Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
Alguien llama a mi puerta
Adiós Europa, adiós
(Bogotá: Planeta Colombiana Editorial S.A. (Seix Barral], 2000, 130 págs.)
A María del Pilar Gaviria
No quise darle importancia. Tal vez fuera la fuerte brisa que anunciaba la llegada de la cola del huracán a las costas de Cartagena
de Indias, la puerta de entrada que no cerraba bien, un simple golpe
de brisa en aquel febrero de lluvias esporádicas.
No quise darle importancia al primer ruido que seguramente
venía de la puerta de entrada al apartamento, desde donde la visión
del mar era tan limpia como despejada la panorámica sesgada de
la ciudad, el centro amurallado, las aparatosas moles de cemento
de Bocagrande, la quieta presencia del caño de aguas estancadas y
podridas, una visión que había acabado por convertirse en el inmodificable
paisaje de mis días.
Cuando el ruido volvió a ser más persistente, encendí la luz de la
lamparita de noche y miré la hora. Eran las dos y treinta y cinco de
la madrugada. Y esta vez los golpes no parecían el embate ocasional
de la brisa sobre una puerta que cerraba mal sino los repetidos y
suaves golpes de lo que creí eran los nudillos de unos dedos aporreados
sobre la madera. Así que salí del dormitorio, atravesé la sala
sin encender las luces —la luna llena iluminaba tenuemente el amplio
espacio del salón— y pregunté quién era.
Aunque el ruido había cesado, supuse que quien llamaba —si
llamaba alguien y no se trataba del golpe incidental del viento—,
debería estar aún allí.
Por respuesta no encontré más que el silencio, mezclado con el
silbido al que ya me había acostumbrado desde que ocupara esta
vivienda a pocos metros del mar. Volví a preguntar quién era, sin
atreverme a abrir la puerta, pero solo recibí de nuevo el silbido de la
brisa. ¿Debería entonces abrir? Recordé que mi apartamento, hacia
la parte posterior de un edificio de veinticuatro pisos, daba,
hacia el este, a una zona abierta apenas protegida por discretas
barandas de hierro. La popa era desde allí una perfecta silueta iluminada
en las noches, tan nítida como el irregular mapa de las luces
de las barriadas vecinas, azarosamente levantadas en el cerro que
ponía límite a la ciudad.
Regresé al dormitorio después de pasar por la cocina. Deseaba
un vaso de agua y bebí directamente de la jarra que mantenía
siempre en la nevera. Temí que no podría conciliar el sueño interrumpido
de esa madrugada. Y como era mi costumbre, no tomé el
libro de Tabucchi que había empezado a leer la noche anterior sino
el control remoto del televisor. Me quedé un rato viendo pasar las
imágenes de una película ya empezada. De inmediato reconocí el
rostro de Michael Douglas, la inquietante belleza de Demi Moore,
una intrincada historia de poder —recordaba— entre un hombre
acosado por una mujer calculadora que le tiende la mortal trampa
del sexo. El poder y el sexo —pensé—, dos trampas mortales bajo
los frágiles pies de un hombre acosado.
Cuando sentí la presión del sueño en mis párpados apagué el
televisor y traté de dormir. No solo me había acostumbrado al cadencioso
silbido de la brisa sino que este se me había convertido
en un sedante. Soñé —recordé al abrir los ojos a las seis y cuarenta
y cinco de la mañana— que quien había estado llamando a mi
puerta era La Fugitiva, como había empezado a llamar a la bella
y alguna vez esquiva mujer de cuarenta y tres años que me había
abandonado sin fórmula de juicio y sin dar explicaciones después
de una larga noche en la que creí haber conocido la felicidad o la
convincente apariencia de aquello que los hombres entendemos
por felicidad: un relámpago en la soledad. Ahí estaba, reconocible
como su blanca belleza siempre oculta al sol, con sus dientes perfectos,
con un vestido largo de seda negra, reclamándome que la
dejara entrar. Traía en la mano una botella de vino y, adherida al
gollete de esta, una rosa extrañamente negra, quizá roja, negra en
la primera impresión que tuve al verla en una mano blanca surcada
de pecas y venas que aún no eran arrugas. ¿Serían alguna vez
arrugas?
