Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Adiós Europa, adiós:
La soledad del viejo amigo

Adiós Europa, adiós
(Bogotá: Planeta Colombiana Editorial S.A. (Seix Barral], 2000, 130 págs.)



Para Antonio Saura, in memoriam

      En su cuarto de la rue du Pont de Lodi, Ernesto se balanceaba entre la miseria y la agonía. De allí que se viese a sí mismo como una réplica del ser que había sido, lleno de apetitos, trifulcas de amigos y grandes gozadas en un París que ya no existía porque había desaparecido la locura —decía— y nadie recordaba el ejercicio de la lujuria y la gente ya nada hacía sin los bolsillos llenos de francos, nadie saboreaba al amanecer el bocado de una nueva aventura. Esta era su queja sin fin.
       —No estoy enfermo, hermano. Padezco de una leve postración del alma —y estiraba la mano hacia la mesita de noche donde seguía la botella de pastis—. Hazme el favor de salir al pasillo y echarle al vaso un poco de agua —pedía. Y yo salía al pasillo para enfrentarme con un árabe que trastabillaba borracho, con una jovencita que salía del retrete como si nada, como si no hubiera estado encerrada en medio de un borbotón de porquerías.
       Del mal vino había pasado al pastis. Durante un mes —el tiempo que duraba su postración— Ernesto había cambiado de gustos. Si antes me pedía que le trajera un beaujolais, pronto empezó a pedirme que fuera algo más jugoso. Un ricard mezclado con agua rendiría más y lo elevaría a la brillante conciencia del mundo. Y su mundo no era solamente su cuarto; era la visión de los quais desde la buhardilla, el Pont Neuf y cuanto enmarcara el ventanuco que le servía de escape hacia las calles, ya que en ellas no podía entonces moverse y nada indicaba que podría hacerlo algún día.
       Había dejado de pintar, las telas desnudas se arrinconaban, los pinceles se habían petrificado y él pedía que le trajera libros, “libros que den ganas de vivir”, y me reprochaba haberle traído Luz de agosto de Faulkner. “No dudo que sea una maravilla la historia de esa jovencita preñada que va en busca de su hombre y al encuentro con la tragedia”, resumía, pero no quería saber nada de las tragedias del profundo sur americano. Al día siguiente le traía nuevos libros, de Boris Vian y René Char. Ya había agotado todo Céline. Debía traerle nuevos libros y un montón de pornografía que iba guardando como si acumulara la soberbia iconografía que un día sería útil para sus cuadros, si es que un día regresaba al mundo de sus cuadros.
       —Cuéntame algo más de las amigas y de paso sírvete un ricard —decía—. Las amigas —insistía, porque nada quería saber de los amigos. Solo salía del grave mutismo si encontraba un enjambre de generosas, libres hembritas a su lado, mujeres que excitaran su brillantez y su gusto por la vida. Por esto quizá dejó de ver a los amigos. Quería noticias y visitas de amigas, pero estas se habían perdido. Insistía sin embargo en esas visitas porque nada como la presencia de varias mujeres lo removía hasta el paroxismo. Con nosotros se aburría, era como si fuésemos el jarabe concentrado del tedio mismo, lo peor que puede llevar un hombre cuando se enfrenta a otros hombres aburridos, rencorosos e incapaces de jugar con el vacío, con esa nada que puede volverse una aventura plena de esplendor y sobreentendidos.
       —¿Vino el médico? Me dijeron que te había prometido una visita —le preguntaba entregándole los libros.
       —No ha venido y lo mejor es que no venga. Me va a pedir lo imposible.
       Y lo imposible era la terminante prohibición de beber una sola gota de alcohol. Algo, el hígado tal vez, ya no podía más o se estaba haciendo trizas, pero Ernesto no transigía.
       —No me vengas ahora con médicos. Dime, mejor, cómo empiezan a portarse las hembritas en esta primavera. Desde esta ventanita —señalaba al vecindario— las veo como hormigas y es una pena no tener un largavista. No harían mal en iniciar una colecta y regalarme uno de esos que usaba el general Montgomery en su campaña africana. Róbense de un museo los binóculos del viejo coronel Lawrence, sirvan de algo —reía y pedía que le renováramos el pastis.
