba en el futuro y se sentía capaz de negarlo. Pero un miedo que nada tenía que ver con el dolor antiguo la obligó a decir no, a defenderse con las manos y la rigidez de los muslos. Sólo obtuvo, aceptó, el sabor del hombre manchado por el sol y la playa.
       Soñó, al amanecer, ya separada y lejos, que caminaba sola en una noche que podía haber sido otra, casi desnuda con su corto camisón, cargando una valija vacía. Estaba condenada a la desesperación y arrastraba los pies descalzos por calles arboladas y desiertas, lentamente, con el cuerpo erguido, casi desafiante.
       El desengaño, la tristeza, al decir que sí a la muerte, solo podían soportarse porque, a capricho, el gusto del hombre renacía en su garganta en cada bocacalle que ella lo pedía y ordenaba. Los pasos doloridos se iban haciendo lentos hasta la quietud. Entonces, a medias desnuda, rodeada por la sombra, el simulacro del silencio, alguna pareja lejana de faroles, se detenía para absorber ruidosa el aire. Cargada con la valija sin peso, saboreaba el recuerdo y continuaba caminando de regreso.
       De pronto vio la enorme luna que se alzaba entre el caserío gris, negro y sucio; era más plateada a cada paso y disolvía velozmente los bordes sanguinolentos que la habían sostenido. Paso a paso, comprendió que no avanzaba con la valija hacia ningún destino, ninguna cama, ninguna habitación. La luna ya era monstruosa. Casi desnuda, con el cuerpo recto y los pequeños senos horadando la noche, siguió marchando para hundirse en la luna desmesurada que continuaba creciendo.
       El hombre estaba más flaco cada día y sus ojos grises perdían color, aguándose, lejos ya de la curiosidad y la súplica. Nunca se le había ocurrido llorar y los años, treinta y dos, le enseñaron, por lo menos, la inutilidad de todo abandono, de toda esperanza de comprensión.
       La miraba sin franqueza ni mentira todas las mañanas, por encima de la poblada, renga mesa del desayuno que había instalado en la cocina para la felicidad del verano. Tal vez no fuera totalmente suya la culpa, tal vez resulte inútil tratar de saber quién la tuvo, quién la sigue teniendo.
       A escondidas ella le miraba los ojos. Si puede darse el nombre de mirada a la cautela, al relámpago frío, a su cálculo. Los ojos del hombre, sin delatarse, se hacían más grandes y claros, cada vez, cada mañana. Pero él no trataba de esconderlos; solo quería desviar, sin grosería, lo que los ojos estaban condenados a preguntar y decir.
       Tenía entonces treinta y dos años y se iba extendiendo, desde las nueve hasta las cinco, a través de oficinas de un local enorme. Amaba el dinero, siempre que fuera mucho, así como otros hombres se sienten atraídos por mujeres altas y gordas, tolerando que sean viejas, sin importarles. Creía también en la felicidad de los fatigosos fines de semana, en la salud que descendía para todos desde el cielo, en el aire libre.
       Estaba allá o aquí, presentía el dominio sobre cualquier forma de dicha, de tentación. Había amado a la pequeña mujer que le daba comida, que había parido una criatura que lloraba incesante en el primer piso. Ahora la miraba con asombro: era, fugazmente, algo peor, más abajo, más muerto que una desconocida cuyo nombre no nos llegó nunca.
       A la hora irregular del desayuno el sol entraba por las altas ventanas; los olores del jardín se complicaban en la mesa, desfallecidos aún, como el fácil principio de una sospecha. Ninguno de ellos podía negar el sol, la primavera; en último caso, la muerte del invierno.
       A los pocos días de la mudanza, cuando nadie había pensado aún en transformar el jardín salvaje y enmarañado en una sucesión tumularia de peceras, el hombre se levantó de madrugada y aguardó el alba. Con las primeras luces, clavó una lata en la araucaria y tomó distancia con el diminuto revólver nacarado colgando de una mano. Alzó el brazo y solo pudo oír los golpecitos frustrados del percutor. Volvió a la casa con una exagerada sensación de ridículo y mal humor; sin cuidado, sin respeto por el sueño de la mujer, tiró el arma en un rincón del ropero.
       —¿Qué pasa? —murmuró ella mientras el hombre comenzaba a desnudarse para entrar al baño.
       —Nada. O las balas están picadas, no hace ni un mes que las compré, me estafaron, o el revólver se terminó. Era de mi madre o de mi abuela, tiene el gatillo flojo. No me gusta que estés sola aquí, de noche, sin algo para defenderte. Pero me voy a ocupar de eso hoy mismo.
       —No tiene importancia —dijo la mujer mientras caminaba descalza para traer al niño—. Tengo buenos pulmones y los vecinos me van a oír.
       —Estoy enterado —dijo el hombre y rio.
       Se miraron con cariño y burla. La mujer estuvo esperando el ruido del coche y volvió a dormirse con el niño colgado de un pezón.
       La sirvienta entraba y salía y no era posible saber siempre por qué. La mujer estaba acostumbrada, no creía ya en la súplica de los ojos del hombre, tantas veces entrevista, como si la mirada, la expresión, el húmedo silencio no importaran más que el color del iris, la inclinación heredada de los párpados. Él, por su parte, era incapaz, ahora, de aceptar el mundo; ni los negocios, ni la hija inexistente, con frecuencia olvidada, con frecuencia viva, tenaz, endurecida, distinta a pesar de las premeditadas borracheras, los ineludibles negocios, las compañías y las soledades. Es probable, también, que ni ella ni él creyeran ya del todo en la realidad de las noches, en sus felicidades cortas y previsibles.
       No tenían nada que esperar de las horas en que estaban juntos, pero tampoco aceptaban esa pobreza. Él continuaba jugando con el cigarrillo y el cenicero; ella estiraba manteca y jalea sobre el pan tostado. Durante aquellas mañanas él no trataba, en realidad, de mirarla; se limitaba a mostrarle los ojos, como un mendigo casi desinteresado, sin fe, que exhibiera una llaga, un muñón.
       Ella hablaba de los restos del jardín, de los proveedores, del niño rosado en la habitación de arriba. Cuando el hombre se hartaba de esperar la frase, la palabra imposible, se movía para besarle la frente y dejaba órdenes para los obreros que construían las peceras.
       El hombre comprobaba todos los meses que estaba más rico, que sus cuentas en los bancos iban creciendo sin esfuerzo ni propósitos. No lograba inventar un destino cierto, ambicioso, para el dinero nuevo.