—Vengo a explicarte por qué huí —dijo al entrar en la penumbra
de la sala.
Por un instante, solo por un instante, tuve la sospecha que no
era ella sino la copia levemente envejecida de la mujer que había
conocido. “No quiero envejecer a los ojos de nadie —recuerdo que
me había dicho—. Si envejezco, será un espectáculo para mí misma,
retirada del mundo”.
Le indiqué el sofá tapizado en tela cruda, el lugar donde habíamos
hecho el amor la víspera de su huida. Fui a la cocina y busqué
una botella de vino ya abierta y serví dos copas, siempre en silencio,
observando la negligencia que adoptó el cuerpo de Rebeca al
extenderse sobre el sofá. ¿Cómo, de qué manera, con qué metódica
disposición se mostraba en cada ocasión, como si su conducta y sus
gestos solo fueran posibles dentro de la perfección? Todo en ella
—recordaba— era una perfección extraordinaria.
—No vengo a excusarme sino a explicarte por qué me fui sin
decir nada —repitió.
No parecía su voz. Ni por su gravedad ni por los graciosos giros
locales que le imprimía, mucho más graciosos cuando pensaba que
se trataba de una mujer de la clase alta educada en colegios privados
donde nunca compartió amistad con gente que no fuera de su condición.
“Me educó una negra que me enseñó a hablar como si no
fuera blanca y rubia”, me había dicho, tratando de justificar el acento
vernáculo que ataba con un mismo hilo a negros y blancos, a
pobres y ricos, a la rancia aristocracia y a los vendedores callejeros
en su pregón diario.
Se trataba de una voz mucho más ronca, yo diría que extrañamente
remota, en cierto sentido áspera y vulgar y, no obstante, la
voz que siempre asociaría con ella, con una mujer que detrás de
su refinamiento demostraba no haberlo aprendido más que como
el simulacro de lo que deseaba demostrar en sus apariciones
públicas.
La elegancia de su atuendo —una impecable tenue de soirée—
contrastaba con mi aspecto. No había reparado en la escasa ropa
que vestía al abrirle la puerta, una camisera blanca que a menudo
hacía las veces de pijama, un pantalón corto de dril, el cómodo desaliño
de cada día. Me sentí ridículo.
—Voy a vestirme —le dije y la dejé en la sala con la mirada extraviada
en la transparencia casi amarillenta del vino.
Cuando regresé, con un jean y una camisa puestos apresuradamente,
La Fugitiva ya no estaba. No era por supuesto Albertine,
la enigmática heroína de Proust, con quien me había vuelto a encontrar
en esos días, leyendo una y otra vez el que consideraba un
doloroso tratado sobre la memoria y el olvido. Era Rebeca. Y había
vuelto para añadir una nueva pesadilla a pesadillas que yo creía
superadas. No había conquistado el olvido —pensé al recordar el
sueño y aceptar el malestar que me producía volver a verla en ese
ilocalizable rincón de la inconsciencia. En la sombra de mis recuerdos,
ella permanecía aún como intrusa.
No estaba. Ni siquiera estaba la copa de vino ni la estela de su
perfume. Si había vuelto, había vuelto en el sueño para advertirme
que el misterio de su partida seguía vivo.
En los días siguientes, cuando el mar de leva hizo su aparición
con el impetuoso movimiento del oleaje y las marejadas que rompían
los muros de la avenida, el silbido de la brisa se volvió casi un
rugido de espanto. Si volvieran a llamar a mi puerta, sería imposible
escuchar cosa distinta al estruendo del viento. No obstante, antes de
dormirme esperaba volver a escuchar golpes en la madera. Encendía
el televisor quitándole el sonido y mi inquietud se traducía en un
esfuerzo deliberado por percibir cualquier ruido exterior distinto
al que producían los cristales de las ventanas. En una de esas noches
creí escuchar, no el golpe de los nudillos de unos dedos sobre la
puerta sino un llanto lejano, lejano y sin embargo perfectamente audible.