       No era una broma. Soñaba con tener unos binóculos de campaña, tan sólidos que le permitieran penetrar la intimidad de todo París, escurrirse por los cuartos iluminados y descubrir cuanto quedaba allí de vida. Sugería que se los pidiésemos al embajador, que le informásemos que un paisano se moría sin tener unos binóculos de campaña, pero el embajador no entendería nada de estos caprichos. Lo mejor sería seguir trayéndole pastis.
       Contaba que seguía soñando con una general promiscuidad en el mundo y que eso le daba ánimos para seguir vivo. Nada como soñar que “el todo París” hacía el amor sin horarios, que las oficinas quedaban vacías porque el mundo de sus sueños era una ciudad dedicada a la más irresponsable fornicación colectiva.
       —Vi a Teresa —le conté con el temor de abrir su más vieja herida—. Raras veces pregunta por ti, pero la verdad es que sigue estando tan hermosa como siempre.
       —No preguntará por mí, y el día que me saquen de aquí con los pies para delante se tragará la lengua para no preguntar por mi destino. Las mujeres sanas no quieren saber nada del hombre enfermo que amaron un día. Es mejor así, nadie que tenga un poco de decencia se alimenta con la piedad de los demás —largaba su perorata rencorosa sin mirarme y entonces se lanzaba a contar todo cuanto había sucedido entre Teresa y él. Lo hacía con una rara delectación. No parecía la crónica de un fracaso sino la recuperación de algo más exultante y vivo, pese a ser un episodio perdido. Teresa le había dado cuanto podía darle una mujer, la ternura y la neurosis, el sexo y la protección, la compulsiva fuerza de la pasión, todo cuanto ahora le era imposible recibir en su sucia cama de postrado, muriéndose y sabiendo que se moría, que de nada valdría conseguir una cama en el Hotel Dieu, que por otra parte aborrecía, un miserable hotel de caridad pública a la sombra de Notre Dame.
       —¡Hotel de Dios! Cuando uno entra en esos antros de mierda se imagina lo que será en verdad la morada del Señor —repetía cuando se le mencionaba la posibilidad de internarlo por unos días—. ¿Culpa del romanticismo? —concluía y evocaba su única visita a aquel desvencijado refugio público adonde lo llevó Teresa con un ataque de apendicitis.
       Quedaba aún la botella de ricard y media hora por delante antes de que concluyera mi visita. La luz no caía en la ciudad y el frío empezaba a remitir. Los días eran magníficos y las muchachas empezaban a aligerarse de ropas. Todo esto lo sabía Ernesto y se resistía a que hiciéramos algo distinto a traerle una botella de pastis. De nada hubiera valido una gestión hospitalaria. Había roto su tarjeta de la seguridad social y lo que quería era sobreponerse a la enfermedad, esperar el milagro con aquellas inmensas ganas de seguir mucho tiempo vivo. A veces sus ojos se iluminaban de entusiasmo y ponían un aliento extraordinario en la más tonta de las conversaciones. Preguntaba por los amigos, sobre la marcha del mundo y se reía al descubrir que algo se movía debajo de las sábanas, porque seguramente había estado pensando en una de las viejas amigas y nada podía hacer para controlar esa erección inesperada.
       —Mientras se me pare la picha habrá esperanzas de vida —diagnosticaba muerto de risa—. De eso debería darse cuenta Teresa; nada le costaría venir a darme un polvito.
       Teresa no vendría. Acababa de agarrar un salvavidas, un alto funcionario del Centre National de la Recherche Scientifique. Vivía en un apartamento chanelizado con sirvienta portuguesa y casa de campo en Normandía. No quería que peligrase su futuro. Se negaba al teléfono y decía que ya no estaba para embarcarse en aventuras. Ahora, rien va plus. No apostaría a la ruleta y menos si era rusa. Su vida con Ernesto equivalía a un suicidio. Un apartamento preciosamente amueblado y su futuro matrimonio con un cadre, pasaporte francés a la vista y niños para llevar a Deauville, eso no podía ser puesto en peligro.
       —Déjenla, no le hablen más de mí, tiene todo el derecho a convertirse en una dama, es una sana aspiración en toda vagabunda.