       Hasta las cinco o seis de la tarde vendía repuestos de automóvil, de tractores, de cualquier clase de máquina. Pero a partir de las cuatro usaba el teléfono, paciente y sin rencor, para asegurarse contra la angustia, para asegurarse una mujer en una cama o en una mesa de restaurante. Se conformaba con poco, estrictamente con lo que le era necesario: una sonrisa, una caricia en los pómulos que pudiera ser confundida con la ternura o la comprensión. Después, claro, los actos de amor, escrupulosamente pagados con ropas, perfumes, objetos inútiles. Pagados también —el vicio, el dominio, la noche entera— con la resignación a las charlas versátiles e imbéciles.
       Al regreso, en la madrugada, ella le respiraba los olores ordinarios, inocultables, y le espiaba la cara huesuda que perseguía, tan equivocada, la placidez. El hombre no traía nada para contarle. Miraba la fila de botellas en el armario y elegía, al azar, cualquiera. Hundido en el sillón, calmoso, con un dedo entre las páginas de un libro, bebía frente al silencio de ella, frente a sus simulacros de sueño, frente a sus ojos inmóviles y fijos en el techo. Ella no gritaba; durante un tiempo trató de comprender sin desprecio, quiso acercarle parte de la lástima que sentía por sí misma, por la vida y su final.
       A mediados de setiembre, imperceptiblemente al principio, la mujer empezó a encontrar consuelo, a creer que la existencia está, como una montaña o una piedra, que no la hacemos nosotros, que no la hacían ni el uno ni el otro.
       Nadie, nadie puede saber cómo ni por qué empezó esta historia. Lo que tratamos de contar se inició una tarde quieta de otoño, cuando el hombre sombreó el crepúsculo aún soleado del jardín y se detuvo para mirar alrededor, para olisquear el pasto, las últimas flores de los arbustos mal crecidos y salvajes. Estuvo inmóvil un rato, la cabeza caída sobre un costado, los brazos colgando y como muertos. Después avanzó hasta el cerco de cinacina y desde allí comenzó a medir el jardín con pasos regulares, contenidos, de alrededor de un metro cada uno. Caminó de sur a norte, después desde el este al oeste. Ella lo miraba protegida por las cortinas del piso alto; cualquier cosa fuera de la rutina podía ser el nacimiento de una esperanza, la confirmación de la desgracia. El niño chillaba sobre el fin de la tarde; tampoco nadie puede afirmar si estaba vestido ya de rosa, si lo habían vestido así desde el nacimiento o desde antes.
       Aquella noche de domingo, el día más triste de la semana, el hombre dijo en la cocina mientras revolvía la taza de café: —Tanto terreno y no sirve para nada.
       Ella le espió la cara ascética, su diluido tormento incomprendido. Vio una novedosa languidez maligna, un nacimiento de la voluntad.
       —Siempre pensé... —dijo la mujer, comprendiendo mientras hablaba que en realidad estaba mintiendo, que no había tenido tiempo ni ganas de pensarlo, comprendiendo que la palabra siempre había perdido todo sentido—. Siempre pensé en árboles frutales, en canteros hechos con un plan, en un jardín de verdad.
       Aunque ella había nacido allí, en la casa vieja alejada del agua de las playas que había bautizado, con cualquier pretexto, el viejo Petrus. Había nacido, se había criado allí. Y cuando el mundo vino a buscarla, no lo comprendió del todo, protegida y engañada por los arbustos caprichosos y mal criados, por el misterio —a luz y sombra— de los viejos árboles torcidos e intactos, por el pasto inocente, alto, grosero. Tuvo una madre que compró una máquina para el césped, un padre que supo prometer, en cada sobremesa nocturna, que el trabajo comenzaría mañana. Nunca lo hizo. Aceitaba a veces la máquina durante horas o la prestaba a un vecino durante meses.
       Pero el jardín, el contrahecho remedo de selva, nunca fue tocado. Entonces la chiquilina aprendió que no hay palabra comparable a mañana: nunca, nada, permanencia y paz.
       Muy niña descubrió la broma cariñosa de los arbustos, el pasto, cualquier árbol anónimo y torcido; descubrió con risas que amenazaban invadir la casa, para retroceder a los pocos meses, encogidos, satisfechos.
       El hombre bebió el café y luego estuvo moviendo la cabeza con lentitud y resuelto. Hizo una pausa o la dejó llegar y extenderse.
       —Puede quedar, cerca de los ventanales, un rincón para estirarse y tomar cosas frescas cuando vuelva el verano. Pero el resto, todo, hay que aplastarlo con cemento. Quiero hacer peceras. Ejemplares raros, difíciles de criar. Hay gente que gana mucho dinero con eso.
       La mujer sabía que el hombre estaba mintiendo; no creyó en su interés por el dinero, no creyó que nadie pudiera talar los viejos árboles inútiles y enfermos, matar el pasto nunca cuidado, las flores sin nombre conocido, pálidas, fugaces, cabizbajas.
       Pero los hombres, los obreros, tres, se acercaron a conversar una mañana de domingo. Ella los miraba desde el piso alto; dos estaban de pie, rodeando el casi horizontal sillón del jardín de donde se alzaban las instrucciones, las preguntas sobre precio y tiempo; el tercero, agachado, con boina, enorme y plácido, mascaba un tallo.
       Lo recordó hasta el final. El más viejo, el jefe, encorvado, con el pelo abundante y blanco, con las manos colgantes, se detuvo un rato de espaldas al portón enrejado. Contempló sin asombro los árboles despojados, la vasta superficie de yuyos entremezclados. Los otros dos avanzaron, cargados inútilmente con guadañas y palas, con picos, y el desconcierto que iba trabándoles las piernas. El más joven y grande, el más perezoso, continuaba mordisqueando el tallo rematado por la florcita sonrosada. Era una mañana de domingo y la primavera estremecía las hojas del jardín; ella los miraba tratando de equivocarse, la boca del niño colgada de un pecho.
       Ella conocía el rencor, las ganas de dañarla del hombre. Pero todo había sido conversado tantas veces, comprendido hasta donde uno cree comprenderse y entender al otro, que no creyó posible la venganza, la destrucción del jardín y de su propia vida. A veces, cuando ambos aceptaban el sueño de haber olvidado, el hombre la encontraba tejiendo en algún lugar del jardín y reanudaba sin prólogo: —Todo está bien, todo está tan muerto como si nunca hubiera sucedido —la cara flaca y obsesiva se negaba a mirarla—. Pero, ¿por qué tuvo que nacer varón? Tantos meses comprándole lanas rosadas y el resultado fue ése, un varón. No estoy loco. Sé que lo mismo da, en el fondo. Pero una niña podría llegar a ser tuya, exclusivamente tuya. Ese animalito, en cambio...