Me levanté sigilosamente, encendí las luces de la sala y pegué
los oídos a la puerta de entrada. Tal vez el llanto no fuera más que
la caprichosa metamorfosis de la brisa, sus cambiantes y aguados
silbidos.
No volví a soñar con La Fugitiva. Probablemente soñé solo episodios
intrascendentes, indignos de la memoria herida. Pero al día
siguiente, al despertar, tuve la abrumadora sensación de haber soñado
que, en efecto, se trataba del llanto de un niño debatiéndose en
medio de las arremetidas del viento huracanado.
En la mañana, después de tomar la densa taza de café que me
recuperaba del sueño, decidí escribirle a Rebeca una de las tantas
cartas que jamás enviaría. Con rabia, con resentimiento, le exigía
ausentarse de una vez por todas de mi vida. No podía seguir siendo
la intrusa nocturna después de haber sido la incomprensible Fugitiva
de hacía ya dos meses. Escribía como un exorcismo. Todo
el veneno de mi alma parecía estar consignándose en esas líneas,
escritas con demente febrilidad.
Había luchado para olvidarla. Deseaba que en mi conciencia
no quedara ya nada de ella, ni siquiera la añoranza de aquellos
momentos en los que advertí la aparición de la felicidad, la afrentaba,
no porque aceptara la necesidad del rencor sino porque
afrentarla era el método elegido para darle una última oportunidad
al olvido. Recordaba cómo la había conocido, la manera temeraria
como ella había sugerido subir a mi apartamento, la sorpresa de
sentirla desnuda debajo del blanco y largo vestido de lino, la esperanza
abriéndose camino entre uno y otro encuentro, encuentros
siempre furtivos, la pasión que me devoraba al sentirla encerrada
en mi cuarto, protegida de las miradas intrigantes de la ciudad
donde al parecer era la reina intocable, la docilidad de su cuerpo al
hacer el amor, la búsqueda desesperada del orgasmo que no podía
conseguir con mi penetración y que ella conseguía acariciándose
ansiosamente su propio sexo. Recordaba sus aprensiones, sus temores
de ser vista conmigo. Y la increpaba precisamente por pretender
esconder el vínculo que, aunque todavía incierto, yo entendía como
la unión de dos seres libres de prolongarlo o deshacerlo cuando se
nos antojara. La llamaba fiera desalmada, animal prisionero de una
moral tan engañosa como vetusta, trazaba de nuevo el mapa breve
e intenso de una aventura impredecible, tan impredecible como la
decisión de abandonarme sin decir esta boca es mía. Y si escribía
con rencorosa intensidad —me decía— era para evitarme el rencor
real del futuro, para ser un día justo con una mujer que no merecía
resentimiento ni rencor alguno. Me hería solamente el estilo de su
partida. Tal vez un día fuésemos amigos, tal vez un día —una vez
alcanzado el olvido— ella volviese a ser esa blanca porcelana que
durante mucho tiempo miré como un intocable adorno de vitrina.
Leí la carta y sentí una insana satisfacción. La había escrito a mano
y en hojas de papel amarillo, elegidas al azar, con una fina, apretada
letra legible. La guardé en uno de los cajones del escritorio donde
guardaba otras cartas nunca enviadas, escritas con la intención de
comprender lo incomprensible, de darle una salida digna a mi perplejidad.
Toda escritura es un exorcismo, lo sabía porque siempre sentía
un poco más de alivio al escribir sobre decepciones, frustraciones o
disgustos sobre las esperanzas defraudadas, esos excesos que el amor
impone con una frecuencia indeseable. Y al acto de guardar la carta
le siguió otro, al cual me había resistido: busqué la fotografía en la que
ella, de medio cuerpo y de perfil, asomada a un balcón colonial, fingía
estar cerca de la eternidad. Se lo había dicho: “Pareces estar buscando
la eternidad con la mirada”.