       —Deberías pensarlo bien, Ernesto —intentaba decirle—. Un hospital… un médico… haremos una subasta…
       —¿Pensar qué? No pierdas el tiempo, hermano. Espera y verás cómo el verano me pone en forma y vuelvo a pensar en mí. Esto no es Barranquilla, el calorcito chévere del Caribe.
       No se defendía. Aceptaba hundirse sin dramatismos. Contemplaba el último de sus cuadros, un recio huracán planeando sobre una superficie de dunas. Se diría que en esa obra se concentraba su devoción por la lujuria. Decía que no estaría mal retirarse después de semejante hallazgo, pero esperaba que saliera el otro cuadro. No sabía si la memoria o un relato olvidado era la fuente secreta de esas pinceladas. Prefería en todo caso tener el cuadro a medio metro de la cama. También esta obra lo hacía sentirse vivo. Esperaba conseguir la realización de la siguiente y por ello se resistía a que buscáramos comprador; de nada valdría, lo estafarían y seguramente no podría empezar la tela siguiente, serían almas gemelas o no serían nada, la siguiente sería una secuencia indispensable, la conclusión definitiva de un díptico gigantesco y formidable.
       Un día decidimos traerle un bonito regalo recogido en Beaubourg, una joven y carnosa bretona que a regañadientes aceptó trabajar a domicilio. Si las amigas no venían, una puta podría consolarlo. Nada más verla, Ernesto extendió la mano, cogió la botella de anisado y se desentendió de la furcia.
       —¿Qué se han creído? Para eso —y señaló una mano con el puño apretado— prefiero la consolación del self service. ¿Qué se han creído? —y nos obligó a despedir a la puta mientras esta pedía a gritos la suma convenida. Tuvimos que darle mil francos, evitar el escándalo, que viniera la portera y detrás de ella la Policía, que subieran portera y policías y nos encontraran envueltos en esa densa nube de hachís. Había que evitarse los asuntos de comisaría, Ernesto no tenía sus papeles en regla, casi nadie los tenía.
       —No les pedí que me trajeran una puta —protestó con voz ronca cuando conseguimos calmar a la bretona. Se sumió de pronto en un mutismo casi trágico. Miró a Estela a los ojos, recorrió su cuerpo de arriba abajo e inclinó el rostro con una inmensa sensación de melancolía, Estela comprendió de inmediato.
       —Vete a dar una vuelta —me dijo—. Busca una nueva edición de Madame Bovary, lo que sea, pero, por Dios, no vuelvas antes de una hora.
       Y aunque nada comprendía en esos instantes, me largué a las calles a mirar por enésima vez los puestos de los bouquinistes, la silueta de la Cité, la grandeza mortecina de Notre Dame. Estela había decidido hacer repentinamente lo que podía hacer después del incidente con la puta y yo no podía imaginar lo que sucedería cuando saliera del cuarto dejándola a merced del amigo. Lo sabría al reencontrarme con ella: Ernesto le había pedido que se desnudara —contaría ella más tarde— pues solo quería saber que la carne femenina seguía allí y que con la carne femenina, la gratificante intensidad de un cuerpo joven y humilde. Solo quería pasar las manos por las caderas de mi amiga, acariciar sin prisa sus altos pechos de virgen. Le pidió que se quedara inmóvil de espaldas y Estela supo que Ernesto se deleitaba mirándola en la distancia. Estaba sentado desnudo en la cama y quería saber que la carne femenina seguía en su sitio, que tenía delante a una joven espléndida y que esta se ofrecía sin que mediara la piedad, porque él sabía que ella lo había considerado alguna vez un hombre atractivo y deseable y ahora su postración no le impedía saberse deseada.
       También Ernesto había estado con nosotros en rondas vespertinas que nos habían llevado de un lado a otro de la ciudad, un fin de semana a Estrasburgo, otro a Ámsterdam, dos días de parranda en un cuarto sin muebles de “la Mouff”, abrigos llenos de comestibles robados en los monoprix, los dólares que llegaban y se tiraba la casa por la ventana, había plata para sentirse más libres, la silenciosa marcha del amanecer, las canciones que Ernesto entonaba, boleros y rancheras nostálgicos, todo esto era nuestro pasado y Estela parecía rendirle un tributo cuando decidió quedarse a solas con un Ernesto más deseoso que postrado.