       Ella estuvo un rato quieta, sosegó las manos y por fin lo miró. Más flaco, más graneles los ojos claros, perniabierto a su lado, desolándose y burlón. Mentía, ambos sabían que el hombre estaba mintiendo; pero lo comprendían de manera muy distinta.
       —Ya hablamos tanto de esto —dijo aburrida la mujer—. Tantas veces tuve que escucharte...
       —Es posible. Menos veces, siempre, que mis impulsos de volver al tema. Es un varón, tiene mi nombre, yo lo mantengo y tendré que educarlo. ¿Podemos tomar distancia, mirar desde afuera? Porque, en ese caso, yo soy un caballero o un pobre diablo. Y vos, una putita astuta.
       —Mierda —dijo ella, suavemente, sin odio, sin que pudiera saberse a quién hablaba.
       El hombre volvió a mirar el cielo que se apagaba, la primavera indudable. Giró y se puso a caminar hacia la casa.
       Tal vez toda la historia haya nacido de esto, tan sencillo y terrible; depende, la opción, de que uno quiera pensarlo o se distraiga: el hombre solo creía en la desgracia y en la fortuna, en la buena o en la mala suerte, en todo lo triste y alegre que puede caernos encima, lo merezcamos o no. Ella creía saber algo más; pensaba en el destino, en errores y misterios, aceptaba la culpa y —al final— terminó admitiendo que vivir es culpa suficiente para que aceptemos el pago, recompensa o castigo. La misma cosa, al fin y al cabo.
       A veces el hombre la despertaba para hablarle de Mendel. Encendía la pipa o un cigarrillo y aguardaba para asegurarse de que ella estaba resignada y escuchando. Tal vez esperara, él, un milagro en su alma o en el de su mujer desnuda, cualquier cosa que pudiera ser exorcizada y les diera la paz o un engaño equivalente.
       —¿Por qué con Mendel? Podías haber elegido entre tantos mejores, entre tantos que me avergonzaran menos.
       Quería volver a escuchar el relato de los encuentros de la mujer con Mendel; pero, en realidad, retrocedía siempre, miedoso de saber del todo, definitivamente; resuelto, en el fondo, a salvarse, a ignorar el porqué. Su locura era humilde y podía ser respetada.
       Mendel o cualquier otro. Lo mismo daba. No tenía nada que ver con el amor.
       Una noche el hombre trató de reír:
       —Y, sin embargo, así estaba escrito. Porque las cosas se han enredado, o se pusieron armónicas, de tal manera que hoy puedo mandarlo a Mendel a la cárcel. A Mendel, a ningún otro. Un papelito falsificado, una firma dibujada por él. Y no me muevo por celos. Tiene una mujer y tres hijos totalmente suyos. Una casa o dos. Sigue pareciendo feliz. No se trata de los celos sino de la envidia. Es difícil de entender. Porque a mí, personalmente, de nada me sirve destrozar todo eso, hundir o no a Mendel. Deseaba hacerlo desde mucho antes del descubrimiento, desde antes de saber que era posible. Imagino, ¿sabés?, la posibilidad de la envidia pura, sin motivos concretos, sin rencor. A veces, muy pocas, la encuentro posible.
       Ella no contestó. Acurrucada contra el primer frío del alba pensaba en el niño, esperaba el primer llanto del hambre. Él, en cambio, esperaba el milagro, la resurrección de la chica encinta que había conocido, la suya propia, la del amor que se creyeron, o fueron construyendo durante meses, con resolución, sin engaño deliberado, abandonados tan cerca de la dicha.
       Los hombres empezaron a trabajar un lunes, aserrando sin prisa los árboles que se llevaban al final de la jornada en un camión destartalado, rugiente de vejez, siempre torcido. Días después comenzaron a guadañar los yuyos floridos, el pasto que se había hecho jugoso y recto. No cumplían ningún horario regular; tal vez hubieran contratado la totalidad del trabajo, directamente, dejando de lado el engorre de los jornales, las faltas y las perezas. Sin embargo, tampoco mostraron nunca apresurarse.
       El hombre no le hablaba nunca de lo que estaba ocurriendo en el jardín. Seguía flaco y callado, fumaba y bebía. El cemento se extendía ahora sobre la tierra y sus recuerdos, blanco, grisáceo en seguida.
       Entonces, al final de un desayuno, rencoroso e incauto, el hombre apagó el cigarrillo en el fondo de una taza y, casi sonriendo, como si comprendiera de verdad el destino de sus palabras, dijo lento, sin mirarla: —Sería bueno que vigilaras el trabajo de los poceros. Entre una y otra mamadera. No veo que el portland avance.
       Desde aquel momento los tres peones se convirtieron en poceros. Ahora traían grandes chapas de vidrio para hacer las peceras, enormes, distribuidas con deliberada asimetría, desproporcionadas para toda clase de fauna que quisiera criarse allí.
       —Sí —dijo ella—. Puedo hablar con el viejo. Ir al lugar donde estaba el jardín y mirarlos trabajar.
       —El viejo —se burló el hombre—. ¿Sabe hablar? Creo que los dirige moviendo las manos y las cejas.
       Empezó a bajar diariamente al cemento, de mañana y de tarde, aprovechando los horarios caprichosos que ellos elegían. Acaso también podía decirse de ella que estaba rencorosa e incauta.
       Caminaba despacio, más crecida ahora sobre el piso duro y parejo, desconcertada, moviéndose en sesgo, restaurando los antiguos desvíos, los perdidos atajos que habían impuesto alguna vez los árboles y los canteros. Miraba a los hombres, veía erguirse las enormes peceras. Olía el aire, esperaba la soledad de las cinco de la tarde, el rito diario, el absurdo conquistado, hecho casi costumbre.
       Primero fue la incomprensible excitación del pozo por sí mismo, el negro agujero que se hundía en la tierra. Le hubiera bastado. Pero pronto descubrió, en el fondo, la pareja de hombres trabajando, con los torsos desnudos. Uno, el del yuyo mascado, moviendo con descuido los enormes bíceps; el otro, largo y flaco, más lento, más joven, provocando la lástima, el afán de ayudarlo y pasarle un trapo por la frente sudada.
       No sabía cómo alejarse y mentirse a solas.
       El viejo fumaba mal acomodado en un tronco. La miraba impasible.
       —¿Trabajan? —preguntó ella, sin interés.