Rasgué la foto sin sentir remordimiento alguno. Aunque no
había vuelto a mirarla, recordaba mantenerla guardada como una
quemante presencia en el fondo de mis archivos. Allí reposaban
otras fotos y cartas, imágenes y letras de mujeres que alguna vez
habían sido cercanas, sombras hoy difusas de un pasado al que a veces
volvía con la certidumbre de haber estado siempre buscando la
grandeza del amor, sus miserias ocultas e inadvertibles, el instante
del éxtasis, apenas el amor que llegaba y huía como un frágil objeto
dominado por el azar.
El mar de leva empezó a remitir. Volvió a haber calma en las
playas. Vinieron días de quietud. La serenidad de las aguas, el tenue
balanceo del oleaje, la brisa apenas perceptible, un limpio horizonte
sin brumas, todo esto, como un paisaje adormecedor, alimentaba el
deseo de un sosiego definitivo. Los pescadores regresaban a su oficio.
Desde las ventanas veía el faenar de los hombres en la recogida
del trasmallo. La pesca era siempre buena después de la lluvia. Hacia
el norte y hacia el sur, las piedras estratégicas de los espolones,
extendidos como retamares, permitían la formación de pequeñas
calas, sucedidas como en un precioso artificio que no había podido
detener la embestida del mar en la avenida, convertida en un recipiente
de aguas estancadas, banco de arena y piedras, la resaca del
mar en sus ciclos de furia.
A la tercera noche de calma, habiendo en parte olvidado los misteriosos
llamados a mi puerta, volví a percibir los mismos ruidos.
No era aún la medianoche. Había terminado la lectura de Sostiene
Pereira, la espléndida novela de Antonio Tabucchi. Bebía un whisky
y pensaba que la conciencia moral del protagonista no era anterior
a los acontecimientos que lo abrumaron paulatinamente sino una
consecuencia de estos. El individuo mediocre del principio adquiría
poco a poco una grandeza mayor que la del aventurero que trata de
imponerla a la vida de un hombre viejo, ganado ya por la regularidad
de sus costumbres. Pereira es mejor que aquellos que tratan de
comprometerlo con una causa que no es suya. La piedad y el sentimiento
de justicia lo van llevando a una conciencia moral que lo
devuelve a la dignidad de un ser débil y justo. Eso pensaba cuando
sonaron nuevos golpes en mi puerta.
Esperé unos segundos. Quizá no fueran más que el eco de impresiones
pasadas. Pero el golpe en la puerta dio paso a un llanto
quedo, de niño o de mujer —no pude precisarlo—, con lo cual mi
inquietud derivó en tensa expectativa. Di unas cuantas zancadas
desde la sala hacia la puerta de entrada y la abrí abruptamente.
No había nadie. Nadie corría por los pasillos. Me asomé a las escaleras
que a manera de rellano daban acceso al piso inferior y
no encontré a nadie. Regresé desconcertado a la sala y bebí apresuradamente
los restos de whisky. Estaba decidido a no irme a la
cama hasta que los golpes volvieran a repetirse, pero la espera fue
inútil. Ni siquiera la brisa de esa noche producía ruido alguno,
solo el rumor del oleaje me advertía que las mareas cumplían otro
de sus ciclos.
Soñé con Rebeca. Fue un sueño apacible. No ofrecía explicaciones
ni yo se las exigía. Era una extraña conocida con quien me
encontraba en una exposición de artesanías regionales, una extraña,
hermosa mujer que a primera vista me pareció de una belleza gélida
y sin vida. Todo en ella parecía un artificio: su ropa, sus ademanes,
la fingida seriedad de sus comentarios, la manera como, al sentirse
mirada, corregía postura y ademanes. Una belleza muerta —me
decía. La belleza de una esfinge dorada. Lo curioso es que esta vez
Rebeca había envejecido sin abandonar la altivez de su antigua hermosura.