       —¿Sabes? Me hizo sentir más bella que nunca —me dijo cuando salimos de la buhardilla y Ernesto parecía decirnos que aún quedaba un asomo de plenitud en su vida.
       Estela dejó la caja con el pollo asado al lado de la cama, miró el cuadro que Ernesto no vendería y salimos al atardecer sin decirnos una sola palabra.
       —No se está muriendo —dijo ella cuando entramos a nuestro apartamento. No quería creer que su enfermedad fuera tan seria como decían. No era tanto el hígado o los riñones u otro miserable lugar del cuerpo afectado por lo irremediable. No se cree en enfermedades tan miserables cuando uno se enfrenta con un ser que no se queja, que parece mostrar la perfección del mecanismo, decirnos que algo más jodido lo devora hasta lo indecible. ¿De qué se moría entonces si no era cuestión de vísceras? Algo que no era de tan tremenda vulgaridad lo estaba devorando y el médico que prometía visita lo sabía, todos lo sabíamos, también Ernesto lo sabía y había decidido que lo mejor era enfrentarse vivamente con sí mismo.
       Volvíamos a verlo. A veces yo solo; otras, Estela conmigo. Fue cuando su rostro recobró la exultación de otros días. Lo que pudo haberse convertido en rutina dio un giro imprevisto. Estela aceptó el raro rito de complicidad que Ernesto le ofrecía. Los detalles no eran inmediatamente referidos, no cabían, pero Estela se sentía en el deber de referírmelos. No le importaba que Ernesto le pidiera recostarse desnuda a su lado, que se sentara a mirarla extendida de espaldas e inmóvil en la alfombra exhibiendo las nalgas, ni le importaba que le pidiera sentarse en cuclillas y enseñarle en un rapto de obscenidad el sexo abierto o que le exigiera acariciarlo mientras, fingiéndome ajeno a tanta sordidez, yo daba vueltas por Saint André des Arts bebiendo una cerveza tras otra como si nada ni nadie me esperase, tiempo que aprendía a dilatar como si así dilatase la complicidad que Ernesto exigía a mi amiga.
       —Es curioso —me diría Estela—. No ha querido hacerme el amor.
       Lo decía como si lo esperase o lo deseara, como si Ernesto no hiciera otra cosa que poner expectativas a las expectativas de una mujer que años atrás lo había deseado y buscado inútilmente. Eran los años del hambre y las picardías, de los mil francos en el bolsillo y la generosidad con los amigos, la época del ni un solo centavo y allá vamos como si nada, como si el mierdoso dinero nada importara pues seguíamos haciendo exactamente lo mismo, durmiendo apenas, trasnochando siempre, paseándonos por la ciudad que habíamos hecho a la medida de nuestra locura, buscando nada y esperándolo todo, jugando con la ruleta del azar o haciendo del tiempo un juego de dados en el que nadie perdería.
       Estela sabía que al volver al cuartucho yo llamaría a la puerta. Descartaba toda imprudencia de mi parte. Cuando esto sucedía, ya estaba vestida, sentada en la cama armando otro pitillo de hachís, cama que parecía un amplio reino de convaleciente que todo lo que espera lo espera solamente de las visitas. Ernesto pedía entonces otro libro. Boris Vian había sido devorado. Ya no quedaba nada de Raymond Queneau, “Zazi es la fantástica niña que nunca encontré en estas putas calles”, Bel Ami había sido releído porque Maupassant era de los suyos, putas, sentimientos y pasiones sin límite, trenes y estaciones y la enfermedad del pobre Guy —enumeraba Ernesto y pedía que esta vez fuese contra lo acostumbrado algo de Faulkner, Santuario no estaría mal. Le traía un Faulkner y un Scott Fitzgerald, todo cuanto estuviese en la frontera de lo imaginario y lo vivido. ¿Por qué el fanfarrón de Hemingway caía en la miseria de contar al mundo que el pobre Scott era impotente? Cada libro leído era comentado entre pastis y pastis.