       —Sí señora, trabajan. Exactamente lo que tienen que hacer cada día, cada jornada. Para eso estoy yo. Para eso, y otras cosas que adivino. Pero no soy Dios. Presiento, apenas, y ayudo cuando puedo.
       Los poceros la saludaban moviendo una vez las cabezas cordiales y taciturnas. Muy pocas veces podían inventar un tema de conversación, pretextos que rebotaran algunos minutos. Ella y la pareja de poceros, el gigante tranquilo, con la boina siempre puesta y mascando un yuyo que ya no podía haber arrancado del jardín cegado, el otro, muy joven y delgado, tonto de hambre, enfermo. Porque el viejo no hablaba y podía pasar inmóvil la jornada entera, de pie o sentado en la tierra, haciéndose cigarrillos, uno tras otro.
       Cavaban, medían y sudaban como si algo de esto pudiera importarle a ella, como si estuviera viva y fuese capaz de participar. Como si hubiera sido dueña algún día de los árboles desaparecidos y los pastos muertos. Hablaba de cualquier cosa, exagerando la cortesía, el respeto, esa forma de la tristeza que ayuda a unir. Hablaba de cualquier cosa y dejaba siempre sin final las frases, esperando las cinco de la tarde, esperando que los hombres se fueran.
       La casa estaba rodeada por un cerco de cinacinas. Ya eran árboles, de casi tres metros de altura, aunque los troncos conservaban una delgadez adolescente. Los habían plantado muy juntos pero supieron crecer sin estorbarse, apoyándose uno en el otro, entreverando las espinas.
       A las cinco de la tarde los poceros imaginaban escuchar una campana y el viejo alzaba un brazo. Guardaban, tiraban las herramientas en la sombra fresca del galpón, saludaban y se iban. El viejo adelante, el animal de la boina y el flaco encorvado después, para que las nubes y el resto del sol se enteraran del respeto a las jerarquías. Lentos los tres, fumando calmosos, sin ganas.
       En el piso alto, de espaldas al griterío en la cuna, la mujer los espiaba para asegurarse. Aguardaba inmóvil diez o quince minutos. Entonces bajaba hacia lo que había sido en un tiempo su jardín, esquivando obstáculos que ya no existían, taconeaba sobre el cemento hasta llegar al cerco de cinacinas. No ensayaba siempre el mismo lugar, claro. Podía marcharse por el gran portón de hierro que usaban los poceros, las imaginarias visitas; podía escapar por la puerta del garaje, siempre abierta cuando el coche estaba afuera.
       Pero elegía, sin convicción, sin deseo de verdad, el juego inútil y sangriento con las cinacinas, contra ellas, plantas o árboles. Buscaba, para nada, sin ningún fin, abrirse un camino entre los troncos y las espinas. Jadeaba un tiempo, abriéndose las manos. Concluía siempre en el fracaso, aceptándolo, diciéndole que sí con una mueca, una sonrisa.
       Después atravesaba el crepúsculo, lamiéndose las manos, mirando el cielo de esta primavera recién nacida y el cielo tenso, promisorio, de primaveras futuras que tal vez transcurriera su hijo. Cocinaba, atendía al niño, y con un libro siempre mal elegido comenzaba la espera del hombre, en uno de los dos sillones floreados o tendida en la cama. Escondía los relojes y esperaba.
       Pero todas las noches, los regresos del hombre eran idénticos, confundibles. Cerca de octubre le tocó leer: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”. El hombre escondió el coche en el garaje, cruzó el cemento y subió. Era el mismo de siempre, la frase recién leída por ella no logró transformarlo. Se paseaba por el dormitorio haciendo sonar el llavero, contando historias simples o complejas de la jornada, mintiéndole, inclinando a veces en las pausas la cara pomulosa, los ojos crecientes. Tan triste como ella, acaso.
       Aquella noche la mujer se abandonó, exigió, como no lo había hecho desde muchos meses antes. Todo lo que los hiciera felices o los ayudara a olvidar era bienvenido, sagrado. Bajo la pequeña luz semiescondida, el hombre terminó por dormirse, casi sonriente, aquietado. Insomne, regresando, ella descubrió sin asombro, sin tristeza, que desde la infancia no había tenido otra felicidad verdadera, sólida, aparte de los verdes arrebatados al jardín. Nada más que eso, esas cosas cambiantes, esos colores. Y estuvo pensando, hasta el primer llanto del niño, que él lo había intuido, que quiso privarla de lo único que le importaba en realidad. Destruir el jardín, continuar mirándola manso con los ojos claros y ojerosos, jugar su sonrisa, indirecta, ambigua.
       Cuando empezaron los ruidos de la mañana, la mujer mostraba los dientes al techo, pensando, una vez y otra, en la primera parte del Ave María. Nada más, porque no podía admitir la palabra muerte. Reconocía no haber sido engañada nunca, aceptaba haber acertado en los desconciertos, los miedos, las dudas de la infancia: la vida era una mezcla de imprecisiones, cobardías, mentiras difusas, no por fuerza siempre intencionadas.
       Pero recordaba, aún ahora y con mayor fuerza, la sensación de estafa iniciada al final de la infancia, atenuada en la adolescencia gracias a deseos y esperanzas. Nunca había pedido nacer, nunca había deseado que la unión, tal vez momentánea, fugaz, rutinaria, de una pareja en la cama (madre, padre, después y para siempre) la trajeran al mundo. Y sobre todo, no había sido consultada respecto a la vida que fue obligada a conocer y aceptar. Una sola pregunta anterior y habría rechazado, con horror equivalente, los intestinos y la muerte, la necesidad de la palabra para comunicarse e intentar la comprensión ajena.
       —No —dijo el hombre cuando ella trajo el desayuno desde la cocina—. No pienso hacer nada contra Mendel. Ni siquiera ayudar.
       Estaba vestido con un cuidado extraño, como si no fuera a la oficina sino a una fiesta. Ante el traje nuevo, la camisa blanca, la corbata nunca usada, ella gastó minutos en recordar y creer en su recuerdo. Así había estado para ella durante el noviazgo. Estuvo moviéndose deslumbrada e incrédula, aliviada de angustias y de años.
       El hombre mojó un pedazo de pan en la salsa y apartó el plato. La mujer vio brillar tímida, tanteadora, la nueva mirada que le llegaba desde la mesa o que ella tuvo que inventarse.
       —Voy a quemar el cheque de Mendel. O puedo regalártelo. De todos modos, es cuestión de días. El pobre hombre.