Cubría con un fino pañuelo de seda los pliegues del cuello,
y las puntas del tejido caían sobre la desnudez del escote para cubrir
una piel más áspera, salpicada de pecas que, en la impresión de esos
instantes, me parecieron el signo de un envejecimiento irreversible.
Al recordar este sueño pensé que mi inconsciente hacía de las
suyas, tal era la manera como esta mujer aparecía, sombra ya inocua
de quien me había llevado a vivir los relámpagos de una pasión
ya extinguida.
Volvía a la rutina de mi vida diaria. Traté de no darle importancia
a la frecuencia de los llamados a mi puerta. Probablemente no
fueran más que ruidos o eco de ruidos en mi conciencia. A nadie
referí lo que podría ser una rara anomalía de la percepción, una mala
jugada de los sentimientos, atribuibles al estado de inquietud que
acababa de vivir y al que respondía de reconstruir mi identidad perdida.
Una vez más, dejaba en el amor los signos de mi identidad y
los buscaba con el firme esfuerzo de la racionalidad.
Traté de buscar razones a la sinrazón de esos ruidos y no hallé
explicación más convincente que la de suponer que todos, invariablemente,
vivimos con fantasmas que cobran vida inesperadamente,
que en el mundo de las percepciones conspiran esos fantasmas, restos
de un pasado aún no resuelto, vagos sonidos que por momentos
se hacen reales en la confusión de la vigilia o en el incontrolable
ardid de los sueños.
Un nuevo episodio, esta vez más desconcertante, vino a sacarme
del sosiego que creía haber conseguido.
En la madrugada del día siguiente, cuando dormía, la intensidad
de los golpes fue tan desesperada que temí estar siendo agredido.
Nunca he concebido la posibilidad de poseer armas; por costumbre,
nunca cierro la puerta con doble llave ni paso seguro. Un duro
golpe en la puerta, la hábil maniobra de un intruso puede permitir
el acceso a mi vivienda. Así que sentí miedo y deseé tener un arma
en mi casa. Golpeaban a mi puerta con fuerza y de un momento a
otro la abrirían.
Con determinación desconocida pasé a la sala y me aproximé al
pasillo de la entrada, una especie de recibidor donde había colocado
parte de mi biblioteca, distribuida en diferentes espacios del apartamento.
Grité algunas palabras amenazadoras. De pronto, cesaron
los golpes. Y de forma no menos temeraria a la adoptada al acercarme
a la puerta, la abrí. Solo hallé pasillos y rellanos vacíos. De la
barriada vecina llegaba el eco de una cumbia.
Aunque no había querido informar a la administración del
edificio ni decir palabra a los vigilantes, esa noche decidí llamar
por el citófono y preguntar si había subido alguien en los últimos
minutos.
—No, señor —fue la respuesta del vigilante de turno—. Nadie ha
entrado al edificio —dijo la voz adormilada del muchacho, distraído
en la visión de una película de artes marciales.
Con la excepción de una pareja de ancianos, nadie vivía
en la planta doce del edificio. La pareja —me diría después el
vigilante— se acostaba cada noche a las nueve. Lo sabía porque, minutos
antes de esa hora invariable, ella llamaba a la recepción a pedir que la
despertaran a las cinco de la mañana, pues a las cinco y media salía
con el marido a una regular caminata por la playa. No confiaba en
el despertador de su mesita de noche. Y aunque podía haber dejado
dicho que la llamaran cada día, la anciana repetía con insidioso
cuidado el favor que los porteros hacían en consideración a la edad
y sus manías.
No pude dormir. Quise concentrarme en la lectura de una
novela de Álvaro Mutis pero las aventuras del Gaviero no conseguían
lo que todo novelista consigue con el flujo de su relato: sacar
al lector del mundo real para sumergirlo en las profundidades del
mundo ficticio. Me enredaba en la lujuriosa madeja de las palabras
y estas congelaban la aventura. Una y otra vez volvía al principio.