       Salíamos taciturnos y nos metíamos en mi apartamento de la rue Saint Jacques, un palacio —comentaba Ernesto sin envidia. Algo se ganaba, se podía mantener ese piso. Allí Estela y yo habíamos compartido durante dos años nuestras vidas.
       —Hoy me pidió que leyera “El tango del viudo” de Neruda —dijo ella cuando subíamos las escaleras hacia el tercer piso—. Me dijo que le gustaba eso de oír mear a una mujer en la trastienda, que le fascinaba la imagen de esa nativa persiguiendo con un cuchillo de cocina al poeta fugitivo. “Oh maligna, ya habrás hallado la carta… ”, recitaba.
       Todo podía ser posible y Ernesto le pidió esta vez a Estela, no lo imposible, sino que aceptara dejarse desnudar: le desgarró bruscamente la blusa, le exigió que se abriera de patas y lo masturbara mientras él largaba un discurso incoherente sobre el poema de Neruda. Ella aceptó en parte lo que Ernesto le pedía, salvo ponerse en cuatro patas y gatear al ritmo del maldito disco que puso, un disparatado concierto de Stockhausen.
       Nos esperaba. Nos esperaba como tal vez nunca nos había esperado. Sabíamos que por momentos asomaba en su conducta una forma de crueldad indeseada, entrometida donde antes había estado la ternura. No obstante, al día siguiente, pese a saber que nos esperaba y necesitaba, decidimos pasar la tarde en Ville d’Avray, distanciarnos de lo que aunque aceptado parecía a Estela incomprensible. No fuimos a verlo y no tuvimos ganas de lamentarlo: el día era espléndido y nuestra intimidad renacía allí donde temíamos haberla perdido.
       Cuando volvimos, Ernesto recibió a Estela con versos de Paul Eluard. “Suis-je autre chose que ta force?”, recitó al sentirnos entrar. Eluard le inyectaba lo que el esperado médico no le inyectaría, La capital del dolor era la capital de su angustia. Seguía con el poema, envuelto en una sucia sábana azul. “¿Soy algo diferente a tu fuerza?”. Se sabía de memoria Ta foi. No acertaba a mirarme, acaso pensaba que me estaba jugando sucio o que una mirada afrentaría mi dignidad de amigo. No repetía el poema para nosotros. Lo hacía una y otra vez para Estela, acentuando su complicidad. De pronto temí que no fuera tanto el cuerpo generoso de Estela lo que él deseara conquistar, sino algo más amenazador, convertir a Estela en un tronco que flotara por las turbulencias del río y él asido al tronco antes de la última caída, de su caída en las profundidades dejando el tronco a la deriva.
       Ese día decidí no salir a la calle. Me quedé en el cuarto viendo cómo Ernesto jugaba con las sábanas. Bebía pastis y sugería a Estela que le echara más agua al ricard. Dos veces se levantó de la cama y fue hacia el ventanuco y en ambas ocasiones repitió la misma queja: nada podía ver aunque fuese una limpia primavera, ni siquiera la alargada silueta del Pont Neuf o el imponente edificio de la Samaritaine.
       —Llegó carta del país —comentó con desinterés—. Mi mamá espera que vaya a verla en Navidad.
       No iría en esta ni en la siguiente Navidad. Simplemente no quería ir a sitio alguno. Le aterrorizaba la idea del regreso. Cuanto conservaba “del país” era obra de la memoria y la imaginación. Temía enfrentarse a la dura obra del tiempo y de los hombres, obra más lamentable e irrisoria. Sin embargo, recibía las noticias “del país” con alborozo, aunque se tratase solo de desastres. “De eso nos hemos alimentado siempre, de horrores y desastre”, sentenciaba. “Vete un rato —me pidió Estela—. Vete, creo que necesita estar solo conmigo”.
       Habíamos pasado una hora en el cuarto. “Prefiero que te vayas”, repitió mi amiga. Mi réplica fue una torpe salida de ofendido, contraria a la fingida amabilidad de siempre. Ya no podía ver cómo Ernesto ganaba el entusiasmo de Estela, cómo ganaba la esplendidez de su cuerpo y la fragilidad de su voluntad. Me irritaban sus movimientos, la seguridad a ratos irónica de sus comentarios y la arrogancia que demostraba al esperar como algo normal la continuación de una relación que empezaba a volverse enfermiza y tiránica.