       Ella tuvo que esperar un tiempo. Luego consiguió apartarse de la chimenea y fue a sentarse frente al hombre flaco, sin sufrir y paciente, esperando que se fuera.
       Cuando escuchó morir el ruido del coche en la carretera, subió al dormitorio; encontró en seguida el pequeño inútil revólver con cachas de nácar y estuvo mirándolo sin tocarlo. Fuera de ella, tampoco había llegado el verano, aunque la primavera avanzaba enfurecida y los días, las pequeñas cosas, no podían ni hubieran querido detenerse.
       Por la tarde, luego del rito con las espinas y las perezosas líneas de sangre en las manos, la mujer aprendió a silbar con los pájaros y supo que Mendel había desaparecido junto con el hombre, flaco. Era posible que nunca hubieran existido. Quedaba el niño en la planta alta y de nada le servía para atenuar su soledad. Nunca había estado con Mendel, nunca lo había conocido ni le había visto el cuerpo corto y musculoso; nunca supo de su tesonera voluntad masculina, de su risa fácil, de su despreocupada compenetración con la dicha. El tajo de la frente goteaba ahora con lentitud a lo largo de la nariz.
       Lloró el niño y tuvo que subir. El viejo fumaba sentado en una piedra, tan quieto, tan nada, que parecía formar parte de su asiento. Los otros dos estaban invisibles en el fondo de un pozo. Arriba, consoló al niño y vio en el suelo el traje arrugado del hombre. Estuvo escarbando, miró papeles llenos de cifras, monedas, un documento. Por fin, la carta.
       Estaba hecha con una letra femenina, muy hermosa y clara, impersonal. No llegaba a las dos carillas y la firma ostentaba un significado incomprensible: Másam. Pero el sentido de la carta, la acumulación de tonterías, de juramentos, de frases que pretendían, simultáneamente, el ingenio y el talento, era muy claro. “Debe ser muy joven —pensó la mujer, sin lástima ni envidia—; así escribía yo, le escribía.” No encontró fotografías.
       Al pie de Másam el hombre había escrito con tinta roja: “Tendrá dieciséis años y vendrá desnuda por encima y debajo de la tierra para estar conmigo tanto tiempo como duren esta canción y esta esperanza”.
       Nunca llegó a tener celos del hombre ni pudo odiarlo; acaso, un poco, a la vida, a su propia incomprensión, a una indefinida mala jugada que le había hecho el mundo. Durante semanas continuaron viviendo como siempre. Pero él no tardó en sentir el cambio, en percibir que los rechazos y los perdones se iban transformando en una lejanía mansa, sin hostilidad.
       Decían cosas, pero en realidad ya no conversaban. Ella soslayaba impasible las chispas de súplica que a veces saltaban de los ojos del hombre. “Es lo mismo que si estuviera muerto desde meses atrás, que no nos hubiéramos conocido nunca, que no se encontrara a mi lado.” Ninguno de los dos tenía nada que esperar. La frase no vendría, esquivaban los ojos. El hombre jugaba con el cigarrillo y el cenicero; ella estiraba manteca y jalea sobre el pan.
       Cuando él regresaba a medianoche, la mujer dejaba de leer, fingía dormir o hablaba del trabajo en el jardín, de las camisas mal lavadas, del niño y del precio de la comida. Él la escuchaba sin hacer preguntas, incurioso, sin traer nada verdadero para contar. Después sacaba una botella del armario y bebía en la madrugada, solo o con un libro.
       Ella, en el aire nocturno de verano, le espiaba el perfil aguzado, la parte posterior de la cabeza, donde aparecían canas imprevistas días antes, donde el cabello empezaba a ralear. Dejó de tenerse lástima y la colocó en el hombre. Ahora, en los regresos, él se negaba a comer. Iba hasta el armario y bebía en la noche, en el alba. Tendido en la cama, hablaba a veces con una voz ajena, sin dirigirse a ella ni al techo; contaba cosas felices e increíbles, inventaba personas y acciones, circunstancias simples o dudosas.
       Se decidió una noche en que el hombre llegó muy temprano, no quiso leer ni desvestirse, le estuvo sonriendo antes de hablar. “Quiere ayudar el paso del tiempo. Me contará una mentira exactamente tan larga como le convenga. Algo incrustado absurdamente en nuestras vidas, en la mortecina historia que estamos viviendo.” El hombre trajo una copa apenas mediada y le ofreció otra llena. Sabía, desde años atrás, que ella no iba a tocarla. No le había dado tiempo a meterse en la cama, la sorprendió en el gran sillón mientras ella miraba una vez y otra el libro, las palabras que conocía de memoria: “Figúrense ustedes el pesar creciente, el ansia de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio”.
       El hombre se sentó frente a ella, escuchó las rutinarias novedades, asintiendo en silencio. Cuando se acercaba la muerte de la pausa, dijo, con otras palabras: —El viejo. Ese que cobra, fuma, mira despreocupado el trabajo de los peones. Estudió un año en el seminario, estudió arquitectura unos meses. Habla de un viaje a Roma. ¿Con qué dinero, el pobre diablo? No sé cuánto tiempo después, varios años en todo caso, eligió reaparecer por estos lugares, por la ciudad. Estaba disfrazado de cura. Mentía, sin alarde, confundiendo y despistando. No se sabe cómo, pudo vivir dos días y dos noches en el seminario. Trató de conseguir ayuda para construir una capilla. Exhibía, desplegaba, con una obstinación semejante al furor, planos azulosos. Finalmente, volvieron a echarlo, a pesar de que él ofreció hacerse cargo de los gastos, reunir personalmente el dinero necesario.
       —Tal vez haya sido entonces, no antes, que se disfrazó con la sotana y anduvo golpeando puerta por puerta para pedir ayuda. No para él sino para la capilla. Parece que lograba convencer con su fervor y con la vaga historia de su fracaso. Había tenido la astucia de ir depositando en el juzgado el dinero que recibía. De modo que cuando intervinieron los verdaderos curas no hubo más remedio que conformarse con una multa, que no pagó él, y algunos días de cárcel. Después, nadie pudo impedirle que se dedicara a hacer casas. Puso el techo a tantos horrores que nos rodean, aquí, en Villa Petrus, que la gente le dice “el constructor”. Tal vez alguno le llame “señor arquitecto”. No sé si es verdad o mentira. Quién perdería tiempo en averiguarlo.
       —¿Y si fuera verdad? —murmuró ella sobre el vaso.
       —De todos modos, no es historia nuestra.