Quizá fuese una buena novela, pero no conseguía entrar al
laberinto de palabras que proponía el novelista. Tal vez no fuese
culpa del relato sino del estado de alma en que me encontraba.
Solo podía seguir las imágenes de un intrascendente programa de
televisión.
No pude dormir sino hasta muy avanzada la noche, cuando las
luces del amanecer llegaron a mi ventana. Ni la botella de vino tinto
bebida con ansiedad produjo el letargo esperado. Podría haberme
masturbado —recurso liberador al que acudí en otras épocas— pero
encontré siniestramente ridículo hacerlo sin la presencia imaginaria
de una mujer deseada. El sueño llegó como una consecuencia
inexorable de la fatiga.
La ausencia de brisas trajo el peso de noches sofocantes y extremadamente
largas. Reacio a encender el aire acondicionado, me
exponía a los rigores del calor y la humedad. Despertaba nadando
en una densa sopa de sudores, ni siquiera atenuados por el aire del
ventilador. Su ronroneo tenía, en cambio, un efecto adormecedor.
Traté de poner un poco de orden en mi vida doméstica. Recordé
que durante un mes no había recibido visitas, que la factura del
teléfono, vencida por esas fechas, me había privado del servicio.
Desde que Rebeca tomara su inesperada decisión, no tenía ganas
de responder ni llamar a nadie. Deliberadamente, había dejado de
pagar el servicio y, al cabo de un mes, no creía necesario hacerlo.
Me importaban poco o nada el mundo exterior, los amigos, el rutinario
contacto con el mundo. Tomé la decisión de mandar a pagar
la factura vencida. A las veinticuatro horas me encontré de nuevo
con el servicio de teléfono activado. ¿Para qué? No sabía si llamaría,
tal vez los amigos pensaban que estaba de viaje, quizá Rebeca
hubiera llamado para justificar su huida. Y nada de esto me importaba.
Me importaba saber si los llamados a mi puerta se repetirían
o si los equívocos en el aparato de mis sentidos habían terminado
su engañosa ronda de señales. Me inquietaban la dureza y el dramatismo
de los últimos golpes, algo distinto a lo que puede ser la
ambigüedad de una percepción alimentada desde el vertedero de los
recuerdos y me inquietaba porque esa última vez no pude llamarme
a engaños: alguien golpeaba inequívoca y desesperadamente en la
puerta, primero golpes suaves, después lacerantes llantos de mujer
o de niño. Por último, la rudeza de los llamados; ahora, el temor de
que volvieran a repetirse.
Me vi de repente envuelto en una intriga que hería mis sentidos.
Pese a haber conseguido largos estados de indiferencia, el temor volvía
y con este la esperanza de hallar una solución a lo que era ya un
enigma. Resonaban de nuevo los golpes en mi puerta, hacía esfuerzos
para saber si era el recuerdo de estos o si se trataba de un nuevo
y ahora dramático llamado. No salía de casa, aunque falta no me
hacía, pues satisfacía mis necesidades haciendo pedidos a domicilio,
el vino, los cigarrillos, el pan, la leche, los huevos y hasta la carne, el
aceite y las lechugas, cuanto hacía falta lo pedía como mandado a
algún empleado del edificio.
Me sobresaltaba fácilmente con el menor ruido. En ocasiones,
temía que la locura se estuviera abriendo camino en mi mente. Era
como si los golpes a mi puerta o los llantos quedos de niño o mujer
se hubiesen vuelto adherencias de mis sentidos, a tal punto los
esperaba, en tal medida los temía. La correspondencia diaria, que
uno de lo porteros subía a mi domicilio, me recordaba el cumplimiento
de compromisos pendientes, facturas vencidas, conferencias
sin confirmar, pero la rápida ojeada a esa papelería solo conseguía
mi indiferencia. En algún momento de algún incierto porvenir
volvería a tener el dominio de mis actos. El orden con que escrupulosamente
atendía mis compromisos antes de la partida de Rebeca y
la meticulosa frialdad con que me propuse sacarla de mi vida, todo
esto podría ser restablecido, como se restablecería el orden perdido
desde que los golpes a mi puerta se convirtieran en una amenaza
nocturna. En una semana no había vuelto a sentirlos pero se reproducían
en mi memoria y de esta parecían salir con la apariencia de
hechos reales, ora golpes con los nudillos de los dedos, ora llantos
a manera de lamentos o quejidos, ora dramáticos susurros. Repentinamente,
violentas acometidas contra la puerta de entrada a mi
domicilio.
