Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)

Tu me dai la cosa me, io te do la cosa te
Originalmente publicado en Cuentos completos (Alfaguara), 1994


      Los muros de ladrillo de naves interminables y de un pequeño y cuidado cementerio judío era todo el París que les permitía la mezquindad de la ventana.
       Un sol apático alrededor del mediodía y luego el frío, la débil llovizna velada y el viento lagrimeando en los ojos.
       Norberto Coriani, el Canario de los Pueblos, pulsaba su guitarra en la estrecha cama. El Pibe Ametralladora, sobrenombre gratuito, se paseaba, ida y vuelta, puerta y ventana, por el corredor que formaba la otra camita.
       —¿Así que nos vamos? Muertos de hambre, repatriados en la bodega de una cáscara de nuez.
       —¿Quién la empezó? —preguntó o dijo a la guitarra Norberto, ensañado ahora con la bordona, nunca satisfecho con la vibración ronca que repetía, rectificaba, nunca totalmente satisfecho, como todo artista.
       El Pibe, demasiado herido para una lucha estéril frente a frente, continuó moviéndose y repitió los mellados argumentos de los últimos días.
       —Cuando te convencí yo tenía razón y estaba seguro. Gardel en el Olimpia, Arolas llenándose de guita. Te conseguí dos conciertos en El Garrón y me fallaste.
       —No me dio la voz, hermano. El frío, los nervios. Vos sabés que si me siento en forma, adiós Gardel.
       —Yo que vos le mandaba una carta pidiéndole perdón. Después le rezaría un desagravio en el notredame.
       —Macanas, ya te dije. Yo no te fallé, me falló la voz.
       —Sí, pero yo me lo aguanté todo porque a la final y al cabo soy el empresario. Era el empresario, digo.
       —Bueno, acabala. Sonamos y se acabó. Los paquetes de francos, las minas que soñaste, ¿o era para engrupirme?
       —Gardel tuvo las que quiso. Aquí todas son putas y saben cómo se hace. Pero, claro; con Gardel. No con cualquiera. No con un tartamudo afónico.
       —Te digo que la acabés. Y no te lo voy a repetir.
       Norberto dejó en paz la guitarra encima de la cama y se envolvió con la manta como si fuera un poncho.
       —¿Tenés tabac?
       El Pibe se detuvo y le ofreció el Gauloise que sobresalía del paquete. Fumaron un rato en silencio haciendo que el humo algodonara el fracaso, la miseria, la crueldad implacable de París.
       Después, desde el humo, el Pibe volvió a preocuparse.
       —No puede ser, digo. Dos meses y ninguna mujer. Ahora, ni pagando podemos. Yo, que las tenía con sólo chasquear los dedos.
       —Perdoname —dijo Norberto levantando una sonrisa—. Es cierto pero es distinto. Siempre te conocí mujeres de la vida. Eras muy amigo de Larsen. Yo, en cambio, no daba abasto con las admiradoras.
       El color de la ventana iba pasando con rapidez del gris al negro y el Pibe podía ver, inubicables, lejanas luces de calles o ventanas.
       Ahora la guitarra, invisible, como incrustada en la cama o la pared, repetía un agudo si insistente, apenas metálico, que hacía eco al golpear en la madera.
       El Pibe soportó silencioso. Al fin, sin alzar la voz:
       —Dos meses en París y ninguna hembra. Date cuenta, volver sin haber cogido. Aunque fuera una sola vez.
       La guitarra continuaba insistente, sin llamar, terca y segura. No hubo ninguna palabra desvergonzada, ni nadie simuló un falso atisbo de cariño. El Pibe revoleó alta en el aire una moneda plateada de cinco francos que tuvo fuerza bastante para brillar en la penumbra y disponer el orden en que se iba a desarrollar la humillante pero victoriosa, única bacanal en París.


1994





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