       Ella giró en la cama. Pensó en cualquiera que estuviera vivo o hubiera cumplido el rito incomprensible de vivir, en cualquiera que estuviera viviendo o lo hubiera hecho siglos atrás, con preguntas que solo obtenían el consabido silencio. Hombre o mujer, ya daba lo mismo. Pensó en el pocero gigantesco, en cualquiera, en la compasión.
       —Mientras cumpla... —comenzó a decir él; entonces sonó el teléfono y el hombre se levantó, delgado y ágil, retardando los largos pasos. Habló en el corredor oscuro y volvió al dormitorio con cara de fastidio, casi rabioso.
       —Es Montero, desde la oficina. Se había quedado por el balance y ahora... Ahora me dice que hay algo raro, que necesita verme en seguida. Si no te molesta...
       Ella no tuvo necesidad de examinarle la cara para comprender, para recordar que había sabido desde el principio el porqué del incongruente relato sobre el viejo; que él había hablado y ella escuchó solo para esperar juntos el llamado telefónico, la confirmación de la cita.
       —Más Am —pronunció la mujer, sonriendo apenas, sintiendo que la lástima crecía sin volver hacia ella. Tomó su vaso de un trago y se alzó para traer la botella y colocarla en la pequeña mesa, a su lado.
       El hombre no entendió, se mantuvo sin entender ni contestar.
       —Pero si te parece mejor que me quede... —insistió.
       La mujer volvió a sonreír mirando recta hacia la cortina que se movía con pereza en la ventana.
       —No —repuso. Volvió a llenar su vaso y se inclinó para beber sin derramar, sin ayuda de las manos.
       El hombre permaneció un rato de pie, silencioso e inmóvil. Después volvió al corredor para buscar un sombrero y un abrigo. Ella esperó quieta el ruido del coche; luego, casi feliz en el centro exacto de la soledad y del silencio, estuvo sacudiendo la cabeza atontada y otra vez más puso coñac en la copa. Estaba decidida, segura ya de que era inevitable, sospechando que lo había querido desde el momento que vio el pozo y, adentro, el tórax del hombre que cavaba, los brazos enormes y blancos cumpliendo sin esfuerzo el ritmo del trabajo. Pero no podía renunciar a la desconfianza: no lograba convencerse de que era ella quien estaba eligiendo, pensaba que alguien, otros o algo había decidido por ella.
       Fue fácil y ella lo sabía de tiempo atrás. Esperó en el jardín, en sus restos, tejiendo sin interés como siempre, hasta que la bestia salió de la cueva, tomó un jarro de agua y anduvo buscando la manguera para refrescarse. Le hizo una seña y lo trajo. Junto al garaje, aventuró preguntas tontas. No se miraban. Ella preguntó si podrían volver a trepar allí flores y plantas, arbustos o yuyos, cualquier forma vegetal y verde.
       El hombre se agachó, estuvo escarbando con las uñas sucias y roídas el pedazo de tierra arenosa que le ofrecían.
       —Puede —dijo al levantarse—. Es cuestión de querer, un poco de paciencia y cuidado.
       Rápida y susurrante y voluntariosa, sin haberlo oído, con las manos unidas en la espalda, mirando el cielo nuboso y su amenaza, la mujer ordenó: —Después que se vayan. Y que nadie lo sepa. ¿Jura?
       Impasible, ajeno, sin enterarse, el hombre se tocó la sien y asintió con su voz pesada.
       —Vuelva a la seis y entre por el portón.
       El gigante se alejó sin despedirse, lento, balanceándose. El viejo estuvo escuchando a los ángeles que anunciaban las cinco de la tarde y ordenó el regreso. Aquella tarde ella dejó en paz las cinacinas; lenta, sonámbula, arrepentida e incrédula fue trepando la escalera y cuidó al niño. Luego, desde la ventana, se puso a vigilar el camino, a mirar el creciente añil del cielo. “Estoy loca, o estuve y lo sigo estando y me gusta”, se repetía con una invisible sonrisa feliz. No pensaba en la venganza, en el desquite; apenas, levemente, en la infancia lejana e incomprensible, en un mundo de mentira y desobediencia.
       El hombre llegó al portón a las seis, con el yuyo mascado adornándole una oreja. Ella lo dejó caminar, muy lento, un rato, sobre el cemento que cubría el jardín asesinado. Cuando el gigante se detuvo, bajó corriendo —el tambor veloz y acompasado de los peldaños bajo sus tacos— y se acercó empequeñecida, hasta casi tocar el cuerpo enorme. Le olió el sudor, estuvo contemplando la estupidez y la desconfianza en los ojos parpadeantes. Empinándose, con un pequeño furor, sacó la lengua para besarlo. El hombre jadeó y fue torciendo la cabeza hacia la izquierda.
       —Está el galpón —propuso.
       Ella rió suavemente, breve; estuvo mirando calmosa las cinacinas, como si se despidiera. Había manoteado una muñeca del hombre.
       —No en el galpón —repuso por fin y con dulzura—. Muy sucio, muy incómodo. O arriba o nada —como a un ciego lo guió hasta la puerta, lo ayudó a subir la escalera. El niño dormía. Misteriosamente, el dormitorio se conservaba idéntico, invicto. Persistían la cama ancha y rojiza, los escasos muebles, el armario de las bebidas, las cortinas inquietas, los mismos adornos, floreros, cuadros, candelabro.
       Sorda, lejana, lo dejó hablar sobre el tiempo, jardines y cosechas. Cuando el pocero estaba terminando la segunda copa se le acercó a la cama y dio otras órdenes. Nunca había imaginado que un hombre desnudo, real y suyo pudiera ser tan admirable y temible. Reconoció el deseo, la curiosidad, un viejo sentimiento de salud dormido por los años. Ahora lo miraba acercarse; y empezó a tomar conciencia del odio por la superioridad física del otro, del odio por lo masculino, por el que manda, por quien no tiene necesidad de hacer preguntas inútiles.
       Lo llamó y tuvo al pocero con ella, hediondo y obediente. Pero no se pudo, una vez y otra, porque habían sido creados de manera definitiva, insalvable, caprichosamente distinta. El hombre se apartó rezongando, con la garganta atascada y odiosa: —Siempre es así. Siempre me pasó —hablaba con tristeza y recordando, sin rastro de orgullo.
       Oyeron el llanto del niño. Sin palabras, sin violencia, ella consiguió que el hombre se vistiera, le dijo mentiras mientras le acariciaba la mejilla barbuda: —Otra vez —murmuró como despedida y consuelo.
       El hombre se metió de regreso en la noche, mordiendo acaso un yuyo, pisoteando la ira, el antiguo, injusto fracaso.