       —Vete a casa, iré dentro de un rato —me exigió Estela—. No me preguntes por qué lo hago, te lo ruego.
       ¿Era posible que Ernesto comprometiera a Estela de esta forma? Se había ganado parte de su voluntad y ahora daba pasos hacia otra clase de conquista. Nada de esto estaba dentro de mis cálculos como no estaba tampoco el primer asunto realmente sórdido del juego impuesto a sus caprichos.
       Estela llegó al apartamento después de medianoche, cuando yo ya flotaba en el sopor de tres botellas de bordeaux bebidas con ansiedad y rabia. Sentí, al verla avanzar hacia el sofá, que un giro imprevisto venía a dar un tinte sombrío a lo que en un comienzo me había resultado, pese a lo doloroso, aceptable y comprensible. Ella no quiso hacer comentario alguno. Al desnudarse, una hora más tarde, después de haberla sentido sollozar en el cuarto de baño, pude saber que el motivo de su desasosiego no podía ser otro que la escandalosa huella encarnada que exhibía en la espalda. Antes de meterse en la cama empezó a llorar y no quiso dar explicaciones.
       —No puede ser —alcancé a decir—. No puede ser.
       —No puedes entenderlo —me gritó ella—. No puedes entenderlo.
       Apagué la luz y seguí escuchando durante un rato sus sollozos. No sé si durmió. Simuló en todo caso estar en el más profundo de los sueños.
       A la mañana siguiente su espalda enseñaba un repugnante círculo de hematomas que parecían estar a punto de romper la fragilidad de la piel. Si Ernesto esperaba que yo me limitara a ser simple testigo de lo que en adelante sucediera entre él y Estela, estaba equivocado —me decía, pero comprendía también que no tendría fuerzas para impedir que ella se hundiera en una pasión que de pronto había empezado a ser sórdida e imprevisible.
       A mediodía, Estela pudo al fin referirme la experiencia de la noche anterior: Ernesto había sufrido anoche un ataque de vómitos. Aunque trató de ocultarlo saliendo al pasillo, ella se enteró y evitó hacerle preguntas. Había sufrido ya la violencia de su reacción: al no poder sodomizarla porque la resistencia de Estela fue rotunda, hincó los dientes en su espalda y la obligó a repetir un repertorio de improperios que él acompañaba con sollozos de cólera. “Parece que le sucede a veces”, dijo Estela refiriéndose a los vómitos. No deseaba referir una vez más el episodio de violencia de que había sido víctima, temía acaso que, en adelante, el rencor empezara a instalarse donde desde siempre había estado la complicidad.
       Pese a todo, por la tarde volvimos al cuarto de la rue du Pont de Lodi. “Presiento que ha entrado en una crisis de desesperación”, dijo Estela. Estábamos en el portal del viejo edificio. Yo hubiera preferido que se callara pero ella insistió en devolverme a la conciencia de un desenlace tan próximo como previsible. “Se empeña en pintar un nuevo cuadro y creo que no podrá conseguirlo”.
       ¡Un último cuadro! Ernesto quería pintar otra secuencia de su tempestad. Tal vez fuera esa la más viva de sus obsesiones. Quería hacerle frente a la naturaleza tropical que había vivido en su infancia, al desbordamiento intempestivo de violencia y colorido que también me era familiar. El tema nos había ocupado en numerosas noches de parranda. Tormentas del Caribe, tormentas del Pacífico. Vientos huracanados en geografías distintas. No quería pintar un paisaje más —decía. Su obsesión era de otra índole. A veces acertaba en la descripción de algunas pocas imágenes. “No quiero pintar un paisaje; no me importa que se reproduzca o reconozca la naturaleza; quiero estar dentro de ella”.
       —No lo conseguirá —temía Estela—. No podrá con el tema.
       —Si quieres —le dije al entrar en la buhardilla— puedo quedarme un rato con ustedes.
       —Quédate con nosotros —aceptó ella.