Una vez se hubo restablecido el servicio de teléfono, entraron
algunas llamadas, en verdad indeseables. Preguntaban si había estado
de viaje, qué me sucedía, si había enfermado, si alguna razón
íntima me obligaba al ostracismo, en fin, llamadas de gentes que en
el mejor de los casos solo eran conocidos de trato amable, extraños
a mi vida, apenas cómplices de alguna de mis costumbres: pasear
por el centro amurallado de la ciudad, sentarme en un bar a hablar
de fruslerías, simple y gratificante rutina, comentar con horror los
acontecimientos del día, el crimen en una ronda insidiosamente repetida,
el país que se deshacía en nuestras narices.
No he sido un hombre con sentido de familia. Me duele aceptarlo,
saber que durante años he sido reacio al vínculo familiar, que
paso meses sin ofrecer señales, algo injusto y cruel —pienso a veces—
pues hermanos y sobrinos esperan que les diga algo de mi
suerte, que estoy bien, que sigo vivo. La muerte de mi madre volvió
más radical esa indiferencia, que nunca había sido deliberada sino
el resultado de un carácter moldeado para la soledad y cierta independencia
de felino. No he sido un hombre de familia y he tratado
de decirlo a quienes puedan sentirse ofendidos o maltratados por la
distancia que impongo sin considerar que quizá ellos no esperan de
mí más que breves, esporádicas noticias. Por este motivo, la llamada
de mi hermano Alfonso me sorprendió aquel mediodía.
Llevaba días tratando de comunicarse conmigo. Tres semanas,
dijo. Había pensado que quizá estuviera en el exterior, lo que sucedía
a menudo. Me había llamado repetidas veces hasta que le
informaron que me había mudado de apartamento, que mi nuevo
número de teléfono tenía el servicio suspendido. Ya era tarde, decía
mi hermano con voz sensible a todo drama familiar. Debía saber,
aunque fuera ya tarde, que nuestro hermano Carlos había muerto,
que nada se había podido hacer para salvarlo. Había muerto en
Panamá. La enfermedad había minado su ya débil organismo, el
alcohol, las drogas, el penoso abismo al que se había arrojado lo
habían convertido casi en un indigente. Quería decirme que Carlos
había muerto apenas cuidado por la tía Carmen y el primo Julio,
quienes se encargaron de hacerle el funeral al día siguiente de su
muerte.
Quise saber cuándo había fallecido y un escalofrío recorrió mi
cuerpo cuando Alfonso precisó el día. Tenía a mano el calendario
donde había marcado con una equis la fecha en que empezaron los
llamados a mi puerta y esa fecha coincidía con el día en que Carlos
había muerto. Saber que las fechas coincidían hizo más dilatado mi
silencio, del que salí cuando Alfonso preguntó si seguía allí. Sí, allí
estaba con el auricular en una mano y con la mirada fija en la fecha
marcada en el calendario.
Han pasado semanas y el ruido no ha vuelto a repetirse como
tampoco han vuelto a repetirse los llantos. Han pasado semanas de
olvido y remordimientos y la imagen de Rebeca es una iconografía
difusa en el confuso museo de mi memoria, una foto fija que el
tiempo condenará a su condición de negativo: habría que esforzarse
demasiado para reconocer su identidad.
Alfonso me ha escrito una larga carta y en ella me dice que Carlos
vivía en sus últimos días obsesionado con la idea de visitarme en
Cartagena de Indias.
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