       (En cuanto al narrador, solo está autorizado a intentar cálculos en el tiempo. Puede reiterar en las madrugadas, en vano, un nombre prohibido de mujer. Puede rogar explicaciones, le está permitido fracasar y limpiarse al despertar lágrimas, mocos y blasfemias).
       Tal vez haya sucedido al día siguiente. Tal vez el viejo, la cara flaca, más vieja que él, libre de expresión, haya esperado un tiempo más. Media semana, supongamos. Hasta que la vio ambular por lo que había sido jardín, entre la casa y el galpón, colgando pañales de un alambre.
       Encendió el flojo cigarrillo y, antes de moverse, susurró malhumorado a los peones: —Quiero saber si nos adelantan la quincena.
       Muy lento, casi gimiendo logró desprenderse del asiento y anduvo rengueando hacia la mujer. La encontró sin esperanza, más infantil que nunca, casi tan liberada del mundo y sus promesas como él mismo. El seminarista arquitecto la miró con lástima, fraternal.
       —Escuche, señora —pidió—. No necesito respuesta. Ni siquiera, con usted, palabras.
       Trabajosamente extrajo de un bolsillo del pantalón un puñado de rosas recién abiertas, pequeñas hasta el prodigio, vulgares y con los tallos quebrados. Ella las tomó sin vacilar, las envolvió en un trapo húmedo y continuó esperando. No desconfiaba; y los ojos cansados del viejo solo servían para dar paso a unas antiguas ganas de llorar que no estaban ya relacionadas con su vida actual, con ella misma. No dijo gracias.
       —Escuche, hija —volvió a pedir el viejo—. Eso, las rosas, son para que usted olvide o perdone. Es lo mismo. No importa, no queremos saber de qué estamos hablando. Cuando las flores se mueran y tenga que tirarlas, piense que somos, nos guste o no, hermanos en Cristo. Le habrán dicho muchas cosas de mí, aunque usted vive sola. Pero no estoy loco. Miro y soporto.
       Agachó la cabeza para saludar y se fue. Fatigado por el monólogo empezaba a escuchar en el aire quieto y tormentoso de la tarde el preludio de las cinco campanadas.
       —Vamos —dijo a los poceros—. No hay quincena adelantada, parece.
       Después de varias noches entre la espera y una esperanza sin destino, una, antes del aburrimiento del libro y el sueño indominable, oyó el ruido del coche en el garaje, el atenuado silbido que trepaba cuidadoso la escalera. Ignorante, inocente en definitiva de tantas cosas, el hombre silbaba “The man I love”.
       Ella lo miró moverse, le hizo una mueca de saludo, aceptó la copa que le acercaron.
       —¿Fuiste al médico? —preguntó la mujer—. Lo habías prometido, ¿o lo juraste?
       El perfil huesudo sonrió sin volverse, feliz por darle algo.
       —Sí. Fui. No pasa nada. Un hombre esquelético desnudo frente a un gordo apacible. La rutina de las placas y los análisis. Un hombre gordo en guardapolvo, tal vez no exageradamente limpio, que no creía en su martillito, en su estetoscopio, en las órdenes que se puso a escribir. No; no pasa nada que ellos puedan comprender, curar.
       Ella aceptó, por primera vez, otra copa rebosante. Movió los dedos y tuvo un cigarrillo. Estuvo riendo y envaró el cuerpo para suprimir la tos. El hombre la miraba, asombrado, casi feliz. Dio un paso para sentarse en la cama, pero ella, lenta, se fue apartando de las sábanas, de la caricia paternal. Conservaba medio cigarrillo encendido y continuó fumando, cautelosa.
       Estaba de espaldas cuando dijo:
       —¿Por qué te casaste conmigo?
       El hombre le miró un rato las formas flacas, el pelo enrevesado en la nuca; luego caminó hacia atrás, hacia el sillón y la mesa. Otra copa, otro cigarrillo, rápido y seguro. La pregunta de la mujer había envejecido, marcaba arrugas, se extendía en desorden como una planta de hiedra aferrada a un muro con sus uñas. Pero tuvo que ganar tiempo; porque la mujer, aunque nunca llegaron a saberlo ellos, aunque nunca lo supo nadie, era más inteligente y desdichada que el hombre flaco, su marido.
       —No tenías dinero, no fue por eso —trató de bromear el hombre—. El dinero vino después, sin culpa mía. Tu madre, tus hermanos.
       —Ya estuve pensando en eso. Nadie lo hubiera adivinado. Y además, no te interesa el dinero. Lo que es peor, se me ocurre a veces. Entonces vuelvo: ¿por qué te casaste conmigo?
       El hombre fumó un rato en silencio, diciendo que sí con la cabeza, dilatando los labios exangües encima de la copa.
       —¿Todo? —preguntó por fin; estaba lleno de cobardía y de lástima.
       —Todo, claro —la mujer se incorporó en la cama pan verle enflaquecer la cabeza endurecida y resuelta.
       —Tampoco lo hice porque estuvieras esperando un hijo de Mendel. No hubo piedad, ningún deseo de ayudar al prójimo. Entonces era muy simple. Te quería, estaba enamorado. Era el amor.
       —Y se fue —afirmó ella desde la cama, casi gritando. Pero, inevitablemente, también preguntaba.
       —Con tanta astucia y disimulo y traición. Se fue; no podría decir si eligió semanas o meses o prefirió desvanecerse suavemente, una hora y otra. Es tan difícil de explicar. Suponiendo que yo sepa, que entienda. Aquí, en el balneario que inventó Petrus, eras la muchacha. Con o sin el feto removiéndose. La muchacha, la casi mujer que puede ser contemplada con melancolía, con la sensación espantosa de que ya no es posible. El pelo se va, los dientes se pudren. Y, sobre todo, saber que para vos nacía la curiosidad y yo empezaba a perderla. Es posible que mi matrimonio contigo haya sido mi última curiosidad verdadera.
       Ella continuó esperando, en vano. Por fin se levantó, se puso una bata y enfrentó al hombre en la mesa.
       —¿Todo? —preguntó—. ¿Estás seguro? Te pido por favor. Y si es necesario que me arrodille... Por este pequeño pasado que nos ayudamos a pisotear, sin acuerdo, libres, por este pasado encima del cual, hombro contra hombro, por razones de espacio, nos agachamos para aliviarnos...
       El hombre, con el cigarrillo colgando de la boca adelgazada, se volvió hacia ella y las vértebras le sonaron en la nuca. Sin piedad ni sorpresa, apagada por la costumbre, ella estuvo mirando el rostro de cadáver.