       La puerta estaba abierta. Ernesto trataba de ordenar las sábanas de la cama. Cuando estaba fuera de ellas llevaba puesto un amplio pijama sin botones.
       Me sorprendió su saludo:
       —No quiero saber nada de lo de anoche; lo siento —dijo dirigiéndose a Estela e ignorándome expresamente—. ¡Maldita sea! Ni un solo pincelazo para continuar este cuadro de mierda.
       Señaló con la mano extendida el lienzo que solo contenía manchas, un rápido esbozo que debería tomar cuerpo a medida que inventara su textura y el tema se creara con las formas —empezó a explicarme. Si lo lograba, quizá sus expectativas no se vieran defraudadas. Pero temía no poder ir más allá de la voluntad. Seguía hablando del proyecto, de ese cuadro monumental que ahora no pasaba de ser un lienzo casi inmaculado.
       —¿Prefieres que me largue? —propuse con indecisión.
       —¿Quién habla de largarse? Estaba hablando de este maldito cuadro. Además, si no entiendes esto, no entenderás nada. Debajo de la superficie se agita un remolino —dijo y no pude entender de inmediato el acento casi crítico de la frase.
       —Ernesto… —medió Estela—. ¿En qué quedamos?
       Se dirigió hacia la ventana y miró hacia el exterior.
       —Al fin pude centrar el objetivo —dijo riéndose—. A la derecha, abajo, hay una cortina transparente. Es un baño. A las seis y media de cada tarde una alta rubia oxigenada se baña y se da masajes en el cuerpo. Sería estupendo tener esos binóculos, como los del coronel Lawrence de Arabia.
       Estaba de buen humor, tanto que se había cuidado de preparar un café en el hornillo que usaba para calentar agua y hervir huevos, cuando tenía aliento para hacer un té y freír huevos.
       —Hace tres días sueño lo mismo: me traslado a vivir a un hotel particular, invitado por una vieja aristócrata que me abandona cada noche y me deja a merced de sus sirvientas; la gran puta regresa a la mañana siguiente y me echa a la calle dándome un sobre que no contiene nada.
       —Hace una semana soñabas que te invitaban a un crucero.
       —¡Maldito crucero! Sí, es cierto. Pero hacía la travesía en una inmunda bodega llena de refugiados árabes. ¡Ni los sueños sirven para levantarse!
       Servía el café en pocillos de bordes carcomidos. Y miraba la tela empezada. La vieja formidable tela realizada estaba al revés, contra la pared, como si así evitase poner en la balanza la antigua lucidez con la impotencia de ahora.
       —¿Por qué carajo no puedo? La tengo aquí —y señaló su cabeza—. Hace días que me persigue, tengo incluso una idea exacta de los colores, del montón de colores que sube sobre la crispación del oleaje, pero, ¡mierda!, algo me traiciona en el momento de coger los pinceles. ¿Me pueden decir qué pasa en estos casos?
       —Tal vez le pones demasiada ansiedad; olvídate de esa tela por un tiempo, saldrá sola.
       —¡Por un tiempo! ¿Se puede saber qué significa “por un tiempo ”? ¿Se puede saber qué carajos puedo entender por un tiempo en esta situación? —estalló. Hubiese preferido dejarlos solos, así sabrían al menos qué hacer con el tiempo, pero Estela me daba a entender que, de hacerlo, la abandonaría a la incertidumbre de un episodio funesto.
       Serví el pastis, que Ernesto bebió de un trago, sin saborearlo. Había transcurrido más de una hora. Recostado en la cama, parecía distante y contrariado. De pronto dio un salto y se lanzó hacia la puerta, tapándose la boca. Instantes después escuchamos sus vómitos. Regresó pálido e inseguro y adoptó una actitud sombría y amargada.
       —Prefiero que se larguen —dijo al cabo de unos minutos—. Gracias por los tragos. Supongo que lo saben, ¿no? No me mientan ni me compadezcan; sigo pensando que sufro de una leve postración de alma.
       —Quisiera que… —empezó a decir Estela.
       —No digas nada, es mejor —cortó Ernesto—. No tienes que decir nada.