       —¿Todo? —se burló el hombre—. ¿Más todo? —hablaba hacia la copa en alto, hacia momentos perdidos, hacia lo que creía ser—. ¿Todo? Tal vez no lo comprendas. Ya hablé, creo, de la muchacha.
       —De mí.
       —De la muchacha —porfió él.
       La voz, las confusiones, la cuidada lentitud de los movimientos. Estaba borracho y próximo a la grosería. Ella sonrió, invisible y feliz.
       —Eso dije —continuó el hombre, despacio, vigilante—. La que todo tipo normal busca, inventa, encuentra, o le hacen creer que encontró. No la que comprende, protege, mima, ayuda, endereza, corrige, mejora, apoya, aconseja, dirige y administra. Nada de eso, gracias.
       —¿Yo?
       —Sí, ahora; y todo el maldito resto —se apoyó en la mesa para ir al baño.
       Ella se quitó la bata, el camisón de pupila de orfelinato y lo estuvo esperando. Lo esperó hasta verlo salir desnudo y limpio del baño, hasta que le hizo una vaga caricia y, tendido a su lado en la cama, comenzó a respirar como un niño, en paz, sin recuerdo ni pecado, inmerso en el silencio inconfundible donde una mujer ahoga su llanto, su exasperación domada, su sentido atávico de la injusticia.
       El segundo pocero, el flaco y lánguido, el que parecía no entender la vida y pedirle un sentido, una solución, resultó más fácil, más suyo. Acaso por la manera de ser del hombre, acaso porque lo tuvo muchas veces.
       Después de las cinco se hería con las cinacinas, cerrando los ojos. Se lamía lentamente las manos y las muñecas. Desgarbado, vacilante, sin comprender, el segundo pocero llegaba a las seis y se dejaba llevar al galpón que olía a encierro y oveja.
       Desnudo, se hacía niño y temeroso, suplicante. La mujer usó todos sus recuerdos, sus repentinas inspiraciones. Se acostumbró a escupirlo y cachetearlo, pudo descubrir, entre la pared de zinc y el techo, un rebenque viejo, sin grasa, abandonado.
       Disfrutaba llamándolo con silbidos como a un perro, haciendo sonar los dedos. Una semana, dos semanas o tres.
       Sin embargo, cada golpe, cada humillación, cada cobro y alegría la introducían en la plenitud y el sudor del verano, en la culminación que solo puede ser continuada por el descenso.
       Había sido feliz con el muchacho y a veces lloraron juntos, ignorando cada uno el porqué del otro. Pero, fatalmente y lenta, la mujer tuvo que regresar de la sexualidad desesperada a la necesidad de amor. Era mejor, creyó, estar sola y triste. No volvió a ver a los poceros; bajaba en el crepúsculo, después de las seis, y se acercaba cautelosa a los árboles del cerco.
       —Sangre —la despertaba el hombre al volver de madrugada—; sangre en las manos y en la cara.
       —No es nada —respondía ella esperando el regreso del sueño—. Todavía me gusta jugar con los árboles.
       Una noche el hombre volvió para despertarla; se sirvió una copa mientras se aflojaba la corbata. Sentada en la cama, la mujer le oyó la risa y la estuvo comparando con el ruido claro, fresco, incontenible que le había escuchado años atrás.
       —Mendel —dijo por fin—. Tu maravilloso, irresistible amigo Mendel. Y, en consecuencia, mi amigo del alma. Está preso desde ayer. Y no por mis papeles, documentos, sino porque era forzoso que terminara así.
       Ella pidió una copa sin soda y la tomó de un trago.
       —Mendel —dijo con asombro, incapaz de entender, de adivinar.
       —Y yo —murmuró el hombre en tono de verdad— no sabiendo todo el día si le hago un favor entregándole al juez los sucios papeles o quemándolos.
       Hasta que, en mitad del verano, llegó la tarde prevista mucho tiempo antes, cuando tenía su jardín salvaje y no habían llegado poceros a deshacerlo.
       Caminó por el jardín que aplastaba el cemento y se arrojó sonriente, con técnica muy vieja y sabida, contra las cinacinas y sus dolores.
       Rebotó en blanduras y docilidades, como si las plantas se hubieran convertido repentinamente en varas de goma. Las espinas no tenían ya fuerza para herir y goteaban, apenas, leche, un agua viscosa y lenta, blancuzca, perezosa. Probó otros troncos y todos eran iguales, manejables, inofensivos, rezumantes.
       Se desesperó al principio y terminó por aceptar; tenía la costumbre. Ya habían pasado las cinco de la tarde y los peones se habían ido. Arrancando al paso algunas flores y hojas se detuvo para rezar, de pie, debajo de la araucaria inmortal. Alguien gritaba, hambriento o asustado en el primer piso. Con una flor magullada en la mano, comenzó a subir la escalera.
       Amamantó al niño hasta sentirlo dormido. Después se bendijo y fue refregando los pasos hacia el dormitorio. Escarbó en el ropero y pudo encontrar, casi en seguida, entre camisas y calzoncillos, el Smith and Wesson, inútil, impotente. Todo era un juego, un rito, un prólogo.
       Pero volvió a rezar, mirando el brillo azuloso del arma, dos primeras mitades del Ave María; fue resbalando hasta caer en la cama, reconstruyó la primera vez y tuvo que abandonarse, llorar, ver de nuevo la luna de aquella noche, entregada, como una niña. El caño helado del revólver muerto atravesó los dientes, se apoyó en el paladar.
       De vuelta al cuarto del niño, le robó la bolsa de agua caliente. En el dormitorio, envolvió en ella el Smith and Wesson, aguardando con paciencia que el caño adquiriera temperatura humana para la boca ansiosa.
       Admitió, sin vergüenza, la farsa que estaba cumpliendo. Luego escuchó, sin prisa, sin miedo, los tres golpes fallidos del percutor. Escuchó, por segundos, el cuarto tiro de la bala que le rompía el cerebro. Sin entender, estuvo un tiempo en la primera noche y la luna, creyó que volvía a tener derramado en su garganta el sabor del hombre, tan parecido al pasto fresco, a la felicidad y al veraneo. Avanzaba pertinaz en cada bocacalle del sueño y el cerebro deshechos, en cada momento de fatiga mientras remontaba la cuesta interminable, semidesnuda, torcida por la valija. La luna continuaba creciendo. Ella, horadando la noche con sus pequeños senos resplandecientes y duros como el zinc, siguió marchando hasta hundirse en la luna desmesurada que la había esperado, segura, años, no muchos.


(1963)




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