       Cuando salimos a la calle le pregunté a Estela sobre la frase que había dejado en suspenso. “Quisiera que supieras que amo a Ricardo”, dijo ella apretándome la mano, exactamente como si lo estuviera repitiendo a Ernesto. Me besó largamente.
       —¿Es cierto que nunca te ha hecho el amor? —pregunté tontamente.
       Qué importaba una modalidad u otra. Lo había hecho de mil maneras, con la ternura y la crueldad, con la compasión y el deseo. Lo había hecho, no cabía duda, él sacando fuerzas de su debilidad, ella aceptándose fuerte desde la compasión o la pena.
       Estela no respondió. Quizá encontró ingenua e innecesaria mi curiosidad.
       Regresamos al apartamento y ella decidió poner música brasileña. Chico Buarque de Hollanda sonaba como la primera vez, Construção era una pieza bella y dramática, Estela se afanaba buscando una botella de Jack Daniel’s, había una planta nueva y alta en un rincón de la sala, las crêpes de jamón y queso eran deliciosas, una y otra vez la música del brasileño nos encerraba en una intimidad silenciosa y placentera; Caetano Veloso vendría después, a la hora de hacer el amor; eran las dos de la mañana y el whisky se acababa, los ruidos de la ciudad eran remotos y esporádicos y frente a la cama se mostraba con elegante y fría nitidez la reproducción de Modigliani. Habíamos decidido ir al mediodía a cualquier parte, podría ser la Lorena, por qué no bajar al sur, a cualquier parte que nos alejara de París y de la rue Saint Jacques. Dormimos abrazados y yo soñé que Estela resplandecía de gozo en las dunas de una playa que milagrosamente se convertía en puerto y que del puerto zarpaba un barco hacia Cartagena de Indias, que todo era como si el deseo fluyera armonioso en el sueño. Estela imponía entonces la presencia del extraño que había subido en un coche tirado por caballos; la Normandía no era un puerto rodeado de dunas sino un mar agitado que nos llevaba a cualquier parte porque el hombre de la silla de ruedas era un rostro conocido, exhibía una hermosa sonrisa y jugaba a volar con las gaviotas, el Atlántico era el mar Mediterráneo y yo era felizmente el capitán del trasatlántico. Soñaba que Estela y yo éramos dos desconocidos. Soñaba que la amaba.
       De no haber sido por el insistente ruido del timbre, habríamos llegado al final del mundo. Miré el reloj. Eran las seis de la mañana.
       —Encontramos su nombre y dirección en esta agenda —dijo el policía—. Seguramente lo conoce —y enseñó la foto de Ernesto.
       —¿Qué ha pasado?
       —No será nada agradable para ustedes.
       Vinieron las formalidades y nuestro desconcierto. Estela se resistía a subir a la buhardilla de la rue du Pont de Lodi y solo un repentino empuje de valor la llevó a enfrentarse al espectáculo que ofrecía aquel estrecho cuarto lleno de policías y fotógrafos.
       Ernesto había terminado el cuadro. Con no se sabe qué energía había terminado la tela que había colocado al lado de la anterior. Adiós Europa, adiós le había puesto como título. Y allí estaba la tempestad imaginada, la agreste reverberación del color, la insinuación de formas imbricadas con la densidad de la pintura y, pocos metros más allá, la ventana abierta de par en par. Abajo, en el patio, revoloteaban los curiosos. Una sábana blanca cubría el cuerpo de Ernesto y aquí arriba yo trataba de atenuar el hipeante llanto de Estela. La turbia muerte se interponía entre nosotros y más turbia aún parecía la suciedad del cuarto, el denso olor de las entrañas vaciadas. En la mesita de noche, la botella de pastis con unas pocas gotas.
       Lo más sorprendente de todo eran los círculos rojos que Ernesto había adherido en el extremo inferior de los dos cuadros. Un último gesto de ironía reflejado en la palabra adquirido puesta entre las dos telas, como si no bastara la convención del punto rojo.
       —¿Salimos? —fue lo único que Estela consiguió decir. Nos habíamos quedado mudos e inmóviles frente a la pared que sostenía las telas, Estela abrazada a mí, yo tratando de imaginar la fría entereza que había conducido a Ernesto al último gesto de su vida.




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